EL PIE QUE NO QUERIA BAÑARSE-convertido

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Antes de que su pie se negara a bañarse, Pedro tenía una rutina muy clara. De lunes a viernes se metía a la regadera a las siete de la noche. Los sábados y domingos se bañaba en las mañanas. Sólo en vacaciones entraba a la regadera hacia las ocho, aunque tampoco lo hacía siempre. Después del baño se ponía la piyama y se iba a cenar. Se sentaba siempre junto a su hermana Valeria, que le parecía una niña muy chiquita. Cerca de él se La cabeza: mojaba su pelo negro (tenía mucho) con abundante agua y luego se echaba champú, que se ponía primero en la palma de la mano, para hacer toda la espuma que podía. El tronco: había que lavarlo completo o hasta donde alcanzaban los brazos, que no estaban diseñados para cubrir toda espalda, para ser honestos. La colita: por delante y por detrás. Lo complicado: brazos (con manos) y piernas (con pies). En los brazos se enjabonaba solo poquito. A veces quedaban de un color al que había llamado “color codo”, aunque podía haberlo llamado “gris banqueta” o “gris rata” o “gris del cielo cuando va a llover”. Pero lo llamó “gris codo” porque era un color nativo de ese sitio, aunque también aparecía en las rodillas de vez en cuando. Las piernas no representaban mayor problema. ¡Pero los pies! A los pies había

que tratarlos con mucho tiento porque resultaba difícil no hacerse cosquillas; era irremediable. Su papá le había dicho que no era posible hacerse cosquillas uno mismo, pero a él le pasaba todo el tiempo. Así, cada pie: el empeine y por encima de los dedos (las uñas y el borde gordito en donde el dedo se curva hacia abajo); luego, con mucho cuidado, por el arco, muy despacito… Despaciiito, despaciiito. También entre los dedos, usando de vez en cuando los de la mano por si alguna migaja de calcetín se hubiera hecho bolita justo ahí, en los rincones de mayor risa y peor olor. A veces no eran bolitas, sino pasto, pelos de Benito o pura mugre. Era ahí donde lavaba con más detalle y menos frecuencia, no porque le gustara ninguna de las dos cosas: ¡precisamente por lo contrario! Le chocaba hacerse cosquillas, lo odiaba, y lo peor era que no había nadie a quién reclamarle después. Tampoco le gustaba que quedara sucio ahí. ¿Qué tal si olía? ¿Qué tal si se daban cuenta sus papás? Salía de la regadera y se secaba muy bien. A veces, se tallaba los codos con la toalla para ver si les quitaba tantito el color que tenían. Como no le gustaba secarse entre los dedos de los pies, echaba la toalla al suelo y le daba unos buenos pisotones.

A Pedro le daba frío en las noches, por lo que se ponía la piyama y unos calcetines especiales que usaba solo para dormir. En realidad, tenía unos pies muy sensibles. Por lo mismo, no podía entender que los demás durmieran sin calcetines incluso en el invierno. Le parecía muy peculiar que no trataran sus pies con el cuidado que él ponía en hacerlo. Y llegaba a perturbarlo pensar en los padres que permitían a los chiquitos andar por ahí con los pies desnudos. Los demás, claro, no pensaban como él. Hacía no mucho, una noche helada, había intentado cubrir los pies de Valeria (dos tamales pequeñitos) pero le había ido muy mal porque su hermana detestaba los calcetines y siempre tenía calor. En cuanto sintió los pies cubiertos, empezó a dar de alaridos y se zarandeó como culebra hasta que Pedro no tuvo más remedio que quitárselos.

EL día anterior a que su pie se rebelara llegaron de visita sus primos. Pasarían el fin de semana en su casa. Eran cuates, se llamaban Lola y Emilio; eran acelerados y un poco gritones. Habían nacido el mismo día, a la misma hora, solo que Emilio había asomado la cabeza unos minutos antes. Eran más jóvenes que Pedro, mayo- res que Valeria y muy interesantes: pesaban lo mismo, medían lo mismo, hablaban igual, y nunca jamás se cansaban. Vivían a un par de horas de distancia en una casa junto a la montaña. Pasaban mucho tiempo en el sol, en el agua, subidos a un caballo o sobre las piedras. Eran hijos de la tía Meche. A veces, cuando venían, se quedaban en casa de la abuela Pilar; otras, en casa de Pedro. Cuando se quedaban ahí, se organizaba sin falta un partido de futbol. A Lola le fascinaba el futbol y corría todo el tiempo. Siempre ganaba: estar en su equipo era conveniente. Pedro supo que ese fin de semana iba a ser muy intenso porque su mamá le había encomendado el cuidado de los pequeños, Valeria incluida. Como era el más grande, podía hacerlo, le dijo su mamá. Él no estaba tan seguro. La tía Meche, que era un poco distraída, llegó a su casa con mucha preocupación. Los niños tenían manchas raras por todo el cuerpo y ella quería llamar al médico de Pedro y Valeria para que los curara.

▪ —Voy a platicar con tu tía. Mientras, tú cuida a

los chiquitos. Llévalos a bañarse. Ya sabes cómo —le dijo a Pedro su mamá. Uf… Fueron los cuatro al baño. Los cuates le llegaban al hombro; Valeria, al pecho. Pedro los ordenó por estaturas y les pidió que se quitaran la ropa. Emilio y Lola se miraron el uno al otro, divertidos, y pidieron permiso para ir por una maleta. Regresaron arrastrando una que era casi de su tamaño.

▪ Cuando se quitaron la ropa, quedaron al

descubierto unas manchas salpicadas por todo su cuerpo. Sobre todo en pies, piernas, cuello y brazos. Emilio sacó de la maleta un paraguas verde y uno amarillo, presionó sus botones y todos vieron cómo se extendían como flores en el baño. —Ahora sí —dijeron los cuates a coro. ¡Se bañaban con paraguas! Eso no iba bien. Pedro abrió la regadera. Los niños se metieron. Valeria quedó en medio de los primos y bajo los dos paraguas. Apenas la salpicaba una gotita de vez en cuando. —¿Cómo van a bañarse así? —dijo Pedro muy preocupado. — Es que no nos gusta el agua, nada más la de la alberca —dijo Lola. —No nos gusta tallarnos ni nos gusta el jabón —dijo Emilio. —No somos nosotros, son nuestros cuerpos: deciden lo que quieren hacer siempre —dijo Lola muy seria. — ¡Al mío no le gusta todo! —gritó Valeria. —Si nos quitas el paraguas, lloramos —amenazó Lola. — ¡Sí! —gritó Valeria, que, entre el vapor y los paraguas, de plano no se veía. La situación parecía complicada. Pedro buscó soluciones en su cabeza. Cerró

▪ las llaves para que no se desperdiciara el

agua. Pensó y pensó. ¿Qué podía hacer? Los cuates y su hermana lo miraban atentos y en silencio. —Si se bañan sin paraguas y se tallan bien, les leo un cuento —ofreció, y añadió rápidamente—: o dos… Los niños intercambiaron miradas. Emilio avanzó: —Y un chocolate. —Y un chocolate —accedió Pedro. El baño fue un éxito. Por la coladera se fueron hilos de agua muy gris, súper gris, de un tono más subido que el color codo.

▪ Las explicaciones vinieron después. Los

niños estaban libres de manchas, había paraguas en la regadera, agua y mugre salpicadas por acá y allá, y todos hablaban al mismo tiempo. Las mamás tardaron un rato en entender qué había pasado y cómo había sucedido eso. Pedro estaba exhausto pero satisfecho. Decidió irse a la cama sin bañar; lo haría a la mañana siguiente. Con todo el relajo que se había armado, nadie se daría cuenta. Después de la cena, muy sigilosamente, Pedro se metió a su cama y se quedó profundamente dormido. Lo que le dijo Lola se le coló a los sueños: ¿los cuerpos podían hacer lo que querían? ¿Habría algo de cierto en eso? En sus primos, parecía que sí.

▪ Antes del desayuno, los cuates y su hermana ya habían

desorganizado varios cuartos. Se sentaron a desayunar acompañados de juguetes, peluches y hasta de Benito, que comió pan dulce y leche. Como todos los sábados, su mamá estaba de buen humor y los dejó subirse a los asientos y comer en lo que podríamos llamar un auténtico desorden. Pedro se cansaba de verlos agitarse y le dio susto pensar que en algún momento tendría que cuidarlos otra vez él solo. Se levantó y decidió bañarse. Sabía que irían al parque con su papá a jugar; después, tal vez al cine o a pasear por la ciudad. Así solían ser los paseos de fin de se- mana. Como él era el más grande, era mejor que se arreglara pronto y estuviera listo para salir cuando le dijeran. Entró al baño con un poco de sueño todavía, con ganas de echarse en la cama otro ratito a asimilar el desayuno. En vez de eso, se sacudió el pelo con una mano y entró a la regadera. Comenzó como siempre lo hacía. Pensó en los gemelos, lle- nos de manchas, y en las vergüenzas que habrían pasado con el médico si él no hubiera intervenido. Decidió bañarse con muchísimas ganas. Hizo espuma. Se talló. Vio que el agua escurría de distintos colores según las partes que él tallara… Ahora venían los pies: la parte más sucia de su cuerpo. Acercó el estropajo, lleno de jabón y mucha espuma, a su pie derecho.

Y de pronto sintió que perdía el equilibrio. Era su ▪ El pie se desplazó a gran velocidad. Como pie, se movía rapidísimo... ¡Huía del baño! ¡No se estaba pegado a la pantorrilla, y esta al resto quería bañar! Pedro apretó los labios: ¿Cómo era de la pierna, Pedro terminó de lado. El pie, eso posible? El pie estaba cochinísimo y parecía pues, no queria bañarse. sonreír. Muy bien: había que poner manos a la obra. Se sentó sobre los mosaicos tibios, dobló las piernas y talló el pie izquierdo, aferrándolo con una mano. Sintió feo, pero nada más. Volvió a espumar la esponja e hizo un segundo intento con el derecho. Im-po-si-ble. El pie derecho no quería bañarse. Quería estar sucio. Pedro pensó unos momentos. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Miró al techo. Silbó una tonada. Miró cómo un remolino de agua se iba por la coladera. Se quedó muy quieto unos instantes, casi sin respirar, para… ¡El pie huyó de nuevo! No había forma de engañarlo. El agua empezó a enfriarse. Su mamá llamó a la puerta varias veces. Valeria gritó. Los cuates también toca- ron la puerta y gritaron aún más. Pedro dijo que ya iba, que ya iba, que ya casi. Lo intentó de nuevo: atacó de prisa, con furia; tallaría rapidísimo, lo que se pudiera.

¿Partes de nuestro cuerpo pueden tomar decisiones por sí ▪ mismas? Si así es, ¿qué deciden? Pedro optó por no darle muchas vueltas al tema. Iban camino a un parque en el que había un lago para remar y una zona de juegos donde los gemelos y su hermana se colgarían como monos. Pero, por más que intentaba imaginar lo divertido que era subirse a una lancha, solo podía pensar en su pie. En la necedad de su pie, para ser más precisos, y en la posibilidad de que, de pronto, una de sus orejas decidiera no escuchar más, o su lengua no hablar. Prefirió quedarse sentado, quietecito, para prevenir percances. Al menos eso hizo un rato. Luego su papá lo invitó a jugar fut. Pedro se levantó de la banca en la que estaban. Serían su papá y él contra los cuates. Escogieron los columpios y unas piedras como porterías. Valeria, que colgaba como macaco de las barras, y su mamá decidieron no jugar. Cuando vio cómo corrían Lola y Emilio detrás del balón, Pedro pensó que ese partido era injusto. ¡Su papá apenas se movía, bufaba y estaba colorado! ¿Y qué clase de juego podía ser ese, con dos jugadores y dos porteros? ¿Cuál era el chiste? Los cuates se movían rapidísimo: uno dejaba la por- tería, corría, pateaba, regresaba; luego el otro hacía lo mismo, y así una y otra vez. Lola hacía quiebres con el balón como si lo tuviera pegado al calcetín y se acercó a Pedro a gran velocidad. Fue entonces cuando su pie derecho, sucio como estaba, se le adelantó y le robó el balón. De pronto abandonó la portería, corriendo

por el pasto, driblando con el balón, quitándose de encima a Lola con un “túnel”, luego a Emilio con un “sombrerito”, después a un arbusto —que quién sabe por qué se le atravesó—, a su papá y después a los tres juntos, que ya estaban preguntándole a gritos que qué le pasaba y lo seguían por todos lados. Entonces el pie tomó vuelo, soltó una patada tremenda y el balón se fue, se fue, se fue por los aires, asustó a un pájaro que volaba bajo y fue a dar entre las plantas junto al lago. Hubo un “¡Oh, no…!” a coro. Y listo: no habría más partido. Aunque jugaron a otras cosas, corrieron y platicaron, Pedro habría preferido seguir jugando futbol. Nunca encontraron el balón y la culpa la había tenido, ni para qué engañarse, su pie derecho, el que ahora sentía como con vida propia y se rehusaba a bañarse. Regresaron caminando despacio, venían cansados. Pedro estaba muy callado, mirando el piso. El pie le punzaba y le cosquilleaba y se hacía sentir muchísimo, como si estuviera creciendo dentro de su zapato. Había pasado casi una semana sin que el pie se dignara a bañarse. Pedro lo había intentado ya todo: una plática niño pie, frente a frente (aunque le quedaba la duda sobre el lugar preciso en el que se encuentra la frente de un pie), el regaño y la súplica. Incluso buscó una manera de darle un baño indirecto: se quitó el calcetín para que Benito lo lamiera, pero su perro no quiso participar. Así que nada funcionaba.

▪ ¿Qué hacer? El pie estaba convirtiéndose en algo

francamente terrible. De no haber sido su propio pie, habría supuesto que era una especie de monstruo. Es- taba muy mugroso. Guardaba entre los dedos pelusas de la alfombra y de los calcetines. Tenía una serie de manchas muy complicadas: por ejemplo, en una lo- graba verse una pagoda china toda hecha de mugre; en otra, era fácil adivinar el re- lajo armado por unas gallinas medio cluecas que no daban una; la última era una boca verde, con dientes cafés, abierta en una larga oquedad. Algo parecido a unas garras salía precisamente de donde iniciaban los dedos y parecía avanzar hacia el empeine. Además de esas manchas, la piel entera del pie tenía otro color, que no era otra cosa que el mal resultado de las rápidas talladas que le había propinado a eso con la toalla. Tuvo en algún momento la esperanza de que, con el agua escurrida y lo afelpado de la toalla, aquello se limpiaría, pero estaba equivocado. El resultado era algo que más bien parecía el pie de otra persona. Olía mal. Visto con atención, hasta otra forma tenía. A Pedro no le costaba trabajo imaginar a su pie con bigotes, dientes, cola y hasta lengua. O con escamas, agallas y ojos planos y vidriosos. Miró bien su pie, muy sucio, y sintió un escalofrío.

▪ La cosa era muy complicada porque ahora no había

▪ EL lunes le llegó de sopetón. A pesar de que su pie más solución que usar calcetines todo el tiempo, sin y él no habían llegado a un acuerdo, Pedro tenía falta. También debía ser precavido y no permitir que ir a clases y hacer las cosas que normalmente que nadie viera ese pie en tan lamentable estado. Eso, hacía. Llegó al colegio sintiendo que para por un lado. Lo más importante era que otras partes entonces la pantorrilla derecha estaba contagiada de su cuerpo no se contagiaran de la rebeldía del pie. de rebeldía y que en breve le tocaría a la rodilla: ¿Qué haría si algo así sucedía con la mano derecha, imaginar lo que vendría después le daba por ejemplo? No podría apuntar en su cuaderno lo que vértigo. Se sentó en su pupitre sin mayores le parecía interesante. ¡Quizás no podría tomar clases! problemas. Se propuso pensar en otra Además, ¿qué le garantizaba que su pie no intentara cosa porque, a fin de cuentas, el pie estaba comportándose de forma más o menos normal; es algo distinto, como no moverse junto con la pierna? ¿Y decir, no había en él más que mugre y esa si su nariz un día pensaba que prefería no respirar? necedad de no bañarse. Nada más. Seguía en su ¿Qué haría si sus ojos se negaban a ver? Tenía que lugar, seguía con todas sus partes puestas, en un tomar acción, y rápido. Pero nada se le ocurría. Nacalcetín, den- tro de un zapato. Caminaba (a veces da. La verdad es que dedicaba mucho tiempo a buscar adelante, a veces atrás, como era normal) y maneras de ocultar lo que le estaba pasando, así que lo acompañaba a todos lados. Le costó trabajo le era un poco difícil pensar muy en serio eso de, estar atento a sus lecciones. Eso era algo inusual como decía su papá, tomar al toro por los cuernos, es en él. La maestra lo notó distraído y le preguntó si decir, enfrentar la razón para la rebeldía de su pie. todo estaba bien. Pedro mintió y dijo que sí. ¡Si Cuando llegaba la hora de bañarse, estaba cansado hubiera dicho lo que le pasaba, nadie le hubiera de darle vueltas al asunto y, a esas alturas, ya ni creído! De eso tenía la certeza. Tomó una clase en siquiera hacía el intento de tallar el pie. Se iba de la que hablaron de ecosistemas y hubo una corridito con el resto del cuerpo, haciendo como que el discusión sobre las vacas. Pedro imaginó su pie pie no existía; incluso, un día había decidido no con pezuña. Tuvo otra clase en la que vieron bañarse y ni cuenta se había dado. los quebrados. Pedro pensó entonces en un

cuerpo quebrado pero no supo bien

cómo hacer las operaciones entre lo que sí obedecía como unidad dentro de su cuerpo y el pie necio. En una clase más, sus compañeros hicieron una composición sobre lo que habían hecho el fin de semana, mientras que lo único que él pudo hacer fue dibujar un pie muy grande que ocupó toda la página. Vamos a decir algunas cosas sobre Pedro que no hemos dicho hasta ahora. Una: Era un niño muy bien portado y muy callado. Dos: Era un niño con dos cosas favoritas: leer y jugar futbol. Para leer era muy bueno; para el futbol, no tanto.

Tres: Era un niño más alto que el resto de sus compañeros y más bien tímido. Por eso no le iba bien en el futbol. Si hubiera tenido examen ese lunes, habría reprobado, no solo porque estaba en la luna, sino porque llevaba días preocupado por su pie. Pero no hubo ningún examen. Más bien, llegó la hora del recreo, para gran alegría de niños y maestros. La escuela tenía un patio largo, muy largo. En él se jugaban varias cosas: quemados, carreras, resorte, matatenas y varios juegos de pelota. No siempre podían jugar futbol. Bueno, no siempre los dejaban. Había que llevarse a los más chiquitos para otro lado porque los pelotazos se ponían buenos. Los temores más grandes de Pedro se hicieron realidad cuando lo escogieron como portero. Sintió que su pie derecho le hacía cosquillas. Que las cosquillas subían por la pantorrilla y luego caminaban por su muslo y luego subían todavía más, hasta su barriga. Se le iban trepando sin parar desde el ombligo hasta el pecho, le vibraban un poco en la garganta y le bajaban rapidísimo por la pierna izquierda. Oh, no… Ahí venía de nuevo. El pie que no quería bañarse se hizo sentir otra vez. Estaba ahí, aunque a Pedro no le gustara, tomando sus propias decisiones.

▪ Todos se pusieron en sus respectivos lugares. Él

daba saltos en el suyo, ya sin saber si eran sus saltos o si su pie de plano estaba saltando solito y el resto del cuerpo lo acompañaba. Empezó el partido. El balón iba y venía. No había ningún asomo de que fueran a tirar hacia su portería. Sus compañeros estaban vueltos un nudo en medio del patio, discutiendo y haciéndose bolas. Por unos momentos, Pedro sintió gran tranquilidad porque pensó que, a fin de cuentas, su pie muy bien podía ser como él, es decir, no tener nada de ganas de enfrentarse solito a todos esos niños. Si su pie se parecía a Pedro, más bien se quedaría quietecito, sin ha- cerse notar. Pero apenas se le acercaron un poco sus compañeros, el pie comenzó nueva- mente una carrera loca robándole el balón a un defensa de su propio equipo. Ahora tenía que ser mucho más hábil, pues había un montón de niños de los que tenía que escurrirse con todo y balón. Niños de un lado y del otro, todos estirando la pierna para tocar la pelota, algunos ya francamente tirando patadas.

¡Resultó que el pie sabía cómo hacer las cosas! Se lució de principio a fin. Pasó por la derecha, luego gambeteó por la banda izquierda, jaló consigo a todo el cuerpo (que lo siguió sin chistar, ni modo que no) en los saltos que seguían la marcha del balón pero que libraban perfecto las piernas de los contrincantes. Para entonces, la escuela entera estaba concentrada en el partido; se habían parado las demás actividades y las miradas estaban puestas en un pie que dirigía la acción en el largo patio que funcionaba como cancha. Otros pies, muchos pies, querían hacerse del balón, barriéndose y corriendo a toda prisa y con muchas ganas detrás del de Pedro. Hubo un punto en que hasta los de su propio equipo trataron de quitarle el dominio: ¡todos querían ganarle! Cerca de su propia portería, después de varias vueltas a la cancha, el pie de Pedro se detuvo. Con él, todos los demás. Fueron tan solo unos segundos, pero bastaron para un cálculo veloz: hubo un giro, un pequeño ajuste y, sin que Pedro supiera muy bien cómo, su pie dio una patada certera en el lugar exacto. El balón voló por los aires, por encima de muchas cabezas, y fue a dar justo al ángulo de la portería contraria, en el gol más impresionante que esa escuela, esos alumnos y esos profesores hubieran visto jamás en vivo.

Por la tarde, agotado, mirando por la ventana, Pedro ▪ El cielo se nubló y unas cuantas gotas cayeron y pensó que, viéndolo bien, no estaba tan mal que su pie escurrieron por el vidrio. Pedro escogió dos que hiciera lo que hacía. Conjeturó que si otras partes de resbalaron frente a él de forma simultánea y apostó su cuerpo llegaban a rebelarse, tal vez era porque tenían a que la derecha llegaría primero al borde. Perdió poderes tan grandes como los de su pie. Podía resultar su propia apuesta. Había silencio en la casa; la que tenía una mano pastelera, un diente de sable, unos mamá y Valeria estaban poniendo orden en el dedos pianistas, un ojo de fotógrafo… En esas estaba cuarto de su hermana, que era un desastre total. Él cuando cayó en la cuenta de que si sus cavilaciones eran alcanzaba a escuchar la voz paciente de su mamá reales, tendría que pagar un precio por ellas: ¡estaría explicándole cosas a Valeria. Aunque no había siempre sucio! ¿Sería la mugre de su pie lo que lo había terminado la tarea —por agotamiento, se dijo— y convertido en un astro del fut? De ser así, tendría que pronto llegaría la hora del baño y de la cena, decidió permitir que esa especie de magia se apoderara de todo que no sería tan malo salir un ratito a la lluvia, la su cuerpo y vivir sucio, ni modo. No había más que hacer. primera de la temporada. Eso era bueno porque los Eso sí, entonces sería muy difícil para él tener una jardines olían bien con las primeras lluvias. Pensó vida más o menos normal, y seguramente su mamá no unos momentos antes de decidirse: ¿llevaría un estaría nada contenta con tener un niño siempre sucio paraguas? ¿Se pondría el impermeable? ¿Usaría por ahí en la casa. Y ni su papá ni ninguno de sus botas de goma? Se miró la ropa ligera que traía y familiares querría abrazarlo o estar con él. Sería luego se asomó otra vez por la ventana. El chipi complicado ver la tele en familia o ir al cine —ya no chipi era suave. A pesar del cielo nublado, hacía un digamos a la escuela— y se le iban a ir todas las poco de calor. Pedro salió como estaba. palabras para decirles que no a los gemelos cuando quisieran bañarse con paraguas o para regañar a su hermana si se portaba mal. Como no tenía ganas de hacer las cosas que normalmente hacía a esa hora, siguió mirando por la ventana.

▪ SI miraba al cielo con la cabeza bien echada para atrás,

podía ver cómo caían las gotas. Parecían un ejército muy ordenado, homogéneo y valiente. Las gotas brillaban un poco, era como ver caer estrellas. Pensó en flechas de apaches lanzadas todas al mismo tiempo. Pensó que el cielo se caía en pedazos muy pequeñitos. Cuando se dio cuenta, tenía la cara empapada. Su pelo escurría esos pedazos de cielo y estaba, como decía su abuela Pilar, ensopado: la playera, los pantalones, los zapatos y hasta los calcetines estaban mojados. Dio una vuelta por el jardín y se encontró con un balón viejo, no muy inflado, que se había perdido unas semanas atrás. Aunque todo él estaba mojado y ya empezaba a sentir un poquito de frío, decidió que estaba bien jugar un rato con la pelota. Un ratito, nada más. Comenzó lentamente, empujando un poco el balón. El pie que no quería bañarse estaba como adormilado, no muy interesado en lo que pasaba. Pedro quería repetir las hazañas del parque y el recreo, pero su pie parecía muy convencido de que no, ahora no. Era un pie verdaderamente terco. Para darle envidia, Pedro adelantó, como no queriendo la cosa, al pie izquierdo, que se mantenía higiénico y obediente, como el resto de su cuerpo. Poco a poco, el pie izquierdo se sintió más confiado.

▪ Pedro estaba orgulloso de él y decía en voz baja:

“Eso, eso, ¡así se hace!”. El pie pateaba un poco, llevaba el balón hacia atrás y hacia delante; Pedro le seguía la corriente e iban los dos, con el derecho a rastras. Nunca le habían enseñado trucos de futbol, pero eso no importaba porque los había visto en la tele, sabía lo que eran y cuáles eran los movimientos del cuerpo para hacerlos. Sintió que su pie hacía que el balón se deslizara por uno de sus costados, después por el otro; sintió que lo levantaba con la punta del zapato empapado y vio cómo caía sobre su rodilla para descender por la espinilla y volver a la punta. “¡Guau!”, dijo en voz muy alta, sorprendido por esos movimientos. El pie derecho entró al quite. Ahora los dos pies discutían y desplazaban a Pedro mientras el balón giraba entre ambos, ligeramente pateado, apenas acariciado por los zapatos.

▪ “Peeeeeeeeeedroooooooooooooooo,

Peeeeedroooo, Peeedrooo”, escuchó a lo lejos. El balón había atravesado el jardín a toda velocidad, yendo y viniendo rápidamente; había subido y bajado por el cuerpo de Pedro desde la punta de su cabeza hasta la punta de sus pies, que todo lo dominaban. No había parado de llover. Las luces de la casa ya estaban encendidas. ¿Qué hora sería? Había pasado el tiempo; él estaba muy cansado y el corazón le latía muy fuerte. Era hora de regresar.

▪ UN charco grande, de agua sucia, se formaba bajo

sus zapatos. Había trozos de pasto rebanado, lodo, hojas de bugambilia, y de sus suelas sobresalían unos remolinos que parecían líquenes o musgo y que, vistos de ladito, daban la impresión de tener dientes. Cuando lo vio, su mamá se llevó las manos a la boca, luego a las orejas, luego se tapó los ojos, luego otra vez se tapó la boca y finalmente lo miró atónita, sin palabras. Entonces Pedro se revisó. Sus pantalones estaban rasgados de las orillas. La playera tenía más mugre y colores de los que podían contarse. Aunque no alcanzaba a verse el pelo, podía sentirlo escurriendo y apelmazado. Sabía que su cuello, sus brazos, su pecho y espalda, sus manos… en fin, todo él era una pieza de lodo con agua, sudor, pasto y mugre.

▪ Sin palabras, su mamá apuntó hacia las escaleras con

un dedo enojado. Eso quería decir baño inmediato. Ella lo siguió y en la puerta le dijo: —¡Te tallas todo, pero todo muy bien, y te quedas bajo el agua hasta que entres en calor! ¡Y luego te secas completamente! Te traeré tu piyama para que no te en- fríes ni un poco, ¿entendido? Pedro inclinó la cabeza: entendía todo perfectamente. La luz del baño era intensa y pudo ver que estaba embetunado con un lodo que no recordaba, aunque solo podía venir del jardín. Sentía la ropa pegada al cuerpo, un poco tiesa. También sentía ganas de que nuevamente sus pies se movieran con libertad en contacto con un balón, como cuando esa tarde todo su cuerpo había pasado de una discusión con un solo pie, a una buena conversación (vamos a decirlo así: los pies tuvieron una amigable plática entre sí, de la que él era un feliz testigo). Abrió la regadera y se metió bajo el chorro caliente. Sintió un gran alivio al con- tacto con el agua, pero no puso mucha atención a lo que hacía. No podía dejar de pensar en sus pies, que habían logrado cosas que él no imaginaba, aunque siempre había querido hacerlas. Oyó que la puerta se abría.

▪ —¡Acá te dejo tu piyama!— gritó su mamá, como si él estuviera

lejísimos—. Ya no te tardes mucho —añadió—: No se ve nada, parece neblina —era cierto, el vapor de la regadera lo había impregnado todo. Cerró la llave del agua, sacudió muy bien la cabeza, agitándola como hacen los perros, y se envolvió en una toalla. Se secó lo mejor que pudo, tallándose con fuerza. Y apenas cuando comenzó a ponerse la piyama cayó en la cuenta: ¡se había bañado todo! Com-ple-ti-to. Su cuerpo estaba limpísimo… o más limpio de lo que recordaba haberlo visto en mucho tiempo. ¡El pie estaba limpio! Los dos pies estaban limpios. Y eran muy similares, casi idénticos (pero al revés). Pedro se sentó a contemplarse los pies descalzos; dobló la pierna y tomó el derecho entre las manos: era una extremidad normal, no tenía nada raro. Lo revisó por delante y por detrás, entre los dedos, las uñas (esas sí un poquitín sucias todavía), el talón y hasta el tobillo. Nada raro en el empeine, nada raro en el metatarso. Bajó el pie y subió el otro. Nada, todo perfecto. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible algo así? ¡Tan mal que se la había pasado con ese pie! ¡Y tan bien que se la había pasado con ese pie! Porque la inmundicia de jugar al fut se había quedado impregnada en ese pie durante días. Pero con ese mismo pie había conseguido maravillas jugando al fut (y no podía saber si seguían impregnadas en él ahora que estaba limpio). ¿Cómo saber qué le esperaba después?

▪ A la mañana siguiente se paró muy temprano

▪ Resignado, se secó entre los dedos

limpios con la toalla y se puso los calcetines. Miró sus pies con algo de desconfianza, se fue a cenar y a la cama. Aunque estaba muy cansado, peleaba contra el sueño. Algo dentro de sí le impedía soltarse. Dio vueltas y vueltas en la cama. Por su mente pasaban las imágenes de su pie convertido en un héroe: ¡un pie futbolista! Un pie feliz. Imaginó todos los juegos por venir, todo lo que su pie haría en la cancha, todos los balones que roza- ría, todas las patadas que daría. Poco a poco, se fue aquietando y se quedó dormido.

y, sin avisar, corrió a probar suerte en la regadera, para ver qué pasaba. Se duchó sin ningún problema y sorprendió ya bañado a su mamá, que seguía un poquito enojada por el lodazal del día anterior. Al llegar al colegio vio en el patio una pelota cualquiera, le dio un patadón de aquellos y la mandó a volar muy lejos. ¡El pie funcionaba perfectamente bien y es- taba limpio! Pedro se rascó la cabeza, un poco nervioso. ¿Qué había pasado? ¿Cómo sabía jugar tan bien futbol? ¿Y entonces de dónde surgía la necedad del pie? Uf. Tal vez, pensó, la mugre y los aciertos en el fut no estaban relacionados entre sí. O a lo mejor sí... ¿Pero cómo? Se preparó para un día de escuela común y corriente. Poco se imaginó que ese ▪ día —un martes— se enfrentaría a la mano

que no quería escribir nada.

Resignado, se secó entre los dedos limpios con la toalla y se puso los calcetines. Miró sus pies con algo de desconfianza, se fue a cenar y a la cama. Aunque estaba muy cansado, peleaba contra el sueño. Algo dentro de sí le impedía soltarse. Dio vueltas y vueltas en la cama. Por su mente pasaban las imágenes de su pie convertido en un héroe: ¡un pie futbolista! Un pie feliz. Imaginó todos los juegos por venir, todo lo que su pie haría en la cancha, todos los balones que roza- ría, todas las patadas que daría. Poco a poco, se fue aquietando y se quedó dormido. A la mañana siguiente se paró muy temprano y, sin avisar, corrió a probar suerte en la regadera, para ver qué pasaba. Se duchó sin ningún problema y sorprendió ya bañado a su mamá, que seguía un poquito enojada por el lodazal del día anterior. Al llegar al colegio vio en el patio una pelota cualquiera, le dio un patadón de aquellos y la mandó a volar muy lejos. ¡El pie funcionaba perfectamente bien y estaba limpio! Pedro se rascó la cabeza, un poco nervioso. ¿Qué había pasado? ¿Cómo sabía jugar tan bien futbol? ¿Y entonces de dónde surgía la necedad del pie? Uf. Tal vez, pensó, la mugre y los aciertos en el fut no estaban relacionados entre sí. O a lo mejor sí... ¿Pero cómo? Se preparó para un día de escuela común y corriente. Poco se imaginó que ese día —un martes— se enfrentaría a la mano que no quería escribir nada.
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