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Prólogo St. Petersburg, Florida, viernes, 19 de febrero, 1.00 a.m. Se quedó en la oscuridad, esperando. Con náuseas. Temblando, por amor de Dios. Había sido peor, mucho peor de lo que jamás había imaginado. Pero es que nunca imaginó que le quitaría la vida a otro hombre a sangre fría. Nunca imaginó que se sentaría allí y miraría como otro hombre jadeaba y se desgañitaba y rogaba clemencia. Pero lo había hecho. Lo había hecho. Alzó la cabeza cuando escuchó el crujido de la grava... acercándose, cada vez más fuerte. Una sombra apareció detrás de los árboles donde él esperaba. Grande, cerniéndose. Amenazante a la luz del día. Pero por la noche... Luchó contra el estremecimiento y cuadró los hombros ante lo que quedaba por hacer. Andrews se estaba acercando. – ¿Está hecho? –preguntó Andrews. vez.
Como si se hubiera atrevido a mostrar la cara si no lo estuviera. Asintió una – Está hecho. – ¿Estás seguro de que está muerto? – Comprobé su pulso –respondió amargamente–. Está muerto.
– ¿Y parece un accidente? Tragó saliva recordando como el joven había jadeado y arañado, mientras su rostro se volvía púrpura antes de que el gorgoteo finalizara. – Sí. Hice que pareciera como si accidentalmente hubiera ingerido uno de los productos químicos que había estado desarrollando. Fue en mitad de la noche y él estaba bebiendo café en el laboratorio. Finalmente encontrarán el químico en su taza. Lo considerarán contaminación accidental. Nadie sospechará. – Excelente. ¿Y el cuaderno? Alcanzó su maletín y sacó un cuaderno de tapa dura metido en una bolsa de plástico con cierre hermético. – Esto es en lo que estaba trabajando. Déjalo en la bolsa a menos que lleves guantes. Los ojos de Andrews se entrecerraron poco convencido y un borbotón de furia burbujeó para mezclarse con sus nauseas. Puso el libro en las carnosas manos de Andrews. – Tómalo, maldita sea –gruñó–. Esto es lo que querías. Esto es por lo que maté. Otra ola de náusea rodó y él la echó atrás. – ¿Lo reemplazaste por otro cuaderno? – Sí. –Estaba enojado, su corazón aún latía acelerado–. Nadie sospechará. Andrews deslizó el libro en su propio maletín. – Hasta que alguien más se acerque demasiado.
Su garganta se cerró ante la orden no expresada. – No. De ningún modo haré esto de nuevo. No. Andrews solo sonrió, sus dientes brillando en la oscuridad. – Por supuesto que lo harás. Antes solo te había tomado prestado. Ahora te poseo.
Capítulo Uno St. Petersburg, Florida, viernes, 19 de febrero, 7:45 a.m. En insensible silencio, Christopher Walker miraba al fotógrafo de la policía tomando fotografías del cuerpo de Darrell Roberts despatarrado en el suelo de prístinas baldosas blancas del laboratorio de desarrollo. La cara de Darrell estaba hinchada, descolorida. Sus ojos abiertos sin ver. Su boca torcida y abierta como si sus últimos momentos hubieran sido una lucha por respirar. Christopher sabía que nunca borraría esa imagen de su mente. – Esto no puede estar pasando –murmuró, deseando que fuera un sueño. Que pudiera despertarse y encontrar que nunca sucedió. Que Darrell Roberts estaba aún vivo y saludable. Pero no era un sueño. Darrell estaba muerto. Sintió una mano en su brazo y se giró para encontrar al oficial de la policía de la Universidad que había sido el primero en responder a su frenética llamada de ayuda. – Profesor, hay un detective de la policía de St. Petersburg aquí para hablar con usted. Los ojos de Christopher se encendieron ante el detective que estaba echándole una mirada evaluadora, entonces se volvió al policía de la Universidad. Pero aún podía sentir al detective mirándole. Le hacía sentir mal, con los hombros tensos, oprimidos, y frunció el ceño al policía de la Universidad, confuso. – Pensé que vosotros teníais jurisdicción aquí.
El policía de la Universidad intercambió una mirada de cautela con el detective de St. Petersburg. – Contactamos con la policía de St. Petersburg para investigar todas las muertes inexplicables relacionadas con la actividad del campus, profesor. Somos una fuerza pequeña con experiencia limitada en tales cosas. –Alzó una ceja y un hombro–. Pleitos. Christopher bajó la mirada al cuerpo de Darrell. Pleitos. Su estudiante, su amigo estaba muerto y la Universidad estaba preocupada por los pleitos. Apretó los dientes y se encontró con la firme mirada del detective. El hombre andaba por los cuarenta, su pelo oscuro encaneciendo en las sienes. Vestía una chaqueta y una corbata tensamente anudada. Sus ojos estaban entrecerrados y eran agudos. Suspicaces. Christopher luchó contra la urgencia de pasarse las húmedas palmas en los pantalones. Ridículo. No he hecho nada. Está tratando de ponerme nervioso. – Soy el detective Harris –dijo el hombre, y guió firmemente a Christopher a través de la puerta del laboratorio hacia la sala adjunta–. Siéntese, profesor. Christopher se sentó, los ojos vueltos hacia la puerta del laboratorio. Hacia Darrell. Tendido muerto en el suelo. Su piel fría. Sus miembros rígidos. Alguien había sujetado la puerta abierta con una pila de libros de texto y Christopher podía escuchar la conversación en el interior de la otra habitación. Alguien estaba preguntando si el fotógrafo había terminado y podían llevárselo ya. Llevárselo. A la morgue. Habían metido su cuerpo en una bolsa y le llevaban a la morgue. Porque estaba muerto. Darrel estaba muerto. – Tengo que llamar a su madre – murmuró Christopher. ¿Cómo podía contárselo a su madre? Qué su hijo nunca volvería a casa, que había muerto tan innecesariamente. Jamás podría imaginar su dolor, no podía imaginar cómo se sentiría si alguien le dijera que su preciosa hija, su Megan nunca
iba a volver a casa. Empezó a levantarse y el detective le empujó hacia abajo de nuevo. – Profesor, sé que éste es un mal momento, pero tengo que hacerle algunas preguntas. – Correcto. –Dio la espalda a la puerta, prestando toda su atención al detective–. Lo siento. Estoy teniendo problemas para unir mis pensamientos. – Eso es normal. ¿Puede hablarme de la víctima? Víctima. Las tripas de Christopher se revolvieron y él tragó saliva. – Su nombre es... era Darrell Roberts. Era estudiante de postgrado en mi departamento. –Era. Maldita sea. – ¿Es usted profesor de química? – Sí. Darrell estaba a unos seis meses de obtener su doctorado. – ¿Quién lo encontró? Christopher tragó de nuevo, la imagen del rostro de Darrell llenaba su mente. – Yo lo hice. Harris sacó un pequeño cuaderno de su bolsillo. – ¿Qué hora era? – Un poco antes de las siete. El lector de tarjetas puede darle la hora exacta. Harris alzó la mirada agudamente. – ¿El lector de tarjetas?
Christopher le mostró la foto identificadora que colgaba alrededor de su cuello. – Nadie puede entrar o salir del laboratorio sin una de estas. Es un área restringida. – ¿Por qué? – Estamos haciendo investigación con patrocinio federal y muchos de nuestros productos químicos son tóxicos. – ¿Cómo el cianuro? Christopher parpadeó. Había olido el revelador olor de almendras amargas cuando se había inclinado sobre el cuerpo de Darrell. – Sí. Tenemos cianuro aquí. Lo olí, detective. Se lo dije a los oficiales y a los forenses tan pronto como llegaron a la escena para que pudieran protegerse. Incluso pequeñas exposiciones al cianuro pueden ser nocivas. – Y nosotros apreciamos el aviso, profesor Walker –dijo Harris suavemente. – ¿Estaba normalmente solo Darrell en el laboratorio en mitad de la noche? – No. Me gusta que mis estudiantes de grado trabajen en parejas si van a estar aquí después de la hora. Se suponía que Tanya Meyer estaría aquí con él anoche. La llamé después de llamar al 911. Me dijo que se sintió mal anoche y Darrell la mandó a casa. Dijo que se fue a las nueve. Él estaba vivo entonces. Harris anotó el nombre de Tanya. – De acuerdo. ¿Parecía Darrell deprimido últimamente? El cerebro de Christopher se despertó súbitamente. Saltó sobre sus pies, furioso.
– ¡Eh! Espere un minuto. Esto fue un accidente. Un horrible accidente. Nunca cometería un suicidio. Harris asintió. – Estoy seguro de que usted tiene razón, pero yo tengo que hacer las preguntas, profesor. ¿Así que Darrell no parecía deprimido? – No. Tal vez estaba un poco cansado. Estaba trabajando duro en nuestro proyecto y trabajando a tiempo parcial de camarero. También tenía otras clases. Sé que salió un par de noches recientemente, pero eso es bastante corriente durante el curso. Eso es lo que hacen los estudiantes. Chris pudo oír la desesperación en su voz y se obligó a calmarse. A asentarse. – Iba a casarse este junio. Era... feliz. Susurró la última palabra, con la garganta súbitamente estrechándose. – Necesito el nombre de su prometida. – Laurie Gaynor. La encontrará en la Escuela Elemental de Edgewater. Es estudiante de educación superior haciendo sus prácticas. Ella va a estar... devastada. La voz del detective se ablandó un tanto. – Entonces, ¿tenían una relación estrecha entre ustedes? La fatiga golpeó a Christopher como un ladrillo y se hundió en la silla. – Le conozco desde hace siete años, incluso desde que era estudiante de primer año. Su padre murió cuando era estudiante de segundo grado. He sido como... un sustituto. Una combinación de hermano mayor, tío. Mentor. De
ninguna manera Darrell Roberts se habría quitado la vida. Su madre y sus hermanos pequeños dependían de él. –Chris pensó en la pobreza en la que vivía la familia de Darrell, se preguntó qué haría la familia Roberts ahora–. Mantenía a sus hermanos pequeños en el colegio, lejos de las drogas. Tan pronto como finalizara su grado planeaba comprarles una casa en un vecindario agradable, con buenas escuelas. – Entonces, ¿qué cree usted que sucedió, profesor? –preguntó Harris, amablemente ahora. Christopher cerró los ojos. – Hay una taza de café en la encimera junto a donde lo encontré. Tenemos una regla estricta, nada de comida o bebida en el laboratorio. El riesgo de ingestión accidental es demasiado alto. Ni siquiera permito botellas de agua. Darrell sabía esto y nunca supe que desobedeciera esta norma. Pero debe haber estado cansado. Trajo una taza de café para mantenerse despierto. Maldita sea. – La ira brotó, tanto por la pérdida como por lo innecesario de la misma–. Él lo sabía, –susurró ásperamente, y luchó por tragarse las lágrimas que le picaban los ojos. – Usted olió el cianuro. ¿Por qué Darrell no? Christopher se encogió de hombros. – No todos pueden olerlo. Cerca de un diez por ciento de la población no puede. Es genético, como ser capaz de enrollar la lengua. Darrell era una de esas personas. – Una última pregunta, profesor. ¿En qué están trabajando aquí? Detrás de él Christopher escuchó un chirrido de ruedas. Estaban metiendo la camilla en el laboratorio. Habían metido a Darrell en una bolsa de cadáveres y se lo llevaban. Abrazándose a sí mismo, mantuvo los ojos en el rostro de Harris, lejos de la puerta.
– Estamos trabajando con la USDA en la mejora de métodos para el análisis de tierra. Harris frunció el ceño. – ¿Análisis de tierra? – Por contaminantes. Dioxinas. –Christopher se frotó la frente–. También cianuro. – Así que ¿Darrell habría estado manejando cianuro como parte de su trabajo? – Sí. Hay una botella de cianuro potásico junto a su taza. Estaba haciendo controles, pruebas con niveles de contaminación conocidos para usar como test. – ¿Tiene algún registro de su trabajo, profesor? ¿Algo que pueda usar en mi informe para apoyar esto como un accidente? – Cada estudiante tiene un libro de notas. Conseguiré el de Darrell para usted. Se levantó pesadamente, justo cuando la camilla salía rodando del laboratorio, la bolsa sujeta con correas. Y maldición, no pudo alejar las lágrimas. No pudo detener las lágrimas que se deslizaban por su cara. – ¿Profesor? –presionó Harris gentilmente–. ¿El libro? Christopher apartó los ojos. – Lo traeré para usted. Se obligó a entrar en el laboratorio, más allá de las ahora vacías baldosas. Echó un vistazo al libro de notas de Darrell, abierto sobre la mesa, la familiar escritura atravesó como un cuchillo en su corazón. Maldición, ¿por qué no fuiste más cuidadoso?
– ¿Chris? ¿Chris, qué está pasando aquí? ¡Chris! – No puede entrar aquí señor. Ésta es la escena de un crimen. Señor. Christopher alzó la mirada para encontrar a Jerry Grayson peleando con el policía de la Universidad. Jerry era profesor de física y su amigo más cercano. Habían sido estudiantes juntos, colegas científicos que habían amado demasiado lo académico para dejarlo, así que habían venido aquí a enseñar. Jerry había estado con él a través de los momentos más críticos de su vida, altos y bajos. Padrino en su boda, padrino de su hija. Jerry había sido el apoyo principal de Christopher durante su divorcio. Y ahora esto. Ahora esto. – ¿Chris? – La pálida cara de Jerry hacía parecer su barba más negra–. Vi la ambulancia ahí delante. Están metiendo una bolsa de cadáveres dentro. Pensé... – tragó saliva, luchando por recuperar el control. Su voz se quebró–. Pensé que eras tú, que algo te había pasado. ¿Qué sucedió? Christopher recogió el libro de Darrell, consciente del detective Harris mirándoles a ambos. Ya no le importaba. – Darrell está muerto – dijo apagado. – Chris. –Jerry había dejado de luchar y el policía lo soltó–. Dios, lo siento. ¿Cómo sucedió? ¿Qué puedo hacer? Christopher buscó los ojos de Jerry, vio el inquebrantable apoyo de su amigo. – Tengo que decírselo a su madre. – Iré contigo.
– Gracias. ***
Cincinnati, Ohio, viernes 19 de febrero, 10:06 p.m. Emma Townsend permanecía de pie en la escalera mecánica del aeropuerto, la palma de su mano vibraba mientras agarraba la pesada barandilla de goma negra. Después de una semana de clases y un vuelo de seis horas desde Seattle debería estar dormida sobre sus pies, pero los latidos en su cabeza y el temor clavándose en su estómago le aseguraban que estaba verdaderamente despierta. Había como diez millones de sitios en la tierra en los que preferiría estar en este momento pero ahí estaba, en el aeropuerto de Cincinnati, accediendo al área de llegadas donde los seres queridos esperaban. Un mar de rostros ansiosos atisbaban sobre la verja de la terraza superior, algunos saludando, casi todos sonriendo. Como magnetizada, sus ojos fueron arrastrados al lugar donde Will siempre había esperado con una brillante sonrisa de bienvenida y una sencilla rosa roja. Un hombre de mediana edad estaba en el lugar de Will, sosteniendo un ramo de claveles rosas. Saludando a alguien más. Un agudo dolor pinchó su pecho. Esto es por lo que odio este aeropuerto, pensó. Esto es por lo que evité regresar durante tanto tiempo. Duele demasiado. Resueltamente apartó los ojos y se concentró en mantenerse en pie al final de la escalera, buscando al conductor que debería estar sosteniendo un cartel con su nombre. Divisó a la mujer vestida de negro rápidamente, su cartel limpiamente escrito. DRA. EMMA TOWNSEND.
Esa debo ser yo. Pensó Emma y se aproximó a la conductora con lo que esperaba fuera una sonrisa amistosa. No era culpa de la conductora que hubiera diez millones de lugares en los que preferiría estar. – Soy la Dra. Townsend, –dijo y tomó la mano de la conductora–. Tengo que recoger mi equipaje, y estaré lista para salir. La mujer asintió bruscamente. – Soy Linda Barnes. Fui contratada por su asistente para llevarla a Lexington esta noche. ¿Tuvo un buen vuelo desde Seattle? Emma asintió incluso aunque el vuelo había sido verdaderamente horroroso. Agitado y mareante. Trató de decirse a sí misma que fue el turbulento vuelo lo que puso las mariposas en su estómago, pero en lo más profundo lo sabía mejor. Era la perspectiva de enfrentarse a este aeropuerto, a esta ciudad y a todo lo que representaba. Sin embargo se iba a ir pronto. Solo estaba pasando por Cincinnati de camino a Lexington donde pasaría la semana siguiente dando clases en auditorios llenos de extraños. Había planeado volar a Lexington, pero Kate había llamado con un cambio de último minuto en el itinerario. El vuelo de Emma a Lexington había sido cancelado. El único otro vuelo era por Cincinnati. Kate contrataba todas las clases y viajes de Emma, manejaba los detalles personales y los asuntos privados de Emma. Pero Kate era mucho más que una asistente. Era la mejor amiga de Emma. También había sido amiga de Will, Kate sabía exactamente lo que volar a este aeropuerto significaría para Emma y se había disculpado profusamente, pero no había forma de evitarlo. Emma tenía una firma de libros en Lexington mañana a las dos de la tarde. Tenía que hacerlo desde la Costa Este o perdería el evento comprometido. Raines se aclaró la garganta. – Deberíamos estar en Lexington para las doce y media o así, si no tenemos que esperar demasiado por su equipaje. Señale sus bolsas cuando salgan y yo las llevaré a la limusina.
Emma se quedó lo suficientemente lejos de la cinta de equipajes para poder ver su gran maleta que contenía trajes para dos semanas mientras permanecía apartada de la multitud. Se había vuelto muy buena en eso, en permanecer apartada de la multitud incluso mientras estaba entre ellos. Alguien se aclaró la garganta detrás de Emma y ella se giró para encontrarse con una mujer de mirada tímida de unos sesenta y tantos detrás de ella con las mejillas rojas y un libro en la mano. Un rostro familiar miraba fijamente desde la contraportada del libro, el de Emma. Forzó una sonrisa y la mujer se la devolvió. – Dra. Townsend, siento molestarla –dijo la mujer suavemente, su voz apenas audible sobre el rugido de diez cintas de equipajes y las conversaciones de cincuenta veces esa tanta gente–. Solo quería que supiera cuanto disfruté su libro. Lo traje conmigo para leer en el avión. –Titubeó, bajando los ojos–. Su libro me ayudó mucho. Perdí a mi hijo recientemente y, bueno... –la mujer dejó pasar la idea con una mueca tímida–. Supongo que escucha esto todo el tiempo. Emma lo hacía, en cada ciudad que visitaba, en cada sala en la que había dado una charla durante el pasado año. Bocados, había conectado al instante con el público, pegando fuerte y permaneciendo en la lista de los más vendidos durante más de seis semanas. Bocados discutía los modos de romper el duelo y la pérdida en trozos manejables, sugería formas prácticas de superar cada día después de la pérdida de alguien querido. El libro era el producto de ocho años de conducir grupos de terapia para el comportamiento. Había sido el trabajo de la vida de Emma. Ahora... era su vida. – No está sola. –dijo Emma tranquilamente–. ¿Ha encontrado un grupo de apoyo? La mujer afirmó con la cabeza. – Sí, sí. Y ayuda. Mi hijo... era todo lo que me quedaba.
Tragó saliva y Emma se encontró haciendo lo mismo. Se encontró mirando por el rabillo del ojo al hombre de mediana edad con los claveles rosas que había estado de pie en el lugar de Will. Ahora estaba de pie junto a la cinta de equipajes con el brazo sobre los hombros de una regordeta mujer de mediana edad que sujetaba los claveles rosas cariñosamente en una mano. Estaban hablando animadamente con grandes sonrisas y algún ocasional abrazo. La presión en el pecho de Emma se incrementó y arrastró los ojos de vuelta a la mujer que sujetaba el libro. La mujer dudó, entonces soltó: – Leí que perdió a su esposo recientemente. Lo siento mucho. La sonrisa de Emma era ahora quebradiza, su corazón golpeando en el pecho. No era recientemente. Había pasado un año. Un año sin él. Un año sola. No era el primer lector que había expresado condolencias, pero escucharlo aquí... el aire parecía súbitamente escaso, imposible de respirar. Necesito salir de aquí. Quería darse la vuelta, huir lejos de este maldito aeropuerto y todos los recuerdos que sacaba a la luz. Quería decir a la mujer con el libro que se metiera en sus malditos asuntos. En su lugar, tomó aliento y se obligó a decir: – Gracias. – Al menos sabe cómo superar el dolor. Usted pensaría eso, pensó Emma. – Sí –mintió. Le había ido bien también en eso el último año. En mentir, no en superar el dolor. La mujer dudó de nuevo, entonces sacó el libro. – ¿Le importaría firmarlo?
Al menos esto era algo concreto que podía hacer, pensó Emma, alcanzando un bolígrafo. – En absoluto, ¿cuál es su nombre, señora? – Alice. – Para Alice, –dijo Emma en voz alta mientras escribía–. “Muerde lo que puedas masticar, día a día”. La hipocresía del mensaje había dejado de pinchar después de varios cientos de firmas. Ahora solo dejaba un pesado dolor en la boca del estómago. Firmó y devolvió el libro a Alice. – Cuídese y quédese con el grupo de apoyo. Ellos la ayudarán a superarlo. Ahora si me perdona, acabo de volar desde Seattle y estoy muy cansada. Creo que veo mi equipaje saliendo por la cinta. Alice abrazó el libro contra su pecho y la dio un pequeño saludo. – Gracias. Emma estaba aliviada al ver que su equipaje venía de verdad por la cinta. Arrastró la gran bolsa desde la cinta y saltó cuando se la quitaron de la mano. Linda Raines. Su chofer. Emma casi se había olvidado de ella. – Yo cogeré eso, Dra. Townsend. Sígame. La limusina está esperando fuera. Emma la siguió y fue urgida a entrar en el asiento trasero de la limusina negra con cristales tintados. Podía ver vagamente que otra mujer se sentaba en el asiento del copiloto de delante, con el perfil oculto por el sombrero negro que llevaba.
– Mi compañera –le explicó Linda–. Por la noche no conducimos solas. Ella ha estado conduciendo todo el día, así que probablemente está dormida. Emma se deslizó en el espacioso asiento con un suspiro. – Estoy segura de que yo también lo estaré tan pronto como empecemos a circular. Tenía los ojos cerrados antes de que Linda cerrara la puerta y apenas sintió el golpe del maletero mientras su bolsa era guardada. Entonces salieron. Lejos del temido aeropuerto, lejos de la ciudad donde ella y Will habían vivido durante los doce años de su matrimonio. Lejos del hogar que habían construido juntos, reído y amado juntos. El lugar en el que no había puesto un pie en casi seis meses. Siempre tenía una buena razón para evitar Cincinnati. Una clase de última hora, una reunión con psicólogos asociados en cualquier ciudad en la que estuviera, una reunión con su editor en Nueva York. Volaba desde el JFK con suficiente frecuencia para finalmente haber alquilado un pequeño apartamento amueblado en Nueva York, solo para tener un lugar donde quedarse, donde almacenar sus trajes. Era allí donde iba siempre que no había podido hacer planes para el fin de semana. Era allí donde Kate reenviaba su correo, algunas veces trayéndolo en persona para así poder ir de visita. De compras. Pasear por las calles de Manhattan. Era allí donde Emma se escondía. Deberías ir a casa, decía la molesta voz dentro de su cabeza. Lo haré cuando tenga un hueco en el horario. Pero sabía que estaba contratada todo junio. Así que iré a casa en julio. Llamaré a Kate mañana y la pediré que lo prepare. Esta noche, voy a Lexington donde firmaré libros y daré charlas hasta la próxima semana cuando iré a Baton Rouge. Después a St. Louis, después a Houston. Y así.
Abrió los ojos, miró las señales de la autopista extendidas a lo largo de la interestatal. Entonces se enderezó mientras la limusina pasaba la salida de Lexington, siguiendo al norte en su lugar. Su corazón empezó a latir fuerte. Se estaban alejando de Lexington. Camino equivocado. Nunca comprobé la identidad de Raines, pensó. Debería haber comprobado su identidad. Golpeó el cristal que separaba los asientos delanteros de los traseros. – Perdón –dijo en voz alta–. Se pasó la salida. Hola. –Golpeó el cristal de nuevo–. Se pasó la salida a Lexington. Linda Raines bajó la ventanilla. – Usted no va a Lexington, Dra. Townsend. El corazón de Emma se detuvo. Se lamió los labios, obligándose a respirar. Deslizó la mano en el bolsillo de su abrigo y abrió el teléfono, preparada para marcar el 911. – Entonces, ¿dónde voy? La compañera de Raines se giró en su asiento, quitándose la gorra. Emma sólo pudo parpadear, devolviendo su corazón a su ritmo normal mientras la irritación crecía. – Kate. Su asistente. Su mejor amiga. – ¿Qué demonios está pasando? ¿Dónde vamos?
Las cejas de Kate se elevaron. – Vas a casa, Emma. Ya has huido suficiente. – Pero... –barbotó Emma–. ¿Qué hay de Lexington? ¿Las firmas, las charlas? – Reprogramé Lexington. También Baton Rouge, San Louis y Houston. Te vas a tomar un descanso, Emma. Y vas a tratar con esa casa y todo lo que hay en ella.
Capítulo Dos St. Pete, lunes, 22 de febrero, 8:15 a.m. Alguien había situado una silla vacía en un extremo del semicírculo. Sentado al borde de su escritorio, Christopher tragó saliva mientras miraba fijamente la silla vacía, entonces obligó a sus ojos a encontrar los apenados ojos de sus estudiantes graduados. Tanya estaba llorando, en silencio. Nate parecía estar tratando duramente de no hacerlo. Ian sólo parecía enfadado. Christopher sabía cómo se sentían. Durante tres días habían estado oscilando entre la rabia y la pena. No había podido dormir más de una hora, viendo los ojos sin vida de Darrell cada vez que cerraba sus propios ojos. Durante tres días había sido acosado por la prensa, pidiendo un comentario, pero ni siquiera eso era tan malo como la reacción de sus jefes. Había sido convocado por la administración de la Universidad, por el amor de Dios. Le habían llamado al despacho del Rector el viernes por la tarde, todos los rostros tensos por la preocupación. Por ellos mismos. – No diga nada que nos haga responsables –le había avisado el abogado de la Universidad, y había necesitado cada gramo de la fuerza que poseía para mantener su furia contenida y prometer su “cooperación en el asunto”. No les preocupaba que uno de sus estudiantes hubiera muerto, sólo que la Universidad no fuera responsabilizada. Pero sus estudiantes no necesitaban su rabia justo ahora. Necesitaban que estuviera calmado y fuerte, así podrían empezar a tratar con ello y seguir adelante.
– No sé cómo empezar –dijo Christopher. Esta era la primera vez que habían estado juntos desde la muerte de Darrel, tres días antes–. Aún recuerdo a Darrell cuando era un novato. Hace siete años. –Una comisura de su boca se alzó en una triste media sonrisa–. Era un chico escuálido y enjuto llevando una mochila que parecía más pesada que él. Me dijo que su madre había cogido dos trabajos fregando suelos para ayudarle a comprar los libros de su mochila y que algún día se lo pagaría. –A Christopher le picaban los ojos mientras recordaba ese primer día, el fuego en los oscuros ojos de Darrell, la determinación del chico para triunfar–. Le pregunté lo que quería hacer con su vida–. El recuerdo brilló y una sonrisa real curvó sus labios–. Dijo que quería mi trabajo. Esto le ganó una trémula sonrisa de Tanya y una triste risa de Nate. Ian estaba inamovible, aún enfadado. – Le vi crecer desde ese chico escuálido y enjuto al hombre que conocíais. ¡Estaba tan orgulloso de él! –Christopher suspiró, odiando lo que venía a continuación–. Pero Darrell fue descuidado el jueves por la noche, lo cual era impropio de él. Tenemos que hablar sobre esto, incluso aunque sé que será difícil. – No era un maldito descuidado –escupió Ian, con el acento más espeso de lo habitual–. Darrell era más cuidadoso que todos nosotros juntos. Ian y Darrell habían sido amigos íntimos. Aceptar la muerte de Darrell sería duro bajo cualquier circunstancia, pero saber que su muerte había sido evitable tenía que ser particularmente difícil de soportar para Ian. Christopher se inclinó hacia adelante y apretó el brazo de Ian. – Normalmente, estaría de acuerdo contigo. Pero vi la taza de café con mis propios ojos, Ian. Ian retiró su brazo. – Tiene que haber otra explicación, eso es todo.
– Ian. –Nate negó con la cabeza–. Déjalo, hombre. – Darrell estaba cansado, Ian –murmuró pesadamente Tanya–. Había estado trasnochando toda la semana anterior. Supongo que sólo necesitaba la cafeína para permanecer despierto. – Habría bebido en la sala, no en el jodido laboratorio. –Ian saltó sobre sus pies, paseó hasta la ventana donde miró hacia afuera, al patio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se volvió, sus ojos llameaban–. No creeré que fue descuidado. Christopher se alejó lentamente del borde de su mesa y buscó los turbulentos ojos de Ian con cuidado deliberado. – Y yo no creeré que Darrell Roberts se quitó la vida –dijo serenamente–. Tuve que decirle a su madre que estaba muerto, Ian. Tragó saliva, recordando la angustiada sorpresa en los ojos de Ivonne Roberts, el apenado sonido ahogado de sus sollozos cuando la horrible verdad caló en ella. Él la abrazó, la dejó llorar. Lloró con ella. Después se sentó a su lado mientras contaba a los cuatro hermanos menores de Darrell las devastadoras noticias. El hermano mayor al que idolatraban, había cometido un error que le había costado la vida. Nunca iba a volver a casa. – Fue una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer. –Ahora tenía la atención de Ian. Los ojos del joven se entrecerraron mientras escuchaba–. No puedo siquiera imaginar el decirle a su madre que se hizo esto a sí mismo. Él no lo haría. Sé que no lo haría. – El detective me preguntó si Darrell había estado deprimido. –La voz de Tanya estaba ronca después de un fin de semana de lágrimas–. Estaba tan enfadada. Le dije lo que podía hacer con su pregunta. – Cabrear a la policía no va a resolver nada –dijo Nate racionalmente, si bien sin firmeza.
La calma de Nate era sorprendente, pensó Christopher. Nate tenía fama de ser un cabeza caliente, de guiarse por sus tripas. Darrell siempre había sido la voz de la razón entre los estudiantes. Quizás Nate reconocía eso y estaba tratando de llenar el vacío. – En realidad no estaba cabreado. Todos se volvieron inmediatamente hacia la puerta de la oficina de Christopher donde estaba el detective Harris, con ojos agudos y calculadores. Un escalofrío bajó por la espalda de Christopher mientras buscaba la fría mirada de Harris. – Detective Harris. ¿Qué puedo hacer por usted? – Necesito hablar con usted. Christopher alzó una ceja. Su corazón estaba latiendo fuerte y de algún modo supo que no le gustaría lo que venía. – ¿Sólo conmigo, detective, o con todos nosotros? Los ojos de Harris cayeron sobre la silla vacía. – Con todos ustedes, creo. –Entró en la oficina de Christopher y se sentó en la esquina de la mesa–. Recibí alguna información interesante esta mañana de mi laboratorio –dijo, mirando cada una de las caras–. El forense dice que la concentración de cianuro en el estómago del señor Roberts era cuatro veces mayor que la concentración de cianuro en su taza de café. Ahora bien, yo no soy químico, pero eso no me parece correcto. Profesor Walker, ¿qué opina? Atónito, Christopher sólo pudo mirarle fijamente. – ¿Qué?
– Mi forense dice que los números debieron haber estado cambiados. Que la concentración en la taza debería haber sido más alta. Que el veneno en el café debía haber estado diluido en su estómago. Nate negó con la cabeza. Fuerte. – Imposible. Eso tiene que ser un error. Tiene que serlo. – Mi forense lo pensó también. Así que volvió a hacer los análisis. Dos veces más. Hizo que un colega hiciera lo mismo. Los números fueron consistentes en cada análisis. Tanya estaba pálida. – Su equipo... tal vez tiene que ser calibrado. Harris la estudió con una mirada tranquila. – Es un laboratorio criminal de la policía, señorita Meyer –dijo secamente y Christopher tuvo la impresión de que mientras Tanya no le había cabreado antes, lo había hecho ahora–. Nuestro equipo es tan sofisticado como el de ustedes. Christopher se pasó las manos por la cara, con el estómago revuelto una vez más con lo que el detective había dejado sin decir. – Espere. ¿Está diciendo que no fue un accidente? ¿Qué Darrell se hizo esto a sí mismo? Eso es hoy tan imposible de creer como lo era el viernes. Darrell Roberts nunca se habría quitado la vida. Harris sólo le miró. – Estoy de acuerdo, profesor. Por un momento, Christopher sólo pudo devolverle la mirada. Entonces la comprensión le golpeó y pudo sentir su cara vaciándose de color.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Está diciendo que alguna otra persona le hizo esto? Eso es... Se dejó caer en la silla tras la mesa. Buscó en la cara de sus estudiantes. Los tres parecían tan enfermos como él se sentía. La cara de Harris no cambió, ni un músculo se movió. ella.
– Encontramos las huellas de Darrell en la taza, pero ni un rastro de su ADN en – Tal vez la limpió. –El murmullo de Tanya fue suave. La sonrisa de Harris fue sardónica.
– No había rastro de ADN en el café que quedó, tampoco. Tampoco encontramos ni rastro de una pajita cerca de su cuerpo, así que no lo intente. ¿Qué concluye de esto, profesor? Christopher buscó la mirada de Harris firmemente. Se obligó a permanecer calmado ante la acusación implícita. Es una técnica policial, pensó. Pero yo no tengo nada que ocultar. – Tendría que decir que el cianuro fue introducido por dos fuentes diferentes, detective. Pero mientras parece desechar una ingestión accidental, no prueba definitivamente juego sucio. – Habla como un abogado –observó Harris–. No como un químico. – Veo la televisión, –replicó Christopher, después reafirmó la mandíbula–. Mire Harris, aún no puedo creer que Darrell se suicidara, pero si alguien le mató, esa persona tendría que tener acceso a este laboratorio. Y eso somos nosotros. Así que si esa es la dirección en la que va, solo dígalo. Harris ni parpadeó.
– Muy bien. Entonces ¿dónde estaba usted entre las diez del jueves por la noche y la una de la madrugada del viernes, profesor? Nate se cubrió la cara con las manos. – Esto no está pasando –susurró. Christopher dejó salir un controlado aliento. Ordenó a su corazón que se tranquilizara. – Estaba en casa con mi hija, Megan. Ella se fue a la cama a las diez y media. Yo llamé a mi madre a las once y media. Imagino que podrá comprobar mis registros telefónicos para confirmar esto. – Un poco tarde para llamar a su madre, ¿no es cierto? – Vive en California. Allí solo eran las ocho y media. Harris asintió, sacó su libreta y anotó todo. – Muy bien. ¿Algún modo de probar donde estaba usted entre medianoche y la una? – No. Estoy divorciado, así que no tengo una esposa que verifique mi coartada. –Y Mona no lo haría si hubiera estado allí, pensó Christopher severamente–. Hice alguna búsqueda en la biblioteca online de la Universidad entre las doce y la una. Los registros del servidor deberían verificarlo. Harris se volvió a Tanya. – ¿Y usted, señorita Meyer? Tanya estaba pálida y temblando.
– Estaba en casa enferma. Mi tía puede decírselo. – ¿Su tía estuvo despierta toda la noche? – Ella entró una vez, cuando yo estaba vomitando en el baño. No sé exactamente qué hora era, pero era antes de la una. – Muy bien, ¿señor Bass? Nate se sacudió ligeramente. – Estuve con mi novia. Toda la noche –dijo significativamente–. Puede preguntárselo usted mismo. Mire, hombre, no tengo coche y los autobuses no funcionan tan tarde. – Relájese, señor Bass. Sólo estoy haciendo preguntas. –Se volvió a Ian–. Señor Delenn. Entiendo que está aquí con visa de estudiante desde el Reino Unido. ¿De dónde es usted exactamente? Ian apretó los puños a los lados. – Soy de Glasgow, ¿pero qué tiene que ver mi visa de estudiante con nada? Harris se encogió de hombros. – Entonces, ¿dónde estuvo usted esa noche, señor Delenn? Ian frunció los labios. – En casa solo. Sin novia, ni hija, ni madre a la que llamar a larga distancia, así que nadie puede confirmar mi coartada. –Las últimas palabras fueron musitadas entre dientes. Harris asintió de modo benigno, como si ni siquiera notara el enfado de Ian.
– Gracias a todos. Profesor, ¿quien más tiene una de esas tarjetas de acceso que todos llevan alrededor del cuello? Christopher sacudió la cabeza. – Sólo nosotros. Y mi jefe, el doctor Stossel. Es el jefe del departamento. Pero está fuera del país en un simposio. – ¿Con quién puedo contactar para un registro de uso de las tarjetas de esa puerta? – Pruebe en el departamento de informática –respondió Christopher pesadamente–. Ellos son quienes vienen cuando se estropea y no podemos entrar. Harris se levantó. – Gracias. Por favor permanezcan disponibles en caso de que tenga otras preguntas. – En otras palabras –dijo Ian entre dientes – no abandonen la ciudad. Christopher le lanzó una mirada de calma. – Cállate, Ian. No estás ayudando. Detective, ¿cuándo podremos trabajar de nuevo en el laboratorio? La puerta aún tiene cinta amarilla. – Cuando hayamos terminado la investigación. Christopher alzó la mano para evitar que Ian hiciera lo que probablemente sería otro comentario antagónico. – Detective. Tenemos un contrato con el Departamento de Agricultura del Gobierno. Entiendo que necesitan mantener su escenario protegido, pero tenemos que avisar a nuestro patrocinador en caso que nos retrasemos con nuestra feche límite.
Harris frunció el ceño. – Debería estar para finales de la semana. –Se dirigió a la puerta. – Gracias. Y ¿detective? –Christopher esperó hasta que Harris se dio la vuelta. – ¿Cuándo devolverán el cuerpo de Darrell? Prometí a su madre que me encargaría de los arreglos del entierro. Algo brilló en los ojos de Harris. Compasión controlada. – El forense firmó los papeles esta mañana. El cuerpo debería ser devuelto antes del anochecer. Conozco la salida. Christopher suspiró. – Parece que nos tomaremos un descanso, chicos. Poneros al día con las otras clases. Dormid un poco. Bajad a la playa y brocearos un poco. Pero no habléis con la prensa. Por favor. Esto es suficientemente malo sin que nosotros contribuyamos más a ello. Tanya y Nate se fueron. Ian se quedó y Christopher esperó pacientemente a lo que el joven tuviera que decir. – Profesor, algo ha estado molestándome. Por mi parte, no me sorprende que el detective piense que Darrell fue asesinado. Sé que era demasiado cuidadoso para tener un accidente como ese y la idea de que cometiera suicidio es malditamente absurda. Estaba pensando... ¿recuerda el mes pasado cuando tuvimos ese allanamiento? Un agudo dolor arqueó el cuello de Christopher mientras sus músculos se tensaban.
– Si, lo recuerdo. –Tres de sus cromatógrafos de gases habían sido destruidos, y con ello incontables muestras que habían sido concienzudamente preparadas–. No hemos recuperado esos datos. – Profesor, esas muestras eran de Darrell. Que los dos incidentes puedan estar conectados es algo que no podemos ignorar. El dolor en su cuello se agudizó. – Demonios. Se lo haré saber a Harris. ***
Cincinnati, lunes 22 de febrero, 10:30 a.m. – ¿Descanso para un chocolate caliente? Emma alzó la mirada de una caja de viejos libros de escuela de Will para ver una bandeja subiendo por el agujero del suelo del ático, las manos de Kate la sostenían con firmeza. Gateando sobre el suelo, Emma agarró la bandeja y la dejó allí. – Eres demasiado alta para estar aquí. – Dicho por una persona baja. Kate subió el resto del camino y se sentó encorvada con las piernas cruzadas, mirando a su alrededor con interés. – Tu ático parece más grande que el mío.
– Porque el mío no está tan lleno de trastos como el tuyo –dijo Emma y tomó una taza de cacao negro de la bandeja–. Esto está bueno. – Gracias. –Kate la estudió sobre el borde de su taza–. ¿Estás bien? – He sobrevivido al trauma de ser secuestrada, –replicó Emma con sequedad. – No lo habría hecho si no hubiera estado desesperada. No venías a casa cuando te lo pedía. Y nunca estuviste en peligro ni por un minuto. –Ella sonrió–. Pero ¿no estuvo Linda maravillosa? Nunca sospechaste nada. – No, no lo hice. Y si alguna vez vuelves a hacer algo como esto, voy a llamar a la policía. – Espero no tener que hacerlo – dijo Kate intencionadamente, entonces se puso seria–. Entonces, ¿cómo estás, Em? Emma apartó la mirada. – Estoy bien. Los días pasados han sido duros, repasando sus cosas. Miró de nuevo el preocupado rostro de Kate y forzó sus labios en una triste sonrisa. – Nunca habría creído que la ropa de un hombre pudiera retener su aroma durante más de un año. Pero lo hacía. Emma no había sabido cuanto podía romperse un corazón hasta que sacó uno de los jerséis de Will de un cajón y... le olió. Había aguantado las lágrimas hasta el momento, pero oler su amaderada colonia era de algún modo peor que todo lo demás. Entonces la presa se había roto y el jersey de Will se había convertido en un paño de lágrimas. Kate había corrido a su lado y la había abrazado durante el torrente de lágrimas y cuando la
inundación hubo pasado, Kate presionó un paño caliente contra su cara y metió una aspirina por su garganta para suprimir el dolor de cabeza resultante. Pero el dolor de cabeza se había ido hace tiempo, en su lugar había una... paz, un alivio que ella había visto hacía tanto tiempo en los clientes a los que había aconsejado a lo largo de los años cuando ellos también habían llegado a enfrentarse con su pérdida, con tener que reencontrar su lugar en el mundo sin esa persona especial. Kate agarró su mano y la apretó fuerte. – Pero necesitabas hacerlo, Emma. No podía quedarme mirando cómo te escondías por más tiempo. Esta es tu casa. Necesitas vivir aquí, no en hoteles o en Nueva York. Necesitabas llorar tu pena. – He estado pensando en eso –dijo Emma pensativamente, fijando su mirada más allá de la ventana del ático donde los copos de nieve caían silenciosamente–. Sé que piensas que no había llorado a Will porque no volví a casa. –Se encogió de hombros–. Yo tampoco pensaba que lo hubiera hecho. Pero lo hice, a mi manera. Cada vez que me iba a la cama sola en un hotel, le echaba de menos. Cada vez que salía su programa favorito de TV o escuchaba una de sus canciones favoritas en la radio, le extrañaba. Pero cada día era un poco más fácil. Con el tiempo dejé de buscarle por la noche. Dejé de oírle decir mi nombre entre la multitud. El viernes por la noche fue la primera vez que dormí en nuestra cama desde que murió. Y... –tomó aliento–. Lo extrañé. Pero no fue tan duro como pensé que sería. Los ojos de Kate brillaban. – Lo siento, Em. – Yo también. –Suspiró y arrastró hacia atrás la caja de libros que había estado catalogando–. Encontré los recortes de periódico, por cierto. Muy lista, al ocultarlos con la bolsa de M&M que trajiste contigo.
Kate se mordió el labio. – Medio esperaba que los encontraras y medio esperaba que no lo hicieras. No sabía si seguías con la caja. Emma miró fijamente la caja de libros, controlando el súbito aumento del alivio y la rabia impotente. – Revisé el Post online cada día desde donde quiera que estuviera. Y el detective me llamó cuando empezó el juicio. –El juicio del chico de diecinueve años que había entrado en una tienda de 24 horas con un arma cargada y cambiado su vida para siempre–. Estaba preparada para regresar si necesitaban que testificara, pero el vídeo de la tienda dio a la policía toda la evidencia que necesitaban. La policía fue verdaderamente maravillosa. Me enviaron por fax una carta cuando yo estaba en Los Ángeles el año pasado. Era de la madre del pequeño al que Will hizo a un lado. –Will había salvado al niño, poniéndose a sí mismo en el camino de la bala del ladrón en su lugar. La voz de Emma se suavizó, temblorosa–. La madre estaba... muy agradecida. – Ella testificó –dijo Kate tranquilamente–. La madre, quiero decir. Fue un testigo muy convincente. Tuvo al jurado llorando cuando contó como Will salvó a su pequeño. Emma parpadeó. – ¿Fuiste al juicio? – Cada maldito día. Supuse que era lo menos que podía hacer por ti. A Emma le picaban los ojos. – Oh, Kate.
– Lo celebré cuando sentenciaron al bastardo de por vida sin posibilidad de remisión, –dijo Kate enérgicamente–. Nunca tocará a nadie más. – Lo cual es justicia, pero poco consuelo. –Emma sacó los libros de Will de la caja, necesitando cambiar de tema antes de empezar a llorar de nuevo–. Me pregunto cuando pagarían por estos en las tiendas de libros usados. Los ojos de Kate se entrecerraron, pero siguió con el cambio de tema. – No mucho. Mejor deberías donarlos a la biblioteca o al Ejército de Salvación junto con su ropa. –Se movió rápidamente a otro montón de cajas–. ¿Qué es todo esto? Emma ladeó la cabeza. – Ni idea. Ábrelo y mira. Kate abrió las solapas de la caja y rio en voz alta. – Mira esto. Son tus viejos anuarios del instituto. Éste es de 1989. Emma gruñó. – Mi primer año. – ¿Cuál era tu nombre de soltera? – Kate, por favor... Oh, demonios. Me molestarás hasta que te lo diga. Era Wilson. Kate pasó páginas y dejó salir otra risa. – Mírate. Tus gafas son más grandes que toda tu cara. Aquí, mira.
– No quiero. –Emma se estremeció–. Lo recuerdo vivamente. Era una empollona. – No lo eras. Eras preciosa. ¿Qué es esto? –Kate agitó una hoja de papel doblada. Emma echó una mirada desde otra caja de libros de Will. – No tengo idea. Léelo. – ¡Oh, mi Dios! – murmuró Kate–. ¡Oh Dios, oh Dios! Emma, nunca me lo dijiste. – Decirte, ¿qué? – Que tuviste un tórrido romance en el instituto. Los ojos de Emma se abrieron como platos. – Porque no lo hice. Will fue el primer hombre con el que tuve una cita y no le conocí hasta la facultad. ¿Qué es eso? – Cayó de tu anuario. –Kate movió las cejas–. Empieza con “Emma, querida mía” y acaba con “Todo mi amor, Christopher”. Emma bajó cuidadosamente el libro que había sacado de la caja. – ¿Perdón? ¿Dijiste Christopher? – Ciertamente. “Emma, my love”. –Kate alzó la mirada, abriendo y cerrando los ojos–. Eso significa “querida mía”. – Hice seis años de español en el instituto, así que se lo que “querida mía” significa – dijo Emma impaciente–. ¿Qué más dice?
– “He estado sentado junto a ti durante dos años y sólo ahora tengo el coraje para contarte lo que hay en mi corazón. Anoche bailamos y por primera vez mis sueños se hicieron realidad”. Emma cerró los ojos, recordando a Christopher Walker y ese único baile. – Fue nuestro baile de promoción y habíamos ido juntos. Como amigos. Kate murmuró. – Ah–hah… – Es cierto. Eso es lo que pensé al principio. Pero esa noche me pidió bailar y... yo me lo pregunté. –Emma también se mordió el labio inferior–. Nuestros asientos siempre estaban uno junto al otro, ya que nuestros apellidos empezaban con W. Él rompió con su novia la semana anterior al baile y yo nunca había tenido novio, así que decidimos ir juntos. Kate palmeó su foto del anuario. – Es guapo con todos esos rizos castaños. Bonitos ojos, también. Algo flaco, sin embargo. – Medía uno ochenta y era todo brazos y piernas –dijo Emma afectuosamente, entonces hizo una pausa y frunció el ceño–. Bueno, ¿hay más o se detuvo ahí? Kate parpadeó. – ¿Quieres decir que realmente nunca habías visto esta carta? Santo Moisés. De acuerdo. Aquí está el resto: “Cuando te sostenía en mis brazos me permití esperar que podrías sentirte de mismo modo. Sé que no siempre nos hemos mirado con los mismos ojos, pero si te lo permites, podrías encontrar que tenemos más en común de lo que piensas”. –Kate bajó el papel dramáticamente–. Pero hay más. “Creo que podríamos tener algo especial. Amo tu mente y tu
corazón. Pero por encima de todo lo demás atesoro tu amistad. No he dicho nada antes de ahora porque me aterraba perderte. Si amigos es todo lo que quieres que seamos, entonces tendrá que ser suficiente. Si no dices nada, sabré que quieres que sólo seamos amigos. Pero si quieres más, estaré esperando. Con todo mi amor, Christopher”. –Kate resopló–. ¡Oh Dios, oh Dios! Emma se llevó la mano al corazón, sintiéndolo latir fuerte. – ¡Oh, Kate! nunca le dije una palabra. Debo haberle herido mucho. ¿Cómo pude perder esta carta? – Cayó de entre dos páginas que estaban pegadas. Emma, parece que te golpeé. – Debería ser golpeada. Kate, rompí su corazón. – Estoy segura de que para ahora se ha recuperado – dijo Kate con ironía–. Fue hace diecisiete años. Emma negó con la cabeza, con sus pensamientos girando. – No lo entiendes Kate. Me senté junto a él en clase de español el año siguiente. Nunca dije una palabra y después de unas semanas, dejó la clase. Dijo que quería formar una banda. Tocar el trombón de entre todas las cosas. Debe haber estado loco por mí. – Eso fue hace toda una vida. No puedes cambiar esto. Emma frunció el ceño, recogió el viejo anuario de Will. – Esto fue hace otra vida, Kate. Esto es lo que no puedo cambiar. No puedo traer a Will de vuelta. Pero puedo cambiar como se siente Christopher. Como me recuerda a mí y a sí mismo. No puedo dejar que piense que fue rechazado hace todos esos años, o peor, que fui demasiado cruel para reconocer sus sentimientos. Demonios, pensé que sentí una chispa cuando bailábamos esa única vez, pero era
tan inexperta, no sabía cómo perseguirlo. Y cuando dejó español, pensé que fue porque bailé demasiado cerca esa noche. Estuve obsesionada por ello durante semanas. – ¿Tu? ¿Obsesionada por algo? No me digas. – Esto es en serio, Kate. Tengo que hacer algo sobre esto. Kate parecía preocupada. – ¿Cómo qué? ¿Encontrarle? – Tal vez. –Emma se enderezó–. Tal vez lo haga. Kate también se enderezó y se golpeó la cabeza con el techo del ático. – Mala idea, Em – dijo frotándose la cabeza–. De verdad, de verdad mala idea. Tal vez esté casado. No quieres entrometerte en su matrimonio. Las viejas llamas vuelven locas a las esposas actuales. Confía en mí. – Entonces contrataré a un detective privado para averiguarlo. Si está casado, lo dejaré en paz. Si no lo está, haré que el detective le pida que me llame. Si lo hace, genial. Si no... bueno, la decisión estará en sus manos esta vez. – Em, es tu pena la que habla. No hagas esto. – Tal vez es mi pena. Todo lo que sé es que siento algo además de soledad por primera vez en un año. Por suerte o por desgracia, lo que siento es vergüenza. Rompí su corazón adolescente y ni siquiera lo supe. Mira, Kate, ¿qué daño podría hacer que un investigador privado hurgue por ahí? Dios sabe que puedo afrontarlo. Entre el seguro de vida de Will y los derechos de Bocados, tengo más dinero del que nunca podré necesitar. Kate suspiró.
– Si está casado, te alejarás. Promételo, Em. Emma alzó tres dedos. – Prometido, palabra de scout. ***
St. Peterborough, lunes, 22 de febrero, 2:40 p.m. El detective Wes Harris colgó el teléfono con ceño pensativo. – ¿Y bien? – Su capitán se apoyó en el borde de la mesa de Harris–. Walker debe tener algo importante que decirte. Ha dejado cinco mensajes desde las nueve de la mañana. – Me dijo que habían sufrido un allanamiento el mes pasado. Algunas muestras que fueron destruidas pertenecían a Roberts. Aparentemente la estudiante, Tanya Meyer, había extraviado su identificación. Así es como los vándalos entraron en el laboratorio. – ¿Coincidencia? –preguntó el capitán Thomas. Harris se encogió de hombros. – Tal vez. Improbable. – ¿Y Walker? ¿Qué hay de él? – Tiene una coartada sólida. Además las tripas me dicen que no lo hizo. Yo estaba allí cuando habló con la madre. Lloró con ella y si eso no fue genuino, el
profesor merece un Oscar. De sus estudiantes no estoy tan seguro. Por otro lado, habrían sabido como no fastidiar las concentraciones de cianuro del estómago y la copa. Pero entonces podrían haber cometido un error a propósito pensando que los alejaría de la sospecha. Los vigilaré. – ¿Alguna cámara en los alrededores? Harris suspiró. – Sí, pero alguien las apagó. Estoy mirando eso, también. He conseguido que alguien del laboratorio compruebe el cuaderno de notas del chico. A mí todo me parecía griego, pero ellos podrán leerlo. Todas las coartadas están comprobadas, aunque la novia de Nate Bass sonaba un poco demasiado ensayada. Conseguí el registro del lector de tarjetas. Nadie además de Darrell Roberts entró o salió del laboratorio entre la hora en que Tanya Mayer salió y Walker Darrell apareció. A quien quiera que entrara, Roberts le abrió la puerta y le dejó entrar. El capitán Thomas se puso en pie. – Averigua quien más juega aquí. Comprueba a la familia del chico, a sus amigos fuera de la universidad. Consigue algunos sospechosos para la pizarra, Wes.
Capítulo Tres St. Petersborough, martes, 24 de febrero, 5:30 p.m. – Papi –La voz de Megan sobresalió sobre las tranquilas notas de Bach. La música seria encajaba con su humor–. El teléfono es para ti. Christopher abrió un ojo y miró a su hija de pie en la puerta de su estudio, aún vistiendo el vestido negro que había llevado al funeral de Darrell. Era una buena chica, pensó, con orgullo mezclado con la tristeza que no le había dado un momento de paz en una semana. Había estado a su lado hoy, con su mano en la de él, incluso aunque a los trece había empezado alejarse de tales demostraciones públicas de afecto. – ¿Puedes tomar el mensaje, cariño? Sus rizos castaños se balancearon mientras negaba con la cabeza. – Es ese detective privado de nuevo. Ha llamado cuatro veces desde ayer por la tarde. Tal vez deberías hablar con él, así lo dejará. Christopher dejó su cómoda silla con un suspiro de extrema irritación. –¿Él, de nuevo? Lo cogeré aquí. Apagó el estéreo y recogió el teléfono de su mesa encendiendo el timbre. Lo había apagado para tener algo de paz y tranquilidad, pero parecía que tampoco así iba a encontrarla.
– Soy Christopher Walker –dijo bruscamente. – Doctor Walker, mi nombre es Richard Snowden. – Y es investigador privado – respondió Christopher con impaciencia, quitándose la corbata–. Ha llamado cinco veces, agobiado a mi hija, a mi equipo y a la secretaria de mi jefe. Eso le habían dicho hoy, en el funeral de Darrell. – No agobié a la secretaria de su jefe o a su equipo, doctor Walker – dijo Snowden suavemente–. Meramente les pregunté si en su biografía aparecían su casa o su instituto. La sospecha le picó en la nuca. – ¿Puede decir que es lo que quiere, señor? Porque realmente no es un buen momento. – Lo siento, doctor Walker. Entiendo que se imponen las condolencias. Siento la pérdida de su estudiante. – Gracias –dijo tensamente Christopher. Este tipo sabía lo de Darrel. La prensa había estado por todas partes, en el exterior de su oficina, su gimnasio, incluso de la iglesia durante el funeral, buscando información sobre la investigación, lo que hasta ahora no había conseguido ninguna pista sobre la muerte de Darrell. Durante dos días Christopher había estado mirando por encima de su hombro, esperando que el detective Harris saltara desde detrás de una palmera y le arrestara y tenía los nervios de punta. – Mire, si es un periodista, puede irse...
– No soy periodista, doctor Walker. Seré breve. He sido contratado por uno de sus compañeros de instituto para localizarle. Christopher casi rió. – ¿Instituto? –Después de los oscuros sucesos del día, la idea de ver a antiguos compañeros parecía sorprendentemente ridícula–. Está bromeando. – No, señor, lo digo muy en serio. La doctora Townsend ha estado muy ansiosa por hablar con usted. Christopher frunció el ceño. – Usted debe tener al Walker equivocado, señor Snowden, porque no recuerdo a nadie llamado Townsend en mi clase. – Ella era Wilson entonces, Emma Wilson. Fue como si hubiera sido golpeado en las tripas por una almádena. Christopher sintió la respiración dejar su pecho en un doloroso jadeo y se sentó en la silla detrás de la mesa, con las rodillas como gelatina. – ¿Emma Wilson? ¿La Emma Wilson que había sido la dueña de todos sus sueños y fantasías adolescentes? ¿La Emma Wilson que había reído y discutido e iluminado cada día de su existencia en el instituto hasta que un día había tenido el valor de inmortalizar sus sentimientos en una carta muy mal asesorado? ¿La Emma Wilson que le había dicho que no sentía por él lo mismo que él había sentido por ella? Sin palabras por supuesto. Ella había ignorado la carta, actuado como si nunca hubiera existido. Como tú le dijiste, pensó. Pero aún así... había sido lo más dramático de su vida. Hasta Mona, claro. Comparada con Mona, Emma había sido una mera aficionada en el departamento del dolor. – ¿Dijo Emma Wilson?
– Así es. –¿Qué quiere? –Su corazón latía ahora más fuerte. – Quiere hablar con usted. Cara a cara si es posible. La idea de ver a Emma de nuevo le hizo la boca agua. Soy patético, pensó. Peor que los malditos perros de Pavlov. Pero era la reacción que había tenido cada vez que Emma Wilson había entrado en una habitación, uno cincuenta y cinco toda curvas. Había babeado por Emma en el instituto lo suficiente para llenar una maldita piscina. – ¿Dónde está ahora? – La doctora Townsend vive en Cincinnati, pero dice que está más que dispuesta a encontrarse con usted en St. Petersborough. No quiere importunarle, sólo hablar con usted. ¿Doctora Townsend? Se preguntaba qué clase de doctora era, médica o Ph.D. En cualquier caso estaba orgulloso de ella. Buena chica, Em. – ¿Por qué no me llama ella misma? – No quería ponerle en esa tesitura. Y ella no quería crear ningún problema si usted estaba casado. Christopher tragó saliva. Fuerte. – No lo estoy. – Lo sé. No se me permitía contactar con usted hasta que yo me asegurara de eso. ¿Qué debería decirle a la doctora Townsend? ¿Estaría dispuesto a encontrarse con ella? Sí. Sí. Sí. Christopher contuvo el aliento, se obligó a tranquilizarse.
– Aún no estoy seguro. ¿Está casada? – Es viuda. Hola. Una sacudida le atravesó, seguida rápidamente por vergüenza. Su marido estaba muerto. Esa no era una razón para celebrar. – ¿Por qué quiere hablar conmigo? ¿Ahora, después de todo este tiempo? No importa idiota. Sólo di que sí. – Eso no lo dijo. ¿Bien? ¿Qué debería decirle? – ¿Dónde y cuándo estaba pensando? – Ella pensó que usted podría elegir un restaurante. Diga una hora y un lugar y ella volará para encontrarse con usted. – ¿Sólo así? ¿Ella va a saltar a un avión sin más? – Doctor Walker, ¿quiere reunirse con la doctora Townsend o no? Christopher suspiró. Por supuesto. – Dígale que se reúna conmigo en el Crabby Bill’s de la playa de St. Petersborough. Es un restaurante bien conocido, así que no debería tener ningún problema para encontrarlo. – Crabby Bill’s. ¿Qué día y a qué hora, doctor Walker? – ¿El sábado por la noche? ¿A las siete?
– Se lo diré. Se encontrará con usted allí. Era... surrealista, pensó Christopher mientras colgaba el teléfono. Y el momento... por un lado no podía haber sido mejor. Por otro, no podía haber sido peor. – ¿Papi? –Se giró para encontrarse a Megan frunciendo el ceño–. ¿Está todo bien? – Todo está bien, cariño. No tenía nada que ver con Darrell o el problema en la facultad. Fue incapaz de hablarle a su hija de la visita de Emma Wilson. Había permanecido solo a propósito desde su divorcio. Había sido muy difícil para Megan, y no había querido contribuir al trastorno en la vida de su hija con un desfile de novias. Así que su vida amorosa había permanecido insatisfecha durante tres años. Así como su vida sexual. Pero Emma venía. Apretó los dientes contra el súbito brote de necesidad. No seas tonto. Iban a cenar. Iban a hablar. Y ella volvería a Cincinatti, con su curiosidad calmada. Y él seguiría como un padre soltero, lo que, de todos modos, era su prioridad más importante. Puso el brazo sobre los hombros de Megan y olisqueó. – ¿Qué huele tan bien? ¿Hiciste la cena? – Si lo hubiera hecho yo no olería tan bien. Tío Jerry trajo un cubo de KFC. Vamos, papá, siéntate y come. Cómo padrino de Megan, Jerry había sido ‘tío’ desde que ella había aprendido a hablar. ¡Qué gran ayuda había sido planeando el funeral! Darrell había sido uno de los estudiantes de física de Jerry así que le había conocido aunque no tan bien como Christopher. Que Jerry trajera comida era un gesto considerado típicamente suyo.
– Eso fue amable por su parte. Vamos antes de que se lo coma todo. Encontró a Jerry de pie ante la ventana de la cocina, mirando el canal que fluía más allá del patio trasero de Christopher de camino a la bahía de Tampa. – ¿Jerry? Jerry se giró, con un muslo de pollo en la mano. La tristeza en sus ojos desapareció mientras forzaba una sonrisa en su beneficio. – Traje veinte piezas. También podréis comer mañana. Christopher movió el cubo a la mesa mientras Megan sacaba platos y vasos. – Siéntate, Jerry. Pareces tan cansado como me siento yo. Jerry se sentó con un suspiro. – ¿Cómo está la madre de Darrell? – Como se podría esperar. Algunas personas de su iglesia trajeron cacerolas y pasteles, así los chicos no tendrán hambre, pero sin el salario de Darrell... No sé lo que van a hacer. Entonces en un momento que supo que siempre recordaría, su hija se mordió el labio inferior, entonces se encogió de hombros. – Tengo un poco de dinero ahorrado, papi, casi cuatrocientos dólares. Dáselo a la señora Roberts. Christopher aún sentado, tensó los labios contra la súbita emoción y orgullo que jamás había sentido. – Estabas ahorrando ese dinero para un coche, Megan.
– No podré conducir durante al menos tres años. Eso me da tiempo para ahorrar más. Jerry se aclaró la garganta, con los ojos húmedos. – ¿Quién dice que los adolescentes de América son egoístas? Chris, tengo algo de dinero ahorrado. Puedes tener eso, también. – Tal vez podamos hacer una recogida de fondos –dijo Megan, con la excitación elevando su voz por primera vez en días–. Todos los estudiantes pueden ayudar. Tanya e Ian y Nate. Y podemos llamar a los estudiantes que se graduaron el año pasado y el año anterior. Sé que querrán ayudar. – Tengo un amigo en la TV de la Universidad –dijo Jerry–. Puede ayudarte a hacer correr la voz. Megan sonrió satisfecha. – Eso es genial. Podemos hacer un lavado de coches y una rifa. Christopher se sentó hacia atrás y escuchó su plan, pero el lavado de coches y la rifa empezaron a avanzar juntos y su mente empezó a divagar. Al sábado por la noche. Iba a venir Emma. ***
St. Petersborough, jueves, 25 de febrero, 2:00 a.m. – Lo jodiste. Él cerró los ojos con el estómago revuelto.
– Lo sé. Ahora le mataría. Tal vez sería lo mejor. Nunca podría vivir con lo que había hecho. – Dijiste que creerían que fue un accidente. – Pensé que lo harían. – No me mientas. Se puso rígido cuando una cuerda fue enrollada alrededor de su garganta. Después se aflojó, quedando apoyada sobre sus hombros, provocándole. – Si vas a matarme, hazlo ya, por amor de Dios. La cuerda se tensó, dejándolo justo el espacio suficiente para que tomara un trabajoso aliento. – Te mataré cuándo y si yo estoy preparado. Ahora quiero información. Hay un investigador privado haciendo preguntas sobre Walker. ¿Por qué? – No lo sé. La cuerda se tensó y cedió como reflejo y trató de alejarla de su garganta, trató de liberar siquiera un milímetro para tomar aliento. – ¡Lo juro! – La cuerda se aflojó y tomó un jadeante aliento–. Maldición. – Averigua por qué. Por ahora todas las pistas conducen a ti. Si te cogen, caerás. Y si por un momento consideras revelar la naturaleza de nuestra relación...–la cuerda se tensó y después se aflojó de nuevo– esta cuerda viene en todos los tamaños.
El temor heló su corazón. – ¿Qué se supone que significa eso? – Creo que mantendrás la boca cerrada, porque eres listo. Si no lo haces, verás a la gente por la que te preocupas morir de una en una. Esto no es un juego. Vamos en serio. No nos cogerán, no importa lo que suceda. ¿Entiendes? Él asintió, temblando tan fuerte que apenas podía permanecer de pie. La cuerda se separó de su garganta, dejándole un rojo arañazo en la piel. Se dejó caer sobre las manos y las rodillas y oyó crujir la grava mientras los pasos se alejaban. Entonces, como el perro cobarde que era, vomitó.
Capítulo Cuatro Playa de St. Petersborough, sábado, 27 de febrero, 6:45 p.m. Emma se estremeció. Había sido un día hermoso, con una calidez bienvenida después de la nieve de Cincinnati. Pero el aire se enfriaba rápidamente mientras observaba la puesta de sol desde la amplia terraza exterior del Crabby Bill´s bar. Sacó la chaqueta que iba con el vestido sobre el que había vacilado durante horas. ¿Estaba demasiado vestida? No quería parecer demasiado vestida. No quería que se le ocurriera la idea de que había venido a retomarlo con él después de su oferta de hace diecisiete años. ¿Era demasiado casual? Tampoco quería que eso, no quería que pensara que esta disculpa era algo que sólo hacía porque no tenía nada mejor que hacer. Emma tomó aliento y lo dejó salir con una risa. Ya estaba obsesionándose como siempre. Probablemente él vendría con unos pantalones caqui y un polo como todos los demás aquí. Cenarían relajadamente, se humillaría con una disculpa, entonces volvería a Cincinnati, con la conciencia aplacada. Él regresaría a la vida que se había construido aquí. Estaba divorciado, con una hija. Eso es todo lo que sabía. Eso era todo lo que había permitido que el investigador le contara. – ¿Emma? –dijo una voz que reconocería incluso si viviera cien años. Era él. Volviéndose lentamente, tuvo su primer vistazo de él y se alegró de haberse puesto el vestido, porque estaba de pie junto a ella con un traje oscuro y una llamativamente brillante corbata naranja con palmeras verdes. Apoyó la espalda en la barandilla de la terraza para enfrentarse a él, para leer la expresión en su cara, rogando que no fuera de hostilidad o desdén. Alzó la mirada más arriba hasta que se centró en esos ojos azules que recordaba tan bien. Cuando él era
joven, sus ojos habían brillado de enojo, se habían arrugado con humor, o abierto de sorpresa cuando había aprendido algo nuevo. Ahora, pequeñas patas de gallo marcaban sus esquinas, pero el color era el mismo vibrante azul. Se miraron el uno al otro, entonces las patas de gallo se convirtieron en arrugas mientras las comisuras de su boca se alzaban en bienvenida. – Pareces la misma –dijo y ella puso los ojos en blanco. – No es cierto. –Ella le estudió tanto como se atrevió sin darle una idea equivocada–. Tampoco tú lo pareces. Tus rizos han desaparecido. Él pasó su gran mano sobre su corto cabello oscuro conscientemente. – Los rizos les quedan mejor a los chicos. –Se acercó unos pasos y tomó un mechón de su cabello entre el pulgar y el índice–. Tú eres mucho más rubia –dijo provocativamente, con su boca aún inclinada en esa pequeña sonrisa y el aire pareció súbitamente más escaso. Ella se obligó a reír. – Sin productos químicos incluso la vida sería imposible –dijo citando a su antigua profesora de química, entonces tomó un sorprendido aliento cuando él sonrió. Como muchacho había sido lindo, larguirucho. Torpe. Como hombre adulto ya no era larguirucho, sino lleno, musculoso. Muy atractivo. Pero cuando sonreía... su corazón comenzó de nuevo, con un menos que firme latido. Señor, esa sonrisa era potente. O quizás eran las olas y las palmeras y los faroles meciéndose con la suave brisa del golfo. O quizás es sólo el patético deseo de una mujer solitaria. Tal vez Kate tenía razón y no debía haber venido. Recobrándose, ella se tocó sus sienes–. Tú mismo has adquirido nuevos colores. Él levantó amplio hombro. – El cabello gris es distinguido en los hombres. – Lo cual es descaradamente injusto.
Su risa fue profunda y rica. Era su turno de inspeccionar y él lo hizo con una cuidadosa precisión que hizo tambalear su pulso de nuevo. – Tus gafas han desaparecido. – Lentes de contacto –dijo ella con una mueca–. Aún soy ciega como un murciélago sin ellas. Él inclinó la cabeza a un lado. – Y eres más alta. – Tacones, lo siento. Él estuvo callado un momento, entonces sus hombros se acomodaron como si hubiera estado manteniéndolos rígidos. – Es bueno verte de nuevo, Emma. – Es... –se aclaró la garganta–. También es bueno verte. – Pensé que podíamos encontrarnos aquí porque es fácil de encontrar, pero estás vestida para algo más formal, creo. Ella le sonrió. – Como tú. ¿Pero es buena la comida? – El mejor plato de marisco de la playa. – ¿Y Bill es realmente gruñón? Él sonrió de nuevo y su corazón atronó.
– No. La última vez que estuve aquí era el cincuenta aniversario de alguna pareja y él invitó a todo el mundo a cerveza. – Eso es un apoyo impresionante – rió Emma–. Aquí estamos, Christopher. Aquí estamos. No vengo por la comida o por el ambiente, en cualquier caso. Él se puso serio. – ¿Por qué viniste, Emma? ¿Y por qué el detective? Emma se puso seria también. – Cojamos un asiento y tomemos una bebida, algo. Puede que necesite una. Y con eso comenzó a bajar las escaleras desde el bar hasta el restaurante, dejándolo mirándola. Al balanceo de su rubio cabello que le sentaba tan bien. A la parte trasera del vestido negro que llevaba, el cual le sentaba mejor. Solía adorar mirar a Emma esperando su turno en la pizarra en el instituto, la forma en que su redondo trasero se movía mientras conjugaba verbos españoles. Sólo había mejorado con la edad. Se reunió con ella y ninguno de los dos dijo una palabra mientras la camarera les encontraba mesa y tomaba nota de sus bebidas. Ella no estaba mirándole ahora, sus ojos estaban centrados en el menú. Él aprovechó la ocasión para estudiarla como realmente quería. Era más curvilínea de lo que había sido en el instituto. A pesar de ello, el impacto en su cuerpo había sido exactamente el mismo. Una mirada a esos grandes ojos marrones y esos grandes pechos redondos y se había puesto duro como una piedra. Su rostro era el mismo, no importaba lo que ella hubiera dicho. Ni una sola arruga estropeaba la piel que a menudo había soñado con acariciar. Aún lo hacía. La camarera regresó con dos heladas jarras de cerveza. – ¿Preparados para pedir? Emma alzó la mirada hacia ella con una sonrisa.
– Oí que tienen el mejor plato de marisco de la playa. – Lo tenemos. – Eso es lo que tomaré entonces. Christopher entregó su menú a la camarera. – Que sean dos. –Cuando la camarera se hubo ido, se aferró a su coraje y sobre la mesa apretó la mano de Emma–. Ahora, estamos sentados y tienes una bebida. Cuéntame, Emma. Ella tomó una profunda inspiración y resopló, haciendo volar su flequillo. – Me casé en la facultad –dijo, apartando la mirada. Él sintió unos instantáneos y punzantes celos por el afortunado hombre. – Lo sé. – Su nombre era Will Townsend. Era un buen hombre. Uno de los mejores que he conocido. –Tragó saliva y se mordió los labios, aún mirando hacia otro lado–. Hace poco más de un año estaba en Nueva York de negocios y recibí una llamada de teléfono. Will había sido disparado en el atraco a una tienda de veinticuatro horas a unos tres kilómetros de donde vivíamos en Cincinnati. Murió en la mesa de operaciones. Antes de que yo pudiera llegar a casa. Él aún sostenía su mano y la apretó de nuevo. Amablemente. – Lo siento mucho, Emma. – Gracias. En cualquier caso fui terriblemente necia y cobarde y evité mi casa. Mi trabajo requería que viajara, pero viajé mucho más de lo necesario. Sólo no podía ir a casa y afrontar sus cosas. Pero para acortar una larga historia, el pasado
fin de semana lo hice. Estaba en el ático empacando sus libros para darlos a la caridad cuando mi amiga encontró mi viejo anuario. –De su bolso sacó una sencilla hoja de papel doblado y su corazón empezó a galopar en su pecho–. Esto cayó. –Le miró, buscando finalmente sus ojos, los suyos llenos de honesta angustia–. Nunca lo vi, Christopher. Nunca lo supe. Lo siento mucho. Él tomó el papel. Cuidadosamente lo desdobló. Releyó las palabras sobre las que se había atormentado hacía tantos años, mil ideas luchando por centrarse en su mente. Nunca lo había leído. Le estaba diciendo la amarga verdad, de eso no había duda. No le había rechazado, desechándolo como si no fuera nada. Nunca lo había leído. Pero ¿qué podría haber sucedido si lo hubiera hecho? Ella se aclaró la garganta y él alzó la mirada, buscando sus ojos una vez más. – Cuando vi la carta... Supe que tenía que hacer lo correcto. Mi mejor amiga estaba conmigo en ese momento y me hizo prometer que me aseguraría de que no estabas casado o comprometido o algo, porque una vieja amiga, incluso una platónica, podría causar estragos en una relación. Por eso contraté a un detective. Quería asegurarme de que tú supieras la verdad de un modo que no pusiera en peligro la vida que habías construido para ti. Sin ella. La vida que había construido sin ella. Porque nunca había leído su carta. Él se humedeció los labios secos. Se armó de valor para plantear la pregunta que gritaba por ser contestada. – ¿Y si la hubieras visto, Emma? ¿Qué habrías hecho? Ella parpadeó una vez. Dos veces. – No sé cómo habrían resultado las cosas, Christopher. Nunca podremos saberlo, después de todo. Pero sé que me preocupaba por ti. Y me pregunto... – bajó los ojos al mantel, con sus mejillas calentándose por el rubor–. No sé lo que habría hecho. –Ella alzó la mirada bravamente, atrapándolo–. Pero habría dicho
algo. Cuando dejaste nuestra clase pensé... –se encogió de hombros, tímidamente, y apartó la mirada–. Pensé que ya no querías estar cerca de mí. Su mente se había quedado completamente en blanco y no estaba seguro de que pudiera respirar de nuevo. – Emma. Fue la única palabra que su cerebro pudo suministrarle. La única que importaba. Ella también le quería. Me quería. Tal vez... sólo tal vez aún lo hacía. O lo haría de nuevo. En cualquier caso, esta era una oportunidad que la gente no tenía todos los días. Volver atrás y corregir un cruel giro del destino. Había dejado que se deslizara entre sus dedos una vez. Pero los hombres listos no cometían el mismo error dos veces y Christopher Walker era un hombre muy listo. – Emma. Cruzó la mesa y tomó sus manos en la suyas. Estaban frías y temblando. Estaba aquí. Ella vino a mí. Qué valor debía haber necesitado para venir, para decir que lo sentía por algo que nunca había sabido que hubiera hecho. Para admitir que realmente se había preocupado, eso era incluso más valiente. – Por favor, mírame. –Esperó hasta que ella lo hizo, alzando sus ojos hasta que encontró su penetrante mirada–. Dejé esa clase porque no podía seguir sentado a tu lado cada día sabiendo que nunca te tendría. Sé que dije en mi carta que la amistad sería suficiente, pero averigüé que no era cierto. Si lo hubiera sabido, si hubiera tenido cualquier indicio de que tu sentías lo mismo... –dejó que el pensamiento se desvaneciera, apretando sus manos, fuerte. Y vio sus ojos abrirse. Cambiar. La pena y la disculpa se convirtieron en conciencia. Y calor. Sus mejillas enrojecieron aún más y sus labios se abrieron, sólo un milímetro. Le tomó todo lo que tenía permanecer en su silla, sin saltar sobre la
mesa y estrecharla en sus brazos y besar esos labios del modo que había soñado incontables veces. – Dos platos de marisco –anunció la camarera y dos grandes platos fueron depositados poco ceremoniosamente delante de ellos. Sus manos se separaron con un sobresalto, un escalofrío bajó por la columna de Emma. Señor, le había llevado cada gramo de disciplina que poseía no saltar sobre la mesa y besarle. No había experimentado ningún tipo de deseo en más de un año. Pero aún puedo, pensó. Después de un año de solitaria soledad, se sentía una mujer de nuevo. Y como no iba a poder, sentada al otro lado de la mesa de un espléndido hombre con anchos hombros y ojos tan azules que podía ahogarse en ellos. Así es como se sentía, como si se estuviera ahogando. Había tenido un momento de pánico, pero rápidamente se convirtió en excitación mientras se permitía preguntarse cómo habría sido ser abrazada por esos fuertes brazos. Por la mirada en su cara, él se había estado preguntando lo mismo. Su comida había llegado en un momento oportuno. Estaban volando entre los recuerdos del deseo adolescente y el intento de curar un doloroso malentendido. Hora de dar un paso atrás. De ser un adulto. – Háblame de ti, Christopher. Sus broceadas mejillas se tiñeron con un oscuro rubor mientras visiblemente recuperaba el control y alzaba una ceja oscura. – ¿Tu investigador no te lo contó? – Sólo que no estabas casado y tenías una hija. Eso era todo lo que quería saber. – Estoy divorciado –dijo, entonces sonrió cálidamente–. Mi hija se llama Megan. Tiene trece años y es lo mejor que jamás me ha sucedido.
Ella le escuchó mientras hablaba sobre Megan, el obvio amor por su hija calentó el corazón de Emma. Es un buen padre, pensó. Sabía que lo sería. Le habló sobre sus clases y la Universidad y sus estudiantes de grado; una sombra cruzó su rostro mientras le hablaba sobre el estudiante que había muerto recientemente. Aún no había aceptado que su amigo podía haber sido asesinado y ella entendía muy bien eso. – Lo siento, Christopher –dijo simplemente–. Sé lo que es perder a alguien por quien te preocupas. – Supongo –murmuró–. Yo soy el único que debería sentirlo. No quería deprimirte con mis problemas. Se recolocó en su silla, poniendo a un lado su plato vacío. – Háblame de Emma. Tu investigador dijo que eras la doctora Townsend. – Obtuve mi título en psicología –dijo y él parpadeó con sorpresa. – ¿De verdad? Siempre pensé que te especializarías en química como hice yo. Solíamos pasar buenos ratos en esa clase y tú siempre tenías las mejores notas. – Segundas después de las tuyas –replicó, sonriendo ante el recuerdo–. Hice mi especialización en química, había planeado doctorarme pero hice algo de voluntariado en un hospital local y encontré que estaba más interesada en las emociones de la gente que en su anatomía y fisiología. – Entonces ¿cambiaste de especialidad? – No. Casi había acabado el grado de química. No tenía sentido abandonarlo, así que sólo añadí psicología como segunda especialidad. Después de conseguir mi doctorado empecé la práctica privada centrada en asesoramiento del dolor. Ahora trabajo, dando clases.
– Asesoramiento del dolor –dijo él pensativamente–. Hemos oído mucho sobre eso en la última semana. Los consejeros de la Universidad se han reunido con todos nosotros. Me dejaron una lista de grupos de apoyo y un libro que dijeron que era la última moda para hacer frente a la pena. – ¿Ayudó? Él hizo una mueca, pensando en la sesión con los psiquiatras de la Universidad. No tenía mucha confianza en los terapeutas, pero no le diría eso a Emma. Tenía, sin embargo, mucha menos confianza en libros. – No me van mucho esos libros de autoayuda. Cómo adelgazar. Cómo dejar de fumar. Cómo encontrar tu niño interior, por amor de Dios. Extrañaré malditamente a Darrell, pero no puedo ver como ningún libro puede ayudarme más que el anticuado paso del tiempo. Y funciona. Me mantengo ocupado. Ayuda más que ningún libro. Emma inclinó la cabeza. – ¿Recuerdas el título del libro? – Boca algo. No, no es eso. Boca... Bocados. ¿Por qué? ¿Has oído hablar de ello? Retorció sus labios. – Algo así. Yo lo escribí. La mandíbula de Christopher cayó y sintió enrojecer sus mejillas. – ¡Oh, demonios! Pero ella estaba riéndose amistosamente así que hizo lo mismo. – Boca abierta, comida fuera.
Ella sacudió la cabeza, haciendo que su pelo se balanceara sobre la línea de su mandíbula. – Los libros de autoayuda no son para todos. A algunas personas les ayuda. Otros lo manejan de formas diferentes. Parece que tienes una maravillosa red de apoyo natural, con tu hija y todos tus estudiantes. Sigue con eso. Haz lo que te haga feliz. Él se quedó inmóvil, dándose cuenta de lo que ella quería decir con sus palabras en un sentido, pero tomándolas en otro. En este momento no podía pensar en nada que pudiera hacerle más feliz que explorar la segunda oportunidad que ella les había dado a ambos. – Lo haré. –Echó atrás la mesa–. Ahora, ¿qué te parece pasear por la playa para trabajar en esa amistad? – Llevo tacones –dijo, con expresión dudosa. Él se levantó, la miró a los ojos. – Quítatelos. No había querido que sonara como una orden, pero su voz brotó brusca y huraña. Ella tragó saliva y de nuevo su cuerpo vibró ante la visión de ella. Ante la idea de ella. – Yo... –ella titubeó, con los ojos abiertos. Estaba nerviosa, se dio cuenta y el conocimiento debería haber sido aleccionador, pero en su lugar asustaba. – Llevo medias.
– Quítatelas también. Ella dudó durante un minuto completo, entonces se puso de pie. – Muy bien. Demos un paseo. ***
Sábado, 27 de febrero, 8:30 p.m. Walker se había encontrado con una mujer. Le había visto salir de su casa en el canal temprano esta mañana, vestido de traje y pareciendo listo para ir a la iglesia. Había esperado que se encontrara con un hombre. El investigador que había estado preguntando por Walker había sido un hombre. Pero en su lugar Walker se había encontrado con una mujer que no había reconocido en un restaurante. Había pedido mesa para uno, ordenado la cena y les había vigilado, desde el ángulo equivocado para ver claramente su rostro y demasiado alejado para escuchar lo que habían estado diciendo. Lo que fuera, era serio. Intercambiaron un papel, que Walker dobló y deslizó en el bolsillo de su abrigo. Había sido una conversación ligera, pero en su mayor parte un diálogo serio. Entonces se habían ido abruptamente, sin esperar la cuenta, dejando Walker dinero sobre la mesa. Se levantó y les siguió, sólo para ser detenido por una voz en la puerta principal. – ¿Olvidó algo, señor? ¿Quizás su cuenta? Su garganta se tensó mientras se volvía, Walker y la mujer desaparecían de su vista. Maldita sea. Malditos infiernos.
– Lo siento. Pensé que vi a alguien que conocía y salía tan rápidamente que olvidé pagar la cuenta. Sacó unos billetes, los dejó en la mano del camarero y corrió al aparcamiento. Pero se habían ido y él entró en pánico. Encontró el coche de Walker aún en el aparcamiento y suspiró de alivio. Esperó unos minutos, y cuando no regresaron al coche asumió que habían bajado a la playa. Escaneó la arena pero en la oscuridad, todas las parejas que paseaban parecían iguales. No estaba seguro de que camino habrían cogido y no quería coger la dirección equivocada. Esta mujer podía solo ser una cita, pensó. Pero Walker no tenía citas. Todo el mundo sabía eso. Y ella le había dado un papel, días después de que un detective privado estuviera fisgoneando. Era demasiada coincidencia para estar seguro. Se tocó la garganta, aún arañada por la cuerda. Necesitaba presentar un informe para mañana. Necesitaba el nombre de la mujer antes de entonces. Ciertamente no quería llegar tarde. O equivocarse. Se quedaría aquí y esperaría a que Walker regresara a su coche. ***
Sábado, 27 de febrero, 9:30 p.m. – Esto funcionará –dijo Emma, señalando un estrecho paso de arena justo más allá de una duna de un metro de alto–. Esta duna bloqueará algo de ese frío viento. –Se sentó, recogiendo los pies debajo de su falda, y le miró–. Bien, ¿vas a sentarte o no? Christopher le frunció el ceño.
– Se te arruinará el vestido. Habían caminado una hora por la playa, recordando, charlando fácilmente sobre todas las cosas bajo el sol. O la luna, como era ahora. Era increíble lo rápidamente que habían recuperado la camaradería que habían compartido en sus días de instituto. Pero bajo la conversación subyacía una corriente de tensión, una conciencia que sensibilizaba su piel, haciéndole anticipar el roce casual de su mano contra la de ella mientras paseaban. Haciéndole preguntarse si se la cogería de nuevo, como había hecho en el restaurante. No lo hizo y finalmente Emma tomó la iniciativa, estirándose para agarrar su mano y tirar de él hacia abajo junto a ella. – Deja de preocuparte por mi vestido, Christopher y relájate. Fijó sus ojos en el agua mientras él se sentaba en la arena, estirando sus largas piernas frente a él. – Es un hermoso atardecer y quiero disfrutar de mirar el agua un poco más. Su hombro rozó la parte superior de su brazo, enviando un estremecimiento por su cuerpo, y él frunció el ceño de nuevo. – ¿Tienes frío? Deberíamos regresar antes de que pilles una pulmonía. Emma rió. – Christopher, había cinco grados bajo cero y estaba nevando cuando dejé Cincinnati esta mañana. Esto es como un paraíso tropical en comparación. Pero él ya se estaba quitando la chaqueta de su traje y envolviéndola alrededor de ella. Otro escalofrío la sacudió mientras sus manos permanecían sobre sus hombros unos pocos latidos de su corazón más de lo necesario. Su profunda respiración arrastró el aroma de su abrigo, cálido y cítrico. Diferente del de Will. Sintió una pequeña punzada de culpa con la idea, pero
racionalmente sabía que Will no querría eso. Habría estado furioso con la forma en que se había mantenido alejada durante un año. Bien, ya no se mantendría lejos. Estuviera Christopher o algún otro hombre en su futuro, su vida tenía que seguir. Su suspiro casi se perdió en la brisa. – Nunca soñé que acabaría de esta manera, Christopher. – ¿Qué parte, Em? ¿Tu esposo muriendo, tu haciéndote rica y famosa, o acabar aquí conmigo después de todos estos años? Ella estudió su perfil, la dura línea de su mandíbula. – Todo, supongo. Él bajó la mirada y la respiración se le atascó en la garganta ante la expresión de sus vívidos ojos azules. Tan intensos. Irresistibles. – ¿Lo habrías cambiado si pudieras? Ella no dijo nada por un momento, solo le miró a los ojos. Entonces sacudió la cabeza, discretamente. – No. Podría haber evitado el dolor, pero no habría evitado el baile. La canción que habían bailado retumbaba en su mente incluso mientras decía las palabras. “The Dance” de Garth Brooks, evocadora y tan apropiada para su vida. Entonces y ahora. Sus ojos llamearon. – Lo recuerdas. Una comisura de su boca se alzó.
– ¿Cómo podría olvidarlo? Era mi primer baile, Christopher. Mi primer baile de gala. Mi primera cita. ¡Era tan empollona entonces! Pensé que me habías pedido salir por una combinación de pena, amistad y pragmatismo. Su mandíbula se endureció. – Para ser una chica tan lista, eso es muy estúpido. – Probablemente –dijo ella con ligereza y se volvió al agua, incapaz de aguantar otro segundo de su mirada intensa. Eras tan vulnerable, se dijo a si misma, y estabas tan necesitada. Retrocede, Em. Él puso su dedo bajo su barbilla y tiró de ella hasta que levantó la mirada. Y una vez más ella contuvo el aliento. Sus ojos... ardían. No había otra palabra para ello. – Emma, sentía un montón de cosas por ti entonces, pero la pena no estaba entre ellas. Ella le miró fijamente, todas las palabras de su cabeza... desaparecieron. Vaporizadas como la niebla a la luz del sol. Entonces incluso esa idea desapareció mientras él pasó sus dedos lentamente por su pelo, acunando el lado de su cabeza, alzando su rostro mientras él bajaba el suyo. Y la besaba. Y ¡oh, era bueno! Sus labios eran cálidos y duros y suaves, todo al mismo tiempo. Su corazón atronó hasta que todo lo que pudo oír era la sangre corriendo en su cabeza, todo lo que pudo sentir era el anhelo de su propio cuerpo, la tensión de sus pezones, el dulce tirón del deseo chapoteando entre sus apretados muslos. Su chaqueta cayó en la arena mientras ella alzaba sus manos hasta su rostro, enmarcándole la mandíbula, sus dedos rozando gentilmente contra la barba de sus mejillas.
Y él gimió. Poniendo su estremecido cuerpo en llamas. Ella abrió la boca, buscando, permitiéndole entrar. Su lengua encontró la de ella y sus manos encontraron el camino alrededor de su cuello. Unos segundos más tarde estaba poniéndola de espaldas, toda preocupación residual sobre la arena en su vestido completamente olvidada. Su boca estaba hambrienta, comiendo de la de ella como un hombre hambriento. Como si nunca tuviera suficiente. Y su mano... Dios, su mano estaba en su pecho. ¡Y se sentía tan bien! Su pulgar presionaba contra su pezón, dándole pequeños golpes a través de la tela de su vestido y ella se quejó. Él alzó la cabeza, respirando como si hubiera corrido un maratón. Sus ojos ardían. – Te deseaba entonces, Emma –dijo entre dientes–. Cada maldito día. Dios me ayude, te deseo ahora. Sus labios bajaron hasta su garganta. Se movió más abajo hasta su pecho. Entonces su boca se cerró sobre su pezón y ella gimió. Agarró su cabeza con sus temblorosas manos y le sujetó cerca mientras él causaba estragos, chupando hasta que ella pensó que se correría, justo allí en la playa. Ella trató de hablar, pero no le salía ninguna palabra. Ella, una mujer que se ganaba la vida hablando, no podía formar una sencilla sílaba. Emma, detén esto. Contente. Ella no quería. No quería tener que contenerse más de lo que nunca había querido hacer algo en su vida. Pero lo hizo, se obligó a hablar. – Christopher, espera. Por favor. –Tiró de su cabeza–. Para. Él se quedó inmóvil. Alzó la cabeza y buscó sus ojos.
– No quiero disculparme –dijo con voz áspera y ronca, enviando otro estremecimiento de eléctrico deseo por su cuerpo. Tuvo frío sin su presión contra ella. Y quería tener calor de nuevo. Le deseaba. – No quiero que te disculpes. Sólo creo que no estoy preparada para esto. Él tragó saliva. – Tu cuerpo piensa de otra manera. – Mi cuerpo no ha tenido sexo en un año –respondió, entonces cerró los ojos con un suave gemido–. No quería decir eso en voz alta. Él no se había movido y ella finalmente abrió los ojos para verle mirándola fijamente, sin disminuir ni un ápice la intensidad de su mirada. – El mío no ha tenido ninguno en tres –dijo tranquilamente–. Pero eso no tiene nada que ver con esto. Siempre te he deseado, Emma. Siempre. Y ahora, regresas de nuevo a mi vida y tengo que creer que es por una razón. Te he esperado durante más de diecisiete años. Puedo esperar un poco más. Pero estás advertida, Emma. Te tendré. Ella se estremeció violentamente, de nuevo sin palabras bajo su mirada, bajo el hipnotizador timbre de su voz. – Te tendré y tu cuerpo sabrá que eres mía. –Sus caderas se alzaron por voluntad propia y él sonrió, una pequeña sonrisa de triunfo masculino que no hizo nada por enfriarla–. Tu cuerpo ya lo sabe. Puedo esperar a que tu corazón lo capte. Ella sentía que su corazón no estaba demasiado lejos de ello tampoco. Aún así se aclaró la garganta. – Tú... tú, puede que tengas razón. Probablemente tienes razón.
Él levantó una ceja. – Vale, Christopher, tienes razón –dijo ella con no poca irritación–. Pero por ahora... quiero ir más despacio. Cuando y si... – Hagamos el amor – ronroneó él y el interior de ella se sintió como si estuviera dándose la vuelta. – Cuando y si... – Cuando, Emma. No sí. Ella suspiró. – Christopher. –Entonces él sonrió y la hizo reír antes de ponerse seria de nuevo–. Si hacemos el amor quiero que sea por la razón correcta –dijo ella suavemente–. Porque es el momento correcto, no porque seamos dos personas tratando de recuperar el pasado. – ¿Es eso lo que crees? Ella suspiró. – No sé. Pero a pesar de eso, Christopher, a riesgo de sonar trillado, no soy esa clase de chica. Él se sentó y tiró de ella para que ella quedara sentada junto a él. – Sé que no lo eres. Nunca lo fuiste. Esa es una de las cosas que amaba de ti entonces, Emma. –Se pasó los dedos por su corto cabello–. Realmente debería disculparme. Pero no quiero hacerlo. – Entonces no lo hagas. Me siento... increíblemente halagada.
– Deberías –dijo él gruñón–. Te he esperado durante más de la mitad de mi vida. – Tú no esperaste –señaló ella–. También te casaste. Un ceño ensombreció sus ojos. – No bien. – Lo siento, Christopher. Desearía que tu matrimonio pudiera haber sido como el mío. Él alzó un hombro en un medio encogimiento. – Se necesitan dos para el tango. Yo también cometí errores. Empecé a trabajar muy pronto. Éramos compañeros de clase en Michigan y yo trabajaba en dos empleos parciales e iba a la escuela al mismo tiempo. Después, cuando Megan nació, yo acababa de empezar mi titulación, y seguía trabajando en dos empleos a tiempo parcial. – Entonces ¿qué pasó? Él hizo una mueca. – Trabajé para una compañía química durante unos años, pero lo odiaba. Mona estaba subiendo en su empresa y la ofrecieron una promoción. Podía elegir entre tres ciudades y nuestros mejores amigos ya se habían trasladado aquí así que escogimos St. Peterborough. Un amigo mío era profesor de física en la universidad y lo adoraba y yo añoraba la enseñanza. Obtuve un puesto como asistente de profesor. Finalmente pude ir más despacio y ser un padre para Megan. Eso fue hace siete años. – ¿Y tu esposa? Él miró al agua tensando la mandíbula.
– Mona estaba cada vez más y más ocupada con su carrera. Empezó a viajar por todo el mundo y se iba durante semanas cada vez. – ¿Semanas? Eso debe haber sido duro para tu hija. Y para ti. Su risa fue áspera. – Ya puedes decirlo. Megan lloraba cada noche, añorándola. Cuando Mona volvía a casa, estaba más y más distante. Un día, dijo que su compañía quería que cogiera un trabajo en Sudamérica y lo había aceptado. – ¿Sin discutirlo contigo? –preguntó Emma, sobresaltada–. Will nunca habría...–se interrumpió abruptamente–. Lo siento. Eso fue desconsiderado de mi parte. – ¿Qué? ¿Que tu esposo nunca habría tomado la mayor decisión de su vida sin discutirlo contigo? No lo sientas. Creo que eso es lo que las parejas normales hacen. No estoy seguro de que Mona y yo fuéramos normales. De algún modo, no quería desarraigar a Megan, o a mí mismo, si soy honesto. Peleamos por ello y dijo que era un bastardo egoísta y podía ir con ella o nos dejaría. La siguiente vez que vi a Mona estaba sentada al otro lado de la mesa en la oficina del abogado de divorcio. – ¿Y Megan? – Estaba devastada. Sobre todo porque Mona nunca disputó mi petición de custodia en solitario. – Pobre niña –murmuró Emma–. Debe haberse sentido tan rechazada. – Ella fue rechazada –dijo Christopher amargamente–. Yo ya había aceptado que las cosas venían así, pero Megan sólo era una niña. Me rompe el corazón verla manteniendo la esperanza de que su madre la quiera. Mona la ve siempre que
viene al país de viaje de negocios, pero sólo cuando es conveniente para ella. Megan no la ha visto en más de un año. – Lo siento. – Yo también. –Soltó un suspiro–. Pero ya no quiero hablar más de Mona. Quiero hablar de ti. Hay aún demasiadas cosas que quiero saber. – Vale. ¿Qué quieres saber? Él estuvo callado por unos momentos. – ¿Por qué esperaste todo un año antes de tratar con las cosas de tu marido? Emma resopló con una risa de sorpresa. – ¿Acortas la caza, verdad? Cielos. –Soltó el aliento, haciendo bailar su flequillo–. Tenía miedo. – ¿De qué? Emma fijó la mirada en las suaves olas, recordando exactamente de qué. – Unos años antes de que Will muriera, yo iba en avión, volviendo a casa de alguna conferencia. Sentada junto a mí había una anciana, llorando. La pregunté qué iba mal y ella me contó que estaba de camino a su casa en Wisconsin. Que su marido durante cuarenta y siete años había muerto el año anterior y su hermana había ido a ayudarla con el funeral. Después del funeral, su hermana la invitó a su apartamento en Florida durante unos días, para descansar. Durante el vuelo a donde su hermana, la mujer se rompió la cadera y se vio obligada a permanecer con su hermana hasta que pudo moverse ella sola, casi un año después. Nunca olvidaré cómo lloraba. Dijo que los zapatos de su esposo aún estarían en el vestíbulo y su abrigo en la silla de la cocina. Dijo que volver a casa después de un año era como si hubiera muerto de nuevo. Me hizo llorar tan fuerte con ella que la asistente de vuelo pensó que era mi abuela.
Christopher estaba conmovido. Emma siempre había tenido corazón tierno. Siempre había amado eso de ella. – Recordaste eso cuando tu marido murió. – Sí. Estaba en Nueva York cuando Will fue asesinado. Mi libro acababa de salir y estaba en la lista de bestsellers y había hecho una corta entrevista en uno de los programas de por la mañana en TV. Yo estaba en la cima del mundo y cuando volviera a casa, Will y yo íbamos a salir a celebrarlo. Mi amiga Kate me llevó a casa y yo pensé en esa anciana cuando llegaba hacia mi puerta principal. No pude entrar. No podía quedarme de pie para ver sus zapatos en el vestíbulo. Dormí donde Kate esa noche. Con el tiempo entraría en casa, pero entonces era demasiado difícil. –Se encogió de hombros incómoda–. A la semana siguiente recibí una invitación para una charla sobre el libro, así que me fui de nuevo. La siguiente vez que volví a casa fue más duro entrar y quedarme incluso un corto tiempo. De repente pasó un año y me di cuenta de lo cobarde que había sido. Christopher odiaba escucharla fustigarse a ella misma. – Tal vez sabías demasiado, Emma. Escuchar a todas esas personas afligidas en tu profesión todos esos años, tal vez sabías lo duro que iba a ser el camino de la aceptación. A veces saber lo largo que es el camino hace más difícil dar el primer paso. – O el primer mordisco –murmuró Emma–. Eso es muy sabio, Christopher. – Ella alzó la mirada para mirarle con admiración y su corazón dio un traspié–. Gracias. Su pecho estaba tenso, presionado. Su ingle incluso más. La deseaba con cada fibra de su ser y si no se movía ahora, nunca podría darle el espacio y el tiempo que le había pedido. Abruptamente se puso de pie. – Ahora deberíamos irnos.
Tiró de ella para ponerla en pie, ignorando su chillido. Reuniendo su propio abrigo y sus zapatos empezó a retroceder hacia el restaurante y su coche. – ¡Christopher! Él se detuvo y miró hacia atrás. Ella estaba allí, con las manos en las caderas. Sus curvadas caderas. Se le hizo la boca agua como siempre. – ¿Qué pasa contigo? Él dudó, entonces en tres largos pasos estaba de pie delante de ella. Su abrigo y sus zapatos estaban de nuevo en la arena y sus brazos estaban alrededor de ella y su boca estaba aplastando la de ella. Y ella estaba devolviéndole el beso, frenéticamente, como si nunca tuviera suficiente. Sus brazos subieron alrededor de su cuello, sus pechos presionados contra su pecho y él supo que este era el sueño que había tenido cada miserable noche de su vida adolescente. Y más largo. Ella estaba de puntillas, inclinándose hacia él. Después su redondo, y curvado trasero estaba llenando sus manos y la alzó sobre sus pies, necesitando sentirla contra él. Necesitando que sintiera cuanto la deseaba. Sus salvajes y ligeros quejidos le volvieron loco y se enterró en su suavidad, rozándola arriba y abajo por su larga, dura y dolorida longitud. Torturándolos a ambos. Podría tenerla aquí. Justo aquí. Justo ahora. Pero estaban en una playa pública. Su cordura regresó con un portazo y con una saludable dosis de culpa. Había prometido darle tiempo. La soltó, deslizándola hacia abajo por su cuerpo hasta que sus pies hicieron contacto con la arena. Entonces la soltó, volviéndose hacia el agua, sus pulmones trabajando como un fuelle. Debía estar enfadada con él. Tal vez incluso le abofeteara. En su lugar, apoyó su frente en su antebrazo y suspiró. – Creo que tienes razón –dijo–. Deberíamos irnos ahora. ***
Caminaron de regreso al restaurante en la mitad del tiempo que les había llevado caminar a la playa. Antes habían estado paseando y charlando. Ahora estaban caminando con fuerza y en silencio. Su coche estaba casi solo en el aparcamiento del Crabby´s Bill. – ¿Dónde está tu coche? –le preguntó. – Cogí un taxi –dijo ella–. Cogeré otro ahora. Puedes irte a casa. Megan debe estar esperándote. – Megan está en la fiesta de pijamas de su mejor amiga y yo no voy a permitir que cojas un taxi. Te llevaré al hotel. –Cuando ella dudó él puso los ojos en blanco–. No voy a atacarte en el coche. Entra, Emma. Salió del aparcamiento y la miró. Ella estaba mirando por la ventanilla, mordiendo su labio inferior. – ¿Dónde te quedas? – En el Don César –murmuró. Ninguna otra palabra fue intercambiada hasta que aparcó delante de la señal del hotel en St. Peterborough donde porteros uniformados esperaban para asistir a los huéspedes. – Aún no –ladró Christopher cuando uno de ellos trató de abrir la puerta del copiloto. Suavizó su voz–. Emma. Lo siento. No debería haberte besado así cuando prometí darte tiempo. Su sonrisa fue triste. – Lo deseaba tanto como tú, Christopher. Que es por lo que no puedo pedirte que subas.
Él ignoró el pinchazo de desilusión. – Lo entiendo. ¿Puedo verte mañana? Su sonrisa flaqueó. – Mi vuelo sale a las siete y media de la mañana. Su corazón se detuvo. – ¿Te vas? No puedes. – No planeaba quedarme, Christopher. Había planeado venir, decir mi parte, e irme. Él apretó los dientes. – Emma, acabo de recuperarte después de diecisiete jodidos años. Tu no vas a dejarme de nuevo. Ella suspiró. – Esta noche fue mucho más de lo que jamás había esperado. Tú eres mucho más de lo que esperaba. –Tomó su mano y la apretó–. Necesito calmarme. Como tú. Deja que me vaya a casa y ordene esto en mi mente. Volveré. Te lo prometo. – Se inclinó y le besó rápidamente en los labios–. Gracias, Christopher Walker. Por hacerme sentirme viva de nuevo. Entonces se fue antes de que él pudiera decir adiós.
Capítulo Cinco Cincinnati, domingo, 28 de febrero, 9:00 a.m. Emma estaba de pie en la escalera del aeropuerto, su mano vibrando mientras agarraba el pesado pasamanos de goma. ¡Qué diferencia representaba una semana! No sentir más temor en el aeropuerto, la ciudad. La casa. Aún sintió una aguda punzada de pérdida cuando miró el lugar donde Will siempre había esperado con una sencilla rosa. Pero no era tan aguda y darse cuenta de eso era un consuelo en sí mismo. La siguiente vez que llegara sería aún un poco menos aguda. Hasta que un día podría mirar hacia arriba con una sonrisa y pensar, ahí es donde Will solía esperarme. Christopher había tenido razón. Ella conocía el camino de la aceptación, sólo que había estado sobrepasada por la absoluta magnitud del viaje. Bajó la mirada al manojo de flores silvestres que había agarrado todo el camino desde Florida con una ilusionada sonrisa. Él había estado esperándola en el vestíbulo del hotel esta mañana a las seis, con las flores en la mano y su corazón había saltado de alegría incluso mientras su mente le gritaba cautela. No podía dejarla ir sin decir adiós, había dicho muy dulcemente. Es más, ella no le había dado su dirección y número de teléfono. Así pues, había regresado temprano y esperado a que bajara. Entonces la había conducido al aeropuerto donde le había dicho adiós, le había dado un fuerte beso con la lengua en su boca y la mano en su pelo. Entonces le había dejado un pesado sobre manila en la mano que no estaba agarrando las flores silvestres supervivientes que había recogido de su propio jardín.
– Léelo cuando estés a solas –susurró y la besó de nuevo, dejando sus rodillas débiles y su corazón acelerado. Aún no lo había leído. Lo haría cuando llegara a casa. Ansiosa por estar allí, navegó más allá de las pobres almas que habían facturado equipaje, con su bolsa nocturna sobre el hombro, hasta donde Kate la esperaba fuera con su coche. – Bien, ¿cómo fue? –preguntó cuando Emma estuvo dentro. Emma la echó una mirada recelosa. – Bien. Kate torció los labios. – Bonitas flores. Emma rió. – Llévame a casa y te lo contaré todo. ***
St. Petersborough, domingo, 28 de febrero, 9:15 a.m. Las luces estaban encendidas en el laboratorio y la cinta policial amarilla ya no bloqueaba la puerta. Sacando un par de gafas protectoras, Christopher pasó su tarjeta por el lector y abrió la puerta, encontrando a tres de sus estudiantes trabajando duro poniendo el laboratorio de nuevo en orden.
– Supongo que Harris también os llamó, chicos. –Había encontrado el mensaje del detective en su contestador en casa cuando regresó de llevar a Emma al aeropuerto. Ian levantó la mirada del cromatógrafo de gases que estaba recalibrando, entrecerrando los ojos detrás de las gafas. – Lo hizo. También dijo que aún no podemos dejar la ciudad. – Dijo que deberíamos permanecer disponibles para responder alguna pregunta. –Corrigió Nate suavemente. – Es lo mismo –insistió Ian–. Especialmente dado que ese maldito detective ha estado persiguiendo cada uno de nuestros malditos movimientos. Va a conseguir que me deporten. – No puede hacer eso –suspiró Nate, como si la preocupación de Ian hubiera sido expresada con demasiada frecuencia. – Bien, yo estoy contenta de estar de vuelta al trabajo –dijo Tanya tranquilamente–. Me he estado volviendo loca con todo ese tiempo para pensar. Todos ellos se quedaron inmóviles por un momento, con sus ojos sobre la mesa donde Darrell había trabajado. Christopher suspiró. – Nunca va a serlo mismo. –Entonces se enderezó–. Pero tenemos una fecha límite. Sutton de la USDA está esperando nuestro próximo informe. ¿Cuándo podemos tenerlo hecho? Los tres estudiantes se miraron entre sí. – Nos llevará al menos una semana hacer las muestras en las que Darrell estaba trabajando –dijo Tanya–. Además de nuestro propio trabajo.
– Y otra semana para rehacer las muestras que fueron destruidas en el allanamiento del mes pasado –añadió Ian–. Quizás otras tres o cuatro semanas, profesor. ¿Nos darán más tiempo? – Eso espero. Sé que están esperando para empezar a testar los nuevos métodos en sus propios laboratorios para primavera. – Supongamos que me hablan de esos nuevos métodos. Ellos se volvieron al unísono. El detective Harris estaba en la puerta, con la tarjeta de acceso de Darrell en la mano. Bajo un brazo llevaba el cuaderno que Darrell había estado usando la noche en que fue asesinado. Nate sólo suspiró. Ian frunció el ceño. Tanya parecía confusa. Christopher frunció el ceño. *** – Harris. Si va a entrar tiene que llevar gafas. –Le entregó un par–. Pensé que nos había permitido volver al trabajo. Harris se puso las gafas sin discutir. – Lo hice. Estaba esperando que se apresuraran a regresar aquí, porque quería hablar con todos juntos. Necesito saber más acerca del trabajo que están haciendo aquí. Christopher se encogió de hombros, confuso. – No es un secreto del gobierno, detective. Estamos trabajando en algunas formas nuevas de testar contaminantes del suelo. La tierra tiene que testarse como parte del mantenimiento medioambiental alrededor de las fábricas y en lugares de construcción antes de que se puedan facilitar los permisos de
construcción. Laboratorios privados por todo el país hacen estos tests, pero si son laboratorios certificados, usan métodos estandarizados por el USDA. – Esos son los métodos en los que están trabajando –dijo Harris. – Métodos mejorados –aclaró Christopher. –Formas de hacerlo más rápido, pero con igual o mejor precisión. Parte de probar que nuestros nuevos métodos son tan exactos como los métodos antiguos, es testar muestras con los antiguos y los nuevos métodos al mismo tiempo. Hemos reunido muestras de tierra de todo el estado, arena, turba, rocas, tierras de distinta composición. Ahora solo es cuestión de comprobar y guardar datos y hacer las comparaciones, viejos contra nuevos. No es ingeniería espacial. De verdad. Harris asintió. – ¿Y dónde guardan todos sus datos? Ian puso la mano sobre su cuaderno. – Primero aquí, después en el ordenador. Así es como hacemos la comparación estadística. Con el ordenador. – ¿Pueden mostrarme sus cuadernos? Más confusos, todos lo hicieron, mirando mientras Harris hojeaba cada página. – Y cuando acaban con un cuaderno –preguntó–, ¿qué hacen con él? – Son registros oficiales –dijo Christopher–. Pueden usarse en un tribunal de patentes, esa clase de cosas, así que tenemos que asegurarnos de mantener los datos seguros. Cuando un cuaderno se acaba, se envía a la biblioteca de la Universidad para ser copiado. En los viejos tiempo usábamos microfichas, pero ahora se guardan las copias en un CD. Entonces la biblioteca nos devuelve los
cuadernos y un CD y así podemos usarlos como referencia mientras los necesitemos. – ¿Por qué está haciendo todas estas preguntas sobre nuestros cuadernos?– preguntó Ian. Harris señaló la estantería que se combaba con los viejos cuadernos. – ¿Puedo ver el libro en el que estuvo trabajando Darrell Roberts antes de este? –preguntó, ignorando la pregunta de Ian. Sorprendido, Ian sacó el último cuaderno acabado de Darrell. – Es éste. – Póngalo en la mesa –indicó Harris, entonces puso el inacabado cuaderno junto a él. Hojeó el cuaderno viejo, después abrió el nuevo. Tanya hizo un sonido de angustia. – Ese no es el cuaderno de Darrell. Harris alzó una ceja. – Lo sé. Pero ¿por qué lo dice? Tanya se mordió el labio. – Darrell estaba a mitad de su cuaderno. Ese sólo tiene unas pocas páginas usadas. Y la escritura es descuidada. Darrell nunca era descuidado. Harris miró a Christopher.
– Nuestro laboratorio estudió este cuaderno. Es la escritura de Roberts, pero es temblorosa. Y todas las páginas fueron escritas al mismo tiempo, incluso aunque están fechadas en días distintos. Christopher examinó lentamente ambos cuadernos. – Y hay huecos en las mismas fechas de cuaderno en cuaderno –dijo profundamente. Realmente no había creído que Darrel fue asesinado hasta este momento–. Quien quiera que lo asesinara, se llevó el último cuaderno con él porque no estaba aquí cuando lo encontré. ¿Por qué? Sólo son muestras de tierra. –Se le tensó la garganta mientras la enormidad de la situación lo golpeó fuerte–. Es sólo tierra. – Alguien no quería que testara esa tierra, profesor – dijo Ian tranquilamente. – Esto no es posible –protestó Nate débilmente–. Es demasiado fantástico. Christopher no podía despegar los ojos del falso cuaderno. Era la escritura de Darrell, pero Tanya tenía razón. Era descuidada y eso era algo que Darrell nunca había sido. – Lo que quiera que hubiera en este cuaderno ha desaparecido. – No, no es así –susurró Tanya y todos los ojos estuvieron de repente sobre su pálido rostro. – ¿Qué quiere decir, señorita Meyer? –preguntó Harris agudamente. Ella se chupó nerviosa los labios. – Después de que Darrell perdiera todas sus muestras en la intrusión el mes pasado, se puso hipercompulsivo sobre perder sus datos. Empezó a escanear su cuaderno cada noche antes de irse a casa. –Miró el ordenador en el rincón–. Los archivos están en el disco duro.
Christopher sacudió la cabeza. – No entiendo, Tanya. Si estaba tan preocupado, ¿por qué no dijo nada? Tanya suspiró. – El mismo pensaba que era demasiado fantástico y no quiso que pensaras que estaba perdiendo la cabeza. Dijo que sabía que tenía que estar equivocado. – Sus labios temblaron y los apretó fuerte–. Dijo que sólo era tierra. Hubo silencio hasta que Harris se aclaró la garganta. – Necesitaré acceso a los ficheros que escaneó de su cuaderno desaparecido – dijo Harris y Christopher asintió, paralizado. – Ahora mismo. – Gracias. –Harris retrocedió hasta la puerta, quitándose las gafas–. Y si están planeando trabajar fuera de horas, asegúrense de que no se quedan solos. –Echó a cada uno una dura mirada antes de alejarse. Christopher esperó hasta que oyó cerrarse la puerta exterior. – Asegúrense de hacer una copia de todos esos archivos para mi –dijo lacónicamente–. Estaré en mi oficina. ***
Cincinnati, domingo, 28 de febrero, 1:00 p.m.
Emma bajó la última página del sobre de Christopher y cuidadosamente alisó la gastada página con mano temblorosa. El sobre había estado lleno de cartas. La carta del anuario y docenas de otras. Algunas eran cartas de amor, pero la mayoría eran cartas ordinarias del tipo “esto es lo que me pasó hoy”. Todas terminaban “Todo mi amor, Christopher”. Todas eran cartas que nunca había enviado, fechadas desde su primer año en el instituto hasta su segundo año de facultad cuando se detuvieron. Abruptamente. Ése habría sido el año que conoció y se casó con Mona. Dios querido, pensó. Todos estos años. Estuvo enamorado de mí todo el tiempo. Pero encima del montón había habido una carta que él había redactado la última noche después de dejarla en el hotel. La leyó de nuevo, con las mejillas encendidas. Era alternativamente dulce... y caliente. Llena de nostalgia, emocional y más definidamente física, Christopher había llevado el término “química” a un nivel superior. Ella había ido a casa para enfriarse, pero eso no parecía que fuera a suceder pronto. Reunió los papeles en un prieto montón y los llevó a su dormitorio, reacia a dejar las cartas donde cualquiera pudiera verlas. Específicamente, donde los curiosos ojos de Kate pudieran divisarlas. Incluso aunque Kate supiera los eventos básicos del fin de semana, las palabras de esas cartas eran la mente y el corazón de Christopher y tenían que ser protegidas. En un impulso las deslizó en mitad del montón de páginas impresas que eran el inicio de su siguiente manuscrito, la continuación de Bocados que su editor le había estado pidiendo. Que ella tenía problemas para escribir. Cada vez que se sentaba para escribir se sentía como una estafadora, un fraude. Había estado segura de que sería descubierta, expuesta. La psicóloga que decía a todos como tratar con su pena cuando ella había estado huyendo de la suya propia. Y
empezó a escribir la historia de la anciana que había conocido en el avión hacía tantos años. La mujer que temía volver a casa porque los zapatos de él estaban en el vestíbulo. Los párrafos fluían y la historia de la anciana se convirtió en la suya propia. Una historia que ahora ella temía escribir. Tan profundamente estaba metida en su trabajo que no notó que la luz del sol disminuía y las sombras se alargaban mientras el sol se ponía. No escuchó el crujido de la puerta de la cocina al abrirse, ni los pasos en la escalera. Un escaso segundo de aviso fue todo lo que tuvo antes de que una gran mano enguantada cubriera su boca y la pusiera de pie. Ella luchó, sus pies pateando a ciegas detrás de ella. No. Mordió la mano que cubría su boca y tomó aliento para gritar cuando con un gruñido la mano la dejó ir. Pero su grito fue interrumpido, un trapo fue introducido en su garganta, tan profundo que tuvo arcadas. Me violará, pensó, con sus pulmones incapaces de tomar aire suficiente. Por favor Dios. No. Acabo de empezar a superarlo. Por favor... fue lanzada sobre la cama, la rodilla del hombre incrustada en su riñón mientras la mantenía abajo. Las lágrimas le picaban en los ojos. Dolor y temor peleaban en su mente mientras trataba de permanecer en calma. Él tiró de sus manos, atándolas a la espalda. Entonces ató sus pies y envolvió otro trapo alrededor de sus ojos. La presión subió por su espalda y ella apretó los dientes, preparándose... La cama crujió y él se puso de pie. Pero no la tocó. Emma luchó por respirar con regularidad por la nariz mientras escuchaba. Él estaba abriendo su neceser, vaciándolo en el suelo. Abriendo cajones de su escritorio. Oyó más sonidos desde su mesa, el arañazo del plástico, el fuerte estruendo del metal. Una amortiguada maldición. Entonces él dejó la habitación. Le oyó bajar las escaleras, moviendo todas las cajas que ella y Kate habían empaquetado. Le oyó despegar de la cinta del cartón, una y otra vez.
Tengo que conseguir ayuda, pensó. Podía regresar cuando acabara de hacer... lo que quiera que estuviera haciendo. Había un teléfono en su mesilla de noche. Puedo hacer esto, pensó. He respondido ese teléfono en la oscuridad cientos de veces. Reptó hacia la esquina superior de la cama, como una oruga, balanceando las piernas sobre el borde de la cama y luchó por sentarse, tan en silencio como era posible. La mesilla estaba contra su rodilla. Se inclinó por encima, golpeó el receptor del teléfono con la barbilla. Casi imperceptiblemente con alivio cuando escuchó el tono. Casi imperceptiblemente por el terror cuando se dio cuenta que él también podría oírlo. Aún estaba escaleras abajo. Ahora en la cocina. Podía oír el estrépito de los platos o la vajilla de plata mientras el continuaba su búsqueda. ¿De qué? Ahora, eso no importaba. Lo único que importaba era llamar pidiendo ayuda. Inclinó la cara cerca de los botones y con cuidado pasó la punta de su nariz sobre cada uno, agradecida de que Will hubiera insistido en un teléfono sin sentido, estilo oficina. Se imaginó la posición de los números nueve y uno. 911. Presionó los botones con la nariz, maldiciendo los estridentes tonos que parecían hacer eco en las paredes. Pudo oír claramente la calmada voz del operador preguntándola por la naturaleza de su emergencia. Sus gruñidos estaban amortiguados, pero el operador lo entendió. La ayuda estaba en camino. Escaleras abajo, los movimientos de él se aquietaron, entonces ella escuchó un clic mientras el colgaba en la extensión de la cocina. Ella se encogió con el crujido cuando él lanzó el teléfono contra el mármol de la encimera de su cocina. Contuvo la respiración mientras la puerta de atrás crujía al abrirse. Y cerrarse. Ella soltó el aliento, dejando salir las lágrimas. Se había ido. ***
St. Petersborugh, domingo, 28 de febrero, 7:00 p.m.
– ¡Papi! ¡Estoy en casa! –La voz de Megan apartó la atención de Christopher del libro con el que había pasado la mejor parte de la tarde, totalmente absorto. Megan había pasado la noche en una fiesta de pijamas de una amiga. Le había preocupado ir a una fiesta tan pronto después del funeral de Darrell, pero la había animado a ir. A divertirse. La vida seguía después de todo. Ella asomó la cabeza por la puerta de su estudio. – ¿Qué estás leyendo? Christopher le mostró el libro. – Es un libro que el consejero del campus sugirió que leyéramos. Es acerca de cómo tratar con la muerte de alguien próximo a ti. Lo había recogido en su oficina después de que Harris se fuera. Lo trajo a casa, necesitando la conexión con Emma después de enfrentarse con la escueta verdad de que Darrell había sido asesinado después de todo. Había pensado que lo hojearía. Pero una página se había convertido en cincuenta y después en cien. Ella escribía como hablaba, irónica y divertida y tan malditamente sincera. Era casi como si ella estuviera hablando sólo con él. Podía ver porque su libro había sido tal éxito. Megan se dejó caer en la silla junto a su mesa. – Debe ser bueno. Ni siquiera me oíste entrar. Él giró el libro, miró el rostro de Emma sonriéndole desde la cubierta. Si hubiera mirado el libro el día que el consejero se lo había dado podría haberla encontrado él mismo. Pero ella le había encontrado justo dos días después. Era el destino, lisa y llanamente. – Es muy bueno –dijo tranquilamente–. Mejor de lo que pensé que podía ser.
Consideró hablar a su hija de Emma entonces, pero ella empezó a charlar sobre el tiempo que había pasado con sus amigas en la fiesta, la película que habían visto, la pizza que habían hecho desde cero. ¡Había sido tan dulce desde la muerte de Darrell, tratando de animarle! – ¿Desde cero? –dijo él sonriendo–. Nunca haces nada desde cero para nosotros. – En una fiesta es divertido. Cada noche... –hizo una mueca–. Demasiados problemas. –Entonces se mordió los labios–. Pero podría si quieres. – El reparto a domicilio está bien para mí, calabacita –dijo, recayendo en el apodo que había tenido para ella cuando era pequeña–. De hecho, hagámoslo esta noche. Ella sonrió con alivio. – ¿Qué hay de pedirnos una pizza con todo? Sin esperar su réplica, se puso en pie de un salto y salió de la habitación. – Adiós –dijo él al lugar en el que ella había estado momentos antes. ¡Oh, ser un adolescente de nuevo! pensó. Pero no podía pensar en ser un adolescente sin pensar en Emma. En lo perfecta que se había sentido en sus brazos. Sus salvajes gritos de placer cuando él la había acariciado y chupado sus pecho, y eso había sido con su vestido en medio. Sólo podía imaginar cómo sería cuando finalmente la tuviera desnuda. En su cama. Jadeando y rogando. Sus piernas alrededor de sus caderas. Su nombre en sus labios. Lo había imaginado toda la noche. Estaba imaginándolo justo ahora. Maldición, estaba duro como una piedra por todo lo imaginado. Era todo lo que había sido capaz de hacer para no comprarse un billete de avión a Cincinnati. Para darle el tiempo y el espacio que le había pedido. Aún no le había llamado. Se preguntaba si habría leído sus cartas. Especialmente la que había escrito la última
noche. No quedaría ninguna duda en su mente de lo que él quería de ella una vez que hubiera leído esa última carta. Se inclinó hacia adelante en su silla con un suspiro. Ya la echaba de menos. Echaba de menos el modo en que sonreía, la forma en que sus ojos castaños podían sostener tantas emociones diferentes. El modo en que se sentía... completo y en paz. La necesitaba ahora mismo, mientras sus pensamientos oscilaban hacia Darrell y la visita del detective esa tarde. Su amigo había sido asesinado. Por la tierra. Aún era demasiado imposible para ser cierto. Pero lo era. Habían vuelto sobre sus viejos cuadernos, buscando algo sospechoso. Pero todo lo que encontraron era una lista de más de cincuenta muestras que Darrell había estado preparando para analizar. Las cincuenta muestras venían de al menos dos docenas de sitios diferentes. No habían visto ningún patrón. Ninguna pistola humeante. Lo único que podían hacer era recrear los tests de Darrell, para encontrar que era lo que alguien no quería que averiguara. El teléfono sonó y en contra de lo habitual permitió que Megan lo cogiera. Siempre era una de sus amigas en cualquier caso. Hasta que vio el 513, código de área de Cincinnati. Emma. – ¿Hola? –dijeron él y Megan juntos–. Lo tengo Megan. Puedes colgar. – Esperó hasta que escuchó el clic antes de pronunciar suavemente– ¿Estás lista para volver? – ¿Ch– Christopher? –su voz estaba temblando e instantáneamente se puso serio. Y asustado. – ¿Emma? ¿Qué va mal? –escuchó mientras ella disparaba los detalles, su sangre enfriándose. Su puño cerrado alrededor del teléfono–. ¿Estás herida? – No. –La oyó estremecerse–. No como piensas. No me tocó. No así.
Un asombrado alivio le robó la respiración. – Entonces solo te robó. – No –murmuró ella–. No, tampoco hizo eso. – ¿Entonces qué hizo, Emma? – Él... él estaba buscando algo. La sangre fría de Christopher se volvió hielo. – ¿Qué? – Estaba buscando algo. –La oyó tragar–. Sacó mi disco duro del ordenador. Revolvió mis papeles, todas las cajas que había empaquetado con las cosas de Will. Tiró las cosas de Will por toda la casa. –Se tragó un sollozo–. Ahora tengo que empacarlas de nuevo. El bastardo había revuelto sus papeles. Los papeles de Emma. Los cuadernos de Darrell. Parecía demasiado fantástico, pero entonces tuvo la idea de Darrell siendo asesinado. Cerró los ojos y sujetó con fuerza sus revueltas tripas. – Emma cariño, ¿dónde estás ahora? – Con mi amiga K–Kate. Vino y me llevó con ella después de que la policía viniera y me desatara. –Estaba tiritando, sus dientes castañeteaban. En shock. La idea de ella atada y amordazada... y asustada... le hizo desear encontrar al bastardo que la había aterrorizado y arrancarle miembro a miembro. – Estoy de camino. – Christopher no. Sólo necesitaba escuchar tu voz. De verdad estoy bien.
– No, no lo estás. Emma, acabo de perder a un estudiante porque estaba trabajando en algo que alguien no quería que él supiera. Ahora eres atacada en tu propia casa. –Apretó los dientes, sintiéndose tan impotente–. ¿No creerás que es una coincidencia? – ¡Oh Dios! Christopher, nunca... –su voz era trabajosa–. Pero tienes razón. Es demasiada coincidencia para ser ignorada. – Pon a tu amiga al teléfono. Por favor. Atrapando el teléfono entre su hombro y el oído, puso ambas manos en el teclado y entró en una página web de viajes. Para cuando su amiga Kate dijo hola, había reservado un vuelo de ida y dos de vuelta. – Soy Kate. ¿Christopher? – Sí. Dime la verdad. ¿Está bien? – Está conmocionada y arañada, pero aparte de eso no está herida. El tipo arrasó su casa. Estaba buscando algo, la policía estaba segura de ello. ¿Por qué alguien pensaría que Emma tenía algo tuyo en su posesión? –la voz de Kate era ligeramente acusadora pero en su mayor parte aterrada y Christopher no pudo culparla por ello. – Le di un sobre esta mañana en el aeropuerto. Si alguien estaba vigilándome... maldición. Escucha, tengo billete en un vuelo para mañana a las siete de la mañana. He conseguido dos asientos para el vuelo de vuelta de las once. Voy a traerla aquí, donde pueda mantenerla a salvo. ¿Puedes asegurarte de que tiene una bolsa de equipaje? – Lo haré. La llevaré a encontrarse contigo en el aeropuerto. Gracias, Christopher. Te veré mañana. Christopher colgó y se quedó sentado. Estaba temblando. Tiritando. Ella había estado en peligro. Su mujer había estado en peligro y él había estado demasiado
lejos para ayudarla. Sus manos apenas estaban bastante firmes para marcar, pero marcó el número de Harris con intención medio consciente. – Soy Christopher Walker de la universidad. –Titubeante, Christopher dijo a Harris lo que había pasado–. Podría estar haciendo una montaña de algo sin relación, pero no voy a jugar con su vida. Harris estuvo callado por un momento. – No creo que esté sobrerreaccionando, profesor. – Voy a Cincinnati mañana para traerla de vuelta aquí. Solo pensé que debía saber que dejo la ciudad, pero no será más de un día. – Por si le importa, nunca pensé que usted tuviera algo que ver con el asesinato de Roberts. ¿Está bien su amiga? – Si, gracias a su propia ingenuidad. – Suena como una mujer valiente. ¿Quién sabía que ustedes iban a encontrarse la noche pasada? – Sólo el detective que ella había contratado y no creo que tenga nada que ver con esto. – No, eso no tiene sentido. ¿Alguien más? – Ni siquiera se lo dije a mi hija. Pero... –se frotó levemente la frente–. Pero el detective privado preguntó a varios por mí. Llamó a mi hija, a mis estudiantes y a la secretaria de mi jefe. Y durante el funeral el miércoles todos me contaron que les había llamado. Y cualquiera pudo oírlo. – Creo que ha tenido a alguien vigilándolo, profesor. Necesita tener cuidado. ¿Quién vigilará a su hija mientras usted se va mañana?
El corazón de Christopher se detuvo. Simplemente... se detuvo. – ¡Oh, Dios mío, Megan! Yo... –se contuvo–. Estará en la escuela mañana. Puedo hacer que un amigo la recoja y la lleve al colegio. –Jerry le ayudaría. Sin preguntas. Al otro lado se revolvieron papeles. – Ella está en el St. Pete Middle, ¿verdad? – Sí. Está en octavo grado. ojo.
– Tenemos un oficial en la escuela. Allí estará a salvo. Le diré que le eche un – Gracias.
– Sin problemas. Llámeme si encuentra algo más en esos cuadernos. –Todo venía de lo que Darrell había estado trabajando. Alguien pensaba que sabía algo, que había pasado información a Emma. – Lo haré. – ¿Harás qué, papi? Christopher se giró para encontrar a Megan mirándole desde la puerta del estudio. Su mano tembló al colgar. – ¿Cuánto llevas ahí? Megan estaba frunciendo el ceño. – Lo suficiente para saber que te vas mañana y vas a traer a alguien. ¿Qué está pasando, papi? ¿Y quién es?
– Es una vieja amiga, Megan. Es por lo que el investigador privado me estaba buscando. Estaba tratando de pasarme un mensaje de ella. Me reuní con ella anoche para cenar. Volvió a su casa y alguien entró cuando ella estaba allí. Está agitada y asustada. La cara de Megan se puso blanca. – ¿Por qué no puede estar agitada y asustada en su propia casa? ¿Por qué tiene que venir aquí? Christopher se encogió con la absoluta falta de compasión del tono de su hija. – Megan. Megan giró sobre sus talones. – No importa. No importa. Llamaré a Debbie y preguntaré si puedo pasar la noche con ella. De ese modo no tendrás que preocuparte por mi mañana. Por ahora, tengo deberes que hacer. Christopher saltó sobre sus pies. – Megan, espera. Tenemos que hablar. – No, no tenemos. Llámame cuando la pizza esté aquí. Él se encogió de nuevo con el portazo de la puerta de su dormitorio y se hundió en su silla. – Demonios. Había estado tan dulce la semana anterior. Juró que nunca entendería el mercurial cambio de humor de las adolescentes.
Su hija ya no era un bebé. Pero aún es mi bebé. Se le encogieron las tripas con el aviso de Harris. Alguien había estado vigilándolo. El mismo que podía estar vigilando a Megan, y como la policía decía, no podía estar con ella constantemente. Christopher cogió el teléfono y marcó a Jerry. – ¡Hey! compañero, necesito tu ayuda. Pudo oír la televisión siendo apagada del otro lado. – Díme. Le contó a Jerry sobre Emma, sobre Darrell, sobre la preocupación de Harris por Megan. – Me voy a Cincinnati mañana. ¿Puedes asegurarte de que Megan va al colegio y después a casa de su amiga después de la escuela? – Dios mío, Chris. –La voz de Jerry tembló un poco–. Esto es una locura. – Lo sé. No puedo creer que esto esté pasando, pero lo está. ¿Puedes cuidar de Emma? – Sabes que lo haré. ¿Necesitas que vaya? – No. Va a ir esta noche a casa de su amiga. Solo asegúrate de que entra en el colegio mañana. Estará segura allí. Tienen oficiales patrullando los pasillos. Odiaba la idea de que el colegio de su hija necesitara policía, pero en este momento estaba malditamente contento de que estuvieran allí. – Te llamaré cuando regrese.
***
St. Petersborough, 28 de febrero, 8:30 p.m. Sonó el teléfono. Cerró los ojos, la fría baldosa contra su mejilla. El dolor aún demasiado intenso para moverse. El timbre paró, sólo para empezar de nuevo. Gruñendo, se agarró al borde de la encimera y se puso de rodillas. Cogió el teléfono, y un rayo de cálido dolor blanco subió por su brazo y bajó por su espalda. – Sí. – Estabas equivocado –dijo Andrew–. No le dio nada a Townsend. Había averiguado eso él mismo. Tener a uno de los Neardentales de Andrews atacándole en su cocina era una prueba mayor. Tenía al menos tres costillas rotas y cortes y arañazos por todo el pecho, espalda y abdomen, ninguno de los cuales se vería cuando se pusiera la camisa mañana. Lo cual, suponía, había sido un punto. – Lo siento. – Miénteme de nuevo y estarás muerto. Le dolía demasiado para estar asustado o discutir, pero él no había mentido. Había seguido a Walker al aeropuerto esa mañana, viéndole deslizar un grueso sobre en las manos de la misma mujer con la que había cenado la noche pasada. Ella había guardado el sobre en su bolsa y él no habría podido conseguirlo sin que ella organizara un escándalo. Se las había arreglado para ponerse en la fila detrás de ella mientras esperaba para pasar por la seguridad del aeropuerto. Ella estaba tan concentrada oliendo sus flores que ni siquiera había notado que él estaba mirando sobre su hombro la identificación que sostenía con su tarjeta de embarque. Su carnet de conducir decía que era Emma Townsend de Cincinnati,
Ohio. Entonces él había murmurado algo sobre olvidar algo a la persona detrás de él, salió de la fila y llamó a Andrews. Hizo saber a Andrews que Walker había pasado información a esta mujer, que estaba involucrada románticamente con él, claramente evidente por su beso de despedida. Andrews le había maldecido por no conseguir el sobre, acallando que tendría a alguien para conseguirlo. Se movieron más rápidamente de lo que esperaba. – ¿Lo está? –preguntó–. ¿Muerta, quiero decir? – No. Nuestro hombre se suponía que lo haría parecer un robo, pero fue interrumpido cuando la mujer se las arregló para llamar a la policía. Ahora estarán doblemente suspicaces. Mejor que tú consigas averiguar lo que sabe Walker. El teléfono hizo clic en su oído justo cuando alguien empezaba a tocar en la puerta principal y se tragó un quejido. Se puso una camisa y agarró con torpeza los botones, encogiéndose de dolor. – Ya voy. –Abrió la puerta y parpadeó–. Tanya. Los ojos de Tanya estaban rojos e hinchados. Había estado llorando. Pero ahora sus ojos estaban secos. Y entrecerrados. Entró a la fuerza y cerró de un portazo. – Tenemos que hablar.
Capítulo Seis Cincinnati, lunes, 1 de marzo, 9:02 a.m. – La vista parece diferente desde aquí arriba –murmuró Emma, mirando sobre la galería el lunes por la mañana a los viajeros que subían por las escaleras. Ella siempre había sido la que subía por las escaleras. Nunca viajero, Will siempre había esperado arriba. Kate puso el brazo sobre sus hombros y apretó. – Debería estar aquí pronto. – Esto es tan irreal. –Emma apoyó la cabeza contra el hombro de Kate–. Sé que ya he dicho eso un millón de veces. – No lo hace menos cierto. Emma, cuando llegues allí con él... no quiero que acabes herida por haberte apresurado a algo. ¿Lo sabes? Emma suspiró. – Lo sé. Pero él no me haría daño, Kate. – No a propósito. Sólo ten cuidado, Emma. Con todo. El estómago de Emma se tensó mientras una forma familiar se hacía visible desde abajo, su oscura cabeza y anchos hombros sobresalían entre la multitud. – Ese es él.
Desde detrás de ella, Kate murmuró su apreciación. – ¡Oh, Emma! Muy agradable. Emma no estaba escuchando, cada nervio de su cuerpo vibraba, esperándole. Ella estaba a medio camino de la escalera, cuando la vio y su sangre se alborotó. Él está aquí. Vino por mí. Entonces él salió de la escalera y ella estuvo en sus brazos, tan tensamente abrazada que por un momento tuvo problemas para respirar. Él la alzó contra él y sus brazos estuvieron alrededor de su cuello, aferrándose como si le fuera la vida en ello. Permanecieron de ese modo por un momento muy largo, y ella pudo sentir su corazón acelerado en su pecho. Latía al tiempo que el de ella. De repente, la dejó ir, poniéndola cuidadosamente sobre sus pies. – Siento haberte agarrado tan fuerte. Olvidé que estás magullada –dijo, sus ojos valoraron su rostro, oscureciéndose con furia cuando vio el arañazo en su mejilla–. Te golpeó. Consciente de sí misma, se llevó los dedos a la mejilla. – Cuando traté de huir. – Maldición Emma –siseó–. Lo siento. – Está bien. No estaba bien, pensó. Se aseguraría de que nadie la hiriera de nuevo. Levantó los ojos de su cara a la alta mujer que permanecía junto a ella. – Eres Kate. – Sí. –Desvergonzadamente Kate buscó sus ojos, después asintió–. ¿La mantendrás a salvo? – Puedes contar con ello.
– Vuestro vuelo no sale hasta dentro de otra hora y media –dijo Kate–. Vayamos a tomar una taza de café. Me gustaría conocerte un poco mejor. Christopher deslizó su brazo alrededor de la cintura de Emma. – Un café suena celestial justo ahora. –Habían empezado a avanzar en dirección a una cafetería cuando sonó su teléfono. – Walker. –Ante el sonido de la voz de Ian, se detuvo en seco, ganándose contenidas miradas de los pasajeros que se vieron obligados a rodearlos. Las palabras de Ian no parecían tener ningún sentido–. ¿Qué quieres decir con que Tanya se ha ido? – Que Tanya se ha ido –repitió–. No apareció para la clase de las ocho esta mañana y su tía dice que no fue a casa anoche. Su tía está frenética. Christopher endureció la mandíbula. – Llama a Harris. – Lo hice. Dice que enviará un coche patrulla a comprobar la casa de su tía. – Llámame en cuanto sepas algo –dijo entre dientes, colgó y marcó el teléfono de Jerry. – ¿Llegó bien Megan al colegio? –preguntó y Emma le miró, con los ojos muy abiertos. Él apretó su brazo ligeramente, tranquilizándola. – La acompañé yo mismo, Chris. –Dijo Jerry. Rió trémulo–. Probablemente no me hablará durante un mes, estaba muy avergonzada. – Sobrevivirá a un poco de vergüenza –dijo Christopher con severidad–. Volaré de vuelta en poco más de una hora, así que estaré en casa a tiempo para recogerla de la escuela. Gracias compañero.
– Cuando quieras. Llama si te retrasas. Tendré a uno de mis estudiantes superiores preparado para cubrir mis clases de la tarde en caso de que tenga que recoger a Megan. – Gracias Jerry. –Deslizó el teléfono en su bolsillo y comenzó a moverse de nuevo. Kate abría el camino hacia la cafetería del nivel superior. – Megan está bien. Las rubias cejas de Emma se fruncieron. – ¿Pero Tanya no? Christopher tragó saliva, ni siquiera deseaba contemplar las posibilidades. – Tanya es otra de mis estudiantes de grado. Está desaparecida. – Y ella no se ha tomado un fin de semana y no ha regresado. – No. –Christopher endureció la mandíbula–. Ella es estudiante de grado de primer año, a seis meses de acabar el programa, pero siempre ha parecido mucho mayor. Más madura. Nunca se levantaría y se marcharía, especialmente sabiendo cuanto nos preocuparíamos. Emma apoyó la cabeza en su hombro. – No deberías haber venido a por mí–dijo ella suavemente–. Podría haber volado sola. La miró a ella y al arañazo en su mejilla dejado por algún matón buscando algo por lo que alguien ya había matado. Al menos una vez.
– Sé que podías hacerlo. Pero necesitaba verte con mis propios ojos. Saber que estás a salvo. Sus ojos estaban serios. – Estoy bien, Christopher. Asegurémonos de que otras personas de tu vida están del mismo modo. ***
St. Peterborough, lunes, 1 de marzo, 2.30 p.m. – No es mucho, pero es un hogar –dijo Christopher, dejando su pequeña maleta en el suelo de baldosas de la entrada. Pero Emma no estaba mirando la casa. Con una deleitada sonrisa se encaminó a la pared trasera, que era de cristal y miraba al estrecho canal que fluía en la parte de atrás de su propiedad. Un pequeño bote de pesca para dos personas se balanceaba en la corriente, amarrado a un desgastado muelle en el que descansaba un pelícano. El cielo era azul, el aire cálido, sin un indicio del invierno que había dejado detrás. – Tenías razón sobre la bahía –exclamó–. ¡Qué adorable! Él estaba de pie junto a ella, con las manos en sus hombros y un estremecimiento involuntario bajó por su espalda. Por primera vez desde el sábado por la noche en la playa, estaban verdaderamente solos. Sus pulgares acariciaron ligera, rítmicamente la curva de su cuello.
– Técnicamente está en el canal –dijo él con voz ronca y ella cedió a la necesidad de inclinarse hacia él–. Incluso una choza en la playa está fuera de mi rango de precios. – Aún así es agua –murmuró ella–. Siempre encontré que el agua es calmante. Sus brazos rodearon su cintura, sus manos se entrelazaron flojas sobre su estómago. Acunándola gentilmente. Tranquilizándola de un modo diferente. Entonces sus labios acariciaron la suave curva de su cuello y ella tomó un sobresaltado aliento mientras sus nervios se enervaban. – ¿Debería parar? –susurró él y ella negó con la cabeza. – No –respondió–. Sólo es aún tan inesperado. Como me haces sentir. Sus labios trazaron un cálido camino subiendo por el costado de su rostro, depositando un beso contra su sien. – ¿Cómo te hago sentir? Otro estremecimiento la sacudió. – Viva. –Ella tragó saliva, inclinó la cabeza a un lado para darle mejor acceso–. Como una mujer debería sentirse. – ¡Humm! –Su humm de apreciación hizo cosquillas en su piel y la giró en sus brazos, sus manos enmarcando su cara, sus labios tomando los de ella en un caliente, sensual beso que dejó sus sentidos tambaleándose–. No puedo aceptar ningún crédito por eso, Emma. Eres lo que toda mujer debería ser. He estado esperando besarte de verdad desde que te dejé ayer por la mañana en el aeropuerto. –Sus manos se apoyaron ligeramente en su espalda, poco exigentes. Ella se puso de puntillas, con los brazos alrededor de su cuello.
– Entonces ¿qué te detiene? Sus ojos ardieron. – Me preocupaba que estuvieras demasiado dolorida. – Sólo mis costillas y sólo un poco. Mordisqueó la comisura de su boca, deseando sentir de nuevo la fuerza de su pasión, como había sentido en la playa cuando él había presionado la dureza de su erección contra la suavidad entre sus piernas. Había sido tan tentador. Tan apetecible. – Bésame, Christopher. Se alzó unos centímetros más sobre sus pies y sintió su cuerpo estremecerse. Sintió esa tentadora arista una vez más, pero apretada contra su estómago, aún no lo suficientemente bajo para sentir alivio. Con un gruñido la rodeó por detrás y la levantó, presionándola contra la pared de cristal y empujando con fuerza, arrancando un quejido de su garganta. Sus manos se deslizaron más abajo, alzando sus muslos así ella rodeó sus caderas, permitiéndole moverse contra él, sintiendo su latido contra ella incluso a pesar de la doble barrera de sus pantalones. La besó como la había besado en la playa, con la boca abierta y totalmente sexual, sin ocultar nada, sin guardarse nada. Le devolvió el beso, con avidez, ignorando las punzadas de sus magulladas costillas. Enredó sus dedos entre su corto cabello y movió su cabeza para obtener todo lo que pudiera de ese beso. Entonces se quedó helada cuando los dedos en sus muslos la acariciaron por dentro y hacia arriba. Caricias leves como mariposas sobre la parte de ella que palpitaba por él. ¿Cómo podía un toque tan ligero sacudir su cuerpo así? Hacía mucho tiempo. Demasiado, se dijo a sí misma. El suficiente como para que tu cuerpo tome el mando sobre tu cerebro si no tienes cuidado. Recordó la
última carta que le había escrito, los deseos que había expresado con gráficos detalles. Y ella quería cumplir todos y cada uno de ellos. Justo en este momento. Pero no debía. Obligó a su cabeza a levantarse y a sus ojos a abrirse. Le encontró respirando con dificultad, sus ojos casi negros. Sus dedos continuaron acariciando la unión de sus muslos, suavemente. Ella abrió la boca para hablar, para decirle que parara, pero las palabras no surgieron. Se quedó allí colgada, sumida en las sensaciones que la regalaba, su cuerpo temblando, su corazón acelerado. Entonces sus dedos se retiraron y la alejó de su pulsante erección, bajó sus muslos y gentilmente empujó sus caderas hacia abajo hasta que sus pies estuvieron firmemente asentados en el suelo una vez más. – No tenía intención de hacer esto. –Su voz crujió, ronca y áspera–. Sólo quería besarte, pero al parecer no puedo detenerme cuando tú estás involucrada. Intentó una sonrisa, pero salió más como una mueca. – Supongo que tengo demasiado deseo por ti acumulado. Emma se lamió los labios, aún saboreándole. – Es una calle de dos vías, Christopher. Pero no estoy preparada para irme a la cama contigo. Aún no. Estuvo callado durante un minuto, entonces alzó una ceja. – ¿Leíste mi última carta? El calor inundó sus mejillas y él rió. – Deberías haber puesto un aviso en el sobre –dijo ella con fingida severidad–. Calificado X o algo así.
Ahora él estaba sonriendo. – Te dije que lo abrieras cuando estuvieras sola. Sus manos habían retornado a la parte baja de su espalda donde simplemente descansaron. – Yo leí tu libro. Ella se llevó la lengua a la mejilla. – ¿Encontraste a tu niño interior? Sus labios se torcieron. – No. Pero podía oírte en cada página. Es buen material. – De un hombre que encuentra que los libros de autoayuda no ayudan, tomaré eso como un cumplido. –Se puso seria, aplanando las palmas de sus manos y subiéndolas por sus brazos hasta sus hombros–. Lo siento, Christopher. Siento que Darrell se haya ido. El dolor de perder a alguien en un acto de violencia inútil es diferente de cualquier otra clase de dolor. A Christopher se le atascó la garganta. – Y Tanya aún está desaparecida. No puedo creer que esto esté pasando. Había llamado al detective que trabajaba en el caso tan pronto bajó del avión en Florida. La estudiante de grado no estaba por ninguna parte. Se aclaró la garganta. – Tengo que recoger a Megan del colegio. Déjame mostrarte donde vas a dormir. Puedes relajarte mientras voy.
Se alejó de sus brazos, sus maneras de repente bruscas. Pero Emma no lo tomó como una ofensa. Era su forma de enfrentarse con una situación que había sacudido su mundo. Le siguió a la parte de atrás de la casa donde él puso su maleta en una modesta habitación con una cama doble. Supervisó la habitación con ojo crítico. – Como te dije, no es gran cosa. –Pasó un dedo por una fina capa de polvo en la mesilla de noche–. Lo siento. No somos muy caseros, Megan y yo. – Christopher, después de montones de habitaciones de hotel que parecen todas iguales, esto es perfecto para mí. Ella bajó su cara a su nivel para un suave besito en sus labios. – Ve a por tu hija. Estaré bien. Caminó con él hasta la puerta, fascinada por un anhelo tan real como el tirador de la puerta que agarró fuerte mientras él se alejaba. Una imagen se había insertado en su imaginación, ella diciéndole adiós cada mañana desde la misma puerta. Él iría a trabajar a la Universidad y ella podía quedarse aquí y escribir. Con el cielo azul y la cálida brisa y los pájaros volando... ¿Quién podía pedir un lugar mejor para... estar? Ella sacudió la cabeza ante sus propios deseos mientras cerraba la puerta. Era normal querer un hogar de nuevo después de vivir sola. Pero había visto a demasiados clientes apresurándose a una relación después de la muerte de sus parejas porque la soledad era demasiado severa. Algunas veces esas nuevas relaciones funcionaban, pero con más frecuencia se desmoronaban. Emma había roto el corazón de Christopher una vez antes. No le haría eso de nuevo. Si se suponía que tenían que estar juntos, funcionaría. A su tiempo. No lo apresuraría. Pero podía hacerle a él y a su hija la cena, pensó y se dirigió a la cocina. Hacía más de un año desde que había cocinado una comida completa, pero... – Como montar en bici –murmuró.
La salsa Alfredo de su abuela estaba cocinándose a fuego lento en la cocina cuando la puerta principal se abrió de golpe y una voz llena de pánico exclamó. – ¡Chris! ¡Megan! Frunciendo el ceño, Emma fisgó por la puerta de la cocina para ver a un hombre aproximadamente de su edad guardando una llave. Era fornido con una aseada barba y una pipa aferrada entre los dientes que la hizo pensar en Hemingway. Este debía de ser Jerry, pensó. Christopher le había hablado de su amigo, el profesor de física, la mostró una fotografía de ellos dos juntos con Megan. Era una foto de Navidad y todos ellos estaban sonriendo. Jerry ahora no sonreía, con su boca torcida en una mueca. Emma emergió de la cocina, inquieta ante la vista de un hombre extraño. Se dijo a sí misma que era simplemente una reacción residual al hombre que había irrumpido en su casa y la había atado el día anterior. Estaba temblorosa después del asalto. Imagínate. – No están aquí –dijo con la cuchara de madera en la mano. No estaba segura de por qué la sostenía en la mano. Sería una mierda como arma en cualquier caso–. Pero deberían estar de vuelta pronto. El hombre entrecerró los ojos al verla. – O eres Emma o Chris finalmente se ha rendido y contrató un ama de llaves. – Lo primero. Sería pésima en lo segundo. Tú eres Jerry. Los ojos de él se abrieron. – ¿Cómo lo sabes? – Christopher me mostró una foto. Ha ido a recoger a Megan.
El ceño se suavizó en la cara del hombre. – Gracias a Dios. No he sabido nada de él esta tarde, así que fui a la escuela sólo por si acaso no había conseguido regresar a tiempo de buscar a Megan, pero ella no estaba esperando fuera como le había dicho que hiciera. Casi me da un ataque al corazón–. Jerry se dejó caer en el blando sofá, con los ojos cerrados y sus mejillas grises sobre su oscura barba–. Traté de llamarle a su teléfono, pero seguía saltando su buzón de voz. – Probablemente estaba hablando con ese detective o con sus estudiantes – informó Emma y caminó hacia él, evaluándolo con ojo crítico–. ¿Estás bien? Parecía un hombre al borde de un ataque al corazón. – ¿Puedo traerte un vaso de agua? Él abrió un ojo. – Mientras tenga escocés mezclado con ella… Ligero de agua. Emma le sirvió una bebida de la botella que había encontrado en la cocina. Le miró apurar la bebida de un trago y sostuvo el vaso durante unos segundos. Quizás Jerry tenía más en común con el alcohólico Ernest Hemingway que una pipa y una barba. Pero antes de que pudiera decirle que el bar estaba cerrado, la puerta principal se abrió y una adolescente entró. Christopher la siguió y olisqueó apreciativamente. – Trajiste la cena, Jerry. No tenías que hacer eso. Jerry negó con la cabeza y señaló con el dedo a Emma.
– No. Ella está cocinando algo. –Luchó por ponerse en pie, con los ojos en Megan aunque sus palabras eran para Christopher–. No llamaste. Estaba enfermo de preocupación. La cara de Christopher se desencajó. – Lo siento, Jerry. El detective Harris llamó cuando bajé del avión y me despisté. Volvió su atención a la adolescente que había dejado caer su mochila al suelo junto a la puerta. Se había quedado de pie allí, estudiando a Emma a través de sus entrecerrados y hostiles ojos, pero de pie tras ella Christopher no veía eso. – Megan quiero presentarte a la doctora Emma Townsend. Emma y yo fuimos juntos al instituto. Emma, esta es mi hija Megan. Emma dio un paso adelante con la mano extendida a pesar de la obvia vacilación de la chica. – Es un placer conocerte, Megan. Megan dio un paso atrás, sus ojos oscuros llameando. – No es un placer conocerte –dijo ella y Christopher jadeó. – ¡Megan! ¿Qué pasa contigo? Megan alzó las cejas, con expresión de furioso desdén. – ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué pasa contigo, papá? Traerla aquí, a nuestra casa. Christopher parecía totalmente sorprendido. – Megan, no conoces a Emma.
– No tengo que hacerlo –dijo Megan amargamente–. Sé todo sobre ella. Ella es la razón de tu divorcio. Y con esa sobresaltada declaración Megan se fue echando pestes a su habitación y la casa entera se sacudió con la fuerza de su portazo. Atónito, Christopher sólo pudo mirar fijamente hacia la puerta durante un largo momento. Entonces con seriedad la siguió y cuidadosamente cerró la puerta que su hija había golpeado. Emma tomó aliento, con el corazón latiendo como un tambor de guerra. Aventuró una mirada a Jerry, quien estaba mirando la puerta cerrada de Megan. Entonces se volvió enfadado, mirándola con ojos entrecerrados y Emma abrió la boca en su propia defensa. – La última vez que vi a Christopher fue en nuestra graduación en el instituto –dijo tranquilamente–. Después de eso, lo vi el sábado por la noche. Nunca conocí a su esposa. Ni siquiera sabía dónde vivía. Jerry miró de reojo la puerta principal, como considerando una huida, entonces negó con la cabeza. – Esperaré la declaración oficial –dijo secamente y rellenó su propio vaso–. Nunca hay un momento de aburrimiento en esta casa, diré eso. –Gesticuló con su pipa hacia la cuchara de madera que ella aún sostenía en la mano–. Tu salsa se está quemando. Emma puso los ojos en blanco. – Demonios. *** Christopher se inclinó hacia atrás contra la puerta de Megan, completamente sin palabras. Su hija estaba sentada en la cama, con los brazos cruzados sobre el
pecho, su cara hacia la pared, de espaldas a él. Se devanó los sesos, tratando de pensar en una vez, una sola vez en que hubiera mencionado a Emma. No pudo pensar en una sola vez. – Megan, habla conmigo, cariño. –Dio un paso adelante, puso una mano sobre su hombro. Ella se alejó–. Megan, por favor. – ¿Por favor, qué, papá? –su voz era fría. Terriblemente adulta. Christopher sacudió la cabeza impotente. – No lo entiendo. –Puso de nuevo la mano sobre su hombro. De nuevo ella la alejó. – Megan... ni siquiera he hablado nunca con la doctora Townsend después del instituto. No tuvo nada que ver con tu madre y conmigo. La risa de Megan fue amarga. – Tuvo todo que ver con vosotros dos. Él quitó un oso de peluche de su silla y se hundió en ella. – Megan, nunca fui infiel a tu madre. Ni una vez. Jamás. Megan mantuvo la mirada fijada firmemente en la pared. – Mamá encontró un montón de cartas, papá. –Se giró para clavarle la mirada–. Cartas de amor que iban más allá del instituto. Christopher parpadeó. Mona había visto las cartas que había escrito a Emma. Habían sido muy inocentes. Las reflexiones de un adolescente, a kilómetros de casa. Verdaderamente solo por primera vez en su vida. Habían sido casi como un diario. Pero había dejado de escribirlas. El día que había decidido proponer matrimonio a Mona dejó a un lado las cartas, determinado a no escribir otra nunca. Y no lo había hecho. No hasta el sábado por la noche. Debería haberlas destruido, pensó, maldiciendo su propio sentimentalismo.
Se aclaró la garganta. – Tu madre debe haberse sentido herida –dijo con tranquilidad. Megan se rió cruelmente. – ¿Tú crees? – Jamás escribí ninguna carta después de pedir a tu madre que se casara conmigo, Megan. Esa es la verdad. – No, solo dijiste su nombre en sueños. Christopher se quedó con la boca abierta. – ¿Qué? ¿Tu madre te dijo eso? Su hija se mordió las mejillas, obligándose a no llorar. – Una vez, cuando estaba de visita. Justo después de vuestro divorcio. Fui a quedarme con ella en su hotel y me desperté por la noche, llorando. Ella estaba despierta. La pregunté por qué nos dejó. Por qué te dejó. Ella... –Megan apartó la mirada, con labios temblorosos – había estado bebiendo. Y me lo contó. Christopher tragó saliva. Había sospechado que Mona bebía demasiado, pero hacerlo cuando su hija estaba con ella... – ¿Bebía cuando la visitabas? – Sí. La última vez, fue malo. Casi no pude despertarla al día siguiente. Cuando finalmente despertó, estaba avergonzada. Creo que por eso no ha regresado. Demasiado para una visita sin supervisión, pensó Christopher severamente. Se aseguraría de que eso no sucediera de nuevo. Pero ese no era el problema mayor
por el momento. El resentimiento de su hija hacia Emma amenazaba cualquier futuro que pudieran tener. – Desearía que tu madre me lo hubiera contado. La habría dicho la verdad. Pude amar a Emma en el instituto, pero tu madre fue la mujer con la que me casé. Tu madre era la mujer con la que quería construir una vida. Tu madre fue quien eligió alejarse, Megan. No yo. Megan entrecerró los ojos, oscuros como los de Mona. – Podíamos habernos ido con ella. – ¿A Sudamérica? ¿Habrías querido desarraigarte, trasladarte a un lugar extranjero, aprender un nuevo idioma? No habría estado en casa con nosotros más de lo que hacía aquí, cariño. Habríamos estado solos allí también. Sus ojos llamearon. – ¿Te estás acostando con ella? ¿Con Emma? Christopher se encogió ante el veneno de su tono. – Megan. – ¿Bien, lo estás? Él buscó sus ojos. – No. Pero si decidiera hacerlo, sería asunto mío, corazón. Sus nerviosas manos permanecieron sobre la colcha. – Y lo que yo diga no importa.
Christopher inclinó la cabeza hacia atrás y estudió el techo durante varios segundos antes de, una vez más, buscar sus ojos. – Por supuesto que importa. Pero Megan, no he hecho nada malo en este asunto. Nunca, ni una vez engañé a tu madre, no importa lo que ella pensara. Si hubiera confiado en mí lo suficiente para hablarme de esto, quizás nunca habría llegado tan lejos. Pero no lo hizo y se fue. Yo también tengo que seguir con mi vida, cariño. Emma es una persona maravillosa. Tengo confianza de que una vez la des una oportunidad, tú también lo verás. Megan apartó la mirada. – No aguantes la respiración –murmuró. Con un suspiro, Christopher se enderezó. – Te llamaré cuando sea hora de cenar. – No te molestes. Preferiría morirme de hambre a comer nada que ella haga. Sacudiendo la cabeza, Christopher salió, cerrando la puerta tras él. Encontró a Emma en la cocina cociendo pasta y Jerry apoyado contra la jamba de la puerta, mirándola silenciosamente con ceño. – Lo siento, Emma –dijo y ella le miró, preocupada, pero no dijo nada. Jerry por otra parte, no pareció tener tal duda. – ¿Qué quiso decir? –preguntó. Christopher miró a Jerry y suspiró. – Aparentemente hablaba en sueños. Eso junto con algunas viejas cartas que Mona encontró... –se encogió de hombros–. Sacó sus propias conclusiones. Fueron equivocadas. Desafortunadamente se lo dijo a Megan una noche cuando estaba borracha. –Se frotó una ceja–. Mona, no Megan.
– Eso suponía –dijo Jerry secamente. – Nunca engañé a Mona, Jerry. Ni una vez. Sin embargo ella no puede decir lo mismo. Emma abrió los ojos sorprendida, pero aún no dijo nada, sólo miró mientras silenciosamente removía la pasta. Jerry se aclaró la garganta. – ¿Cómo supiste eso? – Me lo contó, una noche cuando ella había estado bebiendo demasiado. Christopher se sirvió una bebida, la estudió, después vació el contenido de su vaso en la pila con disgusto. – Nunca me dijo quién era el tipo. Me lo contó para herirme. Fue pocos meses antes de irse. Nunca entendí por qué estaba tan enfadada conmigo. Aún no entiendo por qué nunca me preguntó. – Tal vez le preocupaba lo que escucharía –dijo Jerry, con tristeza, pensó Emma–. Tengo trabajo que hacer. Te veré mañana, Chris. Emma, un placer conocerte. La puerta principal se cerró y hubo silencio. Ella pudo sentir a Christopher mirándola moverse alrededor de su cocina. – Di algo, Emma. Emma suspiró. – No sé qué decir. He hecho un enemigo de tu hija, de forma totalmente inintencionada. No quiero empeorarlo. Me iré a un hotel. Él negó con la cabeza.
– No, no lo harás. Te traje aquí para mantenerte a salvo. No puedo hacer eso si estás en un hotel. Megan tendrá que entenderlo. Emma abrió armarios hasta que encontró platos y sacó tres de una pila. – Megan es una adolescente de trece años. No ‘entienden’. Incluso si su madre no me hubiera culpado, Megan tendría problemas para aceptar a su padre con cualquier mujer. El Don César tiene una gran seguridad. Estaré a salvo. – No vas a ir a ningún sitio –insistió Christopher con ceño–. No he hecho nada malo, Emma. Tú no has hecho nada malo. Mona, por otro lado, se equivocó bastante y se fue a Sudamérica a hacer su vida. Tú estás aquí porque hay una amenaza real. Incluso el detective Harris piensa eso. Cuando todo esté asentado, hablaremos sobre irte a un hotel. Pero no hasta entonces y ciertamente no esta noche. Emma pudo ver por la afirmación de su mandíbula que discutir era inútil por el momento. – Así que ¿qué dijo el detective cuando hablaste con él de camino desde el colegio de Megan? –preguntó en su lugar, preparando la mesa, dejando a un lado el terrible sentimiento de que la hija de Christopher pudiera vetar cualquier relación recién descubierta que pudieran tener antes de que empezara siquiera. En su lugar Emma se envolvió en la calidez de preparar la mesa para más de uno. Se permitió soñar. Sólo un poco. – Preguntó lo lejos que habíamos llegado procesando las muestras que Darrell había estado reuniendo. Le dije que con Tanya ausente, el trabajo llevaría más tiempo. –Endureció la mandíbula–. No quiero pensar donde puede estar. – ¿Qué dijo el detective sobre ella? – Que aún está desaparecida. Está asumiendo que hay juego sucio. Supongo que yo también lo sé, pero aún no quiero admitirlo. –Endureció los hombros–. Nos
pidió que aceleráramos el ritmo de testar las muestras en las que Darrell estaba trabajando cuando fue asesinado. Iré después de cenar a hacer algo de su trabajo.–Frunció el ceño–. Supongo que tú y Megan tendréis que venir conmigo. No os dejaré a ninguna de las dos aquí solas, especialmente después de oscurecer. ¿Y no estará feliz Megan con eso? Pensó Emma irónicamente, pero lo dejó estar. – Puedo ayudarte con las pruebas –dijo–, en tanto en cuanto no sea demasiado complicado. También me especialicé en química. Puedo ser asistente de laboratorio si quieres. Metió una cuchara en la hirviente salsa y la acercó a los labios de él atrapando su mirada. Y su propia respiración. Él tocó la cuchara con la lengua, con ojos ardientes. – Apreciaría la ayuda. Haces una buena salsa, Emma. – Sólo lo dices porque no es una Hamburguesa Helper –le provocó, sus mejillas enrojeciendo por su ligera alabanza–. Debes tener dos docenas de cajas de Hamburguesas y Atún Helper en la despensa. – Ni Megan ni yo cocinamos muy a menudo –admitió–. Con más frecuencia Jerry trae un cubo de pollo. – Te regañaría por comer toda esa grasa, pero no parece haberte hecho mucho daño. –Sus ojos bajaron por toda su longitud, hasta los pies y de vuelta. Él enredó sus dedos por su pelo e inclinó su rostro para un suave beso. – Tú tampoco has envejecido mal. –Rápidamente él se soltó y levantó la olla del fuego–. Comamos. Estoy muriéndome de hambre. –Echó una mirada a la mesa donde ella había preparado tres sitios–. Megan dijo que preferiría morir de hambre a comer con nosotros.
– Entonces le prepararemos un plato y ella puede comer más tarde. No la presiones, Christopher. Dale tiempo para acostumbrarse a la idea. Gentilmente agarró su barbilla, inclinando su rostro hacia arriba de nuevo. – ¿La idea de qué? Emma se chupó el labio superior, después lo mordió. – De nosotros. De mí siendo parte de tu vida. – ¿Tú te estás acostumbrando a la idea, Emma? – Sí, creo que sí. Sus ojos azules brillaron con una mirada de triunfo que él ni pudo ni se molestó en ocultar. – Entonces Megan cambiará de idea. Es una chica lista, cariñosa y generosa. Con el tiempo verá que esto me hace feliz. Que también la hará feliz a ella. Pero Emma recordó el patente odio en los ojos de la chica y sólo pudo rogar que Christopher tuviera razón. Porque si su hija no lo aprobaba... Emma había aconsejado a suficientes familias “pegadas” para saber la presión que los hijastros enfadados podían ejercer sobre las nuevas relaciones. Incluso en el mejor de los casos no era bueno.
Capítulo Siete Martes, 2 de marzo, 1:30 a.m. Ian inspeccionó los resultados de Emma. – Es usted una estudiante rápida, Dra. Townsend. Emma alzó una comisura de su boca ante la ácida admiración en su tono. Él se había opuesto ruidosamente a su ‘ayuda’ cuando Christopher la había traído al principio al laboratorio. Alteraría sus muestras, haría más mal que bien. No fue hasta que Ian se quejó de que tendrían que vigilarla para asegurarse de que no se envenenaba o los volaba a todos que Christopher le calló con un “Cállate y enséñale como hacer los malditos tests.” Ahora, después de hacer varias pruebas sin daño para el laboratorio, sus ocupantes o su propia persona, parecía que se había ganado un poco de respeto. – Gracias, Ian. Sin embargo, no saqué nada fuera de lo ordinario de las muestras que comprobé. Ninguna de ellas dio positivo en nada. – Las mías tampoco –dijo Nate seriamente desde la mesa de laboratorio junto a la de Emma–. Lo que tenemos es un simple montón de porquería. He estado aquí diecisiete horas y no se más de lo que sabía cuando entré esta mañana. –Tiró su lapicero a la mesa con disgusto–. Maldición. Encorvando los hombros, Emma miró las filas de pequeñas botellas llenas de suciedad alineadas en la mesa de laboratorio, las veía borrosas. Podrían estar aquí otras diecisiete horas y aún tendrían más pruebas que testar. Parpadeando fuerte, enfocó sus ojos en el reloj. Habían estado trabajado duro durante horas, casi todo
el tiempo en silencio, Megan Walker dormía en el sofá de la habitación de al lado. Dormir estaba empezando a sonarle muy bien a Emma, también. – Caballeros, estoy empezando a funcionar entre bruma. No dormí la mayor parte de anoche. –Echó una mirada por el brillante blanco del laboratorio donde Christopher estaba frunciendo el ceño a una pantalla del ordenador llena de números y gráficas. – Está tratando de encontrar algo que enlace estas muestras –murmuró Ian. Pero Christopher no había encontrado nada, Emma lo sabía. Hasta ahora. Se sentó en el taburete a la mesa del laboratorio. – ¿Cómo podía nadie saber en qué estaba trabajando Darrell? Alguien tenía que saberlo. De otro modo estaría vivo. Ian se frotó el cuello cansado. – Nate y yo nos hemos devanado los sesos tratando de pensar en cómo lo sabría nadie, pero estamos en blanco. Nate frunció el ceño. – Nadie lo sabía excepto nosotros. – Bien, el hombre de la oficina de USDA lo sabe –dijo Emma meticulosamente. Ian alzó una ceja. – Si, Sutton lo sabe, pero ninguno de nuestros informes tienen listado nada salvo códigos numéricos para las muestras. No había nada que pareciera sospechoso. – A ti, quizás. Significaba algo para alguien, Ian.
– Tanya lo sabía –dijo Nate sin entonación–. ¿Viste como palidecía cuando Harris abrió el cuaderno de Darrell ayer por la mañana? Sabía algo. Y ahora también ha desaparecido. No hace falta ser un científico espacial para conectar los malditos puntos. – Christopher dijo que nada en lo que estabais trabajando era un secreto. No habría habido ninguna razón para que ella no hablara de ello. Quizás dijo algo de modo inocente. – ¿A quién? – Quiso saber Ian–. Aquí estamos trabajando con tierra. Nada excitante. No hay ninguna intriga. No es como si la prensa o cualquier otro estuviera haciendo cola para obtener un vistazo de nuestros datos. Las únicas personas que se preocupan son los de la oficina del USDA. Demonios. – Este nuevo test vuestro –dijo Emma, ignorando su impaciencia–. Reemplaza el test de algún otro, ¿correcto? Nate asintió. – Sí. Pero si está pensando que alguien que posee los derechos de los antiguos test está cabreado por ser desbancado, está equivocada. Los tests no son como su libro –dijo, combinando su propia impaciencia con una condescendencia que la sorprendió–. No es que cada vez que alguien lo usa para testar tierra obtengas un royalty. El test es publicado en la información del USDA. En este negocio no hay test secretos que puedan hacer rico a alguien. No existen. Así que ahí no hay motivo. – ¿Qué hay de las muestras mismas? –preguntó ella–. Dijiste que eran muestras de tierra que fueron destruidas el mes pasado. ¿De dónde fueron tomadas las muestras? El tono de Ian era patentemente enojado.
– Ya hemos mirado eso también, Dra. Townsend. Sé que está tratando de ayudar, pero no lo hace. Cualquier cosa que pueda pensar preguntar, ya nos lo hemos preguntado. Se detuvo en seco de pedirle que se fuera, pero su intención era clara. Emma echó un vistazo al otro lado de la habitación. Christopher había dejado de escribir y estaba escuchando la conversación con ojos entrecerrados. Abrió la boca como para reprender a sus estudiantes, pero Emma negó con la cabeza. – Caballeros. No estoy ‘tratando de ayudar’ aquí. Estoy involucrada, les guste o no. Alguien pensó ayer que sabía algo. Irrumpió en mi casa, me ató e hizo trizas mis cosas. No sé si no habría acabado como Darrell si no me las hubiese arreglado para llamar a la policía. –Dejó su declaración colgando, les vio bajar la mirada–. Mi casa es la escena de un crimen y no me sentiré segura volviendo hasta que este asunto esté aclarado. Así que si os molesto al hacer preguntas, eso es peor. Ahora es tarde. Asumo que estáis tan cansados como yo. ¿Por qué no vamos todos a dormir un poco y regresamos mañana e intentamos esto de nuevo? Nate se mordió el interior de la mejilla. – Lo siento, Dra. Townsend. Tiene razón. Estamos cansados, pero eso no es excusa para que seamos groseros. Ian asintió. – Lo mismo digo. ¡Ay! –Se encogió cuando Nate le codeó, fuerte–. Lo siento, ¿vale? –Se frotó el costado–. Maldita sea, Nate. Emma inclinó la cabeza. – Muy bien. Hasta mañana entonces, caballeros. –Esperó hasta que se hubieron ido y se volvió a Christopher–. Lo siento. Tus estudiantes me pusieron de mala leche.
Una comisura de la boca de Christopher se levantó. – Haz lo que te parezca. Nate tiende a tener demasiado temperamento e Ian gimotea. Darrell les gritaba al menos una vez al día. Ellos se lo buscaron. –Se acercó hasta ponerse detrás de ella, con sus manos masajeando gentilmente sus rígidos hombros–. Mis estudiantes obtienen un estipendio por su trabajo aquí. ¿Cómo te pagaré a ti? – Ha pasado mucho tiempo desde que me dieron un masaje. Se siente bien. – Dejó caer la cabeza para darle acceso a su cuello, alzando la mirada a la larga fila de muestras aún pendientes de ser testadas–. ¿Estaban todas esas botellas ahí la noche que Darrell fue asesinado? Sus manos quedaron inmóviles. – Sí, ¿por qué? – ¿Por qué quien quiera que le mató no las destruyó? Las manos de Christopher se deslizaron desde sus hombros. – Querían que pareciera un accidente. Si desordenaban el laboratorio, no lo parecería. Darrell reunió todas esas muestras. – ¿Cómo sabéis de donde las cogió? – Cada una está marcada con un código. Darrell guardaba una lista de los códigos con coordenadas de mapas. Algunas de estas vienen de alrededor de la ciudad, otras de otras partes del estado. Entregué las coordenadas a Harris ayer por la mañana. Christopher frunció el ceño, mirando los códigos de las muestras sin testar y después a los códigos de las botellas vacías testadas durante todo el día. – Hay un bloque de números desaparecidos.
– ¿Qué quieres decir con desaparecidos? – Los códigos van con la geografía. Todos los números que empiezan con uno vienen de aquí, del condado de Pinellas. Todos los números que empiezan con dos vienen del condado siguiente al nuestro y así. No hay códigos que empiecen por siete. Ni uno. Emma se enderezó, de repente despierta. – Tal vez se los llevaron. Él se giró, con ceño fruncido. – No. Comprobé las muestras yo mismo con la lista en la que Darrell había estado trabajando, después de que Harris se fuera ayer por la mañana. Realmente no había creído que Darrell había sido asesinado antes de eso. Era una idea demasiado absurda para ser cierta. No creo que Darrell hubiera acabado de reunir todas las muestras. – ¿Así que alguien le detuvo antes de que pudiera llegar al punto geográfico número siete? Christopher estaba de vuelta en el ordenador, pulsando teclas frenéticamente, sacando la copia escaneada del último cuaderno de Darrell, el que estaba desaparecido. El que el asesino se había llevado con él. – Aquí están las áreas donde Darrell estaba recogiendo muestras. El número siete es un área como a unos ciento sesenta kilómetros al norte de aquí. – Entonces supongo que vamos a hacer un viaje allí mañana –murmuró Emma, mirando sobre su hombro–. ¿Deberíamos llevar a Megan con nosotros? – No. Estará a salvo en el colegio con el oficial a cargo. –Apagó el ordenador–. Despertemos a Megan. Así podremos ir a casa y meternos en la cama.
***
Martes, 2 de marzo, 2:30 a.m. – ¿Se ha despertado? –preguntó Emma cuando Christopher entró en la cocina. Se estaba preparando una taza de té de hierbas, un ritual que había desarrollado durante su año de gira. Estaba exhausta, pero demasiado tensa para dormir. Christopher sacó una botella de agua del refrigerador. – No. Los chicos pueden dormirse en cualquier parte, en cualquier momento, incluso de pie. Cuando Mona estaba fuera a veces llevaba a Megan al laboratorio si necesitaba comprobar un experimento que tenía que duraba toda la noche. Ahora, tener que despertarla a tiempo para la escuela, eso siempre es divertido. Ojeó el té ahora en remojo en una fuerte taza. – ¿Te ayuda a dormir? – Parece no hacer daño. ¿Quieres que te prepare un poco? Los ojos de él relampaguearon y su piel empezó a calentarse. Su mirada era caliente y palpable como una caricia. Cuando había tenido esa mirada antes, la había besado, y ella le deseó, como ahora. Había algo calmante y peligroso en un beso en una cocina silenciosa. Prohibido, incluso. Pero, de repente, bajó su mirada a la botella que sostenía en su mano. – Emma, hazme el favor, tómate tu té y vete a la cama.
La decepción la arponeó. – Christopher... – Por favor –la interrumpió–, estoy cansado y preocupado. –Soltó el aliento–. Y te deseo demasiado y no puedo pensar correctamente, pero dijiste que no estabas preparada para irte a la cama conmigo y respeto eso. Sólo quiero pensar que tengo suficiente fuerza de voluntad para hacer lo correcto esta noche. Ella retrocedió, inexplicablemente excitada con la humeante taza de té caliente entre sus manos y un calor casi igual entre sus piernas. Preguntándose qué era realmente lo correcto. – Buenas noches, Christopher. Te veré por la mañana. Ella se sentó en la cama doble del dormitorio, consciente de que el de él estaba justo al lado. La casa tenía forma de L, las ventanas de sus dormitorios enfrentaban ambas al canal y entre sí. La luz de su habitación estaba encendida y ella podía ver la sombra de su cuerpo paseándose. Como una gran pantera metida en una pequeña jaula. Podía sentir su preocupación, su ira. Un estudiante muerto, otra desaparecida; Su hija enfadada y dolida incluso aunque no hubiera hecho nada. Y además estoy yo, pensó Emma. Un rostro de su pasado, el que él quiso primero, con el ardor de un amor joven. Él era un buen chico. Ahora es un buen hombre. Y Emma sabía que también le deseaba. Ella escuchó su juramento amortiguado a través de la pared y la luz en su habitación se apagó. Sentimientos, pensamientos, emociones tambaleándose, Emma se metió bajo las mantas. Se dijo cien veces que debía quedarse donde estaba, pero aún lo deseaba. Y al fin se durmió. ***
Martes, 2 de marzo, 10:00 p.m. El viaje al norte al área siete de Darrell fue realizado sin incidentes y con muy poca conversación. Christopher informó a Harris de sus planes; después él y Emma condujeron a la costa, recogieron muestras de las localizaciones que Darrell había marcado en sus notas y después se subieron de nuevo al viejo coche de Christopher para un tranquilo camino de vuelta, llegando a St. Pete justo a tiempo para recoger a una taciturna Megan del colegio. Durante el día Christopher estuvo impresionado con la habilidad de Emma para respetar su necesidad de silencio. Muchas mujeres habrían necesitado llenar los huecos con charla perezosa, pero Emma había hablado cuando fue necesario, le ayudó en cada parada, a menudo anticipándose a sus necesidades antes de que pudiera decirlas en voz alta. De vuelta en la casa, Emma hizo la cena como había hecho la noche anterior e igual que la noche anterior, Megan declaró que preferiría morirse de hambre a comer con ellos. Pero a diferencia de la noche anterior, Christopher se mantuvo firme. Megan comería con ellos o no cenaría, así que la chica se sentó a la mesa comiendo airadamente una chuleta de cerdo a la parrilla. Pero Christopher notó que el hueso estaba limpio y no quedó ni bocado de verdura en el plato de Megan cuando terminó. A pesar de lo que Megan sintiera, apreciaba las habilidades culinarias de Emma. Eso al menos era un comienzo. Después de cenar, los tres regresaron al laboratorio. Estaba tranquilo cuando llegaron, al haber llamado antes Christopher para decirles a Ian y a Nate que se fueran a casa a descansar. – No veo por qué tengo que venir con vosotros de nuevo –musitó Megan, tirándose en el sofá de la sala, con su libro de álgebra bajo el brazo. – Porque lo digo yo –respondió agudamente Christopher, tomando una profunda respiración–. Megan, sé que esto ha sido difícil para ti, pero por favor
ponte en mi lugar. Darrell está muerto y Tanya desaparecida. Emma fue atacada. Necesito que estés a salvo. La cara de su hija palideció al comprender totalmente las implicaciones. – Podía haber ido a donde tío Jerry. – Debería haberle pedido que viniera y se quedara contigo, pero no lo pensé. Megan, por favor. Sólo haz tus deberes. –Le echó una mirada de súplica paternal–. Por favor. Apretando los dientes, Megan asintió bruscamente. – Bien. Emma ya estaba en el laboratorio, con las gafas y los guantes en su sitio. – Empecemos. Christopher tomó las botellas de cristal llenas con la tierra de muestra de la caja en la cual las había transportado. – ¿Y si ninguna de estas es inusual? – Cruzaremos ese puente cuando lleguemos allí –replicó ella. Tres horas después bajó su bolígrafo. – O he arruinado esto o he encontrado algo. Él estuvo a su lado en un instante, mirando ceñudo los números que ella había escrito limpiamente en el cuaderno. – ¿De dónde viene esa muestra, Emma?
Ella consultó su lista, entonces alzó la mirada, sus ojos profundamente preocupados. – Era el área de construcción que visitamos antes del almuerzo. Ya habían levantado dos altos edificios de apartamentos y tenían un tercero casi hecho. El cartel decía que sería un centro médico. Christopher cerró los ojos, sin querer aceptar los números de la página. – Construidos en un terreno con niveles de dioxina cien veces más altos que el límite seguro. Dios mío. Esa tierra es inútil. Nadie debería haber construido nada allí. – Alguien lo sabía –murmuró Emma–. Y no quería que vosotros lo averiguarais. – Tengo que llamar a Harris –dijo Christopher. *** Harris era un hombre duro, pensó Emma. La recordaba al detective que había trabajado en el asesinato de Will. Se preguntaba como trataban esos hombres y mujeres con la muerte y la tristeza de las indefensas familias día tras día. Algunos apagaban sus emociones, supuso. Era simplemente auto-conservación hacerlo. Ahora estaba ante ellos, con su expresión ilegible mientras miraba sus descubrimientos, redactados de mano de Emma. – Estas pruebas deberían haber sido hechas como parte de la emisión del permiso de construcción –dijo Christopher–. Deberíamos comprobar a la compañía que hizo las pruebas. Alguien allí debía saber esto. Pudo ser un analista que fue pagado para mantener los resultados en secreto. Podría ser que la compañía de análisis esté implicada. En cualquier caso, no hay forma de que ningún test pudiera ocultar niveles de dioxina tan altos.
– ¿Qué causaría esta clase de contaminación, profesor? –preguntó Harris. Christopher se encogió de hombros pesadamente. – La dioxina es un subproducto de un montón de industrias. Era, en todo caso. La mayoría de las industrias ha encontrado formas de no producirla, o controlan fuertemente la forma en que eliminan sus desechos industriales. Esta contaminación puede haber estado allí durante treinta o cuarenta años. El área siete de Darrell ha tenido un boom de población recientemente. El terreno probablemente no estaba siendo usado, pero cuando alguien quiso construir en él, esto apareció. Puedo darle nuestras muestras y dibujarle un mapa de donde las tomamos. – Me llevaré el mapa ahora, pero creo que pediré a nuestro laboratorio que envíe a alguien a por las muestras –dijo Harris–. Ni siquiera me gusta mirar esa tierra en las pequeñas botellas. – Piense en los chicos jugando en ella –dijo Christopher, endureciendo su mandíbula mientras esbozaba el mapa–. ¡Hijos de puta, guardar este secreto! Ciudades enteras han sido evacuadas con niveles de dioxinas así de altos. Dobló el papel con fuertes arrugas. – Bien, al menos esto hace que su viaje aquí mereciera la pena por una vez. Harris guardó el mapa en su bolsillo con un suspiro. – Profesor, en realidad, yo iba a venir esta noche de todos modos. Christopher se encogió con su rostro poniéndose gris. – ¿Tanya? – Encontramos su cuerpo –dijo Harris pesadamente–. Lo siento.
Emma deslizó sus manos sobre los hombros de Christopher mientras se hundía en el taburete frente a ella. Se aclaró la garganta ásperamente. – ¿Dónde la encontraron? – En el parque, justo al salir de la universidad. – ¿Cómo? Harris dudó claramente. – Fue estrangulada. Christopher se estremeció bajo sus manos. – ¿Se lo han dicho a su familia? – Sí. Acabo de llegar de casa de su tía donde sus padres se estaban quedando. Volaron desde Iowa ayer por la tarde. – Debería ir a verles –murmuró Christopher, con voz quebrada. Emma bajó la frente hasta su hombro. – Iré contigo, si quieres. Él asintió, incapaz por un momento de hablar. Entonces susurró, – Emma, sólo tenía veintidós años. Solo una cría. ¿Cómo pudo pasarle esto? Emma dio un salto cuando Harris agarró el brazo de Christopher. Los ojos del detective brillaban con compasión. – Profesor, ¿sabe si se estaba viendo con alguien?
– No, no lo sé. Podría haberlo estado, supongo, pero nunca mencionó a nadie. – ¿Salía mucho, con amigos, tal vez? La risa de Christopher no era alegre. – Era una estudiante de grado. No tenía dinero para entretenimientos... –la idea se desvaneció y tomó aliento, enderezando la espalda–. Espere. Hace como dos semanas, ella estaba calentando una comida en el microondas en la sala. No era su usual Cheff Boyardee y recuerdo preguntarle por ello. Ella dijo que era... –se encogió–. No lo recuerdo... algún plato francés. Estaba en una caja de corcho blanco, como los de los restaurantes. La provoqué diciendo que le estaba pagando demasiado si podía ir a restaurantes como ese y ella se ruborizó. Dijo que ella no lo había pagado. Ian bromeó acerca de tener un novio y eso la volvió realmente loca. – ¿Por qué una chica de veintidós años se disgustaría por tener un novio? – Preguntó Emma–. Especialmente uno que la lleva a restaurantes franceses de lujo. –Miró a Harris astutamente–. ¿Por qué lo pregunta, detective? – Cuando desapareció ayer volví a comprobar las notas de mis entrevistas con ella después de la muerte de Darrell. Ella había estado enferma en casa la noche anterior. Me pareció una pequeña coincidencia que hubiera estado enferma la noche en que fue asesinado. –Harris se encogió de hombros–. Coincidía con el hecho de que su identificación hubiera sido usada para entrar en el laboratorio cuando se cometió el vandalismo hace un mes... No tenía sentido. Pregunté a su tía como llegó a casa esa noche, cuando estaba enferma. – Tanya no tenía coche –dijo Christopher–. Usaba el autobús. – Eso es lo que dijo su tía. Pero alguien la dejó esa noche. Su tía recordaba haber oído la puerta de un coche golpearse justo antes de que Tanya entrara. Tenía fiebre alta esa noche, pero al día siguiente estaba bien. – ¿Envenenamiento alimentario? –preguntó Emma.
– Tal vez. El forense está haciendo un panel de tóxicos, pero si fue comida envenenada, no aparecerá. En cualquier caso, alguien la trajo a casa. Alguien en quien confiaba. No llamó a nadie para llevarla a casa desde el teléfono de aquí. Comprobé el listado de llamadas. Estoy sacando el listado de llamadas de su móvil así puede que tengamos una pista ahí. Estaba sorprendida al averiguar que Christopher fu asesinado el domingo, profesor. Usted no estaba mirando su cara, pero yo sí. Si sabía algo o sospechó de alguien, puede que lo confrontara. – Y la mataron. –Christopher se levantó lentamente–. Como mataron a Darrell. ¿Qué hay de los otros estudiantes, detective? ¿Les protegerán? – Tengo coches sin distintivo situados fuera de las residencias de Ian y Nate. Christopher sacudió la cabeza. – Espero que Ian no los vea. Está malditamente seguro de que va a deportarlo, esto sólo aumentará su paranoia. – ¿Por qué Ian está tan seguro de que será deportado? – Preguntó Emma. – ¿Qué ha hecho? Harris agitó la mano. – Alguna protesta allá en Escocia cuando sólo era un crío. Su ficha ha estado limpia desde entonces. Yo no soy de Inmigración. No voy a deportarlo. Sólo quiero saber quién mató a dos personas. Ahora sabemos que alguien tenía que ganar o perder financieramente por sus análisis de esas muestras, pero aún no sabemos su conexión con este laboratorio o con usted. Alguien le siguió este fin de semana, le vio pasar lo que pensaron que sería información a usted, Dra. Townsend. Necesitamos saber quién es esa persona. – Porque esa persona probablemente asesinó a Darrell y a Tanya. –La voz de Christopher se endureció.
– Eso es lo que pienso, profesor. Ahora voy a ver si puedo encontrar a alguien que pueda entrar en los registros estatales de permisos de obras después de las horas de cierre. Por ahora, váyanse a casa y descansen. Con un asentimiento de cabeza se fue, dejando a Emma y Christopher mirándose el uno al otro. – Lo siento, Christopher –Emma dijo en voz baja–. Lo siento tanto. – ¿Por qué? – Preguntó Megan desde la puerta, quitándose los auriculares de los oídos–. ¿Quién era ese tipo que acaba de irse? Christopher suspiró. – Ese era el detective que trabaja en la muerte de Darrell, cariño. No sé cómo decirte esto... así que te lo diré. Tanya está muerta. La compostura de Megan se tambaleó. – ¡Oh, papi, no! –Corrió a sus brazos, con lágrimas cayendo por sus mejillas, y Christopher la acunó. Emma se quedó a su lado, sintiéndose como la tercera rueda y avergonzada de sí misma por sentirlo. Estaban apenados. Se necesitaban el uno al otro. Entonces Christopher buscó sus ojos sobre la cabeza de Megan y el pesar de su mirada hizo que cualquier sentimiento de aislamiento desapareciera. También me necesita. – Vámonos a casa, Calabacita –murmuró Christopher–. Necesitas dormir. ***
Martes, 2 de marzo, 11:35 p.m. Como había hecho la noche anterior, Emma permaneció de pie en la ventana del dormitorio, vigilando la aparición de Christopher en el suyo. El viaje de regreso desde el laboratorio había sido tenso, como poco. Megan, aún llorando, había empujado a Emma para subirse en el asiento delantero, junto a su padre. Christopher había abierto la boca para decir a Megan que se moviera, pero Emma negó con la cabeza y se sentó en el asiento de atrás, escuchando a Megan sorbiendo todo el camino. No tenía duda de que Megan estaba devastada por la muerte de Tanya. Según Christopher, Megan era muy cercana a sus estudiantes, así que tenía derecho a su pena. Pero Emma estaba igualmente segura de que Megan había visto esto como una oportunidad para inmiscuirse entre Emma y su padre, un intento adolescente de romper una relación que la joven no aprobaba. Así mientras la irritación pinchaba la nuca de Emma, la compasión por la niña la sobrepasaba. Su vida se había vuelto del revés, como la de Emma y Christopher. Pero los adultos tenían la madurez para tratar con tal trastorno. Una chica de trece años no. Cuando habían llegado a casa, Christopher había arropado a su hija en la cama, acariciando su espalda mientras ella lloraba hasta dormirse y una vez más Emma se sintió fuera de lugar. En cierto modo, Christopher y Megan habían perdido a dos personas a las que querían, dos personas a las que Emma nunca conocería. Impotente para confortar a ninguno de ellos, Emma se preparó una taza de té y se fue a su habitación. Se quedó de pie en la ventana. Y esperó. Los sonidos de la ducha funcionando fueron seguidos por varios suaves golpes y ruidos mientras él se preparaba para la cama. Emma se quedó allí, bebiendo su té escuchando esos sonidos después de demasiados meses sola, recordando lo que sentía al esperar a Will cuando se preparaba para ir a la cama, mirándole pasar por su rutina habitual, sabiendo que en unos minutos Will estaría junto a ella en su cama, abrazándola fuerte. Anhelaba eso ahora, esa cercanía, el saber que no estaba sola. Anhelaba la sensación de los brazos de un hombre alrededor de ella. Los brazos de Christopher.
Eventualmente la luz se encendió en la habitación de Christopher y una vez más, él empezó a pasearse. Pero cubrió el ancho de su habitación sólo una vez antes de inclinar la frente contra la ventana, sus hombros sacudiéndose. Después subiendo y bajando. Una y otra vez. Estaba llorando. Llorando silenciosamente. La imagen rompió el corazón de Emma. Sus pies se movieron y no hizo ningún intento por detenerlos. Cuidadosamente abrió la puerta de su habitación y se coló dentro. Aún estaba en la ventana, sin camisa, con la cabeza inclinada, los brazos fuertemente cruzados sobre su pecho desnudo, los tensos músculos de sus brazos y su espalda tensándose con cada estremecido aliento que tomaba. Ella hizo a un lado el tirón de deseo ante la visión. Estaba afligido y ella estaba entrenada para tratar con esto. – Christopher. Su espalda se enderezó. Mantuvo el rostro cuidadosamente apartado. – ¿Necesitas algo? –las lágrimas habían afinado su voz y se aclaró la garganta. – ¿Está bien Megan? – Está disgustada, asustada. Le preocupa que yo pueda ser el próximo. Un gélido puño atenazó sus tripas. – Eso había pensado –replicó Emma, su voz ciertamente más controlada de cómo se sentía en ese momento–. ¿Tú no? – Deja que vengan –dijo con furia apenas controlada–. Daría la bienvenida a la oportunidad de hacerles lo que hicieron a Tanya. Era demasiado menuda para luchar. Yo no. Emma se mordió los labios, fuerte.
– No hables así. Quien quiera que esté detrás de esto ha asesinado dos veces, Christopher. Tanya puede que no pudiera luchar, pero Darrell era un joven saludable. ¿No crees que luchó por su vida? Sus hombros se sacudieron. – No he podido pensar en nada más. – Nada de esto es por tu culpa, Christopher –dijo ella tranquilamente. – Lo sé –dijo él amargamente–. Pero eso no da mucho consuelo a sus padres. Tentativamente ella se aproximó, lo bastante cerca como para oler el jabón de su ducha. Sus temblorosos hombros se enderezaron como si hubiera sido electrocutado. Quizás sí. Sólo Dios sabía que su piel estaba dolorosamente sensible. – Tú ayudarás a encontrar a la persona que hizo esto. Esto traerá resolución a sus padres. El consuelo llegará. Con el tiempo. Suavemente pasó su mano por su espalda desnuda y él tomó aliento. Apretó los dientes. – Emma. Por favor. Vete. Los músculos de su espalda temblaron bajo su palma. – ¿Eso es lo que quieres? Entonces él giró la cabeza, con el rostro duro y sus mejillas enrojecidas. Sus ojos húmedos. Pero aún ardían. – Sabes que no.
Gentilmente ella liberó una de sus manos. Ahuecó la palma contra su mejilla y besó su mano. Entonces la bajó para ahuecar su pecho a través de la modesta camiseta de algodón para dormir que llevaba. Esperó, contuvo el aliento hasta que su mano la tomó, amasando con avidez, su pulgar golpeando su rígido pezón. El aliento que contenía salió en un jadeo de placer. – ¿Estás segura de esto es lo que quieres? –susurró él con fiereza. – Sí. –Apresó su labio superior con los dientes, tragándose el gemido que seguramente habría hecho eco en las paredes–. Por favor. Su ruego no había acabado de pasar por sus labios y su camiseta de dormir ya estaba en el suelo y ella estaba en sus brazos, cogiéndola sin esfuerzo, abrazándola fuerte contra su atronador corazón. Entonces la tumbó en su cama, tan reverentemente, que ella quiso suspirar. Permaneció de pie al borde de la cama, con su pecho desnudo subiendo y bajando con las silenciosas y trabajosas respiraciones que tomaba. La miró, fijamente hacia abajo, esos maravillosos ojos azules casi negros de pasión. Sus ojos recorrieron la longitud de su cuerpo, deteniéndose en sus pechos, haciéndolos hormiguear de anticipación. Pasó un dedo por su estómago, ligeramente, haciendo que sus nervios se estremecieran y saltaran. Enganchó ese dedo justo bajo la banda elástica de las bragas blancas de algodón que ella hubiera deseado que fueran de encaje. Después no le preocupó de qué estaban hechas porque su dedo se hundió un poco más abajo, buscando. Encontrando. Ella arqueó la espalda, presionando un poco más cerca de ese dedo que parecía saber exactamente donde tocarla y vio su poderoso cuerpo estremecerse. De necesidad. Por mí. Ella se estiró, tocando su rígida erección a través de los vaqueros. Su cabeza cayó hacia atrás cuando envolvió sus dedos alrededor de él, tocándolo por primera vez. Se incorporó y tiró del corchete de sus vaqueros, después lentamente deslizó la presilla de su cremallera, sintiéndole palpitar bajo sus dedos. Entonces se coló dentro de sus calzoncillos. Estaba caliente y duro y sedoso. Preparado. Dios, estaba preparado. Para mí.
Ella estaba tocándole. Por fin. Era celestial. Infernal. Y todo entre medias. Una oleada de lujuria le atravesó con la fuerza de un huracán, poniendo su cuerpo en movimiento. Vacilantemente empujó sus pantalones al suelo y bajó sus bragas por sus piernas. Y la miró fijamente. Era exquisita. Mejor que cualquier fantasía que su mente hubiera conjurado alguna vez. Quería todo y sabía que lo tendría todo. Ella estaba allí, en su cama, mirándole con hambre cruda que literalmente le puso de rodillas y supo qué fantasía tendría primero. Arrodillándose en la cama metió sus brazos bajo su espalda y la alzó reposicionándola. Deslizó sus suaves muslos sobre sus propios hombros. Y sintió su cuerpo entero sacudirse cuando besó su cálida humedad. Escuchó su amortiguado gemido cuando su lengua hurgó profundamente. Sintió su propio clímax creciendo inexorablemente cuando ella se arqueó y corcoveó y fustigó su boca, conduciéndole incluso más profundamente. Entonces su cuerpo se puso completamente rígido, cerrando los muslos con fuerza, llevándolo más adentro y él cabalgó la ola de su orgasmo hasta que ella se derrumbó, jadeando, boqueando, sus muslos temblando mientras él depositaba besos sobre su piel. Cuidadosamente, muy cuidadosamente, se puso de pie y apretó los dientes contra la atroz necesidad de tomarla. Le haría daño si no iba despacio, si no era cuidadoso. Estaba tumbada flácida sobre su colcha, un brazo sobre la cabeza, la mano abierta, aún temblando. La otra mano estaba cerrada contra su boca y sus ojos estaban cerrados. Ella parecía... Como cada sueño que él había tenido. Se deslizaría dentro de ella ahora, pensó, luchando contra la urgencia de hincarse en ella. Suavemente la llevaría a otro orgasmo. Entonces me permitiré irme. Eso es lo que haré. Se inclinó hacia adelante, queriendo depositar un beso en su hombro, cuando sus ojos se abrieron, oscuros y marrones y turbulentos. Y calientes. Dios, ella estaba caliente. Por mí. Lentamente ella movió la mano que cubría su boca. – Christopher –articuló su nombre, sin sonidos–. Por favor.
Y su control saltó. Frenéticamente la colocó en medio de la cama, sorprendido cuando ella clavó sus talones en el colchón para ayudarle. Más sorprendido cuando sus pequeñas manos tiraron de él hacia abajo, agarrando sus nalgas, tirando de él más cerca. – Maldición, Emma. –Su respiración era caliente en su oído, sus ásperos susurros la excitaron–. Necesito ir despacio. Ella negó con la cabeza, su susurro sonó desesperado a sus propios oídos. – No, no lo necesitas. Yo te necesito ahora. Ahora, Christopher. Y ella no pudo detener el pequeño grito de satisfacción cuando con una dura estocada él estuvo dentro de ella. Llenándola. Se sentía... tan bien. Él impulsó su cuerpo sobre el de ella, sus bíceps abultándose mientras se mantenía inmóvil. Sus ojos aún estaban cerrados, su expresión... reverente. Él se estremeció una vez. Entonces empezó a moverse. Lento y duro, en su cara se fijó una resolución casi severa. Ella podía sentirle, cada golpe de sus caderas avivando rescoldos de sensaciones que habían estado dormidas demasiado tiempo. Se arqueó, llevándolo aún más adentro, y él gimió. – Quería hacer que esto durara. Pero no puedo. Sus embates tomaron nueva potencia y la colcha arañó su espalda mientras la fuerza de sus golpes la movía por la cama. Ella estaba subiendo de nuevo, increíblemente. Había pensado que se había vaciado después del primer clímax, pero no era así. La segunda cima la tomó por sorpresa y gritó, la mano de él cubrió su boca para amortiguar el sonido mientras ella se estremecía. Sus embestidas se volvieron más frenéticas y rápidas. Entonces se quedó inmóvil, su pecho expandiéndose, sus dientes descubiertos mientras se derramaba profundamente en su cuerpo. Entonces se derrumbó contra ella, sacudiéndose.
– Dios mío –respiró–. Dios mío, Emma. Ella presionó sus labios en el costado de su cuello, caliente y dulce. Tan fuerte. Y no dijo nada. Simplemente no había palabras. Aún agitándose, les giró de costado juntos, sus manos sobre su trasero, su cuerpo aún profundamente enterrado en el de ella. Ella se preguntaba si, después de todos esos años, había sido lo que él había esperado. No tuvo que esperar mucho. Sus labios rozaron su oreja, vibrando suavemente mientras él canturreaba en conclusión. – Eso fue más de lo que jamás me atreví a esperar. Ella no dijo nada y él se inclinó hacia atrás, ansioso por ver su cara. Preguntándose si le había hecho daño. Asustado de ver arrepentimiento en sus ojos. Pero no era arrepentimiento. Era asombro. E intensa satisfacción. Las preocupaciones que había albergado, preocupaciones de que no sería capaz de complacerla como su marido había hecho, simplemente desaparecieron. Le miraba fijamente como aturdida. Tal vez nunca se había corrido antes. Pero Christopher era lo suficientemente listo para no preguntar. La había complacido y eso era todo lo que importaba. Y si tenía la oportunidad, pensó tirando de las mantas, la complacería de nuevo antes de que la noche terminara.
Capítulo Ocho St. Pete, miércoles, 3 de marzo, 1:15 a.m. Esperó entre las sombras de los árboles, temiendo lo que estaba por venir, sabiendo que sería incapaz de detenerlo. El crujido de la grava era como cristal en sus tripas. Andrews estaba allí. Los pesados pasos tras él se detuvieron y escuchó el chasquido de una cerilla, el destello de una llama. Andrews tomó una larga calada de su cigarrillo, expulsándola. – Walker estaba al tanto hoy. La náusea le atravesó. – Si Walker no lo sabe aún, lo hará en días. Es solo cuestión de tiempo. – No le mataré –siseó. Vehementemente. Andrews sólo se rió entre dientes, enviando sudores fríos por su espalda. – Ya sabes, para un hombre que puede ser relacionados con dos asesinatos...– Andrews dio otra profunda calada a su cigarrillo, haciéndole desear uno para él–. Una llamada mía y serás encerrado a cal y canto. Y Walker aún moriría si yo quisiera. – Si Walker muere, todo se volverá contra usted. Su compañía se hundirá.
– Si Walker muere, sí, eso probablemente sea cierto, especialmente ahora que mataste a la chica, Meyer. –Una fría furia afilaba la voz de Andrews–. Nunca te dije que la mataras. ¿Por qué lo hiciste? – Tanya sospechaba. Tuve que hacerlo. –Ahora estaba temblando, el vil recuerdo de arrancar la vida al cuerpo de Tanya se elevó por encima de su miedo a Andrews–. La noche que Darrell... – La noche que asesinaste a Darrell Roberts –completó Andrews ácidamente. Se limpió el sudor de la frente con la manga. – Traté de sacarlo del laboratorio, traté de que viniera a beber conmigo, pero insistió en que tenía que trabajar. Y si trabajaba, Tanya estaría con él. Es la regla de Walker. Nadie trabaja solo. Tenía que sacarla de allí, así que esa noche antes de que fuera al laboratorio le hice la cena. Ella es alérgica...–Maldición. Era–. Ella era alérgica a la canela. Le provocaba náuseas. Hice chile picante y añadí la canela, así no lo notaría, pero lo hizo de todos modos. Le dije que se lo estaba imaginando. Cuando me llamó para que viniera a buscarla esa noche me dijo que sabía cómo se sentía cuando comía canela. Lo negué de nuevo. La dije que nunca guardaba canela en mi cocina. Pero el domingo, cuando Harris vino al laboratorio probó que Darrell había sido asesinado. Tanya vino a mi apartamento y fue directa a la cocina. – Donde encontró la canela porque fuiste demasiado estúpido para tirarla. Estúpido era exactamente lo que había sido. – Sí. Se acordó de que hice preguntas sobre el trabajo de Darrell. ¡Estaba tan enfadada! Me acusó de envenenarla, también. Me dijo que iba a ir a Harris con lo que sabía. No tuve elección. La maté. –Apretó los dientes–. Pero ya no. No puedo hacerlo de nuevo. No a Walker. – No, no mataremos a Walker. Sólo le convenceremos que va en el mejor de sus intereses olvidar todo esto. Verá que su nueva amiguita desaparece. Haz que
parezca que volvió a su casa. Entonces asegúrate de que Walker sabe que no lo hizo. Si coopera, su amiguita será la única que desaparezca. Si no lo hace, esa pequeña muchacha suya será la próxima. ***
Miércoles, 3 de marzo, 5:15 a.m. Emma abrió un ojo para atisbar el despertador junto a la cama de Christopher. Pronto amanecería. Tenía que regresar a su propia cama antes de que su hija se despertara. Con cautela pasó las piernas sobre el borde de la cama, sólo para ser echada hacia atrás por un brazo que se deslizaba alrededor de su cintura. – Aún no –murmuró–. Quédate un poco más. Por favor. Se había arrimado contra ella, sus labios rozando su cadera. Sus ojos estaban cerrados pero él estaba muy despierto. – Eso es lo que dijiste la última vez que traté de levantarme. Una comisura de su boca se alzó en una sonrisa engreída. – También funcionó. Ella tuvo que sonreír a su vez. – Eso es.
Funcionó. Ella funcionó. No había sido hasta después de que hubiera alcanzado el clímax en sus brazos, que Emma había admitido haber estado asustada de que su cuerpo no funcionara. Que nunca sentiría de nuevo esa increíble prisa, esa explosión de sentimiento. Pero lo había sentido. Varias veces durante la noche, de hecho. Pero ahora era por la mañana y tenían que afrontar las ramificaciones de lo que habían hecho. Poniéndose seria, ella frunció el ceño ligeramente. – Christopher, lo que pasó aquí... Fue silenciada por sus dedos sobre sus labios. Él se sentó y ella apartó sus ojos de su pecho, cada centímetro cuadrado del cual había saboreado durante la noche. Era demasiado tentador, lo sabía. Una mirada se convertiría en un beso, el cual se convertiría en una caricia. Y ella no estaba segura de que su cuerpo permitiera nada más de lo que seguiría a eso. Ella estaba dolorida, por dentro y por fuera. Incluso así, ella quería más. – No digas que lo sientes –avisó, en voz baja con intensidad en sus ojos azules. Gentilmente apartó su mano de su boca, entrelazando sus dedos. – No iba a hacerlo porque no lo siento. Te necesitaba anoche y creo que tú me necesitabas. – Lo hacía. Lo hago. Ella se llevó sus manos unidas a sus labios. – Lo que iba a decir es que no deberíamos asumir que lo que pasó aquí anoche... Bien, puede ser el comienzo de algo permanente y puede que no. De cualquier modo, esta ha sido una noche que nunca olvidaré. Me devolviste a mí misma, Christopher. Por eso te estoy agradecida. Él exhaló un pesado aliento.
– ¿Has acabado? Estaba dolido. No había querido herirle. – Sí, pero... – Emma, por favor. Sé que esto está sucediendo rápido para ti. Sé que no has venido hasta aquí con la intención de acostarte conmigo, pero estoy malditamente contento de que lo hicieras. Anoche puede haber sido la primera vez, pero no será la última. Donde quiera que acabemos. – ¿Podrás vivir con lo que quiera que pase? ¿Incluso si no es permanente? Él pasó sus dedos entre su pelo y tiró de ella contra sí para un suave beso. – Lo que quiera que suceda, tendremos que bailarlo, Emma. – Esa canción de nuevo. Pasaron años antes de que pudiera escucharla sin preguntarme dónde estabas. Pensé que te había asustado porque había bailado demasiado cerca... Él se alejó lo suficiente para que ella viera su mueca. –Renuncié a una categoría completa de música –dijo oscuramente y ella rió–. Es cierto. Era como un mal chiste cósmico. Cada vez que sintonizaba una emisora country, esa canción estaba sonando. Y pensaba en ti y me preguntaba si eras feliz. Deseaba que fueras feliz, Em. –Susurró–. Donde quiera que estuvieras. Ella le miró a los ojos, viendo demasiadas cosas. Su viejo amigo, el chico que había sido. Su nuevo amigo, el hombre en el que se había convertido. Su nuevo amante. Era abrumador. – Hubo veces que pensé que te conocía mejor que a mí misma –murmuró–. ¿Por qué no vi cómo te sentías?
– Eras muy tímida con ciertas cosas –respondió él en susurros–. Cualquier cosa académica era leve para ti. Pero todo lo que tenía que ver contigo, tu confianza en ti misma... –se encogió de hombros–. Estaba asustado de presionar. Asustado de que huyeras en otra dirección y yo perdería tu amistad. Entonces la noche de la promoción, no sé lo que me pasó. Tuve una oportunidad. Te pedí un baile. Tú estabas tan asustada al principio. Pero te relajaste y apoyaste la cabeza contra mí y pensé que el corazón se me saldría del pecho. Pensé. Esta es la oportunidad. Haz tu movimiento. Pero supongo que también era tímido. Siempre fue más fácil escribirte cartas que hablarte de cosas como esa en persona. – Eran cartas adorables, Christopher. Deberías haber sido poeta. Sus mejillas se oscurecieron y ella sonrió, deleitada. – ¡Lo haces! ¿También escribes poesía? – No muy buena poesía –admitió. Inclinó la cabeza con los ojos de repente serios–. Fuimos descuidados anoche, Em. Emma aguantó la respiración. Habían hecho el amor tres veces y ni una vez usaron un condón. Eso no era descuidado. Eso era una locura. Reuniendo sus ideas, ella buscó tranquilizarlo lo mejor que pudiera. – Will fue el único hombre con el que jamás había estado. No hubo otros después de su muerte. Pero me haré un análisis si quieres. – Eso no es necesario, Emma. Y yo me hice análisis cuando averigüé que Mona me había engañado. Afortunadamente estaba limpio. Estaba pensando más en un embarazo. Oh, Señor. Rápidamente contó los días. – Es incierto, pero probablemente esté bien. –Una sombra de disgusto atravesó su cara y ella parpadeó–. ¿Tú querías que estuviera embarazada? Christopher.
Él se deslizó sobre las almohadas y cerró los ojos. – Siempre lo hice. ¿Recuerdas ese proyecto en clase de salud del señor Bell donde teníamos que fingir estar casados y teníamos que cuidar de una muñeca durante semanas como nuestro hijo de mentira? – ¿Cómo podría olvidarlo? –se quejó, aún tambaleándose–. Estaba ‘casada’ con Skip Loomis. Una sonrisa revoloteó en los labios de Christopher. – Quería matarle porque pensaba que el proyecto le daba derecho a tocarte. Emma se estremeció. – No me lo recuerdes. Tú estabas enganchado con Bethany Rigonelly quien dejó tu muñeca en una reunión de cazuelas –dijo ella engreída–. La odiaba. Christopher rió. – Como yo. Tuve que explicar al señor Bell porque mi muñeca olía como un hijo de hippies de los sesenta. Deseé con locura ser tu esposo entonces. Haberte visto llevar ese muñeco como si fuera real y deseé que fuera real. Y mío. – ¡Oh, Christopher eso es tan dulce! – Emma... ¿por qué no tuviste hijos con Will? Emma dudó, entonces se encogió de hombros. – Él no podía. Tuvo paperas cuando era pequeño y le dejó... ya sabes. Estábamos planeando adoptar un niño. Incluso habíamos llenado el papeleo inicial. Y entonces fue asesinado.
Sus ojos se abrieron, estudiándola intensamente. – Si hicimos un bebé aquí, nos casaremos. Ella suspiró, incapaz de pensar más allá de ese momento. – ¿Por qué no cruzamos ese puente cuando lleguemos allí? Por ahora, necesito volver a mi habitación antes de que tu hija se despierte. No le gustaría esto. No quiero añadir más leña al fuego. – Lo siento, Emma. Mona nunca debería haberle contado esas cosas. Tengo que pensar en un modo de superar ese daño. Emma salió de la cama y se puso su camiseta de dormir. – La ayuda psicológica la ayudará, Christopher. Pero digo que tenemos que pasar esta crisis antes de enfrentarnos a ninguna nueva. ¿Mandarás hoy a Megan a la escuela? Frunció el ceño. – Creo que estará tan segura allí como en cualquier otro lugar, mientras no deje el campus. La llevaré e iré a ver a los padres de Tanya. – Puede que Megan no quiera ir hoy a la escuela –dijo Emma amablemente–. Alguien cercano a ella está muerto. Va a necesitar tiempo para tratar con eso. –Le besó en la frente–. Duerme. Tenemos unas horas antes de que tenga que levantarse y decidir. Christopher la vio irse con un suspiro. Había sido descuidado a propósito, admitió para sí mismo. Al menos la segunda y la tercera vez. La primera vez había necesitado estar dentro de ella tan urgentemente, que todo lo demás había parecido irrelevante. Tenía toda una caja de condones en su mesilla de noche. Los usarían la próxima vez. Y la vez siguiente. La daría el tiempo que necesitaba para
llegar a esos términos con sus propios sentimientos, pero cuando todo estuviera dicho y hecho, estarían juntos. Lo sabía. – ¡Christopher! ¡Ven aquí! Ahora. Por favor. Se precipitó fuera ante el grito de pánico de Emma. Agarrando sus pantalones, él corrió a su habitación, sólo para encontrarla de pie ante la puerta abierta de la habitación de Megan. La habitación de Megan estaba vacía y Emma sujetaba una nota. Su corazón estaba tronando, tan fuerte que pensó que se desmayaría. – ¿Dónde está, Emma? ¿Dónde está Megan? El rostro de Emma estaba tenso de temor. – Ha huido. – ¿Por qué? ¡Ella no huiría! Maldición. Agarró la nota y la leyó con disgusto. Querido papá. Bajé a por un vaso de agua y encontré la puerta de tu invitada abierta y su cama vacía. ¿Cómo pudiste? No me quedaré en la misma casa que esa mujer ni un minuto más. Volveré a casa cuando ella se haya ido. Megan. Emma le miró fijamente con sus ojos castaños llenos de pánico. – Tú llama a sus amigas. Yo llamaré al detective Harris. La encontraremos, Christopher. El temor que les agarró a ambos quedó sin expresar. Antes de que alguien más lo haga.
***
Miércoles, 3 de marzo, 7:15 a.m. – Se ha ido. Megan salió de debajo de la cama de su amiga. – Gracias. Debbie se sentó en la cama con el ceño fruncido, los brazos cruzados sobre su pecho. – No me siento bien con esto, Megan. Mentí a mi madre y a tu padre. Megan afirmó su mandíbula. Su amiga había negado haberla visto, pero esto no era problema de Debbie. Es mío. – Lo siento. – Tu padre está muy preocupado, Megan. Tienes que llamarle, que sepa que estás a salvo. – Cuando esa bruja se vaya, lo haré. – ¿Cómo sabrás que se ha ido? – Voy a ir a mi casa por detrás y mirar desde el otro lado de la calle. Sólo vine aquí anoche porque hacía demasiado frío para dormir fuera. La bruja se irá pronto a su casa –dijo Megan con satisfacción–. Papá no cometerá el mismo error dos veces.
Debbie se mordió el labio. – No parece que cometiera un error la primera vez, Meg. Dijiste que no engañó a tu madre con esa Emma. – No, dije que él dijo que no la engañó con esa Emma –dijo con desdén, entrecerrando los ojos ante su mejor amiga–. Prométeme que no dirás una palabra. Promételo. – Lo prometo. Llámame más tarde. Hazme saber que estás bien. – Lo haré. –Megan asomó la cabeza por la ventana del dormitorio de Debbie y miró a ambos lados–. No hay moros en la costa. Me voy. Manteniéndose en los patios traseros, Megan se dirigió a su casa. Nunca había salido de casa en mitad de la noche antes. Nunca se saltó el colegio. Todo era culpa de Emma. Cuando ella se hubiera ido, todo volvería a la normalidad. Ella y su padre estaban bien solos. Además, si ella vivía con ellos, su madre nunca iría a casa. El coche de su padre no estaba en el camino de entrada. Había estado haciendo rondas por las casas de sus amigas. Todas dirían que no la habían visto. Permaneció en las sombras del garaje de su vecino, el sol de la mañana brillaba lo suficiente para hacer fácil ser vista. Así que permaneceré fuera de vista. Apretó los dientes cuando la puerta principal se abrió y Emma salió, agarrando el teléfono inalámbrico en una mano, apantallando los ojos con la otra. Está buscándome. Llevando una camiseta que pertenece a mi padre. Para sorpresa de Megan un coche extraño entró en el camino de entrada y el hombre que había estado en el laboratorio anoche salió. El detective Harris. ¿Qué estaba haciendo aquí? Oh, Dios mío, pensó, horrorizada. La zorra ha llamado a la policía por mí. Él entró en la casa con ella. Unos minutos después salió, apretándole el hombro. Como si se preocupara, pensó Megan sardónicamente. Como si diera una mierda por mi o por mi padre. Si lo hiciera, no estaría aquí. El policía se alejaba lentamente, comprobando la calle.
No puedo quedarme aquí. Podría regresar. No podía ir a casa de sus amigas, todas habrían salido ya para la escuela y sus madres no aceptarían su plan. Unos minutos después llegó la salvación. El SUV de tío Jerry entró en el camino de entrada. Se iría con él. Él lo entendería. Era amigo de su padre, pero había sido antes amigo de su madre. Su madre se lo había dicho. Megan se mordió el labio. Su madre le había dicho un montón de cosas sobre las que no quería pensar ahora. Frunció el ceño. Jerry estaba tardando en salir del SUV. Estaba sentado ahí, con las manos apretadas en el volante. Finalmente salió y lentamente caminó hacia la casa y alcanzó la puerta principal. Su ceño se profundizó. Tío Jerry nunca le había parecido viejo antes, pero esta mañana caminaba como un viejo. Se aseguraría de que estaba comiendo bien, justo como hacía por su padre. No más KFC para Jerry. Pero ahora, era su vía de escape. Es mi padrino. Lo entenderá. Dejará que me quede con él hasta que ella se vaya. Pero sólo para estar segura, se ocultaría en el asiento trasero hasta estar suficientemente lejos de la casa para poder explicarse sin ser llevada a casa inmediatamente. Buscando por ambos lados al detective, Megan atravesó corriendo la calle. La suerte estaba con ella y se había dejado la puerta abierta. Rápidamente se subió y se ocultó en la zona de carga. Se puso una manta encima y esperó. *** La cabeza de Emma se sacudió bruscamente cuando se abrió la puerta. – Chris... –su nombre quedó inacabado porque era Jerry quien estaba en el recibidor, con expresión angustiada. Por supuesto, Christopher le habría llamado. Era el padrino de Megan. Por supuesto estaría preocupado. Se puso en pie insegura.
– Jerry. Christopher no está aquí. Megan está... – Tiene que venir conmigo –dijo él pesadamente. Le estudió ceñuda. No era embriaguez lo que hacía lento su habla. Era terror. Súbitamente su terror se convirtió en el de ella. – ¿Por qué estás aquí? Alguien más está... – Tiene que venir conmigo –repitió, sacando una semiautomática del bolsillo de su abrigo–. No me haga usar esto, Dra. Townsend. Por favor. Los ojos de Emma se dispararon a uno y otro lado. El inalámbrico estaba... sobre la mesa de café. Fuera de su alcance. Pero su teléfono estaba en el bolsillo de sus vaqueros. – Dra. Townsend, por favor. Usaré esto, puedo asegurárselo. Ni siquiera piense en usar ese teléfono. Y déme el móvil del bolsillo de sus vaqueros. Vamos. – ¿Por qué? Jerry negó con la cabeza. – Solo vamos. Ella no movió un músculo, simplemente permaneció en pie. – ¿Eres tú, verdad? ¿Darrell y Tanya? tú los mataste. Los mataste. O sabes quién lo hizo. Para un hombre tan corpulento se movió rápidamente. En un instante su mano estuvo enredada en su pelo, poniéndola de puntillas. El revés de su otra mano golpeó su mejilla, haciéndola gritar.
– Dije, vamos. La obligó a ir hacia la puerta con el arma incrustada en la parte baja de su espalda. – Voy a soltarte el pelo y cogeré el teléfono de tu bolsillo. Entonces caminarás tranquilamente a mi coche. Si alguien te ve, sonreirás y dirás “Hola” como yo. Si gritas, te dispararé y algún espectador inocente nos verá. Con el corazón latiendo en la cabeza, Emma hizo lo que le dijo, tambaleándose mientras era obligada a ir al SUV. Él abrió la puerta de atrás del pasajero y la empujó. – Sube –dijo suavemente–. No intentes nada estúpido. De verdad que no quiero matarte. Ella subió con los pulmones bombeando. Tenía que pensar. Piensa. Él cerró la puerta de un portazo y dio la vuelta al lado del conductor. Emma agarró la manilla y tiró, pero no pasó nada. – Tengo cierre a prueba de niños en ambas puertas –dijo subiendo en el asiento delantero–. Ahora agáchate sobre las alfombrillas y no te muevas. Impotente Emma obedeció. – ¿Dónde me estás llevando? – Cállate. – Pero...
– Dra. Townsend, no quiero herirla más de lo que quería herir a los otros. Pero lo haré si debo. Ahora cállese. Emma trató de controlar su respiración. – ¿Eres tú quien entró en mi casa? El SUV hizo un giro a la derecha, frenó y después paró. Jerry pasó el brazo sobre el asiento y la agarró de la camiseta. Estaban en un callejón, entre dos edificios, sin ventanas o personas a la vista. – Dije que te callaras. –Su puño golpeó su otra mejilla, el dolor la sorprendió. Rabia y dolor brotaron y le miró fijamente con desprecio. La sangre llenó su boca y le escupió. Furiosamente él miró fijamente la mancha en su camisa blanca y le dio un puñetazo en el lateral de su cabeza. Las estrellas brillaron ante sus ojos y ella se quejó. – Ahora te callarás –gruñó y la echó hacia atrás sobre las alfombrillas. Apretando los dientes contra lo que habría sido un quejido de dolor ella se quedó en silencio, preguntándose como este hombre había llegado a involucrarse en tal desastre. Era profesor de física, por amor de Dios. El amigo más íntimo de Christopher. Christopher. – ¿Qué le harás a Christopher? –preguntó, sus palabras ahora mal pronunciadas. Su lengua se sentía hinchada y le dolía la mandíbula junto a la cabeza. Él no dijo nada y ella lo supo. El pánico la asió. Estaba planeando matar también a Christopher. ***
Miércoles, 3 de marzo, 9:45 a.m. No estaba aquí. Había llamado a Emma, para ver si Megan había vuelto, pero el teléfono sonó y sonó así que se había apresurado a volver a casa para encontrar que ella también se había ido. Christopher corrió de habitación en habitación, volviendo sobre sus pasos, comprobando cada armario, debajo de cada cama. No estaban aquí. Marcó el teléfono de Harris en su móvil, saltando cuando sonó el timbre. Era el detective Harris, con el teléfono en la mano, pareciendo serio. Con el estómago revuelto, Christopher cortó la llamada y dio un paso a un lado para permitir entrar a Harris. – Megan aún está desaparecida. He estado en casa de cada una de sus amigas, su colegio, el centro comercial, en todas partes. Harris asintió. – Lo sé. Estuve aquí antes hablando con la Dra. Townsend. ¿Dónde está? – Esperaba que usted pudiera decírmelo. Porque Emma también se ha ido. – Pudo oír el pánico creciendo en su voz e incapaz de detenerlo. – Tal vez salió a alguna parte. – No tenía coche. Lo tenía yo. –Sacudiéndose, Christopher se llevó el puño a los labios–. Ella no se iría, detective. Se iba a quedar aquí por si Megan regresaba a casa. Algo va mal. –Frunció el ceño–. Si no está aquí por Megan, ¿por qué está aquí?
– Acabo de conseguir el registro telefónico. Aquí está el número al que llamó Tanya cuando salió del laboratorio el jueves por la noche, cuando estaba enferma. Es un teléfono desechable. –Harris sacó un pedazo de papel con un número garabateado arriba. Christopher negó con la cabeza. – No lo reconozco. – Hágame un favor. –Dijo Harris–. Llame. Con manos sudorosas, Christopher obedeció. Y el corazón le cayó al estómago como una roca mientras la pantalla de su teléfono mostraba el nombre que concordaba con el número. – Eso no es posible. Es el número de Jerry. – ¿Responde? – No. Aún está sonando. –Aturdido, Christopher se hundió en el brazo del sofá–. Me llamó una vez y le pregunté qué número era porque no era su teléfono habitual. Dijo que era un teléfono nuevo, así que guardé el número. Esto no es posible. Jerry ni siquiera conocía bien a Tanya. –Parpadeó al mirar a Harris–. Pero usted no está sorprendido. – Después de dejarles a usted y a la Dra. Towndsend anoche fui a casa de la tía de Tanya y busqué de nuevo. Esta vez revisé la ropa sucia en el cuarto de la colada. En el bolsillo de sus vaqueros, encontré una caja de cerillas de un lugar llamado Le Panoramique. – Nunca lo he oído –dijo Christopher, aún mirando fijamente la pantalla de su teléfono con disgusto. – No está por aquí. Está más allá de Madeira Beach. Conduje hasta allí anoche, llegué mientras cerraban. Les mostré una foto de Tanya. El camarero la recordaba
porque pensó que tenía un carnet falso cuando le pidió que se lo mostrara. Parecía más joven de veintidós, dijo. Recuerda que le mostró su carné de la Universidad, lo que molestó a su acompañante. Un fornido hombre de unos cuarenta con barba negra. – ¿Jerry y Tanya? – Susurró Christopher–. Dios mío. Eso iría contra el código de conducta. Perdería su puesto. –Cerró los ojos. Cómo si el que Jerry estuviera rompiendo las normas de la Universidad fuera su único problema–. Lo siento, eso fue una estupidez. – No, profesor, no lo es. Es por eso que Tanya nunca habló a nadie sobre su novio. Podían haber despedido al Dr. Grayson o al menos haberle reprendido duramente. Me temo que tenemos que encontrarlo, y traerlo para interrogarlo. – ¿Por qué se involucraría Jerry con Tanya? ¿Por qué está involucrado en algo como esto? – No lo sé, profesor. Pero lo averiguaremos. El timbre sonó y Christopher salió corriendo. Megan. Entonces exhaló con disgusto cuando vio a su vecina de pie en el umbral. – Sra. Hewett ¿ha visto a Megan? El rostro de la Sra. Hewett cambió. – ¿Megan aún no está en casa? Esperaba que él la hubiera traído. Christopher se enderezó lentamente. – ¿Quien, Sra. Hewett? – Ese amigo suyo. El que conduce el gran Expedition negro. El corazón de Christopher se detuvo.
– ¿Estuvo aquí? La Sra. Hewett empezó a responder cuando Harris dio un paso fuera de la puerta. – ¿Quién es usted? – Soy el detective Harris, señora –dijo, mostrándole su placa–. ¿A qué hora estuvo el Expedition aquí? – Era de día –dijo–. ¿Tal vez las ocho menos cuarto? No se quedó mucho. Harris lo anotó. – ¿Está segura? – Sí. Mi marido acababa de salir al trabajo. Chris, tu invitada del norte se fue con él –dijo y miró a Harris–. Estaba en el asiento trasero, no en el delantero. Christopher endureció su cuerpo para permanecer derecho incluso aunque cada gota de su sangre había dejado su cabeza. – La tiene Harris. Justo como a Tanya. – Pero ahora sabemos a quién estamos buscando, profesor –dijo Harris–. Yo emitiré un boletín por la Dra. Townsend. Quiero que usted se centre en buscar a su hija.
Capítulo Nueve Miércoles, 3 de marzo, 11:00 a.m. La grava crujió bajo sus zapatos mientras Jerry la arrastraba. Estaba amordazada y cegada y sus manos atadas delante de ella. Habían conducido durante horas, pensaba, pero no sabía lo lejos que estaba de casa de Christopher. Jerry había dado un montón de giros antes de llegar aquí. Donde quiera que ‘aquí’ estuviera. Fue arrastrada escaleras arriba, después empujada a través de una puerta a una habitación mal ventilada. La empujó a una silla, ataron a sus a las patas de la silla. Alguien más estaba allí. Estaban fumando, pero no hablaban. Finalmente Jerry retiró la venda de los ojos y Emma miró a su alrededor. Era un pequeño trailer, sucio y caliente. Un hombre alto con cara de desprecio estaba mirándola, de la cabeza a los pies. – Así que usted es la famosa Dra. Townsend –dijo sarcásticamente, tomando una calada de su cigarrillo–. ¿Qué te llevó tanto tiempo? – Espetó a Jerry–. Sólo estamos a media hora de casa de Walker. ¿Diste vueltas durante horas, tranquilizándote? Jerry no dijo nada y Emma sintió un borbotón de esperanza. Jerry estaba flojeando. Tal vez podría usar eso en su ventaja.
– ¿Por qué estoy aquí? –exigió con más valentía de la que poseía. – Porque tu novio no puede quedarse fuera de asuntos que no le concernían. Sé que estuvieron en la construcción Constaine ayer, reuniendo muestras. Emma hizo su mejor intento por parecer confusa. – Estuvimos en demasiados sitios ayer. No estoy segura de a cuál de ellos se refiere. –Entonces gritó cuando el hombre la golpeó, más fuerte que Jerry. – Tal vez lo recordará ahora. Es un bonito lugar. Dos grandes edificios. Un enorme centro médico. –Sus ojos debieron brillar, porque sonrió burlón–. Bien, ahora estamos hablando el mismo idioma. ¿Analizó las muestras que tomaron? No dijo nada. Sus labios se curvaron. Otro golpe la mandó al suelo con silla y todo. – Ni siquiera considere mentirme –dijo él tranquilamente. Con una mano enderezó la silla y Emma sintió un sollozo subirle a la garganta, pero despiadadamente lo echó atrás. – ¿Qué importa lo que diga? –dijo Emma, su respiración acelerándose–. Si digo que no encontramos nada, no me creerá. Si digo que encontramos algo, lo que no hicimos, me matará. Se encogió de hombros. – Voy a matarla de todos modos. Sólo quiero saber cuánto control de daños tengo que hacer. ¿Qué encontraron? Ella miró su barba incipiente, su fuerte mandíbula, su nariz torcida y supo que decía la verdad. Estaba viéndole la cara. No había modo de que la dejara vivir. El pánico brotó, pero como con el sollozo, luchó por hacerlo retroceder. En ese momento todo lo que importaba era proteger a Christopher.
– No encontramos nada. Sólo pudimos analizar la mitad de las muestras. No habíamos conseguido las muestras de la construcción aún. –Entrecerró los ojos–. Puede creerme o no. Es la verdad. Cuidadosamente volvió la cabeza a donde Jerry permanecía, pálido, con su pipa apretada entre los dientes. Ignorando el dolor incipiente de su espalda, negó con la cabeza. – ¿Cómo pudiste? –preguntó–. Christopher es tu mejor amigo. ¿Cómo pudiste traicionarle de esta manera? – El dinero es un poderoso motivador –dijo el hombre de la nariz torcida, con humor en la voz–. Aquí, el profesor Grayson, tiene un pequeño problema con el juego. Nos ofrecimos a ayudarle a salir de su dilema a cambio de un pequeño favor. – Traicionaste a tu mejor amigo –dijo Emma tranquilamente–. Mataste a Darrell y Tanya. ¿Matarás a Christopher también? Jerry se encogió. – La traje para ti, Andrews. Cumplí con mi parte. Déjame ir. Andrews se puso de pie abruptamente cuando la puerta se abrió. Llenando la entrada había otro matón, éste mayor y calvo. Pero no era su línea capilar en retroceso lo que tenía a Emma y Jerry en un grito. Era la adolescente cuyos hombros retenía en un agarre de acero. Megan. – Estaba en el SUV de Grayson –dijo el hombre, con voz áspera. – Megan –susurró Jerry. Todo el color había desaparecido de su cara–. Qué...
Con la cara blanca, Megan no dijo nada, sólo se quedó de pie mirando a los tres hombres. Y a Emma. Andrews hizo que el suelo crujiera mientras lo atravesaba. Pasó un dedo por su mejilla. – Preciosa –murmuró burlón. Emma arremetió, llevando la silla con ella. – No toque a la chica –espetó y Andrews se rió. – Mis gustos no van por esta joven –dijo, su voz de vuelta al desdén gracioso–. Pero conozco a un montón de personas que pagarían mucho dinero por una chica tan preciosa. Como si las palabras fueran un látigo en su espalda, Megan empezó a forcejear frenéticamente. El hombre que la sostenía la empujó hacia Andrews y con excesiva fuerza empujó a Emma hacia atrás, haciendo entrechocar sus dientes en su cabeza mientras la silla contactaba con el suelo. Horrorizada, sólo pudo quedarse sentada y mirar fijamente a Andrews. – Tú, monstruo. Jerry puso su pipa en el bolsillo con sus manos temblando. – Seguramente no puede hablar en serio –dijo, tratando de calmar los ánimos aunque su voz temblaba casi tanto como sus manos–. Sólo es una cría. Andrews se encogió de hombros. – Entonces, mátala. Pero no va a quedar libre. –Golpeó con un dedo la camisa de Jerry, manchada de sangre donde ella le había escupido–. Mátala, o la venderé. Me gusta lo segundo porque me da un beneficio. Pero te dejaré elegir. Tengo que tratar con Walker. Con su hija desaparecida, no tendremos ventaja, así que él
también tendrá que desaparecer. Tiene un coche viejo, ¿verdad? Muy malos los coches viejos. Los frenos van mal. – No –dijo Megan ásperamente–. Tío Jerry, por favor. No les permitas que hagan daño a mi padre. – ¿Cree que nadie va a notar la desaparición de todas esas personas? – preguntó Emma irónicamente–. ¿No cree que nadie averiguará esto? – Probablemente –dijo Andrews suavemente–. Pero nada de esto puede conectarse conmigo. Grayson cargará con todos los asesinatos. Jerry hizo un sonido estrangulado. – Pero... Andrews sonrió. – Nunca olvide, profesor, cuando juegue, que la casa siempre tiene ventaja. Siempre. –Agarró a Megan por el brazo y la empujó a una silla–. Siéntate, princesa. Tu tío está a punto de decidir tu futuro. Espera fuera de la puerta –dijo al hombre calvo–. No le dejes salir a menos que Townsend esté muerta. Entonces tráeme a la chica. Si no sale en veinte minutos, entra y mátalos a él y a Townsend tú mismo. – Sonrió–. Entonces tráeme a la chica. Tengo algunas llamadas que hacer. La puerta se cerró, dejando a Emma, Megan y Jerry solos. – No puedes matarla –dijo Emma, su voz ronca de temor–. No puedes. Eres su padrino. Juraste cuidar de ella. Lo prometiste, Jerry. Mátame si debes, pero tienes que sacarla de aquí viva. Con los ojos completamente abiertos, Megan se sentó y lloró en silencio. – No lo entiendes –dijo Jerry patéticamente–. Esos hombres son poderosos.
– Por amor de Dios, Jerry –explotó Emma–. Sé un hombre, maldición. Tienes un arma. Úsala con ellos. – ¿Crees que sólo hay dos? – rió Jerry histérico–. Hay diez hombres ahí fuera. Incluso si mato a Hudson en las escaleras, dos más tomarán su lugar. Estaré muerto. No puedo huir. Pueden encontrarme en cualquier parte. Te encontraron en tu propia casa, a mil quinientos kilómetros. Me matarán. – Tú eres un adulto, Jerry –dijo Emma suavemente–. Tú hiciste las elecciones que te trajeron aquí. Megan no. Tienes que encontrar un modo de sacarla de aquí y mantener a Christopher a salvo. Se lo debes, Jerry. Sea lo que sea lo que te cueste. – ¿Qué hay de ti? – susurró Megan, con su pequeña voz. Emma se giró a ella, vio a la chica encogerse ante los cardenales en su cara. – No quiero morir, Megan. Lucharé por vivir. Pero tú eres una cría. Los adultos... – Miró a Jerry–. Bueno, los adultos responsables cuidan de los niños. Tú eres importante para tu padre. Él es importante para mí. No quiero verte herida. Jerry sacó su pipa del bolsillo y trató de encenderla, pero sus temblorosas manos apagaban cada cerilla que encendía. Finalmente se hundió en la silla de la mesa de Andrews y se cubrió el rostro con las manos. – No sé qué hacer – murmuró. – Sí, lo sabes –dijo Emma, inyectando en su voz toda la autoridad que pudo reunir–. Desátame, Jerry. – Por favor, tío Jerry –rogó Megan–. Por favor, no hagas esto. ***
Miércoles, 3 de marzo, 11:00 a.m. Harris deslizó su teléfono en el bolsillo. – ¿Conoce una firma de análisis de terrenos llamada Seymour y Elliot? – preguntó a Christopher, quien estaba sentado en una silla en la comisaría, mirando entumecido la actividad. Todo el personal disponible estaba tratando de encontrar a Jerry. Y a Emma. Jerry. Aún había un pedazo del corazón de Christopher que rehusaba creer que su amigo pudiera estar involucrado. Le conozco desde hace quince años. Desde antes de que Megan naciera. Desde antes de casarse con Mona. El Jerry Grayson que él conocía nunca podría hacer algo tan vil. Pero las imágenes no mentían. Mientras las cámaras de vigilancia del laboratorio de química habían estado desconectadas, las cámaras del edificio de Jerry no. Había una prueba en blanco y negro de que Tanya había visitado a Jerry la tarde que desapareció. Justo después dos hombres grandes llevando gorras de béisbol habían visitado a Jerry. Harris estaba haciendo circular fotos de los dos hombres, pero tenía pocas esperanzas ya que las gorras ocultaban sus rostros. – ¿Profesor? –Harris chasqueó los dedos ante las narices de Christopher–. Seymour y Elliot. ¿Ha oído hablar de ellos? Christopher sacudió la cabeza para aclarar sus ideas. – No. ¿Debería? – Según los registros del departamento, es la compañía que dio la aprobación a los terrenos contaminados. Comprobaremos sus registros, averiguaremos quien sabía qué y cuándo. Una compañía de administración de tierras tiene la titularidad, así que también son sospechosos. Una compañía llamada Constaine
está dirigiendo la construcción del lugar en el que tomaron las muestras. El nombre del propietario es Andrews. También auditaremos sus registros. Christopher palideció. – ¿Ahora? La boca de Harris se arqueó con simpatía. – No ahora. Tal vez mañana o pasado. – Cuando Megan esté en casa –murmuró–. Y Emma. –Su teléfono sonó y con manos temblorosas respondió–. ¿Hola? – Chris, soy Stella. –La madre de Debbie. Su corazón se aceleró. – ¿Sabe Debbie dónde está Megan? – No, directamente no. Pero tuve una llamada de Debbie desde el colegio. Prometió a Megan no hablar, pero su conciencia ha estado molestándola toda la mañana. Nos mintió a los dos, Chris. Aparentemente Megan estuvo escondiéndose debajo de su cama todo el tiempo. Cuando te fuiste, Megan le dijo a Debbie que se iba a casa. Que vigilaría desde el otro lado de la calle para saber cuándo se iba Emma. Se fue de aquí un poco antes de las siete y cuarto. No sé dónde está ahora. Lo siento, Chris. – Tengo que irme –murmuró, las implicaciones ya atravesaban su mente. – Chris, llámame cuando la encuentres, por favor. – Lo haré. –Lentamente colgó y miró a Harris–. Megan dejó la casa de su amiga esta mañana poco después de las siete, dirigiéndose a nuestra casa. Habría llegado allí alrededor de la hora en que Jerry lo hizo. –Aturdido se frotó la cara, sintiendo apenas la barba arañándole las palmas–. Anoche dijo que quería quedarse con Jerry. Si está con él...
Harris suspiró Sombríamente. – Mierda. –Se levantó y gritó pidiendo la atención del resto de detectives de la habitación–. La hija de trece años de Walker puede estar con Emma Townsend y Jerry Grayson –dijo. Una oleada de discusión atravesó la habitación–. ¿Cómo estamos de cerca de rastrear su vehículo por el GPS? La cabeza de Christopher se alzó súbitamente. – ¿Saben dónde está el SUV de Jerry? – No se haga ilusiones –dijo Harris amablemente–. Incluso si encontramos el SUV, no significa que su hija y la Dra. Townsend estén dentro. Phillips, ¿lo encontraste? El detective Phillips estaba al teléfono y levantó un dedo. – Casi. Otro minuto. Después de otro minuto que pareció eterno, Phillips dirigió una alentadora sonrisa en dirección a Christopher. – Aquí está, Harris. Están en el 1298 de Milliken Road, al este de la ciudad. Llamaré a todos los coches disponibles a esa localización. – Sirenas apagadas –ordenó Harris–. Aproximación silenciosa, que todo el mundo lleve chaleco. Walker, usted se queda aquí. Christopher esperó a que la mayoría de detectives hubieran dejado la sala. Entonces calmadamente se levantó y salió del edificio. Encontró su coche y arrancó. Y les siguió. Su hija estaba en peligro. Como su... ¿qué era Emma? Se preguntó mientras ponía su coche en dirección a Milliken Road. Estaba sintiendo una extraña calma, casi surrealista. Entonces, ¿qué era Emma? ¿Su amante? Después de la pasada noche, sí. ¿Su novia? Demasiado de instituto. ¡Qué
apropiado! ¿La mujer a la que había amado la mayor parte de su vida? Quizás. Todo lo que Christopher sabía con seguridad era que no tendría nada por lo que vivir sin Megan. Sin Emma sobreviviría, pero ¿a qué coste? Rogó por que fuera una pregunta que quedara siempre sin formular y sin responder. Por favor. Juro que no pediré nada más el resto de mi vida. Qué estén vivas. Por favor. *** – No hagas esto, Jerry –dijo Emma, con voz rota. Él se había levantado de la mesa y, con mano temblorosa, sostenía su pistola contra su cabeza. Si ella moría, no habría nadie que protegiera a Megan para Christopher. – Por favor, no hagas esto. – Tío Jerry. –Megan estaba sollozando, suplicando lastimosamente–. En el fondo no eres un hombre malo. No nos mates. Piensa en papá. –Tomó un quebrado aliento–. Piensa en mi madre. Emma forzó su visión periférica, mirando la cara de Jerry. La culpabilidad estaba ahí estampada, indeleble. Pero más que eso, Emma vio una aturdida parálisis en los ojos del hombre. Había visto esto antes en pacientes a los que había atendido. Ante una opción insostenible, se había quedado congelado. Era incapaz de tomar una decisión, en todo caso, pero en menos de doce minutos no importaría. El hombre calvo llamado Hudson atravesaría la puerta y les mataría a ella y a Jerry. Y se llevaría a Megan. Sobre mi cadáver. Mala metáfora. Piensa en mi madre, había dicho Megan, y eso había desencadenado la respuesta de Jerry. Miró a Megan, los ojos oscuros de la chica cansados y mayores
mientras las lágrimas caían por su cara. ¿Qué más sabía esa chica? ¿Qué fortaleza poseía, física y emocional? Era hora de averiguarlo. – Megan, veo el cortaplumas de Jerry en la mesa junto a su pipa. Quiero que lo cojas y me lo traigas. –Lanzó un guiño de aliento–. Todo está bien. Sólo hazlo. Sorbiendo, Megan cogió el cuchillo y lo sostuvo insegura. – Corta mis cuerdas, Megan. Con los ojos entrecerrados de miedo, Megan obedeció, cortando las cuerdas hasta que las manos y pies de Emma estuvieron libres. Como había esperado, Jerry no se movió. Sólo se quedó ahí de pie con parálisis culpable, sosteniendo su arma. Emma se levantó lentamente y suavemente arrancó el arma de los dedos de Jerry. En ningún momento presentó la menor de las luchas. Se llevó un dedo a los labios, indicando a Megan que guardara silencio. – Necesitamos una distracción –susurró–. Por ahora, quiero que sigas implorando a tu tío Jerry que no te mate. –Pero Megan la miraba con los ojos abiertos y en silencio. Ahora sólo tenían diez minutos para planear que hacer antes de que Hudson entrara. Menos si se impacientaba o sospechaba del silencio. – Maldita sea, Jerry –gritó Emma–. Es tu ahijada. Confía en ti. –Megan la miró como si estuviera pasmada–. Le cambiaste los pañales, por amor de Dios. No puedes permitir que Andrews se la lleve. No puedes. –Con eso se movió hasta la mesa de Andrews. No había teléfono. Teléfono. Jerry había cogido el suyo y lo había guardado en su bolsillo. Emma hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta mientras él la miraba con toda la vida de un maniquí. Triunfante encontró su teléfono y marcó el 911 y contó a la operadora todo lo que sabía. Después entregó el teléfono a Megan. – Sólo sujétalo. Con suerte nos rastrearán hasta aquí.
Volviendo a la mesa de Andrews, cautelosamente abrió un cajón para encontrar un par de zapatos embarrados y un conjunto de planos enrollados. Otro cajón contenía lapiceros y bolígrafos. Maldición, pensó. Era una construcción. ¿Era demasiado pedir unos cartuchos de dinamita? Pero siendo realista, estarían guardados bajo llave, pensó. Tenía que haber algo allí que pudiera usar. Lo que fuera. Abrió el último cajón, exponiendo casi media botella de vodka. Muy buen vodka. Absolut. One hundred proof. Y muy inflamable. Recordó la grava que crujió bajo sus pies. Dada la propulsión adecuada, la grava volaría como hojas bajo un soplador de hojas y cuando cayeran, lloverían como granizo. Con suerte sería suficiente para distraer a los diez hombres que Jerry dijo que estaban fuera con Hudson y Andrews. Emma agarró la camisa de Jerry y desgarró una estrecha tira con el cuchillo. Incluso entonces él no dijo nada. Era casi como si estuviera más allá de la conciencia. Con cuidado Emma mojó la tira de algodón con el vodka, entonces igual de cuidadosamente introdujo la tira por la boca de la botella. Las cerillas de Jerry aún estaban en la mesa y las agarró, su conjunto de herramientas completo. Agarró el arma de Jerry en la mano derecha y su improvisado cóctel Molotov en la izquierda. Megan estaba mirándola con una luz de entendimiento en sus ojos. – Vas a encenderlo y lanzarlo –murmuró. – Y con suerte nos comprará algo de tiempo. Tu trabajo es sostener ese teléfono. No dejes que se corte. Si lo hace, vuelve a marcar. ¿Entendido? Megan asintió. – Entendido. – Y Megan, si algo me sucede, sal corriendo, ¿me entiendes? Corre y usa el teléfono para pedir ayuda.
Megan tomó aliento. – Entendido. – Entonces, vamos. Jerry, ¿vienes? Él parpadeó. Sólo eso. Emma suspiró. – Entonces seremos sólo tú y yo, Megan. Quédate detrás de mí y cuando salgamos, corre como un demonio. En silencio Emma abrió la puerta una pulgada. Hudson estaba de pie de espaldas a la puerta, mirando los árboles que delineaban la grava. Había otro trailer junto a este. Un Jeep estaba aparcado a tres metros, entre los dos trailer. No podía ver el SUV de Jerry. Ella había manejado armas antes, acompañando a Will cuando había tomado clases de tiro al blanco como hobby. Pero disparar a un blanco de papel era diferente a un hombre vivo. Nunca antes había disparado a nadie. Nunca jamás lo había considerado. Bueno, excepto por tomar venganza del punk que había asesinado a Will. Pero era una venganza de fantasía. Esto era muy, muy real. Habría consecuencias emocionales, lo sabía. Tomar la vida de otro... pero cruzaría ese puente cuando llegara a él. Rogando calma, alineó el arma con la espalda de Hudson y rápidamente apretó el gatillo. Una vez, dos veces. Tres veces. Los disparos sonaron como un cañón. En segundos serían invadidas. Andrews regresaría. Deprisa, Emma, deprisa. Hudson se las arregló para girarse después de que el tercer disparo le alcanzara en el pecho. Borboteando, cayó al suelo, cubriendo con su cuerpo las escaleras de madera. – ¡Megan, corre! – Insegura, Megan pasó sobre Hudson–. Maldita sea –siseó Emma–. ¡Corre, chica! –pero Megan miró fijamente, con el teléfono aferrado en su mano. Con sus propias manos temblando, Emma se puso el arma debajo del brazo y encendió la cerilla. Lo sostuvo contra el algodón empapado en vodka, esperó todo
un segundo. Entonces apuntando al Jeep aparcado justo fuera del trailer, lo lanzó con toda su fuerza. La botella estalló con el impacto. Y Emma agarró la mano de Megan y corrieron como un demonio. Andrews emergió del otro trailer y Emma podría haber disfrutado de la mirada de atónita sorpresa en su cara de haber tenido más tiempo. Con el arma en su mano de nuevo, Emma arrastró a Megan mientras los gritos llenaban el aire, gritos de detenerlas, cogerlas. Se habían alejado unos quince metros cuando una enorme explosión rasgó el aire. Se lanzó sobre Megan, lanzándola al suelo, cubriendo a la hija de Christopher con su propio cuerpo, encogiéndose mientras los escombros llovían, apedreando su espalda. La grava escocía, el metal caliente ardía, pero no estaban muertas. – ¿Tienes el teléfono? – Sí –gruñó Megan. – ¡Entonces levántate y corre! – No lo creo, Dra. Townsend. El grito las detuvo. Emma se levantó, se giró y se encontró mirando el cañón del arma de Andrews. Era un 38, mucho mayor y más poderoso que su 22. Empujó a Megan detrás de ella, pero la chica ya era media cabeza más alta de ella, así que el gesto significó poco. – Tire su arma, Dra. Townsend. Ahora. ***
Harris agarró su radio con la llamada de la central. Estaba a menos de un kilómetro del sitio donde el SUV de Grayson había sido rastreado. – Harris. – Se ha recibido una llamada al 911 desde las mismas coordenadas mientras se rastreaba el SUV. Es Townsend y Megan Walker está con ella. Hemos oído un tiroteo y una explosión. Harris inspeccionó el cielo. – Veo el humo. ¿Cuántas unidades hay allí? – Diez. Cinco más de camino. Con las sirenas apagadas. – Gracias. –Harris enganchó su radio de nuevo en su soporte. Puso su coche al lado de la línea de coches que habían respondido a la llamada–. ¿Qué sucedió? Un policía del condado se adelantó, frunciendo el ceño. – No lo sabemos. Acabábamos de llegar cuando algo entre esos árboles explotó. Harris situó a Phillips y le hizo señas. – ¿Está el SUV aún en posición? – Está ahí. Si la señora y la chica están en él, eso nadie lo sabe. Llamamos a los bomberos, Wes. Si este fuego avanza, podría extenderse a todos esos árboles y el invierno ha sido muy seco... Toda esta zona saltaría como un polvorín. Harris alzó la mano, obteniendo la atención de todos los oficiales. – ¡Gente! Si veis el fuego, no vayáis más allá. Lo último que necesitamos es enviar a los bomberos al rescate de fuerzas del orden atrapadas. Estáis buscando a
una mujer y una chica. Treinta y cuatro y trece. El nombre de la chica es Megan y probablemente está muy asustada. El nombre de la mujer es Emma. Tened cuidado y adelante. *** Christopher detuvo su coche en el extremo final de una larga hilera de coches de policía. El sentido común le decía que se quedara ahí, que era más probable que recibiera un tiro de un policía que hacer un bien real. Miró fijamente el fino humo negro, con el corazón yendo a un kilómetro por hora. Mi bebé está ahí. Megan Emma. Se puso la camisa sobre la boca y se movió hacia los árboles. *** Emma tomó una trabajosa respiración. Espeso humo negro subía desde el ardiente Jeep, quemando sus pulmones, pero la incomodidad no era nada comparada con la visión de Andrews y su arma. Si la llamada al 911 funcionaba, la policía podía estar de camino ya. Si no, estaba sola. Así que ante su demanda de tirar el arma dijo: – No. Las cejas de Andrews se alzaron. – ¿No?
– Dije no. Me matará de todos modos, así que estaría loca abandonando mi única esperanza de huir. –Aferró el arma en su mano, sintiendo su peso–. Maté a Hudson. No tengo nada que perder. Así que, no. No tiraré mi arma. Tendrá que dispararme. Él alzó su mano y ella pudo ver sus dedos apretando el gatillo cuando un oscuro borrón llegó desde la izquierda, arrasando a Andrews, lanzándole volando sobre su espalda. Jerry estaba de pie ante él, su pecho subiendo y bajando. – No tocarás a esa chica –siseó. Con furia en su mirada, Andrews miró fijamente a Jerry. Y apretó el gatillo. Jerry cayó como una piedra y Emma gritó, cubriendo los ojos de Megan con la mano. El grito de Megan rasgó el aire. – Jerry. No. –Trató de soltarse de los brazos de Emma, pero Emma la sujetó firmemente. La giró en otro sentido. Y la empujó con toda su fuerza. – Corre. Megan. Pudo oír a Megan tambaleándose junto a ella, alejándose. Aún no estaba corriendo, pero la hija de Christopher al menos se estaba moviendo. Andrews estaba luchando por arrodillarse, sacudiendo la cabeza. Jerry debía haberlo dejado sin aire. Bien, yo le dejaré sin el resto. Apuntó el arma directamente a su pecho y apretó el gatillo, aguantando la respiración ante el crack de la bala. Ante la rápida extensión de una mancha roja en medio de su pecho. Con un rugido de indignación Andrews luchó por ponerse en pie, tambaleándose unos pasos más cerca. Emma retrocedió, igualando su paso. Caerá pronto. Está sangrando. ¿Por qué no está cayendo? ¿Por qué no está muerto? Ella disparó de nuevo, encogiéndose ante el retroceso de su arma que no había dolido las primeras veces, pero su hombro ahora estaba dolorido. Después
el dolor fue sencillamente eclipsado por el desgarrador y atroz ardor en sus tripas. Se miró al estómago mientras sus piernas se doblaban. Estaba de rodillas, mirando su propio cuerpo. A la camisa de Christopher. La camisa de Christopher estaba cada vez más húmeda y oscura. Sangre. Me disparó. Dios, duele. Las náuseas volvieron y ella las combatió. Porque él se estaba acercando. Andrews se estaba acercando. Christopher estaba corriendo, sus ojos inspeccionando el terreno por algún rastro de ellas. Algún signo de que habían estado allí. Mi bebé. Jerry tiene a mi pequeña. Jerry. Su corazón amenazaba con romperse incluso mientras latía contra las costillas. Sus pies tropezaron en una raíz, lanzándole al suelo. Sin detenerse, se obligó a levantarse, deslizándose entre las agujas de pino. Su rampante corazón casi se detuvo cuando la vio. Megan. Ella estaba revolviéndose, liberándose de las ramas que se enredaban en su pelo. Sollozando, jadeando. Respirando. Viva. Corrió hacia ella, la agarró entre sus brazos. Estaba en shock cuando luchó contra él, arañando y gritando. – Bebé, bebé, soy yo. Soy papá. Megan, soy yo. La acunó en sus brazos. La sintió ponerse rígida, después encorvarse cuando reconoció su voz. La sostuvo mientras ella se desmoronaba, sollozando salvajemente. – Está muerto. Jerry está muerto. Le disparó. Está muerto. Él. – ¿Quien, bebé? ¿Dónde está Emma? – Él la tiene. La m–m–atará.
Christopher se quedó inmóvil. – ¿Jerry la tiene? – ¡No! – Gritó Megan–. ¿No me oyes? Jerry está muerto. Yo le vi. Él le disparó y murió. –Sus puños golpearon su pecho y Christopher aguantó–. Ella aún está allí. Me hizo correr. Yo estaba asustada, papá. Se convulsionó en un aterrador espasmo de llanto y Christopher agarró sus hombros y giró su cara. – Megan, escúchame. Escucha. ¿Está viva Emma? Megan sacudió la cabeza, jadeando en busca de aire, su cuerpo sacudiéndose por la fuerza de su llanto. – Lo siento, papá. Me hizo correr. No pude hacer nada. Las tripas de Christopher se volvieron agua. – Quédate aquí. –La llevó detrás de un árbol, la hizo tumbarse boca abajo–. Quédate aquí. No te muevas, Megan. Volveré. Rebuscó su teléfono y marcó a Harris. – ¿Dónde demonios están sus hombres? – ¿Dónde demonios está usted? –Disparó de vuelta Harris, respirando con dificultad. Sonaba como si estuviera corriendo. Corra más rápido. – Estoy al sur del final de la línea de árboles. Detrás de la línea de coches de policía.
Christopher bizqueó mirando al sol, alto en el cielo, pero no directamente sobre su cabeza. – Un cuarto de milla al sureste de la carretera. Mi hija está aquí, Harris. Emma Townsend aún está dentro. – Walker, deténgase ahí mismo. Pero el crack del tiroteo desgarró el aire y Christopher echó a correr de nuevo, siguiendo el camino de ramas rotas que Megan había dejado detrás. Con el corazón en la garganta. *** Andrews se estaba acercando. De rodillas, avanzando lentamente. Una mano agarrando su pecho, en la otra su arma. Ahora me matará. Duele. Quiso hacerse un ovillo y llorar. Pero no lo hizo. Aún no estaba muerta. Pero él tampoco. Ella no se rendiría. – No. –Decir la palabra en voz alta le dio fuerzas cuando habría jurado que no le quedaban. Con manos temblorosas, levantó el arma. Era pesada. Dios, tan pesada. Debía pesar quinientos kilos. El pensamiento era liviano, se hizo eco en su mente. Estoy perdiendo sangre. Moriré aquí. Apretó los dientes. Entonces también él. Cerrando los ojos apretó el gatillo. Y no sintió nada. No oyó nada salvo un clic vacío.
Andrews rió, su aliento salía sibilante de su pecho. Estupendo. – La próxima vez que robe un arma... –respiró laboriosamente–. Asegúrese de que tiene llena... la recámara. Como la mía. Lentamente, extendió el brazo. Todo su cuerpo se sacudió, pero a esta distancia, no podía fallar. Megan, por favor huye. Por favor. Ella sólo podía mirar, incapaz de moverse, incapaz de apartar la mirada. Entonces Andrews se desmoronó en un montón. Emma parpadeó, sus miembros pesados. Por fin cayó. Estaba oscureciendo. No puede estar oscuro. Sólo es mediodía. Maldición. Christopher tiró la piedra al suelo y arrancó el arma de entre los dedos del hombre inconsciente. Estaba sangrando mucho, quien quiera que fuera. Pero también Emma. Ella se había derrumbado justo cuando él había corrido detrás del hombre con el arma. Ahora ella descansaba de costado, su camiseta gris estaba oscura por la sangre. Estaba tan pálida. La sangre es de ella. Dios mío. Ha sido alcanzada. Cayó de rodillas a su lado, cuidadosamente la tumbó de espaldas. – Emma. Maldita sea, despierta. La respiración hinchó su pecho, un sollozo aterrorizado creciendo. Apretando los dientes se lo tragó, obligándose a respirar. A recordar los primeros auxilios. Harris estaba de camino. Él llamaría a una ambulancia. Sólo tengo que hacer que aguante hasta que lleguen aquí. Temblando, rasgó su camisa, haciendo volar los botones. Se quitó la camisa y la desgarró en tiras anchas de siete centímetros. Cuidadosamente levantó el dobladillo de la camiseta. Apretó los dientes de nuevo para tragar la bilis en su garganta. Era malo. Realmente malo. Podía morir. Oh Dios, podía morir. No si yo puedo ayudarla.
– Vamos, Emma –dijo poniendo cuidadosamente la tira de algodón contra el enorme agujero de su estómago–. No me has encontrado después de todo este tiempo para morírteme ahora. Quédate conmigo. Tú quédate conmigo. – ¡Walker! Christopher no se dio la vuelta, intentando quitarse el cinturón de los pantalones. – ¿Encontró a Megan? – Está con una mujer policía. Está bien. Harris cayó de rodillas entre Emma y el hombre inconsciente mientras dos policías de uniforme se detenían detrás de él. – Avisen por radio –ladró–. Díganles que tenemos dos heridos de camino. Heridos de bala. Ambos inconscientes. –Frunció el ceño ante el cuerpo de Jerry–. Su amigo... – No respira –dijo Christopher sin entonación–. No sé quién es este otro tipo, pero Megan dijo que disparó a Jerry. Ayúdeme a levantar a Emma. –Harris inclinó el cuerpo de Emma, permitiendo que Christopher pasara su cinturón bajo su espalda. Con manos temblorosas aseguró el cinturón sobre el improvisado vendaje, lo bastante tenso para presionar sobre la herida sangrante. – ¡Emma, quédate conmigo! Escucha mi voz. Levante sus piernas, Harris. – Lo sé –espetó Harris. Echó un vistazo a su alrededor, entonces acercó el cuerpo de Jerry, levantó las piernas de Emma y las apoyó sobre el pecho de Jerry. Después Harris se quitó la chaqueta.
– Ponga esto bajo su cabeza. Apártese Walker, parece que estuviera a punto de desmayarse. Christopher se sentó sobre los talones, inspirando, espirando. Tratando de permanecer calmado. Ponte bien, Emma. Por favor. Tomó gentilmente la mano de Emma entre las suyas. Su mano estaba tan fría. – Emma, aguanta. Sólo un poco más. Megan está bien. Tú la salvaste. Gracias. –Se llevó su mano a los labios, un estremecimiento recorriendo su cuerpo–. Gracias.
Capítulo Diez Jueves, 4 de marzo, 7:15 a.m. – ¿Papi? Christopher despertó con un sobresalto. Megan estaba de pie en la puerta de la habitación de Emma en la UCI. Él se enderezó en la silla y le abrió los brazos. – Cariño, pensé que no te dejarían entrar porque no tienes dieciséis. Megan se deslizó sobre sus rodillas y presionó la cara en su cuello. – El detective Harris les dijo que me dejaran entrar. Harris había estado esperando a que Andrews recuperara la conciencia después de su cirugía. Si Harris está de vuelta en el hospital, ese bastardo de Andrews debe estar despierto. La furia ardió a través de Christopher, tensando su cuerpo. – Papi, lo siento mucho. – Tú no hiciste esto, cariño –murmuró–. Andrews lo hizo. Harris había identificado al hombre al que pertenecía la compañía constructora que estaba edificando en el área contaminada que Darrell había etiquetado como “Número Siete”. El hombre que había matado a su mejor amigo. El hombre que había amenazado con… con vender a su hija. Se le revolvió el
estómago ante la idea. El hombre que casi había matado a la mujer a la que había esperado más de la mitad de su vida. Dudoso, había dicho el médico. Pero Emma era una luchadora. Casi la habían perdido en la mesa de operaciones, pero ella luchó por volver. Su corazón seguía latiendo. Ahora todavía descansaba como muerta, con tubos saliendo de su cuerpo. Pero el monitor continuaba pitando mientras su corazón continuaba latiendo. Las próximas veinticuatro horas serían críticas, había dicho el doctor cuando salió del quirófano. Ya habían pasado casi doce y Emma aún no había despertado. – No –susurró Megan–. Quiero decir que siento la nota que escribí. Quería herirte. Lo siento tanto, papi. Christopher depositó un beso en el pelo de su hija. Estaba limpia, con sus leves cortes, arañazos y contusiones atendidos. La madre de su amiga Debbie había venido, se la había llevado a su casa, haciendo que se duchara y durmiera. Mientras, él se sentaba, guardando vigilia al lado de Emma. – Lo sé, Megan. Estabas herida. Entiendo eso. Nunca deberías haber sabido nada de esto para empezar. Tu madre debería haber venido a mí, nunca a ti. Siento que hayas llevado esa carga todo este tiempo. –Le levantó la barbilla, con un suave dedo–. Pero cariño, nunca, nunca fui infiel a tu madre, no importa lo que pensara o creyera. Necesito que me creas. Ella asintió, vacilante. – Te creo. –Sus ojos enfilaron a Emma–. Mamá la odia. – Nunca lo supe –dijo Christopher sencillamente–. Una vez decidí casarme con tu madre, no miré atrás. Debo haber pensado en Emma de vez en cuando, pero era más bien con melancolía. Ocasionalmente debo haberme preguntado sobre lo que podría haber sido, pero amaba a tu madre. Ella me dio... a ti. Megan tragó saliva.
– Ella... papi, ella no lo fue. Las cejas de Christopher se alzaron al mismo tiempo. – ¿Ella no fue qué, Megan? Megan cerró los ojos. – Fiel. A ti. Christopher dejó caer la cabeza hacia atrás contra la silla, cerrando los ojos con un suave gruñido. – Dios querido, ¿También te dijo eso? – ¿Lo sabías? – La voz de Megan era ligeramente acusadora–. ¿Lo sabías? – Ella me lo contó. –Christopher abrió los ojos con un suspiro–. Nunca supe con quién. Megan se movió incómoda. Parecía culpable. Y no decía nada. Christopher se frotó el puente de la nariz. Mona, ¿Cómo pudiste? – ¿Pero tú lo sabes? – Jerry. Apenas fue un susurro. Los ojos de Christopher se abrieron del todo. Su corazón se saltó un latido. Había pensado que no podía empeorar. – ¿Jerry? Megan estaba pálida.
– Lo siento, papi. La atrajo a su pecho, envolviéndola en un enorme abrazo. – Todo está bien, cariño. Supongo que nunca le conocí de verdad. ¿Sabes por qué hizo todo esto? – No. Sólo siguió diciendo que lo sentía. Embistió a aquel hombre, Andrews. Salvó nuestras vidas. No, Emma hizo eso. Pero Christopher apretó los dientes, sabiendo que su hija necesitaba mantener alguna parte de su infancia. Su madre la había abandonado. El tío al que quería había sido asesinado ante sus ojos. – Tal vez lo hiciera, cariño. Ella estuvo en silencio durante mucho, mucho tiempo. Entonces suspiró y se echó hacia atrás sentándose al borde de sus rodillas de nuevo. – No, papi. Emma nos salvó. Ella disparó al hombre fuera del trailer. Ella hizo esa botella bomba y voló el Jeep. Un cóctel Molotov. El corazón de Christopher había ardido de orgullo cuando Megan había contado la historia por primera vez, horas antes. Su Emma pensaba con rapidez. – Me hizo correr –susurró ella ásperamente–. Me empujó, me hizo irme. Christopher tragó saliva. Gracias, Emma. – Es una buena persona, Meg. Los ojos de Megan se empañaron. – Dije cosas terribles sobre ella.
– Lo entiende. Su hija parpadeó, enviando un torrente de lágrimas por su cara. – Lo siento. – Ella entendería eso también. – Cuando se despierte, intentaré... de verdad lo intentaré. Christopher la abrazó fuerte. – Apreciaría eso, calabacita. – ¿Vas a venir a casa esta noche? – No, pequeña. Quiero que vayas a casa con la madre de Debbie. Te llamaré cuando despierte. Por favor, despierta, Em. Por favor. Acompañó a Megan a donde la madre de Debbie esperaba. La besó en la frente y la miró alejarse. Al final del pasillo Megan se volvió y corrió de vuelta, lanzando los brazos alrededor de su cuello. – Te quiero, papá. Christopher la abrazó, acunándola, abrumado una vez más por lo que podría haber pasado, tan agradecido de que no hubiera sucedido. Tan agradecido de que su hija estuviera ilesa. Intacta. Deseando hacer que ese bastardo de Andrews pagara por poner un dedo sobre su hija. Queriendo matarle por lo que planeaba hacer con Megan. El mero pensamiento hacía que su sangre se helara. Christopher apoyó la cabeza sobre la de Megan. Su bebé estaba a salvo. – Yo también te quiero, Megan. También te quiero.
Con dificultad la dejó ir y se encontró con los comprensivos ojos de la madre de Debbie. – La comprobaré cada hora, Christopher –murmuró–. Vamos, Megan. Debbie está esperando fuera junto a la máquina de dulces con un rollo de cuartos de dólar. Dijo que va a conseguir bastante chocolate para que las dos enferméis de camino a casa. Puso su brazo alrededor de los hombros de Megan y la condujo fuera. – Estará bien, Walker. Christopher se volvió para encontrarse a Harris apoyado contra la pared. – Lo sé. –Tenía que creer eso. Era lo único que le mantenía en marcha–. ¿Entonces Andrews está despierto? – Lo está. Vamos a transferirle al Tampa General cuando esté estable. No quiero que corra el riesgo de tropezar con él mientras la Dra. Townsend se recupera. – Gracias. ¿Sabe por qué hizo esto? – Es lo que usted pensó, profesor. La compañía de Andrews tenía mucho en juego en esa construcción en el norte. Dos edificios de apartamentos, un centro médico. –Alzó una peluda ceja–. No poseían la tierra, pero habrían perdido el contrato de construcción si la contaminación del suelo hubiera llegado a saberse. Sus negocios estaban casi en bancarrota. Necesitaba el dinero del centro médico para mantenerse a flote. Convenció a uno de los químicos de Seymour y Elliot para falsificar los registros. – ¿Cuándo arrestarán al químico?
– No lo haremos. Murió en un accidente de coche hace seis meses. –De nuevo las tupidas cejas subieron–. Día seco, sin desgaste de ruedas y el coche de un tipo patina fuera de la carretera y va contra un árbol. – ¿Andrews? – Voy a tratar de probarlo, pero será difícil. – No lo entiendo. Esto se habría sabido tarde o temprano. ¿A quién estaba tratando Andrews de engañar? – Creo que estaba comprando tiempo. Si podía mantenerlo en silencio hasta que el centro médico estuviera construido, aún recibiría el pago. Cuando sus chicos empezaron a tomar muestras, entró en pánico. Supongo que habló con su amigo Grayson para ayudarle a averiguar cuanto sabía. Eso es por lo que Grayson se involucró con Tanya. Christopher se sintió mareado. – Aún no puedo creer que Jerry matara a Darrell y Tanya. – Encontré varias transferencias en la cuenta bancaria de Grayson. Las rastrearé hasta Andrews aunque sea lo último que haga. Grayson pagó a un corredor local. – ¿Jugaba? Nunca supe que jugara. ¿Cómo pude no saber esto? – Apostaba a los caballos. Sin embargo, aún tenía un montón de dinero de Andrews en su cuenta. Christopher cerró los ojos. – Dijo que había guardado dinero para las vacas flacas. Se ofreció a entregarlo a la madre de Darrell. Hijo de puta.
La risa de Harris fue sin alegría. – No sé si era culpa o descaro. Imagino que un poco de ambos. Profesor, parece rendido. ¿Por qué no se va a casa y duerme un poco? – No, quiero estar aquí cuando Emma despierte. – Es una mujer fuerte. Dígale que dije eso. Christopher caminó de vuelta a la habitación de Emma y se hundió en la silla a su lado. – Emma, estoy de vuelta. –Ella no se movió, no movió ni una pestaña–. Harris dijo que te dijera que eres una mujer fuerte. –Se acomodó en la silla–. ¿Recuerdas el instituto? ¿Recuerdas a Elton Jacobs, el chico que todos dijeron que sería o basurero o político? Bien, es reportero de noticias de TV así que supongo que eso lo sitúa en el medio. Oyó hablar de esto y nos recordaba y quiere entrevistarte. Así que tienes que despertarte. También tuve una llamada de Kate. Volará hasta aquí hoy por la mañana más tarde. Se inclinó hacia adelante y tocó su mano. Se preparó para hablar hasta que su voz se agotara. Podía oírle, estaba seguro de ello. Y él no iba a permitirla irse. ***
Viernes, 5 de marzo, 1:00 p.m. La cama era dura. Y le dolía la cabeza. Le dolía el cuerpo. Se sentía como si hubiera sido atropellada por un camión. La conciencia regresó lentamente y Emma estaba convencida de que podía tener un dedo en el pie derecho que no le dolía. Tenía frío. Excepto en su mano izquierda. Estaba caliente. Porque Christopher la
sostenía. Parpadeó, tratando en vano de enfocarlo. Alguien le había quitado sus lentes de contacto y todo estaba borroso. Esa no es la sombra de las cinco, pensó. He estado aquí un rato. La ternura apretó su corazón. Como él. – Christopher. –Su voz sonó como la de un extraño, áspera y ronca. Él abrió los ojos y se puso de rodillas junto a la cama antes de que pudiera parpadear de nuevo. – No te muevas tan rápido. Me marearás. –Estás despierta. Ella trató de sonreír. – Eso parece, ¿Megan? Las lágrimas llenaron sus ojos. – Está bien Emma respiró de nuevo. – Me alegro. – ¿Cómo puedo siquiera agradecértelo, Em? Megan me contó lo que hiciste. – Tú habrías hecho lo mismo por mí –murmuró, ya cansada–. ¿Cuánto tiempo he estado aquí? – Dos días, más o menos. – Te quedaste conmigo. – Te lo dije, Emma, esperé por ti diecisiete años. No voy a perderte ahora.
– ¿Cuándo puedo irme a casa? – El médico dice que no puedes volar al menos en unas semanas. Tendrás que quedarte conmigo. Sus labios se curvaron. – Eso es lo que quería decir. Él le devolvió la sonrisa. – Bien, porque no tengo planeado permitirte irte de todos modos. –Presionó los labios sobre su frente. – Ya dijiste eso. – ¿Me oíste? – Retazos. Te recuerdo leyéndome cartas. Hizo una mueca. – Poemas. – ¿Me leíste poemas que escribiste tú? – Sí, pero sólo porque las circunstancias eran extremas. Me había quedado sin cosas que decir y tú no despertabas. Ahora los poemas están de nuevo en el sótano. –Rozó sus labios con los suyos. –Bienvenida, Em. No me dejes de nuevo. – No lo haré. Estás atrapado conmigo. – Y yo me alegro de estarlo.
Epílogo Viernes, 6 de agosto, 6:30 p.m. Emma cerró la puerta de cristal, estremeciéndose mientras bloqueaba el sonido de siete chillonas adolescentes de catorce años. Christopher estaba sentado fuera en una tumbona con una cerveza fría en la mano y una sonrisa satisfecha en la cara. – Te dije que sólo le permitieras invitar a tres chicas –le dijo–. Pero no, dijiste que no, una chica sólo cumple catorce una vez. Así que tú tienes que tratar con todas ellas. – Es una locura, obviamente –dijo Emma secamente y se sentó al borde de su tumbona, haciéndole moverse–. Recordaré esto cuando tenga quince. – Ah–ha. –Sonó poco convencido–. La estropearás. Ella le besó en la nariz. – No he tenido a nadie a quien estropear durante mucho tiempo. Estoy poniéndome al día. – Entonces ¿qué están haciendo ahí dentro? – Viendo una película de terror y quien puede gritar más alto. Propongo que nos quedemos aquí fuera hasta que termine.
– Digo que tienes razón. –Se movió un poco más en la tumbona, mirando el nuevo bote atado en su muelle–. Me gusta mi regalo de cumpleaños, por cierto. Emma le sonrió. – ¿Cuál? –habían celebrado su cumpleaños el mes anterior, con un paseo en su nuevo bote y otro en su cama esa noche. Él se rió y le pellizcó el trasero. – El bote también es bonito. Me parece a mí que tienes un cumpleaños acercándose. Ella hizo una mueca. Su propio cumpleaños estaba a menos de dos meses. – No me lo recuerdes. Los treinta y cinco son un hito, después es una cuesta abajo hasta los cuarenta. Pero tenía que admitir que los treinta y cinco le parecían muy, muy bien. Era feliz de nuevo. Acababa de escribir Bocados II y ya no se sentía como una hipócrita huyendo de su propia pena. Había ido a su encuentro y tratado con ella. Y unos días al mes compartía sus experiencias con auditorios llenos. Pero cada vez regresaba a Christopher. Cada vez él iba a buscarla al aeropuerto con un ramo de bienvenida a casa. – Te verás tan bonita a los cuarenta como te veías cuando teníamos diecisiete –dijo Christopher y ella tuvo que besarle por ser tan dulce. Un beso se convirtió en dos, después en tres y cuando se apartó ambos respiraban con dificultad. – No es justo excitarme con invitadas en tu casa. Técnicamente ella misma era aún una invitada. Después de salir del hospital, había desacelerado un poco su relación. Necesitaba su propio lugar y a pesar de la
transformación de Megan, la chica necesitaba tiempo para acostumbrarse a la idea de otra mujer en la vida de su padre. Así que Emma había alquilado un apartamento en la playa de St. Pete, a menos de una milla de donde se habían besado por primera vez aquella primera noche. Ese trozo particular de arena contenía buenos recuerdos y habían vuelto a menudo. Las cosas se habían asentado después de su salida del hospital, hacía cinco meses. Christopher había enterrado a Darrell y Tanya. Y a Jerry. A pesar de todo lo que Jerry había hecho, había sido amigo de Christopher. Andrews estaba en prisión, esperando juicio y Emma deseaba que hubiera sufrido el mismo destino que había planeado para Emma. Había noches en las que se despertaba de la pesadilla donde Megan no había conseguido escapar. Pero era sólo una pesadilla. Había regresado a Cincinnati un mes después de “ese día” para encontrar que Kate había vuelto a guardar en cajas todas las cosas de Will y las había regalado. Emma había paseado por la vacía casa y sintió paz, sabiendo que Will habría querido que ella siguiera adelante, que fuera feliz. Así que había vendido la casa y puesto los beneficios de la venta en una fundación para la madre y los hermanos de Darrell Roberts. Apropiadamente invertido, el dinero mantendría a la familia Roberts en los años venideros. Will también habría querido eso. Megan había cambiado de opinión. Meses de terapia la habían ayudado a dormir por la noche. Ayudado a aceptar a Emma como parte de la vida de su padre. Ayudado a darse cuenta que Emma nunca podría tomar el lugar de su madre, no es que Emma planeara intentarlo. Mona se había pasado rápidamente para el funeral de Jerry, después se había ido una vez más, dejando a Megan con la comprensión demasiado adulta de la clase de mujer que era realmente su madre. Otra ronda de gritos desde dentro de la casa hicieron encogerse a Emma, pero Christopher pareció inconsciente del sonido. No había movido su mirada de su rostro y su pulso se saltó unos latidos. Sus ojos azules brillaron, sorprendiéndola con su súbita intensidad. – Haz de esta tu casa también, Emma. Múdate conmigo. Con nosotros.
Ella tomó aliento cuidadosamente. – Christopher... Él puso un dedo sobre sus labios. – Dijimos que te mudarías cuando estuviéramos seguros de que esto iba a durar. Ella no podía apartar la mirada de sus ojos. Así que entonces sería esta noche. La pregunta que había tardado tanto en hacerse. – Eso es cierto. La boca de él no sonrió. – Entonces, ¿estás segura? Ella había estado examinando esa misma cuestión con gran frecuencia durante los últimos cinco meses y llegado a la misma respuesta cada vez. – Sí. A ciegas extendió la mano hacia la mesa a su lado, entonces abrió la mano ante sus ojos. En su palma descansaba un anillo. – Entonces cásate conmigo, Emma. Ella había estado anticipando esta cuestión una y otra vez, la respuesta era siempre la misma. – Sí. De nuevo sus ojos brillaron, más intensamente que antes. Con manos que estaban absolutamente firmes deslizó el anillo en su dedo.
– Te amo. – Yo también te amo. Ellos habían crecido en ello, en este amor suyo. Era mucho más que un intento de revivir sus juventudes. Cierto, estaba inexorablemente conectado con su pasado, pero se basaba en su presente y era, simplemente, su futuro. Levantó su rostro hacia arriba, cubrió sus labios con los de él. La besó a fondo, haciéndola desear que estuvieran solos en su apartamento en lugar de a una puerta de cristal de siete adolescentes chillonas. – ¿Te quedarás conmigo esta noche? –murmuró con voz ronca. Ella le sonrió. – No. Voy a dormir en un saco de dormir en el suelo con las chicas. Las amigas de Megan prometieron hacerme la pedicura si hago tostadas francesas por la mañana. Sus labios se torcieron. – Yo te haré la pedicura. – No, no lo harás. Siempre dices que lo harás, y después te distraes con otras partes. – Me gustan tus otras partes. – Puedes disfrutarlas mañana por la noche. –Apoyó su frente contra la de él–. Así que vamos a casarnos. Kate finalmente dejará de preguntarme si aún no me lo has propuesto. Él se echó hacia atrás, su sonrisa muy satisfecha.
– Sí. Y no es un falso proyecto de salud del instituto. Obtengo verdaderos privilegios conyugales no como ese pobre bobo con el que te emparejaste entonces. Skip Loomis puede consumirse de pena. Ella alzó una comisura de su boca. – Consigue esos privilegios ahora. Su mueca se desvaneció, poniéndose serio. – No estoy hablando de sexo, Emma. Quiero despertarme contigo cada mañana. Abrazarte cada noche. Y no quiero ninguna muñeca falsa como la que tuvimos en ese proyecto del instituto. Quiero un bebé de verdad contigo. Tal vez dos. La idea de Christopher sosteniendo a sus bebés hizo que le picaran los ojos. – Al menos. Tendremos que empezar pronto. Se me pasa el tiempo, ya sabes. – Podrías escabullirte y encontrarte conmigo en el bote esta noche más tarde. Pondré nuestra canción y podemos bailar –añadió con malicia y ella rió. – Mañana, Christopher. –Se inclinó y le besó suavemente–. Y cada noche después de esa. Durante el resto de nuestras vidas.
FIN