Benedicto XVI
Mi legado espiritual edición de GIULIANO VICINI
m SAN PABLO
Benedicto
XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
© SAN PABLO 2013 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail:
[email protected] © Edizioni San Paolo, s.r.l. 2013 © Libreria Editrice Vaticana 2013 Título original: La mia eredità spirituale Traducido por Segundo Pacabaque Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1.28021 Madrid Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 E-mail:
[email protected] ISBN: 978-84-285-4181-7
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Presentación
En este momento en que Benedicto XVI deja su cargo, brota espontáneamente un sentimiento de gratitud de parte de quien durante los años de su pontificado se ha nutrido de su palabra. Es verdad que una amplia herencia espiritual no se puede resumir en pocas páginas; sin embargo, un libro como este -un pequeño homenaje a un pontificado que deja un signo duradero- puede ser útil para trazar un itinerario de su obra. Nos hemos centrado en el tema de la fe, porque este ha sido el corazón de todo el magisterio de Benedicto XVI. Con él iniciamos el camino del Año de la fe, y con él, a través de las enseñanzas que nos ha dejado, queremos seguirlo, para hacer más fuerte nuestra fe y vivir con madurez nuestro ser cristianos. Además, nos hace caer en la cuenta de que siempre estamos en el nivel elemental de la vida 3
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cristiana y que, por lo tanto, continuamente debemos aprender de nuevo lo que se ha olvidado o reavivar aquello que se ha apagado, o, incluso, recuperar lo que se ha abandonado o eliminado. La pedagogía de la fe del Papa está motivada precisamente por esta constatación: que gran parte de la sociedad occidental -también en el grupo de los cristianos- ha terminado excluyendo y marginando los contenidos fundamentales del cristianismo y los valores irrenunciables que lo inspiran. De ahí su incesante esfuerzo por sumergirse en las fuentes de la doctrina de la Iglesia y, al mismo tiempo, acompañar la experiencia viva de la fe, como testimonio y anuncio del Evangelio. Para alcanzar estos objetivos, Benedicto XVI ha insistido especialmente en la importancia de la catequesis de preparación a los sacramentos, comenzando por los de iniciación cristiana; ha indicado el horizonte primordial de la evangelización -es decir, la misión ad gentes- para suscitar en la Iglesia un renovado impulso misionero; ha hecho
énfasis
en
cómo
hoy,
en
una
sociedad
secularizada, es posible encender de nuevo en el corazón de los fieles la conciencia del gran don recibido en el bautismo y de este modo lograr que todo cristiano haga 4
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visible, en los lugares donde vive, la alegría de la fe como sello de la propia pertenencia a Cristo. Pero, ¿qué es la fe cristiana -se pregunta el Papa- y cómo hacer que ella sea la estrella polar que oriente los pasos del hombre, en un mundo dominado por otros credos, inclinado a seguir un progreso a menudo ciego y sin límites, que absolutiza pensamientos, sentimientos y acciones,
y
termina
sofocando
las
preguntas
fundamentales y las instancias más profundas del hombre? Es precisamente en este desierto espiritual que se ha llegado a crear donde urge hacer brotar la necesidad auténtica de Dios. Dentro del corazón puede existir el pensamiento o el sentimiento de Dios como Ser superior del cual toma origen y fundamento la vida, pero no está presente s
El como horizonte y destino final que guía el camino del hombre hacia una esperanza más grande que las ambiciones humanas: una esperanza capaz de dar a la vida y a la muerte un significado cierto y duradero. Pasar de un Dios que es pura abstracción o fórmula de conveniencia, o con el que se establece una relación anónima o superficial, a un Dios con el que se entra en un diálogo 5
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íntimo e intenso, que se convierte en sustancia y forma de la vida: este es el objetivo principal. Se trata, entonces, de empezar a desenterrar a Dios del corazón y, al mismo tiempo, de suscitar -en quien no cree o es agnóstico- el deseo de buscar a Dios, demostrando que esta no es una aspiración irracional o vacía, sino un anhelo ínsito en cada persona que se pregunte sobre cuál es el sentido de su propio vivir. La sensatez de la fe en Dios es, de hecho, uno de los puntos focales sobre los que Benedicto XVI vuelve repetidas veces en sus catequesis. Fe y razón no son extrañas o antagónicas; más aún, se podrían comparar a una obra en dos volúmenes, de los cuales el primero no puede estar sin el segundo, porque son complementarios: interactúan y se complementan mutuamente. No se cree sin la razón ni en contra de ella, porque si es la fe la que busca, es la inteligencia la que encuentra {fides quaerit, intellectus invenit) y después pasa a buscar a Aquel que ha encontrado. Es decir, si primero es necesario creer para poder entender, según la célebre tesis agustiniana (crede ut intellegas), tomada de san Anselmo -en cuanto la fe es un componente esencial de la inteligencia, como comienzo del camino hacia el objeto del conocimiento-, el 6
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entender es la «recompensa» de la fe. La inteligencia hace referencia a la fe, pero la fe se expande y culmina en la fecunda actividad de la inteligencia, que por eso mismo debe ser amada apasionadamente. El paso de la búsqueda y de la participación racional a la meta de la concreta experiencia de fe es lo que significa exactamente «creer»: es decir, vivir la fe, acogerla como don y caminar en la vida con la conciencia de tener que hacer fructificar este don. Quien cree confía plenamente en Dios y por eso no teme perder nada, pues lo tiene a Él como riqueza. De Abrahán, padre de todos los creyentes, así como de tantos hombres y mujeres que han poblado la escuela de los santos, recibimos el ejemplo de esta fe total, que no se confía a sus propias fuerzas, sino que se abandona a la misericordia de Dios, de quien sabe que provienen la vida y la salvación. Quien cree se despoja de sus propias seguridades, se hace humilde, y así puede hacer entrar a Dios en el corazón, ser iluminado y colmado de la alegría que nace del encuentro con El. Pero, quien cree, primero ha tenido la valentía de ponerse en camino. Como los Magos, ha partido para una búsqueda cuyo resultado no conoce, pero no ha tenido miedo de correr el riesgo de la aventura del viaje 7
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para encontrar, con la verdad de Dios, también la verdad de sí mismo. Dios se deja conocer por quien lo busca. Saliendo a su encuentro, El muestra su rostro y su corazón de Padre, que no mira quién es ni de dónde viene, porque lo único que cuenta para El es un intercambio filial de amor. El ha sido el primero en dar un testimonio sorprendente de su amor. No ha donado cualquier cosa. A través de su Hijo, Jesús, que entró por medio del seno de una humilde mujer en el tiempo y en la historia de los hombres, El se ha donado a sí mismo. La Palabra creadora -el Logos en el origen del mundo- ha roto el velo inaccesible que la escondía y se ha revelado en Jesús, el «Emmanuel», que ha venido entre nosotros y permanece siempre con nosotros. Se nos pide el compromiso de salir de los muros del egoísmo, de «cruzar» nuestra realidad hecha de cosas y de pasar más allá, para aprender a ver y a gustar las cosas esenciales, que son justamente las cosas de Dios. Jesucristo, plenitud de la verdad, es entonces el guía seguro hacia una vida buena y feliz, fundamentada en la roca de su amor misericordioso y fiel. 8
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Quien camina y se pone tras El es tomado de la mano y aunque esté cansado por la fatiga de la subida, es llevado sobre la cumbre, hasta las alturas de Dios, en un ascenso a lo largo del cual se realiza plenamente su vocación de hombre y de cristiano. Bajo su guía y en su compañía, se llega a conocerlo, hacerse amigo, a pensar con su mismo corazón. Este seguir a Jesús es la fe activa que une en auténtica relación de amor, que implica ciertamente obediencia, sacrificios y renuncias, pero que nunca deja solo en la oscuridad de las horas de la vida, porque su luz siempre está ahí para iluminar el camino. Nos acompaña en este viaje María, la mujer del «sí» que ha cambiado la historia. Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María es el espejo de toda santidad, modelo de fe, esperanza y caridad para los cristianos y para todos los creyentes. El pueblo de Dios, la Iglesia, es representado por ella, la nueva Eva, la «mujer vestida de sol» (Ap 12,1), bajo cuyo manto somos protegidos, sostenidos, animados para cumplir fielmente la propia vocación. A esta maternidad suya -con la que comienza la vida terrenal de Jesús y los primeros pasos de la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo- está confiada la comunidad de los discípulos hasta el final de la historia, 9
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para que en su escuela aprendan a seguir a Jesús y a permanecer en su amor. Sin embargo, hay que orar por esto. Las numerosas catequesis de Benedicto XVI sobre la oración testimonian la necesidad de acudir a ella frecuentemente; es más, de hacer de ella la respiración misma de la propia vida. Con su ejemplo, Jesús nos enseña cómo se ora y cómo se vive orando. Cuando los discípulos Lcpiden que les enseñe a orar (Lc11,1), Jesús no les propone solo una oración modelo (el Padrenuestro) . Propone las cosas que hay que pedir prioritariamente para hacer la voluntad de Dios. Solo haciendo propios los contenidos de la oración de Jesús y teniendo siempre como referencia su modo de ponerlo en práctica, el cristiano crea las condiciones para experimentar de modo totalmente personal los dones del Espíritu Santo, que lo transforman y lo renuevan en la caridad, en la alegría y en la paz. Así, fundamentados en Cristo, confiados a María, incorporados en la Iglesia -el «tú» de la fe personal que se funde, creciendo y madurando, en el «nosotros» de la comunidad eclesial-, continuamente alimentados por la oración, los cristianos confiesan y testimonian, celebran y 10
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anuncian
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el
Evangelio
de
Dios,
el
cual,
en
el
acontecimiento de la muerte y de la Resurrección de Jesús, ofrece la respuesta del por qué y del cómo vivir. La alegría pascual de la Iglesia es el fruto de este Amor crucificado que ha vencido la muerte y que está siempre vivo en la Eucaristía, para alimentar, en el inseparable binomio fe-caridad, las obras del bien, de la justicia y de la paz. Estos son los fundamentos, no solo de la fe, sino de una civilización que se esfuerza por crecer a la medida del hombre. En realidad, sin el Dios de Jesucristo, incluso el progreso se desvirtúa, en cuanto se somete al poder anómalo del hombre en perjuicio de su potencial ético, y entonces pierde el control de sí mismo, sobrepasando los límites de lo que es verdaderamente humano. De aquí la afligida exhortación del Papa al mundo de volver a poner en el centro los valores cristianos y el estímulo a la Iglesia para que se renueve interiormente y pueda conquistar una fe cada vez más límpida y generosa, que se hace visible como testimonio de amor. GlULIANO VlGINI
Buscar a Dios 11
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La necesidad de creer ¿Qué es la fe? ¿Tiene aún sentido la fe en un mundo donde ciencia y técnica han abierto horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy? De hecho, en nuestro tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que sobre todo nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarle, de confiar en El, de forma que toda la vida esté involucrada en ello. Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces se tiene la sensación, por determinados sucesos de los que tenemos noticia todos los días, de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y más pacífica; las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. A pesar de 12
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la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los éxitos de la técnica, hoy el hombre no parece que sea verdaderamente más libre, más humano; persisten muchas formas de explotación, manipulación, violencia, vejación, injusticia... Cierto tipo de cultura, además, nos ha educado a movernos solo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer solo en lo que se ve y se toca con las propias manos. Por otro lado, crece también el número de cuantos se sienten desorientados y, buscando ir más allá de una visión solo horizontal de la realidad, están disponibles para creer en cualquier cosa. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene vivir?, ¿hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones?, ¿en qué dirección orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de la vida?, ¿qué nos espera tras el umbral de la muerte? A partir de estas preguntas que no se pueden suprimir se hace evidente cómo el mundo de la planificación, del cálculo exacto y de la experimentación, en una palabra, el saber de la ciencia, por importante que sea para la vida 13
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del hombre, por sí solo no basta. El pan material no es lo único que necesitamos; tenemos necesidad de amor, de significado y de esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico también en la crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos. La fe nos dona precisamente esto: es un confiado entregarse a un «tú» que es Dios, el cual me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un simple asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios; es un acto con el que me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es adhesión a un «tú» que me dona esperanza y confianza.
Del pensar al creer La fe cristiana es esperanza. Abre el camino hacia el futuro. Y es una esperanza que posee racionalidad; una esperanza cuya razón podemos y debemos exponer. La fe procede de la Razón eterna que entró en nuestro mundo y ... nos mostró al verdadero Dios. Supera la capacidad 14
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propia de nuestra razón, del mismo modo que el amor ve más que la simple inteligencia. Pero la fe habla a la razón y, en la confrontación dialéctica, puede resistir a la razón. No la contradice, sino que avanza juntamente con ella y, al mismo tiempo, conduce más allá de ella: introduce en la Razón más grande de Dios. Como pastores de nuestro tiempo tenemos la tarea de ser los primeros en comprender la razón de la fe. La tarea de no dejar que quede simplemente como una tradición, sino de reconocerla como respuesta a nuestros interrogantes. La fe exige nuestra participación racional, que se profundiza y se purifica en una comunión de amor. Forma parte de nuestros deberes de pastores penetrar la fe con el pensamiento para ser capaces de mostrar la razón de nuestra esperanza en el debate de nuestro tiempo. Con todo, pensar -aunque es muy necesario-, por sí solo, no basta; del mismo modo que hablar, por sí solo, no basta. En su catequesis bautismal y eucarística en el capítulo segundo de su carta, san Pedro alude al salmo que se usaba en la Iglesia primitiva en el contexto de la comunión, es decir, en el versículo que dice: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34,9; cf IPe 2,3). Solo gustar lleva a ver. Pensemos en los discípulos de Emaús: sus 15
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ojos solo se abren a la hora de la comunión durante la cena con Jesús, en la fracción del pan. Solo en la comunión con el Señor, verdaderamente experimentada, logran ver. Eso vale para todos nosotros: más que pensar y hablar, necesitamos la experiencia de la fe, de la relación vital con Jesucristo. La fe no debe quedarse en teoría: debe convertirse en vida.
Qué significa creer Cuando afirmamos: «Creo en Dios», decimos como Abrahán: «Me fío de ti; me entrego a ti, Señor», pero no como a alguien a quien recurrir solo en los momentos de dificultad o a quien dedicar algún momento del día o de la semana. Decir «creo en Dios» significa fundar mi vida en El, dejar que su Palabra la oriente cada día en las opciones concretas, sin miedo de perder algo de mí mismo. Cuando en el rito del bautismo se pregunta tres veces: «¿Creéis?» en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica y en las demás verdades de fe, la triple respuesta se da en singular: «Creo», porque es mi existencia personal la que debe dar un giro 16
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con el don de la fe, es mi existencia la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un bautizo deberíamos preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe. Abrahán, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos indica la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos, introducidos en el mundo y en la historia, pero en camino hacia la patria celestial. Creer en Dios nos hace, por lo tanto, portadores de valores que a menudo no coinciden con la moda y la opinión del momento,
nos
pide
adoptar
criterios
y
asumir
comportamientos que no pertenecen al modo de pensar común. El cristiano no debe tener miedo a ir «a contracorriente» por vivir la propia fe, resistiendo la tentación de «uniformarse». En muchas de nuestras sociedades, Dios se ha convertido en el «gran ausente» y en su lugar hay muchos ídolos, ídolos muy diversos, y, sobre todo, la posesión y el «yo» autónomo. Los notables y positivos progresos de la ciencia y de la técnica también han inducido al hombre a una ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia; y un creciente egocentrismo ha creado no pocos desequilibrios en el seno de las relaciones interpersonales y de los comportamientos sociales. 17
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Sin embargo, la sed de Dios (cf Sal 63,2) no se ha extinguido y el mensaje evangélico sigue resonando a través de las palabras y las obras de tantos hombres y mujeres de fe. Abrahán, el padre de los creyentes, sigue siendo padre de muchos hijos que aceptan caminar tras sus huellas y se ponen en camino, en obediencia a la vocación divina, confiando en la presencia benévola del Señor y acogiendo su bendición para convertirse en bendición para todos. Es el mundo bendito de la fe al que todos estamos llamados, para caminar sin miedo siguiendo al Señor Jesucristo. Y es un camino algunas veces difícil, que conoce también la prueba y la muerte, pero que abre a la vida, en una transformación radical de la realidad que solo los ojos de la fe son capaces de ver y gustar en plenitud. Afirmar «Yo creo en Dios» nos impulsa, entonces, a ponernos en camino, a salir continuamente de nosotros mismos, justamente como Abrahán, para llevar a la realidad cotidiana en la que vivimos la certeza que nos viene de la fe: es decir, la certeza de la presencia de Dios en la historia, también hoy; una presencia que trae vida y salvación, y nos abre s
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a un futuro con El para una plenitud de vida que jamás conocerá el ocaso.
La valentía de partir Basándonos en la historia narrada por Mateo (cf Mt 2,112) podemos hacernos una cierta idea sobre qué clase de hombres eran aquellos que, a consecuencia del signo de la estrella, se pusieron en camino para encontrar aquel rey que iba a fundar, no solo para Israel, sino para toda la humanidad, una nueva especie de realeza. Así pues, ¿qué clase de hombres eran? [...] Los
hombres
que
entonces
partieron
hacia
lo
desconocido eran, en todo caso, hombres de corazón inquieto. Hombres movidos por la búsqueda inquieta de Dios y de la salvación del mundo. Hombres que esperaban, que no se conformaban con sus rentas seguras y quizá una alta posición social. Buscaban la realidad más grande. Tal vez eran hombres doctos que tenían un gran conocimiento de los astros y probablemente disponían también de una formación filosófica. Pero no solo querían saber muchas cosas. Querían saber, sobre todo, lo que es esencial. Querían saber cómo se puede llegar a ser persona humana. Y por esto querían saber si 19
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Dios existía, dónde está y cómo es. Si Él se preocupa por nosotros y cómo podemos encontrarlo. No querían solamente saber. Querían reconocer la verdad sobre nosotros, y sobre Dios y el mundo. Su peregrinación exterior era expresión de su estar interiormente en camino, de la peregrinación interior de sus corazones. Eran hombres que buscaban a Dios y, en definitiva, estaban en camino hacia El. Eran buscadores de Dios Se necesitaba tener valentía para recibir el signo de la estrella como una orden de partir, para salir hacia lo desconocido, lo incierto, por los caminos llenos de múltiples peligros al acecho. Podemos imaginarnos las burlas que suscitó la decisión de estos hombres: la irrisión de los realistas que no podían sino burlarse de las fantasías de estos hombres. El
que
inciertas, recer
apoyándose
arriesgándolo
como
hombres camino
partía
alguien
tocados acorde
en
todo,
solo
ridículo.
interiormente con
las
promesas
Pero,
tan
podía
apa-
para
estos
por
indicaciones
Dios,
el
divinas
era más importante que la opinión de la gente. La búsqueda de la verdad era para ellos más 20
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importante
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que
las
burlas
del
mundo,
aparen-
temente inteligente.
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Dios se deja encontrar
La iniciativa de Dios La iniciativa de Dios precede siempre a toda iniciativa del hombre; también en el camino hacia Él, es Él quien nos ilumina primero, nos orienta y nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y es siempre Él quien nos hace entrar en su intimidad, revelándose y donándonos la gracia para poder acoger esta revelación en la fe. Jamás olvidemos la experiencia de san Agustín: no somos nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad quien nos busca y nos posee. Hay caminos que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios, hay signos que conducen hacia Dios. [...] Yo los resumiría muy sintéticamente en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.
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La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó largamente la Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre página en la que afirma: «Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo..., interroga todas estas realidades. Todos te res-ponderan: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza es como un himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién las ha creado, sino la belleza inmutable?» (Sermón 241,2: PL38, 1134). Pienso que debemos recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no es un magma informe, sino que cuanto más lo conocemos, más descubrimos en él sus maravillosos mecanismos, más vemos un designio, vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza «se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y de los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente insignificante» (El mundo como yo lo veo, Brontes, 2012). Un primer camino, 23
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por lo tanto, que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar la creación con ojos atentos. La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una célebre frase en la que dice que Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo para mí mismo (cf Confesiones III, 6, 11). A partir de ello formula la invitación: «No quieras salir fuera de ti; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (De vera religione, 39, 72). Este es otro aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y disperso en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en profundidad en nosotros mismos y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y remite a Alguien que la pueda colmar. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios» (n. 33). La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar que un camino que conduce al conocimiento y al encuentro con Dios es el camino de la fe. Quien cree, está unido a Dios, está 24
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abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene temor de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para el camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza ante la necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es encuentro con Dios que habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y anuncio del Evangelio, la «buena noticia» capaz de liberar a todo el hombre.
El don más grande Nos detenemos una vez más en el gran misterio de Dios que descendió de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó; se hizo hombre como nosotros,
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y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la comunión plena con Él. En Navidad resuena repetidas veces en nuestras iglesias el término «Encarnación» de Dios, para expresar la realidad que celebramos: el Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en el Credo. Pero, ¿qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación deriva del latín incarnatio. San Ignacio de Antioquía finales del siglo I- y, sobre todo, san Ireneo usaron este término reflexionando sobre el Prólogo del Evangelio de Juan, en especial sobre la expresión: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Aquí, la palabra «carne», según el uso hebreo, indica el hombre en su integridad, todo el hombre, pero precisamente bajo el aspecto de su caducidad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto para decirnos que la salvación traída por el Dios que se hizo carne en Jesús de Nazaret toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en que se encuentre [...]. Es importante, entonces, recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de 26
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todo, recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su misma vida (cf ljn 1,1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño. Desearía poner de relieve un segundo elemento. En la Santa Navidad, a menudo, se intercambia algún regalo con las personas más cercanas. Tal vez puede ser un gesto realizado por costumbre, pero generalmente expresa afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración
sobre
las
ofrendas
de
la
Eucaristía
de
medianoche de la solemnidad de Navidad, la Iglesia reza así: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable». El pensamiento de la donación, por lo tanto, está en el centro de la liturgia y recuerda a nuestra conciencia el don originario de la Navidad: Dios, en aquella noche 27
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santa, haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios hizo de su Hijo único un don para nosotros, asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran don. También en nuestro donar no es importante que un regalo sea más o menos costoso; quien no logra donar un poco de sí mismo, dona siempre demasiado poco. Es más, a veces se busca precisamente sustituir el corazón y el compromiso de donación de sí mismo con el dinero, con cosas materiales. El misterio de la Encarnación indica que Dios no ha hecho así: no ha donado algo, sino que se ha donado a sí mismo en su Hijo unigénito. Encontramos aquí el modelo de nuestro donar, para que nuestras relaciones, especialmente aquellas más importantes, estén guiadas por la gratuidad del amor.
La «travesía» hacia Belén En el Evangelio de Lucas leemos que apenas se alejaron los ángeles, los pastores se decían unos a otros: «Vamos, pasemos allá, a Belén, y veamos esta palabra que se ha cumplido por nosotros» (cf Le 2,15). Los pastores se apresuraron en su camino hacia Belén, nos dice el evangelista (cf 2,16). Una santa curiosidad los impulsaba a ver en un 28
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pesebre a este niño, que el ángel había dicho que era el Salvador, el Cristo, el Señor. La gran alegría, a la que el ángel se había referido, había entrado en su corazón y les daba alas. Vayamos allá, a Belén, dice hoy la liturgia de la Iglesia. Trans-eamus traduce la Biblia latina: «atravesar», ir al otro lado, atreverse a dar el paso que va más allá, la «travesía» con la que salimos de nuestros hábitos de pensamiento y de vida, y sobrepasamos el mundo puramente material para llegar a lo esencial, al más allá, hacia el Dios que, por su parte, ha venido acá, hacia nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad de superar nuestros límites, nuestro mundo; que nos ayude a encontrarlo, especialmente en el momento en el que Él mismo, en la Sagrada Eucaristía, se pone en nuestras manos y en nuestro corazón. Vayamos allá, a Belén. Con estas palabras que nos decimos unos a otros, al igual que los pastores, no debemos pensar solo en la gran travesía hacia el Dios vivo, sino también en la ciudad concreta de Belén, en todos los lugares donde el Señor vivió, trabajó y sufrió. Pidamos en esta hora por quienes hoy viven y sufren allí. Oremos para que allí reine la paz. Oremos para que 29
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israelíes y palestinos puedan llevar una vida en la paz del único Dios y en libertad. Pidamos también por los países circunstantes,
por
el
Líbano,
Siria,
Irak,
y
así
sucesivamente, de modo que en ellos se asiente la paz. Que los cristianos en aquellos países donde ha tenido origen nuestra fe puedan conservar su morada; que cristianos y musulmanes construyan juntos sus países la paz de Dios. Los pastores se apresuraron. Les movía una santa curiosidad y una santa alegría. Tal vez es muy raro entre nosotros que nos apresuremos por las cosas de Dios. Hoy, Dios no forma parte de las realidades urgentes. Las cosas de Dios, así decimos y pensamos, pueden esperar. Y, sin embargo, El es la realidad más importante, el Único que, en definitiva, importa realmente. ¿Por qué no deberíamos también nosotros dejarnos llevar por la curiosidad de ver más de cerca y conocer lo que Dios nos ha dicho? Pidámosle que la santa curiosidad y la santa alegría de los pastores nos inciten también hoy a nosotros, y vayamos pues con alegría allá, a Belén; hacia el Señor que también hoy viene de nuevo entre nosotros.
El Misterio que da sentido a la historia 30
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Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del hombre empieza a brillar en la gruta de Belén; es el Misterio que contemplamos en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de Nazaret Dios manifiesta su rostro y pide la decisión del hombre de reconocerle y seguirle. La revelación de Dios en la historia, para entrar en relación de diálogo de amor con el hombre, da un nuevo sentido a todo el camino humano. La historia no es una simple sucesión de siglos, años, días, sino que es el tiempo de una presencia que le da pleno significado y la abre a una sólida esperanza. ¿Dónde podemos leer las etapas de esta revelación de Dios? La Sagrada Escritura es el lugar privilegiado para descubrir los acontecimientos de este camino, y desearía una vez más- invitar a todos, en este Año de la fe, a tomar con más frecuencia la Biblia para leerla y meditarla, y a prestar mayor atención a las lecturas de la Eucaristía dominical; todo ello constituye un alimento precioso para nuestra fe. Leyendo el Antiguo Testamento, podemos ver cómo las intervenciones de Dios en la historia del pueblo que se ha elegido y con el que hace alianza no son hechos que pasan y caen en el olvido, sino que se transforman en 31
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«memoria», constituyen juntos la «historia de la salvación», mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel a través de la celebración de los acontecimientos salvíficos. Así, en el libro del Éxodo, el Señor indica a Moisés que celebre el gran momento de la liberación de la esclavitud de Egipto, la Pascua judía, con estas palabras: «Este será un día memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta en honor del Señor. De generación en generación, como ley perpetua lo festejaréis» (12,14). Para todo el pueblo de Israel, recordar lo que Dios ha ordenado se convierte en una especie de imperativo constante para que el transcurso del tiempo se caracterice por la memoria viva de los acontecimientos pasados, que así, día a día, forman de nuevo la historia y permanecen presentes. En el libro del Deuteronomio, Moisés se dirige al pueblo diciendo: «Guárdate bien de olvidar las cosas que han visto tus ojos y que no se aparten de tu corazón mientras vivas; cuéntaselas a tus hijos y a tus nietos» (4,9). Y así nos dice también a nosotros: «Guárdate bien de olvidar las cosas que Dios ha hecho con nosotros». La fe se alimenta del descubrimiento y de la memoria del Dios siempre fiel, que guía la historia y constituye el fundamento seguro y estable sobre el que apoyar la 32
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propia vida. Igualmente el canto del Magníficat, que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo altísimo de esta historia de la salvación, de esta memoria que hace presente y tiene presente el obrar de Dios. María exalta la acción misericordiosa de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a las promesas de alianza hechas a Abrahán y a su descendencia; y todo esto es memoria viva de la presencia divina que jamás desaparece (cf Lc 1,46-55). Para Israel, el éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios revela su acción poderosa. Dios libera a los israelitas de la esclavitud de Egipto para que puedan volver a la Tierra Prometida y adorarle como el único y verdadero Señor. Israel no se pone en camino para ser un pueblo como los demás -para tener también él una independencia nacional-, sino para servir a Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre está en obediencia a El, donde Dios está presente y es adorado en el mundo; y, naturalmente, no solo para ellos, sino para testimoniarlo entre los demás pueblos. La celebración de este acontecimiento es hacerlo presente y actual, pues la obra de Dios no desfallece. El 33
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es fiel a su proyecto de liberación y continúa persiguiéndolo, a fin de que el hombre pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción. Dios por lo tanto se revela a sí mismo no solo en el acto primordial de la creación, sino entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más numeroso ni el más fuerte. Y esta revelación de Dios, que prosigue en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos, la Palabra creadora que está en el origen del mundo, se ha encarnado en Jesús y ha mostrado el verdadero rostro de Dios. En Jesús se realiza toda promesa, en El culmina la historia de Dios con la humanidad.
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Fundamentados en Cristo
Cristo, plenitud de la Verdad En la vida de la Iglesia, la fe tiene una importancia
fundamental,
porque
es
fundamental
el don que Dios hace de sí mismo en la revelación,
y
esta
autodonación
de
Dios
se
acoge
en la fe. [...] Cuando se debilita la percepción de
esta
centralidad,
la
vida
eclesial
y
se
pierde
gasta, cayendo
reduciéndose
a
también su
el
entramado
vivacidad
en un activismo
astucia
política
de
de
original estéril o
sabor
mun-
dano. En cambio, si la verdad de la fe se sitúa con la
sencillez existencia
y
determinación
cristiana,
la
vida
en
el
del
centro
de
hombre
se
renueva y reanima gracias a un amor que no conoce pausas ni confines [...]. Jesucristo es la Verdad hecha Persona, que atrae hacia sí al mundo. La luz irradiada por Jesús es resplandor de 35
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verdad. Cualquier otra verdad es un fragmento de la Verdad que El es y a El remite. Jesús es la estrella polar de la libertad humana: sin El pierde su orientación, puesto que sin el conocimiento de la verdad, la libertad se desnaturaliza, se aisla y se reduce a arbitrio estéril. Con El, la libertad se reencuentra, se reconoce creada para el bien y se expresa mediante acciones y comportamientos de caridad. Por eso Jesús dona al hombre la plena familiaridad con la verdad y lo invita continuamente a vivir en ella. Es una verdad ofrecida como realidad que conforta al hombre y, al mismo tiempo, lo supera y rebasa; como Misterio que acoge y excede al mismo tiempo el impulso de su inteligencia. Y nada mejor que el amor a la verdad logra impulsar
la inteligencia humana hacia
horizontes
inexplorados. Jesucristo, que es la plenitud de la verdad, atrae hacia sí el corazón de todo hombre, lo dilata y lo colma de alegría. En efecto, solo la verdad es capaz de invadir la mente y hacerla gozar en plenitud. Esta alegría ensancha las dimensiones del alma humana, librándola de las estrecheces del egoísmo y capacitándola para un amor auténtico. La experiencia de esta alegría conmueve, atrae al hombre a una adoración libre, no a un postrarse 36
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servil, sino a inclinar su corazón ante la Verdad que ha encontrado.
La casa sobre la roca En el corazón de cada hombre está el deseo de una casa. En un corazón joven existe con mayor razón el gran anhelo de una casa propia, que sea sólida, a la que no solo se pueda volver con alegría, sino también en la que se pueda acoger con alegría a todo huésped que llegue. Es la nostalgia de una casa en la que el pan de cada día sea el amor, el perdón, la necesidad de comprensión, en la que la verdad sea la fuente de la que brota la paz del corazón. Es la nostalgia de una casa de la que se pueda estar orgulloso, de la que no se deba avergonzar y por cuya destrucción jamás se deba llorar. Esta nostalgia no es más que el deseo de una vida plena, feliz, realizada. No tengáis miedo de este deseo. No lo evitéis. No os desaniméis a la vista de las casas que se han desplomado, de los deseos que no se han realizado, de las nostalgias que se han disipado. Dios Creador, que infunde en un corazón joven el inmenso deseo de felicidad, no lo 37
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abandona después en la ardua construcción de la casa que se llama vida. Se impone una pregunta: «¿Cómo construir esta casa?». Es una pregunta que seguramente ya os habéis planteado muchas veces en vuestro corazón y que volveréis a plantearos muchas veces. Es una pregunta que es preciso hacerse así mismos no solamente una vez. Cada día debe estar ante los ojos del corazón: ¿cómo construir la casa llamada vida? Jesús, cuyas palabras hemos escuchado en el pasaje del evangelista Mateo, nos exhorta a construir sobre roca. En efecto, solamente así la casa no se desplomará. Pero, ¿qué quiere decir construir la casa sobre roca? Construir sobre roca quiere decir ante todo: construir sobre Cristo y con Cristo. Jesús dice: «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca» (Mt 7,24). Aquí no se trata de palabras vacías, dichas por una persona cualquiera, sino de las palabras de Jesús. No se trata de escuchar a una persona cualquiera, sino de escuchar a Jesús. No se trata de cumplir cualquier cosa, sino de cumplir las palabras de Jesús. 38
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Construir sobre Cristo y con Cristo significa construir sobre un fundamento que se llama amor crucificado. Quiere decir construir con Alguien que, conociéndonos mejor que nosotros mismos, nos dice: «Eres precioso a mis ojos, ...eres estimado, y yo te amo» (Is 43, 4). Quiere decir construir con Alguien que siempre es fiel, aunque nosotros fallemos en la fidelidad, porque Él no puede negarse a sí mismo (cf 2Tim 2,13). Quiere decir construir con Alguien que se inclina constantemente sobre el corazón herido del hombre, y dice: «Yo no te condeno. Vete, y en adelante no peques más» (cf Jn 8,11). Quiere decir construir con Alguien que desde lo alto de la cruz extiende los brazos para repetir por toda la eternidad: «Yo doy mi vida por ti, hombre, porque te amo». Por último, construir sobre Cristo quiere decir fundar sobre su voluntad todos nuestros deseos, expectativas, sueños, ambiciones, y todos nuestros proyectos. Significa decirse a sí mismo, a la propia familia, a los amigos y al mundo entero y, sobre todo, a Cristo: «Señor, en la vida no quiero hacer nada contra ti, porque tú sabes lo que es mejor para mí. Solo tú tienes palabras de vida eterna» (cf Jn 6,68). Amigos míos, no tengáis miedo de apostar por Cristo. Tened nostalgia de Cristo, como fundamento de la 39
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vida. Encended en vosotros el deseo de construir vuestra vida con El y por El. Porque no puede perder quien lo apuesta todo por el amor crucificado del Verbo encarnado. Construir sobre roca significa construir sobre Cristo y con Cristo, qué es la roca. En la Primera carta a los corintios san Pablo, hablando del camino del pueblo elegido a través del desierto, explica que todos «bebieron... de la roca espiritual que los acompañaba; y la roca era Cristo» (ICor 10,4). Ciertamente, los padres del pueblo elegido no sabían que esa roca era Cristo. No eran conscientes de que los acompañaba Aquel que, cuando llegara la plenitud de los tiempos, se encarnaría, asumiendo un cuerpo humano. No necesitaban comprender que su sed sería saciada por el Manantial mismo de la vida, capaz de ofrecer el agua viva para saciar la sed de todo corazón. Sin embargo, bebieron de esta roca espiritual que es Cristo, porque sentían nostalgia del agua de la vida, la necesitaban. Mientras caminamos por las sendas de la vida, a veces quizá no somos conscientes de la presencia de Jesús. Pero precisamente esta presencia, viva y fiel, la presencia en la obra de la creación, la presencia en la Palabra de Dios y en la Eucaristía, en la comunidad de 40
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los creyentes y en todo hombre redimido por la preciosa sangre de Cristo, esta presencia es la fuente inagotable de la fuerza humana. Jesús de Nazaret, Dios que se hizo hombre, está a nuestro lado en los momentos felices y en las adversidades, y desea esta relación, que es en realidad el fundamento de la auténtica humanidad. En el Apocalipsis leemos estas significativas palabras: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).
Tras las huellasdeJesús Ser cristianos es un camino, o mejor, una peregrinación, un caminar junto a Jesucristo, un caminar en la dirección que Él nos ha indicado y nos indica. Pero, ¿de qué dirección se trata?, ¿cómo se encuentra esta dirección? «Jesús marchaba por delante subiendo a Jerusalén». Si leemos estas palabras del Evangelio en el contexto del camino de Jesús en su conjunto -un camino que prosigue hasta el final de los tiempos- podemos descubrir distintos niveles en la indicación de la meta «Jerusalén». 41
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Naturalmente, ante todo debe entenderse simplemente el lugar «Jerusalén»: es la ciudad en la que se encuentra el Templo de Dios, cuya unicidad debía aludir a la unicidad de Dios mismo. Este lugar anuncia, por tanto, dos cosas: por un lado, dice que Dios es uno solo en todo el mundo, supera inmensamente todos nuestros lugares y tiempos; es el Dios al que pertenece toda la creación. Es el Dios al que buscan todos los hombres en lo más íntimo y al que, de alguna manera, también todos conocen. Pero este Dios se ha dado un nombre. Se nos ha dado a conocer: comenzó una historia con los hombres; eligió a un hombre -Abrahán- como punto de partida de esta historia. El Dios infinito es al mismo tiempo el Dios cercano. Él, que no puede ser encerrado en ningún edificio, quiere, sin embargo, habitar entre nosotros, estar totalmente con nosotros. Si Jesús junto con el Israel peregrino sube hacia Jerusalén, es para celebrar con Israel la Pascua: el memorial de la liberación de Israel, memorial que al mismo tiempo siempre es esperanza de la libertad definitiva que Dios dará. Y Jesús va hacia esta fiesta consciente de que Él mismo es el Cordero en el que se cumplirá lo que dice al respecto el libro del Éxodo: un 42
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cordero sin defecto, macho, que al ocaso, ante los ojos de los hijos de Israel, es inmolado «como rito perenne» (cf Éx 12,5-6.14). Y, por último, Jesús sabe que su camino irá más allá: no acabará en la cruz. Sabe que su camino rasgará el velo entre este mundo y el mundo de Dios; que Él subirá hasta el trono de Dios y reconciliará a Dios y al hombre en su cuerpo. Sabe que su cuerpo resucitado será el nuevo sacrificio y el nuevo Templo; que en torno a El, con los ángeles y los santos, se formará la nueva Jerusalén que está en el cielo y, sin embargo, también ya en la tierra, porque con su pasión El ha abierto la frontera entre cielo y tierra. Su camino lleva más allá de la cima del monte del Templo, hasta la altura de Dios mismo: esta es la gran subida a la cual nos invita a todos. El permanece siempre con nosotros en la tierra y ya ha llegado a Dios; El nos guía en la tierra y más allá de la tierra. Así, en la amplitud de la subida de Jesús se hacen visibles las dimensiones de nuestro seguimiento, la meta a la cual El quiere llevarnos: hasta las alturas de Dios, a la comunión con Dios, al estar-con-Dios. Esta es la verdadera meta, y la comunión con Él es el camino. La comunión con Él es estar en camino, una subida 43
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permanente hacia la verdadera altura de nuestra llamada. Caminar junto con Jesús es siempre al mismo tiempo caminar en el «nosotros» de quienes queremos seguirlo. Nos introduce en esta comunidad. Porque el camino hasta la vida verdadera, hasta ser hombres conformes al modelo del Hijo de Dios Jesucristo supera nuestras propias fuerzas; este caminar también significa siempre ser llevados. Nos encontramos, por decirlo así, en una cordada con Jesucristo, junto a Él en la subida hacia las alturas de Dios. El tira de nosotros y nos sostiene. Integrarnos en esa cordada, aceptar que no podemos hacerla solos, forma parte del seguimiento de Cristo. Forma parte de El este acto de humildad: entrar en el «nosotros» de la Iglesia; aferrarse a la cordada, la responsabilidad de la comunión, el no romper la cuerda con la testarudez y la pedantería. El humilde creer con la Iglesia, estar unidos en la cordada de la subida hacia Dios, es una condición esencial del seguimiento. También forma parte de este ser llamados juntos a la cordada el no comportarse como dueños de la Palabra de Dios, no ir tras una idea equivocada de emancipación. La humildad del «estar-con» es esencial para la subida. Así mismo forma parte de ella el dejar siempre que el Señor nos 44
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tome de nuevo de la mano en los sacramentos; el dejarnos purificar y corroborar por Él; el aceptar la disciplina de la subida, aunque estemos cansados.
Unidos en una relación de amor «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (Jn 14,1517). Con estas palabras Jesús revela la profunda relación que existe entre la fe y la profesión de la Verdad divina, entre la fe y la entrega a Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que armoniza los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y los hace capaces de amar a los hermanos como El los ha amado. Así, la fe es un don, pero al mismo tiempo es una tarea. «El os dará otro Consolador, el Espíritu de la verdad». La fe, como conocimiento y profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, «viene de la predicación, y la 45
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predicación, por la palabra de Cristo», dice san Pablo (Rom 10,17). A lo largo de la historia de la Iglesia, los apóstoles predicaron la palabra de Cristo, preocupándose de entregarla intacta a sus sucesores, quienes, a su vez, la transmitieron a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad a la verdad de la palabra de Cristo. Así, de la solicitud por la verdad nació la Tradición de la Iglesia. Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, quisieran falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el hombre moderno. Se trata de dar la impresión de que todo es relativo: incluso las verdades de la fe dependerían de la situación histórica y del juicio humano. Pero la Iglesia no puede acallar al Espíritu de la verdad. Los sucesores de los apóstoles, juntamente con el Papa, son los responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están llamados a compartir esta
responsabilidad,
autorizadas. continuamente
Todo sus
aceptando cristiano propias
sus
indicaciones
debe
confrontar
convicciones
con
los 46
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dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia, esforzándose por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando es exigente y humanamente difícil de comprender. No debemos caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las sagradas Escrituras. Solo la verdad íntegra nos puede llevar a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación. En efecto, Jesucristo dice: «Si me amáis...». La fe no significa solo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf ljn 4,11) hasta la entrega total de sí mismo. «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de El, incluso en la hora de la prueba; seguirlo fielmente, incluso en el camino de la cruz, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la 47
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Resurrección. Si confiamos en Cristo no perdemos nada, sino que lo ganamos todo. En sus manos nuestra vida adquiere su verdadero sentido. El amor a Cristo lo debemos expresar con la voluntad de sintonizar nuestra vida con los pensamientos y los sentimientos de su corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los sacramentos, reforzada con la oración continua, la alabanza, la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una escucha atenta de las inspiraciones que Él suscita a través de su Palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, a través de las situaciones
de
la
vida
diaria.
Amarlo
significa
permanecer en diálogo con Él, para conocer su voluntad y realizarla diligentemente. Pero vivir nuestra fe como relación de amor con Cristo significa también estar dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este motivo, Jesús dijo a los apóstoles: «Si me amáis guardaréis mis mandamientos». Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo?
Cuando
el
Señor
Jesús
enseñaba
a
las
muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que luego había formulado en las tablas del Decálogo. «No 48
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penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o una tilde de la ley sin que todo suceda» (Mt 5,17-18). Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo: «Amar (a Dios) con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,33). Más aún, Jesús en su vida y en su misterio pascual cumplió toda la ley. Uniéndose a nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros el «yugo» de la ley, que así se convierte en una «carga ligera» (Mt 11,30). Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores de quienes tratan de vivir profundamente la fe: bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia (cf Mt 5,3-12). La fe en cuanto adhesión a Cristo se manifiesta
como
amor
que
impulsa
a
promover
el 49
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bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en
el
de
este
mundo. modo
Quien en
cree
y
constructor
ama de
se la
convierte verdadera
«civilización del amor», de la que Cristo es el centro.
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En la escuela de María
El «sí» que cambia la historia Quisiera reflexionar ahora sobre este estupendo misterio de la fe, que contemplamos todos los días en el rezo del Ángelus. La Anunciación, narrada al inicio del Evangelio según san Lucas, es un acontecimiento humilde, oculto nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo María-, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad. Cuando la Virgen dijo su «sí» al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y con El comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la Pascua como «nueva y eterna alianza». En realidad, el «sí» de María es el reflejo perfecto del de Cristo mismo cuando entró en el mundo, como escribe la Carta a los hebreos interpretando el Salmo 39: «He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10,7). La obediencia del Hijo se refleja en la obediencia de 51
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la Madre, y así, gracias al encuentro de estos dos «sí», Dios pudo asumir un rostro de hombre. Por eso la Anunciación es también una fiesta cristológica, porque celebra un misterio central de Cristo: su Encarnación.
Virginidad de María y divinidad de Jesús Contemplando el estupendo icono de la Virgen santísima en el momento en que recibe el mensaje divino y da su respuesta, nos ilumina interiormente la luz de verdad que proviene, siempre nueva, de ese misterio. En particular, quiero reflexionar brevemente sobre la importancia de la virginidad de María, es decir, del hecho de que ella concibió a Jesús permaneciendo virgen. En el trasfondo del acontecimiento de Nazaret se halla la profecía de Isaías. «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14). Esta antigua promesa encontró cumplimiento superabundante en la Encarnación del Hijo de Dios. De hecho, la Virgen María no solo concibió, sino que lo hizo por obra del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo. El ser humano que comienza a vivir en su seno toma la 52
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carne de María, pero su existencia deriva totalmente de Dios. Es plenamente hombre, hecho de tierra -para usar el símbolo bíblico-, pero viene de lo alto, del cielo. El hecho de que María conciba permaneciendo virgen es, por consiguiente, esencial para el conocimiento de Jesús y para nuestra fe, porque atestigua que la iniciativa fue de Dios y sobre todo revela quién es el concebido. Como dice el Evangelio: «Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Le 1,35). En este sentido, la virginidad de María y la divinidad de Jesús se garantizan recíprocamente. Por eso es tan importante aquella única pregunta que María, «turbada grandemente», dirige al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34). En su sencillez, María es muy sabia: no duda del poder de Dios, pero quiere entender mejor su voluntad, para adecuarse completamente a esa voluntad. María es superada infinitamente por el Misterio y, sin embargo, ocupa perfectamente el lugar que le ha sido asignado en su centro. Su corazón y su mente son plenamente humildes, y, precisamente por su singular humildad, Dios espera el «sí» de esa joven para realizar su designio. Respeta su dignidad y su libertad. El «sí» de María implica a la vez 53
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la maternidad y la virginidad, y desea que todo en ella sea para gloria de Dios, y que el Hijo que nacerá de ella sea totalmente don de gracia. La virginidad de María es única e irrepetible; pero su significado espiritual atañe a todo cristiano. En definitiva, está vinculado a la fe: de hecho, quien confía profundamente en el amor de Dios, acoge en sí a Jesús, su vida divina, por la acción del Espíritu Santo. ¡Este es el misterio de la Navidad!
La fe de María El
evangelista
María
a
vicisitud
través de
Lucas
narra
de
fino
un
Abrahán.
Así
la
vicisitud
paralelismo como
el
con
gran
de la pa-
triarca es el padre de los creyentes, que ha respondido a la llamada de Dios para que saliera de
la
tierra
donde
vivía,
de
a fin de comenzar
el camino
desconocida
poseía
y
que
divina, así mismo na
confianza
en
palabra
seguridades,
hacia
una tierra
solo
María se la
sus en
la
promesa
abandona con pleque
le
anuncia
el 54
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mensajero de Dios y se convierte en modelo y madre de todos los creyentes. La apertura del alma a Dios y a su acción en la fe incluye también el elemento de la oscuridad. La relación del ser humano con Dios no cancela la distancia entre Creador y criatura, no elimina cuanto afirma el apóstol Pablo ante las profundidades de la sabiduría de Dios: «¡Qué insondables sus decisiones y qué inescrutables sus caminos!» (Rom 11,33). Pero precisamente quien -como María- está totalmente abierto a Dios, llega a aceptar el querer divino, aunque sea misterioso, también aunque a menudo no corresponda al propio querer y sea una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo (cf Lc 2,35). El camino de fe de Abrahán comprende el momento de alegría por el don del hijo Isaac, pero también el momento de la oscuridad, cuando debe subir al monte Moria para realizar un gesto paradójico: Dios le pide que sacrifique el hijo que le había dado. En el monte el ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque 55
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no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo» (Gen 22,12). La plena confianza de Abrahán en el Dios fiel a las promesas no disminuye aun cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible, de acoger. Así es para María: su fe vive la alegría de la Anunciación, pero pasa también a través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo para poder llegar a la luz de la Resurrección. No es distinto para el camino de fe de cada uno de nosotros: encontramos momentos de luz, pero hallamos también momentos en los que Dios parece ausente, su silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad no corresponde a la nuestra, a aquello que nosotros quisiéramos. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, cuanto más acogemos el don de la fe, cuanto más ponemos totalmente en El nuestra confianza -como Abrahán y como María-, tanto más Él nos hace capaces, con su presencia, de vivir cada situación de la vida en la paz y en la certeza de su fidelidad y de su amor. Sin embargo, esto implica salir de uno mismo y de los propios proyectos para que la Palabra de Dios sea la lámpara que guíe nuestros pensamientos y nuestras acciones. Quisiera detenerme en un aspecto que surge en los relatos sobre la infancia de Jesús narrados por san Lucas. 56
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María y José llevan al hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor como prescribe la ley de Moisés: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» (cf Lc 2,22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido aún más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica de Jesús con doce años que, después de haber sido buscado durante tres días, fue encontrado en el Templo mientras discutía entre los maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados», corresponde la misteriosa respuesta de Jesús: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,4849). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del Padre, como lo está un hijo. María debe renovar la fe profunda con la que ha dicho «sí» en la Anunciación; debe aceptar que el verdadero Padre de Jesús tiene la precedencia; debe saber dejar libre a aquel Hijo que ha engendrado para que siga su misión. Y el «sí» de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más difícil, el de la cruz. 57
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Ante todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo pudo María vivir este camino junto a su Hijo con una fe tan firme, incluso en la oscuridad, sin perder la plena confianza en la acción de Dios? Hay una actitud de fondo que María asume ante lo que sucede en su vida. En la Anunciación ella queda turbada al escuchar las palabras del ángel -es el temor que el hombre experimenta cuando lo toca la cercanía de Dios-, pero no es la actitud de quien tiene miedo ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el significado de ese saludo (cf Lc 1,29). La palabra griega usada en el Evangelio para definir este «reflexionar», dialogízomai, remite a la raíz de la palabra «diálogo». Esto significa que María entra en un diálogo íntimo con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio. Otro signo de la actitud interior de María ante la acción de Dios lo encontramos también en el Evangelio según san Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se afirma que María «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su 58
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corazón» (Lc 2,19); en griego el término es sjmballon. Podríamos decir que ella «mantenía unidos», «reunía» en su corazón todos los acontecimientos que le estaban sucediendo; situaba cada elemento, cada palabra, cada hecho, dentro del todo y lo confrontaba, lo conservaba, reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios. María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que acontece en su vida, sino que sabe mirar en profundidad, se deja interpelar por los acontecimientos, los elabora, los discierne, y adquiere aquella comprensión que solo la fe puede garantizar. Es la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge en sí también aquello que no comprende del obrar de Dios, dejando que sea Dios quien le abra la mente y el corazón.
Las dos dimensiones de la Iglesia En la Encarnación del Hijo de Dios reconocemos los comienzos de la Iglesia. De allí proviene todo. Cada realización histórica de la Iglesia y también cada una de sus instituciones deben remontarse a aquel Manantial 59
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originario. Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Es Él a quien siempre celebramos: el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se ha cumplido la voluntad salvífica de Dios Padre. Y, sin embargo (precisamente hoy contemplamos este aspecto del Misterio) el Manantial divino fluye por un canal privilegiado: la Virgen María. Con una imagen elocuente san Bernardo habla, al respecto, de aauaeductus (cf Sexmo in Nativitate B. V. Maride: PL 183, 437-448). Por tanto, al celebrar la Encarnación del Hijo no podemos por menos de honrar a la Madre. A ella se dirigió el anuncio angélico; ella lo acogió y, cuando desde lo más hondo del corazón respondió: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), en ese momento el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo. De generación en generación sigue vivo el asombro ante este misterio inefable. San Agustín, imaginando que se dirigía al ángel de la Anunciación, pregunta: «¿Dime, oh ángel, por qué ha sucedido esto en María?». La respuesta, dice el mensajero, está contenida en las mismas palabras del saludo: «Alégrate, llena de gracia» (cf Sermo 291, 6). De hecho, el ángel, «entrando en su presencia», no la 60
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llama por su nombre terreno, María, sino por su nombre divino, tal como Dios la ve y la califica desde siempre: «Llena de gracia (gratia plena)», que en el original griego es kecharitóméne, «llena de gracia», y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: «amada» por Dios (cf Lc 1,28). Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se encuentra en ninguna otra parte de la sagrada Escritura (cf ín Lucam 6, 7). Es un título expresado en voz pasiva, pero esta «pasividad» de María, que desde siempre y para siempre es la «amada» por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad . ¡Cuánta luz podemos recibir de este misterio para nuestra vida de ministros de la Iglesia! En particular vosotros, queridos nuevos cardenales, ¡qué apoyo podréis tener para vuestra misión de eminente «Senado» 61
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del sucesor de Pedro! Esta coincidencia providencial nos ayuda a considerar el acontecimiento de hoy, en el que resalta de modo particular el principio petrino de la Iglesia, a la luz de otro principio, el mariano, que es aún más originario y fundamental.
El icono de la
Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está «puesto» bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su «sí» a la voluntad de Dios. Se trata de un vínculo que en todos nosotros tiene naturalmente una fuerte resonancia afectiva, pero que tiene, ante todo, un valor objetivo. En efecto, entre María y la Iglesia existe un vínculo connatural, que el concilio Vaticano II subrayó fuertemente con la feliz decisión de poner el tratado sobre la santísima Virgen como conclusión de la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia. El tema de la relación entre el principio petrino y el mariano podemos encontrarlo también en el símbolo del 62
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anillo. El anillo es siempre un signo nupcial. Casi todos vosotros ya lo habéis recibido el día de vuestra ordenación episcopal, como expresión de fidelidad y de compromiso de custodiar la santa Iglesia, esposa de Cristo (cf Rito de la ordenación de los obispos). El anillo que hoy os entrego, propio de la dignidad cardenalicia, quiere confirmar y reforzar dicho compromiso partiendo, una vez más, de un don nupcial, que os recuerda que estáis ante todo íntimamente unidos a Cristo, para cumplir la misión de esposos de la Iglesia. Por
tanto,
vosotros
que
como
«aquí
estoy»,
Señor
Jesús,
recibir
renovar dirigido
que
os
el
vuestro al
ha
anillo «sí»,
mismo
elegido
sea
para
vuestro
tiempo
y
al
constituido,
y a su santa Iglesia, a la que estáis llamados a servir con amor esponsal. Así pues, las dos dimensiones coinciden
de en
la lo
Iglesia, que
mañana
constituye
y la
petrina, plenitud
de ambas, es decir, en el valor supremo de la caridad,
el
excelente»,
carisma como
«superior»,
escribe
el
el
«camino
apóstol
san
más Pablo
(ICor 12,31; 13,13). 63
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Maternidad divina y maternidadeclesial El Evangelio según san Juan nos invita a contemplar el momento de la redención, cuando María, unida al Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, extendió su maternidad a todos los hombres y, en particular, a los discípulos de Jesús. El autor del cuarto Evangelio, san Juan, el único de los apóstoles que permaneció en el Gólgota junto a la Madre de Jesús y a otras mujeres, fue testigo privilegiado de ese acontecimiento. La maternidad de María, que comenzó con el fiat de Nazaret, culmina bajo la cruz. Si es verdad, como observa san Anselmo, que «desde el momento del fiat María comenzó a llevarnos a todos en su seno», la vocación y misión materna de la Virgen con respecto a los creyentes en Cristo comenzó efectivamente cuando Cristo le dijo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Viendo desde lo alto de la cruz a su Madre y a su lado al discípulo amado, Cristo agonizante reconoció la primicia de la nueva familia que había venido a formar en el mundo, el germen de la Iglesia y de la nueva humanidad. Por eso, se dirigió a María llamándola «mujer» y no «madre»; lérmino que sin embargo utilizó al encomendarla al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 64
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19,27). El Hijo de Dios cumplió así su misión: nacido de la Virgen para compartir en lodo, excepto en el pecado, nuestra condición humana, en el momento de regresar al Padre dejó en el mundo el sacramento de la unidad del género humano (cf Lumen gentium, 1): la familia «congregada por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (San Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 536), cuyo núcleo primordial es precisamente este vínculo nuevo entre la Madre y el discípulo. De este modo, quedan unidas de manera indisoluble la maternidad divina y la maternidad eclesial.
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En la fe de la Iglesia
El «tú» y el «nosotros» de la Iglesia Al principio de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, el día de Pentecostés -como narran los Hechos de los apóstoles (cf 2,1-13)-, la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena nueva del Reino de Dios, y conducir así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los apóstoles superan todo temor al proclamar lo que habían oído, visto y experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo comienzan a hablar lenguas nuevas anunciando abiertamente el misterio del que habían sido testigos. En los Hechos de bs apóstoles se nos refiere además el gran discurso que Pedro pronuncia precisamente el día de 66
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Pentecostés. Parte de un pasaje del profeta Joel (3,1-5), refiriéndolo a Jesús y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había beneficiado a todos, que había sido acreditado por Dios con prodigios y grandes signos, fue clavado en la cruz y muerto, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo. Con Él hemos entrado en la salvación definitiva anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf He 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten personalmente interpelados, se arrepienten de sus pecados y se bautizan recibiendo el don del Espíritu Santo (cf He 2,37-41). Así inicia el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el pueblo de Dios fundado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo y cuyos miembros no pertenecen a un grupo social o étnico particular, sino que son hombres y mujeres procedentes de toda nación y cultura. Es un pueblo
«católico»,
que
habla
lenguas
nuevas,
umversalmente abierto a acoger a todos, más allá de cualquier confín, abatiendo todas las barreras. Dice san Pablo: «No hay griego y judío, circunciso e incircunciso, 67
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bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos» (Col 3,11). La Iglesia, por lo tanto, desde el principio es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe. el lugar donde, por el bautismo, se está inmerso en el misterio pascual de la muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la prisión del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce en la comunión con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo estamos inmersos en la comunión con los demás hermanos y hermanas de fe, con todo el Cuerpo de Cristo, fuera de nuestro aislamiento. El concilio ecuménico Vaticano II lo recuerda: «Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (Lumen gentium, 9). Siguiendo con la liturgia del bautismo, observamos que, como conclusión de las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos «creo» respecto a las verdades de fe, el celebrante declara: «Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Jesucristo Señor 68
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nuestro». La fe es una virtud teologal, donada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El propio san Pablo, escribiendo a los corintios, afirma que les ha comunicado el Evangelio que a su vez también él había recibido (cf ICor 15,3). Existe una cadena ininterrumpida de vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Ella nos da la garantía de que aquello en lo que creemos es el mensaje originario de Cristo, predicado por los apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la muerte y Resurrección del Señor, de donde surge todo el patrimonio de la fe. Dice el concilio: «La predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del tiempo» (Dei Verbum, 8). De tal forma, si la Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente a fin de que los hombres de toda época puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Así, la Iglesia «con su enseñanza, su 69
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vida, su culto, conserva y transmite a todas las generaciones lo que es y lo que cree» (Ib). Finalmente quisiera subrayar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante observar cómo en el Nuevo Testamento la palabra «santos» designa a los cristianos en su conjunto, y ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Entonces qué se quería indicar con este término? El hecho de que quienes tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndoles así en contacto con la persona y con el mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios viviente. Y esto vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y plasmar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, límites y dificultades, se convierte en una especie de ventana abierta a la luz del Dios vivo que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris missio, afirmaba que «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (n. 2). 70
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La tendencia, hoy difundida, a relegar la fe a la esfera de lo privado contradice por lo tanto su naturaleza misma. Necesitamos la Iglesia para tener confirmación de nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el apoyo de la gracia y el testimonio del amor. Así nuestro «yo» en el «nosotros» de la Iglesia podrá percibirse, a un tiempo, destinatario y protagonista de un acontecimiento que le supera: la experiencia de la comunión con Dios, que funda la comunión entre los hombres. En un mundo en el que el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para todo el género humano (cf Gaudium et spes, 1).
Cómo hablar de Dios La cuestión central que nos planteamos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo?, ¿cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad
salvífica
en
los
corazones
frecuentemente
cerrados de nuestros contemporáneos y en sus mentes a veces distraídas por los muchos resplandores de la 71
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sociedad? Jesús mismo, dicen los evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se interrogó sobre ello: «¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?» (Mc 4,30). ¿Cómo hablar de Dios hoy? La primera respuesta es que nosotros podemos hablar de Dios porque Él ha hablado con nosotros. La primera condición del hablar con Dios es, por lo tanto, la escucha de cuanto ha dicho Dios mismo. ¡Dios ha hablado con nosotros! Así que Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática muy apartada de nosotros. Dios se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha autocomunicado hasta encarnarse. Dios es una realidad de nuestra vida; es tan grande que también tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el «arte de vivir», el camino de la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf Ef 1,5; Rom 8,14). Jesús ha venido para salvarnos y mostrarnos la vida buena del Evangelio. 72
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Hablar de Dios quiere decir, ante todo, tener bien claro lo que debemos llevar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y está presente en la historia; el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por esto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y su Evangelio; supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino siguiendo el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad -Dios se hace uno de nosotros-, es el método realizado en la Encarnación en la sencilla casa de Nazaret y en la gruta de Belén, el de la parábola del granito de mostaza. Es necesario no temer la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y lentamente la hace crecer (cf Mt 13,33). Al hablar de Dios, en la obra de evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, es necesario una recuperación de sencillez, un retorno a lo esencial del anuncio: la «buena nueva» de un Dios que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se hace cercano a nosotros 73
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en Jesucristo hasta la cruz y que en la Resurrección nos da la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida
eterna,
la
vida
verdadera.
Ese
excepcional
comunicador que fue el apóstol Pablo nos brinda una lección, orientada justo al centro de la fe, sobre la cuestión de «cómo hablar de Dios» con gran sencillez. En la Primera carta a bs corintios escribe: «Cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado» (2,1-2). Por lo tanto, la primera realidad es que Pablo no habla de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado o inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla del Dios que ha entrado en su vida, habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y que hablará con nosotros, habla del Cristo crucificado y resucitado. La segunda realidad es que Pablo no se busca a sí mismo, no quiere crearse un grupo de admiradores, no quiere entrar en la historia como cabeza de una escuela de grandes conocimientos, no se busca a sí mismo, sino que san Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y real. 74
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Pablo habla solo con el deseo de querer predicar aquello que ha entrado en su vida y que es la verdadera vida, que le ha conquistado en el camino de Damasco. Así que hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquel que nos lo da a conocer, que nos revela su rostro de amor; quiere decir expropiar el propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos nosotros los que podemos ganar a los otros para Dios, sino que debemos esperarlos de Dios mismo, invocarlos de Él. Hablar de Dios nace, por ello, de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con Él, en la vida de oración y según los mandamientos. Comunicar la fe, para san Pablo, no significa llevarse a sí mismo, sino decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado en su existencia ya transformada por ese encuentro: es llevar a ese Jesús que siente presente en sí y se ha convertido en la verdadera orientación de su vida, para que todos comprendan que Él es necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada hombre. El Apóstol no se conforma con proclamar palabras, sino que involucra toda su existencia en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios es necesario darle espacio, en la confianza 75
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de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: hacerle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la convicción profunda de que cuanto más le situemos a El en el centro, y no a nosotros, más fructífera será nuestra comunicación. Y esto vale también para las comunidades cristianas:
están
llamadas
a
mostrar
la
acción
transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazones, egoísmos, indiferencia, y viviendo el amor de Dios en las relaciones cotidianas. Preguntémonos si de verdad nuestras comunidades son así. Debemos ponernos en marcha para llegar a ser siempre y realmente así: anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos. En
este
punto
debemos
preguntarnos
cómo
comunicaba Jesús mismo. Jesús en su unicidad habla de su Padre -Abbá- y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los malestares y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo, y diría que lo esencial del anuncio de Jesús es que hace transparente el mundo y que nuestra vida vale para Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación se transparenta el rostro de Dios y nos muestra cómo Dios está presente 76
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en las historias cotidianas de nuestra vida. Tanto en las parábolas de la naturaleza -el grano de mostaza, el campo con distintas semillas- o en nuestra vida pensemos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y otras parábolas de Jesús-. Por los evangelios vemos cómo Jesús se interesa en cada situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo con plena confianza en la ayuda del
Padre.
Y
que
realmente
en
esta
historia,
escondidamente, Dios está presente y si estamos atentos podemos encontrarle. Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que le encuentran, ven su reacción ante los problemas más dispares, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En El anuncio y vida se entrelazan: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de una íntima relación con Dios Padre. Este estilo es una indicación esencial para nosotros, cristianos: nuestro modo de vivir en la fe y en la caridad se convierte en un hablar de Dios en el hoy, porque muestra, con una existencia vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de aquello que decimos con las palabras; que no se trata solo de palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Al respecto 77
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debemos estar atentos para percibir los signos de los tiempos en nuestra época, o sea, para identificar las potencialidades, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura actual, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la protección de la creación, y comunicar sin temor la respuesta que ofrece la fe en Dios.
La alegría pascual de la Iglesia La Resurrección de Cristo es un hecho acontecido en la historia, de la que los apóstoles fueron testigos y ciertamente no creadores. Al mismo tiempo, no se trata de un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor «mutación» acontecida en la historia, el «salto»
decisivo
hacia
una
dimensión
de
vida
profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo Jesús de Nazaret, pero con Él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia Y al universo entero. Por eso la Resurrección de Cristo es el centro de la predicación y del testimonio 78
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cristiano, desde el inicio y hasta el fin de los tiempos. Se trata, ciertamente, de un gran misterio, el misterio de nuestra salvación, que encuentra en la Resurrección del Verbo encarnado su coronación y a la vez la anticipación y la prenda de nuestra esperanza. Pero la clave de este misterio es el amor y solo en la lógica del amor se puede acceder a Él y comprenderlo de algún modo: Jesucristo resucita de entre los muertos porque todo su ser es perfecta e íntima unión con Dios, que es el amor realmente más fuerte que la muerte. Él era uno con la Vida indestructible y, por tanto, podía dar su vida dejándose
matar,
pero
no
podía
sucumbir
definitivamente a la muer-te: en concreto, en la Ultima Cena anticipó y aceptó por amor su propia muerte en la cruz, transformándola de este modo en entrega de sí, en el don que nos da la vida, nos libera y nos salva. Así pues, su Resurrección fue como una explosión de luz, una explosión de amor que rompió las cadenas del pecado y de la muerte. Su Resurrección inauguró una nueva dimensión de la vida y de la realidad, de la que brota un mundo nuevo, que
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penetra continuamente en nuestro mundo, lo transforma y lo atrae a sí. Todo esto acontece en concreto a través de la vida y el testimonio de la Iglesia. Más aún, la Iglesia misma constituye la primicia de esa transformación, que es obra de Dios y no nuestra. Llega a nosotros mediante la fe y el sacramento del bautismo, que es realmente muerte y Resurrección, un nuevo nacimiento, transformación en una vida nueva. Es lo que dice san Pablo en la Carta a los gálatas: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en | mí» (Gal 2,20). Así, a través del bautismo, ha cambiado mi identidad esencial y yo sigo existiendo solo en este cambio. Mi yo desaparece y se inserta en un nuevo sujeto más grande, en el que mi yo está presente de nuevo, pero transformado, purificado, «abierto» mediante la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. De este modo llegamos a ser «uno en Cristo» (Gal 3,28), un único sujeto nuevo, y nuestro yo es liberado de su aislamiento. «Yo, pero ya no yo»: esta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la Resurrección dentro del tiempo, la fórmula de la «novedad» cristiana llamada a transformar 80
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el mundo. Aquí radica nuestra alegría pascual. Nuestra vocación y nuestra misión de cristianos consisten en cooperar para que se realice efectivamente, en la realidad diaria de nuestra vida, lo que el Espíritu Santo ha emprendido en nosotros con el bautismo: estamos llamados a ser hombres y mujeres nuevos, para poder ser auténticos testigos del Resucitado y de este modo portadores de la alegría y de la esperanza cristiana en el mundo.
El inseparable binomio fe-caridad Nunca podemos separar, ni oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida 81
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espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista. La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de este, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas conei misráo amor de Dios. La fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf Rom 5,5). 82
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La relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe precede a la caridad, pero se revela genuina solo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf ICor 13,13).
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Alimentado de la oración
Por qué orar Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican
un
despertar
del
sentido
religioso,
un
redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la época de la Ilustración, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el «mundo de lo sagrado», devolviendo al 84
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hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar . El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: «El deseo de Dios -afirma también el Catecismo- está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (n. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y él siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge solo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre «digital», al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos 85
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para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse. El concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente; dice: «Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el hombre/ [-¿Quién soy yo?-] ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a 86
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otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo. El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.
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La oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede
prestar
a
malentendidos
y
mistificaciones.
También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos, la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos. En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia 88
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existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas -condición de indigencia y de esclavitud-, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A Él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente. Sin embargo, la búsqueda del hombre solo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, 89
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que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como
un
llamamiento
recíproco,
un
hondo
acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de
toda la
historia de la salvación» (n. 2567).
Orandoconlossalmos El Salterio se presenta como un «formulario» de oraciones, una selección de ciento cincuenta salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su oración, en nuestra oración, en nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con Él. En 90
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este libro encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples facetas, y toda la gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los salmos se entrelazan y se expresan alegría y sufrimiento, deseo de Dios y percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después asumieron como mediación privilegiada de la relación con el único Dios y respuesta adecuada a su revelación en la historia. En cuanto oraciones, los salmos son manifestaciones del espíritu y de la fe, en las que todos nos podemos reconocer y en las que se comunica la experiencia de particular cercanía a Dios a la que están llamados todos los hombres. Y toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los diversos salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de acción de gracias, salmos penitenciales y otros géneros que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas. No obstante esta multiplicidad expresiva, se pueden identificar dos grandes ámbitos que sintetizan la oración 91
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del Salterio: la súplica, vinculada a la lamentación, y la alabanza,
dos
dimensiones
relacionadas
y
casi
inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y la acción de gracias surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda expresada en la súplica. En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación o, como en los salmos penitenciales, confiesa su culpa, su pecado, pidiendo ser perdonado. Expone al Señor su estado de necesidad confiando en ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y «amante de la vida» (cf Sab 11,26), dispuesto a ayudar, salvar y perdonar. Así, por ejemplo, reza el salmista en el Salmo 31: «A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado. [... ] Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo» (vv. 2.5). Así pues, ya en la lamentación puede surgir algo de la alabanza, que se anuncia en la esperanza de la intervención divina y después se hace explícita cuando la salvación divina se convierte en realidad. De modo análogo, en los salmos de 92
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acción de gracias y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que está en la base de la súplica. Así se confiesa a Dios la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, pero portadora de un deseo radical de vida. Por eso el salmista exclama en el Salmo 86: «Te alabaré de todo corazón, Dios mío; daré gloria a tu nombre por siempre, por tu gran piedad para conmigo, porque me salvaste del abismo profundo» (vv. 12-13). De ese modo, en la oración de los salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad. Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes unirse a este canto, el libro del Salterio fue dado a Israel y a la Iglesia. Los salmos, de hecho, enseñan a orar. En ellos la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración -y son las palabras del salmista inspirado- que se convierte también en palabra del orante que reza los salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan 93
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en una trama narrativa que especifica su sentido y su función. Los salmos se dan al creyente precisamente como texto de oración, que tiene como único fin convertirse en la oración de quien los asume y con ellos se dirige a Dios. Dado que son Palabra de Dios, quien reza los salmos habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a Él con las palabras que Él mismo nos da. Así, al rezar los salmos se aprende a orar. Son una escuela de oración. Algo análogo sucede cuando un niño comienza a hablar: aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones y necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él poco a poco se apropia de ese medio; las palabras recibidas de sus padres se convierten en sus palabras y a través de ellas aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a todo un mundo de conceptos, y crece en él, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres, por último, se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que ya se han convertido en sus palabras. Lo mismo 94
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sucede con la oración de los salmos. Se nos dan para que aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con Él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de esas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuar, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cf Is 55,8-9), para crecer cada vez más en la fe y en el amor. Como nuestras palabras no son solo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y conceptual, así también estas oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo que no solo podemos hablar con Dios, sino que también podemos aprender quién es Dios y, aprendiendo cómo hablar con Él, aprendemos el ser hombre, el ser nosotros mismos. A este respecto, es significativo el título que la tradición judía ha dado al Salterio. Se llama fhillim, un término hebreo que quiere decir «alabanzas», de la raíz verbal que encontramos en la expresión «Halleluyah», es decir, literalmente «alaben al Señor». Este libro de oraciones, por tanto, aunque es multiforme y complejo, con sus diversos géneros literarios y con su articulación entre alabanza y súplica, es en definitiva un libro de 95
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alabanzas, que enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su santo Nombre. Esta es la respuesta más adecuada ante la manifestación del Señor y la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los salmos nos enseñan que también en la desolación, también en el dolor, la presencia de Dios permanece, es fuente de maravilla y de consuelo. Se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: «En ti está la fuente de la vida y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36,10). Pero, además de este título general del libro, la tradición judía ha puesto en muchos salmos títulos específicos, atribuyéndolos, en su gran mayoría, al rey David. Figura de notable talla humana y teológica, David es un personaje complejo, que atravesó las más diversas experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternas y a veces dramáticas vicisitudes, se convierte en rey de Israel, en pastor del pueblo de Dios. 96
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Hombre de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó su amor, y esto es característico: siempre buscó a Dios, aunque pecó gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, incluso el castigo divino, y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey, a pesar de todas sus debilidades, «según el corazón de Dios» (cf ISam 13,14), es decir, un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y alabar. La relación de los salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto, importante, porque él es una figura mesiánica, ungido del Señor, en el que de algún modo se vislumbra el misterio de Cristo. Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con que las palabras de los salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y destacando el valor profético sugerido por la relación del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena oró con los salvaos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más pleno y profundo. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (cf Col 1,15), que nos 97
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revela plenamente el rostro del Padre. El cristiano, por tanto, al rezar los salmos, ora al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave de interpretación. Así el horizonte del orante se abre a realidades inesperadas, todo Salmo adquiere una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.
La oración de Jesús Quiero comenzar a mirar a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que riega la existencia, las relaciones, los gestos, y que lo guía, con progresiva firmeza, a la donación total de sí, según el proyecto de amor de Dios Padre. Jesús es el maestro también de nuestra oración, más aún, Él es nuestro apoyo activo y fraterno al dirigirnos al Padre [...]. Un momento especialmente significativo de su camino es la oración que sigue al bautismo al que se somete en el río Jordán. El evangelista Lucas señala que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el pueblo, el bautismo de 98
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manos de Juan el Bautista, entra en una oración muy personal y prolongada: «Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre El» (Le 3,21-22). Precisamente este «estar en oración», en diálogo con el Padre, ilumina la acción que realizó junto a muchos de su pueblo, que acudieron a la orilla del Jordan. Orando, El da a su gesto del bautismo un rasgo exclusivo y personal. El Bautista había dirigido una fuerte llamada a vivir verdaderamente
como
«hijos
de
Abrahán»,
convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de tal cambio (cf Lc 3,7-9). Y un gran número de israelitas se había movilizado, como recuerda el evangelista san Marcos, que escribe: «Acudía a él [a Juan] toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. El los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados» (Mc 1,5). El Bautista traía algo realmente nuevo: someterse al bautismo debía significar un cambio decisivo, abandonar una conducta vinculada al pecado y comenzar una vida nueva. También Jesús acoge esta invitación, entra en la gris multitud de los pecadores que esperan a la orilla del Jordán. Pero, como los primeros cristianos, también 99
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nosotros nos preguntamos: ¿Por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? No tiene pecados que confesar, no tenía pecados, por lo tanto no tenía necesidad de convertirse. Entonces, ¿por qué este gesto? El evangelista san Mateo refiere el estupor del Bautista que afirma: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3,14), y la respuesta de Jesús: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia» (v. 15). El sentido de la palabra «justicia» en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios. Jesús muestra su cercanía a aquella parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista,
considera
insuficiente
considerarse
simplemente hijos de Abrahán, pero quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza que Dios ofreció en Abrahán. Entonces, Jesús, al bajar al río Jordán, sin pecado, hace visible su solidaridad con aquellos que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambiar de vida; da a entender que ser parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una perspectiva de novedad de vida, de vida según Dios. 100
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En este gesto Jesús anticipa la cruz, da inició a su actividad ocupando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad,
cumpliendo
la
voluntad
del
Padre.
Recogiéndose en oración, Jesús muestra la íntima relación con el Padre que está en el cielo, experimenta su paternidad, capta la belleza exigente de su amor, y en el diálogo con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan desde el cielo (cf Le 3,22) está la referencia anticipada al misterio pascual, a la cruz y a la Resurrección. La voz divina lo define «mi Hijo, el amado», refiriéndose a Isaac, el hijo amado que el padre Abrahán estaba dispuesto a sacrificar, según el mandato de Dios (cf Gen 22,1-14). Jesús no es solo el Hijo de David descendiente mesiánico regio, o el Siervo en quien Dios se complace, sino también el Hijo unigénito, el amado, semejante a Isaac, que Dios Padre dona para la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la paternidad de Dios (cf Le 3,22b), desciende el Espíritu Santo (cf Le 3,22a), que lo guía en su misión y que Él derramará después de ser elevado en la cruz (cf Jn 1,3234; 7,37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la 101
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oración, Jesús vive un contacto ininterrumpido con el Padre para realizar hasta las últimas consecuencias el proyecto de amor por los hombres. En el trasfondo de esta extraordinaria oración está toda la existencia de Jesús vivida en una familia profundamente vinculada a la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo muestran las referencias que encontramos en los evangelios: su circuncisión (cf Lc 2,21) y su presentación en el templo (cf Le 2,22-24), como también la educación y la formación en Nazaret, en la santa casa (cf Le 2,39-40 y 2,51-52). Se trata de «unos treinta años» (Le 3,23), un largo tiempo de vida oculta y ordinaria,
aunque
también
con
experiencias
de
participación en momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a Jerusalén (cf Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús a los doce años en el templo, sentado entre los doctores (cf Lc 2,42-52), el evangelista san Lucas deja entrever que Jesús, que ora después del bautismo en el Jordán, tiene un profundo hábito de oración íntima con Dios Padre, arraigada en las tradiciones, en el estilo de su familia, en las experiencias decisivas vividas en ella. La respuesta del muchacho de doce años a María y a José ya indica aquella filiación 102
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divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación constante, habitual, con el Padre; y en esta unión íntima con El realiza el paso de la vida oculta de Nazaret a su ministerio público. La enseñanza de Jesús sobre la oración viene ciertamente de su modo de orar aprendido en la familia, pero tiene su origen profundo y esencial en su ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre. El Compendio del Catecismo de la Iglesia católica responde así a la pregunta: ¿De quién aprendió Jesús a orar!: «Conforme a su corazón de hombre, Jesús aprendió a orar de su madre y de la tradición judía. Pero su oración brota de una fuente más secreta, puesto que es el Hijo eterno de Dios que, en su humanidad santa, dirige a su Padre la oración filial perfecta» (n. 541). En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se ubican siempre en el cruce entre la inserción en la tradición de su pueblo y la novedad de una relación personal única con Dios. «El lugar desierto» (cf Me 1,35; Le 5,16) a donde se retira a menudo, «el 103
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
monte» a donde sube a orar (cf Lc 6, 12; 9,28), «la noche» que le permite estar en soledad (cf Me 1,35; 6,46-47; Lc 6,12) remiten a momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, indicando la continuidad de su proyecto salvífico. Pero al mismo tiempo, constituyen momentos de particular importancia para Jesús, que conscientemente se inserta en este plan, plenamente fiel a la voluntad del Padre. También en nuestra oración nosotros debemos aprender, cada vez más, a entrar en esta historia de salvación de la que Jesús es la cumbre, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a Él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor por nosotros. La oración de Jesús afecta a todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la impiden. Es más, los evangelios dejan traslucir una costumbre de Jesús a pasar parte de la noche en oración. El evangelista san Marcos narra una de estas noches, después de la agotadora jornada de la multiplicación de los panes y escribe: «Enseguida apremió a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la 104
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
orilla de Betsaida, mientras Él despedía a la gente. Y después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar. Llegada la noche, la barca estaba en mitad del mar y Jesús, solo, en tierra» (Mc 6,45-47). Cuando las decisiones resultan urgentes y complejas, su oración se hace más prolongada e intensa. En la inminencia de la elección de los Doce apóstoles, por ejemplo, san Lucas subraya la duración nocturna de la oración de Jesús: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles» (Lc 6,12-13). Contemplando la oración de Jesús, debe brotar en nosotros una pregunta: ¿cómo oro yo?, ¿cómo oramos nosotros?, ¿cuánto tiempo dedico a la relación con Dios?, ¿se da hoy una educación y formación suficientes en la oración?, ¿quién puede ser maestro en ello? En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la lectura orante de la Sagrada Escritura. Recogiendo lo que surgió de la Asamblea del Sínodo de los obispos, puse también un acento especial sobre la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el Señor que habla es un arte, que se 105
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
aprende practicándolo con constancia. Ciertamente, la oración es un don, que pide, sin embargo, ser acogido; es obra de Dios, pero exige compromiso y continuidad de nuestra parte; sobre todo son importantes la continuidad y la constancia. Precisamente la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se fue profundizando en un prolongado y fiel ejercicio, hasta el Huerto de los Olivos y la cruz. Los cristianos hoy están llamados a ser testigos de oración, precisamente porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva al encuentro con Dios. En la amistad profunda con Jesús y viviendo en El y con El la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podemos abrir ventanas hacia el cielo de Dios. Es más, al recorrer el camino de la oración, sin respeto humano, podemos ayudar a otros a recorrer ese camino: también para la oración cristiana es verdad que, caminando, se abren caminos.
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La fuerza de la oración El encuentro diario con el Señor y la recepción frecuente de los sacramentos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus palabras, a su acción. La oración no es solamente la respiración del alma, sino también, para usar una imagen, el oasis de paz en el que podemos encontrar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir al monte de la santidad, para que estemos cada vez más cerca de Él, ofreciéndonos a lo largo del camino luz y consolaciones. Esta es la experiencia personal a la que hace referencia san Pablo en el capítulo 12 de la Segunda carta a bs corintios, sobre el que deseo reflexionar hoy. Frente a quienes cuestionaban la legitimidad de su apostolado, no enumera tanto las comunidades que había fundado, los kilómetros que había recorrido; no se limita a recordar las dificultades y las oposiciones que había afrontado para anunciar el Evangelio, sino que indica su relación con el Señor, una relación tan intensa que se caracteriza 107
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
también por momentos de éxtasis, de contemplación profunda (cf 2Cor 12,1); así pues, no se jacta de lo que ha hecho él, de su fuerza, de su actividad y de sus éxitos, sino que se gloría de la acción que Dios ha realizado en él y a través de él. De hecho, con gran pudor narra el momento en que vivió la experiencia particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que catorce años antes del envío de la carta «fue arrebatado -así dicehasta el tercer cielo» (v. 2). Con el lenguaje y las maneras de quien narra lo que no se puede narrar, san Pablo habla de aquel hecho incluso en tercera persona; afirma que un hombre fue arrebatado al «jardín» de Dios, al paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa que el Apóstol no recuerda ni siquiera los contenidos de la revelación recibida, pero tiene muy presentes la fecha y las circunstancias en que el Señor lo aferró de una manera tan total, lo atrajo hacia sí, como había hecho en el camino de Damasco en el momento de su conversión (cf Flp 3,12). San Pablo prosigue diciendo que precisamente para no engreírse por la grandeza de las revelaciones recibidas, lleva en sí mismo una «espina» (2Cor 12,7), un sufrimiento, y suplica con fuerza al Resucitado que lo 108
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
libre del emisario del Maligno, de esta espina dolorosa en la carne. Tres veces -refiere- ha orado con insistencia al Señor para que aleje de él esta prueba. Y precisamente en esta situación, en la contemplación profunda de Dios, durante la cual «oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir» (v. 4), recibe la respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige unas palabras claras y tranquilizadoras: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad» (v. 9). El comentario de san Pablo a estas palabras nos puede asombrar, pero revela cómo comprendió lo que significa ser verdaderamente apóstol del Evangelio. En efecto, exclama: «Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las
privaciones, las persecuciones y
las
dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (vv. 9b-10); es decir, no se jacta de sus acciones, sino de la acción de Cristo que actúa precisamente
en
su
debilidad.
Reflexionemos
un
momento sobre este hecho, que aconteció durante los años en que san Pablo vivió en silencio y en contemplación, antes de comenzar a recorrer Occidente 109
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
para anunciar a Cristo, porque esta actitud de profunda humildad y confianza ante la manifestación de Dios es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y nuestras debilidades. Ante todo, ¿de qué debilidades habla el Apóstol?, ¿qué es esta «espina» en la carne? No lo sabemos y no lo dice, pero su actitud da a entender que toda dificultad en el seguimiento de Cristo y en el testimonio de su Evangelio se puede superar abriéndose con confianza a la acción del Señor. San Pablo es muy consciente de que es un «siervo inútil» (Lc 17,10) -no es él quien ha hecho las maravillas, sino el Señor-, una «vasija de barro» (2Cor 4,7), en donde Dios pone la riqueza y el poder de su gracia. En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo comprende con claridad cómo afrontar y vivir cada acontecimiento, sobre todo el sufrimiento, la dificultad, la persecución: en el momento en que se experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no nos abandona, no nos deja solos, sino que se transforma en apoyo y fuerza. Ciertamente, san Pablo hubiera preferido
ser
librado
de
esta
«espina»,
de
este
sufrimiento; pero Dios dice: «No, esto te es necesario. Te 110
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
bastará mi gracia para resistir y para hacer lo que debes hacer». Esto vale también para nosotros. El Señor no nos libra de los males, pero nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones. Así pues, la fe nos dice que, si permanecemos en Dios, «aun
cuando
desmoronando,
nuestro
hombre
aunque
haya
exterior
muchas
se
vaya
dificultades,
nuestro hombre interior se va renovando, madura día a día precisamente en las pruebas» (cf 2Cor 4. 16). El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros
que
«la
leve
tribulación
presente
nos
proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria» (v. 17). En realidad, hablando humanamente, no era ligera la carga de las dificultades; era muy pesada; pero en comparación con el amor de Dios, con la grandeza de ser amado por Dios, resulta ligera, sabiendo que la gloria será inconmensurable. Por tanto, en la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de 111
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
nuestra inadecuación al encargo. Por eso, debemos tener la humildad de no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar en la viña del Señor, con su ayuda, abandonándonos a El como frágiles «vasijas de barro». San Pablo refiere dos revelaciones particulares que cambiaron
radicalmente
su
vida.
La
primera -como sabemos- es la desconcertante pregunta en el camino de Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (He 9,4), pregunta que lo llevó a descubrir y encontrarse con Cristo vivo y presente, y a oír su llamada a ser apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le dirigió en la experiencia de oración contemplativa sobre las que estamos reflexionando: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad». Solo la fe, confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del Señor fue la fuerza que acompañó a san Pablo en los enormes trabajos para difundir el Evangelio y su corazón entró en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de llevar a los demás hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros. En la oración, por tanto, abrimos nuestra alma al Señor para que El venga a habitar nuestra debilidad, 112
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
transformándola en fuerza para el Evangelio. Y también es rico en significado el verbo griego con el que san Pablo describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; usa episkenóo, que podríamos traducir con «plantar la propia tienda». El Señor sigue plantando su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a habitar en nuestra humanidad, quiere habitar en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el mundo. La intensa contemplación de Dios que experimentó san Pablo recuerda la de los discípulos en el monte Tabor, cuando, al ver a Jesús transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elias» (Mc 9,5). «No sabía qué decir, pues estaban asustados», añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque El nos atrae hacia sí y arrebata nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura, donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; y tremendo, porque pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra inadecuación, la dificultad de vencer al Maligno, 113
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
que insidia nuestra vida, la espina clavada también en nuestra carne. En la oración, en la contemplación diaria del Señor recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde escribió: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni
profundidad,
ni
ninguna
otra
criatura
podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,38-39). En un mundo en el que corremos el peligro de confiar solamente en la eficiencia y en el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y testimoniar el poder de Dios que se comunica en la oración, con la que crecemos cada día conformando nuestra vida a la de Cristo, el cual -como afirma san Pablo- «fue crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Lo mismo nosotros: somos débiles en Él, pero viviremos con Él por la fuerza de Dios para nosotros» (2Cor 13,4).
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Benedicto
XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
Cronología esencial de su vida
1927
16 de abril Nace en Marktl am Inn, diócesis de Passau (Alemania), hijo de Maria Paintner y Joseph Ratzinger.
1939
Entra en el seminario arzobispal de Traunstein.
1945-1951 Estudios de filosofía y teología, con sucesiva tesis doctoral en teología sobre san Agustín (1953) y tesis
de
habilitación
para
la
enseñanza
académica sobre san Buenaventura (1957). 1951
29 de junio Es ordenado sacerdote en la catedral de Frisinga, junto con su hermano Georg. El 8 de julio celebra su primera misa.
115
Benedicto
XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
1952-1977 Enseña en Frisinga (1952-1958), Bonn (1959-1963), Münster (1963-1966), Tubinga (1966-1969) y Ratis-bona (1969-1977). 1962-1965 Es llamado como experto al concilio Vaticano II. 1972
Funda, juntamente con Hans Urs von Balthasar, Henry de Lubac y otros teólogos, la revista internacional de teología Communio.
1977
25 de marzo Es nombrado arzobispo de Munich y Frisinga y, después de dos meses (28 de mayo), recibe la ordenación episcopal. Elige como lema «Colaboradores de la verdad». El 27 de junio es creado cardenal por Pablo VI. 25 de noviembre Juan Pablo II lo nombra prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidente de la Pontificia Comisión
Bíblica
y
de
la
Comisión
Teológica
Internacional. 30 de noviembre Es nombrado decano del Colegio Cardenalicio.
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Benedicto 2005
XVI MI LEGADO ESPIRITUAL 19 de abril
Sucede a Juan Pablo II, muerto el 2 de abril, como sumo pontífice de la Iglesia universal. En diciembre publica su primera encíclica,
Deus
caritas est. 2007
Publica el primer volumen de
segunda encíclica, Spe
Jesús de Nazaret y su
salvi.
2009
Publica su tercera encíclica, Caritas
in vertíate.
2011
Aparece el segundo Capítulo de Jesúsde
Nazaret.
Con la carta apostólica en forma Motu proprio
Porta fidei,
Benedicto XVI convoca el Año de la fe (2012-2013).
Publica
La infancia de Jesús, que concluye el tríptico dedicado a
Jesús de Nazaret.
2013 11 de febrero Anuncia para el 28 del mismo mes su voluntad de dejar el ministerio petrino.
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Benedicto
XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
Elenco de las fuentes
1. BUSCAR A DIOS La necesidad de creer (Audiencia general, 24 de octubre de 2012). Del pensar al creer (Homilía en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, 29 de junio de 2009). Qué significa creer (Audiencia general, 23 de enero de 2013). , La valentía de partir (Homilía en la solemnidad de la Epifanía, 6 de enero de 2013). 2. DIOS SE DEJA ENCONTRAR La iniciativa de Dios (Audiencia general, 14 de noviembre de 2012). El don más grande (Audiencia general, 9 de enero 2013). 118
Benedicto
XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
La «travesía» hacia Belén (Homilía en la misa de Nochebuena, 24 de diciembre de 2012). El Misterio que da sentido a la historia general, 12 de diciembre de 2012).
(Audiencia
3. FUNDAMENTADOS EN CRISTO Cristo, plenitud de la Verdad (Discurso a los participantes en la Asamblea ple-naria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 10 de febrero de 2006). La casa sobre la roca (Discurso a los jóvenes de Cracovia, 27 de mayo de 2006). Tras las huellas de Jesús (Homilía con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, 28 de marzo de 2010). Unidos en una relación de amor (Homilía, Varsovia, 26 de mayo de 2006). 4. EN LA ESCUELA DE MARÍA El «sí» que cambia la historia (Ángelus, 25 de marzo de 2007). Virginidad de María y divinidad de Jesús (Ángelus, 18 de diciembre de 2011). La fe de María (Audiencia general, 19 de diciembre de 2012).
Las dos dimensiones de la Iglesia 119
Benedicto
XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
(Homilía en la solemnidad de la Anunciación del Señor, 25 de marzo de 2006).
Maternidad divina y maternidad eclesial
i
;
(Homilía en la concelebración eucarística en el Santuario de «Meryem Ana Evi» de Éfeso, 29 de noviembre de 2006).
5. EN LA FE DE LA IGLESIA El «tú» y el «nosotros» de la Iglesia (Audiencia general, 31 de octubre de 2012). Cómo hablar de Dios (Audiencia general, 28 de noviembre de 2012). La alegría pascual de la Iglesia (Discurso a los participantes en el Congreso nacional de la Iglesia italiana, 19 de octubre de 2006). El inseparable binomio fe-caridad (Mensaje para la Cuaresma de 2013, 15 de octubre de 2012).
6. ALIMENTADOS DE LA ORACIÓN Por qué orar (Audiencia general, 11 de mayo de 2011). Orando con los salmos (Audiencia general, 22 de junio de 2011). La oración de Jesús (Audiencia general, 30 de noviembre de 2011). La fuerza de la oración (Audiencia general, 13 de junio de 2012).
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Benedicto
XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
Índice
Págs. Presentación 1. Buscar a Dios La necesidad de creer Del pensar al creer Qué significa creer La valentía de partir 2. Dios se deja encontrar La iniciativa de Dios El don más grande La «travesía» hacia Belén El Misterio que da sentido a la historia 3. Fundamentados en Cristo Cristo, plenitud de la Verdad La casa sobre la roca 121
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XVI MI LEGADO ESPIRITUAL
Tras las huellas de Jesús Unidos en una relación de amor 4. En la escuela de María El «sí» que cambia la historia Virginidad de María y divinidad de Jesús La fe de María Las dos dimensiones de la Iglesia Maternidad divina y maternidad eclesial 5. En la fe de la Iglesia El «tú» y el «nosotros» de la Iglesia Cómo hablar de Dios La alegría pascual de la Iglesia El inseparable binomio fe-caridad 6. Alimentados de la oración Por qué orar Orando con los salmos La oración de Jesús La fuerza de la oración Cronología esencial de su vida Elenco de las fuentes
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