Anne Avery - La novia vendida

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LA NOVIA VENDIDA ANNE AVERY

En la Inglaterra del siglo XIII, las luchas por el trono enfrentan a los partidarios del rey Enrique con los seguidores de Simón de Montfort. Nadie sabe en manos de quién va a quedar el poder y la intranquilidad se ha adueñado del país. El barón de Fitzwarren ha perdido toda su fortuna por apoyar la causa de Montfort y ahora intenta saldar sus deudas vendiendo la única posesión que le queda: su hija Alyce. El comprador es Robert Wardell, un hacendado comerciante de Londres. Aunque no es el mejor partido para entroncar con la sangre noble de los Fitzwarren, es lo bastante rico como para acabar con sus problemas financieros. Al fin y al cabo, ¿quién dijo que los matrimonios debían celebrarse por amor?

La suerte está echada. Windsor, diciembre de 1263. Los guardias de la puerta y los criados que cogieron su caballo y pusieron a sus hombres a resguardo de la lluvia se mostraron bastante corteses. El paje de doce años que lo guió por los mal iluminados corredores iba malhumorado, sin duda irritado de que un simple mercader molestara a lord Eduardo, y a él, a una hora tan inoportuna, y en esa noche lluviosa. Robert Wardell le miró la cara enfurruñada cuando el niño abrió la puerta y se hizo a un lado para que pasara. Normalmente no hacía caso de las pretensiones de aquellos que habían sido educados para creerse superiores a cualquiera que no fuera de su alcurnia, pero esa noche estaba cansado, tenía frío y hambre; la comida de mediodía ya sólo era un recuerdo lejano en el pasado. No le quedaba paciencia para los tontos, y mucho menos para los jóvenes y de buena crianza. -Tráeme vino -le dijo secamente por encima del hombro, acercándose a largas zancadas al hogar-. Y envía a alguien a la cocina para que me traiga pan y un poco de carne para comer. Dicho eso, se giró, se echó hacia atrás la capa y se quitó lentamente los guantes, que había logrado mantener protegidos del aguanieve bajo la que había cabalgado las tres últimas horas. Tal vez la luz de las llamas revelaron algo de la excelente calidad de su ropa y las joyas incrustadas en la empuñadura de su espada, o quizá simplemente fue su arrogante indiferencia ante un hijo de noble lo que hizo detenerse al niño en la puerta con los ojos muy abiertos. -Comida caliente, si puede ser -añadió Robert, entornando los ojos. El niño se amilanó ante esa glacial mirada, que Robert ya había empleado antes eficazmente con adversarios mucho más terribles. Hizo una venia, muy leve pero más acentuada que la que correspondía a un mercader por parte del paje personal de lord Eduardo. -Informaré a milord de vuestra llegada-dijo el niño y se retiró sin olvidar dejar cerrada la puerta. Eso no le garantizaba ni comida ni vino, pensó Robert, pero era algo. Dejó los guantes húmedos sobre la mesa, extendió su capa sobre una banqueta situada a un lado dcl hogar, se acercó al fuego, extendiendo los brazos para calentarse las manos. Cuando le salía vapor de toda la parte delantera, se giró para calentarse la espalda. El calor era agradable y peligrosamente seductor. Una vez que terminara su entrevista con Eduardo, tendría que volver a salir a la tormenta, pese a su tremendo agotamiento. Ante la idea dc la penosa cabalgada que le aguardaba, por el lodo y la torrencial lluvia, encorvó los hombros y enlazó las manos a la espalda, mirando enfadado las paredes de piedra gris de la sala. A la parpadeante luz dorada rojiza de las llamas, tuvo la impresión dc que las

paredes lo miraban lúgubremente, como ojos rojos de demonios aparecido, allí para burlarse de sus ambiciones. Y ahí, en el rincón... Robert se sobresaltó y agitó la cabeza para librarse de la ilusión. No era Jocelyn-, quien lo miraba desde el rincón más oscuro de la sala; no era su hermosa Jocelyn, muerta en la cama de parto ya hacía doce largos años. Pese a sus pecados contra ella, pese a los planes que tenía en esos momentos, ella no le desearía ningún mal ni se le aparecería así, tan enfadada y acusadora. Y sin embargo... Mascullando una maldición, se volvió hacia el fuego del hogar, pero incluso concentrando la atención en las llamas no dejó de notar las paredes a su espalda, las piedras que, a semejanza de muchos ojos, lo observaban, como a la espera. Era su cansancio el que lo hacía imaginarse cosas, se dijo; el cansancio, el hambre y el residuo de los sueños atormentados que habían perturbado su sueño y acosado en sus horas de vigilia durante esas dos últimas semanas. Jocelyn se le aparecía en los sueños, pero siempre que intentaba comprenderlos se desvanecían, quedando fuera de su alcance, insustanciales como la niebla fría del río en una noche sin luna, e igualmente escalofriantes para el alma. La responsable de su inquietud era la peligrosa aventura en que acababa de embarcarse. Toda su vida había apostado fuerte, aunque nunca tanto como en esos momentos, en que lo arriesgaba todo, incluso su vida. Inglaterra se estaba preparando para tomar las armas contra sí misma, para una guerra entre un rey y un príncipe enfadado por un lado y un ejército de barones y plebeyos por el otro, y él había decidido caminar por el filo de la espada entre ellos, pese a su prometida lealtad al príncipe, lord Eduardo. Un leño encendido rodó del fuego y cayó sobre la piedra del hogar. Robert lo devolvió a las llamas golpeándolo con el pie y se quedó observándolo, primero arder con brillantes llamas rojas ,y luego deshacerse lentamente consumido por las llamas. Él era como ese tizón, pensó, mientras observaba sin ver el centro de las llamas. No era el responsable del fuego, pero si alguien lo empujaba dentro con el pie, sería fácilmente reducido a cenizas; él, y todos los que se habían puesto en sus manos para solucionar los problemas que se avecinaban. El sonido de la puerta al abrirse lo sacó bruscamente de sus negros pensamientos. Se enderezó y se giró, pero en lugar del paje que esperaba ver, entró un joven de cabellos rubios, barba tupida y los hombros anchos y potentes de un guerrero en actitud de un rey que entra en su corte. El joven se detuvo en seco al verlo, y luego cerró despreocupadamente la puerta. Su penetrante mirada lo observó todo, desde las botas cubiertas de lodo de Robert, la capa empapada sobre el taburete a los guantes sobre la mesa. -¿Y bien, Wardell? -dijo, su boca curvada en una sonrisa burlona-. ¿Tan cansado estáis de vuestras riquezas que os aventuráis a salir en una noche como ésta, y todo por el placer de molestarme? Robert ladeó la cabeza en respuesta burlona y saludó con una inclinación de la cabeza, contento de que le interrumpieran sus pensamientos. Eduardo bien podía ser el heredero al trono de Inglaterra pero era un hombre, y él sabía desempeñarse en el mundo de los hombres. -Pensé que la lluvia podría lavar mis pecados, milord -dijo. -¿Tan grandes son vuestros pecados que necesitáis ahogarlos? -No más grandes que los vuestros, creo -repuso Robert con un encogimiento de

hombros-. Pero tampoco más pequeños. Eduardo se echó a reír. -Si las cosas están tan mal, amigo mío, será mejor que os dirijáis a la noche, o a un sacerdote. Fue a sentarse en el sillón de respaldo alto del otro extremo de la sala y le indicó a Robert que se sentara en el banco, en el extremo más cercano al hogar. -Raro sería que un sacerdote respondiera a mi llamada a estas horas de la noche, milord -dijo Robert, sentándose en el asiento indicado-. A no ser que primero me despojara de un buen número de monedas del bolsillo. Todo por la gloria de la Santa Madre Iglesia, por supuesto -añadió sarcástico. -Sin duda -concedió Eduardo, divertido-. Si queréis puedo ordenar a mi capellán que se levante de la cama de la cortesana que esté calentando esta noche para que venga a confesaros. Aunque sólo Dios sabe el daño que podría hacer si lo dejamos suelto entre nosotros, privado de sus placeres carnales y su descanso. -No hay ninguna necesidad de sacerdote, milord, y hay asuntos más importantes de que hablar que mis pecados. -Ciertamente -dijo Eduardo, agudizando la mirada-. Decidme entonces, ¿cómo está Londres? -Con problemas -contestó Robert secamente-. Puede que Simón de Montfort esté inmovilizado en Kenilworth con su pierna rota, pero sus hombres dominan la ciudad, y la Torre está más segura que nunca. Se habla mucho de una inminente batalla entre vuestras fuerzas y las suyas, y 1os mercaderes e comerciantes de Londres están dispuestos a tomar las armas en contra del rey Enrique. Ya hablan de nombrar a un condestable y a un mariscal elegido de entre ellos para que los dirija cuando marchen contra él. -Tontos rebeldes -dijo Eduardo, despectivo-. ¿Es que esos mercaderes se creen capaces de luchar contra hombres entrenados para la guerra? -Creen que rescatar a. Montfort de vuestros hombres en el puente de Londres el mes pasado es prueba suficiente de su fuerza. Y no se puede negar que tienen buenos motivos para respaldar la causa del conde Simón contra tu padre. -¿Ahora os volvéis en mi contra, Wardell? -preguntó el Eduardo enfadado. -No, milord. Pero el rey no ha hecho ningún esfuerzo por hacerse querer por ellos. ¿Qué diríais vos, si fuerais un honrado comerciante inglés, si vuestro rey os negara los derechos que ha prometido y diera su apoyo y comercio a extranjeros mientras vos y vuestros colegas comerciantes os quedáis en situación de pedir limosna? -Creo que me iría bien defender a mí rey y no a un barón arribista que se pone por encima del hombre que Dios eligió para ocupar el trono de Inglaterra. -Os sentiríais condenadamente engañado, y bien que lo sabéis. Eduardo levantó bruscamente la cabeza para mirar furioso a Robert a través del largo de la mesa. -Franco, como siempre, ¿eh, Wardell? Robert sostuvo la mirada del príncipe sin encogerse. -Pero digo la verdad, milord. Enrique se ha atraído él mismo la mayoría de sus

problemas, por su mala elección de consejeros y por su apoyo a extranjeros a costa de los honrados ingleses. -¡Mi padre es el rey! -rugió Eduardo, dando un puñetazo en la mesa-. ¡Tiene el derecho otorgado por Dios de gobernar como le plazca! -No hace aún cincuenta años, Dios eligió respaldar a los barones en Runnymede, cuando el rey Juan pensaba lo mismo, milord -replicó Robert, sin impresionarse por el estallido de mal genio de Eduardo, pero sabiendo muy bien que estaba pisando terreno peligroso. Eduardo entrecerró los ojos. -Decidme, ¿por qué os permito hablar así, Wardell? Ningún otro de vuestra calaña se atreve a tanto, a no ser que envuelva sus palabras con miel primero. Un golpe en la puerta impidió a Robert contestar. A la perentoria orden de Eduardo, se levantó el pestillo y entró el paje, trayendo una bandeja con una jarra de vino, dos copas y un plato cubierto con una servilleta de lino limpia. El niño palideció al ver a Eduardo. -P-perdón, milord, es que pensé que todavía estabais con milady Leonor. -Rara vez piensas bien, Thomas, y cuando lo haces no te dura mucho. Entra, entonces, entra. -Le hizo un gesto para que entrara, con la irritación muy clara en su cara-. Por lo menos has traído vino. -Sí, milord -dijo el paje, encogido ante el desagrado de su amo-. Y comida para el seseñor Wardell. El contenido del plato emanaba un seductor olor a carne con salsa y especias que hizo gruñir el estómago de Robert. Reprimió una expresión de irritación por verse así atrapado entre un estómago vacío y un príncipe enfadado. No podía comer delante de Eduardo sin su permiso, y si Eduardo concedía su permiso, él estaría en desventaja con la boca llena. De una u otra manera perdía, y no le gustaba perder... ante nadie ni por ningún motivo. Eduardo levantó la servilleta y olió. -Mmmm, un guiso vulgar tal vez, pero... Se encogió de hombros, cogió la barra de pan, partió un trozo y lo remojó en la salsa. Robert observó resueltamente los dibujos que formaba la luz del fuego en las esteras del suelo. -Mmmm -musitó Eduardo, masticando pensativo. Por el rabillo del ojo Robert vio una mancha de salsa en la barba del príncipe. -No está mal -comentó Eduardo. Le hizo un gesto al paje para que se marchara, y añadió con la voz ahogada por el pan que estaba masticando-: Dáselo al señor Wardell; tiene cara de tener hambre como para devorarme si no lo alimentamos. Adelante, hombre -dijo a Robert al verlo titubear-. Muerto de hambre no me servís de nada. Y podéis hablar con la boca llena. No he conocido a ningún mercader que no sepa hacerlo, y al diablo con los buenos modales. Robert sacó su cuchara de cuerno del bolso que colgaba de su cinturón. Mientras el paje le servía el vino, cogió un buen trozo de carne bien cubierto con la salsa condimentada con vino y especias. Al menos tuvo unos pocos segundos para masticar antes que el paje se marchara. -¿Entonces qué? -preguntó Eduardo tan pronto el paje salió y cerró la puerta-. Espero que hayáis venido por algo más que insultar al rey. No tengo ningún deseo de oíros sorber

salsa si no tenéis alguna palabra interesante para condimentarla. El problema no era encontrar palabras interesantes, pensó Robert, dejando la cuchara en la mesa. El reto era no revelar el resto de su peligroso juego con ellos. Se limpió la boca con la servilleta y de mala gana apartó el plato. -Tal vez os agrade escuchar la melodía de cinco mil libras, milord... suponiendo que esas libras canten en vuestros cofres y no en los del conde Simón. La ira abandonó precipitadamente la cara de Eduardo y fue reemplazada por una expresión de satisfacción. -¿Entonces habéis dispuesto las cosas como os dije para el préstamo? -Sí, y más. El dinero procede de un buen número de hombres, todos leales al rey... y a vos, milord. Sólo espera que lo necesitéis, y habrá más si es necesario. Sostuvo sin pestañear la ávida mirada del príncipe. Éste arqueó la ceja derecha. - Pero...? -Pero queremos una garantía. Un documento firmado con vuestro sello. -¿Y qué queréis que garantice aparte de la devolución de esa plata, señor mercader? Robert hizo una respiración profunda. Lo que iba a pedir era inaudito. -Entre otras cosas, milord, queremos un compromiso para el futuro, digamos, ¿relaciones de negocios? Y más importante aún, vuestra protección de la ira del rey cuando esto acabe. -¿Sugerís que mi padre sería injusto? -preguntó Eduardo, con un claro matiz de advertencia en su tono. -Londres ha desafiado al rey. Cuando la ciudad vuelva a ser suya, es posible que el rey Enrique olvide que no todos los londinenses actuaron en contra de sus intereses. -¿Y si triunfan Montfort y sus barones llenos de mierda? Eduardo dejó suspendida la pregunta en el aire. Robert apretó dolorosamente las mandíbulas. Ya había considerado esa posibilidad también... y Jocelyn había vuelto a acosarlo a causa de eso. -No creo que triunfen, milord. -¿No? ¿O no os atrevéis a creerlo, Wardell? -le preguntó Eduardo con una sonrisa burlona. -No lo creo -dijo Robert firmemente. -¿Tanta fe tenéis en el rey y en mí? Le tocó a Robert sonreír burlonamente. -Tengo tanta fe en mí, milord. Y en mi evaluación de vos. Eduardo se lo quedó mirando un instante, atrapado entre la ira y el asombro ante esa afrenta. Después echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. - Por los dientes de Dios ¡Sois un hijo de puta arrogante, Wardell! Haría mejor haciéndoos colgar y luego confiscando vuestros bienes y vuestro oro escondido. Al diablo con vuestros préstamos y documentos sellados.

La sonrisa de Robert empequeñeció, dura y satisfecha. No se permitiría nada más fuera de esa sonrisa, pero al menos se daría esa satisfacción. Había ganado la primera ronda y contaba con la protección de Eduardo por un lado. Si todo iba bien con el sacerdote que había enviado de emisario al hombre de Montfort, sir Fulk Fitzwarren, barón de Colmaine, tendría la protección del otro flanco también. Entre Eduardo y Colmaine, sería invulnerable, y estaría condenado a negras fantasías y a sueños más negros aún. Ese pensamiento le desvaneció la sonrisa.

Capítulo 1 Comienzo Castillo de Colmaine, fines de Febrero de 1264. Toda una mañana dedicada a vigilar y para nada. Echando pestes, Alyce Fitzwarren subió corriendo la escalera de caracol de la torre norte. Toda una mañana, y todo porque había dejado su puesto media hora para sermonear al mayordomo, calmar a la jefa de cocina y reprender a dos pajes. Cada uno de ellos estaba más nervioso que una gata en un granero lleno de perros hambrientos, y seguro que la volverían loca antes que acabara el día. Bueno, ¿quién no estaba nervioso en el castillo? Ciertamente nadie tenía más derecho que ella a esa emoción, y sin embargo nadie podía decir que ella hubiera caído en un estrujamiento de manos insensato. Las lustrosas suelas de cuero de sus zapatos resbalaron en los estrechos peldaños. Tropezó y se golpeó la rodilla en la dura piedra; resbaló otros dos peldaños, volviéndose a golpear la rodilla, maltratándose las espinillas por añadidura. Soltando una maldición que una dama de su rango jamás diría, se puso de pie y se recogió los bordes de su vestido y sobreveste. Sin dejar de gruñir, corrió los peldaños que faltaban, sin hacer caso del dolor en la rodilla ni de la indecorosa exhibición de tobillos y piernas. En todo caso, no la iba a mirar el guardia apostado en lo alto de la torre, el viejo Tadeus, medio sordo. Su atención estaría tija en los jinetes cuya proximidad acababan de anunciar los olifantes, con un volumen capaz de despertar a los muertos... o al viejo Tadeus. Irrumpió por la puerta de la torre espantando a las palomas que se Miró atentamente la muchedumbre que se acercaba, tratando de pavoneaban por las almenas y que emprendieron el vuelo ruidosamente. Justo frente a ella, un flaco trasero masculino parcialmente cubierto por una sucia túnica verde ocupaba la aspillera que ofrecía la mejor vista del camino principal que llevaba a Londres. El flaco trasero estaba unido a un par de piernas más flacas aún metidas en holgadas calzas azules. Casi tendido sobre el vientre, Tadeus estaba retorciéndose, meneándose y pataleando para ver mejor, dejando ver sus mugrientas y callosas plantas por los agujeros de los zapatos. Fue el aleteo de las palomas ante su nariz, y no el ruido nada decoroso que hizo ella al llegar lo que distrajo a Tadeus de su empeño. El viejo emitió un graznido, se apartó de la aspillera con más rapidez que lo que había tardado en ponerse allí, cogió su arco que había dejado apoyado en el muro, se giró y la apuntó. Podría haber sido un problema si se hubiera acordado de poner una flecha antes. Al verla, su cara de manzana seca se arrugó en una sonrisa desdentada, y sus ojos, medio ocultos bajo los arrugados pliegues de sus párpados, brillaron de entusiasmo.

-Ahí vienen, milady -le dijo dejando el pesado arco en su posición anterior y haciéndose a un lado para dejarle libre la aspillera- Muy vistosos, y los sonidos de sus cascabeles son para asustar al mismo demonio. Alyce no pudo evitar sonreírle al marchito hombrecillo, pero antes que alcanzara a decirle nada, volvieron a sonar los olifantes. Con una rápida mirada para asegurarse de que las palomas no habían dejado ningún nuevo regalo durante su ausencia, o que Tadeus los había limpiado si lo habían dejado, ocupó el puesto que acababa de dejar libre el guardia. Apoyándose en la ancha piedra gris de la aspillera, se estiró todo lo que pudo para tener una buena vista del camino y de los viajeros. No resultaba difícil ver ni el camino ni a los viajeros. El primero serpenteaba por la colina y por los campos circundantes hasta llegar a las puertas del castillo como un plácido riachuelo castaño bajo el sol de finales de invierno; los viajeros parecía que navegaban por el riachuelo como barcas de vivos colores en un día festivo. El ruido de sus risas y de los cascabeles de sus caballos, si bien más que suficiente para atraer la atención de toda la gente del castillo y de la aldea exterior a la muralla, suponiendo que alguien no hubiera oído los sonoros toques de los olifantes. Miró atentamente la muchedumbre que se acercaba, tratando de distinguir una cara desconocida en medio de desconocidos. Su mirada se fijó en una cara morena en el centro del grupo, la única no suavizada por la alegría que animaba las otras caras. Se le formó un nudo duro y ardiente de dudas en el pecho, más o menos detrás del esternón y al lado del corazón. Seguro que era la distancia la que la engañaba, la distancia y su propia imaginación, excesivamente activa. Ningún hombre de camino a su propia boda puede ir tan triste y silencioso. En todo caso, no en medio de esa alegre muchedumbre. Trató de centrar la vista en los otros miembros del colorido desfile, pero su mirada volvía una y otra vez al hombre que primero le atrajo la atención. Frunció el ceño, tratando inútilmente de distinguir detalles. Los viajeros aún estaban muy lejos para poder ver algo más que los puntos más sobresalientes. Pero de una cosa sí estaba segura: no se habían parado en costes cuando los jinetes y sus caballos se engalanaron para el viaje. Incluso los hombres armados que servían de escolta iban bien montados y bien vestidos, y las armas que llevaban harían rabiar al armero de su padre por agregarlas a su colección. Consternada vio desaparecer cualquier duda que pudiera haber tenido sobre la identidad del hombre moreno cuando él levantó la mano y el desfile se detuvo. Él cambió de posición en la silla, como para dar órdenes al hombre que cabalgaba a su lado, y luego reanudó la marcha. Los jinetes que iban delante de él movieron respetuosamente sus caballos hacia un lado para dejarlo pasar, como nobles abriéndole camino al rey; ciertamente su montura era digna de un rey. El caballo de ondulantes crines y cola emprendió un trote enérgico, desdeñoso de los animales inferiores que lo rodeaban, agitando la cabeza y haciendo sonar las campanillas de plata de su gualdrapa. Pero pese a los enérgicos movimientos del caballo, su jinete se mantenía erguido y aparentemente inmóvil en la silla, a una con el magnífico animal. Cuando llegó a un punto del camino que ofrecía una buena vista del castillo de Colmaine, el hombre tiró de las riendas; con la cabeza erguida y una mano sobre su cadera, tranquilizó al nervioso animal y contempló detenidamente el panorama. Ese arrogante escrutinio hizo fruncir los labios a Alyce, aunque sabía muy bien qué veía él, por poco que le agradara reconocerlo: un viejo castillo de piedra cuyas torres y muros estaban en evidente necesidad de reparación; una muralla de defensa que no resistiría mucho un serio ataque, suponiendo que alguien quisiera perder el tiempo intentándolo; una

miserable aldea compuesta por unas cuantas cabañas v una diminuta iglesia de piedra apiñadas a la sombra de su vecino más grande. No había nada más. Y estaba claro que lo que había causó muy poca impresión al jinete moreno, que se encogió de hombros (incluso a esa distancia ella vio su gesto de desprecio) e hizo girar su montura y la puso de frente a su comitiva. Los viajeros estaban demasiado lejos para que ella oyera alguna palabra de su conversación, y el jinete estaba de espaldas a ella, por lo que no podía verle la cara, pero debió de decir algo que divirtió a los otros, porque estallaron en carcajadas, moviendo de arriba abajo las cabezas y haciendo más comentarios entre ellos. Borregos, eso es lo que son, pensó Alyce, observándolos detenidamente con repugnancia; balando y agrupándose como rebaño, como si tuvieran miedo de moverse sin que alguien les diera la orden de hacerlo. Y si ellos eran borregos, entonces el jinete moreno, Robert Wardell, señor comerciante de Londres el hombre con quien se iba a casar esa noche, era el perro que los pastoreaba. Le subió el calor a la cara sofocándola; apretó las manos en puños, pero los ojos se le llenaron de esas lágrimas ardientes que tantas veces habían estado a punto de brotarle desde que su padre le comunicara los arreglos hechos para su matrimonio. Su matrimonio. Bajó la cabeza y miró furiosa las losas de piedra gris que recubrían la aspillera; su superficie rugosa bailó ante sus ojos, borrosa, acuosa y desconcertantemente desconocida. Siempre había sabido que le arreglarían su matrimonio. Lo inevitable se había retrasado simplemente por la renuencia de su padre a proveerla de dote, y la similar renuencia de toda familia de categoría de establecer una conexión con un barón inferior, pobre y casquivano, y mucho menos una conexión por matrimonio. Aunque la mayoría de las jóvenes de su clase se casaban a los trece o catorce años, y ella y a se acercaba a los diecinueve sin tener novio, eso jamás la había preocupado. Su padre no quería proveerla de dote, pero se inclinaba menos aún a pagar para que la admitieran en un convento, porque entonces no tendría ninguna posibilidad de beneficiarse de los derechos de viudez de ella ni de los regalos de boda. Siempre supo que algún día le encontrarían un marido, de eso jamás había tenido la menor duda. Pero lo que nunca se imaginó fue que éste fuera a ser plebeyo y comerciante. Sorbiendo resueltamente por la nariz, se tragó las lágrimas y miró enfurruñada al hombre que era la causa de sus problemas presentes. Él conducía al trote a su pequeño ejército, tan altivo como cualquier señor indiferente al hecho de que se acercaba al castillo como un invasor resuelto a conquistarlo. Como para rendir homenaje a su magnificencia, el sol hacía brillar una joya en su pecho y se reflejaba en la empuñadura de la delgada espada que llevaba al cinto. Su caballo, visiblemente complacido por haberse liberado de la restricción anterior, estiraba sus músculos en el trote largo, levantando pequeñas polvaredas con sus cascos; su cola flotaba hacia atrás como una bandera oscura, ondulando con la brisa generada por su movimiento. Wardell no miraba ni a la derecha ni a la izquierda ni hacía el menor esfuerzo por controlar su velocidad, ni siquiera cuando algunos de sus seguidores se rezagaron, renuentes a igualar su paso. Irritada por el insolente ladeo de esa cabeza oscura, Alyce se bajó del muro y se agachó a limpiar todo rastro de polvo de su fina sobreveste nueva de lana.

Ruinoso podía estar, pero Colmaine era el castillo de un noble, pensó resuelta y fieramente, y ella, la hija de un noble. Si no fuera por la tremenda necesidad de fondos que tenía su padre, y por las enormes deudas en que incurrieran cuando a su hermano lo hicieron caballero, Robert Wardell ni siquiera podría haber soñado con casarse con una mujer cuyo linaje se remontaba a épocas anteriores a la conquista. Sin embargo, pese a que la riqueza de Wardell llevaba en sí la hediondez del comercio, sir Fulk se las había arreglado para taponarse la nariz cuando los representantes de Wardell ofrecieron su oferta de cien libras en peniques de plata, una suma inmensa, además de los acostumbrados derechos de viudez de un tercio de todas sus propiedades, todo a cambio de la mano de su hija en matrimonio. ¡Cien libras! Alyce cerró la mano sobre la gruesa tela de su sobreveste. La cantidad todavía la pasmaba; casi equivalía a la suma de los ingresos de un año provenientes de todas las posesiones de su padre. ¡Quién podía saber a cuánto ascendían sus derechos de viudez!, aunque eso no importaba mucho en esos momentos puesto que sólo recaerían en ella a la muerte de Wardell, y por poco que le agradara la idea de su boda, no deseaba quedar viuda pronto. No tenía el más mínimo deseo de casarse, y menos aún con ese hombre orgulloso que se había dado canta prisa en solicitarla y luego se burlaba de ella y de su familia con esa ostentosa exhibición, como si quisiera humillarlos. ¡Humillarla a ella! Apretó con más fuerza la sobreveste, pero luego se obligó a soltar la tela color índigo con visos púrpura que eligiera con tanto esmero en la feria de Ayllesbury, y que luego cosió y bordó con mayor esmero aún durante esos tres meses pasados. Hasta se había tomado el trabajo de sacar el hilo de oro de un viejo cinturón que fuera de su madre para poder incluirlo en el complicado bordado; la tarea no fue nada fácil porque el hilo estaba desgastado y torcido, pero tuvo el cuidado de colocarlo de modo que nadie adivinara las estratagemas a las que había tenido que recurrir, por falta de dinero, para tener su traje de bodas. Pero el trabajo había valido la pena. El bordado era precioso, la sobreveste elegante, apropiada a su clase. Mercader o no, no había deseado que su futuro marido la viera con el feo vestido de estameña que usaba habitualmente. Ciertamente no deseaba darle ninguna oportunidad de burlarse de ella. Ya estaba bastante mal que ni siquiera con un vestido caro podía disimular su estatura ni su figura delgada tan poco femenina. Se alisó la gruesa tela de la sobreveste, pasándose las palmas por las caderas y los muslos, con la esperanza de parar el repentino temblor de sus dedos. Sus palmas dejaron tenues marcas de humedad en la tela azul. Miró hacia la aspillera pensando si Robert Wardell la habría visto, después se mordió el labio avergonzada de esa idea estúpida. No sólo él no podía verla, tampoco ella podía verlo a él. Desde ese ángulo lo único visible eran el cielo azul y un atisbo de los campos que se extendían al borde del horizonte. Miró fijamente ese pequeño trozo de terreno familiar, tratando de grabar en la memoria su forma, color y textura. Nunca antes se había dado cuenta de la facilidad con que su mundo desaparecía de la vista, como ocurriría a la mañana siguiente, cuando se marchara de Colmaine en calidad de esposa de Wardell. Tadeus había estado estirándose para mirar por la aspillera contigua, pero ese ángulo no era el mejor, y tenía la cara roja por el esfuerzo de asomar la cabeza por un lado del merlón que le tapaba la vista sin caerse por el borde. -Ya casi están en la puerta, milady -anunció el viejo con satisfacción, matizada por un

levísimo toque de preocupación-. Más vale que bajéis ahora para saludarlos como es debido. Sir Fulk y vuestro hermano ya dejaron de practicar con sus lanzas en el estafermo y van de camino a las puertas. La alusión a su padre, que esa mañana había decidido ejercitar su destreza y su fuerte brazo derecho haciendo prácticas de torneo, bastó para ponerla en movimiento. Mientras bajaba corriendo por los desgastados peldaños de la torre, no pudo dejar de mascullar unas cuantas execraciones por la obstinada insistencia de su padre en que no necesitaba bañarse ni vestirse con sus mejores ropas. No era él quien se iba a casar, protestó sir Fulk cuando ella le puso el tema la semana anterior. ¡Por los huesos de Cristo!, le gritó, por la forma en que ella quería desordenarle su vida y su casa con su ridícula insistencia en baños, limpieza y elegancias, cualquiera diría que iba a presentarse ante el Papa y no sencillamente asistir a la boda de su hija; y todo por una bendición del sacerdote y un pequeño revolcón con un hombre que pagaría bastante caro ese derecho. Su hermano Hubert se rió burlón dentro de su jarra de cerveza y luego le soltó una maldición cuando ella sacó un hueso de la sopera y se lo arrojó a la cabeza. El hueso sólo le dio en el hombro y de allí cayó al suelo, donde al instante se inició una pelea de gruñidos entre dos perros que se lo disputaban. La mitad de los ocupantes de la sala grande se precipitaron a mirar la pelea, volcando bancos y derramando vino en los manteles en su prisa por no perderse la diversión, dejándola sola en la mesa principal, haciendo una bola con su servilleta de lino v contemplando furiosa la espalda de su padre; sin hacer caso de su furia, él animó a pelear a los perros e hizo su apuesta a que ganaría su perra moteada favorita. Cuando la perra huyó con la cola entre las piernas, él soltó unas horrorosas maldiciones, arrojó las monedas al suelo y salió pisando fuerte a descargar su mal humor practicando esgrima con algún desventurado guardia. Ese día ella decidió no volver a tocar el tema de la ropa, por mucho que lo deseara; no ganaría nada enemistándose con su padre. En general, tenía libertad para hacer lo que quisiera en lo referente al castillo y a su administración, pero sólo mientras no perturbara la comodidad de su padre ni molestara a sus halcones, sus perros de caza ni sus caballos. Por desgracia, eran demasiadas las cosas que solían perturbar la comodidad de sir Fulk. Normalmente ese no era un problema, pues las ausencias de su padre eran más frecuentes que sus estancias en casa, y durante esas ausencias ella podía hacer lo que quería. Sin embargo, ya tenía tanto miedo de conocer a su prometido que ni siquiera fue capaz se iban a cumplir casi cuatro meses sin que sir Fulk saliera de Colmaine desde el día en que llegó a casa magullado y sangrante por los golpes y heridas recibidos en una de las escaramuzas previas a la guerra que se estaba preparando entre el rey Enrique y Simón de Montfort, a quien su padre se había apresurado a jurar lealtad. Durante ese tiempo habían quedado muchas cosas por hacer que eran terriblemente necesarias. Alyce reprimió una mueca de repugnancia cuando bajó el último peldaño de la escalera de la torre y entró en la sala grande del castillo. Una de las muchas tareas que no había logrado llevar a cabo era el cambio de las viejas esteras que cubrían el suelo de piedra de la sala. Quitar la masa compacta formada por las esteras, huesos, excrementos de animales, y a saber qué otras porquerías, habría significado horas de trabajo pesado, y luego otras tantas horas para fregar el suelo. Las esteras no se cambiaban desde la última ausencia de su padre, y aún en el caso de que se hubiera atrevido a poner a los mozos de las cuadras y a los pinches de cocina a ayudar a las mujeres que normalmente se encargaban de esos trabajos, su padre

no habría tolerado ninguna molestia durante la comida de mediodía. Al final tuvo que contentarse con colocar una gruesa capa de esteras limpias aromadas con hierbas secas sobre las esteras viejas y podridas, y esperar que Robert Wardell y su gente no notaran lo que había debajo. Al fin v al cabo era sólo por una noche; luego se marcharían y... Alyce se detuvo en seco. Se le revolvió el estómago y de pronto se sintió débil, extrañamente mareada y le flaquearon las piernas. Una noche. Su noche de bodas, en que un hombre al que no conocía tendría el derecho de poseer su cuerpo y luego llevársela lejos del único hogar que había conocido en su vida. Cerró los ojos y se tragó la bilis que le había subido a la garganta, muy consciente de las varias personas curiosas que la observaban desde los diversos rincones y puertas, listas para propagar el último cotilleo. No todos los días se casa la hija de un lord, y la gente del castillo había dejado alegremente de lado sus conversaciones habituales en favor de los comentarios sobre sus inminentes nupcias, llenando las lagunas en sus conocimientos con elucubraciones y conjeturas al azar. Aquellos que no tenían el privilegio de presenciar su malestar de ese momento estarían más que interesados en escuchar cómo lady Alyce tenía tanto miedo de conocer a su prometido que ni siquiera fue capaz de atravesar la sala grande sin desmayarse. Hizo una respiración profunda y después, con mucha ostentación, se metió bajo el griñón un mechón imaginario de esos cabellos a horriblemente rojizos, se alisó el griñón y dio una sacudida a su sobreveste para que cayera en graciosos pliegues que destacaran mejor el bordado. Si hubiera tenido tiempo, habría desviado la atención de los criados mirones hacia problemas menos interesantes, por ejemplo los bancos que todavía no estaban colocados en sus respectivos lugares o los rotos sin remendar que estaba viendo en dos de los manteles puestos para la comida formal. Pero no tenía tiempo. Fuera lo que fuera que faltara o estuviera mal o no preparado tendría que quedar así, porque ya oía el chirrido de protesta de las puertas del castillo que estaban abriendo de par en par para recibir a Robert Wardell. Después de otra respiración profunda, caminó hasta el otro extremo de la sala y llegó a la maciza puerta de roble que estaba abierta para dejar entrar el sol. Titubeó un instante bajo la puerta, donde todavía dominaban las sombras, reacia a salir a la luz, aferrándose a los diminutos detalles del mundo conocido que la rodeaba. Desde el patio de armas le llegaron los gritos de los guardias y la entusiasmada cháchara de la gente que había dejado sus trabajos para ir a ver el jolgorio. Los perros ladraban, los caballos piafaban, en algún lugar del establo un caballo relinchaba su fastidio por estar encerrado. Los cascabeles de los caballos chocaban sonoramente mientras sus cascos con zapatos de hierro rascaban y golpeteaban el suelo de piedra. Por encima de todo, se oían los gritos de su padre maldiciendo a algún desventurado tonto que se le cruzó en el camino. Después de otra respiración profunda, lady Alyce Fitzwarren salió de las sombras a la luz del sol y bajó con todo cuidado las gradas de piedra en dirección a los hombres congregados abajo.

Capítulo 2 Sombras en la capilla -¡Por los dientes de Cristo, que casa más ruinosa! -exclamó el corpulento William Townsend, poniendo su yegua igualmente corpulenta junto al caballo gris de Robert mientras pasaban por la ancha puerta-. Deberías haberme enviado a mí a negociar con Fitzwarren en lugar de ese sacerdote tonto. Yo habría obtenido a la muchacha pe la mitad de lo que pagaste por ella, y conseguido una mejor dote también. Robert miró a su amigo y sonrió, pero no era una sonrisa agradable. -Sin duda, pero Colmaine no quería ningún trato con un mercader, William, con ninguno. -Estuvo dispuesto a venderle su hija a uno -dijo William. Ante el silencio de Robert añadió con los dientes apretados-: Ese cura es un estúpido, Robert. -Pero de cuna noble. -Entonces dos veces estúpido, por pensar que obtendría más ganancia de Colmaine que del plebeyo que le pagó. Robert se encogió de hombros, pero no pudo evitar hacer una mueca de repugnancia al pasar junto a un montón de paja y estiércol de los establos, de la altura de sus hombros. -Te digo, William, que si yo fuera Colmaine hace tiempo que habría arrojado al pozo negro a mi administrador. He visto vaquería más limpias que esto. -¡Y dormido en ellas también! Eso hizo reír de verdad a Robert. -Y contento del alojamiento. La risa murió en sus labios cuando una muchacha sucia y desarrapada, pero llenita, rubia y de ojos azules como había sido Jocelyn, se abrió paso a codazos hasta la primera fila de los mirones y estuvo a punto de meterse bajo las patas de su caballo, sobresaltándolo. El animal piafo y dio un salto hacia delante, ofendido por la presunción de la criatura. Robert lo frenó tirando de las riendas pero le temblaron tas manos. Tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar hacia atrás, para no buscar a la muchacha entre la muchedumbre. Jocelyn estaba muerta. Él mismo la había envuelto en la sábana. Había pasado todo un día con su noche y la mitad del otro día de rodillas junto a su féretro, con una furia y un sentimiento de culpabilidad demasiado grandes para orar, demasiado aturdido para sentir el frío suelo de piedra y el dolor de los huesos y músculos maltratados; demasiado vacío para preocuparse por algo que no fuera que estaba muerta, y que era culpa suya que hubiera muerto.

-¡Sonríe, hombre! ¡Que vas a tu boda, no a tu funeral! El alegre consejo de William sonó como un látigo por encima del ruido de la chusma. Robert casi pegó un salto y sin darse cuenta le enterró las espuelas al caballo; indignado, éste medio se encabritó y luego arremetió hacia los lados, dispersando a la alegre muchedumbre de campesinos boquiabiertos. Contento por la distracción, Robert dejó que el animal descargara su desagrado y después lo condujo hacia delante, hacia la gente que esperaba al pie de la torre del homenaje y hacia la novia y su alma que había comprado por cien libras de plata.

Siempre que sir Fulk y Hubert (ahora sir Hubert) regresaban de la campaña o aventura en que hubieran estado embarcados, el patio de armas se convertía en una alborotada confusión, pero Alyce no recordaba haber visto nunca una locura semejante a la de esos momentos. Caballos, perros y personas, todos mezclados, se movían, giraban y se daban empujones entre ellos en un terrible desorden, todos demasiado nerviosos para quedarse quietos y demasiado atontados para saber qué hacer. Sin embargo, había quietud en el centro de la muchedumbre alborotada, como el peligroso centro de un torbellino, y en medio de esa quietud estaba Robert Wardell, alto y moreno, gloriosamente vestido, su inquieto caballo controlado y su cabeza tan erguida como la de un rey. El se giró, mirando a la muchedumbre hasta posar su mirada en ella. Alyce titubeó y se quedó inmóvil a mitad del paso, como si él la hubiera atravesado con su espada. Enfadada consigo misma por su reacción, y con él por su altivez, se apoyó en la fría piedra del muro y le sostuvo la mirada, desafiante. A él no pareció importarle. Sus ojos eran como dos agujeros negros en su cara, pero ella no logró detectar en ellos ningún sentimiento, ni deseo, ni curiosidad, ni preocupación; ni siquiera interés. Trató de desviar la vista y descubrió que no podía. En la mirada fija de él había un algo tremendamente frío, pero... La atronadora voz de su padre la sacó del trance. -¡Eh, Wat! -gritó furioso a su jefe de mozos de cuadra jorobado-. ¿Qué haces, hombre? Cierra el hocico y coge las riendas del caballo del señor Wardell, imbécil. Así sacado de su ilusionada contemplación, Wat dio un respingo y corrió a cumplir la orden. Se le adelantó un joven nervudo de cabellos dorados de librea verde oscuro. A1 sentir su contacto, el caballo inclinó la cabeza y le enterró el hocico en el pecho, lanzándolo hacia atrás trastabillando. El joven se echó a reír y le dio una palmada al caballo, que piafó y agitó la cabeza como si le divirtiera ese juego. El jinete no dio señales de haber visto nada. Interrumpió el detenido examen de Alyce, en un solo movimiento se apeó grácilmente del caballo y caminó hacia sir Fulk, que parecía indiferente al ruido y la confusión de la turbulenta muchedumbre que lo rodeaba. A Alyce le flaquearon las piernas y se apoyó más en el muro, agradecida de verse libre de esa perturbadora mirada; después obligó a sus temblorosas piernas a bajar las restantes gradas. Aliviada comprobó que nadie había notado su momentánea debilidad, ni siquiera los dos niños pequeños que la esperaban abajo. Como todos los demás, el paje que sostenía el

cáliz de plata con incrustaciones de piedras preciosas, la posesión más preciada de su padre, y el niño servidor que estaba detrás de él con una jarra llena de vino, estaban embobados mirando a sir Fulk y a Robert Wardell con los ojos muy abiertos. De los dos hombres, sólo sir Fulk parecía consciente de la atención centrada en ellos, y la estaba disfrutando, seguro de sí mismo y de su poder dentro de sus dominios. Menos mal que su actitud lo proclamaba el señor de la casa, porque su apariencia ciertamente no. Una descuidada barba rojiza y canosa le blanqueaba el mentón; el polvo lodoso por el sudor, ya endurecido, la marcaba los surcos dejados por el yelmo; su armadura para prácticas revelaba las marcas de muchos años de continuo uso, imagen reforzada por los mechones de lana del forro que asomaban por los rotos de su gambesón de cuero. Desde la sucia cofia de lino de su cabeza a los raídos y anticuados zapatos de sus pies, tenía más aspecto de un caballero sin un céntimo que de un barón señor de tierras concedidas directamente por el rey. Wardell, en cambio, estaba bañado y afeitado, y vestía una túnica corta y una sobreveste de un magnífico color escarlata; la finísima lana roja y sus exquisitas guarniciones brillaban al sol resaltando su piel morena. En su pecho destellaba un broche de oro con piedras preciosas; bordados en oro y plata adornaban sus guantes que llevaba sujetos bajo el cinturón montado en plata, y en su finos zapatos de cuero brillaban hebillas de plata. Era alto, tanto como sir Fulk, pero más delgado y de mejor figura. Pese a su suntuosa vestimenta, Alyce no logró detectar ni un atisbo de blandura en él. Ciertamente no la había en su cara, con sus pómulos altos, labios delgados y mandíbulas inflexibles, como tampoco en sus cortos rizos negros matizados de gris en los mechones que tocaban la parte superior de sus orejas. Era una cara dura, temible, si bien de rasgos finamente esculpidos, impresionante en su poder masculino. Bruscamente bajó la vista y miró al paje de ojos desorbitados y al niño servidor que estaba igualmente pasmado; daba la impresión de que ninguno de los dos se había movido ni una pulgada, ni respirado, desde el momento en que Robert Wardell hiciera su entrada a caballo por la puerta. -Llenad la copa -les ordenó-. ¿Es que habéis olvidado qué se espera de vosotros? Edwin, el paje de ocho años, se sobresaltó y casi soltó el precioso cáliz de plata. Un siseo de su compañero lo devolvió a la realidad del lugar donde estaba y de su deber; miró de reojo a Alyce, con expresión culpable, frunció el ceño como si estuviera muy concentrado y puso la copa para que el otro la llenara de vino. Con el corazón palpitante, Alyce caminó hacia el lugar donde su padre y Robert Wardell continuaban atrapados en los dolores de la cortesía; a su lado iba Edwin, muy ceñudo, concentrado en no derramar el vino. -¡Alyce! ¡Hija! -exclamó sir Fulk en un tono de cordialidad claramente falso. Ya eran visibles en él los signos de agotamiento causados por la conversación cortés con un desconocido, y además mercader-. Mi hija, señor Wardell, lady Alyce. Robert Wardell inclinó la cabeza en saludo, con el mismo donaire con que al parecer lo hacía todo. Alyce mantuvo la vista clavada en un punto del suelo a seis pulgadas de las puntas de sus pies y se inclinó en una reverencia. -Señor Wardell. -Aliviada oyó que la voz le salió más firme y tranquila de lo que había esperado.

Sin alzar la cabeza se enderezó y se giró hacia Edwin, que estaba detrás de ella esforzándose por verlo todo sin ser visto. Las manos le temblaron muy levemente cuando cogió la copa de manos del paje. Nuevamente hizo una venia, pero esta vez ofreciéndole la copa en señal de bienvenida. -Vuestra presencia es un honor para el castillo de Colmaine, señor. ¿Aceptáis nuestro vino junto con nuestra bienvenida? El se quedó callado, sólo un instante, pero para ella ese silencio se prolongó infinitamente, sonándole en los oídos más fuerte que el bullicio de los que los rodeaban. Con la cabeza inclinada sólo le veía los finos zapatos, las piernas bien formadas dentro de medias oscuras y el borde de la túnica, pero se sintió dolorosamente consciente de su mirada, de su proximidad y del olor a caballo, a sol y a hombre que emanaba de él, olor conocido pero extrañamente seductor en su intimidad. -Acepto vuestro vino y vuestra bienvenida. Gracias, milady -dijo él, rompiendo el silencio con su voz fría y tan dura todo él. Se inclinó a coger la copa. Alyce levantó la vista y se encontró mirando unos ojos negros insondables. Con un estremecimiento comprendió que esa frialdad era intencionada. Se debía a ella, a lo que ella era en realidad. Al instante él bajó las pestañas para ocultarse de su mirada. Cogió la copa enjoyada de sus trémulas manos, se enderezó y la llevó a sus labios para beber. Alyce vio las contracciones de los músculos de su garganta con cada trago que tomaba, la sombra bajo el mentón y la luz del sol en su cuello, hombros y pecho. Sombra y luz, y debajo el hombre, oculto a su vista. ¿Sería pura imaginación o de verdad él titubeó, sólo por el espacio de un latido, cuando sus ojos se encontraron con los de ella? ¿Habría en su interior ese fuego que creyó ver? Las piernas le temblaron por el esfuerzo de mantener la reverencia durante tanto rato, pero consiguió sostenerse firme sin traicionarse. Fue capaz de levantar las manos para coger la copa una vez que él terminó de beber todo el vino. Sus dedos rozaron los de él al coger la copa. No era todo frialdad, pensó, porque su piel era cálida. Pero había desaparecido ese fuego que creyó haber visto en él. Sus ojos no revelaban nada. -Gracias, milady -dijo él-, y a vos, milord -añadió, dirigiéndose a sir Fulk-. Vuestro vino es tan bueno como vuestra bienvenida. -Recién traído de Borgoña en unas cuantas pipas -repuso sir Fulk, visiblemente complacido. Si notó el tono sarcástico de Wardell, no lo demostró. Deseoso de cumplir bien su deber, Edwin avanzó un paso y ofreció solemnemente a Wardell una fina servilleta de lino para que se limpiara cualquier rastro de vino que le hubiera quedado en los labios. Alyce lo observó coger la servilleta y limpiarse los labios, desagradablemente consciente de un repentino revoloteo en la parte baja del vientre y una insistente incomodidad más abajo aún. ¿Cómo sabría el vino en los labios de un hombre? ¿Sería más dulce que el de una copa, o tendría un sabor más amargo? ¿Sería más cálido por el calor de su boca o...? Apretó más fuerte las manos en la copa de plata. Esos eran pensamientos estúpidos, pecaminosos. Se había dejado corromper por las bromas de sus mujeres y por su constante cháchara sobre hombres, matrimonio y bebés.

Nuevamente bajó los ojos, pero no antes de que se le hubiera formado otro pensamiento inquietante: «Pronto lo sabrás, en todo caso. Demasiado orgulloso para desmontar a saludar a un simple mercader, Hubert se había mantenido todo ese tiempo en un extremo del bullicioso grupo reunido allí, aunque igualmente curioso, como todos los demás en su detenido examen del novio de su hermana. Pero después de cinco minutos de observar el tedioso intercambio de cortesías perdió la paciencia. Hizo avanzar su montura y se agachó a dar una palmada en el hombro de Wardell con grosera familiaridad. -Sois bienvenidos aquí vos y vuestra gente, Wardell, pero difícilmente os vais a ganar amigos si nos impedís hacer nuestra comida. Sir Fulk rugió su versión de risa. -Muy cierto. ¡Venga, Alyce! Conduce dentro a nuestros invitados mientras nosotros con Hubert vamos a liberarnos de nuestras armaduras y polvo. ¡Pero no empecéis sin nosotros! Alyce se puso rígida, pero la única señal que dio Wardell de haber reconocido el insulto fue arquear levemente la ceja derecha. -Será un honor para mí ser escoltado por lady Alyce, sir Fulk -dijo lisamente-. ¿Tendríais la bondad de indicar a mis hombres dónde han de llevar nuestros caballos...? A Alyce le ardieron las mejillas, y cerró las manos en puños. Menos mal que ya no tenía la copa, porque podría haberle arrojado el poso de vino a la cara. Ni a su padre ni su hermano les hacían ningún honor sus groseros modales, pero sugerir que sir Fulk se ocupara de asuntos tan triviales como hacer llevar los caballos al establo era pasarse de la raya. -Wat se encargará de eso -dijo sir Fulk, sin advertir el insulto. Sonrió con la expansiva buena voluntad de un hombre que es el señor del castillo y cuyas molestas deudas pronto serían cosa del pasado-. Lleva arriba al señor Wardell, entonces, Alyce. Hubert y yo nos reuniremos con vosotros dentro de unos momentos. Dicho eso, se dio media vuelta y echó a andar gritando órdenes y dispersando a varios criados que salieron corriendo a obedecer. Alyce se obligó a aflojar las manos; después de todo, no había nada que hacer. -¿Tendríais la bondad de seguirme, señor Wardell? -dijo fríamente-. Vuestros criados pueden ir con Wat. Wardell la miró. Como si estuviera examinando un rollo de tela o a una yegua de sus establos, pensó ella, y nuevamente sintió arder las mejillas. Echó hacia delante el mentón. -Tal vez vuestros amigos deseen refrescarse primero -dijo-. Hay tiempo, hasta que vuelva mi padre. -Mis criados saben qué se espera de ellos, y mis amigos -se interrumpió brevemente y su boca se curvó en una sonrisa sardónica-, mis amigos están acostumbrados a la hospitalidad como la de sir Fulk. No me cabe duda de que se las arreglarán bien. -Se inclinó en una elegante reverencia y extendió la mano invitándola a entrar en la torre del homenaje-. ¿Entramos, lady Alyce? No me gustaría hacer esperar a sir Hubert, ¿supongo que ese era vuestro hermano?, más de lo que ya lo he hecho esperar. Alyce se arredró. Nada en sus palabras, tono ni modales traicionaba su intención, pero la había pinchado tal como si hubiera sacado la daga que llevaba colgada al cinto y se la hubiera enterrado en la carne. Si eso era lo que la esperaba en el futuro... Desechó rápidamente cl pensamiento. Ella había aprendido a convivir con las

desconsideradas crueldades de su padre y sus desaires no intencionados. Robert Wardell sólo estaba empezando a saborearlos. Con la cabeza muy en alto, colocó su mano sobre la de Wardell y lo dejó conducirla hacia el interior del castillo. En esos momentos Alyce se enteró de cómo se siente un buey en el mercado: todos lo examinan, lo comentan y discuten, no lo toman en cuenta para nada en el regateo, y no tiene ni voz ni voto en el asunto, desde el principio hasta el final. Wardell no había exigido examinarle los dientes ni palparle las piernas para comprobar que estaban sanas, pero era igual que si lo hubiera hecho, dado todo el trabajo que se había tomado hasta el momento por no introducir caballerosidad en el asunto. Se enterró las uñas en las palmas, combatiendo el deseo de fruncir el ceño, y el impulso más fuerte aún de vaciar la jarra de cerveza en las cabezas de su padre y de Wardell. Estaban sentados cada uno en un extremo de la única mesa de caballetes que habían dejado en su lugar después de la comida. Le habían puesto un mantel limpio y traído vino para facilitar las negociaciones. No, negociaciones no, se corrigió, despectivamente. Las discusiones. Las negociaciones ya se habían llevado a cabo un mes antes, cuando su padre accedió a trocarla, junto con tres de sus señoríos menos productivos, por peniques de plata, por un montón de peniques de plata. Algunas dc las monedas estaban en ese momento en brillantes montoncitos sobre el mantel blanco. El resto continuaba seguro en bolsas de cuero bien atadas, amontonadas en el suelo o metidas en los arcones reforzados con molduras de hierro que habían arrastrado desde el dormitorio de su padre y subido desde la bóveda que había debajo de la sala grande. Dios sabía que no había sido ningún problema encontrar lugares para poner las monedas de Wardell, ni aunque fueran por valor de cien libras. Algunos de los arcones servían para guardar los rollos de telas de lino y lana comprados en la feria anual para necesidades futuras. Habían vaciado la mayoría de ellos para poner las monedas, y muy pronto volverían a estar vacíos, pensó agriamente. Claro que sir Fulk usaría algunas para pagar sus deudas más urgentes, pero no le cabía la menor duda de que una parte, tal vez la mayor parte, la gastaría en armaduras nuevas o en más caballos o en aportación a la rebelión de Simón de Montfort, a la que se había comprometido con tanto entusiasmo y tan poca reflexión. No había ninguna posibilidad en el cielo de que se acordara que ese dinero era para ella. Miró a su padre, que estaba rodeado por su hijo, su capellán y su mayordomo, y luego a Wardell, que tenía a sus hombres respetuosamente congregados detrás de su sillón. ¿Qué dirían su padre y Wardell si de pronto ella se negara a continuar con ese matrimonio? Tenía el derecho, siempre había tenido el derecho. Era necesario el consentimiento de ambas partes, si no, el matrimonio se podía considerar nulo. Contuvo el aliento ante esa loca idea. Desde su sillón, que habían puesto a un lado, veía claramente las caras de sir Fulk y de Wardell. No era difícil imaginarse la consternación y furia con que recibiría su padre esa declaración. Sir Fulk nunca había sido un hombre dado a la moderación. Ella había visto más que suficiente de sus atronadores accesos de cólera para saber lo que le cabía esperar si tenía la osadía de trastornar sus disposiciones en ese momento. No sería agradable, pero sí sería soportable. Wardell, en cambio, era otra historia, totalmente diferente. Imposible imaginarse cuál podría ser su reacción si ella se negaba a casarse con él.

Si bien no había manifestado ninguna inclinación a cortejarla, se había portado con cortesía y consideración a lo largo de todas las tediosas ceremonias y numerosos platos de la comida formal. Sus modales en la mesa, a diferencia de los de sir Fulk, eran exquisitos. Sin embargo, bajo esa elegante cortesía había una reserva glacial que la helaba hasta la médula de los huesos. Sólo una vez durante las ceremonias de etiqueta lo vio expresar una emoción. Fue cuando, una vez acabados los preámbulos, él ordenó a sus guardias, que seguían junto a los percherones de carga, que entraran su regalo, para sir Fulk. Al ver entrar en la sala a los hombres llevando las hinchadas bolsas de cuero, su padre se frotó alegremente las manos y explicó un grosero chiste sobre los regalos y derechos de la novia. El labio superior de Wardell se curvó en un fugaz gesto de desprecio; al instante su cara recuperó la expresión impasible, más inescrutable que nunca. En ese momento él estaba sentado con el codo derecho apoyado en el brazo del sillón y la pierna izquierda estirada delante de él, como para lucir la curva entre los esbeltos y musculosos muslo y pantorrilla y la fina forma de su pie dentro de su elegante calzado. Un rayo del sol del atardecer que entraba por una de las estrechas ventanas le caía en la parte de atrás de la cabeza y en el contorno cuadrado de su hombro, bañándolo en oro viejo al tiempo que le dejaba en sombra la cara. La luz de cinco cirios dispuestos en el medio de la mesa en honor de la ocasión le suavizaba la sombra sin disiparla del todo; las llamas se movían, subían, bajaban y volvían a subir, iluminándole los arcos sobre las cejas y la afilada pendiente de su nariz, pero no revelaban nada de sus ojos, aparte de un brillo duro negro y blanco. Él tenía la mirada fija en sir Fulk que estaba sentado con los hombros encorvados mirando ceñudo el rollo de pergamino que tenía a medio desenrollar delante de él. Toda la ilusión con que había recibido a los guardias de Wardell cargados de dinero había desaparecido de su cara ante el complicado contrato de matrimonio. Gilbert de Warbend, el escuálido y bajito capellán y principal cronista del castillo, alisó nerviosamente la parte desenrollada del pergamino. -Esta es el acta del contrato de matrimonio, sir Fulk. Entre otras cosas, confirma que en la dote de lady Alyce entran los señoríos de Prestin Mantock y Little Drayeton, y enumera los bienes de viudez otorgados por el señor Wat... -Y todo en elegante latín, veo -interrumpió sir Fulk con un bufido de disgusto-. Hay que tener contentos a los abogados, ¿eh, Gilbert? -Sí, milord. -Tragó saliva; en la garganta se le movió la nuez como una bola colgada de una cuerda-. Recordaréis las dificultades que tuvimos con la tierra que vuestro buen padre legó a la abadía. Sir Fulk torció la boca en una mueca de mofa. Indignado, miró a Wardell. -Condenada sanguijuela el abad Baldwin, se quedó con cinco buenos señoríos, y todo porque el tonto de mi padre decidió que su alma inmortal estaba en peligro y firmó unos pergaminos cuando yo no estaba allí para impedírselo. Intenté pelearlos en el tribunal, pero ese maldito cura agitó el pergamino ante los jueces y ahí acabó todo. -Llevar buenos registros es buen negocio, milord -contestó Wardell, sin inmutarse por la ira de sir Fulk. -Y vos procuráis llevar buenos registros, ¿eh, Wardell? ¿Sería sólo su imaginación, o realmente Wardell entornó levemente los ojos como en gesto de ira o desdén?

-Ciertamente. Al fin y al cabo esto es tanto para protección de vuestra hija como vuestra. -¿Alyce? -preguntó Fulk sorprendido, levantando bruscamente la cabeza. La miró a ella y enseguida desvió la vista, indiferente-. Ella estaría en mejor situación si su abuelo y el padre de su abuelo hubieran prestado menos atención a sus almas y más al futuro de sus herederos. Wardell guardó un glacial silencio. Alyce fijó la mirada en las esteras que tenía bajo los pies, y aparentó indiferencia a los suspiros de indignación y compasión de sus mujeres, que estaban sentadas en banquetas a cada lado de ella. Sir Fulk siempre había culpado a su padre y a su abuelo de sus problemas financieros, cuando en realidad era su pasión por arrancar hasta el último penique posible de sus tierras lo que lo había sumido en las dificultades presentes. Su habitual falta de previsión, reforzada por su don especial para enemistarse con todas las personas que podrían haberle sido de utilidad, era lo que a ella la había tenido soltera durante tanto tiempo. Y justamente esa despreocupación de su padre por el futuro de ella fue lo que al final la decidió a aceptar casarse con un comerciante y someterse a la humillante venta de su cuerpo y alma, antes que quedarse soltera. Al no recibir ninguna contestación a sus quejas, sir Fulk volvió su atención a la tarea que tenía entre manos. Con el lacre rojo oscuro que prefería, selló y contraselló cuidadosamente una de las dos tiras que colgaban de la base del documento y luego repitió la operación en el otro pergamino, que era una copia del contrato para Wardell. Con la espalda y los hombros doloridos por la tensión, Alyce observó atentamente todos sus movimientos. Tantos años de esperar, pensó, tantos meses de planear, pensar y preocuparse, y ahora todo estaba convenido en un trozo de pergamino, una gota de lacre prensado y unas cuantas palabras que se intercambiarían en la capilla del castillo. Con la mirada siguió a Gilbert, que se dirigió al otro extremo de la mesa Con los rollos y con todo cuidado desenrolló uno sobre la mesa para que la otra parte lo mirara. Robert Wardell no tardó más tiempo que sir Fulk en examinar los documentos, pero por la forma como recorrió con la vista la escritura a Alyce le quedó claro que, a diferencia de su padre, sabía leer tan bien en latín como Gilbert. Él puso su sello en lacre amarillo sobre la tira que colgaba del primer pergamino, luego lo enrolló y lo colocó a un lado de la mesa. Gilbert desenrolló el segundo pergamino y retrocedió con las manos respetuosamente cruzadas delante de él. Wardell vertió el lacre amarillo y cogió su macizo sello de bronce. Alyce percibió la repentina inmovilidad que se apoderó de todos los presentes en la sala, que observaban la operación sin respirar. A ella misma se le quedó atascado el aliento en la garganta, como un duro nudo que no podía tragar. Le temblaron las manos sin poderlas controlar, hasta que las puso firmemente en la falda. Wardell movió el sello sobre el pergamino. Ella lo observaba paralizada, como una liebre hipnotizada por la sigilosa proximidad de un zorro. La llama de una vela titiló, haciendo brillar el duro metal en la mano de él. La mano avanzaría otro poco y el sello presionaría el blando y pequeño charco de lacre amarillo, cambiando el curso que tomaría su vida en todos los años venideros. En el último momento, Wardell detuvo la mano. Levantó la cabeza y, por primera vez en toda esa ceremonia, se giró a mirarla. Coronado por la luz del sol poniente, la miró fijamente a través del espacio vacío que los separaba. Por un loco instante, Alyce creyó ver arder en sus ojos el fuego de las velas, pero sólo era, tenía que ser, un truco de la luz y de sus trastornados sentidos. Entrelazó los dedos, desesperada por tener algo que coger y le sostuvo la mirada. Él entreabrió levemente los labios, como si quisiera hablar, pero no logró emitir las palabras. Después hizo una respiración profunda, volvió la cabeza, miró el pergamino y

presionó el sello en el lacre. Solamente le llevó un momento poner el contrasello, enrollar el segundo pergamino y colocarlo al lado del primero. Alyce vio las tiras salientes de cada pergamino sobre la mesa, sus sellos rojos y amarillos juntos como monedas grandes y bastas. No eran tan impresionantes como los peniques de plata apilados en la mesa, pero eran mucho más potentes en su capacidad para cambiarles las vida a los seres humanos. Sir Fulk dejó caer fuertemente las palmas sobre la mesa y echó hacia atrás su sillón, rugiendo de satisfacción: -¡Una boda, por Dios! ¡Tendremos una boda, entonces! Sus palabras fueron la señal para soltar las lenguas de la silenciosa muchedumbre que se había congregado a mirar la ceremonia. De pronto todos se estaban moviendo, hablando y riendo, haciendo resonar las vigas del techo. Todos, excepto Alyce y Robert Wardell. Ellos se quedaron sentados, mudos, mirándose con todas las preguntas que tardarían toda una vida en responder suspendidas en el aire que los separaba.

La boda se celebró en la puerta de la pequeña capilla de Colmaine. El sol poniente doraba las piedras grises en amable bendición, y toda la gente del castillo estaba apiñada alrededor de la pareja. -Alyce, te tomo por esposa... A Alyce le pareció que las palabras le llegaban de muy lejos, tan insustanciales como los sueños, como susurros en el aire, semejantes a la niebla de la mañana. ... desde hoy para siempre, en la abundancia y la adversidad... Gilbert estaba en el centro de la puerta abierta de la capilla, nervioso y sudando profusamente. Ella veía las gotitas que se le iban acumulando en la ancha frente, pese al frío de la inminente noche. Era raro que no hubiera notado nunca las finas arruguitas que le surcaban la frente. Después de tantos años, había creído que lo conocía todo de la gente de Colmaine. ... en la salud y la enfermedad... Más allá de Gilbert vio el brillo de los cirios sobre el altar; sus llamas se agitaban, subían y bajaban, y daba la impresión de que hacían moverse a las figuras pintadas en las paredes encaladas. No supo distinguir si las conocidas imágenes estaban saltando para celebrar su boda, o retorciéndose atormentadas por su incapacidad para poner sus advertencias en palabras que ella pudiera entender. ... y así te empeño mi palabra. Alyce siguió contemplando las sombras danzantes del interior de la capilla esperando las palabras que seguirían. El silencio se estremeció en el aire, casi como algo tangible. -¿Lady Alyce? -susurró Gilbert, sus dedos con las uñas comidas, entrelazados como si estuviera orando, enterrados en los dorsos de sus manos. Alyce frunció el ceño. Oyó el ruido de los pies de las personas reunidas a su alrededor al moverse nerviosamente. Había algo que tenía que decir... ¡Ah, sí! -Robert, te tomo por esposo... Llegó hasta el final sin que se le quebrara la voz, pero no estaba segura de ser ella quien

hablaba; era como si otra persona estuviera pronunciando esa extraña letanía tan falta de sentido. Oyó una suave expulsión de aire, como si alguien hubiera tenido retenido el aliento a su lado. Se giró hacia allí y se encontró mirando una cara dura hecha vulnerable por la desnuda emoción que brillaba en un par de ojos negros como la noche. Por un momento lo quedó mirando inmóvil, sin siquiera pestañear, y luego ese hombre, ese desconocido, se acercó más y le cogió la mano. Con el contacto volvió la realidad con una fuerza que le estremeció las entrañas. Alyce hizo una inspiración resollante. No era un sueño, no, era realidad. Con su mano izquierda firmemente cogida en la suya, Robert Wardell le puso un anillo de oro de complicado labrado en el primer dedo, lo sacó y se lo puso en el segundo, y continuó así hasta dejárselo puesto en el dedo anular, mientras pronunciaba las palabras que los unirían para siempre: -En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Con este anillo, te hago mi esposa.

Capítulo 3 Bendición... Para Robert la misa durante la boda transcurrió en medio de una niebla gris, como algo visto y oído vagamente desde la distancia. Sabía dónde estaba y qué estaba haciendo, pero su mente insistía en atormentarlo con los recuerdos de otra esposa. Recordaba el día en que conoció a Jocelyn con tanta claridad como si hubiera sido el día anterior. Era un niño de diez años, de rodillas protuberantes, e iba muy asustado mientras su padre lo llevaba por las calles de Londres para presentarlo a James Ancroft, concejal y maestro mercader. El señor Ancroft no tenía hijos varones y necesitaba un aprendiz prometedor que lo ayudara en su trabajo de comprar y vender las suntuosas telas que ansiaban los ricos. Su padre había accedido a pagar la elevada tarifa para ponerlo de aprendiz de ese mercader tan distinguido, pero el acuerdo dependía de que a él lo consideran digno de ese elevado puesto. El señor Ancroft había exigido una entrevista para tomar una decisión, y a esa entrevista lo llevaba su padre. Esa mañana él se lavó la cara hasta dejársela ardiendo, se peinó tres veces, se ató y reató las medias, y después vomitó calladamente todo el desayuno en el callejón de atrás de la casa de su padre. Trató de presentar una fachada valiente mientras seguía a su padre por las calles de Londres, trató de parecer inteligente, listo y digno de confianza cuando hizo su venia ante el anciano de nariz corva que estaba sentado junto al hogar envuelto en una capa forrada en piel. Fracasó rotundamente en ambas cosas. No lo ayudó mucho que su padre fuera severo y no exageradamente elogioso al hablar de su único hijo, diciendo que era muy trabajador y honrado y bastante listo en sus estudios, pero tenía una cierta exagerada inclinación a pasar obstinadamente por alto las reglas, y poseía una lamentable proclividad a pasar el tiempo vagando por los muelles o merodeando por Newgate mirando los cepos y las horcas, en lugar de trabajar en su latín y números. Mirando en retrospectiva, Robert estaba seguro de que ese día su padre estaba tan nervioso como él, deseoso de asegurar el futuro de su amado hijo, pero no quería parecer demasiado lisonjero ni indulgente. Pero en esos momentos él se encogió en sus zapatos nuevos y deseó estar en cualquier otra parte, de preferencia muerto, o incluso atado a una de esas humillantes horcas de Newgate. Cualquier cosa, con tal de no oír sus transgresiones relatadas a un desconocido. El señor Ancrott se inclinó hacia él, sus ojos negros y saltones como los de un halcón, la nariz corva temblorosa, y le ordenó que avanzara un paso para mirarlo más de cerca. No le quedaba nada en el estómago, pero sintió removerse desagradablemente sus tripas, y lo aterró a idea de que podría cagarse ahí mismo delante de Dios y del señor Ancroft.

Entonces fue cuando entró Jocelyn, de ocho años, en la sala. Fue como si hubiera irrumpido el sol en medio de la sala, o la Santa Virgen se hubiera aparecido sobre el altar en medio de la misa. Él la miró con la boca abierta, el mayordomo de cara avinagrada que estaba detrás del sillón de su amo sonrió y en un instante el señor Ancroft se transformó, de una voraz ave de presa en una satisfecha paloma arrullando a los pies de una santa dorada. Jocelyn corrió a ponerse al lado de su padre, indiferente al niño boquiabierto que la contemplaba con la admiración de un campesino que tiene el privilegio de mirar a la reina. No recordaba qué favor iba a pedir la niña a su padre, pero es igual. Lo que fuera que deseara lo obtenía, siempre. Si hubiera pedido la luna, seguro que su padre habría encontrado la manera de bajarla, ponerla segura en una caja fuerte, toda para ella. Una vez obtenido el favor, Jocelyn dio las gracias a su padre y se volvió a mirar al niño que la contemplaba con adoración boquiabierta. -¿Quién eres? -le preguntó, con sus ojos azules muy abiertos e inocentes, su voz más dulce que las campanas más cristalinas. -R-Robert Wardell, milady, y-y encantado -tartamudeó él, hincando una rodilla ante ella. -Me gustas -dijo ella-. ¿Has venido a quedarte? Y eso decidió el asunto. Pues sí, había ido a quedarse. En los años siguientes cambiaron muchas cosas. Él dejó de ser un niño zanquivano para convertirse en un hombre seguro de sí mismo, de hombros anchos y piernas largas. Murió su padre, dejándole su pequeña casa v sus ahorros aún más pequeños. Jocelyn se convirtió en una jovencita delicada y gloriosa, mientras el señor Ancroft se fue debilitando, se retiró para dedicarse a sus libros y a los placeres de la compañía de su hija, dejando en sus capaces manos la dirección de su negocio. El negocio había florecido. Los demás mercaderes no tardaron mucho en comenzar a consultarlo a él y a seguir sus consejos en lugar de acudir al anciano que le había enseñado el oficio. Pero una cosa no cambió: su adoración por la radiante Jocelyn. Ella también había llegado a amarlo, aunque el suyo era un amor tímido, dulce, que lo mantenía a una distancia prudente, adorador pero no amenazador. El mundo de Jocelyn estaba concentrado en sus oraciones, su padre y su querido jardín, y él, Robert, como todo lo demás que a ella le importaba, estaba relegado a los bordes exteriores de su existencia; lo quería, confiaba en él... y lo daba absolutamente por descontado. A veces, frustrado por su calma sin pasión, él envidiaba a su pequeño perro faldero por los besos y caricias que ella le concedía con tanta prodigalidad al animalito y le negaba a él. Sólo cuando el anciano señor Ancroft estaba en su lecho de muerte dio su consentimiento para que él se casara con su hija, y no porque deseara verla casada ni porque lo considerara digno de ella, sino porque sabía que ella necesitaría de alguien que la cuidara y protegiera cuando él ya no estuviera. Incluso entonces él sabía que Jocelyn no lo amaba ni la mitad, ni con un décimo de la pasión con que la amaba él; creyó que eso no importaba. Temeroso como había estado de que ella prefiriera entrar en un convento antes que casarse, estaba casi delirante de alegría cuando el señor Ancroft le comunicó que podía tomarla por esposa en lugar de verla entregada como esposa a Cristo. Sólo después él comprendió que ella no habría podido soportar las exigencias ni las

limitaciones de la vida conventual. A Jocelyn le gustaban los placeres, le gustaba ser el centro de su universo, el sol junto al cual todas las estrellas que la rodeaban se hacían insignificantes. No habría tolerado nada en su vida que fuera más importante que ella, ni siquiera a Dios. La boda fue una ceremonia discreta; al señor Ancroft lo llevaron a la iglesia en litera para que oyera las promesas y la misa, y después lo condujeron rápidamente a casa para ponerlo nuevamente en la cama, estornudando y jadeando por el esfuerzo. No hubo fiesta, ni invitados, ni regalos. Y la noche de bodas fue un desastre. ÉI se esforzó por refrenarse, por controlar el doloroso y apasionado deseo. Pero eso no fue suficiente para la delicada y resguardada Jocelyn. Su desnudez y su inevitable excitación masculina la asustaron. Cuando él apagó la vela y corrió la cortina alrededor de la cama, la oscuridad la hizo gemir de terror. ÉI se pasó lo que le parecieron horas tranquilizándola, besándola y acariciándola suavemente, tratando de calmar sus temores y de despertar en ella una necesidad tísica que igualara la necesidad casi insoportable de él. Probó todos los trucos de su reducido bagaje de conocimientos sexuales para prepararla, pero cuando al fin la penetró, ella se puso a chillar y a golpearle los hombros y el pecho como defendiéndose de un indeseable que quería violarla o asesinarla. Pero llegado a ese punto él no fue capaz de detenerse. El deseo reprimido durante años hizo explosión en su interior, destrozándole el autodominio. La penetró una y otra y otra vez mientras ella, su dulce, frágil, bella y mimada Jocelyn, yacía fláccida e insensible debajo, con sólo sus sollozos para acompañar los desesperados gemidos de él. A la mañana siguiente ella hizo trasladar sus pocas ropas y pertenencias al cubículo de un lado del pasillo que él había ocupado todos esos años desde que llegó allí como aprendiz. Tres días después murió el señor Ancroft. En las semanas siguientes él no se atrevía a tocarla y ni siquiera a hablarle. Ella lo eludía encerrándose en su habitación con su doncella y negándose a responder a sus angustiados ruegos, a sus órdenes gritadas, a sus atormentadas súplicas susurradas. A1 final él, desprovisto de palabras, renunció a toda esperanza de que éstas pudieran penetrar la maciza puerta de roble de su dormitorio o su corazón herido y asustado. Con frecuencia ella devolvía intactas la comida a la cocina. Pero nada, ni siquiera el sufrimiento, dura eternamente. AI final, ella salió para ir a misa, pálida y con los ojos enrojecidos, como un ratón obligado por el hambre a salir de su madriguera, a pesar del gato que acecha fuera esperando para devorarlo. Eso fue le más lejos que se aventuró. Incluso su amado jardín estaba olvidado, abandonado al saqueo de las palomas y a los toscos cuidados del jardinero y su ayudante. Pero Jocelyn no pudo continuar encerrada eternamente. Poco a poco, tranquilizada por el autodominio tan duramente conseguido de él y desorientada sin la familiar presencia de su padre, volvió a él en busca de consuelo y apoyo. Él, como caballero desarmado y desnudo a sus pies, bendijo a Dios y la recibió de vuelta con lágrimas en los ojos. El día que por primera vez ella le permitió besarla, más de un año después de la boda, él salió de la casa y corrió por la calle, exultante como un rey recién coronado. Gastó tres chelines con diez peniques, todo el dinero que llevaba en el monedero, en cirios de acción de gracias. Todavía recordaba cómo le corría la sangre por las venas poniendo esos cirios a los

pies de la virgen favorita de Jocelyn con su manto de terciopelo, cómo le martilleaba el corazón en el pecho al encenderlas, una por una, con todo cuidado, y luego al ver cómo sus llamas llevaban al cielo sus silenciosas oraciones. Las oraciones y los peniques fueron un gasto inútil. Jocelyn había superado el miedo de su noche de bodas no aceptándola sino olvidándola, como si nunca hubiera ocurrido. En lugar de ser acogido nuevamente en su cama, como había esperado, descubrió que ella le había asignado el papel que su padre dejara vacante con su muerte: le permitía servirla como protector y compañero indulgente, bañarla de suntuosos regalos y obedecer todos sus caprichos, pero jamás, jamás le permitiría usar los derechos que sus votos de matrimonio le habían dado. Eso no lo dijo nunca Jocelyn con esa claridad, por supuesto. Simplemente se movía en su mundo seguro y secreto y olvidaba su existencia, y sólo la recordaba cuando le era útil recordarla. Y él se volvió loco a causa de eso; ésa era la única palabra para definirlo. Era un hombre, no un santo, y amaba como ama un hombre. Deseaba a Jocelyn, la necesitaba. Ella era el centro de sus sueños, el premio por el que había trabajado todos esos años, la prueba de que su trabajo había sido recompensado por algo distinto a la fría plata. Una noche, después de pasar horas en compañía de colegas que habían decidido esconder sus vicios tras el disfraz de una reunión del gremio, se rompió el último y frágil hilo de su autodominio. Impulsado por un deseo que le hacía arder los huesos, caminó por las oscuras calles, irrumpió en su casa, la casa de ella, y entró en su dormitorio. Arrojó a la doncella fuera y cerró la puerta con tranca. Después poseyó a Jocelyn por la fuerza, sin ablandarse por sus súplicas, sus lágrimas ni oraciones, sin hacer caso de sus desesperados y aterrados esfuerzos por liberarse, y al hacerlo destruyó justamente lo que más deseaba poseer. Jamás volvió a tocarla. Ella murió cuatro meses después, de parto prematuro, bañada en su sangre y pidiendo a gritos piedad de un cielo sin piedad. Él permaneció fuera de la puerta de su dormitorio durante todas las largas horas de su agonía, escuchando sus gritos, oraciones y maldiciones, deseando maldecir a Dios, pero sabiendo que sólo él era el responsable de la destrucción de la frágil y hermosa criatura que le habían confiado a su cuidado. Después, durante semanas deseó la liberación de la muerte, pero Dios le dio una penitencia mucho más dolorosa: lo obligó a vivir con sus recuerdos. Descubrió que ni siquiera se le concedía el alivio de la confesión. En lugar de exigirle la dura y dolorosa penitencia que esperaba, que deseaba, los sacerdotes a los que acudió, uno tras otro, le aseguraban que había soportado más de lo que se podía esperar que soportara un hombre razonable. Puesto que ni él ni Jocelyn habían hecho voto de castidad, le decían, había sido su deber engendrar un hijo en su esposa, y el de ella aceptarlo en su cama. Sí, tal vez había sido demasiado brusco, demasiado precipitado, pero ella había pecado al negarse a él. Cinco Avemarías, un cirio para el altar y una pequeña aportación económica a la iglesia en nombre del Hijo y de su Madre Virgen sería más que suficiente. “Vete y no peques más -le decían- y búscate otra esposa que pueda parirte hijos para la mayor gloria de Dios y de la Santa Madre Iglesia.” Robert miró a la mujer esbelta y pálida arrodillada a su lado, con la cabeza orgullosamente erguida, la mirada fija, sin pestañear, en la tosca estatua de la Virgen que colgaba sobre el pequeño altar de Colmaine. Le había llevado doce años, pero por fin había obedecido las recomendaciones de tomar

esposa.

El retrete no era el lugar al que Alyce solía retirarse normalmente en busca de soledad, pero en esos momentos era su único refugio. Al menos el día anterior le había ordenado al campanero del castillo que limpiara el pozo negro. Las hierbas secas que había esparcido en el cuarto dulcificaban el aire nocturno que entraba por la elevada ventana sin persianas. Subida en el borde del ancho asiento de piedra del retrete, se asomó a la ventana a mirar la franja de cielo, tratando de encontrarle algún sentido a su confusión interior. Los ruidos de la algazara de la fiesta en la sala grande le llegaban apagados por la distancia, los anchos muros de piedra y la escalera de caracol. Una luna menguante le ofrecía la única iluminación, había apagado la vela de cebo, las sombras ondulantes que arrojaba le recordaban con demasiada claridad las imágenes de la capilla. Apretó las manos en puños, pero las abrió al instante al sentir el pellizco del anillo de bodas en la carne de la base del dedo. Se quedó inmóvil un momento, sólo un momento, y luego recorrió el aro de metal con la yema del pulgar, explorando su dura curva y sus delicados detalles. Estaba casada. Estaba firmado el contrato de matrimonio, hechas las promesas, celebrada la misa ante su padre, los invitados y toda la gente de Colmaine. Esa noche era su noche de bodas. A la mañana siguiente partiría hacia Londres en compañía de un hombre al que no conocía, un desconocido que daba la casualidad de que era su marido. Apretó el duro anillo contra el dedo hasta que le pareció que se le enterraba en el hueso. Robert Wardell le había colocado ese anillo en el dedo. Le había cogido la mano en la suya, y su contacto, el calor y la sólida fuerza que emanaba de él le habían disipado la confusa niebla que la envolvía. Se aferró a él durante toda la misa, y después nuevamente cuando la condujo desde la capilla a la torre del homenaje por en medio de la gente congregada para darles sus parabienes y por la oscuridad iluminada por antorchas. Había soportado la segunda fiesta, menos compleja que la primera pero mucho más bulliciosa y alborotad, puesto que tanto los invitados como la gente del castillo dejaron de lado toda moderación y bebieron a gusto de la cerveza y del vino. Todos escucharon con respeto cuando Taverel, el trovador, cantó canciones de amor cortesano y hazañas caballerescas, pero prefirieron las bufonadas más desmadradas de los juglares y del enano que vinieron a continuación. En esos momentos estaban bailando y la velada prometía volverse más estrepitosa aún. Por experiencias del pasado, ella sabía que los chistes acerca de bodas se irían poniendo más verdes, y la idea le hizo arder las mejillas de rubor. Tendría que volver pronto allí. Siempre se esperaba que los recién casados abandonaran la fiesta temprano. Aun faltaba que bendijeran la cama de bodas, su cama, y después sus mujeres la ayudarían a desvestirse y se ocuparían de que la habitación que normalmente compartía con dos de ellas estuviera preparada para recibir a su marido. Y entonces... Se presionó el estómago con las manos para aliviar un repentino retortijón de los músculos. ¿Cómo la abordaría? ¿Con los ojos fríos e inescrutables? ¿Cortés pero distante? ¿O correría el riesgo de revelar al hombre que ella había visto tan fugazmente cuando le puso el anillo en el dedo? ¿De veras había visto ese relámpago de vulnerabilidad, de necesidad? Había soñado con

casarse con un caballero valiente y caballeroso, y de pronto se hallaba atada a un comerciante que casi la doblaba en edad. ¿Con quién habría soñado Robert Wardell? ¿Qué desearía? ¿Y por qué habría gastado tanto dinero para casarse con ella? Era extraño, jamás se le había ocurrido hacerse esas preguntas antes. Ya no tenía la oportunidad de considerarlas. En la escalera resonó una maldición de borracho, después otra, volviéndola bruscamente a la realidad del presente. Oyó el ruido de zapatos en la escalera y el fuerte arañazo de metal contra piedra de alguien que se tambaleó y se apoyó en la pared fuera del retrete. Unas manos torpes trataron de abrir la puerta atrancada. Cuando la puerta no se abrió, el hombre golpeó la madera, frustrado. Se hizo un silencio, interrumpido casi al instante por otra maldición y un fru frú de ropas, seguido de inmediato por el sonido de una pequeña cascada golpeando la piedra; renunciando al esfuerzo de autodominarse, el desconocido estaba liberando la orina en el muro. Había bebido en cantidad, y estaba bien borracho; el sonido continuó durante una eternidad. Alyce intentó, sin lograrlo, desentenderse del sonido. Cuando por fin terminó, el hombre suspiró satisfecho, se arregló la ropa y bajó a trompicones la escalera. Alyce también suspiró, pero no de alivio, y de mala gana se puso de pie. Quienquiera que fuera el hombre, la había interrumpido. Tenía que volver a la sala antes que alguien se fijara que llevaba demasiado tiempo ausente. Levantó la barra de madera que servía de tranca y se asomó a la escalera sin luz. No había nadie cerca, al menos por lo que veía. Sus ojos ya estaban adaptados a la oscuridad, pero la escalera, con sólo una que otra tronera para flechas en lugar de ventanas, estaba mucho más oscura que el retrete. El hedor de la orina era fuerte en el espacio encerrado. Frunció el ceño. Típico de un hombre mearse en cualquier sitio, aunque le costara trabajo llegar ahí para hacerlo. Con una mano apoyada en el muro redondeado fue bajando cautelosamente los altos peldaños en caracol, teniendo buen cuidado de mantenerse en la parte interior, lejos de la ruta seguida por la aportación de su desconocido visitante. La escalera terminaba en un corto pasillo que daba directamente a la sala grande. Justo antes de llegar a la última vuelta de la escalera, llegó a sus oídos una voz profunda, proveniente del pasillo, que la detuvo. -¿Conque ya tratas de escapar, Robert? -dijo la voz-. ¿O andas en busca de tu nueva esposa? Alyce retrocedió un peldaño, con el corazón acelerado. Reconocía esa voz; pertenecía a uno de los hombres que acompañaban a Robert Wardell. Trató de recordar su nombre: William, eso, William Towmsend. No tuvo ninguna dificultad para imaginarse a qué «Robert» se dirigía. -Ninguna de las dos cosas, amigo mío -repuso Wardell alegremente-. Pero parece que has bebido más de lo que yo pensaba si hablas de mi escape. Me conoces muy bien para decir eso. -¡Por la sangre de Cristo, hombre! ¿Es que me tomas por tonto? -Townsend calló un momento y luego estalló : ¿Qué extraña fiebre del cerebro te ha llevado a esto, Robert? Ésta no es tu locura habitual, y no intentes decirme que lo es. -Emitió un ladrido áspero que en él debía interpretarse como risa-. No, no es en absoluto tu locura habitual. Apuesto a que tu cama de bodas contiene su buena provisión de pulgas, piojos y chinches. -No acepto la apuesta -replicó Robert. A ella no se le escapó el matiz de despectiva

diversión en su voz-. Pero sean cuales sean sus deficiencias, viene equipada con mi esposa, y será más cómoda que el banco en que vas a dormir tú. -Que Dios me dé la suerte de coger un banco -bufó Townsend-. No me apetece nada dormir en esas esteras. La capa de arriba está bastante limpia, pero ni el propio Lucifer tendría el valor de mirar lo que hay debajo. -Es sólo por una noche. Parece que se te ha debilitado el estómago con la vejez. No recuerdo que fueras tan lioso y delicado cuando éramos más jóvenes. -Sí, eso es cierto -rió su compañero-. La cama cómoda y los baños regulares me han quitado virilidad, y si las pulgas y la suciedad son el precio para recuperarla, lo llamaré ganga y no discutiré más. -¿Y qué te parece mi ganga? -¿Tu esposa? Yo no la llamaría ganga. Te ha costado una pequeña fortuna y ahí acaba, no es ninguna beldad. No es bella como Jocelyn. Silencio. Al cabo de un momento: -No, no es bella. El repentino matiz de tensión en la voz fue inconfundible. Townsend debió de encogerse de hombros. Alyce detectó el desprecio en su voz. -No logro entender tu forma de pensar, Robert. Te juro que lo he intentado. ¿Qué puedes ganar aliándote con este noble insignificante? ¿Barón de Colmaine? Un tonto podría hacer un chiste mejor. Las tierras de Fitzwarren están mal administradas, y sus honores poco valen el título. No tiene verdadera influencia, ni siquiera con Montfort ni con sus colegas barones, por mucho que hable de eso. Wardell murmuró algo pero Alyce no logró captarlo. Townsend soltó un bufido de disgusto. -Después de esta rebelión, ni el rey ni lord Eduardo lo van a recibir de vuelta, suponiendo que hayan ganado, claro. Tú tienes las conexiones y el dinero para comprar tu nombramiento de caballero. ¿Qué puedes obtener con este matrimonio precipitado? Por un momento el único sonido fue el de la fiesta en la sala. -Obtendré lo que deseo, amigo mío -dijo Wardell al fin-. No temas. -No soy yo quien tiene miedo, Robert-dijo su amigo, sarcástico-, pero no puedo dejar de preguntarme quiénes deberían tenerlo.

Obtendré lo que deseo. Palabras fáciles de decir, bien sabía el demonio que él había vivido de ellas bastante tiempo, y sin embargo nunca le habían sonado tan huecas. Apoyado en el frío muro de piedra junto a la puerta de la habitación de la lady Alyce, Robert cruzó los brazos en el pecho y contempló la oscuridad. Al otro lado de la pared estaba la novia que había comprado y pagado, tal como pagaba los rollos de sedas, brocados y lana fina que eran el alma de su negocio. Él era un hombre práctico, y ese matrimonio era una solución práctica para lo que le esperaba. «Una solución práctica.»

En todos esos meses de planificación, había pensado en su novia como en otra pieza más del juego al que jugaba, una ficha que podía mover en el tablero según le conviniera, y olvidar cuando hubiera otras piezas más poderosas para utilizar. Su idea había sido continuar así, pero se había equivocado. Habiéndola conocido, tocado su mano, oído su voz y mirado a los ojos, comprendía que la cosa no sería tan sencilla. No sería sencilla, no, después de haberla mirado a los ojos, esos ojos verdes, profundos y oscuros como un riachuelo sobre un lecho de musgo. Había visto el orgullo y la rabia en esos ojos, y el miedo, el mismo miedo que había visto en los ojos de Jocelyn el día que se casó con ella, y nuevamente la noche en que se acostó con ella en contra de su voluntad, a pesar del miedo. Habían transcurrido catorce años desde el día en que tomara por esposa a su hermosa Jocelyn y doce años completos desde que ella muriera dejándole en el alma, las marcas indelebles de su sangre, y sin embargo se había considerado a salvo de sus protestas por ese matrimonio sin amor. Se había equivocado. Sabía que si cerraba los ojos la vería ante él en la escalera, un resplandor dorado que se burlaba de su oscuridad. Se obligó a mantener los ojos bien abiertos, mirando la negrura. No, no era negrura. De la sala grande subía una tenue luz por la escalera; por la rendija de abajo dc la puerta del dormitorio de su esposa salía un hilo de luz que iluminaba las piedras a sus pies. Al otro lado de la puerta de roble atrancada con una barra de hierro estaba ella, preparándose para acogerlo en su lecho nupcial, mientras la algazara en la sala grande amenazaba con estremecer los cimientos del viejo castillo, con su bullicio y frenesí. Y ahí estaba él, al borde de la luz, el calor y el ruido, marido, mercader, amo... y estúpido, por pensar que podía escapar con tanta facilidad de los lazos del pasado. «Paz, Jocelyn», susurró a la oscuridad. Paz. Después de todo ella sólo era una hija de noble. Una hija de noble y nada más. Tendría su apellido para proteger lo que había construido, y sus tierras para aumentar las suyas. La tendría a ella para parirle y criarle hijos. Eso era lo único que necesitaba de ella, lo único que siempre había necesitado de alguien... con la excepción de Jocelyn.

La cama estaba bendecida, Alyce veía las manchas de agua bendita en las almohadas y mantas, y los testigos ya habían vuelto a la sala grande. Robert Wardell estaba fuera de su pequeña habitación esperando que Maida y Hilde acabaran las pocas tareas que les quedaba por hacer: asegurarse de que las persianas de madera estaban cerradas, sus ropas colgadas para no estorbar, y las velas encendidas, en particular las dos colocadas sobre los altos pedestales de hierro cerca de la cama. Por lo que a ella se refería, él bien podía esperar hasta que Lucifer abandonara el infierno y los santos apóstoles vinieran a cenar al castillo de Colmaine. Se acurrucó en el borde de la cama, desnuda y temblando, y miró malhumorada las esteras limpias del suelo, un suelo limpio, bien lavado, ¡por si al señor Townsend le interesaba averiguar! Ahí al menos podía hacer las cosas como quería, y siempre le había gustado cambiar las esteras cada semana, así como exigía a las criadas que lavaran regularmente las sábanas de lino y sacaran a orear los colchones, mantas y pieles. No había

pulgas ni gusanos en su habitación, y nunca los había habido. -Vamos, milady, meteos bajo las mantas, que os vais a congelar; no tiene ningún sentido morir de malos humores en los pulmones antes de haber disfrutado de las vistas de Londres. Alyce levantó la vista sobresaltada y se encontró con Maida inclinada sobre ella. Esa alegre cara redonda la había consolado en cien desastres, pero en ese momento no encontró ningún consuelo en su alegría. En realidad, encontró insoportablemente cruel que la mujer estuviera tan feliz de la vida en esas circunstancias. La menuda y apergaminada Hilde, con sus ojos azules brillantes de emoción, dio unas últimas palmaditas alisando las ropas que había colgado con tanto cuidado en sus perchas y se apresuró a acercarse también a la cama, a inclinarse sobre Alyce. -Le vi las manos, milady -le susurró-. Sobre todo los pulgares; bien redondeados los tiene, y los dedos muy largos también, lo cual es buena señal de que el Señor lo ha bendecido. Maida sorbió por la nariz, indignada. -Me extraña que no le hayas levantado el faldón de la túnica, para asegurarte. Hilde se enderezó al instante, igualmente indignada. -Como si tú no estuvieras igual de interesada, aunque aún no logro entender por qué crees que el grosor del labio inferior de un hombre es una manera segura de juzgar esas cosas. -Se volvió hacia Alyce-: También se puede juzgar por el tamaño del dedo gordo del pie, milady, como os he dicho una y otra vez. Ésa es una señal segura, de verdad. Consciente de un incómodo calor en la cara, Alyce no pudo evitar preguntar: -¿Y le has visto el dedo gordo, entonces, Hilde? -No, milady -contestó Hilde, moviendo la cabeza con pesar-. Pero sí vi el bulto que le hace en el zapato, y me pareció prometedor. -Cuando lady Alyce le vea el dedo gordo ya habrá tenido la oportunidad de inspeccionarle la verga, Hilde. -El desprecio de Maida habría sido letal para cualquiera menos endurecida que Hilde-. Pero no tendrá oportunidad de verle ninguna de las dos cosas si continúas con esta estúpida cháchara y tienes a su marido congelándose la verga y los dedos de los pies en el hueco de la escalera. Ante ese enfático recordatorio, Hilde se sonrojó. Miró hacia la puerta, como si temiera que el esposo expectante fuera a irrumpir de repente en la habitación, pero aún no estaba dispuesta a rendirse. -Ahora tenéis que recordar lo que os he dicho, milady. Sólo duele la primera vez, y el señor Wardell ya tiene edad para saber lo que hace. Dejad que él guíe el asunto, al menos al principio, y pronto... -Y pronto ella se va a morir del frío y de tu incansable lengua -la interrumpió Maida. Se inclinó por detrás de Alyce y tiró hacia atrás las pesadas mantas-. Acostaos milady. No tiene ningún sentido hacer esperar a vuestro marido escuchando la cháchara de Hilde. El humor de un hombre no mejora cuando se lo hace esperar. Alyce obedeció de mala gana y las dejó esponjar los mullidos almohadones de plumas y apoyarlos en la pared hasta que ella quedó medio sentada, medio reclinada, con las mantas subidas hasta más arriba de los pechos, y los brazos fuera. Cuando Hilde intentó bajarlas un poco, ella las subió hasta bajo la barbilla, apretándolas fuertemente. En ese momento se dio cuenta de que le temblaban las manos, y no sólo por el frío.

Maida le echó hacia delante la trenza, arreglándola primorosamente sobre la colcha; mientras le hacía un último repaso alisándola, cerró varias veces los ojos, para contener las lágrimas. Apretó los labios en una sonrisa rara, sesgada. -Ay milady, pensar que por fin estáis casada -dijo con lloroso orgullo materno. Se cogió las manos bajo el amplio pecho y suspiró-. Y con un hombre tan elegante y rico que no va a pasar todo su tiempo galopando por el país en busca de otra estúpida batalla, como vuestro señor padre, que los santos lo protejan. Le tocó a Hilde sorber por la nariz, indignada. -Y bueno, ¿quién es la que tiene esperando al señor Wardell, me gustaría saber? -dijo, tirando a Maida de la manga para apartarla de la cama. Maida se soltó y se inclinó a dar unas palmaditas a Alyce en la mano. -Que Dios os bendiga, milady. A vos y a vuestro marido. Hilde se unió a los buenos deseos, y volvió a tirar de la manga a Maida, esta vez con más urgencia. Alyce cerró los ojos, deseando que sus pensamientos no estuvieran escritos en su cara con tanta claridad como los de Maida e Hilde en las de ellas. Oyó alejarse sus pasos y el chirrido de los goznes de hierro de la puerta pero fue la fría corriente de aire que entró en la habitación la que la hizo abrir bruscamente los ojos. Robert Wardell estaba solo en el umbral de la puerta abierta, rígido y orgulloso, innegablemente imponente. La luz de las velas hacía destellar el bordado en oro de su túnica; la fina tela escarlata brillaba como sangre fresca, en vivo contraste con el gris apagado de la piedra de las paredes. Tal vez era la oscuridad del hueco de la escalera detrás de él, o un truco de las llamas oscilantes de las velas, pero su piel se veía más blanca, sus ojos más hundidos y negros como la noche. Él la miró un instante y después paseó la mirada por 1a habitación como si fuera la primera vez que la veía. Y tal vez era la primera vez, pensó Alyce. Cuando Gilbert bendijo la cama nupcial la habitación estaba tan llena de gente que casi no se podía respirar. Y en ese momento estaban ellos dos, solos.

Capítulo 4 ...Y consumación Ver a Alyce con los ojos muy abiertos y recelosos, casi enterrada bajo el cúmulo de raídas mantas detuvo a Robert en la puerta. Apretó las manos en los bordes de la pequeña bandeja que había traído con dos copas bastas de cerámica y una jarra de vino. Entonces recordó una cacería, una ocasión en que un noble borracho, en un acceso de entusiasmo, insistió en que lo acompañaran y casi llevó a rastras a sus invitados a cazar con él. La cacería duró lo que a él le parecieron horas, hasta que al fin el ciervo se detuvo y se volvió a mirarlos. Le temblaban las patas por el agotamiento, pero pese a su terror mantenía la cabeza en alto, sus ojos muy abiertos, oscuros y vivos. El pelaje le brillaba al sol, de un rojo vivo en el fondo negro del bosque. Un instante después los perros lo derribaron y le desgarraron la garganta. Alyce lo estaba observando como ese ciervo: aterrada, desafiante, pero resignada a su destino. Él no había participado en la matanza entonces y en ese momento no le hacía ninguna gracia sacrificarla, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Con miras a sus propios fines, él había azuzado a ese perro de sacerdote a cazarla, y finalmente la tenía acorralada. Ahora tenía que consumar la faena, quisiera o no. Sintió tensarse los músculos de sus hombros y en algún lugar profundo del vientre sintió bullir una sensación que no era pasión. Sería mejor hacerlo rápido, y con la mayor suavidad posible. Ella tenía diecinueve años, edad considerable para seguir siendo doncella. Quisiera Dios que eso no hiciera aún más difíciles las cosas. Con cuidada lentitud, dejó la bandeja en un arcón cercano y se giró a cerrar la puerta. Alyce apretó aún más las mantas sobre su pecho. Le pareció que a él le temblaban las manos, pero descartó esa posibilidad; debía de ser un truco de la luz. Robert Wardell no era un hombre al que pudiera afectar algo tan insignificante como una corriente de aire frío. Y no era tan tonta como para pensar que estaba nervioso. Sin decir palabra, él sirvió el vino que había traído, y se acercó a la cama con una copa en cada mano. -Milady -le dijo, ofreciéndole una. Ella miró la copa con desconfianza, insegura. Recordaba muy bien cómo los dedos de él habían rozado los suyos cuando ella le ofreció el vino esa mañana. El rechazo no pareció molestarlo. Sin dejar de sostener las copas, se sentó en el borde de la cama, como si fuera un asiento. El armazón de la cama crujió al hundirse con su peso las tiras de cuero que sostenían el pesado colchón relleno de lana.

Alyce tragó saliva, nerviosa. El armazón de su cama sólo protestaba así cuando la gorda Maida compartía la cama con ella. Eso significaba que Robert Wardell era mucho más sólido de lo que ella había creído. -Vamos, lady Alyce-dijo él amablemente, ofreciéndole la copa otra vez-. Sólo es vino, el mismo vino tinto que me disteis esta mañana en señal de bienvenida. No puede haberse agriado tan rápido para que rechacéis mi ofrecimiento ahora. De mala gana, y sujetando con una mano las mantas contra el pecho, ella tomó la copa, y por tratar de no rozarlo casi derramó el vino. Soltó las mantas y sujetó la copa con las dos manos. Por un horroroso momento temió haber perdido la modestia y el vino, pero de alguna manera éstos sobrevivieron. Por el leve movimiento que vio en la comisura de la boca de Robert Wardell comprendió que su dignidad no. Con la cara y la garganta ardiendo de vergüenza, levantó la copa y metió la nariz en ella, tratando de desentenderse de él. La estratagema no le dio resultado. ¿Cómo podía desentenderse de un hombre que estaba sentado tan cerca de ella, sobre todo cuando él estaba vestido y ella no? Bajó la copa y vio que él la estaba mirando. La mirada de él bajó hasta su cuello, de allí pasó al hombro y luego a la piel blanca y pecosa de más arriba de los pechos, que sin darse cuenta había dejado al descubierto cuando soltó las mantas. La mirada de él continuó bajando hasta llegar a su mano con la copa de vino. Antes que ella se diera cuenta de lo que iba a hacer, él le pasó el dedo por la parte blanda y carnosa entre el pulgar y el índice, quitándole las gotas de vino que habían caído de la copa debido a su torpeza. El contacto fue tan ligero como el de una pluma, igual que esa mañana, e igualmente inquietante. Sintió un raro hormigueo por toda la mano que luego le subió por el brazo; sintió arder los pulmones por falta de aire; y peor aún, algo se le contrajo entre las piernas con sorprendente fuerza, produciéndole una extraña sensación en el vientre y los muslos. Aparentemente inconsciente del efecto provocado por su contacto, Robert Wardell se lamió el dedo manchado de vino. Alyce lo observó, sin poder desviar la vista. Observó su lengua doblarse alrededor del dedo y luego lamer la yema y la uña, una vez, dos veces y luego una tercera vez. Observó el modo como sostenía la mano, la mano que Hilde juraba que contenía la promesa de otros placeres más carnales. Observó cómo abría la boca, cómo movía los labios. Observó la hilera de sus dientes blancos, en vivo contraste con su piel tostada por el sol. Y con cada pasada de su lengua, con cada sutil movimiento de su mano, a ella le aumentaba el calor en las venas y esa extraña sensación en la entrepierna, que aumentaba y aumentaba en intensidad, desorientándola. Él acabó la tarea de limpiarse como un gato y bajó la mano hasta posarla en la colcha a sólo unas pulgadas de la pierna de ella. Después bebió un trago de vino de su copa, mirándola por encima del borde. Aparte de ese suave roce del dedo por su piel, él no la había tocado, y sin embargo la tenía atrapada contra los almohadones, sin aliento, acalorada y ansiosa de algo, aplastada bajo el peso de las mantas Que sujetaba tan firmemente contra su pecho. Sujetó con más fuerza las mantas y la copa de vino. El esfuerzo de respirar le hacía arder los pulmones. Trató de desviar la vista de esa mirada oscura, inquietante y descubrió que no podía; no se atrevía.

¿Estaba loca o él era un mago? Nadie, ni siquiera Hilde, le había dicho jamás que podían ocurrir esas cosas. Los violentos galanteos y el modo aún más violento de copular que había visto entre los hombres y mujeres del castillo y entre los animales que cuidaban, jamás le habían sugerido nada de eso, pese a la cantidad de veces que los había observado a hurtadillas, o incluso sin ningún disimulo cuando era demasiada su curiosidad para preocuparse por los buenos modales y no había nadie que pudiera sorprenderla. Miró fijamente a Robert Wardell, asombrada y medio asustada. Tal vez asustada de ella misma tanto como de él. Y él le devolvió la mirada, sin pestañear; como un demonio, o tal vez como uno de esos antiguos dioses, modelado en luz dorada y sombra oscura, duro, inescrutable, pero peligrosamente vivo y conocedor; conocedor de ella, de su conocimiento. Él curvó la comisura de la boca en una sonrisita algo irónica. -Tres horas casados y no hemos tenido ni un solo momento para hablar. No era mi intención ser tan... desatento, señora. -No -dijo ella-. Es decir, no encuentro que hayáis sido desatento, señor. No hemos tenido ninguna oportunidad para... para hablar, o para decir algo... mmm... A él le tembló un músculo de la comisura de la boca. -¿Algo interesante? Ella asintió. -¿O útil? No tuvimos tiempo para conocernos como hombre y mujer antes de convertirnos en marido y esposa. -No. ¡O sea sí! Se ruborizó y bajó la vista a sus manos, cerradas sobre las mantas y la copa de vino, con una fuerza que podría haberlos estrangulado a los dos. Se obligó a relajar los dedos y bebió otro poco de vino. -Debéis de pensar que soy una tonta. -No, señora, eso nunca. -Volvió a sonreír-. Joven, sí, pero el tiempo remediará esa condición, os lo aseguro. La sonrisa le transformó la cara, suavizando sus rasgos y calentando la fría severidad de sus ojos. Pero eso sólo duró un instante. Desapareció la sonrisa y con ella el fugaz calorcillo. -No os haré ningún daño, milady. Os lo juro, por mi honor. No tenéis ningún motivo para sentir miedo, ni de mí ni de lo que va a ocurrir. Alyce pegó un salto, sobresaltada por esa inesperada vehemencia. volvió a apretar fuertemente las mantas. -No he pensado que me haríais daño. Y no. No os tengo miedo, quiero decir. Él no pareció muy convencido. -Sé cómo son las partes pudendas de un hombre -dijo ella a la defensiva-, y sé qué hace con ellas. Una vez, cuando tenía seis años, sorprendí a uno de los guardias de mi padre copulando con la lavandera. Una monja no podría vivir en Colmaine sin enterarse tarde o temprano, y yo... Sintió unas palpitaciones en ese lugar sensible y protegido de la entrepierna; la sensación se le extendió por el cuerpo; se le tensaron los músculos del estómago. -¿Y vos? -preguntó él dulcemente, animándola a continuar.

-Nunca he deseado ser monja -dijo ella, bajando la vista. Él tenía apoyada la mano en la colcha tantas veces remendada, a sólo unas pulgadas de su muslo. Una mano fuerte, bien hecha, con dedos largos y un pulgar bien formado. Siguiendo su mirada, él se miró la mano y de allí su mirada fue subiendo por el montículo de mantas que le ocultaban el vientre y el pecho hasta mirarla a los ojos nuevamente. -Los sacerdotes dicen que son las mujeres las que tienen en mayor medida los instintos carnales, milady. Dicen que si las mujeres pudieran, devorarían a los hombres con sus ansias. -Hizo una inspiración profunda-. Yo he descubierto que eso no siempre es cierto. Alyce se quedó pendiente de ese aire retenido, esperando. Él expulsó el aire. -No deseo meteros prisas. -No -dijo ella, como recitando una oración. Aunque pensándolo bien, la verdad era que él se estaba tomando demasiado tiempo en el asunto. Ella ya había esperado diecinueve años para enterarse de primera mano de los secretos de la mujer. Él podía no ser el hombre soñado para revelárselos, pero era su marido, y ella no quería seguir esperando más tiempo. Con el garbo y agilidad que parecían ser tan naturales en él, Robert Wardell se agachó para dejar su copa en el suelo, luego se enderezó y le quitó la copa de las manos, pese a su resistencia para soltarla. Miró la copa v después la miró a ella. Con atormentadora lentitud se llevó la copa a los labios y bebió por el lado que ella había tocado con su boca, y después se pasó la lengua por los labios para lamerse las gotitas que pudieran haberle quedado. Alyce lo observaba sin respirar, absolutamente incapaz de desviar la vista. Él se agachó para dejar la copa junto a la otra, pero esta vez no se enderezó se acercó más a ella y la besó suavemente. Alyce no se movió; el miedo se lo impidió. Jamás en su vida había besado a un hombre, y mucho menos como la estaba besando él. Sin embargo un instinto interior le susurró que debía besarlo, que le gustaría si lo intentaba, Pero en lugar de hacerlo, apretó más los dedos en las mantas, aterrándose a ellas como si fueran una roca que la mantendría anclada en el mundo sencillo que había conocido hasta ese momento. Él volvió a besarla y con la punta de la lengua le recorrió la curva del labio inferior. Ella entreabrió los labios. Él la besó una tercera vez. Ella gimió y abrió otro poco la boca, pero cuando él se apoderó de lo que ella le había ofrecido tan irreflexivamente, ahogó una exclamación y se apartó bruscamente, asustada por su pronta reacción. Así de cerca le veía los hilos individuales de las tupidas cejas y pestañas negras, las hebras plateadas por entre sus rizos cortos y oscuros. La luz de la vela del lado de la cama se reflejaba en sus ojos, en gotas de oro derretido, le marcaba los contornos duros, implacables, de la fina nariz, mejilla y mentón, formándole sombras en las comisuras de los labios. Vagamente recordó que había estado enfadada con él, que era frío y duro, pero le costó mantener mucho rato el recuerdo. Él no estaba frío en ese momento, y su boca era blanda, suave, cálida e infinitamente tentadora. Esa boca le acarició la barbilla, el hoyuelo de la mejilla, el ángulo dc la mandíbula. Luego él le besó el cuello y con la lengua le acarició el

contorno del hombro, dejando una estela de calor húmedo. Alyce cerró los ojos. Se lamió los labios y descubrió que éstos sabían a vino. Esa mañana había pensado cómo sabría el vino en los labios de él; ahora lo sabía: dulce, dulce y cálido con el calor de él. E1 delicioso sabor le quedó en la lengua. Y él seguía bañándola en besos. Le besó 1os dedos, la muñeca y la piel suave y sensible de la parte interior del codo. Le volvió a besar cl hombro y la curva de la garganta. Después se apartó de ella v el armazón de la cama crujió al cambiar su peso, en protesta por la retirada. Alyce abrió los ojos ante el repentino abandono. Él tenía los ojos cerrados; estaba con la cabeza echada hacia atrás, la respiración jadeante, las ventanillas de la nariz agitadas y los labios apretados en una línea rígida, severa. En la base del cuello, el broche arrojaba rayos dorados al ritmo del rápido movimiento de su pecho al respirar; se le movió un músculo de la mandíbula, como si hubiera apretado fuertemente los dientes. Parecía un hombre a punto de estallar en un ataque de ira, justo antes de perder el autodominio y hacer imposible el pensamiento racional. Por un instante ella consideró la posibilidad de huir, pero entonces él abrió los ojos e hizo una respiración profunda y temblorosa. Con repentina decisión, se levantó y procedió a quitarse la ropa, tirando al suelo las suntuosas prendas como si fueran harapos inútiles, hasta quedar con solo las calzas y nada más. Bien podría habérselas quitado también, porque el finísimo lino ocultaba muy poco y no servía absolutamente nada para disimular el largo ni la rigidez de su verga. Alyce no pudo contenerse; se movió ligeramente para poder mirar por el borde de la cama. Hilde tenía razón, en ese caso al menos. Robert Wardell poseía impresionantes dedos gordos. La idea no era muy tranquilizadora, tomando en cuenta las amedrentadoras proporciones del hombre. Él volvió a sentarse en el borde de la cama. Estuvo un momento observándola, como si deseara asegurarse de quién era la persona con la que se iba a acostar y cómo era exactamente. Cuando habló, su voz sonó forzada, por la tensión: -Os dolerá, ¿sabéis? Al principio. Ella volvió a subir las mantas hasta la barbilla. -Lo sé -dijo. Hasta ella notó que la voz le había salido débil, como un hilillo. -A veces... -comenzó él y se detuvo, la mirada perdida, como si estuviera recordando algo que había intentado olvidar-. Lo haré con la mayor suavidad posible, pero no puedo hacer nada para evitar el dolor. ¿Por qué no empezaba de una maldita vez en lugar de hablar?, pensó ella. Entonces se acabaría, el dolor se acabaría y... Interrumpió el pensamiento, consciente de la punzada de pesar ante la idea de que todo pudiera acabar muy pronto. Hilde la había puesto al tanto de la tendencia de los hombres a obtener su placer muy rápido, pero jamás se había imaginado lo frustrante que podía ser esa tendencia. Ante su sorpresa, Wardell no se tomó la molestia de apagar las velas. Simplemente se subió a la cama, con la piel como carne de gallina que le erizaba el vello de los brazos y

piernas. No la besó tampoco. Después de un momento de indecisión, le cogió la punta de la trenza, que reposaba sobre la colcha justo encima de su cadera. Alyce ahogó una exclamación, sorprendida por la rápida reacción de su cuerpo a ese acto tan casto. Con todo cuidado, la cabeza inclinada y los ojos fijos en esa tarea auto impuesta, él desató la cinta azul y empezó a deshacer la complicada trenza; lentamente, pulgada a pulgada la fue soltando hasta que pudo extender la lustrosa masa de cabellos rojizos dorados, como si fuera un manto de exquisita y brillante seda, sobre la colcha color marrón grisáceo. Con la misma lentitud pasó la mano a todo lo largo de los cabellos, presionándolos suavemente sobre sus pechos, su vientre y caderas, alisando las arrugas que había dejado la trenza. A pesar de las gruesas mantas que los separaban, la caricia la hizo gemir y arquearse contra su mano, incapaz de reprimir el lascivo y revelador movimiento, ni de apagar el fuego que la consumía. Nuevamente él pasó la mano por la cascada de cabellos, y volvió a pasarla, y otra vez y otra vez. En el momento en que ella pensó que no podría soportarlo más, él tiró hacia atrás las mantas, le echó hacia un lado los cabellos y empezó a recorrer con la boca y la lengua el mismo atormentador camino, desde los pechos hacia abajo, y vuelta a empezar. Y por donde pasaba la caricia, flameaban las llamas del deseo.

Robert hizo una fuerte inspiración, sorprendido por la entusiasta reacción de su nueva esposa. Ardía como yesca bajo sus caricias, luz para su oscuridad, oro blanco para su hierro negro. Se había equivocado al considerarla delgada, tea y poco atractiva. Sus inmensos ojos verdes brillaban con un fuego interior que encontraba aún más sorprendente porque fueron sus caricias las que lo encendieron. Su cabellera estaba desparramada sobre la almohada, sobre sus pechos y vientre, una combinación de rojizo dorado y cobrizo, bermejo y castaño y muchos otros matices para los que no tenía nombres. Sus cabellos se le pegaban a los dedos y quedaban cogidos en el vello oscuro de sus brazos como hebras de seda, atándolo a ella. Sabía a miel dorada oscura; de su pelo y su piel emanaba el aroma de las hierbas y flores secas que había usado en su baño, embriagador con las primeras trazas dc almizcle femenino. Se había prometido ser amable, paciente y comprensivo con sus temores de doncella. Pero no estaba preparado para esa avidez que la impulsaba a arquearse contra él en una instintiva exigencia de que le diera más de lo que había pensado darle; más de lo que había deseado darle. Sin embargo, no podía negarse a ella más de lo que podía dejar de respirar. El fuego que ya ardía en él no le permitiría esa cobardía. Bajó la mano Por su vientre hasta ahuecarla en su entrepierna, y la exploró delicadamente con un dedo. Ella gimió y volvió a arquearse, cerrando fuertemente los ojos como para mitigar la potencia de su respuesta. Estaba preparada, más que preparada. Lo único que le faltaba era el conocimiento de lo que venía a continuación. -Abridme las piernas, Alyce -le dijo-, milady. Así. Sí, así.

Su voz sonó tensa, incluso a sus oídos. Su miembro se le hinchó aún más, duro y rígido, hasta estar glorioso y casi doloroso entre sus piernas. Su aliento le quemaba los pulmones. «Despacio», se dijo, y apretó los dientes. Despacio. Se puso entre sus piernas, abriéndoselas otro poco y acariciándole el interior de los muslos, hacia arriba, hacia abajo, otra vez hacia arriba, por el vientre y vuelta hacia los muslos, rozándole ligeramente los rizos rojizo oscuros del vello púbico. Ella gimió y se abrió más aún. Él levantó la vista hacia su cara y vio que ella lo estaba observando con los ojos tan abiertos que parecían consumirle la cara. Se estaba mordiendo el labio inferior, con el pecho agitado por la respiración rápida y superficial; tenía fuertemente aferrada la sábana a los costados, como si temiera caerse si la soltaba, pero no desvió la vista ni suplicó piedad. Había más fuego que miedo en ella, y de pronto él tuvo la impresión, la seguridad, de que aún en el caso de que la dominara el miedo, no se rendiría a él. Se arrodilló y en esa posición introdujo las manos bajo sus caderas, y las deslizó hacia arriba por la espalda, luego hacia abajo, y repitió la caricia, levantándola y poniéndola en posición. Hizo una inspiración profunda y comenzó a penetrarla, con suavidad, pero implacable, sin darle la oportunidad de apartarse. A medio camino encontró bloqueado el pasaje por la membrana invisible. Aumentó la presión, explorando, cuidando de no empujar demasiado fuerte para no desgarrarla, pero controlando con dificultad la urgente necesidad de embestir a fondo y sentirse chupado por ella, de sentir la exquisita presión de su excitación. Sintió mojada de sudor la frente; le temblaron los músculos de las caderas y los muslos por el esfuerzo de contenerse. Alyce gimió, arqueándose en protesta al dolor; ese involuntario movimiento la abrió a él. Volvió a embestir, esta vez con más fuerza. La barrera se rompió y la penetró. Emitió un gemido ronco junto al de ella más agudo, y volvió a deslizar las manos por su espalda, estrechándola contra él, besándole el pecho, la garganta, la comisura de la boca, esperando, inmóvil, conteniendo la excitación hasta que el cuerpo de ella se adaptara a su ofensiva invasión. -Tranquila, señora -le susurró, aunque sentía su cuerpo tenso como la cuerda de un arco. Será mejor dentro de un momento. Sólo un momento. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja y después le acarició todo el borde de su oreja con la lengua, continuando por la prominencia del interior. Ella hizo una inspiración rápida; él notó cómo se le relajaban los músculos que lo ceñían con la distracción de esa nueva sensación. Como una nadadora que se aferra a la última esperanza de rescate ella soltó la sábana y le rodeó los hombros con los brazos, atrayéndolo hacia ella. El vello de su pecho le rozó los pezones, provocando un movimiento de él que volvió a tensarla; tenía los ojos muy abiertos, asombrados. Él comenzó a moverse dentro de ella, al principio lento, para que ella aprendiera el ritmo, mientras con la lengua le exploraba la boca, el mentón, bajando por el contorno del cuello y el hombro. Los cabellos enredados de ella se deslizaban entre sus cuerpos, atormentándolo con su roce delicado y erótico. Sentía rugir la sangre en sus venas, hinchándole el pene con fuerza aturdidora, produciéndole un deseo implacable y expulsando de él toda consideración a su inocencia, en las ansias de transportarla con él, de no parar jamás, de seguir y seguir y seguir. Se obligó a moverse más lento mientras ella iba intentando cogerle el ritmo, pero su

creciente deseo lo consumía, derrotando por momentos su autocontrol. Ella enterró los talones en la cama, a cada lado de él, tratando de encontrar un cómodo equilibrio ante su mayor peso y potencia. Lo intentó, pero no lo logró. Él embistió más fuerte y profundo, en el mismo instante en que ella gritó de dolor y trató de apartarse. Él se quedó inmóvil, enterrado muy dentro de ella, jadeando y temblando de deseo y de vergüenza. -Perdonad, no quería causaros dolor. Ella se tragó las lágrimas. -No pasa nada. Es que no sabía... -Empezó a moverse-. Duele, y sin embargo... Él la acarició, apartándole el pelo de la cara, obligándose a respirar más lento. -¿Y sin embargo? -No paréis -susurró ella, arqueándose contra él-. Por favor, no paréis. Por favor. Él había estado preparado para lágrimas, para dolor, miedo y rabia. Incluso se había preparado para el odio, pero no para esa necesidad desnuda, ni para esa avidez puramente instintiva que le pedía más de lo que había pensado dar jamás; que le exigía más de lo que tenía para dar. Durante un loco instante, consideró la posibilidad de retirarse; al instante siguiente comprendió que no podía. Cuando inclinó la cabeza para besarla, ella le correspondió el beso. Esta vez él tuvo más cuidado, se movió con más lentitud, y así continuó, arrastrándola con él. La larga y exquisita tortura, que lo quemaba en el esfuerzo por dominarse, fue aumentando, aumentando la excitación de ella hasta que se le agitó la respiración, que él sentía caliente contra su piel mojada de sudor. -Por favor-repitió ella. Le rodeó los muslos con las piernas, encontrando instintivamente la posición que necesitaba para apretar las caderas contra él e introducirlo más en ella. -Por favor. -Paciencia, milady -susurro él, embistiendo a fondo, de pronto impaciente él también-. Paciencia. -No -jadeó ella, arqueándose más. Le golpeó los hombros y le arañó la piel; le enterró los dedos en la espalda, con las piernas temblorosas por el esfuerzo de apretarse contra él. Así era como se sentía una mariposa al salir del capullo, pensó él; desesperada por volar, aunque lo único que podían hacer sus alas frágiles y húmedas era subir y bajar a la luz del sol, sin ir a ninguna parte. Metió la mano entre ellos y sus dedos encontraron el lugar justo por encima del punto de su unión. Empezó a frotarle ese lugar al ritmo de los envites de su cuerpo contra el de ella, penetrando, saliendo, penetrando... Con la respiración jadeante, ella se aferraba a él hasta que Robert pensó que los dos iban a estallar, hasta que el pensamiento se hizo imposible y sólo quedó la sensación, hasta que Alyce gritó, se arqueó contra él, el cuerpo levantado, y luego, liberada, las alas extendidas para coger el sol.

A diferencia de Alyce, él no voló hasta las alturas; de pronto se puso rígido, como un ciervo al que la flecha le da en el corazón, el cuerpo tembloroso por la tuerza de su liberación. Después gimió lentamente de desplomó en la cama junto a ella. Y después, dándose media vuelta, le dio la espalda.

Capítulo 5 Despedida Su marido se despertó mucho antes del alba. Ella fingió el sueño que la había esquivado durante horas, pensando si él la solicitaría. Pero él no la tocó. Se bajó silenciosamente de la cama y a tientas buscó su ropa esparcida por cl suelo. Aunque ella no lo veía, porque a esa hora anterior a la aurora aún no entraba ninguna luz por las rendijas de las persianas cerradas, sí lo oía. Oía los sonidos de las esteras al hundirse bajo sus pies, oía sus suaves inspiraciones y espiraciones, oía el frufrú de sus ropas al ponérselas. Cada sonido la pinchaba como una aguja, sacándole sangré. Él no la deseaba, ni siquiera esa primera mañana de su vida juntos. La noche anterior la reclamó como esposa y después se dio media vuelta y se durmió sin decirle una palabra, dejándola sola mirando la oscuridad. La había comprado y consumado el matrimonio, y para Robert Wardell eso era suficiente. No tardarían mucho en enterarse de eso todos los demás. Oyó el ruido de la barra de madera al raspar la piedra cuando él la levantó. Ella se mantuvo rígida bajo las mantas, notó que él se quedaba inmóvil como temiendo haberla despertado. Al continuar el silencio de ella, él apoyó la barra en la pared, abrió la puerta y salió silenciosamente de la habitación. Una vez que estuvo segura de que él se había marchado, Alyce enterró la cara en los almohadones y dio rienda suelta a las lágrimas que la quemaban por dentro.

Robert oyó cantar un gallo cuando bajaba sigilosamente la estrecha y oscura escalera de caracol; las delgadas franjas de cielo que se veían por las troneras le indicaron que éste todavía estaba negruzco y moteado de estrellas. No había nadie más en la escalera, y sin embargo sentía erizada la piel de la nuca, por el frío y por la desconcertante sensación de que alguien estaba observando su descenso en silenciosa condenación. Al pie de la escalera se detuvo y se desperezó, para aliviar la tensión dc los hombros, sabiendo que en realidad se había detenido en desafío al sentimiento de culpabilidad que le venía pisando los talones por cada peldaño de piedra que lo alejaba de la habitación de lady Alyce. Se giró a mirar hacia atrás; no había nada fuera de oscuridad. Cuando se volvió, un débil resplandor en la sala grande lo invitó a continuar su camino. A la tenue luz del mortecino fuego del hogar, la sala grande daba la impresión de haber

sido el escenario de una reñida batalla. La diferencia era que las manchas que cubrían los cuerpos despatarrados sobre 1as esteras eran de vino, cerveza y orina, no de sangre. La nariz le dijo eso a Robert con tanta claridad como los ojos. El discordante coro de ronquidos, bufidos y atroces silbidos, de hombres y mujeres por igual, decía que habría que tratar con cabezas espesas una vez que despertara esa congregación. No vio a William ni a ningún otro de sus hombres, pero en esa penumbra no podía estar seguro de que no estuvieran allí. En todo caso, eso no importaba, puesto que no los necesitaba en ese momento, - no tenía el menor deseo de despertar a la gente del castillo para que salieran a buscarlos. Avanzando con sumo cuidado fue sorteando los cuerpos dormidos. La puerta al exterior estaba bien trancada y, curiosamente, el guardia que estaba sentado junto a ella estaba despierto, aunque apestaba a vino igual que el resto. El hombre se echó hacia delante y le miró la cara. -¿Sois el mercader, no? -le preguntó con voz estropajosa, entornando los ojos para verlo a la débil luz. Robert apretó los labios disgustado, irritado por ese nuevo obstáculo en su camino. -Sí. El hombre emitió un sonido gutural de reconocimiento movió la cabeza asintiendo y acercó más la cabeza, con la cara arrugada como la de una gárgola. -Ah, ¿y por qué tan temprano en pie, entonces? ¿Es que lady Alyce no... ? Robert no oyó el resto porque la ira hizo explosión dentro de él. Lo cogió por el cuello de la túnica y lo puso contra la pared. Demasiado borracho para oponer resistencia, el hombre se retorció un instante y luego se quedó inmóvil al sentir la punta de una daga en el abdomen. -Una palabra más sobre lady Alyce -dijo Robert entre dientes-, y te capo aquí mismo. Lo juro ante Dios. La amenaza penetró el cerebro atontado por el vino. -No quise faltar al respeto -respondió el hombre, con los ojos desorbitados. Fue el hedor de su aliento, no la compasión, lo que indujo a Robert a soltarlo. -Mantén el pico cerrado entonces -dijo, apartándolo de un empujón-. Y abre la puerta. El hombre se apresuró a obedecer, haciendo inclinaciones y encogimientos, y mascullando palabras que bien podían ser disculpas o maldiciones. Tan pronto como Robert salió al patio de armas, el guardia cerró la puerta y volvió a poner la tranca. Liberado del aire fétido de la sala, Robert hizo una respiración profunda, perturbado por esa inesperada ira, y por la seguridad de que habría cumplido su amenaza si el hombre hubiera dicho una sola palabra más. Le tembló la mano al devolver la daga a su funda. Hizo otra respiración, luego otra y otra. Ni siquiera el agradable aire humedecido por la niebla logró quitarle el amargo regusto de la rabia y el desprecio de sí mismo. Su intención sólo había sido salir para escapar de sus negros pensamientos; no había considerado lo que su precipitado abandono de la cama de su esposa podría significar para la reputación de ella. «Su esposa.» Expulsó el aire con un fuerte gemido. No hacía ni un día que estaba casado y ya había

pecado contra ella. Otra vez. Desechó el pensamiento y miró alrededor. Ya había varias personas moviéndose entre el establo y los talleres adosados a la muralla. Los tres guardias que vio en los parapetos parecían bastante despabilados. Sonrió tristemente. Por lo visto no todo el mundo celebró la boda de Alyce. Una soñolienta pinche de cocina lo proveyó de una linterna de cebo. Él no respondió a las fervientes palabras con que ella les deseó salud a él y a su esposa, pero sí percibió muy bien la mirada extrañada con que ella lo quedó mirando cuando él se dirigía al establo, que estaba en el otro extremo del patio de armas. Encontró a su aprendiz donde había esperado encontrarlo, envuelto en su capa y enterrado en el heno, cerca de donde había amarrado su caballo. Lo único visible del muchacho eran una oreja y una mata de pelo dorado. Robert lo remeció con el pie. El muchacho se movió, gimió y se acurrucó aún más dentro de la capa. Robert sintió una punzada de envidia. Recordaba cómo era tener dieciséis años y poder dormir sin sueños. Hacía mucho, mucho tiempo, que no tenía dieciséis años. Se agaché y le cogió el hombro, dándole una buena sacudida. -¿Piers? ¡Piers! ¡Despierta! El bulto dentro de la capa trató de hundirse aún más en el heno. - Mmmmm? Una sonrisa levantó la comisura de la boca de Robert. -Una muchacha quiere verte, y su padre viene detrás. La capa se sentó bruscamente, y se abrió, dejando a la vista a un joven nervudo y hermoso, de grandes ojos azules y el pelo revuelto por toda la cabeza. -¿Qué muchacha? Robert se echó a reír. -Sólo hemos estado aquí una noche, ¿y ya hay más de una? El muchacho pestañeó y miró alrededor con desconfianza. -No hay ninguna muchacha -gruñó al fin, en tono acusador. -No, ahora no -reconoció Robert, dejando la linterna en un estante-. Levántate. Necesito la capa que me has tenido guardada con tanto cuidado, y que juraría que está doblada ahí, sirviéndote de almohada. Hace un condenado frío fuera. -Y a esta hora-dijo Piers, cogiendo la capa doblada y pasándosela. El chico hizo ese comentario en tono despreocupado, pero el destello de sus ojos indicaba que sus pensamientos seguían la misma línea de los del guardia y de la muchacha de la cocina. -Nos espera mucho trabajo en Londres -explicó Robert cogiendo su capa-, y tenemos cinco días de ardua cabalgada para llegar allí. Piers hizo a un lado la capa salpicada de paja y se levantó. Se desperezó como un gato,

ejercitando los músculos acalambrados por su improvisada cama. En ningún momento dejó de mirar la cara de Robert. -Hay mucha pena aquí por la partida de milady -dijo al fin. Robert se quedó paralizado un momento y luego sacudió su capa se la echó sobre los hombros. -En su padre no vi ni un asomo. Piers se encogió de hombros. -Al parecer a milord barón sólo lo apena el vino derramado y una mala cacería. Pero los demás hablan muy bien de la lady y la echarán mucho de menos cuando no esté. Robert miró atentamente a su aprendiz. Incluso a la tenue luz de la linterna se veía brillar entendimiento de adulto en sus ojos. -¿Y de dónde has sacado esa información? -le preguntó, consciente de una agudeza en su voz que no logró controlar. -De mis vecinos de mesa, del personal del establo y de... de cualquier otra persona que quisiera hablar. -¿Y esa otra persona... quién sería? Piers sonrió, impenitente. -Una muchacha llenita y bonita que me lo dijo todo por un buen vino y un revolcón mejor en el heno. -Su sonrisa se volvió traviesa-. Era un desecho de milord barón, pero muy dulce, y más que dispuesta. Robert se encogió de hombros y se giró para salir. -Entonces estarás bien descansado y puedes despertar a los demás-dijo, volviendo al tono duro-. Lo quiero todo dispuesto para milady. Partiremos tan pronto termine la misa.

-Esto lo llevaré yo -dijo Alyce, tocando el pequeño lío envuelto en un trozo de piel que estaba encima de la almohada. El lío contenía su sobreveste bordada, el peine de marfil que le regalara su abuela paterna cuando era pequeña, el collar de piedras preciosas y el broche de oro que fueran de su madre; todo lo de algún valor que poseía; todos sus tesoros que no soportaba dejar atrás. Era un lío muy pequeño. Hilde frunció el ceño y dejó de ordenar la ropa de cama. Comprendiendo enseguida, había evitado deshacer el esmerado arreglo que había hecho Alyce para ocultar las manchas rojo oscuro que estropeaban la blancura antes prístina de las sábanas. Ya tendrían todo el tiempo del mundo para verlas cuando ella ya no estuviera, pensó Alyce, maldiciendo de antemano las risas burlonas de su padre. Hilde miró el atado, miró a Alyce y volvió a mirar el atado. Frunció aún más el ceño. -Vamos a ver, milady -dijo, con visible desaprobación-. No es correcto que carguéis vos con los bolsos y líos, haya lo que haya en ellos. Os aseguro que los hombres del señor Wardell tendrán mucho cuidado sabiendo que son vuestras cosas las que llevan. Han cargado todo el resto, después de todo. -¿Todo está cargado? -preguntó Alyce, sin hacer caso de las objeciones.

Apoyó protectoramente la mano sobre el lío, reprimiendo el fuerte deseo de cogerlo y apretarlo contra su pecho, para que nadie se atreviera a quitárselo. Podía parecer increíble, pero tener sus cosas cerca sería un consuelo, un recordatorio de que no había dejado todo atrás. Por la misteriosa expresión que vio en los ojos de Hilde comprendió que su vieja amiga entendía muy bien por qué deseaba llevar ella ese pequeño lío. -Sí, está todo -contestó Hilde enérgicamente-. Envié a Thorleig a revisarlo todo. Y Maida le fue detrás, sólo para asegurarse. No tardarán mucho esos dos, ni aunque tengan que contarlo todo tres veces. Alyce asintió. En realidad eran muy pocas cosas. Debería haber tenido más, como correspondía a una recién casada de su rango, pero su padre ponía mala cara por cada penique que lograba sacarle con ruegos. Qué importaba. En esos momentos había otras cosas de qué preocuparse. -¿Les diste mis vestidos a la lavandera, la despensera y... ? -Sí, milady. Y los zapatos y todo lo demás. -Sonrió-. Contentas y agradecidas que estaban. No se esperaban esos vestidos tan bien hechos ni... ni esa generosidad. -Fue bastante poco, y yo... -Alyce hizo una inspiración profunda-, no quería llegar a Londres vestida con estameña. -¡Claro que no! -exclamó Hilde, con la cara arrugada de disgusto-. Es un pecado que hayáis tenido que usar esa tela tan burda y vulgar, y no digamos, ¡casaros con un mercader! ¡Y haber tenido que estrujar el monedero para haceros un traje de novia siendo la hija de un barón! Es... es... ¡indecente, eso es lo que es! Alyce no pudo contenerse; soltó una carcajada. Pero la risa le salió con un sonido agudo, casi aterrado. -Me gustaría que te oyera el señor Wardell. Por el modo como me miró el vestido ayer en la comida, sospecho que piensa que su esposa es una derrochadora. -¡Una derrochadora! Pinchándoos los dedos con la labor de aguja, luego ahorrando para que Maida y yo pudiéramos comprarnos tela para esos preciosos sobrevestes y vestidos, como si no necesitarais preocuparos de los vuestros. ¡Habráse visto! ¡Desde luego...! Las protestas acabaron en una serie de suspiros silenciosos. Era demasiado. La apergaminada cara de Hilde se arrugó aún más. Sorbió por la nariz, volvió a sorber, arrugar la nariz para inspirar aire, y se tragó las lágrimas que su orgullo no le permitía derramar. -El vestido es más bonito que cualquier otro que haya tenido, milady -dijo-, pero estaría feliz de prescindir de tanta elegancia si con eso consiguiera reteneros aquí a salvo con nosotras. O irme con vos a Londres, como pedisteis. -¿Pero cómo quedaría el castillo sin ti ni Maida? -dijo Alyce, intentando que sonara lo más alegre posible. Le escocían los ojos, pero, igual que Hilde, no quería llorar. Ya le había costado disimular las marcas de las lágrimas de esa mañana. -Bastante bien -bufó Hilde y se limpió furiosamente los ojos con la manga-. El único motivo de que vuestro padre nos haya prohibido acompañaros es que le gusta más la cerveza de Maida que la del cervecero. -Y tu pastel de erizo.

Hilde sonrió llorosa. -Sí. Bueno, eso es. -Tal vez con el tiempo logre convencer al señor Wardell de que os envíe a buscar. -Que le pague a vuestro padre para que nos libere queréis decir. -Hilde -dijo Alyce, tratando de parecer severa, pero la traicionó una sonrisa que no pudo reprimir. -Es un hombre malo vuestro padre -dijo Hilde con vehemencia-. Es cruel, impío y tacaño, para ser un noble. Siempre lo ha sido. -Miró fijamente a Alyce, como desafiándola a contradecirla-. Tengo hartas ganas de ponerle una buena dosis de saponaria en la sopa algún día que esté demasiado borracho para notarlo. Una dosis bien fuerte lo suficiente para tenerlo encerrado en el retrete una semana entera para que se limpie de esa tacañería de que está relleno. -Se le iluminaron los ojos al pensarlo-. Si no fuera porque se peería como un perro borracho toda la semana siguiente, lo haría.

Sir Fulk había decidido honrarlos retrasando sus prácticas con las armas hasta después que se hubieran marchado. Estaba legañoso y malhumorado por la borrachera de la noche anterior, aunque las tres gordas jarras de cerveza que se había bebido desde que despertara le habían aliviado en algo la resaca. Se había levantado a tiempo para la misa temprana, pero no se molestó en cambiarse la ropa blanca ni en lavarse la cara. Todavía tenía prendidos trozos de paja en la maraña de sus cabellos, restos de por lo menos un revolcón en las esteras. Su ropa apestaba a vino derramado. Estaba en medio del patio de armas, ceñudo y rascándose la barba, con la cabeza ladeada mirando atentamente la yegua gris que el señor Wardell había traído a Alyce como regalo de bodas. -Supongo que esta bestia es una buena montura para una mujer -gruñó finalmente, tacaño incluso en sus elogios-. Pero jamás sobreviviría a una campaña. Miradle las patas; demasiado pequeñas. Jamás resistiría como un verdadero caballo. Alyce apenas logró contenerse para no contestarle con un gruñido. La yegua era hermosa, delicada y grácil, y de excelentes modales. Comparada con el caballo torpe, pesado e insensible en el que había cabalgado esos últimos años, bien podía considerarla alada. Wardell hizo caso omiso del mal humor de sir Fulk. -Espero que lady Alyce la encuentre aceptable-dijo tranquilamente-. Un regalo, milady añadió inclinándose ante ella-. En celebración... y gratitud. Sus rasgos finamente esculpidos no revelaban el menor indicio de que supiera que la gente del castillo se había congregado alrededor para verlos partir. Su leve sonrisa era para ella, y sólo para ella... o así debía parecerlo a los que los estaban observando con tanta avidez. Alyce se giró a mirar la yegua. Las sonrisas de Wardell podían ser para ella, pero no había ningún afecto en ellas. Sus ojos estaban inescrutables, casi inhumanos en su quietud oscura y distante. Pero no importaba; las sonrisas eran suficientes para engañar al resto, y eso lo agradecía. -Es... preciosa. Gracias... -se interrumpió, sonrojándose-, señor Había estado a punto de decir «milord»; un estúpido desliz de la lengua, pero la habría avergonzado hacerlo. Él era señor Wardell, nada más, y ella ya no era lady Alyce Fitzwarren sino la señora Wardell,

esposa de un mercader. -¿Y qué esperáis entonces? -rugió sir Fulk-. Tengo cosas mejores que hacer que estar mirando a dos tontos enamorados y un maldito caballo inútil. ¡Marcharos de una vez, los dos! Era una broma, pero cruel. A Alyce se le puso escarlata la cara. Se irguió en toda su impresionante y poco femenina estatura. -¿Señor Wardell? - Milady. -Creo que ya tenemos la bendición de mi padre. ¿Nos vamos? Wardell la miró a los ojos. Lenta, casi imperceptiblemente, se suavizó su sonrisa y su mirada. -Sólo espero vuestra orden. Alyce alzó el mentón. -Entonces, pongámonos en marcha. Tengo un enorme deseo de ver Londres lo antes posible. La sonrisa de Wardell se ensanchó. Se giró e hizo chasquear los dedos. Como un perro obediente, el joven de cabellos dorados acercó la yegua. Wardell cogió las riendas de sus manos y las ofreció a Alyce. -Es vuestra, milady. Espero que os lleve rápido y bien. A Alyce volvieron a encendérsele las mejillas. Esa sonrisa era muy... inquietante. E inesperadamente amable. Cogió las riendas y se acercó otro poco a la yegua, lista para montar. Hacía muchísimo tiempo que había aprendido a montar sola, con falda larga y todo; o lo hacía o se quedaba atrás, pues ni Hubert ni sir Fulk esperaban a nadie jamás. Consternada vio que Wardell hincaba una rodilla en el suelo y entrelazaba las manos para que ella subiera. La duda sólo le duró un latido, no más. Como una princesa acostumbrada a esas atenciones, puso su pie en sus manos y le permitió impulsarla hasta la silla. Ante el repentino peso, la yegua se alejó unos pasos bailando y luego se sometió muy mansa a su control, haciendo sonar alegremente sus cascabeles. Encantada por su docilidad, Alyce se echó a reír, metió los pies en los estribos y la hizo danzar otro poco. La yegua dio unos pasos hacia un lado, giró sobre sus talones y volvió a su posición junto a Wardell moviendo la cabeza. -Es encantadora, ¡magnífica! -Alyce volvió a reírse e impulsivamente se inclinó a ofrecerle la mano a Wardell, en agradecimiento-. ¡Nunca había montado un caballo así! Él cerró la mano en la de ella. Ella sintió su piel cálida, sus dedos fumes y fuertes. Con su natural elegancia él acercó la mano a sus labios y depositó un ligero beso. Por un instante, el mundo se detuvo. -Milady-dijo él, destruyendo el momento. Con una inclinación de la cabeza, le soltó la mano y cogió las riendas de su caballo. Alyce lo observó montar, demasiado pasmada para pensar; demasiado inexperta para encontrar las palabras que a otra persona se le ocurrirían fácilmente. No se miró la mano, por miedo a encontrarla en llamas.

Como si percibiera su desasosiego, la yegua se puso nerviosa y dio unas cuantas vueltas en redondo hasta que a ella le pareció que la muchedumbre que los rodeaba giraba como un torbellino. Por un momento sólo habían estado ella y Robert Wardell en medio de esa enorme cantidad de gente. Y de pronto, en esa mareante masa aparecían las caras individuales, cada una tan conocida y querida como el aliento de su cuerpo. Estaban Edwin el paje, la ceñuda Hertha, la lechera, y el viejo Wat. Divisó a Maida y a Hilde, las dos sonriendo valientemente a pesar de las lágrimas. Con un agudo sollozo, tiró de las riendas. Antes de que recuperara su presencia de ánimo, la voz de su padre la sacó bruscamente de la confusión, con la precisión de una espada que la hubiera rebanado en carne viva. -¡Eh, Wat! ¿Dónde estás, hombre? ¡Mi caballo! Tengo cosas mejores que hacer que mirar a un. atado de idiotas hacer cabriolas en el patio de armas como si fueran los juegos de mayo. ¡Hubert! ¡Nos vamos! La gente congregada allí se separó para hacer paso a sir Fulk y después lentamente comenzó a dispersarse, mientras los hombres de Wardell montaban y hacían una última revisión de su cargamento y pertenencias. Sentada en su silla, Alyce vio cómo empezaban a dispersarse y alejarse de ella. Si su padre le dijo alguna palabra de despedida, se perdió en el bullicio y el ajetreo. Incluso Maida e Hilde desaparecieron. tragadas por el caos. Por un momento la invadió el pánico, pero sólo por un momento El mundo se movió y fue a converger alrededor de la figura delgada y oscura de su marido cabalgando junto a ella. Él la miró un instante, y con la misma rapidez desvió la vista. Antes que ella pudiera decir nada, él dio una rápida mirada alrededor, a sus seguidores, y puso al trote a su montura. Podría haber sido un truco de la luz o de su imaginación, pero habría jurado que en esa fugaz mirada de él, la sonrisa desapareció y sus ojos adquirieron nuevamente la expresión vacía y distante. Apretó los dedos en las riendas. Todavía le ardía la piel donde él había posado sus labios. Soltando un juramento, espoleó a la yegua y lo siguió a galope tendido. Acompañada de los gritos de despedida, de cien cascabeles de plata y del golpeteo de los cascos de los caballos sobre la piedra, Alyce Wardell salió por las puertas de Colmaine al lado de su marido, y no volvió la vista atrás ni una sola vez.

Capítulo 6

Londres... y el hogar Robert alejó de Colmaine a su pequeño grupo con tal estruendo y revuelo que los aldeanos dejaron sus campos para seguirlos junto con un tropel de niños harapientos, todos gritando como una bandada de cuervos enloquecidos. Una manada de perros les iba pisando los talones, y una gallina que se aventuró osadamente a ponerse en su camino escapó por un pelo de quedar aplastada por los cascos de los caballos; alcanzó a escapar, chillando y, aleteando en indignada protesta dejando dos plumas de la cola girando en la polvareda. En alguna parte de la aldea, un asno rebuznó su despedida. Los niños fueron los primeros en renunciar a la persecución. Los campesinos continuaron mirando, con las manos levantadas para hacerse visera del sol de la mañana, hasta que casi se perdieron de vista Los perros, jadeantes y ladrando, fueron los últimos en abandonar la persecución; Robert les imponía un paso demasiado enérgico, incluso para su afición al deporte. Había otras bestias en los talones de Robert que lo acicateaba con más fuerza que esos perros flacos, principales entre ellos, la repugnancia el desprecio y una urgente necesidad de respirar aire no contaminado por la bebida la suciedad y el estiércol. Por encima de todo estaba su indignación por la grosera crueldad con que sir Fulk despidió a su única hija. Todavía veía su cara cuando su padre le rugió que se marchara. Se le encendieron las mejillas, se le tensó la boca y apretó los labios, pero se sostuvo con un orgullo que desmentía su dolor. Y todavía sentía la mano el temblor de sus dedos cuando se inclinó a agradecerle el regalo de la yegua, la forma como le brillaron los ojos de gratitud y de alivio de que por lo menos él no la dejara en ridículo delante de su gente. Dado que la había abandonado esa mañana, le dolía recordar esa gratitud. La disposición de sus acompañantes de adaptarse a su paso no duró mucho. Aún no acababa de desaparecer de la vista el castillo de Colmaine cuando, uno a uno, mercaderes, criados y guardias pasaron del galope al trote rápido, del trote rápido al trote lento y del trote lento al paso, con los hombros caídos. Sólo los guardias se esforzaban por parecer alertas, pero sus caras grises y labios apretados revelaban lo que les costaba su atención al deber. Robert reconocía los síntomas; todos, criados y amos por igual, estaban sufriendo el castigo de haber bebido demasiado y dormido muy poco. La pinta de cerveza y el pan añejo de la mañana no habían sido suficientes para aliviar las punzadas del hambre, y mucho menos los malestares de los excesos de una noche. Los únicos que aún no estaban llamados a expiar sus pecados eran Alyce, Piers y él, y lady Alyce no parecía más inclinada a la conversación que él. Eso dejaba a Piers la tarea de llenar el silencio.

El muchacho, que se las había ingeniado para poner su caballo entre ellos, se lanzó a la tarea con franca buena voluntad, feliz como un arrendajo curioso de aprovechar cualquier pretexto para amenizar el tiempo con parloteo y el cotilleo que viniera al caso. Daba la impresión de que el muchacho se había convertido en partidario de su señora esposa. A Robert le dolió pensar que ella pudiera tener necesidad de uno. -Hace un día muy hermoso, milady -estaba diciendo Piers con el aire de quien ha hecho un gratificante descubrimiento-. Fría, sin duda, pero brilla el sol y el azul del cielo es como para rivalizar con el manto de la misma Virgen. Por el rabillo del ojo Robert vio a lady Alyce mirar a Piers y sonreír, y después de cierto titubeo, volverse a mirarlo a él. -Si el viento impide que las nubes oculten ese azul entonces bienvenido el frío -dijo-. Casi no hemos visto el sol durante más días de los que me gustaría contar, y sin embargo ayer sí salió, manso como un perro obediente. Eso es buen presagio, creo. Robert se volvió a mirarla sorprendido. Había en ella una dignidad inquebrantable que decía que todavía le escocían las heridas infligidas por las palabras de su padre, y sin embargo no estaba pensando en el pasado sino en el futuro. Otra mujer, más guapa, podría haberle ofrecido una sonrisa seductora, destinada a tentarlo y conquistarlo, o podría haberse encogido ante su atención como un ratón asustado que se ha aventurado demasiado lejos de su madriguera. Lady Alyce era demasiado orgullosa para recurrir a tretas ni gimoteos. Sostuvo su mirada como lo habría hecho un hombre: franca y sin pestañear. Pero no sin miedo, pensó. Su respeto por ella subió otro punto. -La gente de Colmaine debe de estar contenta de que esté acabando el invierno, con lo tristes que han sido estos meses pasados -comentó Piers, con el aire de quien es indiferente a todo lo que no sea el gratificante batir de la lengua contra los dientes-. En cuanto a mí, me encantaría estar en la Champaña francesa o en Castilla. A vuestra yegua le puse Graciela, por una muchacha que conocí ahí, ¿sabéis? -Sonrió, como un conspirador que revela sus secretos. Su travieso encanto sacó una sonrisa de respuesta a Alyce-. El señor Wardell me llevó con él en uno de sus viajes el año pasado. Allí no se ven estos días grises y neblinosos; todo es sol, y el vino es más dulce... Wardell no oyó el resto de las palabras de su aprendiz; toda su atención estaba centrada en la orgullosa criatura que había tomado por esposa, con tanto estudio y consideración a sus ventajas y sin pensar en lo más mínimo en los deseos de su mujer. Ella sostenía su mirada sin amilanarse. Sus ojos verde dorados se veían oscuros y tranquilos en su rostro enrojecido por el frío, sus finas pestañas doradas casi invisibles incluso a esa corta distancia. Envuelta en la blancura de su griñón de señora mayor y la capa verde grisásea con capucha, parecía todo ojos, hueso tallado y boca. No era bella, pero sí fuerte, y atractiva de un modo que lo sorprendía por lo inesperado. Robert parpadeó y descubrió que no era capaz de seguir sosteniendo esa mirada franca e interrogante. Cuando desvió la mirada a ella se le desvaneció la sonrisa. Bajó la cabeza y volvió la vista hacia los campos que estaban cediendo paso a un bosque de árboles sin hojas, de invierno. Por encima del chacoloteo de los cascos de los caballos, el tintineo de los cascabeles y los crujidos de los arreos, Robert oía el suave entrechocar de las ramas secas movidas por la fría brisa. Parecían personas en duelo dando su último adiós a un muerto,

pensó, y frunció el ceño sorprendido por ese lúgubre pensamiento. Hay mucha pena aquí por la partida de milady, le había dicho Piers. Esas palabras parecían resonar en la brisa, al compás de los adioses de las ramas de los árboles. Para gran alivio de Alyce, Robert ordenó un alto a mediodía. Eligió un lugar a la orilla de un riachuelo que bajaba por la ladera de una colina rocosa, continuaba un trecho como un apacible remanso para luego pasar burbujeante por encima del camino e internarse entre los sauces de más abajo. La hierba, seca y amarronada en esa época del año, formaba cojines en ambas orillas; un corte en picado en la colina protegía del viento frío que los había seguido desde Colmaine. El paraje debía de ser hermoso en primavera y más en verano, lleno de flores, pensó Alyce; a finales del invierno era simplemente un lugar triste, frío y gris. Pero qué más daba. Desmontó y agradeció encontrar a su lado a un guardia esperando para coger las riendas; mientras el guardia se alejaba con el caballo, miró alrededor en busca de Robert entre el numeroso grupo de mercaderes, criados y guardias. No tuvo que buscar mucho. Su suntuosa ropa, del más magnífico color escarlata, lo hacía destacar entre los hombres vestidos en colores más grises como a un faisán en medio de gallinas pardas. En realidad no necesitaba ropas tinas ni coloridas para destacar entre sus compañeros, pensó Alyce, observándolo mientras él hablaba con uno de los criados que estaban descargando los percherones. Robert Wardell podría vestirse con harapos, pero jamás podría disimular la arrogante posición de su cabeza ni la espalda fornida y recta que, imaginaba, se doblaba ante muy pocos hombres y, en esos casos, nunca de buena gana. A diferencia dc su padre, que rugía, maldecía y pateaba cuando daba órdenes a sus subalternos, Robert hablaba con amabilidad, y sin embargo todos corrían a cumplir sus órdenes, como perros en una cacería. Eso no la sorprendía. Aún no había transcurrido un día desde que él entrara por las puertas de Colmaine, pero ya se había dado cuenta de una cosa: Robert Wardell se ganaba con respeto lo que otros podían exigir con la fuerza y no obtener nunca. Plebeyo podía ser, pero era un hombre fuerte, amable y respetado tanto por sus iguales como por sus criados; un hombre al que había que tomar en cuenta, y en el que se podía confiar. Eso no era una mala base sobre la cual basar el resto de su vida. Con un seco gesto de asentimiento, él terminó de dar órdenes a otro de sus hombres y caminó hacia ella. -Vengo a preguntaros si preferís tomar la comida de mediodía a la orilla del río, milady, o allí, bajo ese viejo roble. Alyce se empinó para ver el lugar que él le señalaba. El venerable y retorcido roble aún estaba desprovisto de hojas, pero su enorme tronco ofrecía un buen refugio contra el viento. En el espacio cubierto de hierba de la base, el único sin protuberancias de raíces nudosas ni rocas, podían sentarse cómodamente dos personas; tres ya serían demasiadas. -La orilla del río es mejor, creo. Gracias. La imagen de ellos dos sentados en ese pequeño espacio resguardado fue demasiado nítida. Estaba acostumbrada a tomar las comidas en compañía de hombres, pero una comida sola con ese hombre, mientras todos sus amigos la miraban y evaluaban... La sola idea la hizo estremecer. Los criados le prepararon un asiento cubriendo una albarda con una manta. Los demás se sentaron en el suelo a su alrededor; algunos se llevaron la comida consigo para comérsela sentados en una roca o de pie, con los ojos alertas por si venía gente peligrosa por el camino o

por el bosque. Alyce no se detuvo a preocuparse por posibles viajeros indeseables. Había comido poco el día anterior y nada en absoluto esa mañana. En esos momentos, incluso la comida más sencilla para viaje que los hombres de Robert habían distribuido sobre un mantel en el suelo delante de ella, le hacía la boca agua. El pan y la cerveza eran de Colmaine, lógicamente, pero el vino, el queso y las carnes curadas venían de Londres. Probó algunos quesos y carnes, maravillándose de los nuevos sabores. Jamás había soñado que pudiera haber tantas variedades de queso de cabra, ni que la carne curada pudiera ser tan sabrosa sin atragantarla por el exceso de sal o especias demasiado fuertes. El vino era delicioso, de paladar denso y sedoso. Tomó un trago y lo dejó en la boca un momento para paladearlo. Ciertamente los abastecedores de Robert Wardell tenían mucho más talento que la mejor de las cocineras de Colmaine. La idea la preocupó, aunque sintió un inesperado orgullo de que su marido dispusiera de esos lujos, al parecer sin pensar que eran lujos. Bajó la cabeza como para mirar atentamente los trozos de carne que había partido en tiras en su servilleta, y aprovechó de mirarlo por el rabillo del ojo. Robert estaba sentado en el suelo a su izquierda, con las piernas cruzadas como un niño, su cabeza morena inclinada sobre la tarea de untar con mostaza picante su carne y pan. No por primera vez, Alyce deseó la suerte de tener pestañas tupidas y oscuras que le ocultaran la dirección de su mirada. Pestañas como las de él, pensó, tan largas y abundantes que bien podía usarlas como persianas para ocultar sus ojos. Desde su ángulo no le veía la expresión, aparte del firme contorno de su mejilla, boca y mentón. Él frunció levemente el ceño cuando se le escapó un chorrito de mostaza por debajo del cuchillo; la salsa fue a caer en el borde de la pequeña salsera de cerámica, salpicando gotas que dejaron manchas amarillas oscuras en su media y en el mantel blanco. Robert soltó una maldición en voz baja, y ella se apresuró a meterse una tira grande de carne en la boca para sofocar la risa que amenazaba con escapársele. Sin darse cuenta de que lo observaban, Robert apretó las mandíbulas con determinación, cogió una porción de mostaza más abundante aún, la arrojó sobre la carne y después de extenderla bien, puso la carne en un trozo de pan y, con la actitud de un hombre que acaba de derrotar a su adversario y quiere dejar bien establecida su victoria, tomó un buen bocado. Se le hincharon las mejillas y se le movieron los músculos de las mandíbulas masticando, después tragó y expulsó una bocanada de aire por la nariz. Muy parecido, pensó Alyce, a un toro satisfecho dejado suelto en un henil. No pudo evitar una sonrisa. Debió escapársele algún sonido, porque él levantó la cabeza y clavó los ojos en ella. Sentada como estaba en el trono formado por la albarda, tenía la cabeza bastante más arriba que la de él, unos dos palmos, o ta1 vez tres. Tuvo que levantar bastante la cabeza para mirarla; ese movimiento, y la leve sonrisa con que lo acompañó, le dieron un aspecto infantil que contradecía las arruguitas de las comisuras de sus ojos y las hebras de plata que se mezclaban con sus negrísimos cabellos cortos ondulados. Unas gotas de mostaza le adornaban la comisura de la boca. -Se os escapó un poco, ahí -le dijo ella, inclinándose a apuntar, deteniendo a tiempo el movimiento antes de tocarle la boca con el dedo Retiró la mano, azorada por su osadía, y la puso sobre la falda con el dedo culpable bien oculto entre los otros.

Él sacó la lengua para lamerse el poco de salsa que manchaba su boca. Ella observó cómo se le movía la garganta al tragar y luego se volvía a pasar la lengua por los labios por si había quedado algo. Alyce siguió con los ojos el movimiento de su lengua, embobada y a la vez extrañada de que un gesto tan normal pudiera ser de pronto tan... interesante, o tener ese efecto tan raro en su pulso. Con calculada lentitud, Robert Wardell le hizo un guiño. Ella parpadeó, sobresaltada, y se apresuró a fijar la atención en su comida, desagradablemente consciente del calor que le subía a las mejillas. De un lugar cercano le llegó el sonido de una risita rápidamente sofocada. Sin duda uno de los amigos de Robert había visto ese pequeño intercambio entre ellos y estaba intentando no reírse. Azorada y resentida, miró hacia los hombres reunidos más o menos en círculo alrededor de la comida, y vio que cada uno de ellos acababa de descubrir algo avasalladoramente fascinante en la comida que tenía delante. Sorprendió a tres de ellos mirándolos por el rabillo del ojo. Como si fueran un cordero con dos cabezas en una feria, pensó. Con un gesto de desagrado, bajó la cabeza y dio un furioso mordisco a un trozo de carne. Sí que había dos cabezas en ese matrimonio, pero que la colgaran si ella iba a ser el borrego de alguien.

El trayecto les llevó cinco días; cinco días largos y arduos, con poco descanso y aún menos comodidad. Por la noche habían dormido en el suelo de casas señoriales que escasamente tenían espacio para acomodar a la gente de la propia casa. No tenían ninguna intimidad, y sólo ella gozaba del privilegio de un jergón de paja y buenas mantas de lana para protegerse del frío. Robert se había encargado de eso. Él se había ocupado de muchas cosas, asegurándose de que ella tuviera el mejor asiento cuando se detenían a comer a mediodía, los mejores trozos de carne, el primer vaso de vino. Pero pese a todas esas esmeradas atenciones, ella no sabía más acerca de él que lo que sabía Cuando entró a caballo en el patio de armas de Colmaine. Lo observaba a hurtadillas, tratando de rascar los bordes del rompecabezas que era su marido, atenta a cualquier atisbo o percepción que se le pudiera presentar. Sus amigos lo tenían en gran estima, eso sí sabía. Estaba claro que acudían a él para que los dirigiera, no como los hombres de su padre, que recurrían a él por obligación y deber, sino como hombres libres que han elegido a quien quieren seguir. En más de una ocasión, William Townsend amenizó las horas en el camino narrando una y otra vez las hazañas de Robert. Triando entre los generosos adornos y exageraciones dc las narraciones, Alyce lograba captar ciertos rasgos y características de su marido, y lo que captaba le gustaba. Inteligente y osado; un hombre fuerte que no teme trazar su camino por bosques peligrosos; amo severo pero justo; amigo generoso si bien distante. También era arrogante, aunque eso ya lo sabía, e impaciente y tal vez de genio pronto, aunque este defecto no la preocupaba excesivamente. Ella no era la criatura de mejor carácter del mundo, y sufrido lo suficiente con el genio de su padre y de Hubert como para inquietarse por el de otra persona. También era discreto. Ni siquiera con un leve arqueo de ceja había comentado la deshonra que significaba para una dama de su alcurnia el que la despidieran con sólo unos

pocos líos de ropa y sin ninguna mujer de compañía. Ese comedimiento le inspiraba gratitud, tal como agradecía su consideración ese día en el patio de armas, y el regalo de Graciela. A veces lo sorprendía observándola a hurtadillas, igual como lo observaba ella a él: unas miradas largas y pensativas cuando creía que no había nadie mirándolo, o miradas rápidas cuando era posible que alguien estuviera observándolo. Pero era imposible detectar en él el menor indicio de lo que pensaba o a qué conclusiones había llegado respecto a ella. Sólo le quedaba esperar que sus impresiones sobre ella fueran tan favorables como las de ella sobre Robert, deseaba y rogaba no haberlo decepcionado demasiado la noche de bodas. Su única decepción era que no hubieran tenido ninguna oportunidad de estar solos desde entonces. Cuanto más se alejaban de Colmaine, más nítidos eran sus recuerdos de esa noche; recuerdos lujuriosos, que la excitaban y hacían arder a pesar del frío. Incluso había probado con frotarse contra la silla de montar para aliviar lo más intenso dcl deseo. Ese acto lascivo la avergonzaba, pero le servía para calmar la necesidad o acallar la imaginación, que la acosaba con escenas carnales durante las horas de vigilia. Hacia la tarde del quinto día, sin embargo, el deseo se había decantado hacia imágenes de agua caliente, un hogar encendido y una noche en una cama mullida y limpia que no crujiera cada vez que se movía o daba una vuelta, e incluso esos pensamientos pasaron a segundo plano con la emoción de llegar por fin a divisar las enormes murallas de Londres. Tuvo que esforzarse por controlar a su inquieta yegua mientras intentaba mirarlo y asimilarlo todo: la cantidad y variedad de gente bulliciosa, los tenderetes de vendedores, las casas y tiendas estrechas y las amplias huertas que bordeaban el ancho camino, los conocidos olores de hombres y animales dominados por los aromas más exóticos de la ciudad más grande de Inglaterra. Por encima de todo, miraba las impresionantes torres que enmarcaban el enorme arco de piedra de Cripplegate, y las murallas almenadas que se extendían a ambos lados de ellas. ¡Londres! Nunca en su vida había estado más al sur de Ayllesbury. La feria anual de esa ciudad siempre le había parecido una confusión y alboroto tremendos, pero eso no era nada en comparación con el ajetreo, los empellones y el bullicio que la rodeaban en ese momento. Robert le había dicho que vivían casi veinte mil personas en la ciudad, suburbios y poblados como ése, arrimados tan cerca de las murallas. Ella pensó que era una broma, pero ya comenzaba a pensar si no se habría equivocado olvidando unos cuantos miles. Estaban a menos de un cuarto de milla de la puerta cuando encontraron bloqueado el camino por una carreta de bueyes con una rueda rota. La mitad de la paja y el estiércol que llevaba la carreta había caído al camino, y el tráfico estaba casi detenido, mientras el carretero trataba de hacer caminar a los bueyes para que arrastraran la carreta hacia un lado. Los transeúntes empeoraban las cosas deteniéndose a mirar, y a gritar insultos y consejos en igual medida. El carretero gritaba y maldecía, los bueyes mugían y la carreta no se movía. -Será mejor que mates a las bestias para poner fin a esto -bromeó uno de los mirones-. Así no lograrás que se muevan. -¡Préndele fuego a la paja y ásalos! -gritó otro, que sonrió y se inclinó en una reverencia cuando su público le celebró la gracia riendo. -¡Así no, hombre! Estropearás la rueda y el eje, ¿y qué te quedará entonces? -gritó un tercero, bajando de su carreta para ofrecer indeseada ayuda.

Atónita por el griterío y el montón de gente, Alyce detuvo a la yegua mientras los guardias de Robert trataban de abrirse camino por en medio de la muchedumbre. Uno de los guardias, llamado Henley, se inclinó en la silla para apartar a un corpulento villano que se le puso por delante. -¡Apártate! Muévete, zoquete cabezón, ¡muévete! El villano soltó una maldición y dio un empujón al caballo del guardia, el guardia soltó otra maldición, y sólo la confusión del momento y la distracción provocada por el paso de una gentil doncella impidió que se enzarzaran en una pelea. Adelantando al villano, Henley logró abrirse paso lentamente por entre la multitud, aunque se vio obligado a hacerlo por en medio del montículo de estiércol y paja. Alyce miró hacia atrás por encima del hombro; Robert había desaparecido en el tumulto de gente y animales que llenaban el camino detrás de ella. Oyó rugir a William Townsend al encontrar bloqueado su camino, pero el resto de su pequeño grupo parecía haber sido tragado por la multitud. Se giró para seguir a Henley, y se encontró con que otro jinete se le había adelantado. Antes de que pudiera desviar a su yegua para adelantarlo, se interpuso entre ellos un quincallero ambulante, haciendo sonar su mercancía colgada de un palo. La yegua piafó educadamente su desprecio, pero se mantuvo firme. El caballo del otro jinete chilló y se encabritó, girándose hacia un lado, desmontando limpiamente al jinete, que cayó sobre el montón de paja y estiércol. La muchedumbre manifestó su aprobación con gritos, y se apretujó más alrededor de ellos, para ver mejor. -¡Ven aquí, hijo de puta depravado! -gritó el jinete caído al quincallero. Se puso de pie en medio de una lluvia de paja y estiércol y echó a correr tras la causa de sus indignidades. Demasiado tarde; el quincallero había desaparecido en la multitud. Frustrado, el hombre cogió las riendas colgantes de su caballo y tiró bruscamente del asustado animal hasta dejarlo quieto. -¡Quieto, maldita sea! Bestia estúpida. ¡Y tú! -gritó a Alyce, gruñendo como un perro a su torturador-. ¿Qué pretendes, bloqueando así el camino? Te voy a demandar... -Demanda y condénate, Hensford. Un hombre con tu largo de piernas debería ser más capaz de sujetarse a la silla. Alyce se giró bruscamente en la silla, sorprendida por la repentina aparición de Robert a su lado. El mordaz desafío de Robert provocó risas entre la gente, que apretó más el círculo, entusiasmada por la perspectiva de una riña. Hensford giró bruscamente la cabeza, como si lo hubieran golpeado, el odio reflejado en sus ojos claros. -¡Wardell! -Vivito y coleando -repuso Robert. Miró la ropa sucia del hombre con insultante interés. Debería haberme imaginado que te encontraría metido hasta las rodillas en mierda. La cara de Hensford se tornó morada de rabia. -Y a mí no me sorprende encontrarte de amo de la mierda. -Nunca deberías sorprenderte de encontrarme al mando, amigo no, jamás. Miró la mezcla de paja y estiércol, y volvió a mirar a Hensford, su boca curvada en una

sonrisa burlona. Con una sarta de maldiciones dirigidas a su nervioso caballo y otra sarta, más grosera aún, al carretero, la carreta y los bueyes, Hensford logró salir hasta la orilla del hediondo montón donde había estado metido. Robert hizo ademán de apartar su caballo para dejarle paso, pero Hensford le cogió las riendas y lo detuvo. -¿Has oído la noticia, Wardell? Ese buen príncipe tuyo rompió su juramento en Gloucester y sitió la ciudad. ¡Su juramento! -Se giró ostentosamente y escupió. Henley, que se había detenido ante la conmoción, trató de llevar su caballo al lado del de Robert, pero la muchedumbre apretó más el cerco para oír lo que decían, y le impidió moverse. Hensford estaba demasiado absorto en su pelea con Robert para prestar atención a nadie. -Ahora se dice que van a levantar en guerra el dragón estandarte de Enrique, y toda la gente de los campos tiembla al pensar en Eduardo suelto sobre ellos. -Torció la boca en una tea sonrisa-. Fiarte de ese leopardo que el rey tiene encadenado en la Torre es como fiarte del hijo del rey, porque no hay bestia más traicionera, y nadie como él tan experto en cambiarse las manchas. Robert lo miró con expresión dura y burlona. -¿Quieres decir entonces que las fuerzas de Montfort no son capaces de defender lo que ya han tomado? -¡No he dicho eso! ¡Montfort no es tan débil ni sus hombres tan tontos! Recuperarán lo suyo, no temas. ¡Y tendremos la justicia que el rey nos niega! -¿Justicia? -dijo Robert despectivo, y soltó sus riendas de las manos de Hensford-. Yo prefiero la paz. No puedo hacer dinero cuando el país está alborotado, y tampoco tú, Hensford, ni ninguna de estas buenas personas, que necesitan ganar dinero para poner techos sobre sus cabezas y comida en sus mesas. -Se inclinó a mirar de frente la cara de su contrincante-. Y te digo, no es Montfort el que puede darnos la paz. En el juego del poder, no es el honor del conde Simón el que va a ganar al final. La gente ahí reunida se acercó más aún al ver que se acaloraba la discusión. Hubo unos pocos que gritaron en apoyo de la opinión de Robert, pero la mayoría protestó y prorrumpió en maldiciones hacia él, y con cada maldición iba aumentando su belicosidad. Incluso el carretero, que era el responsable de la confusión, se unió a los gritos, habiendo decidido que también a él le correspondía divertirse un poco con los demás. Alyce bufó, disgustada. Malditos todos los hombres y sus malditas discusiones de política. Cinco días de camino, una buena comida y un buen fuego al alcance, y estaban detenidos allí por un conocido pendenciero y una multitud de imbéciles que no tenían nada mejor que hacer que escuchar discusiones que sin duda habían oído cientos de veces. Pues bien, ella no estaba dispuesta a aceptar eso. Trató de abrirse camino por entre la masa de gente; nadie se movió. Estaban todos tan apretujados que los caballos no tenían sitio ni para cocear, aunque un par de ellos daban claras muestras de que deseaban hacerlo. Robert estaba tan cercado como ella, y Hensford estaba disfrutando demasiado de tener público como para poner fin al debate. Tal como iban las cosas, pensó, tendría suerte de no quedar fuera dc la ciudad cuando cerraran las puertas para la noche.

Se puso de pie sobre los estribos y paseó la mirada por la muchedumbre y las casas, buscando alguna manera de distraer la atención de la gente. En la mitad de los tenderetes y carretas de vendedores ambulantes no había nadie atendiendo; ciertamente sus propietarios los habían abandonado para unirse al griterío; todos estaban con los cuellos estirados para ver la pelea en formación, y nadie estaba vigilando sus posesiones. Alyce sonrió. Sí que había una manera. -¡Mirad! -gritó, teniendo buen cuidado de no señalar hacia ningún lado-. ¿Ese es un ladrón? Las personas que estaban más cerca de ella fueron las primeras en hacer caso de su grito. El aviso viajó con la velocidad de las ondas formadas por una piedra arrojada en aguas detenidas. -¿Un ladrón? ¿Hay un ladrón? -¿Dónde? -¡Ahí! -¡No, allá! -¡Hay un ladrón en mi puesto! La multitud se deshizo como un trapo podrido. Los comerciantes y trabajadores se dispersaron, cada uno más deseoso que el siguiente de coger al canalla que le estaba robando. De pronto todo el camino hasta Cripplegate estaba despejado. Alyce le hizo un gesto a su asombrado guardia. -¡Sígueme! ¡Necesito a alguien que me guíe a casa si todo el resto prefiere quedarse aquí a discutir! No esperó a ver si Henley la seguía. Cripplegate estaba ahí, y por un dulce y fugaz momento, ella estaba libre. A su orden, su inquieta yegua se lanzó feliz al galope, levantando polvo, estiércol y paja mojada con los cascos. Aquellos de la muchedumbre que se habían rezagado, se apartaron de un salto a su paso, mientras Henley gritaba y espoleaba a su caballo detrás de ella. Robert Wardell había ido viendo aumentar de tamaño las murallas de Londres hasta que ya asomaban por encima de las casas y tiendas que bordeaban el camino a Cripplegate, sin saber muy bien si se sentía más aliviado o más preocupado por encontrarse en el final de su viaje. Por una parte, estaba deseoso de continuar la educación de su esposa en las sutiles, y no tan sutiles, artes de hacer el amor. Desde que salieran de Colmaine no habían tenido ninguna oportunidad para la intimidad, y durante cinco días lo acosaron los recuerdos de su noche de bodas y de la pronta e indocta respuesta de ella a sus caricias. Por otro lado, la idea de ella como esposa su señora de la casa Wardell era más inquietante de lo que había esperado. Lady Alyce Fitzwarren, ahora Wardell, no era una mujer a la que se podía poner en un rincón y olvidar hasta que la necesitara. Se había ganado su respeto con su aceptación tranquila y sin quejas de las incomodidades del arduo viaje, pero de tanto en tanto había captado cierto destello en sus ojos, o un inesperado gesto de orgullo al alzar la barbilla, que le advertían que no era tan tratable como parecía. Encontrar a Alan de Hensford metido hasta los tobillos en estiércol e insultando a su esposa, le había dado la oportunidad perfecta Para liberar sus desquiciantes emociones.

Sumido en la acalorada discusión, había hecho caso omiso del grito de Alyce sobre el ladrón, tal como había hecho caso omiso de las pullas y rechiflas de la multitud que lo cercaba. Pero de lo que no podía hacer caso omiso era de la visión de su mujer galopando hacia Cripplegate como una pecadora con todos los demonios del infierno pisándole los talones. Bruscamente se irguió en la silla. -¡Alyce! ¡Milady! ¡Esperad! Si ella lo oyó, hizo como si no lo hubiera oído. Sorteó a un mirón desprevenido y continuó a todo galope, con ese idiota de Henley pegado a sus talones y un chucho ladrándole a los de él. Robert soltó una maldición, hizo girar su caballo y emprendió el galope, indiferente a Hensford y al grupo de gente que seguía reunida alrededor de ellos. Pero Hensford no estaba dispuesto a abandonar tan fácilmente la pelea. -¡Lamentarás tu apoyo al rey, Wardell! -le gritó-. Su guerra no es contra Simón de Montfort sino contra los buenos ingleses a los que roba para llenar sus bolsillos, y la gente de Londres lo sabe. ¡Lamentarás haber elegido el lado equivocado! ¿Wardell? ¡Wardell! Lo que fuera que Hensford continuó diciendo quedó tapado por el trueno de los cascos herrados sobre el camino, en la carrera de Robert tras su esposa. Le dio alcance bajo la sombra de la gran puerta. Los guardias, partidarios de Montfort y poco mejores que la chusma sin entrenar, quedaron despistados e inquietos ante ese inesperado ataque a sus puestos. Robert pasó junto a ellos sin verlos, tal como acababa de pasar junto a Henley. Su atención estaba fija en Alyce. Se inclinó hacia el lado, le cogió las riendas y la hizo frenar bruscamente, justo bajo la sombra del arco. -;Os habéis vuelto loca? -le preguntó, furioso-. ¡No podéis entrar en Londres al galope como si estuvierais en el patio de armas de Colmaine! ¿En qué estabais pensando? Ella alzó la cabeza y en sus ojos ardió un fuego color esmeralda. -Estaba pensando, señor, que tenéis una admirable manera de dar la bienvenida a Londres a vuestra esposa. Cacaread como un gallo de estercolero si queréis. No; voy a desperdiciar aliento en haceros callar, ni mi tiempo en escucharos. La furia de su voz sobresaltó a su caballo, que saltó hacia un lado. Los guardias de la puerta rieron sin disimulo y aflojaron las armas que sostenían, contentos de la diversión. Henley, por su parte, había detenido su caballo en el otro extremo de la ancha puerta de piedra. Y estaba ocupadísimo simulando ser ciego y sordo al mundo que lo rodeaba. Robert soltó las riendas de la yegua de Alyce, y controló a su caballo. -Un gallo de estercolero, ¿eh? A fe mía, no me habría imaginado que una esposa fuera tan pronta con sus insultos. -Ni yo un marido dado a pelearse en las calles como un campesino borracho, aunque parece que le aprenderé bastante rápido el truco. Sólo a mi padre lo había visto hacer un ridículo así. Robert abrió la boca, pasmado. Alyce cerró la suya. Antes que ninguno de los dos tuviera la oportunidad de decir una sola palabra más, oyeron una voz áspera. -¡Eh, los de ahí! Basta de discusiones, vosotros dos. La puerta todavía está abierta y los

dos parados en medio peleando como pescaderas por una platija, bloqueando el camino, que ni un ratón pequeño puede pasar. Un mugriento peón estaba mirándolos furioso desde atrás de una carreta de mano llena hasta los topes de carbón. Robert cerró la boca y miró furioso al carbonero. El carbonero le sostuvo la mirada sin amilanarse. -Cualquiera diría que eres el mismo rey y que no hay gente trabajadora esperando pa' pasar. Acabar de una vez y dejar adelantar a un trabajador. El carbonero tenía más trazas de un tonel de vino sobre piernas que de hombre. Era feo, pobre, sucio y harapiento, y estaba allí con la altivez de un rey, seguro de sus derechos como ciudadano de Londres, y no estaba dispuesto a ceder ni un ápice ante nadie que se atreviera a infringirlos. Robert no pudo contenerse; echó atrás la cabeza y soltó una carcajada, sorprendiendo a Alyce y al carbonero por igual. -Ya hemos acabado, buen señor -dijo, sacando una moneda de su monedero-, pero sólo si aceptáis beber un trago en brindis de bienvenida a mi esposa. Lanzó la moneda al sorprendido carbonero, que la cogió al vuelo, la rascó con la uña del pulgar para asegurarse de que no lo engañaban, y se apresuró a guardársela en la bolsa que colgaba de su cinturón. -¿Una esposa, eh? -dijo, y escupió-. Criaturas molestas son, con sus interminables lamentos y caprichos. Búscate mejor una prostituta limpia. Así puedes echarla a la calle siempre que te canses de ella Dicho eso, empujó su carreta y echó a andar, gruñendo y mascullando, obligando a Robert y Alyce a apartarse de su camino. Sin dejar de mascullar, pasó junto a ellos, derecho por el medio del camino, pasó por la puerta y entró en la ciudad, sin hacer caso de los ceñudos guardias ni de las miradas indignadas de los transeúntes que tuvieron que hacerse a un lado para no ser atropellados. Alyce lo observó pasar y después se echó a reír. -Bien merecido lo tengo, supongo, por llamaros gallo de estercolero. Pero tened cuidado, señor Wardell, si alguna vez tratáis de descubrir si una prostituta es mejor que una esposa. ¡Tengo a mano cosas más afiladas que mi lengua! -Y sabéis usarlas, seguro. Robert sintió una inesperada oleada de orgullo por su esposa. Sin aviso, su polla despertó a la vida. Se movió incómodo en la silla y miró hacia atrás, el camino de entrada a Londres. Los demás se habían liberado por fin de la muchedumbre y avanzaban hacia ellos a paso tranquilo. Henley se había acercado a hablar con los guardias, sin duda para enterarse de las últimas noticias. Eso quería decir que tenían unos pocos momentos de relativa intimidad. -Decidme, señora-le dijo, tratando de desentenderse de la agitación que sentía dentro de sus calzas-. ¿Había un ladrón? La verdad, eh? -añadió sonriendo. -¿La verdad? -sonrió Alyce, sin amilanarse-. Podría haber habido alguno, con esa multitud, y seguro que todos los comerciantes tenían descuidados sus tenderetes. Son más las

posibilidades a favor que en contra. -¿Y no os importa que a alguna pobre alma la acusen de un delito que no ha cometido? Ella se encogió de hombros. -No hay muchas posibilidades de eso. En la confusión, todos corren de aquí para allá, y nadie es capaz de decir quién ni dónde ni qué ocurrió exactamente. A él se le ensanchó la sonrisa. -Veo que tendré que andar con pie de plomo, señora. Primero hacéis caer a un respetable mercader de la ciudad en un montón de estiércol, después, con una sola palabra, deshacéis una muchedumbre hostil cuando hombres armados eran incapaces de actuar. Y todo porque os bloqueaban el camino. ¡Dios proteja a quien despierte vuestra ira en serio! A ella se le desvaneció la sonrisa. -¿Puede demandarme? Hensford, quiero decir. ¿Por algo tan trivial como caerse del caballo? -No puede demandaros, pero no me cabe duda de que se va a quejar de mí al gremio, ni de que tendré que obtener merced pagando una multa de un chelín y cuatro peniques si lo hace. Robert dijo eso en tono alegre, pero maldiciéndose por haber sacado el tema. -¡Un chelín y cuatro peniques! ¿Tanto? -Frunció el ceño al asaltarla otra idea-. ¿Cómo podéis estar tan seguro de que la multa será exactamente eso? ¿Os habéis peleado con él antes? -¿Yo? -dijo él, descartando esa idea con un aleteo de los dedos-. Es él quien se pelea conmigo, pero como suelo estar reñido con el gremio, generalmente soy yo el que tiene que pagar la multa. -Eso es... ¡es injusto! Él se encogió de hombros, divertido por su indignación. -Hensford nunca ha superado que su padre, un simple hijo segundo de un molinero de Kent, haya conquistado la libertad de la ciudad, y dedica muchísimo tiempo y dinero a defender su dignidad. Juraría que todos los tribunales de Londres han oído sus pleitos una u otra vez. Si no demanda al panadero por engañar en el peso del pan, demanda a su vecino por el drenaje de una letrina, o a un mercader extranjero por cortar telas dentro de las murallas de la ciudad en lugar de traerlas ya cortadas. Además... -se interrumpió bruscamente. -¿Sí? Él titubeó y luego se encogió de hombros; ya había ido demasiado lejos como para dar marcha atrás. -Entre él y yo ha habido un odio de muerte durante años, desde que éramos aprendices de maestros rivales. -Y rivales por Jocelyn también, aunque Alyce no tenía por qué saber eso. Con gusto me haría una mala jugada si tuviera la oportunidad, y yo estaría igual de feliz de devolverle el favor. Alyce frunció el ceño. -¿O sea que el problema entre vosotros no es sólo vuestro apoyo a lord Eduardo? -Soy mercader, y mi apoyo al rey y a lord Eduardo es bien conocido, y no cae nada bien aquí, puesto que todo Londres se ha volcado para apoyar a Montfort. -Le sonrió, irónico-.

¿Pensabais que el matrimonio con un mercader era más sencillo que el matrimonio con un pendenciero caballero? Si es así, tenéis que volver a pensarlo, milady. -Será mejor que no lo penséis, milady -interrumpió la atronadora voz de William, acercándose a ellos-. En cosas de matrimonio, cuanto menos se piense mejor. -¡Eh, ahí! -gritó una voz aguda-. ¿Es que creéis que las puertas de Londres sólo están para los elegantes? Esta vez la que los miraba furiosa era una anciana escuálida montada en un cerdo gordo. La mujer vestía un harapiento vestido lleno dc parches y remiendos, y la ropa blanca sucia, pero no parecía más impresionada que el carbonero por la riqueza y la posición de ellos. -¡Basta de parloteo y dejad paso a la gente trabajadora respetable! -exigió, blandiendo el palo largo con que azuzaba al cerdo. El cerdo los miró con su mirada de cerdo, emitió unos gruñidos y repentinamente se echó sobre el lodo, bloqueándole el camino a Londres a William. Alyce se echó a reír. William soltó una maldición. Robert no pudo contener una carcajada. -Bienvenida a Londres, mi señora esposa. ¡Qué os brinde alegría! Riendo pasaron juntos bajo el ancho arco de piedra de Cripplegate, seguidos por los otros en desordenada fila. Alyce no se molestó en mirar hacia atrás. Robert estaba a su lado y ésa era la única seguridad que necesitaba. ¡Estaba en Londres! La experiencia era casi abrumadora, porque si el poblado de la última parte del camino le había parecido bullicioso y atestado, las calles de Londres lo eran tres veces más. La gente iba y venía alrededor de ellos en una corriente interminable, hablando, maldiciendo y haciendo sonar sus mercancías, al parecer indiferentes a la maravilla de todo eso. Había judíos con su gorras en punta, religiosos con los hábitos de unas seis órdenes distintas, vendedores ambulantes y amas de casa con sus cestas de compra en los brazos y niños harapientos saltando por entre el gentío. Una anciana anunciaba a gritos pociones milagrosas mientras otra se abría camino por entre la muchedumbre con una gallina en cada mano colgada por las patas, las gallinas chillando y aleteando desesperadas. Un conjunto de juglares les gritó insultos y bromas cuando pasaron junto a ellos, invitándolos a ver un espectáculo si tenían unos cuantos peniques para pagar el privilegio. ¡Era imposible verlo todo! Imposible organizar las vistas, Los sonidos y los olores en un todo coherente. Ni siquiera las notas marciales que sonaban tan discordantes bajo todo el bullicio, los hombres armados ni las recelosas miradas de desconocidos al ver a los guardias de Robert, fueron capaces de aminorar su entusiasmo. Pasmada, ensordecida e impotente, lo miraba todo boquiabierta, maravillada. Sólo cuando Robert le tocó el brazo, para atraer su atención hacia él, recordó qué la había traído a ese nuevo y extraño mundo. Abrió la boca para tartamudear una disculpa, pero él le sonrió y movió la cabeza, interrumpiéndola antes que empezara: -Ahí, milady -le dijo, señalando-. Ésa es la casa Wardell. Alyce miró en la dirección que le indicaba y ahogó una exclamación, conmocionada. Había imaginado que su nueva casa sería muy parecida a las casas de los mercaderes de Ayllesbury: una casa de madera o piedra, larga y estrecha, de dos plantas, con un tenderete en la fachada, o tal vez una persiana grande que se abría durante el día, y un ancho mostrador de

madera donde Robert exhibiría su mercancía; una casa sólida y práctica, llena, desde el sótano al techo, de criados, aprendices y sólo Dios sabía qué otro tipo de personas empleaba un mercader. En sus momentos más optimistas, había soñado que habría un jardín en la parte de atrás, pero su imaginación nunca llegó más allá de eso. No estaba preparada para el grandioso edificio de piedra que se extendía desde una callejuela a la siguiente, tan arrogantemente superior a las casas vecinas como su propietario a hombres inferiores. Tenía dos plantas; en la de arriba se veían seis ventanas con caros paneles de cristal, y en la planta baja dos ventanas con rejas y persianas. Entre las dos ventanas había un arco con puerta de roble guarnecido con hierro, de dos hojas que abrían hacia dentro. A un lado de la puerta abierta había un niñito sentado ociosamente, arrojando chinas en un charco de lodo del medio de la calle. Al ruido de los caballos el niño miró, agrandó los ojos, se levantó de un salto y empezó a agitar los brazos y saltar como una rana enloquecida, gritando: -¡Señor Wardell! ¡Señor Wardell! Robert levantó la mano, saludándolo. Eso bastó; el niño tiró el resto de los guijarros y pasó veloz por la puerta anunciando a gritos su llegada. Ellos entraron pisándole los talones, los caballos al trote, deseosos de llegar a sus establos. Nadie se molestó en refrenarlos. Con Robert a la cabeza, pasaron por la puerta y entraron en un patio pequeño adornado. Desde su altura sobre el caballo, Alyce vio que el edificio principal que daba a la calle tenía forma de L y era de construcción muy reciente. No así la mezcolanza de otras estructuras de piedra y madera muy juntas unas con otras que con la casa principal, formaban más o menos un cuadrado alrededor del patio. Por un estrecho pasillo entre dos de estos edificios, divisó un atisbo de jardín, pero no tuvo tiempo de mirar más. Aún no acababan de entrar por la puerta cuando ya había cabezas asomadas en las ventanas y se oían los gritos de saludo de personas que salían volando por las puertas para rodearlos, clamorosas como palomas corriendo tras el grano y metiéndose bajo los pies. Robert se apeó de un salto, entregó las riendas al niño que anunció su llegada y se acercó a ella. -Mi hogar-le dijo, haciendo un amplio gesto con la mano hacia los edificios-. Ahora vuestro hogar también, milady, y bienvenida. Las educadas palabras de agradecimiento que Alyce había ensayado para ese momento se le quedaron atascadas en la garganta. Vuestro hogar. Esas palabras le sonaron con un curioso matiz de finalidad, tan penetrante como las que los declararan marido y mujer. Hizo un gesto de asentimiento en lugar de hablar y cogió la mano que él le tendió para ayudarla a desmontar. Se le revolvió el estómago y se le doblaron las piernas como esteras mojadas. Sintió las palmas trías v húmedas dentro de los guantes. Algo de su malestar debió de reflejarse en su cara, porque Robert le cogió la mano enguantada entre las dos suyas, se le acercó más y le susurró: -Todo irá bien, milady. De verdad. Su mirada la arrulló con su calor, pero no pudo leer nada en sus profundidades. Su cara había vuelto a adquirir esa expresión impasible que ella ya comenzaba a reconocer como su

manera de mantener bien ocultos sus pensamientos y las emociones que los acompañaban. -Nadie os hará daño aquí -insistió él-, y nadie os tratará con menos respeto del que os es debido. Lo prometo. Ella apartó los ojos de su cara para mirar los edificios y lo rostros desconocidos que la rodeaban. Se le formó un doloroso nudo en el estómago. ¡Respeto debido! Esa era una idea fría y gris para un día frío y gris. ¡Quisiera Dios que por lo menos el fuego estuviera caliente!

Capítulo 7 Acogidas inciertas Robert la condujo por la escalera de piedra y luego por un estrecho pasillo formado por biombos hasta la sala, que ocupaba la parte corta de la L de la casa principal. La sala no era ni de cerca tan grande como la de Colmaine, pero sí mucho más acogedora. En lugar de un fuego encendido en un hogar abierto en el centro de la sala, tenía dos anchas chimeneas modernas, una en cada extremo. En las dos estaba encendido el hogar y brillaba el fuego acogedor. Era evidente que en la casa de Robert Wardell nadie se preocupaba por el precio de la leña. El suelo de piedra estaba limpio, las esteras recién puestas y los manteles de lino que cubrían las mesas de caballetes eran de un blanco inmaculado, sin rotos mal zurcidos. Alyce se quitó los guantes paseando la vista por la sala, intensamente consciente de que era el centro de la atención. Caras curiosas la miraban desde puertas y extraños rincones, pero el par que le atrajo su atención fueron dos mujeres, una baja, gorda y de cara avinagra y la otra alta y flaca como un palo de escoba. Las dos estaban inmóviles y envaradas en el otro extremo de la mesa principal, como servidoras de la realeza que se han dignado condescender a servir a la plebe. Delante de ella estaba un hombre de edad mediana, bajo robusto y bien vestido, vigilante a todo y casi temblando por el esfuerzo de no parecer demasiado deseoso de ser presentado a la nueva señora de la casa. En un momento en que creyó que nadie la miraba, la escoba arregló una esquina del mantel y alisó unas arrugas inexistentes. La tarea le atrajo un mal gesto de la mujer avinagrada y un siseo de advertencia del hombre, que Alyce supuso era el administrador. Apretó los labios para no sonreír de alivio. Toda su vida había vivido con las pendencias, envidias y tontas rivalidades entre el personal del castillo, de modo que la encarnizada rivalidad entre esas dos mujeres le resultó consoladoramente familiar. La vida allí no Podía ser tan distinta de la de Colmaine después de todo, pese a los lujos que la rodeaban. Se giró y vio a Robert mirando enfadado al trío nervioso. No había forma de confundir esa mirada tampoco, era la misma que ella dirigía a los pajes del castillo cuando se entregaban a rencillas personales habiendo comensales invitados. Se le alivió un poco más la tensión de los hombros. En ese momento apareció Piers, al que habían enviado delante para avisar al personal de su llegada, y se acercó a ellos danzando, con los ojos destellantes de travesura. -Bienvenida, milady -le dijo, ofreciéndole elegantemente una copa de plata llena de vino tinto-. El señor Wardell me dijo que me asegurara que todo estaba dispuesto para vos. Puesto que los hogares estaban encendidos, las mesas puestas y la cocinera me echó de la cocina, lo único que podía hacer yo era asegurar el vino.

-¿Y lo probaste primero, por si acaso? -le preguntó Alyce, divertida y agradecida por ver una cara conocida. -Si, milady, pero no en vuestra copa, os lo aseguro. Temí que me dieran una paliza si me atrevía a tanto. -Tendrás que temer mi ira, bribón, si no me traes una copa de eso a mí también -tronó William Townsend que, desprovisto de capa, guantes y espuelas se había puesto detrás de ellos, dejando para los demás el fuego de los hogares. -¿Sólo una copa? -preguntó Piers simulando preocupación-. ¿No estaréis enfermo, verdad, señor Townsend? -¡Ja! -sonrió William-. Tráeme una jarra, entonces, y me la beberé ahora que Robert está demasiado ocupado para fijarse en lo que hago. Cuando Piers salió corriendo a cumplir su cometido, William emitió un ruidoso suspiro, se metió los pulgares en el cinto y miró alrededor. -El trabajo de viajar da muchísima sed. Alégrate de tener tantas comodidades al llegar a casa, Robert. Robert curvó los labios en una sonrisa y relajó los hombros. Sólo entonces Alyce se dio cuenta que él había estado tan preocupado como ella por su llegada a casa. Esas palabras, “su llegada a casa”, volvieron a producirle nerviosismo. -Ruega a Dios que la señora Townsend no te oiga decir eso, amigo-advirtió Robert-. No te agradecerá que valores tan poco su administración de tu casa. William descartó esa posibilidad con un bufido. -Si crees que mi buena esposa se va a sentir insultada es que no la has oído parlotear acerca de «la sala nueva de Robert», «los aposentos nuevos de Robert» y de todos los detalles de los malditos suelos enlosados de «Robert», y eso teniendo a ese nuevo bebé en su vientre para distraerla. De nada me sirve repetirle una y otra vez que las arcas de Robert están más llenas de dinero que las mías, no me escucha. ¡Ah, gracias muchacho! -Cogió la enorme jarra que le ofrecía Piers, se volvió hacia Alyce y la levantó, como para brindar a su salud. ¡Milady! Alyce le vio subir y bajar la nuez del cuello con los largos tragos que tomaba. Él no paró de beber hasta que se vio obligado, para respirar. -¡Ah! Esto sirve para aliviar los sufrimientos de un hombre, sí señor. -Bebe demasiado de eso -dijo Robert, ceñudo-, y no sentirás nada en absoluto y no volveremos a verte la espalda hasta mañana. -¿Y correr el peligro de tener que ocultarme de una mujer furiosa? ¡Creo que no! -Bajó la jarra y añadió-: Será mejor que comiences las presentaciones, Robert. Tu buen administrador parece a punto de mearse por el deseo de ser el primero en dar la bienvenida a tu señora, y a juzgar por su ceño, Erwyna bien podría envenenarte la cerveza si no la pones en segundo lugar. Y eso sin contar que el resto de nosotros, medio muertos de hambre y tres cuartos congelados, estamos pensando si lo que pretendes es enviarnos a casa sólo con un trago de vino en agradecimiento por haberte acompañado fielmente en tu penosa experiencia de estos días. Alyce consideró la posibilidad de arrojarle su vino en la túnica. ¡Penosa experiencia! ¡Desde luego!

Miró a los tres que estaban junto a la mesa principal observándola como hurones una madriguera de ratones, y luego a los criados que iban de aquí para allá por la sala ofreciendo copas y jarras de vino a los amigos de Robert tratando de disimular su intensa curiosidad por su nueva señora. Sabía que todos ellos estaban impacientes por serle presentados y ávidos de ganar unos puntos sobre sus compañeros en sus preferencias, si podían, y si no, de mantenerla firmemente en su lugar como a una indeseada advenediza. Bebió un recomponedor trago de vino. Cinco días sobre la silla de montar, en medio de la humedad y el frío. Tenía la ropa sucia, desfigurada por la humedad, las orillas chorreadas de lodo por los casco de los caballos; su griñón estaba arrugado y hacía tiempo que su blancura había cedido paso a un feo color amarillento; tenía la cara descamada y agrietada por el frío, de un feo color rojo. No le hacía falta mirarse en el espejo para saber eso. Y así era como la iban a presentar las personas que la llamarían su señora y ama. Tal vez «experiencia penosa» era una expresión adecuada después de todo.

John Rareton era el nombre del administrador; su bienvenida fue muy florida y cuidadosamente pronunciada en el más fino estilo de la corte francesa. Un hombre honrado, pensó ella, e hinchado por tener por señora a la hija de un barón. La escoba, Margaret Preston, era la cocinera; provenía de la casa de un caballero, le explicó con condescendiente dignidad. «Y hay de quien se meta en mis dominios.» No necesitó decir estas palabras Para que Alyce captara el reto. Pero eso no la preocupó. La señora Preston sería vulnerable a halagos, al respeto y a un discreto toque de arrogancia, todo aplicado con regularidad. La mujer gorda de cara avinagrada era Erwyna, cervecera, ama de llaves y sostén principal de la casa, o al menos ésa fue la información que dio a Alyce. -Estoy aquí desde antes que el señor Wardell entrara de aprendiz de su maestro, milady. Nadie más puede decir eso, y nadie sabe mejor que yo cómo van las cosas aquí. Dirigió una desafiante mirada a Margaret Preston, que miró las vigas con el ceño fruncido, con el aire de una mujer que ve las telarañas pero es demasiado educada para sacar a relucir eso en público. Alyce musitó una respuesta educada. No cabía duda de que Erwyna era la tirana de la casa y no la complacía en lo más mínimo tener una nueva señora, fuera quien fuera. No se arriesgaría a desafiarla abiertamente, pero tampoco vacilaría en hacerle el puesto de señora lo más difícil y desagradable posible. Se estaban definiendo las líneas de batalla. Erwyna cedió de mala gana el lugar a Joshua, el jardinero, al que siguió Haim, el jefe de los mozos de cuadra, y después las ayudantes de cocina y una decena de otros criados y niños que de alguna manera habían encontrado su lugar en la jerarquía de la casa. Sus nombres se confundieron todos en la cabeza de Alyce, pero sus caras las recordaría muy bien. Cada uno de ellos era una persona, que bien podía ser nerviosa, astuta, presumida, inteligente o lerda y sosa, pero cada una era una parte de su nueva vida y tenía el poder de acogerla bien o de hacerle la vida desgraciada, según decidiera. La última que le presentaron fue una muchacha menuda y tímida cuya voz trémula hizo casi ininteligibles sus palabras. -Soy Githa, milady, y estoy a vuestro servicio, si os agrada. Se inclinó en una reverencia tan profunda que casi desapareció bajo las esteras. A juzgar

por su expresión, Alyce comprendió que esperaba que ella la arrojara a la calle sin siquiera una palabra de despedida. Impulsivamente se inclinó, le cogió una mano entre las suyas y la hizo enderezarse. -Estoy segura de que me agradará muchísimo -le dijo-. El señor Wardell ha sido muy considerado conmigo al ponerte a mi servicio. Erwyna hizo un gesto como si hubiera probado un bocado de anguila podrida, pero la muchacha se sonrojó de alivio y tartamudeó expresiones de gratitud y devoción. Una vez que Githa se retiró, Alyce miró atentamente a las personas reunidas delante de ella. Juntas no sumaban ni un cuarto del número de criados de Colmaine, pero de todos modos eran un buen número. Giró la cabeza y vio a Robert observándola con el ceño fruncido, en expresión interrogante. Ella le dio la única respuesta que podía darle: le sonrió. Robert no podía controlar lo que pensaba su gente, sin embargo, le había prometido que la respetarían, y Githa le había jurado servirla bien. Había peores maneras de empezar, pensó.

¿Dónde se habría metido? Robert tamborileó sobre la mesa. Deseaba que ya hubiera terminado la cena y sus amigos se hubieran marchado, lo cual era un agradecimiento menos que cordial por haberlo acompañado fielmente esos últimos días. Pero aun así, seguía deseando que se marcharan, y ni siquiera podían empezar si Alyce no estaba allí. Tan pronto terminaron las presentaciones formales, Githa se la había llevado, y todavía no reaparecía. ¿Cuánto tiempo llevaría a una mujer usar el retrete y lavarse la cara y las manos? William fue el primero que la vio. Ya había bebido bastante, pero tenía los ojos muy despejados y brillantes cuando se inclinó hacia Robert y le enterró un dedo en las costillas. Le hizo un gesto hacia la entrada del pasillo de biombos, donde estaba Alyce mirando alrededor con la expresión de una mujer que piensa si no habrá demonios escondidos bajo las esteras. -Ahí está, Robert -le dijo sonriendo traviesamente-. Ya puedes dejar de preocuparte pensando que te ha abandonado o se ha ido a meter debajo la cama para que no puedas tocarla. -No estaba preoc... -¡A otro perro con ese hueso! -La sonrisa de William se tornó maliciosa-. Creería que estás destemplado, si no supiera que estás como con una potra nueva y sin la oportunidad de probar sus ritmos. -¡Maldita sea, William! Te agradeceré que mantengas esa lengua vulgar bien metida entre tus dientes. Y no estoy destemplado -añadió con vehemencia. -¡Ja! Cuéntale eso a un mendigo con una oreja. Él podría creerte, pero yo, ciertamente no. Tengo dos buenos ojos puesto en la cara y sé cuándo la polla de un hombre empieza a retorcerse dentro de sus calzas. -¡A la porra mi polla! -Sin duda, y las de los demás hombres también. -William dejó de sonreír y se tiró del

labio inferior observando a Alyce atravesar la sala hacia ellos-. Que me cuelguen si no me gusta la muchacha, Robert. No es hermosa, pero tampoco es tonta, ni es una cobarde, como lo demostró esta tarde ante esa muchedumbre. Y pese a estar cinco días cabalgando, todavía no he oído ni una sola queja de su boca. Podría servirte muy bien, después de todo. Y no sólo en la cama -añadió con un guiño malicioso-, aunque tengo la idea de que la encontraste más de tu gusto que lo que esperabas. Robert lo miró furioso. -¿Sabes, Townsend? te cortaría las bolas y las pondría a hervir si no fueran tan grandes y peludas. William se rió, echando la cabeza hacia atrás. -Sí que lo son, pero estoy muy bien del cacumen, amigo mío, no temas -Arqueó una de sus hirsutas cejas-. ¿Y desde cuándo te has aficionado a las vulgaridades? Robert lo miró ceñudo. William se le acercó más y bajó la voz: -Te has hecho un bien, por poco que creyera yo eso cuando entramos por las puertas de Colmaine. Empiezo a pensar que has encontrado una compañera tan buena y leal como la mía, y eso nunca lo diría a la ligera. Pronta de genio y fierecilla puede serlo un poco, pero Mary es un esposa digna de tenerse. -Elevó un poco la voz, esta vez para saludar-: ¡Mi señora! ¡Bienvenida! Aquí está Robert impaciente haciendo de anfitrión mientras los demás estamos a punto de desmayarnos de hambre. Si hubiera pasado más tiempo, yo mismo habría ido a buscaros, antes de estar demasiado débil para subir esa escalera. Ella se ruborizó. El efecto del rubor en la piel blanca y pecosa de su cara fue sorprendente y extrañamente atractivo. -Os ruego me perdonéis. Pensé que empezaríais sin mí. Dio la vuelta a la mesa en dirección a ellos, y pareció asombrada cuando Robert se levantó y echó hacia atrás la silla de su derecha, entre él y William. -William sobrevivirá a unos minutos de hambre, milady, le guste o no -dijo Robert, volviéndose a sentar. Robert notó algo diferente en ella, algo... Le llevó un momento darse cuenta de que se había quitado el griñón sucio por el viaje. Para disimular el cambio, ella se había echado hacia delante el velo, que también le cubría los hombros. Pero eso no le servía de mucho; una larga guedeja de cabellos se las había arreglado para escapar y enrollarse alrededor de su fino cuello. El verde oscuro de su túnica hacía más contraste con su piel blanca, y por el escote asomaba una pequeña trenza de la camisola de lino, en la que se apreciaba un delicado bordado en hilo verde, como si ella hubiera planeado ponerse esas dos prendas juntas. Él no se había fijado en lo largo y grácil que era su cuello. Vio latir su pulso en el hueco de la garganta, y el delicado trazo de las venas bajo su piel. La dirección de sus pensamientos se desvió repentinamente por un imperioso movimiento dentro de sus calzas. Frunció el ceño y bajó la vista a la mesa. A juzgar por el modo como William le reclamaba la atención, éste también se había fijado en el cambio en el atuendo de Alyce. O igual su viejo amigo, divertido por su broma anterior y acicateado por las muchas copas de vino bebidas demasiado rápido lo hacía a propósito para molestarlo. Disgustado, hizo un gesto para que sirvieran la sencilla comida. Cuanto antes comieran. William y sus amigos, antes se marcharían, dejándolo en paz... y solo con Alyce.

William se puso de pie de un salto y cogió su copa. ¡Un brindis! -rugió, alzando la copa. Los demás esperaron con sus copas a medio alzar-. Por Robert y su señora esposa, sea bendecida su unión, y que Robert tenga la fuerza de mantenerla así. Los amigos rugieron su aprobación. A Alyce se le pusieron rojas las mejillas. Tan pronto lo permitieron los buenos modales, cogió la copa de plata que compartía con Robert y ocultó la cara tras ella. Aprovechando la algazara y confusión durante la comida, Robert observó las caras de sus amigos. Estaban cansados, y bajo las risas y el hambre todos estaban preocupados por la noticia dada por Hensford desde el montón de hediondo estiércol. El rey Enrique y el conde Simón se estaban acercando cada vez más a una guerra declarada. Los ataques de Eduardo a las ciudades que habían apoyado a Montfort sólo afirmaba más a la gente en el lado del conde e iba ensanchando cada vez más la brecha entre los dos campos, hasta que no hubiera forma de tender un puente, a no ser apilando los cuerpos de los ingleses muertos. Todos los hombres que estaban en la sala lo habían acompañado a Colmaine por amistad, pero había algo más que amistad en juego. Confiando en su palabra y en su visión, cada uno de ellos se había unido a él en prestar apoyo, y dinero, a lord Eduardo. Tenían tanta participación en su matrimonio como en las conexiones políticas que éste le había proporcionado a él. Y lo único que deseaba era que se marcharan pronto. Cogió la copa de vino y bebió. Cuando sus labios tocaron el frío borde metálico donde había puesto sus labios Alyce, recordó la copa que habían compartido en Colmaine... y lo que siguió. El recuerdo le avivó casi dolorosamente la agitación dentro de sus calzas. Con todo cuidado dejó la copa en la mesa. Dejaría para mañana los asuntos de negocios y la amenaza de guerra. Esa noche... William tenía razón después de todo. Esa noche lo único que deseaba era estar a solas con Alyce.

Mientras los criados retiraban los restos de la cena y Robert estaba reunido con su administrador, Githa llevó a Alyce a los aposentos de arriba. No queriendo hacer esperar a Robert cuando llegaron, se había arreglado la ropa en el retrete de la planta baja, y lavado la cara y las manos en una palangana que Githa le llevó allí. Ésa era la primera vez que veía la planta de arriba. La sala de estar era una habitación larga encima de la parte de la fachada de la casa; durante el día estaría muy bien iluminada por la luz que entraría por las ventanas acristaladas que había a lo largo de toda esa pared, y ofrecería una buena vista de lo que ocurría en la calle. Pero esa noche las persianas estaban cerradas y la única luz provenía de un pequeño fuego en el hogar de la pared opuesta. El extremo más cercano a la escalera estaba ocupado por dos camas sin cortinas, probablemente destinadas a los miembros más importantes del personal. Había arcones altos adosados a las paredes, sin duda para guardar los jergones y mantas de aquellos no lo bastante afortunados para merecer un lugar en las camas. Próximo al hogar había un solo sillón y varios taburetes

en desorden. No tuvo oportunidad de mirar con más detenimiento la sala, porque Githa la condujo inmediatamente al otro extremo, donde estaba la habitación privada de Robert. De Robert y de ella. Alyce se detuvo en seco al llegar a la puerta abierta. Era una habitación pequeña comparada con la otra, pero tenía su propio hogar, para ella un lujo inaudito, una hermosa cama con cortinas, y dos de las ventanas acristaladas que había visto desde la calle. A un lado del hogar había un sillón oscuro cuadrado y una banqueta en el otro lado. Había dos arcones forrados en cuero, uno al pie de la cama y el otro al lado; sobre cada uno había un candelabro alto con velas de cera, no pequeños cuencos con cebo y pabilo. Las paredes sin grietas estaban cubiertas por lienzos pintados, que servían de decoración además de proteger del frío de la piedra. -¿Qué son esos paños del suelo? -preguntó, sorprendida por las piezas cuadradas de apretado tejido de lana roja con dibujos negros que cubrían gran parte del suelo de piedra. Githa se hinchó de orgullo. -Alfombras, milady, traídas aquí desde España. Dicen que lady Leonor la esposa de lord Eduardo, trajo unas como éstas con ella cuando se casó pero sólo las casas muy ricas la han imitado. Éstas son muy finas, y mucho más blandas y calientes bajo los pies que las esteras. -Alfombras -dijo Alyce pasmada. Tocó una con el pie y luego subió encima. El apretado tejido se hundió bajo sus pies. Incluso a través de las suelas todavía húmedas de sus zapatos, notó la diferencia entre la alfombra y el frío y duro suelo-. ¡Alfombras! -Y agua caliente para vuestro baño, milady -añadió Githa tímidamente, indicándole la bañera de madera colocada junto al hogar y el cubo de madera tapado y humeante al lado-. El señor Wardell ordenó que tuviéramos verdadero jabón de Castilla, esencias aromáticas y finas toallas nuevas de Lincoln. Puse las toallas a calentar delante del hogar, ¿veis? Alyce musitó sus gracias, se apresuró a quitarse las ropas sucias por el viaje y se metió en la bañera humeante. El agua caliente fluyó por sus piernas y luego la cubrió hasta la cintura cuando se sentó y hundió en ella. Una lástima que no pudiera quedarse allí mucho rato. Aunque John Rareton había insistido en hablar con Robert, suponía que su marido no estaría mucho rato oyendo detalles de negocios que podía oír a la mañana siguiente. Su marido. Con un grueso paño se echó agua aromatizada en el hombro, disfrutando de su caída por su piel, bañándole el pecho y la espalda. Pasó el paño por el camino seguido por el agua, por el pecho, costillas y vientre; volvió a meterlo en el agua y repitió la operación en el otro hombro, a vuelta a empezar. Esos habituales actos le produjeron una erótica sensación de languidez. : si cerraba los ojos podía imaginarse que era la mano de Robert la que sostenía el paño, y su caricia la que viajaba por su piel, siguiendo con la mirada los arroyuelos que formaba el agua al bajar por su cuerpo. Tal vez algún día podría invitarlo a compartir su baño, o ella ofrecerse a compartir el de él. ¿Le gustaría?, pensó entonces recordó la forma cómo la había acariciado la noche de bodas y decidió que sí le gustaría. ¿Pero cómo se las arreglarían para meterse los dos en una bañera tan pequeña? Se imaginó el enredo de piernas, piernas largas, la piel clara de ella contra la morena de él, y las

posibles combinaciones físicas; se imaginó cómo salpicaría el agua y cómo sentiría su piel cálida y suave contra la de ella, lo dura que... Se obligó a abrir los ojos y se inclinó a pasarse el paño por pos pies, tratando de no sonreír como una idiota. Al parecer había más cosas que aprender acerca de la vida conyugal aparte de la manera de administrar la casa de un mercader. Gracias a Dios, era una alumna aprovechada. Mientras las ayudantes de cocina retiraban el agua y la bañera, Alyce se puso la gruesa camisola de lino y la capa liviana que Githa le tenía preparadas y se sentó en la banqueta junto al hogar para que Githa le peinara los enredados cabellos. La combinación del calor del fuego, la sensación de la ropa limpia contra su piel limpia y la fricción uniforme del peine por entre sus cabellos le resultó tan calmante como una canción de cuna. Con los párpados entornados, se rodeó con los brazos y se dedicó a contemplar el fuego, dejando vagar sus pensamientos hasta que le pareció que se fundían con las llamas, insustanciales como la luz. Como si viniera de muy lejos, oyó abrirse la puerta al salir la última ayudante de cocina, sintió una bocanada de aire más frío y vio agitarse las llamas. Nada de eso la sacó de sus sueños adormilados. Robert no tardaría mucho; estaría allí muy pronto. Cerró los ojos y suspiró de placer cuando el peine reanudó su lento pasar por entre sus cabellos, desde la coronilla hacia abajo, con un ritmo sencillo y sensual que la adormecía y atormentaba al mismo tiempo. Susurró algo, no supo bien qué, y echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en las manos que la sostenían. Sus cabellos crepitaron en el aire como algo vivo. Unos mechones sueltos se le pegaron a la cara, al cuello y a la mano cuando trató de echárselos hacia atrás. -¿Sabíais que vuestro pelo parece fuego? -le susurró una voz al oído. Su corazón pegó un salto del susto y aterrizó en su garganta. Se giró bruscamente en la banqueta. -¡Robert! Él se echó a reír y su risa le pareció cálida miel sobre su piel. -Soy yo, milady. ¿Supongo que no esperaríais a otro? Se había bañado, afeitado y puesto una sencilla y holgada túnica negra, ceñida ligeramente por el cinturón, que le hacía el cuerpo aún más delgado. Estaba arrodillado detrás de ella, con el peine en una mano y con la otra tenía cogidos sus cabellos, torcidos como si fueran una gruesa y suave cuerda. Se le habían pegado algunos mechones, que parecían hebras de luz roja sobre la manga negra. -No os oí entrar. Él sonrió y le tocó la punta de la nariz con el peine. -Entré cuando salieron las últimas criadas y ordené a Githa que se fuera con ellas. Ella vio la luz del fuego reflejada en el negro de sus ojos. Él único contacto físico entre ellos era su mano cogida de sus cabellos, pero habría jurado que sentía el calor que emanaba de él e igualaba el que estaba aumentando en ella. Él se acercó más. -Después de cinco largos días -dijo con voz dulce y suave- descubrí que deseo estar a solas con mi esposa.

Alyce emitió un pequeño gritito ahogado y le echó los brazos al cuello. Sus labios se encontraron. Vagamente, como si viniera de muy lejos, Alyce oyó el ruido de hueso contra suelo de piedra, cuando él soltó el peine, y al instante siguiente le estaba enrollando el pelo a la espalda, tirándola hacia él y luego levantándola en sus brazos tendiéndola sobre la maravillosa alfombra roja de Castilla.

Capítulo 8 Ruegos desoídos. Robert no repitió el error de abandonar la cama de su dama antes del canto del gallo. Lo despertó la luz y el ruido de gente por la calle que llegaba apagado a sus oídos. Al principio no supo muy bien qué era lo diferente esa mañana, pero entonces Alyce se movió y se acurrucó más contra él con los suaves murmullos de un niño dormido, y él despertó del todo ahogando una exclamación. El aire estaba frío. Hacía rato que había muerto el fuego, pero había abundante leña apilada a un lado de la chimenea, y todavía habría brasas entre las cenizas. Nunca antes se había molestado en encender un fuego por la mañana, pero esa mañana deseaba uno, pese al trabajo que lo aguardaba. Se dijo que para Alyce sería más agradable despertar en una habitación caliente. La verdad era que prefería continuar metido en la cama con su mujer que pasar las horas siguientes con John Rareton repasando inventarios y los rollos de contabilidad. Con todo cuidado para no despertarla, se bajó de 1a cama y, desnudo, se dirigió al hogar, con la piel erizada por el frío. Notó claramente la diferencia cuando salió de una alfombra y pisó la piedra fría, y luego la otra alfombra. La sensación de la gruesa lana bajo sus pies le despertaron seductores recuerdos de la noche anterior. Bastó un poco de aire con el pequeño fuelle que colgaba al lado de 1a chimenea para despertar a la vida las brasas todavía calientes; el fuego prendió rápidamente en la leña seca, y chisporrotearon brillantes llamas en el aire frío que circulaba por la habitación. Robert se estremeció y se levantó. Cuando se volvió, vio a Alyce de costado, con la cabeza apoyada en una mano y las mantas subidas hasta cubrirle los pechos. Lo estaba observando con los ojos adormilados de una mujer satisfecha. Vio la pequeña marca roja en el cuello donde le succionó y mordisqueó, y recordó los arañazos que ella le hiciera con las uñas en su éxtasis. Su pelo estaba desparramado sobre las desordenadas mantas como los flecos de seda de un estandarte conquistado en el campo de batalla. Se le calentó la sangre y se le levantó la polla, pese al frío. Ella curvó la boca en una leve sonrisa. -¿Un fuego? -preguntó, y le temblaron los labios en su esfuerzo por no reírse-. Es cierto entonces lo que dicen. Que la vida en Londres es más muelle que en cualquier otra parte. Él corrió a meterse bajo las mantas. -¿Eso es lo que dicen? Ella chilló cuando le rozó la pierna con los dedos de los pies, pero de todos modos se le

acercó. -Eso es lo que dicen. Y que en todas las calles hay oro y plata para quien quiera coger. -Lo del oro y la plata es una fantasía, señora, y os aseguro que no todo es muelle. Ella agrandó los ojos y se acercó otro poco más; su boca se curvó en una sonrisita presumida. -Y parece que por aquí hay otros fuegos encendidos, aparte de ese del hogar. Él se incorporó un poco, apoyándose en el codo, y se le acercó más hasta presionarle el costado con el abdomen, saboreando su calor. -Pues sí, y a vos, señora, y no me equivoco, os gusta el calor. Ella se apretó contra él hasta rozarle el pecho con sus pechos. Robert sintió una opresión en el escroto y se le endurecieron las tetillas. -Encuentro que me sienta bien -dijo ella, tranquilamente, bajando la mano por su costado y cadera en una caricia. Él no pudo disimular el placer que lo recorrió todo entero. Le ardía la piel donde ella tocaba. Cambió de posición hasta dejar sus piernas entrelazadas con las de ella. Con la mano libre le cogió una guedeja suelta que le caía por la mejilla, se la metió tras la oreja y pasó el dedo a todo lo largo, bajando por su garganta y pecho, siguiendo con la vista el camino recorrido por su dedo. Alyce hizo una inspiración entrecortada y retuvo el aliento. Inmediatamente él le miró la cara. Su sonrisa se ensanchó y enrolló el mechón en el dedo. -Tal vez es este el fuego que usáis cuando no estáis vestida. Al parecer cubre un genio suficiente para los dos. -¿Os referís a Cripplegate? Él asintió. Ella frunció el ceño y le pasó la mano por el pecho, abriendo los dedos para que por entre ellos pasara su suave vello rizado. -No es normal en mí dejarme llevar por el mal genio. -¿No? -sonrió él-. Juraría que ayer flameó y bastante caliente, por cierto. Su intención había sido embromarla, pero sus palabras erraron el tiro. Ella frunció aún más el ceño. -He vivido entre peleas y luchas toda mi vida. Había pensado, deseado, que el matrimonio con un mercader sería más... pacífico. La sonrisa de él se tornó irónica. -¿Creíais que sólo vuestro padre se pelea con sus vecinos? -Puesto que mi padre se pelea con todo el mundo, incluso con el conde Simón, a quien ha jurado lealtad... -Dejó inmóvil la mano a mitad de una seductora exploración-. Por eso os casasteis conmigo, ¿verdad? Porque vos apoyáis a lord Eduardo y mi padre está aliado con Simón de Montfort, y yo... -¿Y vos? -Estaba disponible y podía servir de equilibrio entre los dos campos -acabó ella con

tristeza. Sólo recibió silencio por respuesta. Pero fue elocuente. -Ése es el motivo de que os casarais conmigo, ¿verdad? -Sí -contestó Robert. receloso y tratando de ser cauteloso-. Por eso me casé con vos. Dudó un momento, pero descubrió que no podía mentirle; no podía, si ella lo estaba mirando con los ojos tan abiertos y sin amilanarse. Su Alyce no era una mujer a la que le gustaran las mentiras. -Por eso -dijo, finalmente- y por las tierras que me dieron con vos. Están cerca de mi propiedad en Wincham, y aunque no están en buen estado, con tiempo y cuidado se pueden volver a hacer productivas. -Endureció la expresión-. Y tengo la intención de hacerlas más productivas. Ella bajó la vista y retiró la mano de su pecho. -Pero vos sabíais eso-dijo él, irritado-. Ni vuestro padre ni yo hicimos ninguna simulación de que fuera de otra manera. -¿O sea que eso es lo que valgo? ¿Tres terrenos y el dudoso valor de la alianza de mi padre con Montfort? -Y cien libras en buena plata, milady -dijo él fríamente-. Dinero vuestro ahora, aunque dudo que lo veáis alguna vez. -No. Alyce se apartó y se sentó, dobló las rodillas hasta el pecho y apretó las mantas como si fueran un escudo contra el mundo, un escudo contra él. Se inclinó, rodeándose las piernas con los brazos y la envolvieron sus cabellos, ocultándole la cara. A Robert se le hizo un nudo en el estómago. Recuerdos negros rugieron ante él, recordatorios de otra mujer que se apartó de él y se cerró en el silencio, dejándolo fuera para siempre. Se tragó los recuerdos, esforzándose por no tocar a Alyce. Sus cabellos habían caído hacia delante, dejándole al descubierto el hombro, piel satinada y pecosa, recordándole lo suave y cálida que era. Recordó con qué esmero le había acariciado el contorno del cuello hasta el hombro la noche anterior, los pechos y los costados. Recordó demasiado bien, cómo ella había retenido el aliento ante su caricia y se había arqueado contra él, apasionada, deseosa y tierna. Incluso en ese momento, el recuerdo le renovó el deseo. Se incorporó bruscamente, sacudido por la inesperada oleada de deseo. Una cosa era tomar esposa por motivos prácticos y muy racionales, y otra muy distinta encontrarse entrampado por emociones que había enterrado hacía doce largos años. Alyce encorvó los hombros ante su brusca retirada y apretó más los brazos alrededor de sus piernas. -Tenéis razón -dijo a las mantas-. Jamás veré esas cien libras. Mi padre las habrá gastado muy pronto. -¿Por eso aceptasteis casaros conmigo, milady? ¿Por la plata? -Se le escapó una risa dura-. Habláis como si nadie de sangre noble se casara por los beneficios, y sin embargo, por el modo como regateó vuestro padre juraría que os habría casado con un galés loco si eso hubiera ido bien a sus necesidades, y bien contento que habría quedado con la transacción. Alyce se ruborizó, pero se resistió a mirarlo.

Con dificultad, Robert se tragó la rabia, y se obligó a hablar con una calma que estaba muy lejos de sentir. -Vamos, señora, os juro que no soy yo quien ha obtenido todo el beneficio de este matrimonio, ni siquiera la mayor parte. Por un instante no supo si ella iba a atacarlo o a huir. Ella no hizo ninguna de las dos cosas. Se reclinó nuevamente en el mullido almohadón de plumas y se quedó mirando fijamente el dosel del que caían las cortinas. Seguía aferrando las mantas desordenadas, pero él vio asomar el pecho derecho por los pliegues de la sábana blanca, el pezón rosa oscuro endurecido hasta un tentador punto. Sintió un tirón en las ingles con la excitación de su cuerpo al verla. El crepitar del fuego del hogar se oía desagradablemente fuerte en el silencio. -No -dijo ella al fin, con una vocecita débil y tensa-. No sois vos quien ha obtenido el mayor beneficio de este matrimonio, señor Wardell. No sois vos en absoluto. Dado el dolor que percibió en su voz, y porque no pudo evitarlo, Robert estiró la mano para acariciarla, para tranquilizarla. Demasiado tarde. En un brusco movimiento, ella se dio la vuelta alejándose de él y se bajó de la cama. No bien sus pies tocaron la alfombra, Alyce lamentó su precipitado abandono de la cama de Robert. Pero era demasiado orgullosa, y demasiado cobarde, para pedir disculpas. Sobre todo para pedirlas cuando estaba desnuda en el frío y él seguía decentemente cubierto por la sábana. Cogió la camisola que había usado un ratito la noche anterior y se la pasó por la cabeza, después cogió el vestido de lana limpio y se acercó al calor del fuego para acabar de vestirse. Desde que era pequeña no había tenido el lujo de un hogar encendido por la mañana, pero de todos modos se encogió al sentir en los pies el frío suelo de piedra. Apretó los dientes. No retrocedería hasta la alfombra. Robert la había tomado sobre esa alfombra la noche anterior y ese no era el momento para recordar su vehemente apareamiento ni el gozo que le produjo. Se metió el vestido por la cabeza y buscó a ciegas las mangas con las manos, consciente de Robert detrás de ella en la cama. Demasiado tarde se dio cuenta de que aún no se había atado los lazos de la camisola, que se le deslizó por el hombro y bajó por el brazo, cubriéndole la mano. Irritada, se la subió de un tirón, pero para eso tuvo que quitar la mano de la abertura de la manga del vestido. El pelo le estorbaba tanto la tarea como la camisola. Estaba hecho un desastre, tan enmarañado y desparramado que le caía como una cascada de rizos inmanejables por delante y por detrás, impidiéndole ver y arreglarse la ropa. Trató de echárselo hacia atrás pero no lo consiguió; ése era un trabajo para dos manos, y tenía las manos enredadas en el lío que se había hecho con la camisola y el vestido. Crujió la cama detrás de ella. Alyce masculló una maldición. Con un último y desesperado tirón logró pasarse el vestido por la cabeza y, retorciéndose y maldiciendo, encontró las aberturas de las mangas y metió los brazos; aún no se había atado los lazos de la camisola, y las mangas le formaron una bola en los codos y el pelo le quedó atrapado entre la camisola y el vestido, pero por lo menos estaba decentemente cubierta.

-¿Siempre tenéis esta batalla para vestiros, milady? Alyce pegó un salto; no había oído acercarse a Robert. Él estiró el vestido, acomodándoselo en su sitio. -¿Soy yo? -le preguntó, poniéndole la mano en el hombro y se inclinó hacia ella-. ¿O es sólo que no queréis abandonaros a otro placer? -añadió en voz baja y seductora. Ella se puso rígida. -No soy dada a quedarme en la cama por la mañana, señor. Él se le acercó más, tanto que ella sintió su aliento en el pelo. -¿Ni siquiera conmigo? Ella se zafó de su mano y se giró a mirarlo. Demasiado tarde se dio cuenta de que él no se había molestado en ponerse las calzas. Ver su largo y musculoso cuerpo, hermoso como el de un galgo de carrera, le produjo una perturbadora oleada de excitación. Se giró a mirar e! fuego, con la cara ardiendo. Trató de atarse los lazos de la camisola en la nuca, angustiosamente consciente de su cercanía, detrás de ella. Había visto hombres desnudos antes, pero jamás ninguno le había alterado la sangre como se la alteraba Robert. Cerró los ojos, obligándose a no pensar en eso. No fue suficiente; su traicionera mente le proporcionó las imagen, que sus ojos no querían ver: el vello oscuro y muelle que le suavizaba los duros contornos del pecho y el vientre, el nido de rizos negros en las ingles que hacían contraste con el color carnoso de su pene levantado, el vello negro más tosco que le oscurecía los muslos y las pantorrillas. Pese a las capas de lino y lana que los separaban, ella habría jurado que sentía el calor animal de él en su espalda. Sin decir palabra, él le levantó suavemente la masa enredada de sus cabellos, los liberó del vestido y se los echó hacia atrás. Ella sintió cambiar el peso del pelo sostenido por él, que se lo reunió en la nuca cogido con una mano. -No quisiera que empezáramos el día dejando palabras duras entre nosotros, señora. Ella habría jurado que había pesar en su voz, y más al fondo del pesar, una rabia negra., inquietante, apenas reprimida. -No -dijo. -Entonces volved a la cama conmigo. Ahora. Como un niño que juega con una cuerda para distraerse de pensamientos preocupantes, le enrolló los cabellos formando una gruesa cuerda. Alyce se puso rígida, combatiendo el intenso deseo de derretirse en sus manos. -No aceptaré órdenes de meterme en vuestra cama, señor, sea vuestra esposa o no. Él apretó más la mano en sus cabellos, ella sintió el tirón en la nuca; una vuelta más que les diera y el tirón sería doloroso. Él hizo una inspiración resollante, rabiosa. -No fue una orden, señora. -Pues sonó como si lo fuera. Él se tensó, ella lo sintió, aunque el único contacto entre ellos era su mano en sus cabellos. Entonces él se los soltó y se apartó, dejando que la cuerda formada se desenrollara

sola. -Sois orgullosa, señora. Orgullosa y cruel. -No soy cruel -dijo ella, atragantándose con las palabras. -Orgullosa, entonces. Una mujer más valiente lo habría enfrentado en toda su desnudez. Ella continuó mirando sin ver la piedra del hogar. -Tengo derecho a serlo, ya sea que mi padre me haya vendido o no. -¿Permitiréis que ese orgullo nos separe? Ella guardó silencio. El aliento le hacía arder los pulmones. El crepitar del fuego era lo único que se oía en la habitación. Aunque no se volvió a mirar, presintió que Robert estaba esforzándose por dominar su genio. Él le rozó la mejilla con un dedo al ponerle un mechón detrás de la oreja. -No quiero que nos peleemos así -dijo al fin, no en tono de disculpa sino de pesar. -Tampoco yo -repuso ella. -¿Entonces? Se inclinó a besarle la garganta, sus labios suaves como la caricia de una pluma. Ella deseó ceder, ay cuánto lo deseó. Pero él tenía razón. Era orgullosa. Demasiado orgullosa para meterse en su cama sólo porque se lo ordenaba. Demasiado orgullosa para ceder, aun cuando le ardía la sangre y su cuerpo anhelaba sus caricias. Orgullosa, no por su apellido ni su rango, ni, Dios lo sabía, por la belleza que no le había sido concedida, sino por sí misma, por su valía como mujer y ser humano. Había observado a las mujeres que había mantenido su padre después de la muerte de su madre, criaturas bonitas que creían que sus encantos serían protección suficiente para no ser dejadas de lado antes de que se hubieran asegurado un puesto en la casa de sir Fulk. Todas se habían equivocado, y ella había aprendido muy pronto las lecciones que le enseñaron sus destinos. Debido a ellas, debido a que no podía hacer otra cosa, se había esforzado en proteger el frágil sentido de valía alojado en su interior. Se había enorgullecido de administrar el castillo pese a las burlas de su padre y a los obstáculos que le colocaba en el camino, esperando tontamente que el matrimonio le atraería el respeto que su padre no le había dado jamás. Y el matrimonio, matrimonio arreglado con calculado trueque de tierra, monedas y conexiones, tal como sabía que sería, ya le había sido arrebatado su apellido y su rango. No quería, no podía, permitir que también le arrebatara su sentido de identidad. No quería entregarse sólo para la diversión de Robert, porque la diversión se acaba y ella no tenía ningún deseo de ser olvidada como fueron olvidadas las compañeras de su padre. -¿Y vuestro trabajo? -le preguntó, buscando una salida al callejón sin salida-. ¿No tenéis cosas más importantes que hacer que estar conmigo en la cama, señor? -Mi trabajo esperará. -¿Y el mío? Él se rió. -Vos, señora, no tenéis nada que hacer fuera de complacerme.

La ira hizo explosión. Se volvió bruscamente a mirarlo. -¡Nada fuera de complaceros! ¿Es eso lo que pensáis, ahora que mis tierras y mi apellido son vuestros? ¿Que me falta el entendimiento para cualquier otra cosa que no sea calentaros la cama y dar placer a vuestra carne? ¿Que no soy más que un perro faldero, para acariciar un momento y luego de una patada mandarlo a un rincón y olvidarlo? -No, yo... -¡Si es eso lo que creéis, os habéis equivocado conmigo! No soy una niñita tonta, señor, ni tampoco una meretriz en todo aparte del nombre, y no toleraré que me traten como si lo fuera. -Yo no... Ella lo apartó de un empujón, fue a recoger sus zapatos y de allí hasta la puerta y la abrió de par en par. Las personas reunidas en la habitación grande se quedaron inmóviles, como corderos a la vista del pastor, con las bocas abiertas y los ojos desorbitados. Alyce les dirigió una mirada despectiva y se volvió hacia Robert blandiendo sus zapatos. -Y si a pesar de todo me tratáis como a un perro faldero idiota -añadió, acalorada-, ¡os lo advierto! Tengo dientes, señor Wardell, dientes afilados, ¡y morderé! Dicho eso se volvió y con los cabellos flotando como un estandarte de batalla, atravesó rápidamente el aposento y salió por la puerta. Robert salió furioso para seguirla, pero ya era demasiado tarde. Cuando llegó a la puerta que salía a la habitación grande, ella ya había desaparecido. El silencio era tan profundo como para ahogar a perros, pero ni siquiera la presencia de seis testigos boquiabiertos, entre ellos su azorado administrador, su sonriente aprendiz y su indignada ama de llaves, fue suficiente para desinflarle la erección que se agitaba arrogante delante de él. Las ayudantes de cocina y el muchacho del establo a los que Erwyna había ordenado limpiar las ventanas y fregar el suelo, lo miraban con los ojos desorbitados y las bocas tapadas para sofocar la risa. Rareton se aclaró la garganta y se volvió discretamente a contemplar la pared; tenía las manos cogidas a la espalda, y Robert vio que se le contraían los dedos. La mirada de Piers bajó a la parte baja de su propia túnica, pero no antes de que Robert captara en sus ojos la misma expresión calculadora que destellaba ahí cada vez que el muchacho comparaba los méritos de dos telas diferentes. Erwyna se limitó a mirarle la entrepierna, con la expresión disgustada de una pescadera examinando una anguila que no da el peso. Por la cabeza de Robert pasó la repentina y horrible imagen de ella con un cuchillo para pescado en la mano. Le bajó la erección. -¿Qué? -preguntó a todos, mirándolos furioso. Los ojos de las ayudantes de cocina se pusieron turbios por el esfuerzo de contener la risa. Rareton se aclaró la garganta, mientras Piers contemplaba el suelo, silbando por lo bajo y moviendo con el pie un atado de rollos de pergamino como para recordarle a Robert el trabajo que lo esperaba. Erwyna se decidió por tirarle las orejas al muchacho del establo y ordenarle severamente que se llevara los baldes de agua sucia y trajera limpia, ¡y rápido!, antes que le diera de azotes por su estupidez.

Robert entró en su dormitorio y cerró la puerta con un golpe. A través de la gruesa madera oyó desternillarse de risa a las criadas de la cocina. ¡Muy bien!, pensó furioso. Que se rían. Tan pronto se vistiera, les encontraría trabajo para tenerlas ocupadas hasta el día de todos los santos, y algo más. ¡A todas!

Cuando, casi media hora después, Alyce se aventuró fuera del retrete, tenía los zapatos en los pies, la camisola con sus lazos bien atados v el vestido bien puesto. Aliviada, comprobó que no había nadie en el pasillo ni en el aposento grande, y que Robert se había vestido y marchado, lo que la dejaba en total posesión de la planta de arriba. Tan pronto se encontró a salvo en su dormitorio, cerró la puerta y le puso tranca. Hacía rato que se le había enfriado la ira, pero todavía no se sentía preparada para hacer frente a las miradas que la aguardaban cuando bajara. Se abrochó el cinturón y se instaló en la banqueta junto al hogar para peinarse los enredados cabellos. Esa tarea tan habitual adquirió una perturbadora intimidad; con cada pasada del peine, sentía las manos de Robert cogiéndole la enmarañada mata y enrollándola hasta convertirla en una cuerda que la ataba a él. Qué tonta había sido al sacar a colación el convenio hecho por él y su padre, y tres veces tonta por dejarse molestar por sus comentarios. Una mujer de su posición, en realidad la mayoría de las mujeres, si disponían de alguna propiedad valiosa, se casaban por beneficios políticos y económicos. En cierto sentido eran poco más que posesiones ellas mismas, primero de sus padres y luego de sus maridos. Su atractivo estaba en lo que podían aportar al matrimonio, más que en su belleza, inteligencia o habilidades. Sólo una viuda tenía más poder para disponer de su vida. Así era como Dios había dispuesto las cosas, aunque en su opinión Él no había hecho un buen trabajo en esa disposición, por mucho que hablaran los curas sobre Su sabiduría. El fuego crepitó y saltó una brasa a sus pies, como para recordarle el castigo por su arrogancia al poner en tela de juicio el discernimiento de Dios. Reprendiéndose por esa tontería, dio un puntapié a la brasa y la devolvió al hogar, después se hizo un moño y se puso un velo y un griñón limpios. Trabajo arduo, eso era lo que necesitaba, pensara lo que pensara Robert. Ése había sido su escape y su salvación en el pasado, la roca en la que había echado el ancla para afirmarse. ¿Pero en qué podía afirmarse ahora? La Pregunta le resonó en la cabeza, escalofriantemente escueta. ¿En qué? En Colmaine supervisaba las tareas domésticas cotidianas de hornear, zurcir, cocinar y hacer cerveza. Dado que su padre nunca consideró apropiado darle la autoridad que necesitaba para llevar sus asuntos como debían llevarse, había tenido que recurrir a la intriga, los halagos y la intimidación para lograr que se hicieran las cosas más esenciales. Sabía llevar las cuentas, administrar granjas y supervisar el aprovisionamiento de un castillo, e incluso sostenerlo en tiempos de asedio si se presentaba la necesidad. ¿Pero qué podía hacer ahí? Por todo lo que había visto, la casa estaba bien llevada y el personal de Robert era más que capaz de manejarse solo. No sabía nada de la vida de un mercader ni de los asuntos de la casa de un mercader, y menos aún de las exigencias de la vida en una ciudad como Londres. Se mordisqueó una uña, pensando. ¿Qué podía ofrecerle a Robert aparte de las tierras

que ya eran de él por el contrato matrimonial o los placeres carnales que compartían en 1a cama? Dónde podía lanzar el ancla ahora que la habían botado en esas turbulentas aguas desconocidas. No le llegó ninguna respuesta. Tiempo al tiempo, se dijo. Lo que fuera que tuviera que aprender, lo aprendería. Y si Robert no le enseñaba, buscaría a otras personas que lo hicieran. Pero primero estaban la misa y la penitencia por su arranque de genio. Y una disculpa a Robert por su desafío. Suspiró y se levantó. Todavía le dolía la risa de Robert cuando le dijo que sólo estaba para complacerlo, pero pese a sus ocasionales estallidos de cólera, prefería la paz a las riñas constantes, y hacía mucho tiempo que había comprendido que si no zanjaba ella las peleas nadie lo hacía. Después de una rápida revisión para asegurarse de que el fuego no armaría un incendio, y una involuntaria mirada aún más rápida a la cama desordenada del rincón, abrió la puerta y salió en busca de Robert.

-Con los problemas actuales, los piratas se están poniendo más osados por la costa, amenazando la seguridad de nuestras remesas. Peor aún, los trabajadores portuarios impidieron la entrada a otro barco, el que traía nuestras últimas compras de Venecia y Lucca. Con ése ya son tres este mes. John Rareton paseaba delante de la mesa soltando su letanía de problemas, demasiado preocupado y nervioso para sentarse en la silla que Robert había apartado para él. Incluso el embarazoso incidente en los aposentos había sido olvidado en favor de otros asuntos más urgentes. -Los trabajadores niegan el acceso a los muelles de la ciudad a los barcos extranjeros. Se niegan a que los aranceles vayan a parar a las arcas de Enrique, y la mayor parte del concejo municipal los apoya, pese al daño que esto hace a los comerciantes. El capitán de nuestro barco se vio obligado a dirigirse a uno de los puertos confederados a ver si podía desembarcar ahí la mercancía, pero en estos momentos los puertos están controlados por Montfort así que, ¿quién puede decir si servirá eso? El capitán iba a intentar atracar en Rye o en Romney, para reducir nuestros costes en el transporte por tierra, pero Dios sabe que esos puertos están tan custodiados que igual tiene que dar la vuelta hasta Hasting, volver a Sandwich y todavía seguir esperando, aun en el caso de que los tontos no les nieguen la entrada. ¡Y aún no hemos logrado sacar esa segunda remesa de Dover! Robert gruñó para indicar que estaba escuchando, y continuó jugando con el montón de tarjetas que tenía delante sobre la mesa. Pasaba una y otra vez los dedos por los pulidos palitos con muescas; encontraba extrañamente sedante ese tonto acto repetitivo y el delicado clic que hacían los palitos. Tenía que obligarse a no mirar las llamas de las velas que estaban sobre la mesa. Ya dos veces éstas habían desviado su atención hacia otras direcciones más carnales. -Tal como están las cosas -continuó Rareton, interrumpiendo sus pensamientos-, no podemos sacar nuestra lana ni entrar nuestras telas. A menos que paguemos para hacerlas transferir a barcos ingleses o llevar la mercancía por tierra a otros puertos. Y eso sin contar los aranceles que están cobrando los guardianes de las puertas por las mercancías que pasan

por el puente de Londres. Son para Montfort, aseguran, aunque me permito dudar que el conde vea más de un penique por libra que cobran. Mientras se paseaba, el administrador hacía girar en el dedo su anillo de plata, como si fuera un talismán mágico contra los problemas que amenazaban con tragarse Londres. Robert llevaba media hora escuchando a Rareton lamentarse de los crecientes problemas para el comercio inglés mientras las peleas entre Enrique III y Simón de Montfort iban llevando inexorablemente a Inglaterra hacia una guerra civil. Dado todo lo que estaba en juego, él debía estar haciendo trabajar todos sus nervios para ver a través de la densa espesura del alboroto político que se estaba cerrando a su alrededor, sin embargo, esa mañana le estaba resultando extrañamente difícil concentrarse. Sus pensamientos estaban atrapados en una espesura diferente, y por mucho que forcejeara y tironeara no lograba liberarse. ¿Qué tendría esa bruja fea y orgullosa que había tomado por esposa, que lo atontaba y sin embargo le levantaba tan rápidamente la polla? ¿Quién habría pensado que una mujer flaca, de pechos planos, sin nada que la recomendara aparte de su apellido podía ser tan condenadamente perturbadora? ¿Quién se habría imaginado que poseía ese genio tan vivo? ¿Y qué había hecho él, en primer lugar, para hacérselo explotar? Estaba dolida por las cláusulas de su contrato de matrimonio, y su ira con él por tentarla a volver a la cama era irracional e injusta... ¿entonces por qué era él quien estaba sufriendo de sentimiento de culpa? ¿Y por qué...? -¿Señor Wardell? Levantó la vista sobresaltado y se encontró con su mujer de pie en el extremo de la mesa. No había oído ni una sola pisada en las esteras. -¿Mi señora? -preguntó, tratando de no hacer caso de la inmediata oleada de excitación. Se había vuelto a poner esos malditos griñón y velo. Pero no era ése el momento para decirle que prefería sus exuberantes cabellos rojos a esos atavíos de señora mayor, pero uno de esos días... -Quería pediros disculpas por mi pronto de genio. Lo dijo con voz tranquila y la cabeza erguida, pero no había ninguna duda de lo que expresaba ese destello en sus ojos. Lady Alyce no estaba nada segura de ser bien acogida, como trataba de aparentar... y tampoco se veía en ella ni un asomo de arrepentimiento. -También quería preguntaros a qué hora os iría bien acompañarme a misa. La mañana va avanzando y no me gustaría llegar demasiado tarde. Él frunció el ceño. -¿Misa? No tenía pensado asistir a misa esta mañana. Ella irguió más la columna. -Pero hemos pasado cinco días viajando y sólo recibimos la débil bendición de Gilbert cuando partimos de Colmaine. Eso no es un comienzo muy auspicioso para un... para nuestro matrimonio. ¿No queréis que nos bendiga también vuestro cura? Robert apretó involuntariamente los dedos sobre las tarjas. En su primer matrimonio había seguido los consejos de curas. No quería nada de sus prédicas en el segundo. Ante ese pensamiento, una de las tarjas se quebró, con un sonido parecido a un latigazo. Se sobresaltó y las dejó cuidadosamente a un lado, desagradablemente consciente de la presencia de Rareton, pese a que éste estaba mirando las esteras a sus pies en absorta

fascinación. -No tengo ningún sacerdote domesticado, señora, pero estoy seguro de que encontraremos a alguno que nos bendiga tan bien mañana como hoy. Si queréis oír misa ahora, Piers puede acompañaros. Hay, bastantes iglesias en los alrededores, e incontables sacerdotes que estarán más que dispuestos a daros su bendición a cambio de una o dos monedas. Alyce se sonrojó, pero se mantuvo en sus trece. -Tomáis lo que alguien podría llamar una actitud peligrosa en este asunto, señor. -No tomo ninguna actitud en absoluto -respondió él fríamente, combatiendo otra punzada de irracional culpabilidad. Cogió el pergamino de contabilidad que tenía más a mano y lo desenrolló sobre la mesa. -Ahora, si me perdonáis, señora, tengo trabajo que hacer. La observó alejarse; la cabeza erguida, el andar pausado. Por toda su apariencia externa, iba tan serena como una monja en oración. Pero él sentía su rabia desde más allá del centro de la sala. John Rareton también debió sentirla, porque tosió, se aclaró la garganta y movió nerviosamente los pies. A Robert se le retorcieron los dedos por el deseo de estrangularlo.

La iglesia era pequeña y austera, pero o bien los sacerdotes aspiraban a cosas superiores o tenían un benefactor rico, porque el altar estaba cubierto por un mantel exquisitamente bordado en oro y flanqueado por dos macizos candelabros de bronce, un palmo más altos que ella. Los enormes cirios que sujetaban, de cera de abeja, arrojaban una parpadeante luz dorada que suavizaba los duros contornos de la piedra y hacían destellar las coloridas pinturas y adornos dorados de las estatuas de los santos, la Virgen y Cristo que ocupaban las hornacinas del ábside. Sin embargo, ni siquiera la luz de los cirios era capaz de iluminar los arcos de la bóveda ni de suavizar los contornos de las sillerías del coro, agazapadas a cada lado como muchos demonios negros en forma de casillas, al acecho desde las sombras. Ella sintió esa presencia, como si los asientos estuvieran ocupados por monjes invisibles que la miraban con ojos condenatorios. Se le tensaron involuntariamente los músculos de los hombros. Piers la había acompañado a la misa con buena disposición, y con mejor disposición aún accedió a esperarla en las gradas del pórtico mientras ella rezaba después, cuando tenía toda la iglesia para ella sola. Aliviada, agradeció interiormente que él no hiciera ninguna alusión al incidente de la mañana en los aposentos. Dejó de lado el pensamiento sobre su pelea con Robert, se santiguó y arregló cuidadosamente las faldas para que le sirvieran de cojín y se arrodilló. El frío la hizo estremecerse. Juntó las manos, agachó la cabeza y trató de rezar. No ocurrió nada. No le salieron palabras, no sintió alivio ni consuelo. Esa no era la conocida y pobre capilla de Colmaine, con sus pinturas descascaradas y la tosca estatua de la Virgen. El sacerdote que celebró la misa esa mañana no era el delgado y nervioso Gilbert, que ese comía las uñas, chillaba para reírse y conocía todos sus caprichos... y sin embargo la quería.

Tal vez sus oraciones sólo daban resultado en Colmaine. Tal vez tendría que aprender otras, adecuadas a su nueva vida. Tal vez... Desechó todas las inquietantes dudas y de mala gana aceptó la derrota. Esa mañana no encontraría paz en sus oraciones. Se volvió a santiguar antes de levantarse. Cuando se volvió hacia atrás para salir, se detuvo en seco al ver a un sacerdote de pie en las sombras de ese lado de la nave. Tenía los hombros encorvados y las manos metidas en las mangas de su hábito blanco, y más parecía una estatua que un ser vivo. Seguro de que ella había terminado sus oraciones, él salió de las sombras y caminó hacia ella; su movimiento hacía mecer los anchos faldones de su hábito, pero sus sandalias no hacían ningún sonido en el suelo de piedra. Alyce se inclinó en una reverencia para ocultar la irritación que le produjo esa intrusión. Él ya estaba cerca y la luz de los cirios del altar reveló sus finos rasgos patricios. Por su aspecto, era de buena cuna. Tal vez un hijo menor, al que la Iglesia le ofrecía las mejores promesas de progreso. Él la miró sin ninguna curiosidad. -¿Habéis venido a orar para pedir orientación, hija? Ella asintió. Él esperó. Alyce hizo una honda inspiración, clavada por esa mirada fija e impasible. De pronto, como un riachuelo liberado del hielo de invierno, le brotaron las palabras en un torrente agitado e incoherente. Le habló de su padre y de Robert, de los motivos de Robert para casarse con ella, y de la ira que la embargó ante el reconocimiento de él de una verdad que ella ya sabía. Le habló de su matrimonio, de sus dudas, de sus deseos para el futuro y de sus incertidumbres respecto al presente. De lo único que no le habló fue del fuego que encendía Robert en ella con sus caricias, ni de la inmensa maravilla de los secretos que había entre marido y mujer. Poco a poco el torrente de palabras se fue convirtiendo en goteo y finalmente el goteo paró, dejándole la boca seca y las palmas mojadas. Se sintió mareada; le pareció que los músculos de las piernas eran demasiado débiles para sostenerla. Hizo una inspiración resollante y se quedó callada, aturdida por la extraña sensación de liberación que le produjo la confesión. -Y por lo tanto habéis venido aquí -dijo el sacerdote en voz baja-. Buscáis orientación. -Sí. Quiero... quiero ser una buena esposa, padre. El sacerdote asintió. -Eso está bien. La observó, como sopesando su valía para el papel que se le había asignado. -¿Sabéis que el deber de una esposa es servir a su marido, seguir sus mandamientos como los del Señor, y entregarle su cuerpo? -El sacerdote de nuestra familia me instruyó, padre, me recordó mis deberes. -¿Entonces qué es lo que os preocupa, hija? ¿La... desigualdad de vuestras posiciones? Frunció el ceño-. Seguro que vuestro padre no os habría dado en matrimonio así si no hubiera pensado que era lo mejor para vos, ¿verdad? O lucrativo para él.

-No, por supuesto que no, padre. -¿Entonces qué? -preguntó él, al parecer perplejo de verdad. -Eh... no lo sé -le salió, como un lamento del corazón-. Deseaba casarme, deseaba tener hijos, pero... -¿Pero? -Pero creía que me casaría dentro de mi rango, padre. Sé qué hacer para ser una buena esposa de un caballero, pero no sé nada de la vida de un mercader ni del mundo en que vive. No conozco a su gente. No lo conozco a él. No tengo ninguna habilidad, ningún conocimiento... -Vuestro marido os enseñará -interrumpió secamente el sacerdote-. Aprended de él. Es su deber guiaros, enseñaros lo que debéis saber. Alyce bajó los ojos, derrotada. ¿Cómo podía poner en palabras lo que sentía, sobre todo cuando ni siquiera lo entendía? ¿Cómo podía pensar en forjarse un lugar para ella cuando todo el mundo sabía que su lugar era al lado de su marido, hacer lo que él le ordenara? -Sí, padre. -Recordad que Dios dio mujer al hombre para que él la guiara y protegiera. Ella asintió. -La naturaleza pecaminosa de vuestro sexo debe someterse a la llamada más potente del deber y la obligación, hija mía. Obedeced a vuestro marido en todas las cosas, para que podáis ser fuerte en las tentaciones que os inviten a la ociosidad, el chismorreo y el error, que son los constantes enemigos de la mujer. Ella continuó mirándose las manos entrelazadas; se enterró las uñas en la piel, pero no se atrevió a aflojar el puño que mantenía apretado fuertemente. -Seguid su orientación, para que vuestra casa esté en paz -continuó el sacerdote en tono monótono, con tanto sentimiento como si estuviera recitando una lección de un libro-. Haced caso de los consejos de vuestro marido y cuidad de no provocarlo a golpearos. Pero si os golpeara, no olvidéis que es por vuestro propio bien, para enseñaros cuál es el lugar que os corresponde y cómo debéis actuar, y para guiaros por el bien de vuestra alma. Debéis aprender de eso. -Sí, padre. -Marchaos, hija, con la bendición de Dios. La oración os guiará. La oración y vuestro marido. Procurad atender a ambas cosas. -Lo haré padre, gracias. ¿De qué servía pedir orientación a un cura, después de todo? Él hizo la señal de la cruz sobre su cabeza inclinada y murmuró unas cuantas palabras de bendición. Después se fue a arrodillar ante el altar, ya olvidado de la existencia de ella.

Capítulo 9 La dueña de las llaves Alyce caminó por las calles atestadas, demasiado sumida en sus pensamientos para fijarse en la gente y el bullicio que la rodeaba. Piers caminaba a su lado, silencioso y vigilante como un perro obediente. Dos veces tuvo que cogerla del brazo para que no se metiera en un charco particularmente hediondo. Cada vez ella le dio las gracias, teniendo buen cuidado de no mirarlo a los ojos para no ver su preocupada mirada. Una vez dentro de las puertas, lo dejó libre para ir a su trabajo y subió lentamente las gradas bajas de piedra que conducían a la sala. No había nadie en el patio ni vio a nadie del personal, sin embargo sintió una silenciosa expectación en el aire, como si la gente de Robert estuviera reteniendo colectivamente el aliento, a la espera de ver qué haría ella. No se encontró con nadie en el pasillo tampoco. El suave cric cric cric de sus pisadas pareció resonar en ese espacio encerrado. Se detuvo, al ver que había olvidado limpiarse los zapatos del lodo y polvo pegados antes de entrar. Se giró para rectificar el olvido, pero paró en seco al ver las marcas dejadas por sus zapatos sobre el suelo embaldosado, unas manchas amarronadas sobre las baldosas amarillas con dibujos rojos. Verlas la hizo chasquear la lengua, disgustada. Tendría que buscar a una de las fregonas para que eliminara las pruebas de su descuido. Y una buena capa de cera en ese suelo no iría nada mal tampoco. No había nadie en la sala. La mesa en la que se había sentado Robert esa mañana estaba desarmada y apoyada en la pared del otro extremo, lista para armar nuevamente para la próxima comida. Se desabrochó la capa y la dejó sobre el banco más cercano. Le llegó a la nariz el aroma a carne de cerdo asándose y a verduras hirviendo; no llegaba fuerte el olor hasta allí, pero contenía la promesa de una deliciosa comida. Hizo una inspiración profunda, y con ella una nueva resolución. Fuera lo que fuera lo demás que la esperaba, no era la señora de la casa Wardell. Bien podía no saber nada sobre la vida de un mercader ni de lo que se esperaba de la mujer de un mercader, pero sí sabía de cocina, de limpieza y de administración de una casa grande. Si pretendía asumir la responsabilidad de dirigirla, nunca mejor momento para empezar que el presente, no se le ocurría ninguna manera mejor de empezar que con un asalto frontal al centro mismo de la casa. Hizo otra respiración profunda, se secó las palmas en la falda y se dispuso a tomar por asalto la cocina y sus dependencias. La estrategia de Alyce no tenía ningún defecto, pero el momento elegido no era el oportuno. Oyó rumor de voces antes de llegar a la mitad del pasillo hacia la cocina. A los pies de

la escalera, el pasillo viraba a la derecha, acabando en un biombo de madera colocado allí. para proteger de cualquier corriente de aire que pudiera estropear el trabajo de la cocinera. El biombo tenía una útil abertura, perfectamente situada para espiar. La cocinera, Margaret Preston, estaba sentada en un taburete con el gato de la cocina en la falda y rodeada por un pequeño ejército, que formaba un respetuoso círculo: la ayudante de cocina, las fregonas, el pinche de cocina y la anciana delgada encargada del pan. Frente a ellas estaba Erwyna sentada en otro taburete y rodeada por su círculo, formado por el jefe de mozos de cuadra, la camarera que hacía de mayordoma y uno de los mozos de cuadra que ayudaba en el jardín. Entre los dos campos estaba Henley, el guardia, ocupado vaciando una jarra grande de cerveza y regalando los oídos de sus oyentes con la historia del viaje desde Colmaine. -Sí -estaba diciendo, con el aire de quien lamenta haber llegado al final de su cuento-. Fue la cabalgada más fría y pesada que he conocido, pero jamás oímos ni un asomo de queja de nuestra señora. Cabalgaba a la misma velocidad del amo, y así y todo, al final de la jornada tenía una palabra amable para el hombre que le cogía el caballo o le llevaba sus cosas. Bebió unos cuantos tragos de cerveza, se pasó la manga por la boca y eructó. Las fregonas se echaron a reír. Erwyna, más consciente de la dignidad de la casa, las miró ceñuda, y después miró a Henley. Se inclinó con las manos en las rodillas y los codos hacia los lados. A Alyce le dio la impresión de un bulldog desdeñoso mirando a un toro más bien tonto. -¿Es cierto que el señor Robert y Alan de Hensford tuvieron una discusión en el camino? En las afueras de Cripplegate, me dijo Newton. Newton era un guardia delgado y hosco que acompañó a Robert a Colmaine, y que daba la impresión de llevarse mal con todos y que toda comida le sentaba mal. Puesto que él le había contado eso a Erwyna, no había duda a qué campo pertenecía. -Sí, así fue -asintió Henley-. He oído decir que hay mala sangre entre el amo, y ese hombre Hensford, aunque no puedo decir que haya oído la causa. Miró a Erwyna esperanzado, pero ella no dio señales de desear iluminarlo. Se limitó a preguntar: -¿Qué ocurrió? ¿Se insultaron? -Sí, ya lo dije, ¿no? Fueron palabras terribles. Atrajeron a cantidad de gente. Con sólo unos pocos adornos, les contó la historia de la carreta con la rueda rota, del. hombre con el palo con cazos colgando y de la brusca caída de Hensford en el montón de estiércol. Los oyentes hacían gestos alentadores y se rieron para celebrar el insulto de Robert a Hensford. Era evidente que la gente de Robert Wardell consideraban enemigos a sus enemigos, pensaran lo que pensaran de su mujer. Erwyna puso una expresión grave. -¿Es cierto que ella gritó «ladrón»? Newton me juró que era cierto. -Frunció la boca con desaprobación, como si hubiera probado algún alimento en mal estado-. Igual que una vulgar chillona por lo que parece, sin pensar en la dignidad del señor Robert. Nadie necesitó preguntar a qué «ella» se refería el ama de llaves. Las expresiones de los demás se tornaron desaprobadoras, excepto la de Henley. Él asintió y sonrió con suficiencia. -Sí. Newton se equivoca, y mucho, si dice que eso estuvo tan mal. La muchedumbre estaba apretujada como pescados secos en un barril, y gritando para que el amo le pegara a

Hensford o Hensford a él, y no habrían parado de gritar hasta que se hubieran enzarzado en una pelea, con narices ensangrentadas y todo. Y ahí estaba yo, detenido y sin saber qué hacer, pensando cómo sacarla de ahí, sabiendo que me iba la cabeza si dejaba que le ocurriera algo a nuestra señora. -Y con toda razón -dijo Margaret Preston, mirando a los oyentes con una expresión que decía que al menos ella sí sabía lo que se esperaba de la dignidad de una dama-. Aunque no voy a pretender q esa conducta sea la apropiada para una dama de su alcurnia, hizo bien en valerse de su ingenio. Es evidente que nadie más lo hizo, y que ni siquiera se les ocurriera librarla de la situación en que la habían metido. Miró ceñuda a Henley y después trasladó su mirada desaprobadora a Erwyna. Ésta le correspondió con una mirada furibunda. Alyce se mordió los labios, observando atentamente a las dos mujeres. Al parecer en el personal de Robert había divisiones mas definidas que lo que había creído, y aunque tal vez Margaret podría acoger bien como ama a la hija de un barón, estaba claro que a Erwyna le fastidiaba ser desplazada en la jerarquía de la casa. Peor aún, parecía deseosa de inspirar igual fastidio en sus seguidores. -Puede ser que el amo no haya usado mucho su ingenio -dijo Henley-, o al menos no lo suficiente para pensar en esas cosas. -hizo un exagerado guiño a la cocinera y sonrió-. Apostaría mis zapatos nuevos a que el amo le ha tomado bastante afición. No es que ella sea de muy buen ver, eso sí, pero sé reconocer un a calentura en las calzas de un hombre cuando tiene una, y el amo... -Puede pasar muy bien sin que tú lo andes espiando -ladró Erwyna, claramente molesta por la evaluación que hacía el guardia de la situación. Alyce sintió un estremecimiento de placer. Jamás en su vida había oído que un hombre tuviera una «calentura» por ella. A pesar de su azoramiento, le resultaba extrañamente gratificante pensar que Robert tenía una y además que otros la habían notado. -¡No ando espiando! -protestó Henley-. Habría que ser ciego para no notarlo. No es que haya estado así de complacido al principio, eso sí, pero parece que ha cambiado de opinión, ahora que se ha acostado con ella. Puede que sea una dama, pero sabe unos cuantos trucos para tentar a un hombre indiferente. Cacareó y bufó, divertidísimo consigo mismo, y levantó la jarra para tomar otro buen trago de cerveza, justo en el momento en que Erwyna se inclinó hacia él y le pinchó las costillas. Henley se atoró y roció de cerveza a sus oyentes, que chillaron y se pusieron fuera de su alcance. Él dejó la jarra con un golpe para limpiarse el mentón. -¿Por qué has hecho eso, eh? -Guarda bien la lengua entre los dientes, pesado de mente sucia. -Un hombre tiene derecho a hablar, pienses lo que pienses tú, vieja bruja malas pulgas. -No olvidemos lo que ocurrió en la habitación esta mañana -exclamó una de las fregonas. Alyce sintió las mejillas ardientes. Las sonrisitas y las miradas maliciosas decían que las historias de esa confrontación ya habían hecho la ronda por la casa, para gran diversión de todos. Erwyna se giró a mirar furiosa a la muchacha.

-¿No te había dicho que te guardaras bien la lengua entre los dientes en eso? -¡No fui yo! -protestó la muchacha, encogiéndose ante la ira del ama de llaves. -El amo estaba más que distraído anoche durante la cena, no hay que olvidarlo -se apresuró a decir otra, para desviar el mal genio de Erwyna-. Nervioso e inquieto hasta que Githa trajo a su señora de vuelta, y después que ella se sentó a su lado no podía quitarle los ojos de encima. -¡Pero si es fea como un poste! -protestó el jardinero. -En la oscuridad todos los gatos son pardos. -Githa dice que tiene el pelo rojo brillante. Y el rojo es el color de la tentación, ¿no es eso lo que dicen los curas? Poniéndose de puntillas, Alyce vio que era la arrugada encargada del pan la que acababa de hablar. ¿Cómo se llamaba? ¿Bondig? La mujer era vieja como para haber coqueteado con Noé, pero el brillo de sus ojos decía que no había olvidado el asunto. Entre los oyentes se elevó un murmullo de aprobación. Todos estaban de acuerdo. -¡Bueno entonces! -dijo Bondig satisfecha-. Es lógico que el amo esté deseando volver a su cama. Nació con los secretos para seducir a un hombre, sea cual sea su apariencia. Erwyna la miró enfurruñada. Margaret Preston sorbió por la nariz y pareció interesada. Sólo el gato pareció no impresionarse; se levantó, arqueó el lomo y se desperezó y después saltó de la falda de la cocinera y salió corriendo de la cocina. Erwyna levantó su gorda figura del taburete. -¡Basta! Hay trabajo que hacer. Y tú -pinchó el brazo de Henley con un dedo acusadorya has bebido más que suficiente para una mañana. Vete y todos a moverse. La señora no tardará en llegar y estamos aquí con el trabajo de la mañana sin hacer. Quiero ver pies corriendo o exigiré explicaciones. Alyce tuvo el tiempo justo para subir la escalera antes que empezaran a dispersarse los criados, mascullando y hablando entre ellos, A mitad de la escalera se detuvo. No podía esconderse de la curiosidad del personal, por mucho que quisiera. Ya aparecería alguien o algo nuevo para distraerles la atención, pero mientras tanto... De mala gana empezó a bajar. A cualquiera que fuera saliendo de la cocina le parecería que ella empezaba a bajar, y si caminaba lento, el frío del pasillo no iluminado le haría desaparecer el rubor que le teñía las mejillas antes de llegar a la cocina. En ese momento, Bondig y uno de los pinches de cocina aparecieron por un lado del biombo y empezaron a subir la escalera. No la vieron porque ella aún estaba arriba, oculta en la penumbra. Bajó tres peldaños. Bondig se detuvo boquiabierta y procedió a inclinarse en una reverencia tan pronunciada que casi se golpeó la frente en el peldaño de arriba. Lo que sí se golpeó fue la rodilla, lo que la hizo chillar de dolor y retroceder unos peldaños tambaleante, chocando con el muchacho que venía tras ella. Con una maldición, el muchacho le empujó el flaco trasero para sujetarla, y entonces se quedó paralizado al ver por qué la anciana se había detenido. -¡M-m-milady! -Tartamudeó. Trató de hacer una reverencia y retroceder al mismo tiempo; se le resbaló el pie en el

peldaño y se tambaleó hacia atrás, bajando tres peldaños de golpe. Alyce no pudo evitar una sonrisa: no había causado un alboroto semejante desde que tenía cinco años, cuando prendió fuego al palomar. Por lo menos esta vez no tendría tanta dificultad para sentarse a la mesa después. Ensanchó la sonrisa e hizo una airosa inclinación de cabeza a los atontados criados, que estaban pegados a la pared del pasillo para dejarla pasar, y continuó su camino hacia la cocina.

La cámara fuerte de Robert era una celda abovedada, fría y sin ventanas, situada bajo la sala. Las gruesas paredes de piedra la aislaban del ruido exterior, y en ella no había nada para mirar aparte de la mesa a la que estaba sentado y los arcones reforzados con cintas de hierro donde guardaba su dinero y la mayoría de las sedas, rasos y brocados más caros. Era el retiro perfecto para un hombre de negocios que desea escapar de las distracciones y concentrarse en su trabajo; al menos eso creía él. Ese día el silencio le zumbaba en los oídos. No se había tomado la molestia de encender fuego en el brasero de hierro que había junto a la mesa, pero ni siquiera notaba el frío. La penumbra y la intimidad de la cámara le recordaba otra habitación y otro momento, y los recuerdos le calentaban tanto la sangre que no tenía ninguna necesidad de brasero. Alyce bien podría haber estado sentada al otro lado de la mesa mirándolo furiosa, dado lo que le servía haberse ido a refugiar allí. La primera vez que tomó a Alyce por esposa, después de haber tomado su apellido, su intención sólo había sido hacerle lo más fácil posible su transición a mujer. Jamás se había imaginado que la encontraría tan bien dispuesta, ni tan rápida para excitarse con sus caricias. Y esa última noche... Se le tensaron los músculos del abdomen al recordar la noche anterior. En los doce años transcurridos desde la muerte de Jocelyn, había tenido su buena cuota de mujeres, pero todas cortesanas bonitas y expertas, más que bien dispuestas a trocar sus favores por las comodidades que podía darles un hombre de su posición. Nunca le había resultado difícil deshacerse de ellas cuando le llegaba el inevitable hastío, suavizando la separación con un monedero bien lleno. Un par de ellas, más listas que las demás, habían aceptado entusiasmadas su ofrecimiento de instalarlas en un negocio, y en esos momentos tenían sus propias tiendas. Incluso una de ellas se había casado. Habían sido buenas mujeres, y buena compañía para las largas noches en que sus negocios lo retenían en Londres y encontraba su cama fría y vacía. Pero ninguna de ellas, pese a su pericia y sus manifiestos encantos, le había despertado jamás el ansioso y lujurioso interés que le despertaba Alyce. Hasta los culpables recuerdos de Jocelyn que lo acosaran en su noche de bodas se desvanecieron en el ardor de su unión sexual. No sabía muy bien sí eso le agradaba, no le gustaba estar a merced de nadie ni de nada, ni siquiera de su propio cuerpo, pero estaba comenzando a comprender que le gustaba su esposa. Cuando no estaba mirándolo furiosa o humillándolo delante de los demás, claro. Soltó una maldición y dejó la pluma en la mesa. No, no se había mostrado desconsiderado ni terco, y era una maldita terquedad y

desconsideración de ella pensar que sí. ¿Qué esperaba? ¿Un amante enamorado sacado de un maldito romance francés? Debería considerarse realmente afortunada de que su padre no la casara con un caballero fanfarrón que la habría forzado a copular, y que la hubiera golpeado y luego abandonado para que pariera a sus mocosos en algún maldito castillo ruinoso y ventoso mientras él andaba en sus malditos... Hizo a un lado el pergamino de cuentas que tenía abierto en la mesa. El tieso pergamino se enrolló y comenzó a rodar con un suave tup tup tup hasta caer al suelo por el borde de la mesa. ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! Se levantó bruscamente, volcando la silla en que había estado sentado y golpeando tan fuerte la mesa que cayó otro rollo al suelo. Con un bufido de disgusto cogió los otros pergaminos enrollados y dio la vuelta a la mesa para recoger los caídos. ¡Al diablo todo! Rareton podría hacer las cuentas tan bien como él, y había montones de cosas que había postergado debido a su boda, cosas a las que debía atender en lugar de esconderse en ese maldito cuarto como un ermitaño en una maldita cueva. Abrió violentamente el arcón más cercano. No era el que quería abrir, por supuesto. Volvió a maldecir; estaba a punto de soltar la tapa para cerrarla de un golpe cuando le atrajo la atención un color brillante; era el borde de un rollo de terciopelo; no lo habían envuelto bien en el paño de lino protector y asomaba un extremo suelto. Conocía muy bien esa determinada pieza de terciopelo. La había comprado en Ypres en su último viaje, con la intención de regalárselo a la reina Leonor. Enrique favorecía a los mercaderes extranjeros, haciendo caso omiso de las protestas de los mercaderes ingleses a los que despreciaba, pero él había pensado que estaría más dispuesto a escucharlos si su amada reina le susurraba algunas sugerencias al oído. Esa pieza de terciopelo, como su préstamo a lord Eduardo, era una inversión para el futuro. Sólo los problemas políticos habían retrasado su regalo a la reina. Pero no fue el pensamiento del presente a la reina ni del favor que esperaba conseguir de ella lo que lo hizo detenerse. La lustrosa tela verde musgo era del color de los ojos de Alyce, cuando no estaba enfadada, y la luz de las velas le daban el mismo matiz dorado. Nuevamente empezó a cerrar la tapa, pero volvió a vacilar. Dejó a un lado los rollos de pergamino que sostenía en la mano, abrió del todo la tapa y sacó el rollo de terciopelo. Le quitó la envoltura de lino y lo extendió sobre la mesa, para verlo bien a. la luz de las velas. Exactamente el color de los ojos de Alyce. Con los dedos abiertos, pasó lentamente la mano por la preciosa tela. Incluso en el frío cuarto la sentía cálida en la piel, moviéndose bajo su mano como si estuviera viva, y tan sensible a su caricia como Alyce. Sus cabellos parecerían fuego contra ese verde. Cerró la mano sobre un pliegue del terciopelo, saboreó su peso su, su volumen, su textura. Lo levantó, lo soltó y lo observó caer en exuberantes ondas verdes sobre la mesa. Un regalo para tentar a una reina y conquistar sus favores. Pero se lo regalaría a Alyce, no como regalo de bodas, sino simplemente por el placer que le daría a ella... y el placer que le produciría a él verla vestida con ese terciopelo. La idea lo golpeó como un puñetazo en el vientre. ¿Placer? Miró ceñudo el terciopelo y se apresuró a enrollarlo. Ese matrimonio era un

arreglo práctico, para los dos. Haría bien en recordar eso. Cogió el rollo de tela para guardarlo y al cabo de un momento lo volvió a dejar sobre la mesa, considerando posibilidades. Un mercader de su posición solía asistir a reuniones y actos públicos. Puesto que el mundo juzga la posición de un hombre en gran parte por la forma como viste su mujer, en realidad Alyce llevaría el honor de él sobre su cuerpo. A él le correspondía procurar que ella estuviera apropiadamente vestida en esas ocasiones. Y no es que no fuera apropiada la sobreveste bordada de tela índigo que usó el día de la boda, una reina podría haberla ambicionado, pero a él no le había llevado mucho tiempo darse cuenta de que esa era la única prenda fina que poseía Alyce. El había llevado seis percherones extras a Colmaine, pensando enviar después a un carretero para que trajera las cosas pesadas, pero las pertenencias de Alyce no habían formado una carga suficiente ni siquiera para dos caballos. Si ella iba representarlo bien, necesitaría por lo menos una o dos túnicas más una segunda sobreveste y tal vez una malla dorada para sujetarse los cabellos en lugar de esconderlos bajo esos malditos griñón y velo. Alisó una arruga en el terciopelo. Un regalo eminentemente práctico, si lo consideraba de esa manera. Una buena y sensata inversión para un hombre que se gana la vida con los hilos que usan hombres y mujeres. Tan políticamente útil, a su manera, como regalárselo a la reina. Además, estaba el color... -¡Señor Wardell! ¡Señor Wardell! Se abrió bruscamente la maciza puerta de roble e irrumpió su aprendiz en el cuarto. -Venid rápido, maestro. Tenéis que ver esto.

Piers, con los ojos brillantes de picardía, casi no le dio tiempo a Robert para apagar las velas y poner la llave a la puerta de su cámara fuerte. Lo llevó casi a rastras por la escalera, luego por el pasillo s la sala hasta las puertas que daban a las despensas. Una de las puertas estaba entreabierta. Robert oyó voces en el interior pero no distinguió las palabras. Dos de sus criados estaban tuera apoyados en la pared tratando de mirar sin ser vistos. Al verlo a él detrás de Piers huyeron como ratones a la entrada de un gato hambriento. Antes que él pudiera decir una palabra, Piers se puso un dedo en los labios para imponerle silencio, y con un gesto le indicó que se pusiera en el lugar dejado libre por los criados. Perplejo, y no poco irritado, Robert hizo lo que se le pedía. Al acercarse más, las voces que se oían se definieron: eran las de Alyce y Erwyna. Robert estiró el cuello para mirar por la abertura de la puerta. Alyce, alta, delgada y exteriormente serena, estaba a un lado de un arcón que le llegaba a la cintura, cerrado con llave. En el otro extremo estaba la baja y gorda Erwyna, con un llavero de hierro bien sujeto en la mano, erizada como un perro luchando por un buen hueso. -Aquí sólo hay manteles viejos, milady -estaba diciendo Erwyna-. Nada de lo que tengáis que preocuparos, estoy segura. -Estoy segura que tienes razón -repuso Alyce, sonriendo y estirando la mano. Erwyna encorvó los hombros y hundió el mentón hasta que su cabeza pareció fundirse

con los hombros. -¿No preferiríais echar una mirada al jardín? -¿En este día tan hermoso? ¡Claro que sí! Pero no me atrevo a ser tan perezosa y comodona cuando tú eres tan abnegada y trabajadora. ¿Qué pensarías de mí? Erwyna bajó aún más la cabeza. -No quiero echaros una carga encima, milady. Estoy segura de que en Colmaine jamás tuvisteis que molestaros por una servilleta, y No digamos por un montón de manteles viejos. Una sutil sombra pasó por la cara de Alyce, pero su sonrisa continuó radiante. -Si yo fuera tú, no apostaría ni medio penique roto por esa posibilidad. Robert recordó los manteles raídos y parchados de Colmaine y las raídas mantas de la cama de Alyce. Por primera vez se le ocurrió pensar que tal vez Alyce no era tan indiferente a las deficiencias de Colmaine como él había creído. -Si te preocupa que yo pueda molestarme al descubrir que no todos los manteles de esta casa están en perfecto estado -continuó Alyce-, debo decirte que me preocuparía por el derroche si no hubiera unos pocos manteles viejos, y no por tus habilidades como ama de llaves. Erwyna se enderezó, con los ojos fulgurantes de indignación. -¡Derroche! En esta casa, milady, no se desperdicia jamás ni un trozo de lino, permitidme decirlo. Sacó una llave del llavero con sus gordos dedos, y después de fallar unas pocas veces por la prisa, la metió en la maciza cerradura de hierro. -¿Veis? -exclamó triunfante, abriendo la tapa-. ¡Un montón de manteles viejos! Alyce se inclinó a mirar. -Pues sí que los hay -dijo-. Y todos muy limpios, ordenados y bien doblados, listos para usar cuando se necesiten. Complacida y presumida, Erwyna cerró la tapa. Alyce le expresó su admiración por su excelente administración, pero tan pronto bajó la tapa, diestramente giró la llave en la cerradura, la sacó y se la metió en la bolsa que colgaba de su cinturón. -La despistó otra vez -susurró Piers, sofocando la risa. Robert giró la cabeza y se encontró con la cara de su aprendiz, que estaba detrás de él, en puntillas y el cuello estirado para ver por un lado de él. Piers echó a caminar hacia la sala, indicándole con un gesto que lo siguiera. -Llevan así más de una hora, señor -susurró el muchacho cuando ya estaban a una distancia segura de la puerta-. Y esto sólo después que milady se ganara a la vieja Maggie, alabándole las empanadas de pichón que sirvió ayer por la noche, y repitiéndole tres veces qué afortunado sois vos por tener una cocinera de tanto talento en vuestra cocina. A juzgar por la sonrisa que le iluminaba la cara, Piers había sido muy apreciativo observador del encuentro en la cocina, aunque Robert dudaba que alguna de las combatientes se hubiera enterado de su presencia. E1 muchacho conocía más agujeros y escondites que un ratón, y sabía hacer mejor uso de ellos. -Erwyna trata por todos los medios de no entregarle las llaves a milady; -continuó Piers

en un susurro más entusiasta-, y milady sigue sonriendo y diciéndole cosas agradables sobre su manera de llevar la casa, los suelos tan brillantes, qué maravilla que en las vigas no haya ninguna telaraña, etcétera, hasta que Erwyna no tiene ningún motivo para no entregarle otra llave. Y si eso no le resulta, entonces milady dice algo que sulfura a Erwyna y la obliga a hacer justamente lo que ella quiere, para demostrarle que está equivocada, y todo eso mientras milady la mira con una cara tan inocente como un cordero recién nacido. Cuando Erwyna se da cuenta de que otra vez le ha ganado, ya están en otra cosa, y milady comentando lo bien que lleva eso Erwyna también. -Piers volvió a sonreír-. Lady Alyce puede ser tan delgada que parezca que se la va a llevar un viento fuerte, pero es tan lista como un gato y más obstinada que Erwyna y la mula del obispo juntas. Antes que Robert pudiera formular una respuesta, de la despensa salió una Erwyna furibunda. Los miró enfurruñada, miró hacía la sala, donde habían abandonado a medio hacer el trabajo de poner las mesas y los bancos para la comida, y luego, sin decir una palabra, marchó pisando fuerte hacia la cocina. Un instante después salió Alyce de la despensa, sonriendo, era exactamente el tipo de sonrisa que podría haber llevado en la cara si Erwyna le hubiera ofrecido las joyas de la corona en lugar de haberse negado a entregarle un conjunto dc llaves de hierro. Al verlo a él se le desvaneció la sonrisa. Caminó hacia ellos con el mentón alzado, las llaves sonando dentro de la bolsa de cuero a la cintura. En la mente de Robert resonaron sus propias palabras: No tenéis nada que hacer fuera de complacerme. ¿Qué demonios había imaginado que podía hacer ella durante el día?, pensó de pronto. Su Alyce no era una mujer para estar sentada junto al hogar mientras el mundo pasaba girando a su lado. ¿Había sido tan tonto para creer que podía dejarla de lado tal como había guardado el terciopelo? ¿Qué una vez que la tuviera fuera de su vista estaría fuera de su mente? ¿De veras había sido tan tonto? Ella se detuvo a dos pasos de él y lo miró, sus ojos oscuros con un tácito desafío. Robert retuvo el aliento, estremecido. No se había equivocado: el terciopelo era exactamente del color de sus ojos.

Capítulo 10 Juego de tontos Londres, fines de marzo de 1264 La vida cotidiana tomó de nuevo su ritmo, diferente del de Colmaine, pero no menos familiar. Erwyna, sin dejar de quejarse, finalmente le ofreció una especie de tregua, de mala gana y muy seca. Alyce mandó hacer copias de las llaves y devolvió las originales a la gratificada aunque perpleja ama de llaves, que nuevamente pudo hacerlas sonar colgada al cinturón en sus andanzas de aquí para allá. Alyce no le dijo que en ningún momento había tenido la intención de asumir sus obligaciones, que solamente había deseado reafirmar su posición de señora de la casa desde el principio, antes de que se volviera imposible hacerlo. Ciertamente la mujer no entendería las sutilezas de esas maniobras políticas; para ella la vida era simple y directa, sólo una batalla con o sin cuartel para proteger su posición en la casa y mantener a raya a dos demonios gemelos: el polvo y los criados perezosos. A veces Alyce se sorprendía envidiando esa visión del mundo tan sencilla. Su mundo nuevo no era tan sencillo. Echaba de menos Colmaine, a Maida, Hilde y a todos los viejos amigos que había dejado allí, pero no se permitía pensar demasiado en eso. Su vida estaba en Londres; era. imposible cambiar eso, y cuando estaba en la cama con Robert y lo sentía moverse dentro de ella, comprendía que no lo cambiaría ni aunque pudiera. Sólo le entraban las dudas durante las largas horas entre la aurora y la oscuridad. Por muy vehemente que se mostrara Robert por la noche, fuera de la cama de matrimonio no le ofrecía ninguna expresión de cariño, ningún ocasional tuteo romántico, ni revelaba ni un asomo de lo que pensaba o sentía. Siempre era cortés, comedido, pero tan distante como la luna. Ella habría entendido mejor las maldiciones y peleas, al menos estaba familiarizada con eso. Sin embargo ningún hombre podría haber sido más generoso. Su yegua sólo fue el primero de muchos tesoros. Le regaló tela para trajes nuevos, un hermoso terciopelo marrón, un corte de lanilla verde y otro color azafrán con rayas azules, le compró una capa forrada en piel, un broche de plata, un peine, tres mallas de seda para el pelo y otro par de zapatos más finos aún que los suyos para la boda. Jamás en su vida había visto tanta riqueza ni poseído tantas cosas finas. Entre ella y Githa habían hecho los vestidos con las telas; se ponía orgullosamente la capa, el broche y los zapatos. Sólo las mallas para el pelo seguían donde las había guardado, en el fondo de su pequeño arcón para la ropa. Pese a la generosidad de Robert, no lograba renunciar a los conocidos y seguros velos y griñones que la cubrían tan bien.

Tal vez le habría resultado más fácil usarlas si Erwyna no se hubiera tomado tanto trabajo en hablarle de Jocelyn, la primera esposa de Robert. Una belleza radiante, le había dicho, de cara y figura hermosa, ojos azules, cabellos dorados y la voz más dulce de toda la cristiandad. Una santa, una criatura gloriosa, un ángel entre las mujeres. Nunca en su vida había sentido con tanta intensidad las imperfecciones de su humanidad. Daba igual que Jocelyn hubiera muerto hacía doce años, en la cama de parto, según le contó Erwyna, con una expresión que sugería que había más, si a ella le venía a bien contarlo. Alyce prefirió no preguntar más detalles. Tampoco le había preguntado nada a Robert. No tenía el menor deseo de despertar a viejos fantasmas, suponiendo que aún anduvieran por la casa. Robert nunca hablaba de su primera mujer, y ella no había encontrado ningún vestido, ni chucherías ni joyas escondidas en alguna parte como recuerdo. No había buscado mucho tampoco. Los secretos del pasado bien podían quedarse en el pasado. Lo único que deseaba era asegurarse el hoy y los días venideros. ¿Pero cómo?

Londres era un campo armado. Pese a la pierna rota que no le sanaba lo suficiente para cabalgar, Simón de Montfort entraba y salía de la ciudad con la osadía de un rey. Tenía tomada la Torre y allí planeaba sus estrategias, y todo Londres lo aclamaba cuando pasaba por las calles en su inmenso carromato. Robert observaba y escuchaba las conversaciones sobre la guerra entre los hombres en las calles, y trataba de no pensar en los cadáveres que se amontonarían en los campos si Montfort y el rey se enfrentaban en una batalla. Eduardo había tenido razón meses atrás cuando le dijo que los hombres que se pasaban la vida midiendo telas y pesando gramos de pimienta no eran capaces de enfrentarse a soldados armados que habían pasado esos mismos años aprendiendo las sutilezas de abatir las cabezas de sus contrincantes. Como siempre que se hablaba de guerra, los negocios les iban bien a los armeros, los trabajadores del metal y los abastecedores de provisiones, pero mal a los hombres como él. Lo cual no significaba que no vendieran nada. Las grandes damas seguían necesitando sedas, y los sacerdotes poderosos seguían necesitando los hábitos de su oficio. Los hombres debían vestirse, después de todo, y los tejedores de Flandes seguían necesitando lana inglesa para sus telares. Se mantenía ocupado. Pero no lo suficientemente ocupado. El terciopelo verde seguía guardado en el arcón, bien envuelto en su paño protector y oculto bajo media docena de otros rollos de tela. Él mismo lo había escondido allí, y después trasladado el arcón al rincón más oscuro de la cámara para no verlo a no ser que se girara y retorciera desagradablemente en su silla. Pero fuera de la vista distaba mucho de significar fuera de la mente. Por mucho que lo intentara, Robert no podía olvidarla. Su recuerdo lo aguijoneaba en momentos extraños, por ejemplo cuando veía a Alyce riendo con uno de los mozos del establo por las travesuras de un gatito, o se la encontraba con las manos llenas de barro hablando con el jardinero y sus ayudantes sobre la plantación de unas hierbas. No era ese el comportamiento adecuado para la hija de un barón, ni lo que él habría

esperado de su mujer, pero lo agradecía. Le resultaba más fácil concentrarse en su trabajo sabiendo que Alyce encajaba tan bien en la nueva vida a la que él la había traído. No, eso no era cierto. No encajaba, lo cambiaba absolutamente todo, al parecer sin intentarlo. Era como si soplara un viento de marzo por Londres trayendo a Alyce a su cola, a veces tempestuosa, muchas veces dulce, pero nunca por mucho rato. Las conversaciones sobre la guerra podían estar rugiendo en las calles, pero siempre que estaba con Alyce, el rugido disminuía a un rumor débil y distante. Ella lo arrastraba y zarandeaba, girando a su alrededor como una brisa errante y rauda, dejando las huellas de su paso por su casa vuelta del revés, para luego continuar su vuelo, siempre fuera de alcance, sin trabas, imposible de retener. Era culpa de él que ella mantuviera su distancia, entregándose intencionadamente a sus deberes auto impuestos como si su alma dependiera de su buena dedicación. Y tal vez fuera así. Él había querido meterla en una caja y ella se había negado, y ahora revoloteaba libre por su casa y su vida, cambiándolo todo de modos que sólo estaba empezando a ver. No era que la casa estuviera más limpia ni su comida mejor preparada; la hosca y malhumorada Erwyna siempre le había llevado bien la casa, y Margaret dirigía la cocina con mano severa pero experta. No, eran cosas más sutiles las que notaba, pequeñas diferencias en las personas que lo rodeaban, una nueva alegría, que llevaban pegada con telarañas invisibles, suavizándoles las aristas de modos desconocidos para él. Incluso Erwyna, que se resentía por tener a otra mujer por encima de ella, ya no refunfuñaba ni parecía furiosa cuando creía que él no la estaba mirando. Más aún, ya no tenía que escuchar las letanías de quejas que antes le llevaban con tanta frecuencia, ni ocuparse de ordenar las cuentas de la casa, ni pensar en otra cosa que no fuera su negocio y los crecientes problemas que lo amenazaban. Sin una sola pregunta sobre cómo, dónde ni por qué, Alyce había tomado sobre sí una carga que él ni siquiera sabía que llevaba, y la había reclamado como suya. Era... perturbador. No era lo que él había planeado, aunque no lograba recordar haber pensado siquiera en los cambios que una esposa produciría en su casa y en su vida. Le había dado varias piezas de tela para vestidos nuevos, y pensó que eso sería suficiente. Sin embargo, sin darse cuenta, al principio al menos, se había sorprendido comprándole pequeños regalos que pensaba le agradarían, un peine, una cinta, un broche de plata para que lo prendiera en su capa, y el dárselos le producía un placer que no había conocido hasta el momento. A diferencia de Jocelyn, que aceptaba esos regalos como algo que no era más de lo debido a ella, y de las mujeres que había mantenido, que siempre calculaban el precio para sopesar así el valor que él les daba, Alyce aceptaba cada pequeño obsequio con una alegría tan pura que hacía aún más dulce el gesto, como si para ella el regalo tuviera menos valor intrínseco que el hecho de habérselo regalado. Para su gran desilusión, los únicos regalos que rehusó ponerse fueron las mallas para el pelo, cada una tejida en seda de distinto color. Cuando las compró se imaginó cómo le brillaría el pelo al sol de la mañana, cómo se le vería el gracioso cuello libre de esos velos y griñones que se lo envolvían, y las imágenes le gustaron. Pero a ella no le gustaron las mallas. Se las agradeció con la misma dulzura y encanto con que le agradecía los demás obsequios, pero no se las ponía nunca. No le había preguntado por qué; no se atrevía. Los dos usaban los mejores modales de la corte cuando se encontraban durante el día, y, aunque él muchas veces ardía con los recuerdos de sus actividades nocturnas, daba la impresión de que ella no las recordaba, como

si una vez que se levantaba de la cama dejara de lado la experiencia con la misma facilidad con que se tira un trapo sucio cuando ya no tiene ninguna utilidad. Rara vez se veían. Su trabajo le exigía ausentarse con frecuencia, pero cuando estaba en casa, ella, por casualidad o por designio, se las arreglaba para no cruzarse en su camino. Sólo cuando se sorprendió inventando pretextos para salir a buscarla, comenzó a pensar qué sería esa nueva locura que se había apoderado de él. Se negaba a llamar amor a eso. Había conocido el amor una vez y no deseaba repetir la experiencia, ni tener que convivir nuevamente con el sentimiento de culpabilidad por haber deseado tanto y haberse aferrado con tanta fuerza que al final lo destruyó. Eso sería como encadenar a Alyce y llevarla a su destrucción. Las noches que compartían debían bastarle; no pasaría de esos límites. Bastante trabajo tenía, en tiempos como ese, en mantener su negocio, sin aventurarse en esa locura. Pero de todos modos no lograba evitar estar vigilante por si la veía, o escuchaba sus pasos rápidos y ligeros, ni dejaba de pensar en las largas y dulces horas de la noche, cuando debía estar atendiendo sus cuentas. Esperaba con ilusión el atardecer, cuando después de cenar se sentaban junto al hogar de la sala y ella le contaba sus aventuras por Londres, con la cara radiante a la luz del fuego y los ojos agrandados por la última maravilla: un mendigo con seis dedos, un burro que sabía contar hasta diez, un perro bailarín, un relicario con el pene desecado de un santo, que tenía fama de curar la impotencia y sanar a las mujeres estériles. Ella no se lo dijo, pero él lo sabía, que pagó los diez peniques que cobraban los sacerdotes por tocar ese miembro marchito. Se llevó ana desilusión cuando le llegó la regla por segunda vez después de la boda, mientras él exhalaba un silencioso y sincero suspiro de alivio. ¡Y no era que no lo hubieran intentado! Fueran cuales fueran las barreras que hubiera entre ellos, éstas desaparecían una vez que se cerraba la puerta de la alcoba. A veces él se preguntaba si habría rejuvenecido, tan ansioso estaba por enseñarle los secretos de la cama conyugal. Jamás había conocido alumna mejor dispuesta, ni una tan inclinada naturalmente a esos placeres íntimos. En la oscuridad, con las cortinas corridas dejando fuera al mundo, cualquier tensión o resentimiento que hubiera surgido durante el día se desvanecía y se relegaba al silencio. En la oscuridad, se encontraban, se unían y flameaban, con una necesidad física que ninguno de los dos podía resistir. Una necesidad del cuerpo, se repetía él una y otra vez; nada más. La perspectiva de Alyce embarazada no era algo para lo que estuviera preparado a enfrentar todavía, pero deseaba tener hijos, y ni siquiera la Santa Madre Iglesia le negaba el placer de engendrarlos, siempre que fuera dentro del vinculo del matrimonio. Sin embargo, a veces, cuando se quedaba dormido con Alyce acurrucada a su lado, cálida, blanda; se sorprendía soñando con hijas, hijas pelirrojas de misteriosos ojos verde musgo. Lo que Alyce soñaba no lo decía. Antes que la luz del amanecer comenzara a entrar por los bordes de las persianas, se levantaba, dejándolo solo en la cama, se vestía en la oscuridad y frío, y se marchaba a misa, con Piers o uno de los guardias por compañía. Aunque antes él siempre se había levantado temprano, nunca la acompañaba; se quedaba en la cama, bañándose en el aroma y calorcillo dejado por ella y preguntándose qué locura se había apoderado de él. Si era una maldición o una bendición, no lo sabía bien, pero se había casado y se acostaba con una mujer de la que no se podía hacer caso omiso, y que no consentiría en

permanecer discretamente a un lado, y nada volvería a ser lo mismo jamás.

-Los hombres son todos iguales. Es difícil tratar con ellos en los mejores momentos. Y si son mercaderes, bueno, hay que armarse de paciencia. Son peores que los nobles y sus peleas, te lo juro. Mary Townsend se dio unas palmaditas en el hinchado vientre y le hizo un guiño a Alyce, como conspiradora en el inmenso trabajo femenino de mantener a los hombres de su mundo firmemente en su lugar. Alyce, sentada a1 otro lado del hogar de los Townsend, no pudo evitar sonreír también. La alegre y mordaz mujer de William la había acogido en su casa y en su familia con el mismo cariño y sencillez con que habría recibido a una vieja amiga a la que no veía desde hacía mucho tiempo. Después de varios encuentros tensos con mujeres de otros mercaderes, que o bien pretendían tener una dignidad que no tenían o se quedaban en incómodos silencios, la amistad sin pretensiones de Mary era para ella un tesoro. -Eso sí -añadió Mary, tratando de ser justa-, más astuto que tu Robert no lo hay. Pero ha corrido desenfrenado durante más de diez años, de modo que necesita un poco de freno. ¿No te lo dije la primera vez que nos vimos? Vigila a ese hombre, te dije, o vete a saber en qué travesuras se va a meter. Alyce volvió a sonreír. Mary era baja y de constitución cuadrada como su marido. Con la carga añadida de un enorme embarazo que estaba casi a término, ya se veía tan redonda como alta. También era franca, sin pelos en la lengua, y hacía gran alarde de tener bien controlado a William, aunque Alyce no había tardado mucho en darse cuenta que esa fiereza era tan falsa como las quejas de William sobre los malos tratos de su mujer. Los dos se amaban profundamente y querían a sus bulliciosos hijos. Más de una vez Alyce se había sorprendido envidiando ese amoroso toma y daca. -Eso me dijiste -repuso-, pero lo que olvidaste decirme fue cómo tenía que hacerlo. Le he dicho que no quiero fiesta de bodas, ¡y más de una vez! Y mucho menos con el peligro de guerra que se cierne sobre nosotros. ¿Qué otra cosa puedo hacer para que me haga caso, aparte de poner tranca a la casa para que no entren los invitados? -No mucho. -Mary se giró con dificultad para cambiar de sitio un cojín de la espalda, y después puso los pies sobre un escabel que le acercó Alyce-. Ay, gracias, cariño. Ojalá este bebé nazca pronto para que así se acabe todo, aunque si es como todos los demás no va a molestar hasta estar seguro de que molesta a todo el mundo de una vez, ya mí más que a nadie. Así son estas criaturitas, será mejor que te prepares. -No me importarían unas pequeñas molestias -dijo Alyce, ceñuda. -Vamos, vamos, no desperdicies ni un solo aliento en preocuparte por eso. Dale tiempo. -Se quedó callada un momento y luego añadió en voz más baja-: Y aunque es pura y tonta superstición, conozco a una mujer que jura que el estiércol de águila en polvo es tan bueno para abrir el vientre a la simiente de un hombre como para hacer más fácil la salida del bebé después. Alyce hizo una mueca. -Sí, no es lo que a mí me gustaría tampoco. Pero sí podrías tratar de dormir sin almohada. Y evitar tomar comidas con vinagre. Hay quien dice que el vinagre pone amargo el vientre.

-Eso lo había oído-dijo Alyce-, pero una de mis mujeres decía que la raíz de rapónchigo en escabeche es una cura segura para un su vientre estéril. -¡Ja! Mejor te pones cabeza abajo y pies arriba para asegurar que la simiente se ponga en su lugar. Es posible que eso sea igual de útil y no tan tonto. -Eso sí que no lo ha sugerido nadie jamás -rió Alyce. Las mejillas redondas de Mary se redondearon más aún y se ensanchó su sonrisa. -Lo han sugerido, sí que lo han dicho. Además, no puedes considerarte estéril cuando aún no han pasado dos meses de tu boda. Aunque con imaginación -se inclinó hacia Alyce con los ojos risueños, conspiradores, y añadió en un susurro-: tu y Robert podríais conseguir casi lo mismo mientras lo hacéis; el ponerte cabeza abajo, quiero decir. Nadie ha dicho que no se pueda tener diversión y hacer un poco de ejercicio en el intento. -Todo eso está muy bien-dijo Alyce cuando acabó de reírse-, pero no soluciona el problema de esta fiesta que quiere dar Robert. -Sí, bueno -dijo Mary como restando importancia al asunto con un gesto de la mano-. Sabes tan bien como yo que esto es más política que otra cosa. Ningún hombre piensa mucho en eso, pero lo que no calcula es el beneficio que va a obtener de la fiesta. Y no se puede negar -añadió con un significativo ladeo de la cabeza- que tú eres un premio del que pocos hombres pueden jactarse. Mercaderes en todo caso. -No es de mí de quien va a alardear-suspiró Alyce-, sino de la conexión con mi padre. -Todo es lo mismo -dijo Mary encogiéndose de hombros-. Tenerte de esposa le sirve para mantener a raya a sus enemigos. Él ha apoyado al rey, y las leyes del rey han dañado a los demás mercaderes y sus negocios. Estarían más que dispuestos a destrozar a Robert miembro por miembro si pudieran, y a mi William junto con él, si llegara el caso, pero no se atreverán a arriesgar la ira del conde Simón si hacen daño a la hija de uno de sus hombres. Y sin duda te harían daño a ti si derribaran a Robert. -Frunció los labios y movió la cabeza, pensativa-. No, nada que puedas decirle convencerá a Robert de no dar su fiesta, así que será mejor que te resignes a ella, y veas qué ropas finas y joyas nuevas puedes obtener del convenio. -¡Ropa y joyas! -exclamó Alyce-. ¿En un momento como éste? Ya ha gastado más en regalos que lo que yo... Se interrumpió. Ni siquiera a Mary le revelaría lo vacío que estaba su joyero ni lo pobre que estaba su guardarropa antes de la generosidad de Robert. -Además -añadió, refugiándose en la indignación-, es posible que alimentar a toda la gente que ha invitado nos deje en la ruina. Quiere pavos reales. ¡En esta época del año! -¡Tiene que hacer ostentación! Es igual para él que para un lord elegante. Parece y actúa como un hombre rico y fuerte, y todos tus enemigos se mantendrán a respetuosa distancia. Muéstrales debilidad, aunque sea en algo tan tonto como una comida, y se te arrojarán encima como lobos hambrientos. Si Mary tenía otras perlas de sabiduría para ofrecerle, no tuvo la oportunidad de hacerlo, porque cuatro niños rubios y sucios eligieron ese momento para irrumpir en la sala. -¡Madre, ven rápido! -gritó el más alto, que sin duda era el que dirigía a la manada-. ¡Va pasando el conde Simón! ¡Con sus hombres! -¡Y dicen que van a luchar contra el rey, mamá!

-¡Esos son caballos de guerra, mamá! Grandes, altos. Y van caballeros, arqueros y soldados también. Alyce y Mary se miraron preocupadas por encima de las cabezas de los niños. Eso no tenía trazas de ser un ejército pequeño. Y si el conde Simón llevaba con él a arqueros y soldados de a pie, quería decir que esperaba necesitarlos. -¿Podemos ir con ellos, mamá?-gritó el cuarto y más pequeño saltando entusiasmado-. Sólo hasta las puertas de la ciudad. ¿Eh? ¿Podemos? ¿Eh? -Desde luego que no, niño tonto. Como si no te fueras a meter bajo los cascos de esos enormes caballos, ¿y qué haría yo entonces? Tendría que remendarte y andarte trayendo en peso hasta que te mejoraras, eso. Y yo con esta tripa. El peligro de daños corporales no bastó para apagar el entusiasmo de los niños Townsend. Tironearon y suplicaron a su madre hasta que la levantaron del sillón, protestando y regañando, y la llevaron a rastras hasta la puerta. Alyce los siguió con tristeza. Esos despliegues marciales se estaban haciendo habituales en las calles de Londres. Ya debería estar acostumbrada, pero lo único que hacían era estirarla más entre las lealtades a su padre y a su marido. Ambos lados tenían buenos argumentos a su favor, pero para su forma de pensar, ninguno de ellos valía la vida de un hombre, y no digamos los cientos de vidas que se perderían en la lucha y la inevitable ruptura y desorganización que acarrearía una guerra. Con todas sus peleas, las mujeres nunca habían sitiado una ciudad ni matado a un inocente por unas cuantas palabras escritas en un pergamino. Pensamientos inútiles, como inútil preocuparse por ellos. Robert había elegido su camino, y su padre elegido el suyo. Ella debía sacar el mejor partido de eso a su pesar. Corrió detrás de los niños y su madre. Tampoco quería perderse el espectáculo, por poco que le gustaran sus motivos. La casa y la tienda de Townsend estaban en una concurrida calle lateral que conducía directamente a East Cheap, una de las principales calles de Londres. Toda la gente iba corriendo en esa dirección. En la calle East Cheap había una enorme multitud apiñada a ambos lados mirando el desfile que iba pasando lentamente por el centro. Mientras Mary y los dos criados que los acompañaban vigilaban a los entusiasmados niños, Alyce encontró un lugar seguro en la grada de piedra del vano de una puerta, que le permitía mirar sin estorbar el paso de la gente. Las calles principales de Londres eran lo suficientemente anchas para dar cabida a columnas de doce o más caballeros, pero era muy fácil verse arrastrada por la multitud aglomerada a cada lado, y con los empujones caer bajo las patas de los caballos enormes que tanto embelesaban a los hijos de Mary. El impresionante desfile era como para encender la imaginación de cualquier niño que hubiera escuchado alguna leyenda épica: caballeros armados montando corceles de guerra, hombres de rostros inflexibles marchando lado a lado junto a jóvenes sonrientes por la adulación. A ningún muchacho aspirante a la gloria se le ocurriría perder el tiempo pensando en las palas cargadas en las carretas junto con las tiendas y los cazos para cocinar, palas que se usarían tanto para cavar tumbas como letrinas. Apenas prestarían atención a los sacerdotes que acompañaban a los soldados para darles la absolución antes de la batalla y para después recitar una oración sobre los muertos. Era un espectáculo que Alyce habría preferido no haber visto nunca. Estaba contemplando la multitud, medio asqueada por su furia y por el aire festivo, cuando le atrajo

la atención un par de hombres parados en medio de la apretada muchedumbre en el otro extremo de la calle. Se puso de puntillas y estiró el cuello para ver un poco mejor. Los dos hombres intercambiaron unas cuantas palabras y luego el más bajo asintió secamente; se perdió en medio de la multitud, mientras el otro más alto y flaco se abría paso por entre la gente y tomaba por una calle lateral estrecha, sin mirar ni una sola vez ni a la derecha ni a la izquierda, como tampoco al ejército que iba pasando. Alyce lo observó todo el tiempo que estuvo a la vista, y después recuperó su posición perpleja. ¿No era John Rareton el que había estado hablando con Alan de Hensford, el enemigo de Robert, al que viera metido en el montón de estiércol en las afueras de Cripplegate? No tuvo ocasión de hacer algo más fuera de pensar. La luz del sol reflejada en la armadura de uno de los caballeros que iban pasando le desvió la atención a asuntos más inmediatos. Se quedó paralizada un momento, mirando fijamente, no muy segura de 1o que veía. Pero no estaba equivocada, Bajó de su puesto y se metió entre la multitud, abriéndose paso a codazos hasta el centro de la calle. -¡Hubert! Su hermane ya iba en la siguiente travesía cuando logró librarse de la multitud. -¡Hubert! Él detuvo su caballo, que piafó y se agitó inquieto, tratando de ver por encima de la armadura nueva que llevaba, para ver quién lo llamaba. No se había equivocado respecto a en qué se iban a gastar las cien libras de Robert, pensó Alyce, avanzando por un lado para no ponerse al alcance de los cascos del semental. -¡Alyce! -exclamó Hubert, sacando al caballo de la fila de soldados, indiferente a las personas que tuvieron que apretujarse para no ser atropelladas. Alyce también se mantuvo a distancia prudente, estirando el cuello para verlo. Casi no lo reconoció. Estaba afeitado, con la barba bien recortada, y eso, además de la armadura nueva y el magnífico semental que montaba, le daba una apariencia aguerrida, osada, que haría latir más fuerte el corazón de más de una doncella. -¿Qué haces aquí, Hubert? ¿Dónde está padre? ¿Cuánto tiempo llevas en Londres? ¿Adónde vas? ¿Por qué...? -¡Para! ¡Para! -rió él-. Parece que Londres y tu marido te han soltado la lengua. No te recuerdo tan llena de preguntas antes que te casaras. -No esperaba verte aquí. ¿Cuándo...? -He estado en la torre de Londres los nueve últimos días. Padre está en el consejo del conde Simón y... -¿Nueve días? -exclamó ella, dolida, retrocediendo-. ¿Y no has enviado ningún mensaje? -Teníamos cosas más importantes de que preocuparnos, como deberías saber. Su enorme caballo se agitó, impaciente por la detención. Alyce dejó pasar el comentario. -¿Pero adónde vas? ¿Vas... a la guerra? -Todavía no. Tenemos que ayudar al destacamento de Northampton. El conde Simón

sólo nos acompañará hasta la puerta, aunque no me cabe duda de que se nos reunirá muy pronto. Y cuando lo haga, demostraremos al rey y al hijo de puta Eduardo qué tontería es asesorarse con extranjeros en lugar de hacerlo con los buenos ingleses. Te lo digo, Alyce, esto será algo grandioso. Sabes que tenemos el derecho y a Dios de nuestro lado. ¡Sólo podemos ganar! Alyce jamás había visto ni a Hubert ni a su padre luchar por nada que no fuera la diversión y el propio interés, y no estaba muy segura de que su causa triunfaría, por lo tanto también dejó pasar eso sin comentario. -Supongo que tendrás algún tiempo para hacer una comida con nosotros. Al menos una copa de vino, para contarme cómo está la gente de Colmaine. -¿Comer en la casa de un mercader? Bueno, eso sí es una broma. Aunque debo decir añadió, mirándola de arriba abajo-, que te sienta bien ser la mujer de un mercader. Sigues siendo flaca como un poste, pero nunca te había visto vestida tan elegante. «Porque padre siempre escatimaba el dinero para algo mejor que un feo vestido de diario.» Consiguió no decir eso. -Es una casa hermosa -dijo-, y el vino muchísimo mejor que el que tiene padre en sus bodegas. ¿De verdad no puedes retrasarte un rato? -De pronto, la necesidad de hablar con alguien conocido, con alguien de Colmaine se le hizo avasalladora-. ¿Una copa? -¡Hubert! -Sir Fulk detuvo a su roano junto al caballo de Hubert-. ¿Qué haces, hombre? Deberías estar... ¡Alyce! -Miró a la multitud con desagrado y luego a Alyce, ceñudo-. ¿Qué haces aquí, muchacha, en medio del camino, como una vulgar plebeya? Esto no es Colmaine, ¿sabes?, y no eres una marrana plebeya para andar por aquí sin escolta. ¿En qué piensa tu marido? -Eh... -Y sigues plana como una piedra. ¿Es que Wardell no tiene bolas para engendrar bebés? ¡Ponte a ello! Quiero nietos, ¡aunque sean críos de un mercader! Alyce sintió arder la cara y le subieron los colores. Apretó las manos en puños y tuvo que morderse la lengua para no contestar. -¡Vete a casa, muchacha! Tienes que honrar nuestro apellido. Vete a casa. -Miró enfurruñado a su hijo-. Y tú, condenado estúpido, ¿Crees que puedes pavonearte como un pavo real ahora que te hemos comprado ese caballo y esa armadura? Bueno, pues vuelve a pensarlo. Y mientras lo piensas mueve el culo, o te pincharé para que lo hagas. Hizo girar su montura y emprendió el trote obligando a los soldados de a pie y a los mirones a hacerse a un lado para no ser atropellados. Hubert sonrió se encogió de hombros y cogió las riendas. -Hasta otro día, hermana. Hasta entonces, será mejor que le des ostras a ese hombre tuyo, si quieres hinchar la tripa y parir críos. Dicho eso, espoleó su montura y emprendió un atronador trote. Alyce se quedó allí furiosa y con la cara roja, apartándose lo mejor que pudo para dejar pasar a la soldadesca.

-Lord Eduardo pide demasiado. No conviene matar a la vaca sólo porque se quiere más leche.

Las furiosas palabras de Robert cortaron el aire como cuchillas. El hombre que estaba sentado frente a él en la mesa arqueó una ceja, y apretó los labios hasta una débil insinuación de sonrisa burlona. En la cámara fuerte sin ventanas, con sólo la tenue luz de las velas para iluminar la penumbra, su expresión tenía visos satánicos. -Siempre podéis negaros a las peticiones de Eduardo. Robert no contestó. No tenía por qué. Los dos sabían que no podía desafiar al lord Eduardo ni negarse a obedecerle. No en esos momentos. El hombre se encogió de hombros como diciendo que había dado una salida a Robert, y que si se negaba a aceptarla era asunto suyo. -Montfort ha enviado hombres a reforzar las tropas de Northampton, aunque él se queda en Londres. Los obispos de Oxford parlamentan con el rey en nombre de Montfort, pero si bien el conde Simón podría estar dispuesto a ceder en algunos puntos, no va a ceder ni una pulgada en su negativa a permitir que el rey nombre extranjeros para su consejo. Y Eduardo... -El visitante miró la puerta. Estaba firmemente cerrada, pero bajó la voz y se inclinó sobre la mesa-, la dureza de lord Eduardo con los que desafiaron al rey le ha ganado más enemigos y reforzado la resistencia de los barones. Eduardo es listo, y se ha atraído a su lado a un buen número de seguidores de Simón, pero hay quienes piensan que eso no es suficiente. Inglaterra acude a las llamadas de Simón, no a las de Enrique ni de su hijo. Los grandes nobles sobrevivirán, venga lo que venga, pero el resto de nosotros... Volvió a encogerse de hombros y se apoyó en el respaldo dc su sillón, sacudiendo la cabeza. No necesitaba terminar la frase. Los dos sabían el alto precio que se exigiría a los perdedores si ganaban el conde Simón y sus barones. También sabían que incluso los que eligieran el lado ganador podían quedar atrapados y olvidados por los poderosos a cuya victoria contribuían. Robert bajo la vista a su copa de vino. El líquido se veía negro y denso a la parpadeante luz de las velas. Levantó la copa hasta sus labios y bebió un trago, y la bajó lentamente hasta la mesa. -Inglaterra ha demostrado ser voluble en sus lealtades. Por justa que sea la causa del conde Simón, y no voy a negar que es bastante justa, al final Inglaterra no abandonará a su rey. Digo que Enrique triunfará. -Yo no estoy tan seguro de eso. Robert sostuvo la oscura mirada del hombre con una igualmente franca. -Es poco lo seguro en esta vida -dijo con dureza-, y no hay nada seguro cuando hombres como nosotros se entrometen en los asuntos de reyes y tontos. -Movió la cabeza, más en gesto de resignación que de negación-. Os digo, francamente, que estamos jugando un juego de tontos, que dejará una estela de viudas y huérfanos. La boca de su visitante se torció en una sonrisa irónica. -Yo creía que los tontos sólo jugaban al juego del amor. Robert apretó más los dedos alrededor de la copa. -Eso también. -Os habéis puesto escéptico en vuestra vejez, Wardell. Durante unos instantes se miraron fijamente. Después Robert dejó bruscamente la copa a un lado y se puso en pie. El ruido del sillón al raspar la áspera piedra del suelo sonó como los gritos de los condenados.

-Decidle a lord Eduardo que haré lo que pueda para satisfacer su petición. No puedo prometer más.

Capítulo 11 Los riesgos del juego Robert no se molestó en acompañar a su visitante hasta la salida de la casa. Le sostuvo la puerta de la cámara fuerte y la cerró una vez que salió. Las llamas de las velas oscilaron, hacia arriba y hacia abajo con la ráfaga de aire que entró, haciendo bailar la luz en las sombras. El sonido de los pasos del hombre por los peldaños de piedra llegaron apagados por la maciza puerta de roble hasta desvanecerse en el silencio. Con un furioso gruñido, Robert se apoyó en la puerta, con la cabeza gacha, los brazos cruzados en el pecho, y miró atentamente el cuarto. Lo había hecho construir junto con la sala nueva, los aposentos de arriba y las nuevas dependencias de cocina adyacentes. Sentía la necesidad de tener un lugar donde guardar sus monedas y sus telas preciosas, un lugar a prueba de ladrones y de los estragos del fuego. Tenía lo que había deseado. El propio rey estaría feliz de contar con la seguridad que ofrecía esa cámara. No había ventanas que rompieran la firmeza de los gruesos muros, el techo y el suelo, y sólo había unos estrechos agujeros para airearla y secar la humedad. El único punto vulnerable era la puerta reforzada con rejas de hierro en que estaba apoyado, que era todo lo fuerte y maciza que era capaz de fabricar el hombre. Pero ni siquiera los muros de piedra ni las puertas con rejas de hierro estaban a prueba del peligro de la destrucción desde dentro. Robert no se hacía ninguna ilusión. La exigencia de Eduardo de más préstamos podía destruirlo con la misma facilidad que un incendio, los ladrones y los pillajes de la guerra. Aun en el caso de que ganara Eduardo, y no había ninguna garantía de eso, ni ninguna seguridad de que sobreviviera al conflicto, su victoria no significaría nada si su negocio ya estaba arruinado por la presión combinada de las peticiones del príncipe y las demoledoras tensiones de un país en guerra. Si sólo estuviera él, no importaría mucho. Podría reconstruirlo todo si era necesario. Pero no había actuado solo, y si caía, otros quedarían aplastados debajo de él, incapaces de volver a levantarse. Su amigo William podría recuperarse, pero no así Richard Tennys, ni John Byngham, ni Hugh Giffard, ni Walter Gournay, ni ninguno de los otros. Todos hombres buenos, hombres con familia. Hombres que habían confiado en él, lo habían seguido, aun cuando él los advirtió, ¡Dios!, con cuanta frecuencia les habló de los riesgos que corrían, de los peligros que enfrentaban. Sin embargo, todos insistieron en seguirlo, pensando que tenía razón, tal como había tenido razón en tantas otras cosas a lo largo de los años. Habían confiado en él en el pasado y gracias a eso acrecentaron sus riquezas. Confiaban en él ahora, cuando corrían el riesgo de perder no sólo esa riqueza sino también todo lo demás que les importaba. E1 peligro no estaba solamente en un lado de la balanza. Si triunfaba Montfort,

destruiría al rey o a lord Eduardo, pero podría recompensar pródigamente a quienes lo habían apoyado dándole las riquezas de los partidarios de Eduardo. Si ganaba el rey y él se negara a esa nueva exigencia de fondos, Eduardo sería capaz de olvidar que tenía otras deudas más antiguas. Incluso podría llegar a vengarse de él por negarle los fondos que necesitaba en esos momentos, y la venganza de un príncipe orgulloso podía ser terrible. Desechó ese pensamiento. No fallaría. Estaba seguro de que Eduardo triunfaría al final, tal como estaba seguro de haber sopesado bien los riesgos y las recompensas. Lo que más lo preocupaba no eran las exigencias de Eduardo ni los peligros que entrañaban; desde el comienzo sabía que ésas eran algunas posibilidades. Lo que no había imaginado era que Alyce, la idea de lo que podría sufrir ella si él fallaba, se le hubiera metido con tanta potencia en la mente que coloreaba todas sus palabras, todos sus pensamientos. El terciopelo verde que estaba escondido en el arcón detrás de él le había parecido algo vivo y parlante mientras atendía a su visitante, su mensaje claro, su presencia ineludible. Eso era locura; se había casado por motivos de estrategia y porque necesitaba engendrar herederos; su matrimonio era un contrato de negocios, nada más. Él había conseguido afirmar un pie en el campo contrario y ella conseguido un marido y una vida mucho más cómoda que la que había llevado encerrada en el ruinoso castillo de su padre. Los placeres físicos de su unión eran un simple beneficio extra, agradable, sí, pero no esencial. Debía mantener su distancia de Alyce y de su creciente necesidad de ella. Ya se había aferrado excesivamente una vez, necesitando, deseando, demasiado. No volvería a cometer el mismo error. Al pensarlo soltó una maldición. ¿Cuántas veces debía repetirse eso? Se apartó bruscamente de la puerta, irritado consigo mismo y con sus turbulentos pensamientos. No podía entregarse a ellos, y mucho menos en esos momentos; tal vez nunca. Mientras tanto, seguía teniendo su negocio en que ocuparse: lana por embarcar, telas por comprar y vender. Tenía un cargamento de lana para Flandes, para el cual había arreglado el transporte. Arreglar, lógicamente, significaba untar al capitán y a los estibadores que cargarían el barco y pagar al corrupto funcionario portuario que por un lado recibía sus peniques del. gobierno y por el otro se forraba de libras esquilmando a los mercaderes. No había nada nuevo en eso. La única diferencia en esos momentos era que la escasez había elevado el precio de los sobornos. Fuera cual fuera el precio, la lana debía salir ese día. Dada la situación política, estaban atracando poquísimos barcos en los muelles de Londres y la necesidad de vender la lana que se iba acumulando en sus almacenes era más urgente que nunca. Ya la había pagado, y no sería posible recuperar la inversión, y mucho menos hacer beneficios, mientras la lana no saliera de Inglaterra y llegara a las manos de los tejedores de Flandes. Y si no lograba hacer beneficios, no tendría el dinero para comprar la lana de la próxima esquila, lo cual dañaría a todos los que dependían de eso. Cuando los mercados se derrumban, como corrían el riesgo en esos momentos, la gente se muere de hambre. Por el otro lado, con las restricciones para el transporte, los tejedores de Flandes corrían el riesgo de tener ociosos los telares por falta de lana. Con gusto pagarían precios con primas por lana de alta calidad como la de él. Por lo tanto, si lograba hacer llegar su lana a los mercados que la necesitaban, podría hacer considerables beneficios, beneficios que le ofrecerían seguridad contra lord Eduardo y sus exigencias a la vez. que cubrirían las compras

del próximo año. Pero primero tenía que hacerla llegar a Flandes. El negocio no acaba cuando el mundo está vuelto del revés.

Henley había acompañado a Alyce a la casa de los Townsend, y la acompañó de vuelta, pero la llevó por calles secundarias y callejones estrechos y fétidos, para eludir a la muchedumbre entusiasta que continuaba allí después del paso del conde Simón. Alyce casi no veía por dónde pasaba; seguía vibrando por los golpes que su padre y su hermano asestaron a su alma. ¡No querían rebajarse a comer en la casa de un mercader! ¡Ni siquiera aceptaban su vino! Era dinero de Robert el que había puesto esa fina armadura sobre el cuerpo de Hubert y ese semental aún más fino que llevaba debajo, pero ni siquiera con un gesto reconocían su deuda hacia él... ni hacia ella. Por dentro rabió, maldijo y lloró; por fuera permanecía fría y silenciosa. Pero sabía que Henley lo notaba; a cada momento le dirigía nerviosas miradas por encima del hombro, como si creyera que dc repente se iba a desmoronar o a estallar de furia. No haría ninguna de esas dos cosas. No haría un espectáculo de su dolor para diversión del mundo. Maida e Hilde habrían entendido, pero no había nadie en todo Londres a quien pudiera mostrar su herido corazón. Ni a Mary ni a Githa. Ni a Robert. Ciertamente a Robert no. Cerró los ojos para no ver la imagen de Robert, que de pronto apareció suspendida en el aire delante de ella. Pero no le sirvió de nada... su cara la siguió, entrando en la oscuridad bajo sus párpados. Si hubiera sido de noche, podría haberse metido en la cama junto a él y abandonarse a su calor y fuerza. Le dolieron los hombros de deseo de sentir sus brazos alrededor de ellos. Qué importaba que él no la amara y la mantuviera a prudente distancia una vez que ella se levantaba de la cama que compartían. Ansiaba su presencia tranquilizadora, su certeza; de ellas podría extraer la seguridad suficiente para recuperar esa parte de sí misma que con tanta despreocupación habían pisoteado su hermano y su padre sobre el lodo de Fast Cheap. Pero cuando entraron en la calle que discurría delante de la casa Wardell, lo primero que vio fue a un grupo de escolares que estaban apiñados a un lado de la puerta cerrada, riéndose de algo que uno de ellos estaba dibujando con tiza en la pared. Henley gritó, pero ella ya había puesto el caballo al galope, furiosa por el insulto a Robert y a su casa. Los niños se giraron con los ojos desorbitados y se dispersaron como palomas ante un gato. Alyce los persiguió. Demasiado tarde; ya habían escapado por los estrechos callejones laterales, riendo y burlándose, sabiendo que ella no podía darles alcance. Henley soltó una maldición y de todos modos cargó con su caballo detrás de un par. Alyce tiró de las riendas de Graciela, deteniéndola en el centro de la calle. La yegua piafó y medio se encabritó, entusiasmada por la carrera y deseosa de continuar el juego. Uno de los niños, más osado que los demás, asomó la cabeza por detrás de una carreta y después atravesó la calle corriendo delante de ella, sacando la lengua y agitando los dedos en un gesto obsceno. -¡ja, ja, ja!

Henley, que iba saliendo de la calle lateral, con las manos vacías y furioso por verse burlado, rugió un juramento y espoleó su caballo. -Cógeme si puedes -gritó el niño, encantado por la furia que había provocado. De un salto se apartó del camino de Henley, esquivándolo, pasó por entre la carreta y la pared de la casa y desapareció por un sendero tan estrecho que ni siquiera se podía llamar callejón. Henley estaba a punto de saltar de su montura para seguirlo cuando ella le gritó que no lo hiciera. -Con vuestro perdón, milady -masculló cuando de mala gana se le reunió-. Debería haber atrapado al menos a uno de esos pajarracos. No han sido otra cosa que problema. Eso es lo que pasa por enseñarles a leer y escribir, eso, se hacen la idea de que son superiores. Los dos pararon en seco al ver lo que habían dibujado los niños en la pared. Cierto que Henley no podía leer los insultos, la mayoría escritos en francés o en mal latín, y todos ellos vulgares, pero era imposible no entender el significado de las figuras dibujadas con simples rayas en la piedra. Estaba Robert, besándole el trasero desnudo a un anciano con una corona que estaba pisoteando a otras figuras más pequeñas, los ciudadanos de Londres, sin duda. Otra era una mujer bizca sentada con las manos sobre una bolsa de dinero, las piernas abiertas indecentemente y enseñando buena parte de los escuálidos tobillos. Alyce nunca se había considerado bizca, pero no tuvo más dificultad para reconocerse en esa figura que la que tuvo para reconocer a Robert en la otra. Había otras peores, pero se volvió hacia otro lado, con el estomago revuelto. Henley movió la cabeza, asqueado. -A Erwyna le va a dar un ataque de furia por tener que fregar la pared otra vez. -¿Otra vez? -exclamó Alyce, arrancada de su conmoción-. ¿Han hecho esto antes? -Sí, milady. Dos o tres veces, por lo menos. Son los niños de la escuela que hay más allá por esta misma calle. Muchos son hijos de mercaderes, que han oído a sus padres maldecir al señor Wardell por apoyar a lord Eduardo. -Frunció el ceño, juntando sus hirsutas cejas encima de la nariz, y miró furibundo la suciedad de la pared-. Si alguna vez los cojo, no podrán sentarse durante una semana, lo juro. -Oh-dijo Alyce débilmente. Volvió a mirar la pared. Al ver por segunda vez las palabras garabateadas y las groseras figuras, le desapareció el malestar de estómago, reemplazado por una creciente furia. ¿Cómo se atreven? ¿Cómo se atreven? Todas las tensiones e insultos del día se fundieron en una rabia enloquecedora que la consumió como un incendio, quemándole la incertidumbre y las dudas que se habían apoderado de ella. Se ladeó en la silla y golpeó la puerta con los puños enguantados. Tan pronto la abrieron entró al trote, sin contestar el atento saludo del mozo de cuadras que la sostenía. Mientras entraba en el patio y desmontaba, fueron asomando cabezas por las ventanas y por detrás de las puertas. -¿Dónde está el señor Wardell?-preguntó, entregando las riendas al muchacho que había abierto la puerta. El muchacho la miró sobresaltado.

-No está, milady. -¡No está! -No. Fue a los muelles. Alyce puso de lado la irritación irracional que la acometió porque Robert no estaba allí cuando lo necesitaba. Hizo un gesto a una de las fregonas, que había asomado la nariz para ver quién llegaba. -Ve a buscar escobillas y baldes para fregar la pared por tuera. No tuvo que explicar por qué, hecho que sólo le aumentó la rabia. - ¿Está el señor Rareton? La criada negó con la cabeza y se escabulló, impaciente por estar fuera del alcance de su ira. -El señor Rareton está en los muelles con el señor Wardell –dijo una voz. Sobresaltada, Alyce se giró y vio a Piers bajando las escaleras en dirección hacia ella. -Al menos eso era lo que pensaba hacer el señor Rareton -continuó Piers-. No estaba aquí cuando el señor Wardell se marchó, por lo que no puedo decir de cierto adónde fue. Comprendiendo al instante la expresión interrogante de Alyce, añadió, a modo de explicación-: Tenemos que embarcar un cargamento de lana para Flandes. -¿Cuánto tardarán? -preguntó ella, en tono más duro que el que hubiera querido. -Es imposible saberlo, milady. El señor Wardell tuvo una visita esta mañana, y eso los retrasó. Puesto que el señor Rareton no había regresado, me dijo que terminara mi trabajo aquí y después fuera a reunirme con él en los muelles. -¿Por qué no envió al señor Rareton? ¿O a ti? -Temía que se presentara algún problema con los trabajadores del río, milady. Que no permitieran atracar al barco, o se negaran a cargar la lana, o a permitir que lo hicieran nuestros hombres. O que arrojaran la lana al río para que se la llevara la corriente, o echaran aceite en los sacos con la mejor lana. Lo que fuera que hiciera más daño. Sabéis que el señor Wardell no es ningún favorito de ellos este último tiempo. Seguro que... -Sí, sí -interrumpió ella. No tenía la menor intención de revelar que Robert no le había dicho ni una sílaba sobre su negocio ni sobre cómo iba. Ese hecho le dolió casi más que las palabras de su padre unos momentos antes-. ¿Puedes llevarme hasta él? -¿Llevaros a los muelles? Pero... -La expresión de Piers se ensombreció-. No hay nada ahí para alguien como vos, milady. De verdad. -¿Alguien como yo?-repitió ella. ¿Qué era ella, entonces? ¿Una mujer de mercader que no sabía nada de su negocio? ¿Una hija de barón cuyo padre la ignoraba e insultaba? ¿Una señora cuyos criados le tenían demasiado miedo para decirle lo de los insultos y burlas de escolares revoltosos? Por un instante el pequeño patio le pareció un inmenso desierto en el que ella era un ínfimo puntito. -Dile a Henley que te acompañe, si es necesario -dijo cogiendo las riendas de Graciela de manos del muchacho-. Quiero que me lleves adonde está Robert, el señor Wardell. Ahora mismo.

-¿Qué es eso de que no vais a cargar el barco? Se le retorcieron los dedos a Robert por el deseo de estrangular al engreído hideputa que tenía delante, las ansías de enterrar los dedos en ese cuello gordo y sucio y apretar, apretar hasta que le saltaran los ojos de la cara y le quedara colgando la embustera lengua, morada e que hinchada como la de un ahorcado. Por arriba pasó una gaviota graznando su protesta. El barco se mecía impaciente tironeando de sus amarras al atracadero, zarandeado por la marea que pronto lo llevaría de vuelta a la mar. Crujían los mástiles y una esquina de vela suelta golpeteaba y golpeteaba los aparejos, con un sonido duro y agudo que dominaba por encima de los sonidos naturales murmullos del enorme río. Esos conocidos sonidos sonaban extrañamente fuertes al no oírse ni tan siquiera un susurro entre los trabajadores portuarios que estaban en el muelle, con los ojos entornados, los cuerpos tensos y moviendo las manos para tenerlas al alcance de sus garrotes y cuchillos. Los marineros que observaban desde la cubierta del barco estaban igualmente silenciosos. Ésa no era su pelea, pero Robert sabía que se dejarían arrastrar fácilmente a una si se les daba algún pretexto. -Hicimos un trato, Pyket -dijo al jefe de los trabajadores-. Os pagué bien a ti y a tus hombres por vuestra... ayuda. -Bueno, sí, tal vez hicimos un trato, y bueno, tal vez no lo hicimos. En cuanto a ser bien pagados... -El corpulento estibador dobló el codo y se rascó la axila, haciendo una mueca como si estuviera sumido en pensamientos serios-. Bueno, eso es cuestión de opiniones, ¿no os parece? -¡Que me cuelguen si me parece! -¡Wardell! -gritó el capitán del barco, hombre de nariz afilada y tan pulcro como las ratas de su bodega, mirándolo con evidente desaprobación-. Vuestra pelea con este hombre no es asunto mío, pero la marea sí lo es. Si no podéis cargar vuestra mercancía, hay otros que sí pueden, y no puedo esperar. Ya tengo suficientes problemas llevando mercancías inglesas estos días como para mezclarme en una pelea entre ingleses. -Miró a Pyket, disgustado-. Y mucho menos en una vuestra. -Esto no es una pelea, Hoeke -contestó Robert. Entornó los ojos peligrosamente-. Es cuestión de hacer tratos con ladrones y tramposos. -¿Ladrones, eh? -rugió el estibador-. Yo os enseñaré qué son ladrones... -No hace falta que le enseñes nada. Wardell lo sabe todo en cuestión de robos. Robert volvió bruscamente la cabeza ante esa nueva interrupción. -¡Hensford! -Robert miró fijamente al hombre larguirucho que estaba en lo alto de la escalera que subía del muelle al almacén-. ¿Qué te trae por aquí? -¿Qué me trae aquí? -rió Hensford. Bajó los peldaños con el arrogante pavoneo de un hombre que sabe que es el centro de atención y lo disfruta-. Vamos, lo mismo que te ha traído a ti, Wardell. Un barco. -Con un movimiento de la mano indicó el barco atracado detrás de Robert-. El del capitán Hoeke, para ser más exacto. No miró al capitán ni al barco; su mirada estaba clavada en Robert, observándolo con la cara tensa, con la avidez de un predador que ve a su presa casi al alcance de sus garras-. Me servirá admirablemente para transportar mi lana a Flandes. -¡Tu lana!

-Mi lana, Wardell -sonrió Hensford-. Pregúntale a Pyket. El corpulento estibador se meció incómodo sobre uno y otro pie. Una cosa era engañar a un hombre que ya le había pagado, y otra muy diferente que el propio hombre que lo sobornó pusiera al descubierto el engaño. Si hubiera sido un asunto entre los dos mercaderes solos, bien podría haberse largado, pero por desgracia había testigos, y él tenía que proteger su posición entre los trabajadores portuarios. Los enfadados murmullos que oyó entre sus hombres le dieron una clara advertencia: no aceptarían de buen grado ninguna movida que pusiera en peligro las ganancias ilícitas recabadas de mercaderes deseosos de enviar sus remesas y de capitanes ansiosos por tener carga en sus barcos. -¿Aceptaste dinero de Hensford, Pyket, para dejarme en la estacada a mí y cargar su mercancía en lugar de la mía? -le preguntó Robert. -Bueno, no hay que decir, en lugar de. -Pyket hundió aún más la cabeza en su cuello. Miró furioso a Hensford; éste le devolvió la mirada, con una ceja arqueada en silenciosa advertencia, que no le pasó inadvertida-. El señor Hensford tenía trabajo para nosotros, eso es todo. No hay nada malo en eso. -No, a no ser que te exija romper tu trato conmigo. Robert notó que sus hombres se movían inquietos. Los trabajadores del puerto los sobrepasaban en número, incluso contando a los dos hombres que se habían quedado vigilando las carretas con la lana en la calle. Si los marineros se unían a la pelea, serían tres contra uno, y aunque sus guardias portaban espadas, lo que les daba la ventaja de llegar más lejos, un garrote pesado podía romper los huesos del brazo de un hombre armado en un solo golpe bien dado. Maldijo para sus adentros. Debería haber esperado a Rareton. Debería haber traído a Piers, al viejo Joshua y a los muchachos del establo. Les habría llevado más tiempo, pero podrían haber cargado el barco mientras él y sus hombres montaban guardia. Pero ya era demasiado tarde para preocuparse por todas las cosas que debería haber hecho. Había estado preocupado por la maldita marea y distraído por las nuevas exigencias de Eduardo, pero ni la marea, ni el traicionero engaño, ni los viejos enemigos se interpondrían entre él y su objetivo. No lo permitiría. -Mis hombres cargarán mi lana, Hoeke -dijo, sin quitar la vista de Pyket y sus hombres-. Después de eso, si hay tiempo y queda espacio en vuestra bodega, Hensford puede cargar la suya. Pyket se movió indeciso, sin saber cómo responder a un desafío tan directo. -Adelante, Pyket -dijo Hensford, sonriendo burlón-. Carga la lana de un hombre que prefiere besarle el culo al rey que apoyar a los que luchan por sus colegas londinenses. Pyket titubeó. Sus hombres avanzaron unos pasos, mascullando, con las caras duras e inflexibles. -¡Que el diablo os lleve a todos, ingleses pendencieros! -exclamó Hoeke enfurecido-. Encontraré carga en otra parte. Giró sobre sus talones y se habría alejado si Robert no le cierra el paso. -Puede ser que nos lleve el diablo, Hoeke -le dijo mansamente-, pero mientras tanto llevaréis mi lana. Hicimos un trato. Pese a la codicia de Pyket, eso no ha cambiado, Mis hombres... Soltando una maldición, Pyket sacó su cuchillo. Pero antes de que pudiera avanzar un

paso, un grito proveniente de arriba los hizo volverse a todos sobresaltados. -¡Milady, no! Como un ángel guerrero lanzado al grito de batalla, Alyce apareció repentinamente en lo alto de la escalera, la cabeza erguida y los ojos desafiantes. Sus ojos arrojaban fuego y su capa ondeaba al viento como alas. Robert abrió la boca, atónito, y maldijo por lo bajo. Bajó la mano hasta su espada, pero no se atrevió a desenvainarla. Todavía no, no, mientras no fuera absolutamente necesario. Sin vacilar, Alyce ordenó a su montura iniciar el descenso. Un peldaño, otro... Entonces la yegua saltó por encima de los demás peldaños, elevándose en el aire y aterrizando sobre el muelle adoquinado, escarbando con los cascos herrados para agarrarse al suelo. Los hombres de ambos lados saltaron hacia atrás al paso de Alyce; enmudecidos Por la sorpresa, ni siquiera maldijeron. Pyket retrocedió otro paso, moviendo los ojos de un lado a otro, tratando de hacer frente a esa nueva amenaza sin dejar de vigilar la primera. Si Alyce hubiera blandido una espada de fuego no podría haberlos acobardado más. Tiró las riendas y la yegua se detuvo, piafando y bailando a menos de tres palmos del boquiabierto capitán, que retrocedió instintivamente. Ella le dirigió una altiva y fulminante mirada y luego paseó la vista por los demás hombres boquiabiertos congregados en el muelle. Frunció los labios y arqueó desdeñosamente las cejas, sin prestar la menor atención a Piers ni a Henley, que con sumo cuidado iban bajando la escalera peldaño a peldaño con sus caballos. A Robert se le revolvió el estómago de miedo y rabia inútil: con ella, por venir y con Piers y Henley, por permitírselo. Los colgaría a los dos, justo después de estrangularla a ella por meterse tan temerariamente en ese peligro. ¡Tonta orgullosa y obstinada! ¿Qué creería que podía lograr con esa locura? ¿Y qué demonios la había llevado allí? Uno de los estibadores, una enorme bestia de pelo negro, que más parecía un oso que un ser humano, miró atentamente a Alyce, y se mojó los labios. Robert apretó la mano en la empuñadura de su espada..Atravesaría con la espada al primero que se atreviera aunque fuera a poner una mano sobre sus riendas. La yegua medio se encabritó, pero Alyce la controló rápidamente. -¡Señor Wardell! Robert apretó las mandíbulas. -¿Si señora? -He venido a deciros -dijo ella con una arrogancia no habitual- que mi padre ha salido de Londres a la cabeza del ejército que el conde Simón ha despachado a Northampton. Sir Fulk me pidió que os dijera que lo siente mucho, pero que ni él ni mi hermano podían quedarse para comer con nosotros. Robert se crispó. Por un instante lo consumió la rabia. ¿Por esa estupidez, se había puesto en ese peligro? ¿Por algo tan tonto, tan inútil...? Entonces comenzó a funcionarle el cerebro. Alyce no era tonta, pero estaba actuando como si lo fuera. Inspiró una bocanada de aire, y se obligó a quitar la mano de la espada y enderezar las piernas, que tenía medio dobladas en posición de lucha. Se sintió mareado, como si le girara la cabeza, y un repentino movimiento dentro de los calzoncillos le advirtió que no era sólo su cerebro el que había despertado a la vida. -Lamento oír eso, por vos, mi querida esposa -dijo, con la esperanza de que los demás

siguieran tan pasmados que no advirtieran en su voz el temblor del miedo-. Pero en tiempos como éste, las demandas del conde Simón sobre sus barones están primero que las nuestras. Confío en que la próxima vez que venga a Londres, sir Fulk tenga tiempo libre para honrarnos con su compañía unas pocas horas. Le faltó refinamiento a la pequeña representación, pero fue suficiente. Los hombres de Pyket conferenciaron entre ellos. Una cosa era aceptar dinero para traicionar a un hombre al que creían traidor hacia todo Londres, y otra muy distinta luchar contra él si se había casado con la hija de uno de los barones de Montfort. -Tendréis que perdonarnos, mi señora -continuó Robert-, pero aún tengo unos asuntos inconclusos por atender aquí, y hay que cargar la lana en el barco del buen capitán. -Miró intencionadamente a Pyket. Pyket parpadeó; abrió la boca, la cerró, guardó el cuchillo en su funda y asintió malhumorado. -Vamos, entonces -gruñó a sus hombres-. Empecemos a trabajar. Hoeke emitió una risita burlona, al parecer lúgubremente divertido. Hensford se tornó rojo de rabia; miró a Pyket, miró a Robert y luego giró sobre sus talones y se marchó, retirándose a su caballo y carreta que tenía arriba en la calle. Alyce, por su parte, no se movió ni una pulgada. A juzgar por la expresión de Robert, la habría arrojado al Támesis o enviado a casa metida en uno de los sacos con lana. Ésa era su gratitud. Primero su padre y su hermano, y ahora su marido. Y en la boca de ninguno de ellos ni siquiera una palabra de agradecimiento. Miró a Robert, esforzándose por mantener la calma. El corazón le martilleaba dolorosamente dentro del pecho. Momentos antes casi se le paró cuando vio sacar un cuchillo a ese perro con frente de escarabajo. Robert la miró a su vez, furioso. -Os sugiero que aceptéis que Piers y Henley os lleven a casa, milady. Ella frunció el labio superior, ofendida. ¡Que os lleven a casa! Como si fuera un percherón al que hay que meter en el establo y dejar allí olvidado. Antes de decir algo que después lamentaría, volvió la cabeza. Vio muchos pares de ojos fijos en ella, fríos, hostiles, ávidos, peligrosos. Sintió una oleada de repugnancia y miedo. No se había equivocado. Habían querido hacerle daño a Robert; a Robert y a sus hombres. ¡Y Hensford, nada menos! Miró su figura alta y rígida que estaba en lo alto de la escalera, observándolos como un cuervo a una rata moribunda, esperando para lanzarse en picado y sacar la carne de los huesos del animal. -¡Milady! ¡Alyce! Se giró a mirar a su marido. Su padre la habría maldecido y amenazado con darle una paliza por meterse donde no se la deseaba. Robert daba la impresión de que, para él, eso sólo sería el comienzo. -Debéis iros a casa -le dijo él-. Estaréis mucho más cómoda allí. Y más segura, pensó ella. Sabía que su presencia allí sería una desventaja si estallaba la violencia. Él no necesitaba decirlo con palabras.

-No hemos comenzado a cargar, y pasará algún tiempo antes que... -Esperaré -interrumpió ella, y volvió la cabeza para mirar pasar al primero de los estibadores, con la espalda doblada bajo el peso del enorme saco de lana que llevaba al hombro. No se marcharía. No todavía. No podía soportar la idea de estar sentada ociosamente en la sala de estar, esperando que él regresara, y su orgullo no le permitía marcharse cabizbaja como un perro azotado, simplemente porque él decía que debía hacerlo. Además, nunca había estado en el río, nunca había visto cargar un barco. La curiosidad bastó para mantenerla ahí, pasara lo que pasara. Con la cabeza muy en alto, la columna hormigueándole por la furiosa mirada de su marido, guió a Graciela hacia el lado donde no estorbaría pero podría ver todo lo que pasaba. Piers y Henley la siguieron con caras apesadumbradas. -No es necesario que me hagáis compañía -les dijo-. No tengo intención de moverme de aquí hasta que el señor Wardell esté listo para marcharnos, y seguro que él... -Nos colgará y nos pondrá de alimento para los cuervos si nos atrevemos a movernos de vuestro lado, milady -dijo Piers-. Si fuera cualquier otro amo, me temería una paliza por haberos dejado venir hasta aquí. Henley asintió, manifestando su acuerdo con esa evaluación de la situación, mientras colocaba su montura al lado izquierdo de ella. -Pero si yo os ordené traerme aquí. Seguro que el señor Wardell os necesita más que yo. Con todos esos sacos... -Hay hombres de sobra para cargarlos -repuso Piers, ocupando su puesto de guardia a su lado derecho-. Unos más y se caerían tropezándose entre ellos. Probablemente tenía razón, pensó Alyce. Una vez iniciado, veía el ritmo del trabajo. Un hombre subía la escalera hasta las carretas, se echaba al hombro un saco de lana, luego bajaba la escalera, atravesaba el muelle y subía a bordo por un angosto tablón que se mecía junto con el barco y se hundía a cada paso. Aunque a ella la sola vista de ese tablón inestable le producía desagradables retortijones en el estómago, a los hombres no los afectaba en lo más mínimo. Pese al enorme peso de la lana que llevaban, subían por el tablón con la agilidad de cabras, lanzaban el saco a alguien que estaba oculto en las interioridades del barco y bajaban por otro tablón para volver a las carretas en busca de otro saco. Era un sistema uniforme, bien realizado, y al cabo de los primeros minutos, se le hizo absolutamente aburrido observarlo. Casi, sólo casi, deseó haber aceptado volver a casa como le había pedido Robert. Después de esa enfadada sugerencia de que se marchara, él no le volvió a prestar la más mínima atención. Estaba firme a un lado del interminable círculo de hombres como un lobo hambriento observando un rebaño de ovejas por si ve algún signo de debilidad. Los trabajadores también lo percibían: la rabia, la voluntad de controlar, de dirigir, de ganar a toda costa. Eso los ponía recelosos, y también peligrosamente resentidos de que hubiera ganado, y a expensas de ellos. Aunque a Robert le molestara su presencia allí, ella no dudaba que su llegada cambió la balanza a su favor. Sí, había saltado por la escalera sin pensar, pero su padre y su hermano le habían enseñado unos cuantos trucos. No era tan frágil, e iba montada, lo cual era una ventaja. Eso lo pensó después, ciertamente. Lo único que pensó en el momento fue en Robert y

en la necesidad de llegar hasta él, de estar a su lado y apoyarlo. Aunque por el agradecimiento que recibió, igual habría dado que se hubiera ido a nadar al Támesis. Pero su acalorado resentimiento, era frío y pálido comparado con el deseo que ardía dentro de ella con sólo mirarlo. Ni siquiera Hubert, con su elegante armadura, podía igualar la presencia imponente de su marido. Era... -No es muy interesante -dijo Piers-. Verlos cargar sacos de lana, quiero decir. Uno se aburre muy pronto, ¿no os parece? El comentario de Piers la arrancó de sus pensamientos. Lo miró irritada. Ni la perspectiva de una pendencia o de la furia de Robert conseguían desinflar el natural optimismo del muchacho durante mucho rato. Estaba muy contento sentado con las piernas cruzadas sobre su caballo, observando el pesado paso de los estibadores, y ciertamente en ánimo de conversar. -Para mí es interesante -mintió-. Nunca había visto cargar un barco. Pero su atención no estaba en los estibadores sino en Robert. Lo observó subir por el tablón, rápido y ágil como un gato, y desaparecer en el interior del barco. Ni una sola vez miró hacia ella. Al ver que no reaparecía, de mala gana volvió la atención al locuaz aprendiz. -¿Y qué os parece la ribera del río ahora que la habéis visto, milady? -le preguntó él. En su prisa por llegar donde Robert, ella había prestado muy poca atención a su entorno. Paseó la mirada por las orillas del río y luego por la jungla de almacenes, posadas, cervecerías y talleres que se apiñaban a lo largo de la ribera y en los callejones perpendiculares al río. El bullicioso y atiborrado laberinto olía a pescado, pieles y sólo Dios sabe a qué otras cosas que entraban y salían de Londres a lomos del río. Robert le había dicho que la actividad portuaria había disminuido debido a los problemas presentes, pero a ella le parecía un hormiguero vivo, lleno de hormigas trabajadoras v pendencieras. Bajo los olores se percibía el fuerte aroma húmedo del Támesis. Bajo los gritos de los hombres, los crujidos de las carretas y el chacoloteo de los caballos se oía el ronco y sordo murmullo de las aguas del inmenso río, que fluía indiferente a los seres humanos que pululaban en sus dos orillas. -¿Habéis estado en el río, milady? Ella volvió a negar con la cabeza. -Conozco a un barquero que os llevaría. Y os llevaría por debajo del puente también, si se lo pidierais, y no os caería ni una gota de agua encima. Ella contempló el largo arco del puente que estaba tal vez a un cuarto de milla al este de ellos. Con las casas y tiendas sobre el ancho lomo y los sólidos y macizos pilares con sus imponentes estribos de piedra que asomaban por encima del agua, el puente daba la impresión de ser nada menos que un gigantesco ciempiés jorobado atravesando el río. Hasta el momento no había tenido ningún pretexto para poner sus pies sobre el puente, pero era imposible vivir mucho tiempo en la ciudad sin conocer el enorme lazo de piedra que unía Londres con el resto de población del otro lado del río. -¿Un barquero que me llevaría por debajo del puente? -preguntó-. ¿Por qué sería algo tan excepcional? -¿No oís el ruido del agua al pasar por debajo?

Alyce frunció el ceño. Bajo los ruidos más cercanos de carretas, caballos y gritos de hombres, sí oía, muy bajito, un rugido constante. -Seguro que un río tan grande... -No es sólo el río -dijo Piers, negando con la cabeza-. Es el ruido del agua que pasa por entre los estribos del puente. Es peligroso, ¿sabéis? Por eso mucha gente no pasa por debajo del puente, ni siquiera se acerca. Cada año se ahoga gente ahí, incluso barqueros, cuando quedan atrapados y se vuelcan sus barcas. -Si es por eso, la gente puede ahogarse en un estanque de patos -dijo Alyce. -Es más que eso. El señor Wardell me lo explicó una vez. Como los estribos interrumpen tanto la corriente del río, el agua fluye más rápido por el espacio que queda. Chupa a las personas igual que cuando sorbes una ostra de su concha, dicen. ¡Sluup! Así. Se echó a reír con el macabro placer que encuentran los niños en el alboroto y el desastre. Henley emitió un bufido, mirando ceñudo la enorme bestia de piedra que dominaba el horizonte. Alyce contempló atentamente las aguas revueltas en los lugares donde el río se dividía entre los macizos pilares con estribos. Incluso a esa distancia se veían frías y hambrientas. -Yo he estado debajo del puente -la informó Piers orgullosamente-. Es pura espuma y rugido, como un dragón que quiere tragarlo entero a uno. A veces al chocar con la piedra el agua salta tan alto a ambos lados que pasa por encima de uno. Una vez me puse de pie dentro de la barca, sólo para ver, y el agua saltaba por encima de mí. Henley frunció el ceño y masculló algo sobre la idiotez de algunos irresponsables. Piers se rió, su cara iluminada por el recuerdo de la emoción. -El viejo Brugher me gritó tan fuerte después que me zumbaron los oídos durante una semana. Me dijo que podría haber volcado la barca y nos habríamos ahogado los dos. -Tenía razón -gruñó Henley-, y si yo me hubiera enterado de que hiciste esa estupidez, me habría encargado de que te zumbaran los oídos otra semana más. Vi sacar un cadáver del río una vez. Venía flotando desde no sé dónde, pero uno de los barqueros lo vio y lo arrastró hasta la orilla. -Hizo un gesto de repugnancia-. Era un hombre, un hombre corpulento. Estaba más blanco que la cera; hinchado como pan remojado en leche, y los peces le habían arrancado trozos de la nariz. los pies y... -Yo vi ahogarse a un hombre -interrumpió Piers, impaciente por superar en horror la historia de Henley-. Iba remando hacia Southwark cuando una rama de árbol flotante se le enredó en el bote. Se cayó al tratar de liberarla, y quedó cogido por la pierna. Lo vimos agitarse y mover los brazos, pero cuando una barca fue en su ayuda, ya había chocado bajo el puente y el agua se lo había tragado. Alyce trató de dominar unas repentinas náuseas. -Creo que no... -Lo sacaron justo más allá de la Torre -añadió Piers, complacido por el efecto que estaba teniendo su historia-. Después lo vi. Tenía la mitad de la cara... -¡Basta! Piers pegó un salto, sobresaltando a su caballo. Miró a Henley, que le devolvió una mirada culpable. Los dos se encogieron ante la mirada enfadada de Alyce.

-Os ruego que nos perdonéis, milady. -Ya podéis rogar, ¡los dos! -Se estremeció-. ¡Y no vuelvas a ponerte de pie dentro de una barca! No eres inmortal, aunque eso sea lo que cree un muchacho de tu edad. -No, milady -dijo Piers, tratando de parecer contrito, aunque sin conseguirlo-. Pero fue divertido. Y sigo viajando por el río. Hay más de un viajero que se baja antes del puente y da la vuelta a pie hasta el otro lado, pero yo nunca he hecho eso. -Tampoco tienes ni una pizca de sensatez -dijo Alyce, mordaz basta de hablar del río añadió, parando su protesta-. Quiero... Se interrumpió, atraída su atención por John Rareton, que iba bajando la escalera hacia el muelle por entre los estibadores. -¡Vaya, ahí está el señor Rareton! -exclamó Piers-. ¿Dónde habrá estado que llega tan tarde?

Capítulo 12 EI ganador se lo lleva todo Robert consiguió controlarse bastante bien durante todo el trayecto de vuelta por las calles de Londres, pero tan pronto cerró violentamente la puerta del dormitorio, explotó. -¿Qué demonios pretendíais metiéndoos en medio de tantos hombres armados y furiosos? ¿Es que no tenéis idea de con qué facilidad podrían haberos tomado de rehén? ¿Con qué facilidad podrían haberos herido, hecho daño? ¿Podrían haberos matado? Alyce alzó bruscamente la cabeza, sus ojos arrojando fuego verde. -¿A la hija del barón de Colmaine? No, una vez que lo supieran. ¡No se habrían atrevido! -¡Pero no lo sabían! ¡Y podrían no haberos dado tiempo para decirlo! Le temblaban los músculos de los hombros y los brazos con la fuerza de la furia reprimida y el miedo por ella. Apretó los puños como garras para dominar el deseo de cogerla en sus brazos y tenerla a salvo en ellos. -¡Bah! ¿Y de qué os sirven vuestra espada y vuestros hombres armados si no podéis evitar que me hagan daño? -¿Y de qué me habría servido la espada si Pyket os hubiera bajado del caballo y puesto su cuchillo en la garganta? -Actuáis como si yo fuera una criatura mansa y frágil que hay que envolver en lana y tener guardada en una caja, o una idiota incapaz de pensamiento racional. Soy vuestra esposa, señor, y espero ser tratada como tal. -¿Y cómo podría hacer eso, mi señora? ¿Llevándoos conmigo a los muelles como a una vulgar meretriz? Ella retuvo el aliento, ofendida. -Decidme en qué os he faltado al respeto debido a una dama esposa -continuó él, implacable-. ¿Os he pegado? ¿Me he burlado de vos? ¿Os he tratado mal de alguna manera? -Me habéis dejado de lado como si yo no tuviera ni los sesos de un ratón -ladró ella-. Os habéis negado a confiar en mí, a contarme vuestras cosas. -¿Qué podéis saber vos de comercio? Ella hizo una inspiración resollante. Él se sintió avergonzado. Inspiró hondo, espiró y se obligó a hablar más suave: -Veréis, mi señora. No olvido que sois una dama de alcurnia. -¡Y qué sé hacer algo más que cuidar el jardín y ocuparme de que os remienden las

calzas, Robert! -exclamó ella, con las palmas abiertas hacia arriba, en actitud suplicante-. Sería vuestra mujer en todo si confiarais en mí, si compartierais conmigo vuestras preocupaciones. -¿Mis preocupaciones? No tengo ninguna, señora -mintió él. -¿Ninguna? Él negó con la cabeza, combatiendo el intenso deseo de contarle todo. Eso sería locura. Ya había tomado más de él de lo ella se imaginaba. Más de lo que se atrevía a reconocer. -¿Y lo de hoy en el río? -preguntó ella. Le tocó a Robert quitarle la preocupación por él. -Los hombres como Pyket siempre han tratado de engañar a los mercaderes que necesitan sus servicios. No hay nada nuevo en eso. -¿Y vuestro administrador? -¿Rareton? ¿Qué pasa con él? -Creo que os traiciona. -¡¿Qué?! -Esta mañana lo vi hablando con Hensford. Sólo los vi un instante, pero actuaban como si hubieran llegado a algún tipo de acuerdo entre ellos. Robert abrió la boca y volvió a cerrarla, tragándose la protesta. Su administrador no tenía motivo alguno ni para saludar a Hensford, y mucho menos para detenerse a hablar con él. Además, Rareton había llegado tarde al muelle. Negó con la cabeza. -Rareton no se convertiría en traidor. Por dinero no y ciertamente no con Hensford. -Hay otras cosas además del dinero que pueden llevar a la traición a un hombre. Robert sostuvo la mirada enfadada y fija de Alyce. Se le estaba renovando la furia. -No voy a condenar a un hombre que me ha servido tan bien sólo por un encuentro casual en la calle. Ella alzó el mentón. -Sin embargo dudaríais de mí. Si él no la hubiera estado mirando a los ojos, no habría visto el destello de vulnerabilidad bajo su rabia y orgullo. Pasó en un instante pero se llevó su ira con él. Le pasó el dorso de la mano por la mejilla. -Quiero teneros a salvo, mi señora. Las palabras le salieron suaves, más súplica que promesa, cargadas de temores que ni él quería reconocer. Ella se apartó bruscamente. -Eso es lo que dicen todos los hombres, pero la verdad es que prefieren tener a las mujeres ignorantes de los peligros a los que las arrastran, por miedo a que protesten. Robert se encogió de hombros. La dama colocaba sus dardos con certera puntería. Comenzó a darse media vuelta, pero al instante se giró, cruzó la distancia que los separaba y la cogió en sus brazos porque tenía que hacerlo, porque no pudo evitarlo. Ardía en deseos de abrazarla desde el momento en que ella bajó volando la escalera del muelle.

Incluso mientras temblaba de rabia y de miedo, deseaba besarla, arrancarle ese maldito velo de la cabeza, quitarle las ropas del cuerpo y hacerle el amor apasionadamente hasta desmoronarse y morir. Ella trató de liberarse, con la espalda rígida, pero él la abrazó fuertemente. Le cogió el mentón y la obligó a levantar la cabeza hasta que ella no tuvo más remedio que mirarlo. El cuerpo de ella se relajó y se arqueó contra el de él. Agitó los párpados sobre esos ojos peligrosamente oscuros y profundos. Le rodeó el cuello con los brazos, enredó los dedos en sus cabellos y atrajo su cara. Él ahuecó la mano en su mejilla. -Os conozco, señora-le dijo dulcemente, su boca a unas pulgadas de la de ella-. No me atrevería a arrastraros a ningún lugar donde no queráis ir. Entonces la besó. El beso prendió como aceite arrojado al fuego. Desapareció todo pensamiento de pelea mientras ella correspondía al beso con ávido beso. Sus palabras enfurecidas, su riña, el mundo más allá de la puerta, quedó totalmente olvidado. Sin saber cómo se fueron desprendiendo de las capas, túnicas, cinturones y zapatos, tirando cada molesta prenda a un lado, abrazándose, retorciéndose y tambaleándose por la habitación. Cuando sólo les faltaba quitarse la camisola, la camisa y las calzas, se tumbaron en la cama. -Os juro, milady -jadeó él- que hay momentos en que pienso si no me habré casado con una hechicera, y no con una mujer de carne y hueso. -Estáis loco. Ella estaba jadeando. Él le bajó la camisola por los hombros dejándosela arrugada en la cintura; sus cabellos se desparramaron por la sábana en despreocupado y seductor despliegue. Verla así bastó para hacerle arder la sangre en las venas. Hizo unas cuantas respiraciones profundas, esforzándose por controlarse y le acarició la curva del hombro con la palma. -¿Cómo podemos explicar esto? Un instante estamos peleando como perros por un hueso y al siguiente no puedo pensar en otra cosa que en acostarme con vos. Ella se movió debajo de él, impaciente. Le deslizó las manos por el pecho, por los costados, subiéndolas por la espalda, bajándolas por los brazos, haciéndolo estremecer. -No es hechicería, sólo vos y esa segunda nariz que lleváis levantada, tan recta y dura que es imposible no hacerle caso. Robert se echó a reír. Apretó las caderas contra ella y la sintió arquearse en involuntaria respuesta. -Una segunda nariz, ¿eh? Cuidado, señora, que ha descubierto vuestro olor y quiere ir de cacería. Ella curvó la boca en encantada sonrisa. Le cogió la camisa y lo acercó más aún. Él sintió su aliento cálido sobre su piel, sus labios a sólo unas pulgadas de los suyos. Ella se movió debajo de él con intencionada provocación. Él le echó hacia atrás un mechón de pelo que le había caído sobre la mejilla. -¿De dónde habéis sacado esas palabras tan vulgares, mi dulce Alyce? Juraría que ni siquiera Joshua cuando está perdidamente borracho es ni la mitad de grosero. -Es vuestra mala influencia señor -rió ella-. Vos me hacéis desear y me hacéis arder la sangre, incluso cuando quiero estar más enfadada, y no soy capaz ni de pensar ni de vigilar

mis modales cuando me tentáis así a otras cosas. Liberándose de la presión, salió de debajo de él y se puso encima, a horcajadas, de modo que él la miraba hacia arriba. Él deslizó las manos sus piernas, saboreando su largura, la piel que se iba calentando seductoramente bajo su mano. -¿No me dijisteis que son las mujeres las que tienen los instintos carnales en mayor medida? -Se frotó contra él, al tiempo que le desataba las calzas-. ¿Os acordáis? Fue en nuestra noche de bodas, cuando os abristeis paso hacia mi cama como un gusano. Él le acarició la exquisita curva en que el muslo se une con la cadera, enterrando los dedos en la carne firme pero tierna. -¿Un gusano, eh? -dijo, arqueándose y presionándola en el sensible lugar de la entrepierna. Ella ahogó una exclamación, se echó a reír y movió las caderas apretándose contra él. -Sí, un cochino gusanillo, señor. Y yo... -Será mejor que tengáis cuidado -dijo él, cogiéndola y tumbándola en la cama y poniéndose nuevamente encima-. Este intruso gusano mío se podría sentir ofendido y ¿qué haríais vos entonces? -¿Qué haría? Pues esto -repuso ella, metiendo la mano entre ellos al tiempo que sus maravillosas piernas lo envolvían apretándolo más contra ella-. Y esto, y... Robert emitió un gemido y se introdujo en ella, y lo que fuera que ella iba a decirle quedó olvidado.

-Enseñadme, Robert. Compartid vuestro conocimiento conmigo. No soy tonta. Podría ayudaros si me lo permitierais. Se arrodilló desnuda sobre las mantas desordenadas con sólo el pelo cubriéndola. Sabía que a él le gustaba verla así, le gustaba la libertad para acariciarla, besarla, pero cuando él acercó la mano, ella se la apartó. Los incidentes del día estaban demasiado frescos en su memoria como para seguir dejándolos de lado. Él se sentó enfurruñado; se le había despeinado el pelo con la violencia de la relación sexual. Alyce tuvo que reprimir el fuerte deseo de acariciarle esos rizos revueltos, de pasar los dedos por entre las hebras de plata de sus sientes, de alisarle las arrugas de la frente. -No os meteré en el comercio -dijo él-. No convertiré a mi mujer en una... una... -¿Mujer de mercader? -preguntó ella, mordaz-. Pero si eso es lo que soy, para bien o para mal. -No es apropiado para vos llevar las cuentas, medir sedas ni regatear en el precio de la lana -insistió él, haciendo más pronunciado el ceño. Tenía un aspecto feroz, pero ella habría jurado que también estaba un poco asustado, y condenadamente seductor. Ella también lo miró ceñuda. -¿Y qué creéis que hacía en Colmaine? Llevaba las cuentas, regateaba precios y me preocupaba del estado de los pozos negros del castillo. Comparado con eso, medir sedas sería un premio, no una carga,

-Entonces no atendíais muy bien a vuestros deberes -dijo él, desdeñoso-. No he olvidado ese enorme montón de estiércol y paja que había en el patio de armas, aunque vos sí lo hayáis olvidado. Ella se echó hacia atrás, dolida. -Había ordenado que lo esparcieran en los campos. Pero mi padre siempre se negó a darme más autoridad que su administrador. Si yo hubiera podido hacer las cosas a mi manera... -Se interrumpió bruscamente, entornando los ojos-. Queréis distraerme. Y hablando de administradores... Robert cogió sus calzas, los que por las prisas ella había tirado de cualquier manera, y se bajó de la cama. -¡De eso no vamos a hablar! -¡No os mentí! -dijo ella, rodando hasta el extremo dc la cama para ponerse entre él y el resto de su ropa. -No he dicho que hayáis mentido -repuso él mirándola enfadado y tironeando de uno de los lazos de sus calzas. En su prisa por quitárselas, ella había dejado sin desatar unos lazos, y se habían hecho nudos en diferentes lugares. -Al parecer tampoco me creéis. Él interrumpió la tarea, con una mano metida en una abertura de las calzas, y la miró fijamente. Su mirada se fue suavizando, calentando e inevitablemente fue bajando. Alyce se ruborizó y retrocedió un poco. Pero al prolongarse la inspección de él, ganó en ella un enfadado orgullo. Se echó hacia atrás una parte del pelo, dejando al descubierto el pecho izquierdo, la curva de la cintura y cadera, y la mata de rizos rojizo oscuros de la entrepierna. Robert abrió la boca en un suspiro, corto, pero muy sentido. Cerró los ojos y se obligó a levantar la mirada hacia su cara; después agitó la cabeza. -¡No, no! Esto no... -Se interrumpió, como si las palabras se le hubieran atascado en la garganta. Alyce se puso descaradamente las manos sus caderas, y guardó silencio. Él volvió a intentarlo. -Esto no tiene nada que ver con John. No quiero que os metáis en mi trabajo, seáis mi mujer o no. No quiero enseñaros cosas para las que no nacisteis. -¿Para las que no nací? ¡No nací para casarme con un mercader! Él retrocedió, dolido, y eso la complació; su dolor era un bálsamo al de ella. Él no quería compartir su vida con ella. Su cama, sí, su casa, sus riquezas, su apellido, pero no el centro de todo eso no el trabajo que lo mantenía, que lo configuraba, el trabajo que era el corazón de su existencia. Nuevamente entró en ella la rabia, expulsando el dolor. Echó para atrás los hombros y enderezó la espalda. -No puedo ofreceros ni riqueza ni belleza, Robert; eso lo sabíais cuando os casasteis conmigo. Pero eso no significa que no pueda ofreceros mi comprensión, mi educación y mi lealtad. Ya tenéis ama de casa, no necesitáis otra. Yo puedo serviros mejor en vuestro

negocio que cualquier otra mujer con la que podríais haberos casado. Si quisierais enseñarme, si me permitierais aprender... -¡Servirme! -exclamó él, retrocediendo como si lo hubieran golpeado. -Ayudaros entonces. ¿Es eso demasiado pedir? ¿Tener el derecho de ayudaros? Él la miró como si se hubiera vuelto loca. Sus calzas colgaban de la mano, olvidados. Ella le sostuvo la mirada, resuelta. Normalmente verle su esbelto cuerpo bastaba para distraerla de todo lo que no fueran pensamientos lujuriosos y anhelos más lujuriosos aún. Pero ningún hombre, ni siquiera Robert, podía pretender ningún tipo de grandeza estando desnudo con unas calzas enrolladas en la mano. Él abrió la boca, volvió a cerrarla sin decir nada, y levantó las manos, derrotado. El gesto podría haber sido más eficaz si las calzas no hubieran revoloteado con el movimiento. Alyce sonrió. Le desapareció la rabia, al agitarse en su interior una extraña sensación de poder. Envalentonada, dijo: -Las mujeres de los otros mercaderes trabajan al lado de sus maridos. Y las viudas de los mercaderes suelen quedar al mando de los negocios de sus maridos. Incluso emprenden otros propios. Lo sé, lo he visto. -Pero vos no sois cualquier mujer de mercader. -No, soy la vuestra. Él sorbió por la nariz y luego expulsó el aire con un gemido de frustración. Su mirada bajó al pecho de ella, como atraída, y luego más abajo. Como un animal que acaba una siesta, su verga se agitó y despertó a la vida. Él frunció el ceño, evidentemente irritado, y desvió la vista, pero no eligió bien la dirección. Su mirada se clavó en la cama desordenada en las prendas de ropa dispersas por todos lados. La verga se le levantó más y más dura. Se giró bruscamente hacia ella, con un destello casi enloquecido de desesperación en sus ojos. La naciente sensación de poder de Alyce aumentó hasta proporciones mareantes. Él la deseaba. No sólo deseaba su cuerpo; la deseaba a ella. Dio un paso hacia él, intencionadamente provocativo. Él retrocedió como asustado, y apretó con tanta fuerza las calzas que los nudillos se le pusieron más blancos que el lino de la prenda. Alyce se agachó y se las quitó de la mano. -¿Por qué será que un hombre puede conquistar el mundo pero no es capaz de desenredar su ropa sin la ayuda de una mujer? - preguntó en tono agradable. Robert emitió un sonido ahogado, gutural, como salido del fondo de su garganta. -Las mujeres, en cambio -continuó ella, desatando diestramente un extremo de la prenda-, se las arreglan para parir hijos, llevar una casa, y no por eso dejan de ocuparse del funcionamiento de un castillo. Y no arman un enredo con su ropa interior. Sonrió a Robert y limpiamente desató otro nudo. Robert gruñó. Tenía la mirada fija en sus calzas, pero su cuerpo re velaba que sus pensamientos estaban en otra parte. -¡Ya está! -dijo ella, sonriendo-. ¿Veis qué fácil es? -Le enseñó las calzas con los lazos desatados, sosteniéndolas delante de él, lo bastante cerca para que le tocaran el miembro

erecto y luego las agitó, simulando no darse cuenta de que lo rozaban-. Es una maravilla que logréis hacer algo sin que esté yo allí para ayudaros. Nuevamente él levantó las manos en señal de derrota, y retrocedió, poniéndose fuera de alcance. -¡De acuerdo! Os enseñaré mi trabajo. Pero si descubrís que no os gusta, milady, ¡no me echéis la culpa a mí! Ella sonrió. Miró la cama y después lo miró a él. -No os echaré la culpa -dijo. Dejó las calzas a un lado y de un paso cubrió la distancia que los separaba-. Además, tengo otras cosas en mente. Por el momento.

Robert salió del dormitorio contento como un arrendajo y zumbando como un. satisfecho abejorro gigante pero la alegría le fue disminuyendo con la misma rapidez con que se alejaba de Alyce. ¿Enseñarle los secretos de un mercader? ¿Trabajar con ella durante el día además de dormir con ella por la noche? ¿Convertirla en una parte tan inextricable de su vida que nunca más volvería a saber dónde terminaba una parte y comenzaba otra La perspectiva lo inquietaba muchísimo Los doce últimos años se había esmerado en separar muy bien las partes de su vida. Creía habérselas arreglado bastante bien, hasta que se casó con Alyce. Antes se había dejado consumir por Jocelyn. Todo lo que hacía, todos sus deseos y esperanzas se habían centrado en ella, en la vida que quería construir para ella. A veces pensaba que tal vez sus sueños la habían destruido en igual medida que su lujuria. Quizá si hubiera deseado menos, amado menos, si hubiera estado más dispuesto a dejar las cosas como estaban, no se habría precipitado tanto a tomar lo que ella no quería darle... y no la hubiera destruido al hacerlo. Desde la muerte de Jocelyn, su trabajo le había llenado la vida, dándole el único sentido que podía encontrar en el interminable ciclo de días y noches en que sentía resonar su ausencia. Ninguna de las mujeres que mantuvo en los años siguientes había sido indispensable; sólo eran compañeras agradables, bonitas, para pasar el rato cuando no estaba trabajando o viajando, nada más. Con algunas, la relación se convirtió después en amistad, y unas pocas seguían siendo amigas, pero jamás ninguna se entrometió en su trabajo, ni él permitió jamás que su trabajo se introdujera en los estrechos márgenes que les había asignado en su vida. No lo entusiasmaba nada la idea de deshacer todo lo conseguido con tanto esfuerzo durante esos años. Había cedido a la petición de Alyce, contra todo lo que le sugería la prudencia, sólo porque la sangre le quemaba en las venas y su cerebro se había trasladado a su pene, pero cuanto más analizaba esa concesión, más preocupado se sentía. No dudaba en absoluto de la inteligencia de Alyce ni de su buena disposición para el trabajo, ya había demostrado tener ambas cosas en forma de asumir la dirección de su casa. No, lo que lo preocupaba era que ella se estaba introduciendo cada vez más en su vida, sutilmente, pulgada a pulgada, tanto que ya le costaba imaginarse un día sin ella, tanto que ya no le quedaba ningún lugar al cual volverse que no estuviera coloreado por la presencia de ella, por su misma existencia. Tampoco se le ocurría qué podía hacer para detener ese proceso por primera vez, por

primerísima vez, no sabía si de verdad deseaba hacer algo. Y esas dudas lo inquietaban más que ninguna otra cosa. Con la cabeza hecha un torbellino, atravesó lentamente el patio interior hacia la que en otro tiempo fuera la casa del señor Ancroft, que ahora le servía de cuarto de trabajo y almacenes. Inglaterra bien podía estar en guerra, y su vida personal con el culo al aire, pero las telas seguían siendo telas, y el trabajo seguía ofreciéndole un refugio, un respiro a su obsesión. Había que anotar en los pergaminos de cuentas la remesa enviada ese día, tenía la correspondencia que dejó inconclusa esa mañana debido a la inesperada visita; debía considerar la nueva petición de Eduardo, hacer planes para tratar con los trabajadores portuarios la próxima vez que necesitara a medias sus servicios, porque estaba tan convencido de que habría una próxima vez, como lo estaba de que ellos estarían más que deseosos de volverle a poner problemas para desquitarse de que hubiera ganado ese día. Tenía que... Cortó en seco la letanía. Ya tenía trabajo más que suficiente como para distraerse durante la hora más o menos que faltaba para que sirvieran la comida de la noche, en que tendría que volver a encontrarse con Alyce. Con todas las ideas revueltas, subió la estrecha escalera que llevaba a su cuarto de trabajo en el primer piso. John Rareton se le había adelantado; ya estaba allí, sentado a la única mesa, con una pluma en la mano y un pergamino de cuentas desplegado sobre la mesa; la luz del sol del atardecer que entraba por la ventana sin cristales daba un color amarillo dorado al pergamino. Al sentir entrar a Robert, el administrador levantó la cabeza, parpadeó como cegado por la luz y movió la mano torpemente, como un hombre al que arrancan bruscamente de cavilaciones angustiosas. Robert percibió el instante en que la mente de Rareton registró su presencia: apretó la mandíbula y su labio superior se torció como si acabara de probar algo desagradable al gusto. «Creo que os traiciona.» Las palabras de advertencia de Alyce flotaron en el aire como motas de polvo suspendidas en el rayo de luz que entraba oblicuo por la ventana. Por la expresión de la cara de Rareton, parecía que él también las había oído. Robert se acercó despreocupadamente a la mesa. -Te veo muy ocupado trabajando. Rareton tragó saliva. -La relación de existencias, ¿sabéis? -dijo, indicando el rollo-. Estaba anotando el último embarque. -Sí, lo sé. -Robert miró ceñudo los rollos que estaban sobre la mesa y levantó el borde de uno-. Probablemente ya sabes que Hensford trató de quitarme el barco sobornando a los estibadores. -Sí. Esa sola palabra sonó medio sofocada, como si Rareton se hubiera obligado a decirla contra su voluntad. Robert levantó la vista de los pergaminos enrollados y vio a su administrador observándolo como una rata arrinconada. Le subió bilis a la garganta. Él le había dicho a

Alyce que estaba equivocada, que Rareton jamás traicionaría su confianza. No le agradaba pensar que el equivocado fuera él. -¿Qué te hizo retrasar, John? Pensaba que llegarías al muelle antes que comenzáramos a cargar. Rareton bajó la vista al rollo que tenía abierto. Dobló la pluma en sus dedos mirando fijamente las letras y cifras como si esperara encontrar allí la respuesta. -Me... retuvieron. -¿Retuvieron? Rareton titubeó un instante, después dejó la pluma en la mesa y levantó la cabeza para enfrentar su mirada interrogante. -Me encontré con algunos miembros del gremio, partidarios del conde Simón. Robert se tensó. -¡Por casualidad! -se apresuró a añadir Rareton-. Por pura casualidad. Me encontré con ellos en la calle cuando iban de camino a una reunión. Insistieron en que los acompañara. Dijeron que tenían información que a vos os convendría saber. -¿Sí? El tono frío de Robert sobresaltó a Rareton. -Están... preocupados. -Movió la mandíbula como si estuviera masticando las palabras, como para molerlas y convertirlas en algo más creíble para Robert-. Piensan que estáis minando sus esfuerzos por obtener concesiones del rey, por obtener protección para los comerciantes y mercancías ingleses. Nuestras mercancías. -Ya han dicho eso antes. Rareton no contestó. El silencio se alargó. Finalmente Robert lo interrumpió, preguntándole en tono reposado, aunque peligroso. -¿Y tú? ¿Qué piensas tú? Rareton hizo una inspiración profunda, y se afirmó en el borde de la mesa como si necesitara ese apoyo para mantener la espalda erguida. -Creo que tienen razón. Os lo he dicho muchas veces. -¿Y ahora has decidido trabajar para Hensford? ¿Has decidido...? -¡No! -exclamó Rareton, poniéndose bruscamente en pie- ¡No! Nunca he. . nunca os traicionaría así! Robert lo miró fijamente, con los ojos entornados. -No tolero mentiras ni engaños, John, lo sabes. -No, o sea sí, por supuesto que lo sé. Nunca os he mentido. y lo sabéis. -Creí que lo sabía. -¡Nunca os he mentido! Nuevamente se alargó el silencio. Rareton pareció deprimirse ante la mirada escrutadora de Robert, pero no desvió la vista ni intentó defender su inocencia. Al final fue Robert el que desvió la vista. Miró por la ventana, contemplando el patio

interior adoquinado, la hermosa casa que había construido para demostrar al mundo hasta dónde se había elevado Robert Wardell. Sabía que, pese a su sólida apariencia, no había ninguna garantía de que la casa se sostuviera en pie. Podía desmoronarla la podredumbre o quemarla un incendio. Podría derribarla cualquiera que tuviera la voluntad y los medios para hacerlo. Bueno, él nunca había pedido garantías. La había construido con la mayor solidez posible, asegurándola contra incendios y robos, las puertas con rejas de hierro y muros gruesos y fuertes para proteger a todos sus moradores de ataques y revueltas. Había hecho todo lo que se podía hacer para mantener a salvo de cualquier amenaza externa lo que había construido. Miró nuevamente a John Rareton. Esa era la primera vez que se le ocurría pensar que tal vez necesitaba protección del peligro de traición desde dentro.

Capítulo 13 Aprendizaje del oficio Londres, comienzos de abril de 1264 -¿Y esta? -preguntó Robert, poniéndole delante una pieza de tela de lana de trama apretada-. ¿Cómo la hicieron y dónde? ¿Cuánto pagaríais por ella si fuerais un mercader listo? ¿Por cuánto esperaríais venderla y dónde? Alyce suspiró y se desperezó, para aliviar el dolor de espalda, y puso cara de víctima. No le resultó difícil poner cara de víctima. Un día entero fregando suelos no podía ser más agotador que uno tratando de aprender las sutilezas de las telas bajo la exigente tutoría de Robert. -¿Y bien? -preguntó él-. ¿Qué os parece? -Me parece que es hora de comer-gruñó ella entre dientes. Al ver que él no daba señales de ablandarse, se inclinó cansinamente a mirar la tela con los ojos entornados. La frotó entre el pulgar y los dedos, pasó la mano a lo largo para apreciar el tejido, la tironeó para comprobar su firmeza y la sostuvo a la luz que entraba por las ventanas abiertas para apreciar su lustre y la uniformidad del color. -Teñida con liquen -dijo al fin, de mala gana. Esa mañana ya se había equivocado en nueve de cada diez-. Estambre de lana cruzado con mezcla de hebras de lino. Ocho chelines la pieza de unos cuarenta codos cada una. La compraría en Lincoln y podría venderla aquí, en Londres, tal vez a once chelines la pieza. Dejó la tela en la mesa y lo miró, para ver cómo lo había hecho. El ceño de él le dijo que bastante mal. -Es estambre de lana cruzado, sí, pero con seda, no con lino. Y está teñida con glasto francés mezclado con rubia para oscurecer el color. Pagaríais doce chelines por pieza, tal vez trece, y cobraríais una libra y cuatro peniques para cubrir el beneficio y los costes de transportes desde Douai, aunque podríais aceptar una libra y bajar aún más el precio para un buen cliente. En cuanto al largo... Liberó la tela de las otras piezas que estaban amontonadas en la mesa, y procedió a medirla rápidamente usando por unidad la distancia desde su mano al codo. -Treinta y seis codos. -Se acercaría más a cuarenta si usara mi brazo para medirla -alegó ella. Él asintió y la miró más ceñudo aún. -Y muchísimo menos si el gobierno da al codo la medida estándar de treinta y seis pulgadas, como ha pedido el gremio. Pero tenéis que estar preparada para arreglároslas con

las diferencias de medida entre un mercader y otro. -Ya lo sabía -ladró Alyce. Se presionó las sienes doloridas-. No sé cómo me las arreglaba para comprar una pulgada de tela para Colmaine sin producir una bancarrota añadió, malhumorada. Desapareció el ceño de él y sonrió divertido. Ella se dejó caer en el sillón de Robert, agotada. Le dolía la espalda por estar horas y horas inclinada sobre la mesa; le ardían los ojos de tanto mirar las telas de cerca, tratando de ver los matices de color, textura y urdimbre que distinguían a una tela de otra, aunque a primera vista parecieran iguales. Por encima de todo, le dolía la cabeza por el esfuerzo de aprender en una semana lo que a Robert le había llevado toda una vida dominar. «Hay que tener cuidado con lo que se pide», solía repetirle Hilde. Ay, si le hubiera hecho caso cuando todavía era tiempo. Ya había pasado tres días en los almacenes de la planta baja, más oscuros y fríos, aprendiendo a reconocer las lanas crudas y sus mercados. Ya había encontrado desagradable estar encerrada entre muros, con montones de sacos de lana y todas las pieles de borrego con su vellón que él había extendido en el suelo como alfombras sucias y llenas de zarzas. En los almacenes cerrados, el hedor de las pieles aún no curtidas le había hecho doler la cabeza y la nariz, pero por lo menos supo contestar algunas de las preguntas de Robert respecto a la calidad de la lana o de las pieles. ¡Pero eso! Paseó la mirada por el cuarto de trabajo donde Robert había trasladado la «escuela». Él había sacado todas las piezas de tela de los baúles, arcones y atados de la casa Wardell. Las telas más finas y caras cubrían toda la mesa o colgaban de los arcones que él había hecho subir desde su cámara fuerte del sótano. Las más ordinarias estaban en pilas sobre paños de lino junto a las paredes, o desparramadas sobre los arcones más bastos donde se guardaban normalmente. Alyce ni siquiera lograba empezar a aprenderles el nombre a todas. Había cendales, lanillas, brocados y otomanes, tejidos teñidos con tintes de semillas molidas, que, como se enteró, no se hacían con semillas, sino con las caparazones de ciertos insectos, cuatro tipos de escarlatas, tres tipos de brocados con hilos de oro o plata, codos y codos de lanillas índigo, más codos de sedas a rayas, con dibujos y lisas, terciopelos de distintos colores plateados, telas de hilos de oro de Constantinopla, finos lienzos y linos de París y Reims, sargas negras de Lincoln, rayadillos de Stamford, azules de Beverly y Leicester, damascos de Damasco, telas de Arras y aún más sedas de Venecia y Lucca. Al verlas todas le daba vueltas la cabeza. No le había servido de ningún consuelo saber que eran pocos los mercaderes que lograban comerciar con la mitad del inventario de Robert. A diferencia de la mayoría, Robert vendía también a otros mercaderes, además de a compradores particulares, y vendía tela en el Continente con la misma frecuencia con que compraba las mejores piezas de telas del extranjero para venderlas en Inglaterra. De cada pieza de tela le había explicado su procedencia, su urdimbre y trama, el grado de compacidad de la tela y las técnicas empleadas por los tejedores que las habían tejido. Le había dicho cuánto había pagado por ella y el precio que esperaba obtener, haciéndole notar también las diferencias entre las piezas similares y explicándole los trucos de que se valían los tejedores v mercaderes deshonestos para hacer pasar por telas caras las de mala calidad. Miró con ironía el montón de piezas más cercanas, formado por telas a las que Robert llamaba ordinarias. Las había apilado ahí, despreciándolas incluso en el momento en que se las enseñó. Todas eran de mejor calidad que las que ella acostumbraba a ver en Colmaine.

Suspiró y movió la cabeza mirando la selva de telas que la rodeaba. -¿Os parece suficiente para un día de trabajo, milady? -le preguntó él, sacándola del aturdimiento. Ella levantó la vista y vio que él la estaba observando con sus ojos oscuros inesperadamente dulces, cálidos y... preocupados. Esa preocupación la desarmó, haciendo desaparecer su irritación. -Os he hecho trabajar mucho -continuó él, ceñudo-. Demasiado. Lo siento. Ella respondió con una leve sonrisa. -Os dije que me las arreglaría con lo que fuera que me arrojarais. -Miró las pilas de telas, luego lo miró a él y suspiró-: Sólo que no esperaba que me lo arrojarais todo de una sola vez. -Hay mucho que aprender y poco tiempo para aprenderlo. -¡Poco tiempo! Habláis como si el mundo se fuera a acabar mañana y yo corriera el riesgo de condenarme si no sé decir la diferencia entre una pieza de índigo y otra. -Sí, bueno... Estiró la mano para tocarla, para poner su mano sobre la de ella , como para consolarla, pero en el último instante detuvo el movimiento. Suspiró también y se sentó en la banqueta, a su lado. Alyce enterró los dedos en la tela que tenía bajo la mano, tratando de no hacer caso del hormigueo de decepción que le viajó desde la mano hasta el corazón. No era el trabajo que él le había dado lo que la preocupaba. Desde el momento en que accedió a enseñarle los secretos de su oficio, ella percibió una distancia entre ellos, como si él hubiera erigido un muro grueso pero invisible. -Tal vez he sido demasiado exigente con vos -reconoció él-. Pero dijisteis que deseabais aprender... podríais haber dicho algo antes. -¡Dicho algo! Llevo tres días gruñendo y quejándome y no me habéis prestado atención ni una sola vez. A él se le acentuó la sonrisa, levantándole la comisura de la boca. -Y cada gruñido y queja lo habéis acompañado por otras tres preguntas, poniendo a prueba mi pericia. He visto a hombres muertos de hambre más lentos en coger un pan que vos para coger conocimiento. Sois tan rápida para las cuentas como Piers; más rápida que yo, la verdad sea dicha, y detrás de esos ojos verdes que tanto me gustan hay un cerebro tan inteligente y calculador como el que desearía cualquier hombre. A ella se le atascó el aliento en la garganta. ¡Le gustaban sus ojos! -Los detalles, el conocimiento de las telas, ya llegará. Dadle tiempo al tiempo. -Me siento tonta -dijo ella. Pasó suavemente la palma por una reluciente seda en la que revoloteaban libélulas por entre coloridas flores-. He estado en las ferias de los alrededores de Colmaine, y sin embargo nunca he visto telas como estas. -Estas no son el tipo de telas que se encuentran en cualquier feria local -dijo él, arqueando la ceja derecha. -¿Pero quién podría comprar todo esto? Algo como esto... -levantó suavemente una esquina de la pieza de seda- costaría un cuarto de los ingresos anuales de uno de los señoríos más pequeños de mi padre. Tal vez más. ¿Quién tendría esa riqueza, o la gastaría en algo...

inútil? -¿Quién? -rió él, aunque Alyce creyó detectar un matiz de burla en la risa-. Alguien con el dinero suficiente para pagarme su coste, con un buen beneficio añadido. Se levantó y fue hasta la ventana. Por un instante ella vio su hermoso contorno perfilado contra la luz; después él se volvió a mirarla, con la expresión inescrutable. -He vendido telas al rey y a su chambelán de cámara. He vendido a la reina, a sus hijas y a la hermana del rey, que es la mujer del conde Simón. He vendido a la mitad de los obispos y a todos los arzobispos de Inglaterra, a barones, caballeros y nobles de menor importancia que desean presumir. He vendido a los abaceros más ricos, a orfebres y concejales de Londres. Vendo a otros mercaderes que prefieren hacer menos beneficios antes que arriesgarse a viajar y a tener que tratar con tejedores y mercaderes extranjeros. -Se quedó callado un momento, con los ojos brillantes, -después añadió-: Siempre hay alguien con el dinero suficiente para gastar en lujos, y yo le vendo a cualquiera, siempre que tenga el dinero para pagarme. Alyce observó, sin aliento, su arrogante y confiado poder, preocupada por ese matiz de amarga burla que detectaba en su voz. El azar de cuna y fortuna lo había modelado en el oficio de mercader, pero eran su inteligencia, osadía v trabajo arduo los que lo hacían ser lo que era. Él se inclinó hacia la mesa y cogió despreocupadamente una pieza de seda compacta; los hilos de oro entremezclados brillaron al sol que entraba a raudales por las ventanas abiertas. -Las peleas de los grandes hombres no acaban con nuestro negocio, milady. Nunca ha ocurrido eso, y nunca ocurrirá. Hay quienes, os lo juro, se preocupan de vestir ropas finas aunque estén a las puertas mismas del infierno, y hay hombres como yo que estamos más que dispuestos a servirlos aunque esas puertas se abran para tragarnos a todos. Contempló la tela con el ceño fruncido mientras hablaba, poniéndola así y asa, creando juegos de luz sobre su superficie. Alyce tuvo la impresión de que casi se había olvidado de ella, que no le estaba hablando a ella sino a algún misterioso fantasma que estaba sentado junto a ella. Esa idea la preocupó aún más de lo que la había preocupado el matiz de burla en su voz unos momentos antes. Él le había dicho que era rápida para las cuentas. Eso no era cierto, al menos no totalmente, pero sí era lo bastante lista como para saber que las telas amontonadas en ese cuarto valían una fortuna, muchísimo más que los ingresos anuales de su padre procedentes de todas sus tierras juntas. Él la sacó repentinamente de sus pensamientos extendiéndole la pieza de seda dorada sobre la cabeza y los hombros. Ladeó la cabeza observando el efecto y luego se acercó aún más para ponerle el borde de la tela en la mejilla. -El terciopelo verde os queda mejor-dijo. Ella lo miró parpadeando, demasiado sorprendida para apartarse, demasiado impresionada por el calor que se encendió dentro de ella ante ese inesperado contacto como para preguntarle qué quería decir. ÉI quitó la carísima seda de su cabeza y la arrojó hacia un lado como si no valiera nada. La tela se hinchó y ondeó en el aire v fue a caer en brillantes pliegues sobre el cúmulo formado por las otras sedas. -Prometedme que no os pondréis velo ni griñón para vuestro festín de bienvenida.

Ella ahogó una exclamación, perpleja. -Que no me ponga... ¿Pero por qué? Él la miró a los ojos, sosteniéndole la mirada. ¿Qué vería él en sus ojos?, pensó ella. ¿Por qué ella no era capaz de leer los secretos ocultos en los de él? Él estuvo callado un momento. -Porque yo os lo pido -dijo al fin, levantándose y apartándose de ella. Ella continuó mirándolo fijamente, desconcertada. Todavía le ardía la mejilla con el recuerdo del contacto de la seda y el roce de sus dedos en su piel. Levantó la mano y se tocó la mejilla en el lugar donde él la había tocado. En ese instante, en la pausa entre un latido y el siguiente, supo, sin el más mínimo asomo de duda, que se había enamorado absoluta y totalmente de su marido. Algo debió revelarse en su expresión porque él retrocedió como si ella lo hubiera pinchado con un aguijón. -No os preocupéis -musitó él-. No os preocupéis. Al instante siguiente él ya se había marchado, dejándola sola, mirando sin ver la pieza de seda descartada, con sus hilos de oro brillante al sol.

-Entonces tenemos los pavos asados, la ternera con empanadillas de pasas, la liebre en cerveza al azafrán y las gallinas glaseadas. Eso irá bien como plato principal, siempre que tengamos suficientes platos secundarios de pasteles de queso, carnes condimentadas y otros, aunque esto ni siquiera se acerca a lo que tiene que haber para un festín como es debido en honor de vuestra boda, milady. Margaret paseó la vista por la sala. En ese momento no había nadie allí aparte de ellas dos, pero Alyce sabía que la cocinera se la estaba imaginando cómo estaría dentro de dos días, atestada por los mercaderes y funcionarios más poderosos de Londres y sus respectivas esposas, todos invitados al festín que Robert había decretado necesario para honrar a su nueva esposa. Nadie había declinado la invitación. En esos tiempos inciertos, la gente estaba más que descosa de olvidar sus preocupaciones en un grandioso alarde de elegancia y buena voluntad... sobre todo si otro pagaba la comida. Pero ni siquiera la perspectiva de los beneficios políticos fue suficiente para retener a Robert en casa. Después de poner la casa patas arriba, se había marchado, llamado por los negocios, según dijo, aunque ella sospechaba que entre sus motivos estaba una buena dosis de cobardía masculina. No había querido soportar las incomodidades de una casa hecha un caos aunque él fuera la causa. Desde su partida no había dormido bien; había pedido a Githa que extendiera su jergón al lado de su cama en lugar de fuera en la puerta del dormitorio como era lo habitual, pero ni siquiera la presencia de su doncella le servía para disipar la sensación de vacío que le producía la enorme cama al no estar Robert compartiéndola con ella. -Aunque he estado pensando -continuó Margaret, llevando sus pensamientos hacia el asunto entre manos-, si una sopa de anguila no quedaría tan bien como la de carpa con puerros. Además, me han dicho que el cocinero del señor Hitcham preparó un pastel de almendras con pollo para el día del santo de su esposa, la esposa del señor Hitcham quiero decir, aunque no sé si estaría tan bueno como el que prepararé yo.

-Seguro que tu pastel de almen... -De todos modos, tal vez sea mejor que prepare un pastel de pescado en escabeche. Margaret se le acercó más y bajó la voz como para revelar un secreto-: La esposa del señor Townsend me ha suplicado no sé cuántas veces que le diga el secreto de mi pescado en escabeche. Le he dicho que es la calidad de la sal, que tiene que ser fina, blanca y en su punto exacto, pero sospecho que ella trata de ahorrarse uno o dos peniques usando una sal que sólo es buena para guardar en la despensa. Y si hace eso, ¿cómo puede esperar que su pescado no tenga el mismo sabor que el mío? -El pescado en escabeche irá muy... -Ya tengo encargados los pavos, las gallinas y las carnes de ternera y buey; y hoy envié a Huetta a comprar los huevos. Dieciséis docenas como mínimo, le dije, y todos grandes y frescos, aunque dudo que no tenga que enviarla a devolver la mitad y pedir mejores, porque la tonta muchacha se ha enamorado del hijo del abacero, y le diga lo que le diga, si está él allí, no tiene los sesos ni de un ganso bobo. -Margaret arrugó desdeñosa, su larga nariz-. El mes pasado era el ayudante del panadero. Menos mal que tenemos hornos propios, porque si no nos habríamos muerto de hambre mientras ella miraba embobada a un muchacho con más manchas en la cara que nuestras mejores gallinas moteadas. -Las muchachas son propensas a eso, pero yo creo... -Eso sí, tendré que pedir bandejas al viejo Garrick, porque no serán suficientes las de nuestros hornos para hornear pan fresco cuando las tenga ocupadas con las empanadas, los pasteles y tartas, y... -Se interrumpió bruscamente y se le hincharon las ventanillas de la nariz al llegarle los efluvios de cordero asándose en la cocina-. Sabía que no podía fiarme de Flyta con el cordero! Lo ha puesto demasiado cerca del fuego porque es demasiado pronto para que huela así, ¡a esta distancia de la cocina! Ya iba a medio camino de la puerta cuando recordó que Alyce seguía en el lugar donde la había dejado. Se giró y le hizo una desganada reverencia. -Con vuestro perdón, milady pero no puedo dejar que se queme el cordero, y creo que ya me he hecho una buena idea de lo que deseáis para la comida, así que no es necesario que os moleste más. «¡Lo que yo deseo!», exclamó Alyce para sus adentros, dejándose caer en el sillón de Robert. Furiosa contempló las vigas del techo. Para empezar, no deseaba esa maldita comida, pero claro, ¿alguna vez hacían caso los hombres? Robert deseaba ese festín y había estado dispuesto a revolucionar toda la casa para conseguirlo. Había dado rienda suelta a Margaret junto con una abultada bolsa de la cual gastar, con la consecuencia de que la mujer se había pasado las últimas semanas soñando con fustigar las pretensiones del cocinero del señor Hitcham y no oía ni una palabra de lo que ella le decía. Erwyna, por su parte, estaba tan poseída por la pasión de limpiar, abrillantar, encerar y componer que no había ni un solo lugar de la casa a salvo. Robert había accedido a su petición de emplear a los muchachos ayudantes del establo y al jardinero para la limpieza, desde las vigas del techo hasta la bodega, pero las fregonas estaban absolutamente fuera de su alcance; Margaret había insistido en que su trabajo debía estar en la cocina. Las dos mujeres se habían enfrentado furiosas hasta que ella se vio obligada a intervenir, poniéndose de parte de la cocinera. Desde ese momento Erwyna estaba fastidiada con ella y se encargaba de hacérselo notar, gruñendo, refunfuñando y llevando su paciencia hasta el límite. La pérdida temporal de sus ayudantes del establo tenía irritado al mozo de cuadras, y el jardinero, Joshua, tampoco estaba demasiado contento, porque contaba con la ayuda de los

muchachos para su trabajo en el jardín. Cuando ella se puso de parte de Erwyna, los dos se retiraron a sus respectivos dominios refunfuñando y mascullando acerca de la estupidez de las mujeres y la insensata desorganización que causaban en la vida de un hombre sensato. El único que permanecía incólume ante el alboroto era John Rareton. Continuaba haciendo su trabajo, indiferente a los méritos del pescado en escabeche y el pastel de almendras de cocineros rivales. Se mantenía ocupado por tres, o al menos eso parecía. Aunque Robert no había hecho caso de su advertencia, Alyce continuaba vigilando al administrador. La frustraba no poder seguirlo dondequiera que fuera cuando salía, y no poder ordenar a Piers o a los muchachos del establo que lo hicieran en lugar de ella. Deseaba saber qué hacía, y por qué, y con quién. El hecho de que nadie se preocupara de sus idas y venidas le aumentaba aún más el recelo y la desconfianza. Pero no tenía mucha libertad para angustiarse por eso; ya estaba demasiado ocupada angustiándose por la fiesta. Sólo imaginarse la sala llena de gente desconocida le revolvía el estómago. Pero conocía tan bien como Robert la ventaja política que supondría una exhibición tan pública de su nueva conexión con el campo del conde Simón. Eso lo había comprobado por sí misma ese día en el muelle. Pero a medida que se iban acumulando las facturas, iban aumentando sus dudas sobre la prudencia de una exhibición tan pródiga y cara. Suspirando se levantó del sillón. Hilde la habría reprendido por ser una quejica inconformista, y Maida le habría recomendado media hora de oración y tres horas de trabajo en la lavandería para quitarse los malos humores de la cabeza. Pensar en la lejía y el agua hirviendo de las artesas de la lavandería bastó para ponerla en movimiento. Ya iba a medio camino de la escalera que llevaba al aposento soleado de arriba cuando por un lado del biombo exterior asomó la cabeza de Erik, el ayudante del jardinero que estaba en la puerta de la casa el día que ella llegó. El niño era un diablillo, pero inteligente, y ella le había tomado cariño. -¿Erik? -le dijo sonriendo. El niño salió de detrás del biombo. -Es por los manteles, milady. Tengo una idea, ¿sabe?, y pensé que le gustaría oírla. -Pues sí. Él asintió muy serio y miró hacia atrás; ya seguro de que nadie lo había seguido, apretó las mandíbulas con enérgica resolución v se acercó a ella. -¿Sabe que hay un planchador en Cornhill Street, no muy lejos del hospital de San Antonio, milady? -Un planchador, ¿eh? -Ya veía bastante claro por dónde iban los tiros, pero sentía cariño por el niño y no quiso decepcionarlo-. No, no sabía que hay un planchador en Cornhill Street. -Bueno, pues, hay uno. ¡Y muy bueno! Se llama Grudwell, Grudwell de Lyme. Coge los manteles y hace todo eso de lavar, almidonar y alisar y los devuelve mejor que ni una cosa. Timeo -Timeo era el ayudante del establo al que habían enrolado en el ejército de Erwynadice que Grudwell es lo mejor, lo mejor que hay mejor que nadie en Londres. -Y tú piensas que deberíamos enviar a planchar allí los manteles, y no hacer eso vosotros, ¿verdad?

El niño asintió solemnemente. -Un planchador puede hacerlo fácil. Mejor que con una piedra lisa milady. Muchísimo mejor. ,Alyce tuvo que fruncir los labios para que no se le escapara una sonrisa. A Erik y Timeo les habían dado la tarea de frotar piedras lisas sobre los manteles y servilletas recién lavados para alisarles las arrugas. Ese era un trabajo aburrido, pero necesario si querían que las mesas para el banquete estuvieran como correspondía al honor de la casa Wardell. Es decir, necesario si no se recurría a los servicios de un planchador Ella jamás lo había hecho, por la sencilla razón de que no había ningún planchador a menos de tres días de cabalgada desde Colmaine. -¿Y qué dice Erwyna? Al niño se le ensombreció la cara. -Dice que hay mucha raíz molida para el almidón, y que más vale que Timeo y yo almidonemos y frotemos esos manteles antes que pagarle a un desconocido para que lo haga. -Comprendo. -Dice que sólo nos meteríamos, o sea Timeo y yo, que sólo nos meteríamos en problemas si no nos tiene ocupados. Pero -añadió poniendo expresión astuta- Timeo dice que hay todo ese trabajo en el establo y en el jardín, y que el viejo Joshua anda gruñendo que hay que plantar los ajos y cavar la tierra para hacer ese nuevo cuadro de hierbas que usted quiere y... Alyce lo interrumpió levantando una mano. -Comprendo qué quieres decir. También recordaba cómo era alisar un mantel con la misma claridad con que recordaba cómo era lavarlo primero. Maida se había ocupado de que aprendiera todas, todas las tareas necesarias para llevar la casa de un noble. Por otro lado, también se había preocupado de enseñarle el modo de llevar una casa con frugalidad, y ella estaba segura de que contratar los servicios de un planchador no entraba en la categoría de frugalidad. -Hace un trabajo buenísimo, milady -dijo Erik, mirándola esperanzado, con los ojos muy grandes e inocentes. -No me cabe duda. Pero tendré que hablar con Erwyna primero. -Vio cómo se le encorvaban los hombros al niño-. Y tal vez con ese Grudwell de... -Lyme, milady. -Grudwell de Lyme. No sé si... -La esposa del señor Byngham usa sus servicios, milady. Y la señora Cantrell de esta misma calle. Y la señora... -¡Basta! -exclamó Alyce, levantando una mano-. Lo que a mí me interesa es la casa de la señora Wardell, no la de la señora Byngham ni la de la señora Cantrell. -Pero milad... La protesta del niño fue interrumpida por el ruido de una acalorada discusión proveniente de la escalera de la cocina. -Lo tentaste, de buen seguro, y todo porque quieres plantar ajos y no has pensado en el trabajo que...

-Estamos hablando del jardín de la señora, mujer, no de cualquier cuadro de malezas. La voz de Joshua resonó grave en la escalera, a modo de contrapunto del tono chillón de Erwyna. -Malezas, ajos, lo que sea. Por la forma como tienes el jardín, a veces es difícil distinguir malezas de hierbas. Los dos llegaron al último peldaño de la escalera, tan inmersos en la discusión que no vieron a Alyce ni al niño. Erwyna venía con la cabeza inclinada, los hombros encorvados y los codos hacia arriba, por traer cogidas las faldas. Su gorda figura se mecía a uno y otro lado, seguida por Joshua que le pisaba los talones gruñéndole como un irritado perro desdentado. -No puedo trabajar el jardín sin tener a los niños para que quiten las malas hierbas, caven y acarreen el agua -protestó el anciano. -¡Quitar malas hierbas y cavar! Cuando estamos hasta las vigas de manteles y... -¡Si los hubieras lavado bien la primera vez...! -¿Qué? Has de saber que mis manteles están siempre bien lavados, zurcidos v alisados. Los dos combatientes estaban tan inmersos en su pelea que va estaban en mitad de la sala cuando vieron a Alyce. Erik ya había desaparecido detrás de los biombos y salido por la puerta en el mismo instante en que advirtió que se le iba acercando la condenación. -¿Está ese niño por aquí? -preguntó Erwyna. -¿Qué niño? -Erik. Debería estar ayudando con los manteles, pero se ha escapado Dios sabe dónde, dejando todo el trabajo a mis mujeres. Si llego a ponerle las manos encima... -¡Lo vas a dejar en paz! ¡Y a Timeo también! -gritó Joshua, mirándola furioso-. Ya te lo dije. Los muchachos tienen cosas mejores que hacer que pasar el tiempo con la cabeza metida en una artesa llena de manteles, como si fueran mujeres y no hombres. -¡Hombres, ja! -replicó Erwyna-. Apenas tienen edad para mear de pie esos dos, y tú los dejas que... -¡Basta! -exclamó Alyce. Su dura orden interrumpió la pelea. Erwyna enderezó la espalda, rígida. -Hay trabajo por hacer si queremos tener todo listo para esta fiesta vuestra, milady, y necesito a esos niños para que lo hagan. -¡Y yo necesito a mis muchachos en el jardín, milady! -dijo Joshua.-. Es demasiado el trabajo para hacerlo yo solo. -No lo sería si hicieras otra cosa fuera de... -¡He dicho basta! Alyce miró enfadada a Joshua y luego a Erwyna, que le devolvió mirada sin pestañear. A Alyce se le encendió la sangre. Estaba más que harta de las constantes discusiones por los preparativos de esa maldita comida. Al diablo la frugalidad. -Envía los manteles a un planchador -dijo. A Erwyna se le puso la cara de un rojo vivo. -¡A un planchador!

-Sé que tienes trabajo para diez personas, Erwyna-le dijo Alyce, con más calma que la que sentía-. Con todo lo que aún falta por hacer, es lógico enviar los manteles a un planchador. -¡De ninguna manera haré eso! Alyce perdió el último vestigio de paciencia. -Si no lo haces, lo haré yo. -¡No podéis hacer eso! -Puedo. ¡Soy la señora aquí, por si lo has olvidado! Erwyna se puso los puños en las caderas, los hombros encorvados y la barbilla estirada como la de un bulldog. -Puede que seáis la señora, milady, pero soy yo la que tiene el trabajo de llevar esta casa. No le confiaría mis manteles ni al chambelán de la cámara del rey, si es por eso. Eso decidió el asunto. Alyce tenía en su haber una buena cantidad de discusiones con criados agresivos, pero jamás ninguno se había atrevido a desafiar así una orden suya. Al final, Erwyna tampoco se atrevió. Cedió y accedió a hacer lo ordenado, pero cuando la vio alejarse por un lado mientras Joshua salía triunfante por el otro, comprendió que acababa de ganarse una enemiga. Cerró los ojos y pronunció una sincera oración pidiendo paciencia. Estaba realmente enamorada de Robert, pero si en esos momentos él hubiera estado a su alcance, alegremente lo habría colgado por los pies y dejado secar. Y eso sólo para comenzar.

Robert entró por Newgate e hizo una honda inspiración, aspirando los olores picantes que eran una parte ineludible de Londres. Habla estado fuera seis días, los seis días más largos y difíciles de su vida, días más ennegrecidos aún por la noticia de que Eduardo había avanzado contra las tropas acampadas en Northampton, donde estaban el padre y el hermano de Alyce. Sin embargo pese a esa noticia las penurias del viaje y la casi imposibilidad de obtener más apoyo financiero para el rey y lord Eduardo, no había pasado ni una hora de esos seis días sin pensar en Alyce. Ni siquiera dormido. El poco tiempo que había dormido. Escasamente dos meses casado y ya estaba acostumbrado a tenerla en su cama. Incluso había echado de menos sus pies fríos, y cómo se acurrucaba junto a él para calentarse, dormida. Eso lo preocupaba, lo inquietaba esa creciente necesidad de ella que sentía, la forma como estaba entretejida con sus pensamientos como las hebras de una tela. Pero si trataba de liberarla, de ponerla a un lado, todo lo demás se desmadejaba, dejándolo con una maraña, y nada más. Y si... -¡Wardell! Si no supiera que no, creería que os habéis vuelto sordo y ciego. Nunca me habíais desatendido así. Robert se giró bruscamente en la silla, sobresaltado por esa voz conocida. -¡Marion! -Sonrió a la elegante mujer de ojos oscuros que había puesto su montura a su lado-. No os oí.

-Tampoco me visteis, aunque pasasteis por delante de mí. Tres veces os llamé y agité la mano, pero igual podría haber estado balando a la luna, para el caso que me hicisteis. -Su risa lo envolvió, igual que siempre-. Si no fuera pos ese lúgubre pedazo de guardia que lleváis detrás, podría haberos robado del bolsillo y no os habríais dado ni cuenta. -Newton tiene su utilidad -repuso él, sonriendo a la mujer que había sido su amante hacía varios años. Ella miró hacia Newton y se ladeó en la silla para acercarse más a Robert. -Y bien que la tenga -dijo con una sonrisa pícara-, porque no me puedo imaginar tenerlo por el mero placer de su compañía. A juzgar por su aspecto a su madre se le cortó la leche en el pecho. -Vos en cambio tentaríais a un santo a pecar -dijo él galantemente. De todas, ella había sido su favorita. Marion Naismith, ahora Marion Mychet, era una mujer afable, alegre y eminentemente práctica que sabía hacer sentirse cómodo a un hombre. Fue buena compañía, dentro y fuera de la cama, y la única que no intentó tenderle lazos para que se casara con ella. Cuando se separaron, aceptó inteligentemente su ofrecimiento de instalarla como vendedora de telas, y más inteligentemente aún se casó con un hombre mayor cuyo negocio, unido al de ella, les daba una buena posición entre los merceros de Londres. Él seguía vendiéndole telas para su tienda y de tanto en tanto le daba consejos en sus asuntos de negocios, y ella seguía contándole lo que se rumoreaba por las calles cuando creía que podía serle útil. Desde hacía mucho tiempo, su relación no había pasado de ser una amistad. La recorrió con la mirada. -Parece que cl matrimonio os sienta bien. Ella asintió, sonriendo. -Sí. A Mychet le crujen las articulaciones y está lleno de gases, pero es un hombre bueno y me trata bien, y no se entromete en mi negocio. -¿Entonces va bien vuestro negocio, incluso en estos malos tiempos? -Bastante bien, gracias a vos. Siempre os tengo presente en mis oraciones, ¿sabéis? Le tocó reír a él. -¡Oraciones! Os habéis hecho respetable. Primero un marido, luego una doncella que os sigue como un perro faldero, y ahora oraciones. Ella se encogió de hombros, sus ojos llenos de risa. -Hace tiempo que decidí que Dios es más o menos como un marido. Se inclina más a escuchar si una no está siempre zumbándole en el oído. Se habían detenido a un lado de la calle, rodeados por Newton y la gorda doncella de Marion, que los miraban con desaprobación. Marion ladeó la cabeza para observarlo. -En cambio yo no sé muy bien si a vos os sienta bien el matrimonio. Estáis más delgado que la última vez que os vi, y nunca habéis tenido ni una onza de sobra. Desapareció la sonrisa de él. -Tanto el matrimonio como mi esposa me sientan muy bien, gracias -dijo fríamente. -¡Uy, uy! -rió ella-. ¿Conque nos ponemos a la defensiva eh? Él se limitó a mirarla muy serio.

-La he visto, ¿sabéis? -continuó Marion-. Caminando por la calle. La encontré más bien feúcha, aunque tiene un algo que atrae la atención. -Arqueó las cejas, interrogante-. Dicen que es hija de un barón. -Es hija de un barón y es una dama -contestó él, en tono más frío aún-, y sin duda ha de estar preguntándose qué me ha retrasado. -Capto el mensaje -dijo ella, visiblemente divertida-. Pero al menos permitidme que le envíe un regalo. No tiene por qué saber que el regalo es mío -se apresuró a añadir-. Algo sencillo pero bonito. Frívolo tal vez, el tipo de cosa que gusta a las mujeres y que a los hombres nunca se les ocurre regalarles. Robert se obligó a relajar los hombros. Se sentía estúpido por precipitarse tanto a defender a Alyce, sobre todo dado que en Marion no había ni un asomo de malevolencia. Por otro lado, aunque no era muy experto en etiqueta ni protocolos, no lograba imaginarse que un regalo de una ex amante fuera algo apropiado para llevar a la esposa. Marion se le acercó un poco y le apoyó la mano enguantada en el brazo. -Dadme ese gusto Robert -le suplicó-. Permitidme que le regale algo. Vos fuisteis bueno conmigo y de verdad deseo que seáis muy feliz en este matrimonio. Robert aceptó al final. Escoltado por Newton y la doncella de Marion, los dos con caras lúgubres, acompañó a Marion hasta la casa estrecha de dos plantas que les servía a ella y a su marido de hogar y de tienda. Estaba levantado el toldo, y extendido el ancho tablón que servía de mostrador durante el día, y se plegaba detrás de la ventana por la noche, cubierto por un buen surtido de piezas de tela dobladas. Marion servía su género a los mercaderes y comerciantes prósperos y acomodados de ese lado de la ciudad, hombres y mujeres que normalmente vestían la ropa de lana recia adecuada a su situación en la vida pero que de tanto en tanto deseaban una pieza de seda o de terciopelo, más caras, para hacer alarde de su éxito. También ofrecía una buena selección de chucherías y adornos para las señoras, cosas que no se encontraban fácilmente en otra parte. Mientras le entregaba las riendas a Newton, que las recibió con cara inescrutable, Robert decidió aprovechar la ocasión para buscar algo bonito para llevar de regalo a Alyce, algo que le sirviera de disculpa por haberla dejado sola organizando los preparativos para el festín en honor de su matrimonio. Se lo explicó a Marion, mientras la daba a desmontar y la seguía al interior de la tienda. -¡La dejasteis sola con todo eso! -exclamó ella, horrorizada. -¡Sólo es una comida! -protestó él. -¡Sólo una comida, dice! -comentó ella al aprendiz turno al que había dejado a cargo de la tienda mientras ella estaba ausente. El muchacho le contestó con una débil sonrisa y se apresuró a desaparecer en las profundidades de la casa cuando ella lo echó. -¡Todos los hombres sois iguales! Hasta el más inteligente es un tonto ignorante cuando se trata de estas cosas, y vos no sois ninguna excepción, Wardell. Vuestra mujer se merece un collar de oro, ¡como mínimo! Mientras lo reprendía iba hurgando en un arcón alto hasta su cintura adosado a la pared del fondo, sacando un par de cajas pequeñas de madera y una bandeja ancha y baja dividida en compartimientos.

-Tendría que haber algo adecuado entre todas estas cosas -dijo, poniendo las cajas y la bandeja sobre el mostrador-. ¿Un monedero para abrochar al cinturón, tal vez, o un pañuelo bordado? Robert, ceñudo de concentración, estaba mirando los artículos repartidos en los compartimientos de la bandeja. -Ya tiene un monedero así. Y un pañuelo también. Marion sacó un peine pequeño tallado en hueso, muy pulido. -¿Un peine nuevo, entonces? -Le regalé uno de marfil. -¿Un anillo de plata? Él negó con la cabeza. -Se niega a usar anillos, aparte del de bodas. -¿Sí? -dijo ella, la cara iluminada por el interés. Él la miró ceñudo y volvió nuevamente su atención al surtido de artículos desplegados ante él. Abrió la primera caja, pero sólo contenía cintas. La dejó a un lado. Abrió la segunda caja y se quedó inmóvil contemplando su contenido. Marion dijo algo. Él levantó la vista, distraído. -¿Qué? ¿Qué habéis dicho? -Sugerí un poco de regaliz veneciano, algo dulce para vuestra dulce dama. Robert miró los caramelos duros que le enseñaba en la palma de la mano. Esa delicadeza era tan cara como las sabrosas rosquillas de azúcar que llegaban de España, y menos comunes aún. -Nunca se me ha ocurrido regalarle dulces -reconoció, muy consciente de una punzada de culpabilidad. A Alyce le gustaban los dulces. -¡Entonces le regalaré eso! -declaró Marion. Volvió a poner los caramelos en la bolsa de tela y estiró la cabeza para ver lo que había atraído la atención de él-. ¿Qué encontrasteis? -Esto -dijo él, sacando de la caja una malla de seda dorada adornada con perlas, toda enredada. -¿Una malla para el pelo? Él asintió, mientras con todo cuidado desenredaba la malla Las perlas brillaron a la luz. -Tiene el pelo rojo -dijo él suavemente-. Un pelo rojo glorioso, y un cuello largo, tan blanco y grácil como el de un cisne. -¿Sí? Robert asintió, deslumbrado por la imagen mental de cómo se verían las perlas y la seda dorada en el pelo de Alyce. -Una hermosa piel blanca que casi brilla a la luz de las velas. Marion se echó a reír. -Llevaos la malla, entonces, con mi bendición. -Ladeó la cabeza y lo observó como si

fuera una curiosa chucheria nueva y estuviera considerando la posibilidad de ponerlo en la bandeja para ofrecerla al público-. Me parece que por fin estáis bien, bien atrapado, Wardell. -¿Atrapado? -repitió él, todavía deslumbrado por la imagen de la piel blanca de Alyce. -Sí, atrapado, amigo mío. -Los risueños ojos de Marion centellearon de alegría-. Me encantaría saber si ella sabía siquiera que había echado la red cuando quedasteis atrapado en ella.

Capítulo 14 Noticias tristes No había nadie en el patio para recibirlos cuando cruzaron la puerta de la casa Wardell, ni apareció nadie a recogerles los caballos. Newton se llevó los caballos al establo refunfuñando en voz baja, mientras Robert subía al trote la escalera y entraba en la sala. Estuvo a punto de girarse y volverse por donde había venido. La sala estaba tomada por Erwyna y su ejército. Parecían hormigas, limpiando las vigas, fregando el suelo y sacando brillo entusiastamente a todo lo que había entre medio. En el centro de la actividad estaba Erwyna, con el velo torcido, el griñón colgándole bajo la papada, su cara ancha al rojo vivo, exhortando irritada a criados y criadas a trabajar más deprisa, más deprisa. Se giró a mirarlo con la frente arrugada en advertencia cuando él comenzó a pasar por el suelo todavía mojado. Robert la miró receloso. -Sólo quiero dos cosas -dijo antes que ella empezara a reprenderlo-. Una jarra de tu buena cerveza, y a mi mujer. Seguro que alguien puede estar libre el tiempo suficiente para traerme lo primero, y ¿podrías decirme dónde puedo encontrar lo segundo? Ella gruñó, ladró a una criada que fuera a buscar una jarra de cerveza e hizo un gesto hacia la escalera que llevaba a los aposentos de arriba. -La última vez que la vi, la señora Alyce iba por ahí. Estoy demasiado ocupada para seguirle la pista, y ahora que vuestra esposa se ha empeñado en que, además de todo el trabajo que tengo, zurza los manteles tengo menos tiempo que nunca. Declinando la invitación a investigar esa misteriosa referencia a los manteles, Robert empezó a subir la escalera hacia los aposentos. Al principio subió de a un peldaño, para preservar su dignidad, pero tan pronto estuvo fuera de la vista del personal, continuó el resto de a dos y de a tres. Sentía como algo vivo la malla de seda con perlas en su bolsa. La frustración de su improductiva misión durante la semana pasada fue relegada al olvido por el deseo de ver a su mujer. Ella no estaba en la habitación grande, pero la puerta del dormitorio estaba abierta. Llegó hasta allí con el corazón brincándole en el pecho. Al principio ella no lo vio; estaba en el otro extremo de la habitación, de espaldas a la puerta y con una escoba en las manos atacando industriosamente el polvo que había tenido la temeridad de alojarse ahí. Llevaba una especie de vestido de diario, feo, que él no había visto nunca, y en lugar de los acostumbrados velo y griñón, tenía un pañuelo atado a la cabeza. Por el borde del pañuelo se veía un asomo de guedejas rojizas, y cuando se volvió, quedaron a la vista las que se le habían escapado por los lados. Al verlo ella se detuvo, con las manos rodeando el palo de la escoba. -¡Vos!

Él parpadeó y paró en seco en la puerta. -Eehh, sí. Acabo de llegar. ¿Me... me echasteis de menos? Ella entornó los ojos y sus cejas hicieron lo posible por juntarse encima de su nariz. -¿Echaros de menos? ¡Ja! -dijo, y reanudó su tarea, avanzando resueltamente con la escoba por los pies de la cama, hacia él. -Ah -dijo Robert, desanimado-. Bien, bueno. ¿Qué había hecho, por todos los santos, para merecerse ese frío recibimiento? Alyce continuó barriendo. Con cada movimiento de la escoba se iba acercando más a la puerta y a él. -Estáis estorbando. Él consideró la posibilidad de discutir el asunto, pero se hizo a un lado educadamente. Dos palmos más que se acercara y podría arrancarle el pañuelo de la cabeza y quitarle la escoba. -Yo también estoy encantado de veros. -¡Ja! -dijo ella, depositando el montoncito de tierra en medio de la entrada, exactamente donde él había tenido los pies. Ella dejó el montoncito ahí y se giró para comenzar a atacar ese lado de la cama, levantando los bordes de las alfombras para barrer debajo y dejándolos caer después. A él no le pareció una buena forma de barrer, pero no estaba de ánimo para discutir los detalles más refinados de la limpieza de la casa. Pasó por su lado para sentarse en el sillón situado en el otro extremo del hogar. Si ella podía barrer alrededor de las alfombras, también podría barrer alrededor de él. -No he estado ni una semana entera ausente -musitó-, ¿y esta es la bienvenida que recibo? He visto a felones de camino a la horca obtener una recepción más calurosa por parte de la multitud. -Qué típico de un hombre eso, ¿verdad? -dijo Alyce a la escoba-. Pone patas arriba toda la casa y después se va, dejándome en medio de las peleas y el alboroto. Y luego, cuando estamos tratando de rearmarlo todo, llega y entra reclamando atención. -¡Reclamando atención! Entro en mi casa, mi casa, por si lo habéis olvidado!, y me lo encuentro todo revuelto. Nadie vino a recogerme mi caballo, ni hay comida esperándome. Ni siquiera un vaso de cerveza. Ni siquiera Puedo pasar por mi propia sala sin que me traten como si fuera un mozo del establo, y ahora mi propia mujer me dice que todo es culpa mía. Miró enfurruñado a Alyce y la escoba, se acomodó más en el sillón, cruzó los brazos sobre el pecho y estiró sus largas piernas. -Y además, ¿qué hacéis barriendo el maldito suelo? -añadió malhumorado-. Tenemos criadas para que hagan eso. Por un instante, creyó que iba a golpearlo con la escoba.

Por un instante, Alyce consideró la posibilidad de golpearlo en la cabeza con la escoba, pero lo más probable era que su dura cabeza le hiciera más daño a la escoba que la escoba a él.

Se decidió por desahogar sus sentimientos informándolo, con vehemencia, de todos los detalles de la desorganización causada por su fiesta. Las peleas entre Erwyna y Margaret que habían estremecido la casa durante esos días; la perfidia del carnicero que después de prometer los gansos más gordos y tiernos les llevó los más viejos y duros; el alboroto causado por el último encaprichamiento de Huetta, la ayudante de cocina, por el aprendiz del bodeguero, que la hizo olvidar los pasteles de gorrión en el horno, descuido castigado por Margaret con unos fuertes tirones de orejas, con lo que la muchacha se pasó el resto del día en lloriqueos y lamentos; la indignación de Joshua por no tener a sus ayudantes y sus provocaciones a Erwyna cuando los recuperó; y todo lo que había hecho Erwyna para fastidiarlo y hacerles la vida lo más desgraciada posible a él y a todos a causa de eso. Uno tras otro fueron brotando de ella los agravios de la semana como vino de una jarra rota, aunque incluso mientras hablaba, ella sabía que en el fondo de todo estaba la rabia, la pena y la confusión por haberse enamorado de él, y porque él se había marchado a pesar de eso. Él lo escuchó todo sin interrumpir. Pero a medida que se alargaba la lista, su expresión de hosca irritación fue dando paso a una de impía diversión, lo que no contribuyó en nada a mejorarle cl humor a ella. -Por lo menos cuando mi padre ordenaba un festín en Colmaine no esperaba que yo sirviera pavos reales, ¡y mucho menos en esta época del año! Robert soltó una carcajada. -¡Esta sí es mi Alyce! Práctica hasta el último penique. Ella lo miró desaprobadora, y después metió la escoba por debajo de sus pies. -Mejor que alguien lo sea, si ponéis la casa vuelta del revés; por tontas bagatelas como un festín de bodas, señor Wardell. Él cogió la escoba y la atrajo hacia él. -¿Bagatelas, señora esposa? ¿Bagatelas? La inmovilizó con su mirada, mareándola de deseos de él. Ella se aferró a su escoba, el único objeto sólido que tenía a su alcance. Tironeó más fuerte, haciéndola perder el equilibrio y caer por encima del brazo del sillón sobre sus rodillas, con escoba y todo. -Yo os enseñaré lo que son bagatelas, milady -susurró él. Le quitó el pañuelo y lo tiró hacia un lado, luego se inclinó a mordisquearle la oreja. Ella protestó chillando. Él se apartó y la miró ceñudo con fingida ferocidad. -Callaos, mujer. Ella cerró la boca y lo miró furiosa. -Es vuestro deber obedecerme-dijo él, más fiero aún-. ¿No os enseñaron eso los curas? Ella emitió un bufido burlón y trató de liberarse. Eso no era empresa fácil, pues él la tenía firmemente rodeada por sus brazos. Y las piernas le colgaban indecentemente por el brazo del sillón, mientras la escoba le golpeaba las rodillas. Él volvió a inclinarse y le susurró al oído: -Además, las bagatelas pueden ser con mucho las cosas más beneficiosas del paquete. Y añadió en voz aún más baja, sus palabras un cálido roce, atormentándole los sentidos-: Soy mercader. Lo sé. Ella cerró los ojos, desconcertada, y ahogó una exclamación cuando él le metió la

lengua en la oreja y la sacó. Las llamas la recorrieron toda entera. Apretó con más fuerza la escoba, con todos los músculos tensos. Había transcurrido casi una semana desde que él se marchara, una semana sin sus besos, sin sus caricias, sin su calor. Una semana sin hacerle el amor. La escoba cayó sobre la alfombra. Él la apartó con el pie, con tanta fuerza que la escoba rebotó en el suelo hasta detenerse junto a la pata de la cama. Alyce apenas se dio cuenta. Le rodeó el cuello con los brazos y se estiró para reclamar los besos que él le ofrecía. Él buscó a tientas los bordes de la túnica y el vestido, y se los subió por las piernas hasta dejar todo arrugado encima de sus muslos. Deslizó la mano hacia abajo, por la rodilla y por el contorno interior de la pantorrilla, arrastrando la media, de modo que la suave lana le raspó la piel, haciéndosela arder. La mano continuó hasta el tobillo, y se detuvo allí para desabrocharle la hebilla del zapato. Ella no lo ayudó. Estaba demasiado ocupada en la agradable tarea de besarle la mandíbula, la mejilla, la comisura del ojo, en seguir la curva de su oreja con la punta de la lengua. La abstinencia de esa semana hacía más exigentes aún los tironeos en el bajo vientre y la entrepierna, y rugir más fuerte el calor en sus venas. Robert dejó a un lado los zapatos y subió la mano a lo largo de su pierna hasta llegar al nudo que le sujetaba la media. Mientras sus dedos trataban de desatarlo, volvió la cabeza y se apoderó de su boca con la suya. Ella abrió los labios; se encontraron sus lenguas, apretándose entre ellas, mientras él le acariciaba la sensible piel del interior del muslo, haciéndola retener el aliento. Él se las arregló para desatar el nudo de la media y se la soltó, y volvió a deslizar los dedos hacia abajo, siguiendo la curva de la parte de atrás de la rodilla, el contorno de la pantorrilla y luego subió, subió y subió, hasta... Retiro la mano bruscamente, soltando una maldición, le cogió el borde de la falda del vestido y trató de bajarlo para cubrirle las piernas, Demasiado tarde. Alyce le siguió la mirada. Una de las ayudantes de cocina estaba en la puerta abierta con una enorme jarra en la mano, su boca estirada en una ancha y encantada sonrisa. -Erwyna dijo que quería cerveza -anunció la criada, en un tono que anunciaba que veía que lo que ellos querían en ese momento era algo muy diferente. -Déjala ahí -dijo Robert, ceñudo-. Ahí, en el arcón. No, ahí está bien. ¡Está bien! Déjala ahí y lárgate. La criada rió disimuladamente y puso la pesada jarra sobre el arcón, pero no hizo amago de marcharse. -Erwyna dice que dentro de un rato enviará la cena aquí, porque no quiere que le ensucien la sala, pero pueden tomarla en la cocina si prefiere, ya que allí es donde... -¡Fuera! La muchacha se giró y salió corriendo. -¡Y cierra la puerta! -rugió Robert. La criada tardó un instante en desandar los pasos y asomar la cabeza: -¿Le digo a Erwyna que...? -¡Fuera!

La puerta se cerro con un golpe. Alyce se echó a reír. -¡Muchacha impertinente! -gruñó Robert. -¿Ella o yo? -bromeó Alyce. -Las dos. -La miró ceñudo-. ¿Sabéis que esa sonrisa coqueta os va a meter en dificultades algún día? ¿Y dónde estaréis entonces? A ella le desapareció la sonrisa. -Aquí -repuso en un susurro-. Con vos.

Lo primero que advirtió Alyce en los invitados de Robert fue que sus modales eran muchísimo mejores que los que su padre y sus amigos podían esperar tener algún día. Se bañaban, para empezar, y se vestían bien, con ropas muy limpias y bien cepilladas. No entraban en la sala con perros de caza ni halcones, no manoseaban a las criadas que servían la comida, usaban la servilleta para limpiarse los dedos después de comer, y para limpiar el borde de la copa después de beber, y ninguno mostraba la menor inclinación a organizar concursos de lucha libre en la sala, como había hecho uno de los visitantes más memorables de su padre. A diferencia del lastimoso festín de bodas en Colmaine, en que la ordinaria comida y los manteles llenos de remiendos la hicieron sonrojarse, este festín era lo suficientemente refinado como para complacer al rey. Margaret se había superado a sí misma en la cocina, aunque con ello había vuelto loco a todo el mundo. El viejo Grudwell de Lyme había decepcionado a Erwyna devolviendo los manteles bien almidonados y planchados sin ni siquiera un agujerito de alfiler en ellos, pero ninguna otra cosa había resultado inferior a sus expectativas ni siquiera Erik, al que, después de lavarlo y fregarlo bien, le habían puesto sus mejores ropas y dado la tarea de retirar las fuentes ya vacías y hacer recados para los invitados. Cuando recibió a los primeros invitados, Alyce tenía el estómago hecho un nudo pero fingió seguridad y una sonrisa, y trató de aparentar que estaba acostumbrada a esas cosas. Ni siquiera se permitía dejarse alterar por la falta de noticias de Northampton, donde Eduardo había atacado al ejército de los barones. No, ese día no pensaría en eso. Ella era lady Alyce después de todo, e hija del barón de Colmaine, y ese festín que ofrecía Robert en su honor había atraído a la mitad de los notables de Londres a su sala. Por muchas que fueran las deficiencias que los invitados pudieran encontrar en su cara, figura o conexiones familiares, estaba resuelta a que no encontraran ninguna en sus modales. Por lo que veía, hasta el momento no habían encontrado ninguna. En realidad, se había atraído más de una mirada de admiración de 1os hombres y no pocas miradas envidiosas de las mujeres. Algunos de los invitados simplemente estaban impresionados por su apellido y linaje, claro, pero otros era evidente que estaban impresionados por ella misma. Esa admiración y envidia, tan desconocidas en su experiencia, eran algo embriagador. Dios sabía que había hecho todo lo posible por tener la apariencia de hija de un barón y esposa de un hombre rico. Se había puesto la sobreveste que bordara para su boda, el collar de piedras preciosas de su madre y sus hermosos zapatos nuevos. Después de mucha vacilación, incluso dejó de lado sus habituales griñón y velo y se hizo el moño dentro de la preciosa malla que le regalara Robert, después de haberle hecho el amor con tanto entusiasmo y tan bien que casi no fue capaz de levantar la cabeza de la almohada después.

El pensamiento la hizo sonreír, y alzó un poco más el mentón. Robert tenía razón; el dorado y las perlas hacían un llamativo contraste con sus cabellos rojos. El orgullo que vio en los ojos de él cuando salió de la habitación esa mañana, antes que llegaran los primeros invitados, le fue tan precioso como cualquier joya que pudiera haberle ofrecido. -¿Más vino, milady? El amable ofrecimiento la sacó de sus pensamientos. Por ser el invitado de mayor categoría, Thomas Fitz Thomas, el lord alcalde de Londres, estaba sentado a su derecha. Pese a sus diferencias políticas con Robert, había demostrado ser un entretenido compañero mesa, y más de una vez la había hecho reír con algunas salidas irónicas o algún cotilleo escandaloso. Teniendo a Robert a su izquierda, estaba disfrutando realmente de la comida que tanto había temido. -Vino no, gracias, señor -repuso sonriendo-. Ya he bebido más que suficiente. -Dios sabe que hay en abundancia, y todo de lo mejor. Pero claro, Robert siempre ha sido famoso por exigir lo mejor en todo, -El guiño travieso en los ojos entornados del alcalde era visible- no me sorprende que se las haya arreglado para conseguir una esposa hermosa que haga juego con la calidad de todo. Alzó la copa de plata que compartían, a modo de brindis, sonrió al ver el rubor que le teñía las mejillas a ella, y tomó un trago del exquisito vino tinto. Después limpió con la servilleta el borde que habían tocado sus labios y dejó la copa en la mesa, entre ellos. -Os confieso, milady, que me siento agradecido por esta fiesta y, no sólo por el placer de conoceros. -Miró la sala atiborrada y se entristeció su expresión-. La división entre el rey el conde Simón nos ha dividido a todos. Cualquier cosa que nos reúna es bienvenida, aunque sólo sea por un día. Alyce observó las caras de las personas que la rodeaban. El alcalde tenía razón. Ese día. al menos por unas horas, todos habían dejado de lado las peleas y diferencias para unirse en la alegría de la fiesta. William y Mary Townsend estaban sentados en puestos ligeramente inferiores, pero Alan de Hensford, cuya posición en el gremio dc merceros era demasiado importante para ignorarla, tenía un lugar de honor en la mesa principal. La presencia de los contrincantes políticos de Robert, de sus enemigos declarados, sólo acrecentaba las ventajas que ganaba con esa reunión, prueba del poder que ejercía en Londres y entre los mercaderes de la ciudad. -Sois hombre del conde Simón, ¿verdad, milord alcalde? -le preguntó. Él asintió. -Sí. Montfort promete lo que el rey rehúsa, y no le gustan más que a nosotros los consejeros extranjeros del rey. Las leyes y decisiones de Enrique nos han dañado, y si no nos oponemos a ellas ahora, bien podrían destruirnos. -Guardó silencio un momento y añadió-. Piense lo que piense vuestro marido. -El señor Wardell sigue su propio camino -dijo ella apaciblemente-. Parece que eso le ha ido bastante bien hasta ahora. La boca de Fitz Thomas se curvó en una sonrisa. -Siempre fue un hideputa listo. ¿Quién iba a pensar que se las arreglaría para casarse con la hija de un barón, y nada menos que con uno cuyo padre está aliado con el conde Simón? Alyce se limitó a sonreír, pero por debajo del mantel retorció la servilleta como si fuera

una cuerda alrededor del cuello de un bellaco. -Lo conocí cuando él y vuestro hermano estuvieron alojados en la Torre hace unas semanas -continuó él-. A vuestro padre, quiero decir. En la cara del alcalde no apareció ningún signo que revelara qué pensaba de sir Fulk. -Ah, no lo sabía -dijo ella. Se obligó a dejar de retorcer la servilleta, no fuera que él notara ese gesto nervioso-. Sin duda mi padre olvidó decírmelo. -Dudó un momento, pero vio que Robert estaba en animada conversación con la mujer del alcalde, y no la oiría-: ¿Hay... Habéis tenido alguna noticia de Northampton, señor? Mi padre y mi hermano están allí, formando parte de las tropas, y... -Se le cortó la voz, pero lo volvió a intentar, tratando de calmarse-. Es difícil, ¿sabéis? Esto de no saber. -No ha llegado ninguna noticia, aparte de la primera, que Eduardo había avanzado con sus fuerzas contra la ciudad. El conde Simón ha ido a ayudarlos. Esperemos que la ciudad logre resistir hasta que él llegue allí. -Sí. -No debería haber preguntado, pensó-. ¿Os servís más pavo, señor? Aún queda una buena tajada de pechuga. Los pavos asados, cuidadosamente revestidos con la piel con plumas y las colas en abanico, habían causado sensación. Diez en total, los habían presentado primero en bandejas separadas para exhibición y luego vuelto a llevar apresuradamente a la cocina para trincharlos y traerlos nuevamente listos para comer. Un pequeño manojo de las largas y brillantes plumas reposaba en la mesa junto a ella. A cada mujer de las invitadas les habían dado al menos una como recuerdo. Desapareció la preocupación de los ojos del alcalde, y se rió. -No, no más pavo, gracias. No recuerdo haber visto un festín tan magnífico, milady. Ella lo obsequió con una sonrisa traviesa. -Sí que se ha puesto vanidoso vuestro marido para hacer alarde de su nueva joya con todo este despliegue. Me extraña que no haya reclamado para él todas esas plumas de pavo real para ponérselas y desfilar ante el mundo. Alyce celebró la gracia y resueltamente desvió la conversación de la política. Había más que suficiente de qué hablar, y Fitz Thomas, con la lengua suelta por influencia del vino de Robert, estuvo más que dispuesto a relatarle historias de la vida en Londres y sus propias aventuras en sus primeros años de mercader. A medida que avanzaba la tarde, empezaron a notarse los efectos del exceso de comida y vino en algunos mercaderes. Alyce sospechaba que si no hubieran estado tan atiborrados los bancos, un par de invitados se habrían caído al suelo o metido debajo de la mesa a dormir. En cuanto a ella, ya estaba más que deseosa de que acabara la larga tarde y la sala se desocupara de invitados. Le dolía la cabeza; le zumbaban los oídos con el rugido constante de la conversación. Se había cuidado de no beber demasiado, pero incluso con sólo probar un poco de cada plato, había comido mucho más de lo que le convenía. Ansiaba irse a la cama y dormir con Robert, cálido y sólido, a su lado. Pero continuó sonriendo y riendo con las bromas del alcalde, y atenta a las operaciones del servicio, pese a la vigilante presencia de Erwyna en el fondo de la sala. Junto a ella, Robert atendía a la bonita mujer del alcalde y levantaba la copa en agradecimiento a los ocasionales brindis que los comensales cada vez más borrachos ofrecían a su salud. Si las horas de beber, comer y conversar lo habían afectado, ella no lo notaba. Tal

vez tenía los ojos más brillantes de lo normal y su actitud estaba más relajada, pero eso era todo. Estaba probando las peras asadas en miel que le había ofrecido el alcalde de la fuente cuando un ruido proveniente de un lado de la sala atrajo su atención. Muchas personas estiraron la cabeza para ver qué ocurría. Por el pasillo con biombos llegó un murmullo de voces, que fue aumentando en volumen, atrayendo aún más atención a lo que ocurría fuera. Entonces entró Henley, que había estado apostado a la entrada de la sala, con la cara marcada por arrugas de preocupación. Todo el mundo guardó silencio mientras él daba la vuelta a las mesas en dirección a Robert. Un momento después, apareció en la puerta Newton, acompañado por uno de los guardias del alcalde, y un hombre larguirucho y desconocido entre ambos. Alyce no oyó lo que Henley susurró al oído de Robert, pero sí vio la repentina tensión en la cara de él mientras escuchaba. -El mensajero es para ti, Fitz Thomas-dijo Robert señalando al trío que estaba en la puerta-. Tu guardia responde por él. Habló lento, con voz tranquila y controlada, y en el expectante silencio se oyó muy clara. Se elevó otro murmullo entre la gente congregada. Incluso los que habían comido y bebido demasiado estaban despabilados por la impresión. Todos observaron atentamente al hombre larguirucho que avanzó con pasos inseguros hacia la mesa principal. -Milord alcalde. -El hombre vaciló sobre sus pies, como a punto de desmayarse, con los ojos muy abiertos y la cara blanca como masa para el pan-. ¡Northampton ha caído! Hubo un instante de horrorizado silencio y luego todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Lo que fuera que dijo el hombre a continuación se perdió en el alboroto. Fitz Thomas gritó furioso pidiendo silencio. -¿De dónde has sacado esta noticia, hombre? Es imposible que Montfort y sus hombres hayan llegado tan rápido. El hombre negó con la cabeza. -Lo supieron antes de llegar, muy lejos de Londres, milord. El conde Simón se devolvió. Estará de vuelta en Londres antes del anochecer. Estábamos en Cripplegate cuando nos llegó la noticia, y me enviaron a buscaros para decíroslo. Se armó otro alboroto tan fuerte como el primero. -¿Y los defensores de Northampton? -preguntó Fitz Thomas-. ¿Y su gente? Alyce habría jurado que él la miró por el rabillo del ojo. Vagamente notó que Robert le ponía la mano sobre el brazo, pero su atención estaba concentrada en el hombre que estaba frente a ellos. Enterró los dedos en la servilleta, como garras. El mensajero hizo un gesto de pena y movió la cabeza. -Los lores y caballeros que defendían la ciudad están muertos o prisioneros. Eduardo ha aplastado la ciudad bajo sus pies. Según dijo el mensajero, sus hombres se han entregado a violaciones, incendios y pillaje, y nadie ha levantado la mano para detenerlos. Esta vez Fitz Thomas no se molestó en pedir silencio. El rugido que se produjo cuando todos comenzaron a hablar estremeció la sala hasta sus cimientos.

¡Muertos o prisioneros! Su padre, su hermano... muertos o prisioneros de lord Eduardo. Esas palabras parecieron resonar en el silencio, aunque Alyce no las dijo en voz alta. Había esperado hasta que saliera el último de los invitados, mientras Robert los acompañaba hasta la puerta, ella hizo salir también a los criados. Podrían limpiar al día siguiente, les dijo, y la expresión de sus ojos convenció hasta a Erwyna de no discutir. Tan pronto volvió Robert, ella se abalanzó sobre él. Tenía que usar su influencia para descubrir qué les había ocurrido a Hubert y a sir Fulk, le dijo. Tenía que ocuparse de liberar a su hermano y a su padre si estaban vivos o de que les entregaran sus cuerpos si habían muerto. Robert se negó. Ella suplicó, rogó, discutió y exigió, pero él continuó negándose a ayudarla. -¿Por qué? -le preguntó ella, atónita-. ¿Por qué no podéis enviar a alguien a pedir noticias a lord Eduardo? ¿Por qué no podéis pedir su libertad? -No puedo, os he dicho. Es así de sencillo. Él estaba sentado con el mentón enterrado en su pecho, las manos cogidas de los brazos del sillón como las garras de un halcón a su percha. La miraba fijamente a través de lo ancho de la mesa y los restos del festín de bodas que los separaba. Ella no vio compasión en sus ojos oscuros, ni un asomo de aflicción que igualara a la de ella. Ella estaba de pie frente a él, la cabeza erguida, las manos cerradas en puños a los costados. No le suplicaría, pero sí lucharía. Pese a que sir Fulk nunca la había amado y Hubert vivía atormentándola, y entre los dos se habían burlado de ella toda su vida, eran su familia. Eran su padre y su hermano. Eran su sangre. Eso bastaba. -¿Queréis decir que podéis usar a mi familia y sus contactos para vuestro provecho pero no usar vuestros contactos para ayudarlos cuando os necesitan? -le gritó. -Quiero decir que no hay nada que pueda hacer -dijo él-. Mi dinero compró futuras concesiones comerciales y derechos especiales, nada más. ¿Creéis que unos cuantos miles de libras de plata son suficientes para inclinar a un príncipe a mi voluntad? -¿Unos cuantos miles de libras de plata? -dijo ella con una risa mordaz-. Habláis como si fuera un penique arrojado a un mendigo. La sonrisa de Robert no tenía ni un asomo de risa. -Lord Eduardo no os agradecería que lo comparéis con un mendigo. Ella golpeó la mesa con las manos, demasiado dolida para controlar su furia. -Son mi familia, mi padre y mi hermano. ¡Tenéis la obligación de hacer algo por ellos! Robert se puso en pie de un salto. -No estoy obligado a hacer nada, milady. Ni aunque vos me lo exijáis. Echó hacia un lado la bandeja de madera que tenía delante, sin preocuparse de cómo aplastaba sus plumas de pavo real. Apoyando con fuerza sus puños sobre la mesa, se inclinó hacia ella, el brillo de ojos duro como obsidiana a la luz del atardecer. -Eduardo no devolverá a Simón hombres buenos para el combate, se lo pida quien se lo pida. No lo hará en estos momentos, mientras Montfort y sus barones andan libres por ahí. Si vuestro padre y vuestro hermano están vivos, los tratará honorablemente, como corresponde a su rango. Y si han muerto... La miró fijamente, después se encogió de hombros, se enderezó e hizo ademán de

girarse para marcharse. En ese momento su mirada trozó con las plumas de pavo real. Las cogió y lentamente las pasó por su mano. Alyce no pudo evitar observarlo. Era como si la tuviera a ella, como si su mano la estuviera acariciando. Una, dos veces. Los colores de las plumas cambiaban al comprimirse los delicados hilos entre sus dedos y luego saltaban libres, hermosos a pesar de los cañones rotos. De pronto él apretó la mano en un puño y aplastó las plumas sin piedad, rompiéndolas sin remedio. -Si vuestro padre y vuestro hermano han muerto –dijo-, entonces sólo Dios puede ayudarlos. Las lágrimas le quemaron los ojos, y la cara se le contrajo de pena, pero ella se negó a llorar. También se negó a darse por vencida. -¿No tenéis piedad? Él levantó bruscamente la cabeza. -¿Yo? ¡No por ellos! Son los pobres de Northampton a los que compadezco. Las lavanderas violadas junto a sus artesas y las cunas de sus bebés. Los trabajadores matados como perros en las calles por el único delito de defender los tugurios que son sus hogares. ¿Por qué iba a compadecer a hombres como vuestro padre y vuestro hermano, que habrían violado y matado igual que los hombres de Eduardo si hubieran sido ellos los triunfadores? -¡Son mi familia! -exclamó ella. -¡Y yo soy vuestro marido! -rugió él. El rugido hizo eco, golpeando las cuatro paredes y luego se desvaneció en el silencio. Alyce hizo una respiración profunda. Se estremeció y le brotaron las lágrimas, quemándole la cara. -Ya no -dijo. No fue un rugido ni un grito, pero sus palabras quedaron suspendidas en el aire tan claras como las de él-. Desde este día en adelante, Robert Wardell, no os aceptaré en mi cama ni seré vuestra esposa en nada aparte del nombre. -Le sostuvo la mirada, tan firme como el acero-. Si os atrevéis a tocarme, os juro que os rebanaré esa polla de que tanto os enorgullecéis y la arrojaré a los cerdos, y después... -Inspiró; el aire le abrasó los pulmones igual que las lágrimas le habían quemado la cara. La estremeció la furia, pero no desvió la vista-. Y después, Wardell, dejaré pudrirse lo que quede de vos. Lo juro. Él continuó de pie, erguido, rígido e inconmovible, su mirada fija en las plumas de pavo real quebradas que tenía en la mano, mientras ella salía de la sala y subía la escalera hacia la habitación que desde ese momento sería solo suya, para siempre.

Capítulo 15 Vigilias nocturnas. Londres, fines de Abril de 1264 Robert conducía a sus hombres por las calles silenciosas y desiertas, dejando atrás iglesias que parecían monstruos, tiendas cerradas y casas, todo semioculto en la espesa niebla que envolvía Londres. Jamás había sido muy dado a las fantasías lúgubres, pero era tal su agotamiento nervioso que le pasaba por la mente la idea de ir recorriendo una ciudad abandonada. El ruido de los cascos de los caballos sobre el suelo le parecía apagado y distante; la luz de la antorcha que llevaba su administrador se reflejaba en la niebla y daba la impresión de rodearlos en un nimbo como si fueran santos de menor importancia en un rincón oscuro de una capilla olvidada. El chirrido de las ruedas de la carreta se le antojaban los crujidos que hacía una horca al retorcerse lentamente la carga humana que colgaba en el extremo del dogal. Tenía la sensación de que sus acompañantes compartían sus sentimientos; iban con los hombros encorvados bajo sus capas, mirando hacia un lado y otro en la oscuridad, con los nervios de punta, alertas a cualquier signo de algún enemigo invisible que estuviera acechando en las sombras. Estaba muy bien que estuvieran vigilantes. No infringían ninguna ley esa noche, no traicionaban la confianza de nadie, pero todo Londres se declararía su enemigo si se enteraban de la misión que debían cumplir.

Alyce se dio una vuelta hasta ponerse de espaldas y se quedó contemplando la oscuridad. Tenía las mantas desordenadas y su peso la aplastaba en la cama, cama que jamás le había parecido tan grande cuando estaba Robert junto a ella. Durante nada menos que dos semanas no habían dormido juntos ni conversado como marido y mujer, y ni siquiera saber que esa noche estaba ausente por asuntos con lord Eduardo le servía para aliviar su sensación de soledad ni su sufrimiento. Si no hubiera sido por el alboroto que armaron él y sus hombres al salir a esa hora tan poco habitual, ni se habría enterado de su salida. Él recibió su aparición con una expresión ceñuda y rígida, actitud que reveló sus intenciones con tanta claridad como si las hubiera gritado para que las oyera todo el mundo. Ella lo desafió y acusó de enviar ayuda a Eduardo aun cuando todavía desconocían el destino sufrido por su padre y su hermano. Él ni lo negó ni lo reconoció, se limitó a aconsejarle fríamente que volviera a su cama, para protegerse del frío y la humedad.

Pero ella no se acostó, se quedó en una ventana observando a los hombres cargar un arcón visiblemente pesado en una carreta tirada por un caballo, y cubrirlo con sacos de lana, y luego salir por la puerta. Sólo el crujido de las ruedas de la carreta y de los cascos herrados de los caballos anunciaron que se habían marchado. Sólo una vez que se desvanecieron en la niebla los últimos ecos de la partida, ella se retiró a su habitación, cerrando la puerta y metiéndose en la cama como un ladrón sorprendido en mitad de un robo. En su interior luchaban la rabia y la sensación de soledad, pero al final triunfó el miedo. Miedo por su padre y su hermano. Miedo por Robert, por el riesgo que corría. Miedo por sí misma, que tal vez lo perdería todo justo cuando pensaba que lo tenía al alcance de la mano. Se estremeció, y se subió las mantas hasta la barbilla. ¿Eso era estar enamorada? ¿Preocuparse, pensar, tratar de adivinar secretos a partir de las más fugaces miradas, de las más débiles pistas? Jamás se había inquietado así por Hubert ni por sir Fulk, ni siquiera cuando volvían a casa ensangrentados a causa de una u otra pelea; ni siquiera en esos momentos, en que no sabía nada de ellos. Pero Robert... Cerró los ojos y se hundió más en las almohadas, con los oídos atentos para captar el más mínimo ruido que le anunciara su regreso.

-Maldita la niebla y maldito el frío. -William encogió los hombros en reacción al frío y se arrebujó más en la capa-. Y maldito tú, Robert, por sacarme de casa en una noche como esta, y más encima para esta misión. Este tiempo no presagia nada bueno. Robert no contestó. Permaneció en silencio en el extremo del muelle, mirando por si veía algo a través de la niebla; no se veía nada fuera del halo difuso de la luz de la antorcha reflejada en las aguas pardas del Támesis. No se oía ningún sonido aparte del golpeteo del agua contra la piedra. La densa niebla los envolvía como un paño mortuorio en medio de la noche. En vista de que Robert no contestaba, William trasladó su ira a John Rareton, que estaba a un lado sosteniendo la antorcha. -¡Y tú! Procura no fallarnos, ¿oyes? El administrador retrocedió un paso, y la llama de la antorcha se agitó, siseando. Rareton guardó silencio y afirmó la antorcha en su mano hasta que se estabilizó la llama. -Mi mujer amenaza con matarme si vuelvo a dejarla sola -continuó William, mirando a Robert-, a punto de parir y las cosas como están en Londres. No le dije a qué venía, no fuera que dejara huérfano de padre al crío antes de nacer. Robert se encogió de hombros. -Sólo te he pedido unas horas. William emitió un bufido, golpeó el suelo con los pies y se volvió a mirar nerviosamente río arriba. La niebla no permitía ver nada. -¡Unas pocas horas y otro préstamo a lord Eduardo! Si no fueras tú el que me lo pide, diría que es cosa de locos. -Al final te alegrarás, William, tú y los demás. William se arrebujó más en la capa, nada convencido.

-Los otros tenían razón, Robert. Este préstamo es buen dinero tirado. De todos modos, Montfort va a ganar esta maldita pelea. Después de la carnicería en Northampton, toda Inglaterra pide la sangre de Eduardo. Rareton cambió nerviosamente de mano la antorcha. El blanco de sus ojos brillaba con un gris enfermizo bajo la sombra de su capucha. Robert guardó silencio, con el oído atento al paso del río. Sus pensamientos se parecían demasiado a ese torbellino de agua fría, pero no podía desviarse de su camino más de lo que podía obligar al río a correr manso a su orden. -Tal vez -dijo al fin, de mala gana-. Es posible que Montfort gane... al comienzo. Sostuvo francamente la mirada enfadada de William-. Pero sólo al comienzo. Al final será Eduardo quien triunfe, por mucho que pidan su cabeza ahora. Estoy tan seguro de eso como de que hay piedras bajo mis pies. -Estas piedras están frías y mojadas, amigo mío -dijo William-, y son traicioneramente resbaladizas. Vigila dónde pisas. -¿Qué harías tu?-dijo Robert, encogiéndose de hombros-. En nada de esto hay algo seguro para poner el pie. Ni para nosotros ni para el rey ni para Eduardo. Ni siquiera para el conde de Montfort. Sólo podemos hacer lo mejor posible y decir que este es el mejor baile. William no contestó; se lo quedó mirando ceñudo y con una expresión lúgubre capaz de asustar a los mismos demonios. -¿Preferirías haberte unido a la muchedumbre de mercaderes que juran que van a marchar junto con Montfort, amigo mío? -preguntó Robert, picado por las dudas de su amigo. ¿Crees que eso sería más seguro que este préstamo de monedas no sangriento? William volvió a girarse a mirar la movediza niebla. John Rareton, que había estado atento a la conversación con la tensa intensidad de un perro nervioso, no seguro del humor de su amo, se envolvió más en su capa. A la mortecina y agitada luz de la antorcha, Robert vio que le temblaban las manos al coger los bordes de la capa. Robert bajó la mirada al arcón que reposaba sobre las piedras, a sus pies. Lo empujó con la bota; el arcón no se movió ni una pulgada. Tampoco había esperado que se moviera, con el peso de las monedas de oro francesas y la plata inglesa que contenía. Oro y plata principalmente suyos. No había tenido tiempo para buscar más apoyo entre sus contactos ingleses en Francia y Flandes, y muchos de los londinenses que la vez anterior lo apoyaron se habían ido inquietando cada vez más con el paso de las semanas, y habían preferido arriesgarse a la ira de Eduardo antes que arriesgar su dinero, dejando que él se las arreglara con lo que faltaba. Al final logró reunir el dinero, pero ni siquiera Rareton sabía hasta qué punto eso le había mermado los recursos. Un suave chapoteo de remos le hizo levantar bruscamente la cabeza; se tensó, esforzándose por ver a través de la niebla. La luz de la antorcha brillaba difusa, como a la deriva en el agitado río. Sonó un grito apagado. -¡Eh! ¿Hay alguien en la orilla? -¡Aquí! -contestó Robert. Cogiendo la antorcha de manos de Rareton, la movió de un lado a otro. Como un monstruo salido de las profundidades, salió un velero de la niebla, su figura esbelta y peligrosa en la oscuridad. A una orden en voz baja del hombre que iba de pie en la proa, los remeros aminoraron la marcha y lo acercaron de lado al muelle. La corriente se

encargó de hacer el resto. Antes que el velero tocara la orilla, el hombre saltó al muelle, seguido de inmediato por dos de sus tripulantes con cuerdas para amarar el bajel al noray. El hombre parpadeó y frunció el ceño, tratando de acostumbrar los ojos a la luz de la antorcha que Robert sostenía en la mano. -¿Wardell? -Yo soy Wardell -dijo Robert, devolviendo la antorcha a Rareton y avanzando unos pasos. El hombre lo miró con los ojos entornados, examinando su fisonomía como para ver si cuadraba con los rasgos que tenía en la mente. Visiblemente satisfecho, le entregó un rollo de pergamino sellado, y miró el arcón que estaba en el suelo entre ellos. -¿Lo tenéis? ¿Todo? -Todo -repuso Robert, y con la mano indicó a William-. Él es mi amigo el señor William Townsend, y este mi administrador John Rareton. Él irá con vosotros y el oro. -Eso no es necesario. -Irá -dijo Robert lisamente, en un tono que no admitía réplica. Hizo un gesto a Rareton para que se acercara-. Confío en que lord Eduardo lo enviará de vuelta sano y salvo. El hombre gruñó, claramente fastidiado, pero sin encontrar ningún motivo para negarse. -Muy bien. Hizo un gesto a los tripulantes, que cogieron el arcón y, gruñendo y maldiciendo, lo pasaron a los hombres que esperaban en cubierta. El velero se zarandeó y se alejó de la orilla, obligando a los hombres a afirmar nuevamente las cuerdas. Sin hacer caso de eso, Robert se volvió hacia Rareton. -No te olvides de preguntar por noticias de sir Fulk y sir Hubert. -No -contestó el administrador, sosteniendo firmemente su mirada-. En eso podéis confiar en mí. -En lo demás también, supongo -dijo Robert. Había elegido intencionadamente a Rareton. Pese a las dudas del hombre sobre la prudencia de ese paso, y pese a los esfuerzos de Hensford para erosionar su lealtad, Rareton no traicionaría la confianza puesta en él. Volvió su atención al barco. Una vez que lo volvieron a colocar a la orilla Rareton entregó la antorcha a William y subió a bordo con todo cuidado. Se instaló en el centro, con los pies apoyados sobre el arcón que debía vigilar, y se arrebujó más en la capa, como para protegerse de algo más que del frío y la niebla. Sin una palabra de despedida, el encargado del velero saltó a la proa e hizo un gesto a su tripulación para que zarparan. -Dios sea con vosotros -gritó William cuando el barco se alejaba. Rareton levantó la cabeza en agradecimiento pero no dijo ni una palabra. Su cara se veía pálida y hundida a la luz de la antorcha. El hombre de la proa se echó a reír. -Dios cabalga con el rey y lord Eduardo -dijo, y se giró hacia la oscuridad.

Sus palabras casi se perdieron en el chapaleo de los remos y los crujidos de protesta del barco, que luchaba por virar en contra de la insistente corriente. Robert no dijo nada, se limitó a quedarse ahí y esperar. Cuando el último y débil ruido de los remos se desvaneció tragado por la agitada niebla, se giró e echó a andar hacia la escalera del muelle. William lo siguió dc buena gana, sosteniendo la antorcha para iluminar el camino.

Los golpes en la puerta de la casa sacaron a Alyce de la cama con el corazón palpitante. -¡Abrid! En nombre de Simón de Montfort, abrid, digo. Se oyeron más golpes, esta vez acompañados por gritos y maldiciones soñolientas de los criados que dormían en la sala de estar. Alyce buscó a tientas la capa que estaba colgada en la pared. Tendría que prescindir de los zapatos, no los encontraría en la oscuridad. Se le agolpaban confusos pensamientos en la cabeza. Robert. ¿Dónde estaría Robert? ¿Dónde estaría Robert, por el amor de Dios? -¿Milady? ¡Milady! Alyce abrió la puerta y Githa casi cayó dentro de la habitación, aterrada. -Hay hombres en la puerta y... -Sí, ya lo sé -ladró Alyce-. Corre a los establos a despertar a los hombres y muchachos. Diles que cojan cualquier arma que encuentren y se reúnan conmigo en la puerta. A la tenue luz de las brasas del hogar, el aposento grande parecía como salido de una pesadilla, con cuerpos temblorosos moviéndose y corriendo sin orden ni concierto. -No os preocupéis -les dijo Alyce, tratando de sacar una voz tranquilizadora-. Sean quienes sean, no pueden hacer nada. No tienen ningún derecho a entrar, y la puerta es firme. Los hombres, venid conmigo. Vosotras os quedaréis aquí o en la sala, donde no estorbéis. Sin esperar a ver si habían entendido las órdenes, atravesó a toda prisa el aposento apartando de un codazo a alguien que se cruzó en su camino. Los peldaños de la escalera eran invisibles en la oscuridad, pero logró bajarlos lo más rápido que le permitieron las piernas, afirmándose con una mano en la pared. Detrás de ella los ocupantes del aposento comenzaron a hablar todos a la vez, asustados, pero al parecer había algunos que seguían en su sano juicio. Oyó pasos que la seguían escalera abajo. Cuando llegó al patio, comprobó aliviada que Newton ya estaba a mitad de camino hacia la puerta, con una linterna de cebo en una mano y un sable en la otra. -Volved dentro -gruñó él, haciendo un gesto con el sable. -¿Quién más está aquí? -preguntó ella, poniéndose detrás de él y siguiéndolo. -No hay nadie, sólo yo. Alyce se estremeció por el ruido. Al no haber paredes para amortiguarlos, los golpes y los gritos eran aterradores. Los pesados goznes de hierro de la puerta chirriaban ante el ataque. -¿Y Joshua? ¿Y los muchachos del establo? Él volvió la cara hacia ella con una mirada despectiva.

-Viejos y niños, no sirven para nada. ¡Basta de golpes! -aulló-. ¡Ya voy. Cesaron los golpes. El repentino silencio fue casi más aterrador que el estruendo anterior. Hasta el aire parecía cargado de amenazas. Alyce se quedó atrás, fuera de la vista, cuando Newton se asomó por la ventanilla con rejas de la puerta. -¡Dios os pudra a todos y a todos vuestros hijos bastardos! -gritó-. ¿Qué queréis? -A Wardell. ¿Dónde está? -dijo una voz con sonido de autoridad. -Se fue al infierno. Podéis seguirlo hasta allí si queréis verlo. -No antes de que yo te haya mandado allí a ti. -¿Tú y cuántos más? Alyce había oído a niños insultarse de esa manera. No lo encontraba nada divertido cuando los insultos venían hombres armados y furiosos. Apoyó la espalda en la pared de piedra del arco de la puerta, temblando, pese a la gruesa capa.

Guardaron los sacos de lana en el almacén del que William tenía la llave. -Al menos esta maldita niebla ha retenido a los hombres de Montfort dentro de casa dijo William-. No envidio nada a tu administrador, navegando por el río con este tiempo. -No. -Robert no quería hablar de John Rareton. Contempló la noche oscura-. Cuídate, amigo mío. No quiero que la señora Townsend me acuse de perder a su marido. William se echó a reír y espoleó a su caballo. -Esto no sucederá. Cuando un hombre tiene un agradable hogar donde volver y una buena esposa esperándolo, no se pierde. Ni siquiera en una noche como esta. Robert observó a su amigo desaparecer en la niebla. Detrás de él, sus hombres se movieron inquietos, ansiosos por terminar el trabajo de esa noche. Deseó sentir esos mismos deseos; el jergón de su cuarto de trabajo no era en absoluto tan cómodo como su buena cama de plumas, y sin Alyce para calentarlo, era condenadamente frío también. De mala gana puso su caballo al paso. No miró para ver si sus hombres lo seguían. Los hombres y muchachos de la casa Wardell no tardaron mucho en proveerse de armas y reunirse en la puerta, pero a la primera mirada Alyce se descorazonó. Newton tenía razón; eran niños y ancianos. No sabían nada de lucha y sus armas (palos, palas, un hacha y un espetón) no estaban a la altura de las espadas que con toda seguridad tenían los hombres que estaban en la calle. La miraron con los ojos muy abiertos, con una expresión mezcla de ánimo, miedo e indignación. En la densa niebla y a la débil luz de la linterna de Newton parecían gárgolas bajadas del alero de la iglesia para contestar los furibundos gritos de los soldados. Y los soldados se iban enardeciendo por minutos. -¡Abrid, he dicho! -rugió el capitán-. Hemos venido por orden de Montfort. ¡Tardad un poco más y derribaremos la puerta! Alyce echó los hombros hacia atrás e hizo un gesto a Newton para que se apartara de la

ventanilla. -¿Quién se atreve a amenazar mi casa a esta hora de la noche? -preguntó con voz enérgica. -Contaré hasta diez. Uno... Los hombres de Montfort habían traído antorchas, pero la ventana sólo le permitía ver un pequeño cuadrado, y una cabeza con yelmo lo ocupaba casi entero, aunque la luz que tenía detrás no le dejaba ver la cara. Vio a dos soldados montados y tuvo la impresión de que había unos seis más; imposible saberlo. Eran suficientes hombres para cumplir la amenaza de derribar la puerta. -Dos. -¿Con qué derecho nos sacáis así de la cama? -preguntó. -Tres. -Ni siquiera el rey tiene derecho... -Cuatro. El hombre ya iba en ocho cuando ella finalmente cedió, soltando una maldición. -De acuerdo, de acuerdo. Saldré con uno de mis hombres. Atrás. La puerta se abría hacia dentro. Si decidían entrar una vez que quitaran la tranca, no era mucho lo que podrían hacer para detenerlos. Hizo un gesto a su improvisado ejército para que retrocediera dejando libre la puerta. -No hagáis nada a no ser que yo os lo diga -les susurró en tono autoritario-. ¿Entendido? Joshua abrió la boca para protestar, pero ella se le adelantó. -¡Nada! El primero que me desobedezca tendrá que salir a buscar un nuevo amo mañana. Newton la miró dudoso, pero algo en su expresión debió de convencerlo de que sabía lo que hacía, o al menos de que hablaba en serio. Entregó la linterna al hombre que estaba más cerca, se cambió de mano el sable e hizo un gesto a otro para que abriera la puerta. Por primera vez desde que llegara a la casa Wardell, Alyce agradeció su presencia. La puerta se abrió lo justo para que pasara Newton por la abertura. Ella salió pegada a sus talones, con la cabeza orgullosamente erguida. Aun descalza y en camisón, con la trenza despeinada, seguía siendo la hija de un barón. Eso no le sirvió de mucho cuando oyó caer la tranca y se encontró ante un caballero con su armadura y unos doce hombres montados y armados detrás de él. Al ver a Newton, dos de ellos desmontaron y se acercaron a la puerta. El caballero miró a Newton y después la miró a ella de arriba abajo, con la expresión aburrida de un hombre que está examinando las cualidades de una yegua. Emitió un bufido despectivo. -Si es esto lo que tienen los ciudadanos de Londres para defender sus casas, es una maravilla que la ciudad todavía esté en pie. Alyce lo miró altivamente. -Está en pie a pesar de hombres como vos. -Sintió mojados la piel y los cabellos, y tuvo que dominar el deseo de quitarse la humedad con las manos. Si con esa misma facilidad

lograra alejar a esos hombres, pensó-. Soy lady Alyce. ¿Con qué derecho sacáis de la cama a personas honradas? ¡Y de qué manera! -¿Lady Alyce?-preguntó el hombre arqueando una ceja, burlón. -Hija de sir Fulk, barón de Colmaine. Bajo el grueso bigote del hombre apareció una sonrisa despectiva. -Y esposa de Robert Wardell. O eso dicen -añadió en un tono que distaba muy poco de ser un insulto directo. A Alyce le flaquearon las piernas. No era nada fácil simular osadía cuando su apellido no le ofrecía ninguna protección. -¿Qué queréis? -¿Dónde está Wardell? -No está aquí. -¿A qué hora regresará? Ella se encogió de hombros. Él la cogió del brazo y le dio un tuerte tirón acercándola a él; sus guantes de piel y malla se le enterraron en la piel a través de la capa. Newton avanzó un paso con el sable levantado, pero uno de los hombres montados se interpuso en su camino. -El orgullo es algo admirable, milady -gruñó el capitán-, pero yo en vuestro caso me fijaría dónde y cuándo podéis complaceros en él. Alyce le escupió a la cara. Él le dio un tirón que casi le arrancó el brazo. Ella gritó de dolor y se habría caído al suelo si no fuera porque él la tenía fuerte y cruelmente sujeta. Se debatió, tratando de zafarse, pero se le resbaló el pie en el lodo de la calle. Su grito a Newton para que la ayudara fue un gasto inútil de aliento; a él lo tenían apoyado de espalda en la pared con una espada al cuello. De otro tirón el capitán la acercó más a él; los anillos de hierro de su cota de malla le magullaron el pecho. -Muy bien -dijo él-, puesto que así lo queréis, os llevaremos a vos en lugar de vuestro marido. Me imagino que Wardell no tardará en venir cuando se entere de que tenemos a su esposa como rehén para su buena fe. -¡Buena fe! ¡Canalla! Alyce le dio un empujón, cogiéndolo por sorpresa. Pero él reaccionó demasiado rápido. Aumentó la presión en su brazo y con la otra mano le cogió un buen mechón de pelo, lo retorció brutalmente y medio la tiró y arrastró hacia su caballo. Ella continuó debatiéndose, a pesar del dolor y el suelo resbaladizo, a pesar del peso de su capa con el borde cubierto de lodo. La impulsaban la ira y el terror. Con sólo una parte de su conciencia percibió una vaga confusión de ruidos, murmullos de inquietud en la puerta, arañazos de la tranca al levantarse, enfurecidos gritos pidiendo auxilio, pero sólo cuando su captor se detuvo, oyó el sordo cric cric de las ruedas de una carreta y el chacoloteo de cascos de caballo que se acercaban a través de la densa y agitada niebla. De la garganta le salió un desgarrado grito: -¡Robert! El caballero que la sujetaba se echó a reír.

Y en ese momento todo se precipitó: de la oscuridad emergió un grito, y súbitamente se oyeron los cascos de un caballo al galope, los chirridos de la puerta al abrirse de par en par, los gritos de los muchachos impacientes por enzarzarse en su primera pelea de verdad v el sonido de la fricción de muchas espadas saliendo de sus vainas de cuero. Robert salió de la niebla como un demonio enfurecido, con la espada en alto y los ojos convertidos en agujeros negros de ira. Detuvo bruscamente a su caballo, piafando, en el borde de la zona iluminada, y miró a la muchedumbre reunida ante su puerta. -¡Robert! -exclamó ella. Fue una exclamación de júbilo y de advertencia. ¡Había llegado! Cegado por la niebla, sin saber con qué peligros se encontraría, había regresado a ella. Por un momento, por un precioso momento, él fijó los ojos en ella, después frunció los labios en un gruñido y acercó su caballo a ella, sin hacer caso de los soldados que le cerraban el paso. Emitiendo un graznido triunfal, el capitán la lanzó de un empujón a los brazos de uno de sus hombres, sacó su espada y avanzó al encuentro de ese nuevo reto. El hombre que la sostenía, un bruto enorme y fornido que apestaba a cerveza, sudor y caballos también emitió un gruñido y la arrastró hacia un lado. Alyce se debatió, golpeándolo con los pies y la cabeza, pero sin ningún éxito. El hombre la sujetaba como a un cerdo en el matadero, manteniéndola apartada para que no pudiera ni poner un pie en el camino de nadie. Lo único que podía hacer era observar y rezar. No había manera de no sentirlo todo. El ruido de la lucha impregnaba el aire, denso como la niebla, de espada contra espada, de espada contra madera o carne, de caballos piafando y hombres enfurecidos y asustados maldiciendo y gritando. Lo oía todo, lo veía todo. A la primera señal de lucha, los soldados habían arrojado sus antorchas al suelo; algunas se habían apagado en el lodo pero otras seguían ardiendo, reflejando su luz en la niebla, dando un brillo rojo anaranjado a la escena. Robert y sus guardias iban montados y armados, pero no llevaban armadura y eran sobrepasados en número casi en tres por uno, y sus contrincantes no eran los ladrones mal armados para los que estaban hechas sus armas, sino soldados endurecidos en las batallas. Los hombres y muchachos de la casa estaban aún peor; sin entrenar y en enorme desventaja ante hombres montados, se tropezaban y caían de cabeza o de espaldas, perdiendo sus inútiles armas y con las cabezas sangrantes por los brutales golpes de los soldados. Alyce lo observaba todo muda de horror. Sin duda los vecinos de las casas cercanas ya se habrían levantado de sus camas, pero ninguno hacía ni el menor amago de asomar la nariz por la puerta, y mucho menos de prestar auxilio. La refriega no duró mucho. Los soldados no habían ido allí por muchachos de establo ni jardineros viejos y ni siquiera por los guardias de un mercader. Querían a Robert. -¡Vivo! ¡Lo quiero vivo! -rugió el capitán. Una espada levantada se giró y con la empuñadura golpeó la cabeza de Robert. Éste perdió el conocimiento y estaba a punto de caerse del caballo cuando un hombre lo empujó y lo afirmó sobre el cuello del animal como una muñeca de trapo tirada a un lado por una niña descuidada. Su espada cayó de sus manos inertes. -¡A la Torre! -gritó el capitán, envainando su espada. Uno de sus hombres le acercó el caballo.

El oso que había estado sujetando a Alyce se rió y la empujó hacia lado, ella tropezó y fue a aterrizar en el lodo con un plop, su nariz a menos de un palmo de la empuñadura del sable de Newton. Ella cerró y abrió los ojos; un mechón enlodado le cayó sobre un ojo volvió a cerrar y abrir los ojos, y al levantar 1a cabeza vio a Newton tratando de incorporarse, con una mano enlodada aplastada sobre una fea herida en el cuero cabelludo. Con un grito de triunfo, Alyce cogió el sable y se levantó de un salto. La lucha casi había terminado, pues los defensores sin armas estaban demasiado maltrechos para continuarla. Uno de Los muchachos se abalanzó enérgicamente tras el caballo de Robert, pero un soldado lo apartó de una patada y luego se echó a reír al verlo caer de bruces en el lodo. Sin hacer caso de ella, el capitán puso al trote su caballo, seguido por el soldado que tiraba el caballo con Robert. Antes de que el soldado se diera cuenta, ella se puso de un salto delante de los caballos. El soldado trató de apartarla, pero ella cogió las riendas del caballo y lo obligó a detenerse. Al oír su exclamación de sorpresa, el capitán se giró, soltando una maldición. -Mataré al animal y luego mataré al hombre si no me devolvéis a mi marido -dijo ella, poniendo la punta del sable en el vulnerable punto entre el hocico y el cuello del caballo. El caballo piafó y trató de retroceder, pero el miedo y la ira le habían dado a Alyce una fuerza que ni siquiera sabía que tenía. La punta del sable no tembló. El capitán se rió e hizo girar su caballo, acercándolo. -Palabras fieras para una mujer de mercader -dijo-. Wardell eligió mal al armar a sus hombres. Dicho eso se inclinó y con el dorso de la mano enguantada en malla le asestó un fuerte golpe en la sien. El mundo se oscureció.

Capítulo16 La Torre de Londres Alyce escuchó el ruido sordo de cascos de caballos sobre un puente de madera, se oía el rascar del acero contra piedra, voces de hombres que llegaban intermitentes. Una desagradable opresión en el abdomen le dificultaba la respiración. El mundo es un lugar pequeño y doloroso, pensó. Lentamente llegaron los recuerdos, llenos de escalofriantes lagunas. Estaba en la Torre de Londres, la fortaleza del rey Enrique, en esos momentos en poder del conde Simón. Con los recuerdos llegó también una embotada conciencia: iba atravesada boca abajo sobre la cruz de un caballo; sentía la cabeza como un melón demasiado maduro a punto de reventar; le dolía todo el cuerpo y tenía revuelto el estómago. Giró la cabeza y abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos inmediatamente, cegada por la luz de las llamas de las antorchas. Se le revolvió aún más el estómago. Robert. El pensamiento se abrió paso a través de su malestar. ¿Dónde estaría Robert? Más voces, una discusión. Trató de desentenderse del dolor y las náuseas para escucharlas palabras. -El conde está en la cama, que yo sepa -dijo una voz áspera-. O eso, o está reunido con los mensajeros que llegaron hace un rato. Tendrás que esperar. Alguien soltó una maldición. El capitán, pensó Alyce, pero le pesaba demasiado la cabeza para levantarla y comprobarlo. -Me ordenaron traer a Robert Wardell. -¿Ah, sí? -Se oyeron unos pasos lentos; arrogantes-. Wardell claro, ¿pero qué es esto? , Alguien le cogió el pelo y de un tirón le levantó la cabeza para ver, la mejor. Alyce no tuvo ningún problema para seguir con los ojos cerrados; el brusco movimiento le dolió tanto que temió volver a perder el. conocimiento. -Es la mujer de Wardell. El hombre rudo se echó a reír y le soltó el pelo. Ella sintió crujir su cuello cuando la cabeza volvió a caer. -¿No os bastó con sacarla de la cama así que también la arrastrasteis por el lodo? Al capitán no le hizo gracia el comentario. -Es una maldita puta de mercader entrometida, con toda su cuna de dama. Teníamos que traerla. -Bueno, llevadlos por ese corredor; al final hay una habitación con una buena puerta y

cerradura. Podéis dejarlos ahí hasta que los necesiten. Alyce oyó más voces a lo lejos, crujido de sillas de montar al desmontar los hombres, luego unos pasos sobre la piedra acercándose a ella. Entonces le cayó una mano nada respetuosa sobre el trasero, le agarró la capa y camisón y la bajó bruscamente del caballo. Vio titilar estrellas en los párpados cerrados antes de ser tragada por la oscuridad.

Le dolía la cabeza, y tenía una vaga conciencia de otros dolores; un ardor en el hombro daba la impresión de ser una herida de cuchillo hecha años atrás, pero la cabeza... sí que le dolía. Con un gemido, Robert se obligó a abrir los ojos. Sobre él estaba inclinada una vieja horrorosa, con el pelo revuelto como una Medusa con las serpientes enlodadas. No, eran dos viejas, una ligeramente solapada sobre la otra. Con una exclamación de sobresalto, trató de incorporarse, y sintió explotar de dolor la cabeza, pero no antes de mirar mejor a la vieja. Se echó hacia delante cogiéndose la cabeza a dos manos. -¡Ay, Madre de Dios! ¡Sois vos! Alyce se sentó sobre los talones y lo miró molesta. -Si hubiera sabido que os iba a complacer tanto verme, os habría dejado llevar por los hombres de Montfort, y ya está. Él comenzó a negar con la cabeza, pero de inmediato se lo pensó mejor. -Pensé que erais... es decir... -Entornó los ojos para mirarla mejor a la luz de la vela, tratando de ver más nítidos los contornos borrosos de sus rasgos. Pero incluso con los ojos entornados, habría jurado que eran dos caras-. El pelo. ¿Qué le ha pasado a vuestro pelo? -Eh... aterricé en el lodo. Él comprendió que en ese titubeo había algo importante, pero no logró discernir qué. No era capaz de pensar. -¿Qué ocurrió? -Se tocó la cabeza dolorida e hizo una mueca al palpar carne en vivo y pelo pegajoso por la sangre-. Una lucha, tiene que haber habido una lucha. Y yo... -Se interrumpió y la miró-. ¡Lo recuerdo! Vos gritasteis. Me pareció que gritasteis. La niebla... y había hombres de Montfort... Ella le apartó la mano de la cabeza y le puso un paño frío mojado sobre la herida. Él sorbió por la nariz y retuvo el aliento. -Lo siento -dijo ella-. Me trajeron agua y un paño para limpiaros la herida de la cabeza, pero es difícil ver con una sola vela. -Sobre todo habiendo dos vos. -¿Qué? Él hizo otra mueca de dolor y trató de concentrar la vista. Lentamente las dos caras formaron una sola, y la que quedó tenía un feo arañazo en la sien. -¿Qué demonios...? -Le cogió la barbilla y le giró la cara. Ella se encogió de dolor y apartó la cabeza.

-El capitán me golpeó cuando intenté impedirles que os llevaran. Estoy bien. La rabia lo inundó todo entero, expulsando al dolor. -¿Qué capitán? ¿Y por qué estabais en la calle, para empezar? ¿Por qué nadie se lo impidió? ¿Dónde diablos estaban mis hombres? Ella alzó el mentón. -En el lodo, sin caballos, desarmados, de espaldas contra la puerta. No pudieron contra doce hombres armados y montados. Robert se sintió mareado de furia, de furia y culpabilidad. Debería haber previsto... debería haber supuesto... debería haber sabido. Alyce no le ofreció la menor compasión -Por lo que yo logré ver, ninguno estaba herido, al menos no de gravedad. Lo más probable es que vos estéis en peor estado que cualquiera de ellos, y no podéis estar tan mal puesto que ya me estáis chillando. Dejó el paño en la palangana y rígidamente se puso de pie. Robert trató de imitarla, pero incluso ese pequeño esfuerzo fue demasiado para su aporreada cabeza. Con un gemido, volvió a sentarse. Sin hacerle caso, Alyce se dirigió a la puerta y apoyó la oreja en ella para escuchar. -Nada -dijo, con un suspiro, y se apartó-. No se oye ni un sonido. -¿La puerta está cerrada con llave? Ella asintió. -Y con tranca ÉI paseó la vista por la habitación. -¿Dónde estamos? ¿En la Torre? Ella volvió a asentir, pero esta vez él captó un asomo de incertidumbre en ella. -Montfort envió a sus hombres a llamaros a su presencia. Él suspiró y se tendió en la fría piedra, con cuidado para no hacerse daño en la cabeza. -Tiene una idea bastante brusca de lo que constituye un llamamiento. -Fue el capitán él comenzó. -Miró la puerta, con mala cara-. ¿No vais a hacer nada? ¿No vais a tratar de salir de aquí? No supo si la mala cara iba dirigida al capitán, a Montfort o a él. -No. Ella giró bruscamente la cabeza para mirarlo. -Sólo los tontos pierden el tiempo en tratar de escapar de una habitación de la Torre cerrada con llave y tranca. -Incluso al hablar le dolía la cabeza; si intentaba levantarse, seguro que se caería-. Prefiero dormir un poco, a ver si se me despeja la cabeza. Ella se encogió de hombros, se estremeció y se envolvió más en la capa toda manchada de lodo. -Venid aquí-dijo él. El tono perentorio la hizo fruncir el ceño.

-Quitaos esa maldita capa sucia y venid aquí. -Abrió el brazo, extendiendo los pliegues de su capa limpia-. Al menos el capitán tuvo la consideración de no arrastrarme por el lodo junto con vos. Estoy seco y mi capa es lo suficientemente amplia para los dos. Ella se metió un mechón de pelo sucio detrás de la oreja, visiblemente insegura. -Estoy... sólo tengo puesto el camisón y también está lleno de lodo. Él le sonrió, a pesar del dolor de cabeza. -Nos arreglaremos. Muy a regañadientes, ella se quitó la capa y la dejó a un lado. El camisón tenía las mangas y el borde llenos de lodo, y no revelaban nada de su esbelta figura, pero de todos modos ella se cruzó los brazos sobre la cintura, como para protegerse. Robert soltó una risita sin alegría y al instante lo lamentó. Cerró los ojos para aliviar el dolor. -No estoy empeñado en violaros, milady, os lo aseguro. No la oyó acercarse, pero sí notó cuando ella se detuvo junto a él. Abrió un ojo y nuevamente hizo el gesto invitador con su capa. Suspirando, ella se acomodó a su lado y con todo cuidado apoyó la cabeza en su pecho. Él le echó hacia atrás el pelo enmarañado y arregló la capa, envolviéndolos a los dos en su calor. -Seríais un caballero lastimoso, Wardell -lo informó ella, acurrucándose más contra él-. Tanto gimoteo y sólo por una magulladura en la cabeza. -¿Sí? -dijo él, mirándole la cabeza enmarañada. El cuerpo de ella se adaptaba tan bien contra el suyo, pensó, estaban tan bien juntos-. Entonces agradezco no ser más que un mercader, milady, porque esta cabeza mía parece estar a punto de partirse de dolor. La había extrañado, pensó vagamente. Había echado de menos su calor, su risa y su fuego, que flameaba con el fuego de él. ¿Y por qué demonios se habían peleado? La apretó otro poco más contra él, apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos para aliviar el sordo dolor en la cabeza.

A la luz del minúsculo rayo de sol de la mañana que entraba por una estrecha tronera, Alyce limpió la sangre seca y pegada de la cabeza de Robert; la herida sangró un poco y él hizo una mueca de dolor, pero sobreviviría. Rechazó el ofrecimiento de él de ayudarla en su arreglo personal y se lavó la cara lo mejor que pudo en el resto del agua sucia con sangre. Con su pelo no podía hacer nada aparte de desenredárselo un poco con los dedos y echárselo hacia atrás. Los cabellos estaban tiesos y apelotonados por el lodo seco, y su brillante color rojizo era un castaño apagado. Jamás había deseado tanto tener su velo y griñón, y jamás los había tenido tan fuera de su alcance. Por lo menos Robert le dejó su capa. Se la puso sobre los hombros con un amplio movimiento en arco, y luego se apartó de ella con el rostro inescrutable. Ella se la acomodó otro poco, arreglando los pliegues de forma que le ocultaran el camisón enlodado y los sucios pies descalzos. Cuando levantó la vista, vio que él la observaba.

Se miraron a los ojos y sostuvieron la mirada un instante; él desvió la vista y, moviendo los músculos de las mandíbulas, se puso a contemplar la franja de paisaje que se veía por la estrecha tronera. Alyce apretó las manos en los bordes de la capa; en su impenetrable mirada no había visto ningún reconocimiento de la noche que acababan de pasar, y ni el más mínimo signo de que recordara su calor como ella recordaba el de él. Si no fuera por esa brecha que los separaba, ella podría acercársele, como hiciera la noche anterior. Podría tocarle el brazo, el hombro, acariciarle la mejilla con barba de un día. Podría... El ruido de pasos en el corredor la sacó de su ensimismamiento. Los hombres de Montfort venían a llevarlos a presencia del conde. Alyce se irguió y enderezó los hombros orgullosamente. Dios sabía lo que parecía, una sucia muchacha abandonada de los barrios bajos, una plebeya, una prostituta, no una señora de alcurnia. Apretó más las manos en la capa de Robert; ciertamente no parecía una dama de alcurnia.

Era culpa de él que ella llevara esos magullones en la cara, culpa de él que tuviera los cabellos enlodados y opacos, y el camisón sucio sin remedio, los pies descalzos y ensangrentados. Robert miraba sin ver el cielo azul celeste, sin atreverse a mirar a Alyce ni enfrentar su sentimiento de culpa por lo que le habían hecho. La vergüenza le roía el estómago, como algo vivo de dientes afilados. Debería haberla advertido, haberle dejado un arma, haber dejado más hombres en casa para protegerla. Debería haber previsto ese llamamiento, pero no, había salido dejándola sola. Debería haber... debería... debería... El ruido de los pasos en el corredor fue una agradable distracción de sus amargos reproches contra sí mismo. Se giró en el momento en que se abrió la puerta y entraron dos guardias pisando fuerte en actitud amenazadora y arrogante. Robert dejó de lado sus sentimientos de culpa y vergüenza; no había lugar para ellos en ese momento; en ese momento en que Montfort lo hacía llamar y Eduardo estaba demasiado lejos para auxiliarlo. -Ya era hora -bramó, avanzando un paso con arrogancia- ¿Qué os hizo tardar tanto?

Junto a Robert, que era una presencia airada y fríamente discante a su lado, Alyce siguió a los guardias hasta el patio de armas, y tuvo que parpadear ante el repentino destello de la luz. Aunque el corazón le tía desbocado y sus pies descalzos sentían la dureza del suelo de piedra, mantuvo la cabeza erguida y el paso firme. Podría parecer una ruina enlodada, pero no le daría a nadie un motivo para llamarla cobarde. No era tarea fácil ocultar el miedo. La Torre Blanca del centro resplandecía a la luz de la mañana como agradecida al sol por haber expulsado la densa niebla de la noche, pero las elevadas murallas y torreones que formaban el límite externo de la inmensa fortaleza se veían grises y temibles contra el azul celeste del cielo, inexorable recordatorio del poder que ejercía quienquiera que dominara sus alturas. Sorprendida comprobó que no los llevaban hacia las salas públicas de la Torre Blanca,

como había supuesto, sino hacia un establo de techo alto adosado a una muralla interior. En lugar de los olores habituales de un establo le llegó a la nariz una fuerte fetidez a orina y a carne podrida, y bajo esos olores... Con la nariz arrugada, Alyce aspiró el aire, intentando identificar el misterioso olor que había debajo de los otros. En ese mismo instante, del interior del establo salió un feroz rugido, algo totalmente distinto a todo lo que había oído en su vida. Vaciló, pero Robert la instó a continuar. -Sólo son los animales salvajes del rey -le dijo-, y el león y los osos están enjaulados. No pueden hacer ningún daño. Ella se detuvo tan bruscamente que él ya había avanzado unos cuantos pasos cuando se dio cuenta de que ella no iba a su lado. Al notarlo, se giró hacia ella. Los guardias la miraron ceñudos, como si tuvieran la intención de hacerla continuar por la fuerza. Ella no les hizo el menor caso. -¿Un león? ¿Un león de verdad? Robert parpadeó, sorprendido por ese repentino entusiasmo. Después sonrió y le tocó la punta de la nariz con el dedo. -Un león de verdad. Un leopardo también, y no me equivoco, el animal de las manchas mudables. Desde ese instante Alyce dirigió la marcha, olvidados los guardias y la llamada de Montfort. Después de la luz del patio, cl establo se veía oscuro, el aire impregnado de un atroz hedor animal que le hizo arder los ojos y arrugar la nariz. Nada de eso importaba; delante de ella, majestuosamente echado en el suelo de su jaula de roble con rejas de hierro, estaba el animal legendario, el enorme animal que había visto en las banderas y estandartes de batalla, en los escudos, blasones, sellos, anillos y, ¡ah!, en cientos de otras cosas. Los rumores no mentían; era cierto que el rey Enrique tenía un león en su gran Torre. Junto a la jaula del león había otra, en la que se pascaba un leopardo. El leopardo era más pequeño que el león, pero lo que le faltaba en tamaño y poder lo compensaba con creces su porte y gracilidad. Como si hubiera percibido su mirada, el animal se detuvo y giró la cabeza para mirarla con sus feroces ojos color ámbar. Ella le sostuvo la mirada, embobada. -Impresionantes bestias, ¿verdad? Alyce levantó la vista, sobresaltada, y se encontró ante un hombre de unos cincuenta años, bien parecido y de ojos penetrantes, que la estaba observando con divertido interés. Su corpulencia y ropa práctica lo proclamaban un guerrero, pero se apoyaba en un bastón de madera, y tenía una cadera ladeada, como para evitar apoyar su peso en una pierna, que al parecer le dolía. Detrás de él había un puñado de hombres, y delante, a sus pies, una palangana a rebosar de enormes trozos de carne cruda. Alyce jamás lo había visto, pero no había lugar a dudas de que se trataba de Simón de Montfort, conde de Leicester. -Milord -dijo, inclinándose en una rígida venia, ruborizada por haber sido sorprendida mirando con la boca abierta como una campesina ignorante. -Señora. Su perspicaz mirada se detuvo un instante en sus cabellos enlodados y cara sucia, y luego bajó por la capa demasiado grande hasta fijarse en sus pies. Ella siguió su mirada, y vio

que el pie derecho le asomaba por debajo de la capa prestada. El dedo grande estaba ensangrentado, por habérselo golpeado cuando tropezó la noche anterior. Se le intensificó el rubor, y arregló los pliegues de la capa para ocultar el pie. Montfort desvió la vista con expresión suave. -¿Y vos sois Robert Wardell, supongo? Robert asintió. Sus ojos chispeaban de ira, pero su voz fue fríamente comedida cuando habló. -Sí. Montfort le miró el feo chichón en el lado de la cabeza. -Me han dicho que mis hombres fueron bastante... enérgicos para induciros a venir. Más enérgicos de lo que yo habría querido. Lo lamento. La mirada de Robert se endureció. -Vuestros hombres bien podrían haber traído a mi jardinero, por todas las cortesías que gastaron en presentaciones. -Quería hablar con vos. -Eso difícilmente justifica que vuestros hombres atacaran mi casa y mi gente, insultaran y agredieran a mi esposa y estuvieran a punto de matarme a mí. Montfort entornó los ojos. Dio la impresión de estar debatiéndose entre el deseo de disculparse y el de hacer encadenar a Robert ahí mismo. -Fue un error, Wardell -dijo al fin-. Un error que lamento sinceramente. A Alyce se le formó un nudo en el estómago al oírlos discutir. Los dos hombres eran tan temibles como los animales enjaulados que tenía detrás; los dos orgullosos y con todos los motivos para desconfiar el uno del otro. La diferencia era que Montfort tenía poder, riqueza, privilegios y hombres armados detrás de él. Robert, en cambio, sólo tenía su inteligencia y su rabia. Un encuentro peligrosamente desigual. -Aunque habría preferido una invitación más educada a la Torre, milord -dijo-, yo tenía que venir aquí, tarde o temprano. Nadie ha sabido darme noticias de mi padre y mi hermano. -¿Vuestro padre y vuestro hermano? -Montfort la miró con el ceño fruncido-. ¡Ah, ya lo recuerdo! Sois la hija de Fitzwarren, ¿verdad? Ella asintió. Notó una dolorosa opresión en el pecho, como si se le hubieran estrechado las costillas. -¿Sabéis algo de su suerte, milord? ¿De mi padre y de mi hermano sir Hubert? -Están vivos, milady, eso es lo único que sé. Eduardo entregó sus prisioneros nobles a los lores de la Marca, para tenerlos a buen resguardo. No sé quién tiene a sir Fulk ni a vuestro hermano. -Se encogió de hombros-. No es que eso importe mucho, porque Eduardo no acepta rescates. No los soltará hasta que haya terminado todo esto. ¡Vivos, estaban vivos! Se le ensancharon las costillas; hizo una inspiración para evitar el mareo que sentía. Podrían estar heridos, hambrientos y encerrados en una lúgubre celda; nada de eso importaba mientras estuvieran vivos. Montfort la miró ceñudo. -Pensé que habríais recibido noticias de ellos hace tiempo, Seguro que...

Se interrumpió y su mirada pasó a Robert. Lo que fuera que iba a decir quedó callado. Alyce apretó más la mano en el borde de la capa. No era necesario que él explicara nada; no había recibido ninguna noticia porque su marido era partidario de Eduardo, no de Montfort. Robert le sostuvo la mirada sin pestañear. -Supongo que no me habéis hecho venir para darme el placer de pasar una noche sobre la fría piedra, milord. Aún no he roto mi ayuno y me resulta difícil ser educado con el estómago vacío. Montfort entornó los ojos. -Me han dicho que sois un hombre orgulloso, no inclinado a dar el debido respeto a vuestros superiores. -Siempre doy el debido respeto a mis superiores, milord. Por desgracia, tengo poca práctica en ese arte, porque no he conocido a muchos de ellos. Alyce se tensó, pero Montfort se echó a reír. -Sois un altanero hideputa, Wardell. -Y uno que conoce bien su valía. Puede que seáis conde, milord, y un hombre honrado, pero si bien puedo olvidar las agresiones que me han hecho a mí, no olvidaré ni perdonaré fácilmente el daño que le han hecho a mi mujer. El conde la miró a ella nuevamente; su mirada la recorrió en un amplio arco desde la punta de sus cabellos enlodados hasta su pie ensangrentado. -Yo mataría al hombre que hubiera tratado así a mi mujer. Robert sonrió; Alyce había visto sonrisas más dulces en lobos. -Lo he pensado, milord, os lo aseguro. Montfort la miró pensativo, luego se agachó a coger un trozo de carne cruda de la palangana que tenía a los pies. Lo arrojó a la jaula del león por entre las rejas. El animal rugió su desafío, cogió la carne y se fue a instalar en el lado más alejado de la jaula. Alyce oyó crujir la carne como si el animal la estuviera arrancando del hueso. El olor a carne fresca excitó al leopardo, que rugió para declarar su hambre. Sacó una garra por entre las rejas, moviéndola inútilmente a la carne que estaba fuera de su alcance. Sus colmillos brillaban blancos y letales. -El león es el animal del rey Enrique -dijo Montfort, mirando el felino que estaba comiendo sin dejar de mirar con un ojo receloso a los humanos que estaban fuera de su alcance-. Es capaz de destripar a un hombre con un solo zarpazo. Es más poderoso que yo; más fuerte, más rápido, más letal. Pero está enjaulado; sin alguien que le tire carne, se moriría de hambre. La mirada de Robert estaba fija en el conde. -Y si se liberara con la ayuda de otros, os destruiría-dijo. Alyce comprendió que ni Robert ni Montfort estaban hablando del león. El conde levantó la cabeza para sostener la mirada de Robert. -O destruiría a los que lo liberaron. Este animal no tiene ninguna lealtad. Ciertamente no la tiene hacia ningún ser inferior, y ni siquiera a otros animales que son sus iguales. Es tan

posible que se vuelva contra el hombre que lo ayudó como que se vuelva contra mí. -Pero es a vos a quien mira con desconfianza el animal, milord, y si está libre para cazar, dice el rumor, compartirá su presa con quienes lo ayudaron. -Un hombre prudente no daría crédito a esos cuentos. -No les doy crédito -dijo Robert-, pero sé que pocos animales cazan solos, milord. Necesitan a sus seguidores, y bien que estos lo saben. Montfort cambió de mano el bastón; sus dedos se doblaron alrededor de la madera pulida como las garras de un halcón alrededor de su percha. Los hombres que estaban detrás de él se movieron inquietos, pero él los inmovilizó con un gesto de la mano. -Tenéis bastante más fuego en vos que otros de vuestra profesión, Wardell -dijo al fin-, pero seguís siendo un mercader de Londres, y soy yo, no Enrique ni Eduardo, quien controla Londres. Robert se encogió de hombros. -Es cierto, pero no creo que vayáis a controlar la ciudad eternamente, milord. Se agachó a coger una paletilla de la palangana, la sopesó como un ama de casa que calcula su valor, y la arrojó al leopardo. El animal retrocedió, gruñendo. El león rugió un desafío; el leopardo le contestó con otro rugido y luego enterró las garras en la carne y se la acercó. -Dicen que un leopardo puede cambiar sus manchas -dijo Montfort, con el aire de un hombre que narra una historia interesante. Robert sacó un pañuelo de la bolsa que colgaba de su cinturón y se limpió esmeradamente la sangre de los dedos. -Eso dicen. Pero yo no he visto nunca eso, milord. Yo de vos no pondría mucha fe en esos informes. La cara del conde se ensombreció. -Basta de juegos de palabras, Wardell. Sé que sois el líder de los que se oponen a mí en Londres. Eso no me importaría, porque no me preocupan los negocios de los mercaderes, pero no quiero tener a hombres peligrosos a mi espalda sin vigilancia. Sobre todo cuando proveen tanto del oro como la plata que usa Eduardo para hacerme la guerra. Robert dobló el pañuelo manchado de sangre y lo guardó. -Puesto que lo queréis con palabras claras, milord, os diré que estoy de acuerdo con vos en muchas de las cosas por las que lucháis vos y vuestros partidarios, pero Enrique es el rey y el lord Eduardo es su hijo. Mientras a nuestros gobernantes se los elija por nacimiento, no por su capacidad, tenemos que arreglárnoslas con lo que Dios nos envía. Enrique ha sido un rey débil, y no, no olvido que es vuestro cuñado, pero Eduardo será un rey fuerte y sagaz. Y él entiende el valor del comercio así como su padre no. Si yo puedo contribuir a acabar esta guerra entre vosotros ayudando a financiar el ejército de Eduardo lo haré, y nadie, salvo el propio Dios, puede impedírmelo. Alyce se sintió como si el suelo en que estaba pisando se hubiera puesto peligrosamente blando y traicionero. Robert lo arriesgaba todo con ese desafío. Nada impedía a Montfort confiscarle sus propiedades y arrojarlo en la celda más oscura de la Torre, nada, a excepción de las conexiones familiares de ella, y no había ninguna garantía de que el conde respetara ni siquiera eso.

Pero Montfort parecía haber olvidado su existencia. -No me interesa el comercio, Wardell, sino Inglaterra -dijo, bruscamente, apretando tanto el bastón que ella pensó si querría quebrarlo. -Inglaterra es el comercio, milord -replicó Robert-. Es el comercio y no los grandes hombres en elegantes castillos lo que mantiene viva a Inglaterra. Un pastor puede atender su rebaño, pero se moriría de frío sin un tejedor que convierta la lana en tejido. Los nobles como vos domináis las tierras, pero sin los hombres que trabajan vuestros campos y construyen vuestros castillos y armaduras, viviríais desnudos en el bosque, mendigando comida. Sin mercados para productos de vuestros señoríos no tendríais oro para pagar a los soldados que marchan a vuestras llamadas y mueren a vuestros pies. Y sin los soldados, no tendríais ningún medio para retener las tierras que ganáis con su sangre. -Al parecer tenéis una opinión condenadamente elevada de vos mismo. -Sí. -Robert se acercó más a Montfort, con la barbilla adelantada-. Un mercader podría sobrevivir sin hombres como vos, milord, pero vos no podríais sobrevivir sin nosotros. Vamos, nosotros prosperaríamos si no tuviéramos la carga de financiar vuestro poder, ni que preocuparnos por vuestras peleas y guerras. Alyce ahogó una exclamación y cerró los ojos, en preparación de la inevitable matanza. Transcurrió una eternidad, y entonces Montfort soltó una carcajada. Ella abrió los párpados y la boca al mismo tiempo. Montfort le dio una palmada amistosa en el hombro a Robert. -¡Pardiez, sí que tenían razón cuando me dijeron que tenéis cojones, Wardell! Robert lo miró con desconfianza. -Debería haceros azotar por vuestra presunción -continuó Montfort-, pero me cae bien un hombre que habla con franqueza y no cambia sus lealtades a la primera amenaza de problemas. -Se giró e hizo un gesto a uno de sus hombres-. Ve a la cocina a decirles que quiero que pongan cerveza, carne y buen pan para el señor Wardell y su señora esposa. Y que tengan ensillados sus caballos y una escolta preparada para acompañarlos cuando estén listos para marcharse. -¿O sea que estamos libres? -preguntó Robert, todavía desconfiado-. ¿Así como así? -Ah, no así como así. Os haré vigilar, Wardell, no os quepa duda. Ciertamente debería haberos tenido vigilado desde hace tiempo. Pero no olvidéis que controlo la mayoría de los puertos confederados -sonrió con mordacidad-, y los almacenes de los puertos donde están guardadas vuestras mercancías a la espera de que las trasladéis a Londres. Eso debería ser garantía suficiente de vuestro buen comportamiento. Robert emitió un gruñido despectivo, pero Alyce comprendió que la amenaza de Montfort lo golpeaba más fuerte que lo que él querría reconocer. -Hay límites -añadió Montfort en tono significativo- incluso a las deudas que tengo con el padre de vuestra esposa. Os aconsejaría que no lo olvidarais. -Supongo que no esperaréis que os dé las gracias por esta pequeña... entrevista, milord. El leopardo que estaba detrás de él gruñó en perfecto contrapunto a su desafío. Los labios de Montfort se curvaron en una sonrisa y volvió su atención a Alyce. -¿Qué os parecen los juguetes del rey, milady? -le preguntó. -He oído historias acerca de ellos, milord -dijo ella, aliviada por el cambio de tema-,

pero había pensado que la mitad de ellas no eran otra cosa que mitos. -¿Y los que las contaban borrachos, locos o ambas cosas? Ella asintió, recordando otros cuentos increíbles que había oído, y miró hacia los rincones oscuros del establo. -He oído decir que hay un... ¿elefante? Un animal enorme, más alto que una casa y con una nariz como serpiente. No sabía si parecía más una villana crédula o una tonta fisgona. -Es cierto, lo había. Murió hace unos años. Al parecer no soportó nuestro clima, aunque hay quienes dicen que murió de pena por estar encadenado aquí, separado de los suyos. Lo dijo en tono sardónico, como sí le divirtiera una idea tan extraña. A Alyce no le pareció extraña la idea. Sabía cómo era estar separada de los suyos, y más aún en esos momentos en que parecía atrapada entre dos mundos, y ajena a los dos. Sintió la mirada de Robert sobre ella, pero mantuvo tija la atención en los animales enjaulados, que habían acabado sus trozos de carne y estaban mirando ávidamente el resto que quedaba en la palangana. -Sea como sea -continuó el conde-, el animal era exactamente como lo habéis descrito, milady. Más alto que una casa, muy ancho y con una nariz capaz de recoger una manzana del suelo y echársela al hocico. -¿Milord? -dijo ella dudosa. No se atrevió a llamar mentiroso al conde, ¿pero una nariz capaz de coger manzanas del suelo? Cada cosa tiene su razón de ser, y ese cuento no le parecía nada razonable. -¡Por mi honor, milady! También había un enorme oso blanco, traído de una tierra que es pura nieve y hielo todo el año. Alyce se tensó, pensando si la estaría tomando por idiota. -Yo lo vi con mis propios ojos, milady -le aseguró él-. Acostumbraba a nadar en el foso de la Torre y cazaba peces para comer. -Lo del oso lo puedo creer -bufó ella-, porque he visto a otros animales, e incluso personas, nacidos sin color en la piel. ¿Pero nieve y hielo todo el año, milord? Seguro que Dios ordenaría las cosas de, modo más sensato. Montfort sonrió. -He de reconocer que yo no lo he visto, pero he conocido hombres que juran que ese lugar existe. Y el oso no era un animal desprovisto de color; era verdaderamente blanco. -Se encogió de hombros-. Hay cosas que hay que aceptar por fe, milady. Yo estaría más pronto a. creer que existe un lugar así, que creer que los elefantes copulan trasero con trasero. Alyce no pudo evitar reírse. -¡Eso no podrían hacerlo! ¿verdad que no? -No habiendo ninguna hembra aquí, era imposible saberlo. Pero el cuidador del animal juraba que era así, que él lo había visto con sus propios ojos. -Los ojos pueden engañar, milord -dijo Robert en tono duro-, como todo, y todos. Alyce levantó la vista, sobresaltada por la repentina vehemencia de su voz. Alan de Hensford estaba en la puerta, mirando a Robert con el desagrado de un hombre al que le acaban de regalar un cerdo vivo cuando esperaba un pernil bien asado.

Capítulo 17 En casa nuevamente Le dolía la cabeza, su estómago vacío se apretaba contra su espinazo, y todavía notaba los músculos doloridos por esa noche pasada sobre la piedra dura y fría pero Robert Wardell se sentía un hombre feliz. Sabiendo ya Alyce que su padre y su hermano estaban vivos y que Eduardo no los liberaría hasta que hubiera acabado la guerra, tendría que reconocer que él no le había mentido al decirle que no podía hacer nada para ayudarlos. Tendría que admitirlo en su cama de nuevo; ¡que era la cama de él, por el amor de Dios! Había declinado la oferta de Montfort de comida y cerveza, pero sí aceptó el préstamo de un caballo para Alyce y la escolta hasta casa. No quiso quedarse a probar la tardía hospitalidad del conde porque deseaba pan de su cocina y cerveza en su propia copa. Deseaba bañarse, afeitarse y ponerse ropa limpia. Por encima de todo, deseaba a su mujer. La miró. Ella llevaba la cabeza erguida y la mirada fija en el camine por donde iba, pero su mirada tenía la expresión vacía de una mujer que va sumida en sus pensamientos, olvidada del mundo que la rodea. Olvidada de él. Mientras ella le perdonara el no haberla protegido, no le importaba eso, porque podría hacerla recordar rápidamente, recordar sus caricias y cómo se sentía cuando lo tenía alojado muy dentro de ella. Ciertamente la haría recordar, porque lo que necesitaba en ese momento era tenerla a salvo y calentita en sus brazos para poder olvidar lo que le había costado a ella su falta de previsión. De alguna manera le compensaría todo, se prometió. Sólo esperaba que ella le creyera cuando lo hiciera. Un mendigo sucio y harapiento se puso de un salto en su camino con la mano estirada para recibir una limosna. Robert hurgó en su monedero en busca de un penique, pero ya uno de los hombres de Montfort había interpuesto su caballo en el camino del mendigo, con el puño levantado para golpearlo. El mendigo retrocedió. maldiciendo, cogió un puñado de lodo con estiércol del suelo y lo arrojó hacia ellos. Pero el hombre tenía mala puntería; el puñado de lodo pasó junto a ellos y fue a estrellarse en la carreta de un vendedor ambulante que iba pasando por el otro lado de la calle. El guardia se rió, el vendedor soltó unas maldiciones y el mendigo huyó por un callejón y desapareció. Tal vez sólo era el hambre, pero mientras Robert lo veía desaparecer por el callejón, su estomago vacío rugió su protesta.

Hasta ahí llegaron sus buenas intenciones.

Alyce seguía a los guardias que les proporcionara Montfort para escoltarlos por las calles de Londres, pero iba ciega y sorda a las vistas y sonidos que la rodeaban. Todavía tenía llena la nariz de los olores a carne podrida y a animales peligrosos, y los oídos con las palabras de hombres peligrosos. Ante ella veía la cara de Robert, no las de los desconocidos que pasaban de un lado a otro delante de ellos; los labios de Robert apretados en una expresión imponente, sus ojos duros e inexpresivos mientras escuchaba las veladas amenazas de Montfort y los jactanciosos insultos de Hensford. Se sentía tonta por haber parloteado sobre animales salvajes después que Montfort sonriera y amenazara a Robert con destrucción. La verdad era que había sido dos veces tonta; qué idiotez la suya al pensar que porque su marido no había tomado las armas estaba a salvo de esa guerra que estaba destrozando el corazón de Inglaterra. El encuentro de la noche anterior la había hecho ver las cosas a una luz muy diferente. No era raro entonces que el alivio que sintió cuando Montfort se echó a reír y dejó libre a Robert le soltara la lengua y los sesos. La lengua se le quedó quieta al instante cuando apareció Hensford. Burlón, arrogante y astuto, él le hizo su reverencia a Montfort, sonrió al verla magullada y cubierta de lodo, y se puso a hablar tranquilamente de su reciente visita a los puertos confederados, viaje que había hecho a petición de Montfort. «Hay rumores de saqueos en algunos de los almacenes», dijo, con una expresión de cruel satisfacción. Yo no he visto nada, pero no me sorprendería que hubiera pérdidas por aquí y por allí, ¿no te parece, Wardell » Robert simuló indiferencia pero ella vio su furiosa tensión bajo la máscara. Tenía varias remesas de telas del extranjero en los almacenes de los puertos, las que no había logrado traer a Londres y no se podía permitir el lujo de perder. Por el momento, las fuerzas de Montfort controlaban la mayoría de los puertos y la parte del país que los separaba de Londres. No era buen momento para que un conocido partidario de Eduardo se arriesgara a transportar una rica carga de telas por los caminos, ni siquiera con guardias armados, y Hensford lo sabía. Montfort se limitó a observar la discusión entre Robert y Hensford; Alyce estaba segura de que le importaban muy poco las peleas entre comerciantes, puesto que él hacía la guerra a un rey y un príncipe, pero los comerciantes eran una buena fuente de dinero, y el dinero solía escasear en tiempos de guerra. Le convenía apoyar a los mercaderes que lo financiaban para fortalecer las fuerzas a sus órdenes, y destruir a los que financiaban al rey y al príncipe, y golpearlos como si hubieran levantado la espada en la batalla. El conde podía respetar a Robert y despreciar a Hensford, pero eso no le impediría derribar a uno y apoyar al otro. Ni lo notaría si dejaba aplastados a los dos bajo sus pies. La guerra destruía demasiado como para que los destinos de dos mercaderes de Londres pesaran algo en la balanza. Un puñado de lodo pasó cerca de la nariz de su caballo, sobresaltándolo y haciéndolo saltar hacia un lado, sacándola de sus negros pensamientos. Uno de los guardias que los acompañaba había levantado la mano con guante de malla para golpear a un mendigo, pero éste se escabulló por un callejón antes de que la amenaza se convirtiera en realidad. Pensar en la facilidad con que su mundo podía caer destrozado a sus pies le produjo un escalofrío; se arrebujó más en la capa prestada. A diferencia del mendigo, ni ella ni Robert podían escabullirse en un callejón para evitar los golpes dirigidos a ellos. Los hombres de Montfort habían demostrado eso la noche anterior, y Hensford había reforzado la lección no

hacía una hora. Miró a Robert, en busca de seguridad, pero él no se fijó. Iba demasiado sumido en sus pensamientos para darse cuenta de sus preocupaciones.

La casa Wardell había ocultado su faz al mundo. La puerta estaba con tranca y las persianas cerradas. Uno de los hombres de la escolta desmontó y golpeó la puerta. -¡Eh, allí! ¡Abrid! La ventanilla se abrió y apareció una cara tras las rejas. A la vista de los colores de Montfort, la cara se contrajo en un feroz gruñido. -¡Iros al diablo! No vais a entrar, ni aunque el mismo conde Simón lo pida. -¿Y si lo ordeno yo? -dijo Robert, acercando el caballo a la puerta para que Newton lo viera con claridad. -¡Señor Wardell! -Abre la puerta. Newton cerró la ventanilla. Se oyó un grito sofocado, el ruido de la pesada tranca de roble al levantarla, y se abrió la puerta. Newton la sostuvo para que entraran. En la cabeza llevaba vendajes manchados de sangre, en las manos sostenía un pesado garrote, y sus ojos miraban a los hombres de Montfort como el león de la Torre había mirado la palangana con carne, como si los quisiera devorar de un solo bocado si se ponían a su alcance. Seguido por Alyce, Robert entró en el patio ,y se encontró en medio de una confusión de gente y caballos. Le llevó un momento comprender que no todas las personas eran de su casa ni todos los caballos suyos. -¡Milady! ¡Alyce! Una mujer gorda, a la que reconoció como una de las mujeres de Alyce en Colmaine, salió de en medio de la multitud y corrió hacia ella con los brazos abiertos. -¡Maida! -gritó Alyce, y se apeó antes que llegara alguien a coger su caballo. -¡Ay, milady! -¡Hilde! -gritó nuevamente Alyce al ver a la anciana marchita que apareció detrás de la gorda. -¡Y esa cabeza! -gritó la primera-. ¿Quién os golpeó? ¿Dónde está el bestia? ¡Yo le enseñaré un par de cosas! -No, no, estoy bien -se apresuró a tranquilizarla Alyce-. No es tan terrible. Más que nada es lodo y... El resto se perdió en el clamoroso bullicio, la gente de él y la de ella apretujada alrededor, hablando y haciendo preguntas todos a la vez hasta que era imposible entender una palabra a nadie. Robert observó a Alyce en ese lloroso y alegre encuentro y se le vino el corazón al suelo. Ella no le había dicho ni una sola palabra desde que salieran de la Torre y ahora que tenía a su gente de Colmaine parecía haberlo olvidado totalmente. O tal vez quería castigarlo por lo que había sufrido, por lo que él permitió que le hicieran. Repentinamente apareció Piers a cogerle el caballo.

-La gente de milady se vino de Colmaine, señor -dijo a modo de explicación-. Golpearon la puerta no hace media hora, y querían entrar. Robert desmontó. -Reconocí a las mujeres de servicio. Parece que a milady le complace bastante verlas. Pensó si su voz le sonaría tan apagada y sin vida a Piers como le sonó a él. -Cuando se enteraron que a milady se la llevaron a rastra los hombres de Montfort ladeó la cabeza hacia las dos mujeres que se habían precipitado hacia Alyce-, los llantos deben de haber despertado a la gente de cinco manzanas a la redonda. En eso se oyó un furioso rugido de Newton por encima del alboroto. -¡No vais a entrar! ¡No pasaréis ni una pulgada más allá de esta puerta, he dicho! Si queréis el caballo de vuestro amo, os esperáis en la calle, que es donde os corresponde estar, hasta que nos parezca conveniente entregarlo. -¡Señor Wardell! Erwyna empezó a descender la escalera de la sala, con el mentón adelantado y los codos listos, y se abrió paso hasta él. Un oficioso individuo de Colmaine cometió el error de tratar de detenerla. -¡Fuera de mi camino, imbécil! -bramó ella, haciéndolo a un lado de un empujón-. Ha regresado el amo y es a él a quien le voy a decir qué es qué, y no a ti. -Ha estado así desde que esa gorda de Colmaine le chilló por haber permitido que se llevaran a milady -explicó Piers, encantado, disfrutando de la conmoción. -Venga -dijo Robert, entregándole las riendas. Cerró los ojos para aliviar el dolor de cabeza-. Llévate el caballo y haz lo que puedas para arreglar todo esto. Necesito una copa de vino antes de seguir escuchando nada más. Una gran copa de vino.

Pese a la confusión y a la conmoción de encontrarse a sus dos amigas esperándola, Alyce estaba observando cuando Robert se desentendió de las varias personas que reclamaban su atención y entró en la sala, Tenía la cara como tallada en piedra y se movía como si una pesada tabla de roble hubiera ocupado el lugar de su columna. El dolor de cabeza, se dijo. Sólo era eso. Dolor de cabeza y el cansancio producido por una noche durmiendo sobre piedra. Además no la necesitaba a ella. Ella no podía hacer nada por él que no pudiera hacer cualquier otra persona. Llevarle agua caliente para un baño, vendarle la cabeza, llevarle una jarra de cerveza, un poco de carne pan. Ciertamente él no parecía interesado en ella. Ni siquiera la había mirado desde que entraran por la puerta. Sin duda estaría contento de dejarla al cuidado de sus mujeres para poder ocuparse de los otros asuntos más importantes. Compuso la cara, obligó a su boca a sonreír y resueltamente se dedicó a ordenar la confusión abandonada a su cargo. No tardó mucho en hacerlo. Envió a un muchacho a la cocina con el recado de que habría otra docena de personas para la comida; dio la orden a Newton de devolver el caballo del conde Simón a sus hombres para que se marcharan y los dejaran en paz; a Joshua de que pusiera en el establo todos los caballos de Colmaine que cupieran y buscara sitio en un establo público para el resto; a la hostil Erwyna de hacer traer cerveza para los recién llegados, disponer que se preparara una comida y se calentara agua para que Alyce se bañara. El conocido hábito de dar órdenes la descargaba del esfuerzo de

pensar y sentir. Si se mantenía ocupada dando órdenes no tendría tiempo para preocuparse por Robert. -Vamos -dijo finalmente a Maida e Hilde-. Iremos a mi habitación le diré a Githa que encienda el hogar y os lleve un poco de vino. Sé que tenéis que estar agotadas. -Sí, pero sois vos la que más necesitáis el vino -gruñó Maida. Unos círculos oscuros le rodeaban los ojos y tenía la cara tan hundida como los hombros, pero buscaba refugio de su cansancio dando órdenes a su señora. -Si no lo supiera -añadió Hilde- diría que los hombres del conde Simón os arrastraron por el lodo. Alyce sabía que debían de dolerle las articulaciones por el pesado viaje, pero en ese cuerpecito escuálido había un corazón robusto; Hilde no estaba más dispuesta que Maida a ceder. -Una vergüenza, eso es lo que es -continuó Hilde-. Es vergonzoso que hayan tratado así a una dama, y la hija de uno de los hombres del conde Simón. Alyce sonrió, agradecida que alguien se preocupara por ella, que no fuera Robert. -Vamos, entonces. Dejaremos que los demás se ocupen de los detalles. Ellas la siguieron muy bien dispuestas hasta la sala. -Un poco pequeña -comentó Maida-. Aquí no sentaréis a más de cien personas, y sólo si las ponéis tan apretujadas como bacalao salado en un barril. -¿Dos hogares? -dijo Hilde-. Esto tiene que ser un enorme gasto en leña. Maida movió disimuladamente el pie sobre las esteras. Todas limpias, recién puestas, ni un solo hueso a la vista. Alyce pensó en las esteras sucias de la sala de Colmaine y sonrió. Durante todo el ascenso por la escalera, ellas fueron tocando y mirando como gatas curiosas, visiblemente impresionadas, a pesar de sí mismas. -¿Vidrio coloreado? -exclamó Maida-. ¿En un aposento? Sólo lo había visto en una iglesia. ¿Y dos camas? En el aposento de Colmaine sólo había una tarima de madera con un jergón encima. Pero fue el hogar del dormitorio de Alyce el que las hizo abrir los ojos como platos. -Costumbres de la ciudad -comentó Hilde, asintiendo en actitud de conocedora-. He oído cuentos sobre lo muelle que es la vida aquí. Maida se quedó boquiabierta, atontada, por el lujo de una cama con cortinas y fina colcha de seda. -Vidrios coloreados aquí también -murmuró-. Y telas pintadas en las paredes. Y uno, dos, tres cirios de cera. ¡No, cuatro! Alyce no pudo reprimir una sonrisa traviesa, al recordar su asombro cuando vio todo eso. La habitación no se asemejaba en nada al cuarto frío y pequeño con su cama llena de grumos y parches y la colcha remendada que habían compartido las tres durante tantos años. ¡Con qué rapidez la había olvidado! -¿Y esto qué es? -preguntó Hilde con desconfianza. La sonrisa de Alyce se ensanchó, pese al dolor de cabeza. -Alfombras de Castilla. Iguales a las que se trajo lady Leonor con ella cuando se casó con lord Eduardo.

Las dos mujeres se dejaron caer en las banquetas, pasmadas y abrumadas por esos inesperados lujos. Alyce se sentó en el sillón. De repente se sintió terriblemente cansada y muchísimo más vieja. -¿Sabéis algo sobre padre y sobre Hubert? Maida interrumpió su inspección del hogar y asintió. -Supimos que los cogieron prisioneros en Northampton no hemos vuelto a saber nada más. -Habrá problemas en Colmaine, milady -añadió Hilde-, Por eso estamos aquí. Al irse todos los hombres armados con vuestro padre y sin castellano ahí, y sólo Thomas Gibbons para mandar.. -Movió la cabeza, su cara apergaminada más arrugada aún por la preocupación. -Los hombres del rey saben que vuestro padre apoyó a Montfort, -Y hay el temor de que ahora se aprovechen de que está prisionero del rey -dijo Maida-. Tomando todo esto en cuenta, Thomas decidió que Colmaine podría pasar sin su administrador unas cuantas semanas y envió a Richard a pediros ayuda. Lo obligamos a traernos con él. -Titubeó un instante, y su cara se sonrojó bajo su cubierta de polvo de cinco días de viaje-. Os hemos echado de menos, milady -continuó casi en tono de disculpa-. Todos os han echado de menos, pero Hilde y yo más que nadie. Teníamos que venir a ver si estabais bien. Hilde asintió enérgicamente. -No logramos decidir cuál de las dos vendría, así que al fin las dos liamos nuestras cosas y le dijimos a Richard que vendríamos con él. -No discutió demasiado -continuó Maida-. Todo era bastante extraño en Colmaine sin vos, milady. Sin saber una palabra de vos... -¿Sin saber una palabra?-interrumpió Alyce aprovechando un silencio entre toda esa avalancha de palabras para lo que sí tenía respuesta-. Pero si yo le envié noticias a mi padre, y más de una vez. Y siempre había un mensaje para vosotras. ¿No recibisteis ninguno? -¡Ninguno! -dijo Hilde-. Pero bueno, ¿qué podíais esperar de vuestro señor padre después que os despachó así, casada con un mercader? Y mirad lo que ha resultado. ¡Qué ha sido de vos! Dos pares de ojos la examinaron de pies a cabeza, catalogando cada mechón de pelo enlodado, cada magullón, arañazo y heridita. Ni siquiera una cama con cortinas ni cuatro cirios de cera podían compensar ese maltrato ni ese indecoroso estado. Alyce se ruborizó ante la desaprobadora inspección de las mujeres. Sabía que su evaluación no añadiría nada bueno a la opinión que tenían de Robert. Pensarían que él debería haberla protegido, que debería haberla mantenido a salvo de todo daño. No entenderían cómo ocurrieron las cosas, y ella no tenía la energía para explicárselas. Negó con la cabeza. -El señor Wardell ha sido bueno conmigo. Más generoso que lo fue nunca mi padre, y amable. No se atrevió a poner nada más en palabras, no se atrevió a decirles que lo amaba. Él la había olvidado, demasiado inmerso en las preocupaciones de sus negocios para pensar en ella. Tal vez ella se había ganado su indiferencia. Lo había culpado por negarse a ayudar a su padre y su hermano, lo había expulsado de su cama, le había negado hasta una palabra amable, y todo en castigo por haber dicho la verdad, que él no podía ayudarlos por mucho que ella le suplicara en su favor.

Con severa resolución, dejó de lado sus dudas. Por contenta que estuviera de ver a esas viejas amigas, ellas no habían hecho todo el viaje desde Colmaine sólo para interesarse por su salud. Apoyó los codos en los brazos del sillón y se inclinó hacia ellas. -Habladme de Colmaine. Contadme todo lo que sabéis.

Una copa de vino, dos tragos de cerveza fuerte, un poco de carne y pan; no era mucho pero sí lo suficiente para separarle el estómago del espinazo y convertir el martilleante dolor de cabeza en un dolor sordo. Con un rápido lavado en agua fría, una afeitada y un emplasto en la cabeza aporreada, Robert se sentía más humano de lo que se había sentido desde que despertara como huésped de Montfort en la Torre. Resueltamente expulsó de su mente todo pensamiento que tuviera que ver con Alyce. Ella estaría demasiado ocupada con sus mujeres para darse el tiempo de escuchar sus azoradas explicaciones y más azoradas disculpas. Su administrador, mejor dicho el administrador de su padre, le había pedido una entrevista, pero él se lo había quitado de encima por el momento. No le era difícil imaginarse qué los había hecho recorrer todo ese camino. Colmaine estaba sin señor ni señora. Él se había llevado a la señora y el otro estaba languideciendo en algún húmedo castillo de las Marcas galesas, dejando a Colmaine como un dragón sin su cabeza, ciego, sordo y atontado. En tiempos de paz eso no sería un problema tan grande, porque los castillos y señoríos solían dejarse en manos de sus castellanos y administradores. Pero estando la guerra declarada en Inglaterra, el dragón necesitaba como mínimo un ojo y un oído, a una persona capaz de defenderlo, en especial dado que gran parte de los campos de los alrededores de Colmaine estaban en manos de partidarios del rey, no de Montfort. Él sabía todo eso, pero no podía hacer nada para ayudar. ¿Qué le debía a Colmaine después de todo? ¡Absolutamente nada! Había tomado a la hija por esposa y hecho así un negocio muchísimo mejor que el que jamás se habría atrevido a esperar, pero ahí acababa todo. Había satisfecho su parte del trato; no les debía nada más. Ciertamente Alyce no esperaría eso de él. Mientras tanto, tenía trabajo por hacer. William y los demás debían enterarse de lo ocurrido, debía informarlos de las amenazas de Montfort y de las insinuaciones de Hensford. La noticia de los problemas en los puertos no era nada inesperada, aunque sí una buena molestia. Por poco que le gustara el riesgo, podía ir a retirar él mismo sus mercancías, las suyas y las de los demás. Si actuaban rápido, podrían eludir los ejércitos que pululaban por Inglaterra y los forajidos y carroñeros que inevitablemente seguían a los ejércitos. Lógicamente, siempre estaba la posibilidad de que el rey y Eduardo recuperaran el control de esos puertos esenciales y todos los campos entre éstos y Londres. O bien eso o que ganaran la guerra, lo cual sería la mejor solución; para él y para el rey en todo caso. Detestaba pensar qué castigo podría imponer el rey a los hombres que habían batallado contra él... o lo que Alyce esperaría que él hiciera si esos castigos recaían en su padre y su hermano. Dejó de lado ese pensamiento. Tenía asuntos que atender, asuntos urgentes, y cuanto antes se ocupara de ellos, mejor para todos los involucrados. Pero se quedó en la sala, mientras los criados armaban las mesas con caballetes para acomodar a las bocas extras para la comida. Su mirada estaba fija en la escalera que conducía a los aposentos y a Alyce.

Ella estaría ocupada con sus mujeres, o tal vez bañándose. Cualquiera de las dos posibilidades significaba que una interrupción sería mal recibida, y una disculpa imposible. ¿Se atrevería a interrumpir de todos modos? Bebió un último trago de cerveza y dejó la jarra a un lado. Su pie estaba en el primer peldaño de la escalera, cuando ella apareció arriba. -¿Señor Wardell? -Milady. -Retrocedió para que ella pudiera bajar-. Iba a ver cómo estabais. Quería... quería pediros perdón por... por todo. Debería haber sabido... debería haber previsto... Las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta, se le enredaron en la lengua. Era tanto lo que tenía que decir, tanto lo que debía decir, y no le salió ninguna palabra. Los criados de la sala quedaron olvidados. -Ah. -Ella se movió entre dos peldaños, visiblemente sorprendida Vos no podíais saber... -Pero podría haber imaginado el riesgo, haber previsto lo inesperado. Ella bajó cinco peldaños hasta que su cabeza quedó a la altura de la de él. A esa distancia él vio claramente sus ojeras oscuras, la enfermiza palidez de su piel producida por el cansancio y el dolor. Levantó la mano para tocarla, pero al instante detuvo el movimiento y la dejó caer. -Pensé que estaríais tomando un baño. Deberíais estar en la cama. -Frunció el ceño-. Prometedme que no os vais a ocupar de cosas de la casa mientras no hayáis descansado. -Githa está ayudando a Maida e Hilde a bañarse. Yo tomaré mi baño después. -Rió traviesa-. Con todo el lodo que llevo encima, debería bañarme en el jardín como uno de los nabos de Joshua recién sacado de la tierra. Él hizo una mueca; no encontraba nada divertida la idea. - Señor Wardell? Él levantó 1a cabeza. Haría cualquier cosa para que ella le perdonara lo que le habían hecho. -¿Sí? -Han venido... de Colmaine. Es decir, ¿vos...? Bueno, «casi» cualquier cosa. Negó con la cabeza. -Sé por qué han venido, milady. No hay nada que yo pueda hacer para ayudarlos. Ella retuvo el aliento. -¿Nada? -Nada. Lo siento -añadió. No dijo nada, se limitó a mirarlo, con los ojos hundidos y oscuros. Él no lo pudo soportar. -Tengo trabajo, milady. Asuntos urgentes. ¿Tal vez después...? -Por supuesto. Ella bajó y subió la cabeza, como asintiendo. A él se le revolvió desagradablemente la cerveza en el estómago.

-¿Os cuidaréis? -dijo ella-. ¿Llevaréis a uno de los hombres para que os acompañe? -Desde luego. No tardaré mucho. Unas pocas horas... Se le cortó la voz, no pudo decir las palabras. Tampoco podía cogerla en sus brazos y borrar con besos las dudas que veía con tanta claridad en su cara. Se limitó a cogerle la mano, reteniéndola ante el sobresaltado esfuerzo de ella por liberarla. Sus labios sintieron su piel fría y seca, los dedos ásperos, no suaves como debían ser los de una dama. Le besó las puntas de los dedos, le apretó la mano y se la soltó. -Señora-dijo, inclinándose-. Perdonadme. Dicho eso se dio media vuelta y salió de la sala sin mirar atrás ni una sola vez.

Una hostil Erwyna arrinconó a Alyce en la sala antes que tuviera la oportunidad de escapar. -¿El señor Wardell? -contestó distraídamente-. Eh... salió. Por trabajo. -¿Tan pronto? ¿Y después de todo...? Erwyna se tragó el resto de lo que quería decir, luego abrió y cerró la boca. Era la primera vez que Alyce la veía desprovista de palabras. -Bueno -dijo al fin-. Mmmm. ¿Quién habría pensado...? -Sí, bueno, entonces... –A Alyce también le estaba costando encontrar palabras; todavía le quedaban cosas por atender, había personas cansadas y hambrientas que alimentar-. Ordena que sirvan la comida tan pronto esté lista. Es imposible saber a que hora volverá el señor Wardell, y no me cabe duda de que nuestros visitantes están tan hambrientos como yo. Erwyna frunció el ceño. Se veía a las claras que la fastidiaba que se alterara la rutina dc la casa por algo tan poco importante como un puñado de gente de su señora. -Sí, milady. Él comió algo en todo caso -añadió de mala gana-. Un poco de carne, pan y cerveza. Ah, claro, pensó Alyce. Él tenía trabajo que hacer, después de todo, y no se podía esperar que lo hiciera con el estómago vacío. -Eso está muy bien. Erwyna asintió, pero era evidente que tenía la mente en otra cosa. -Las... las mujeres que llegaron. Vuestras damas... -¿Sí? -Oímos decir... Margaret y yo, que eran... es decir... -La mujer hizo una honda inspiración, como si quisiera reunir el valor para continuar-. Oímos decir que eran la cocinera y el ama de casa en Colmaine, y estábamos pensando si... De repente Alyce comprendió. Erwyna no quería poner sus temores en palabras, no fuera que se hicieran realidad. -Sí, eso es cierto. Me criaron desde que yo era un bebé, y al mismo tiempo llevaban la casa, pero ya están demasiado viejas para empezar de nuevo sin saber nada de los usos de la ciudad, y mucho menos de la casa de un mercader. Gracias a Dios os tenemos a ti y a Margaret para llevar las cosas. -Frunció el ceño y fingió angustia-: ¿No estarás pensando en

dejarnos, verdad? No podría soportar que te marcharas. No sé qué haría sin ti. Tendría que disipar los temores de Githa también, comprendió. Tal vez mañana; en ese momento no tenía la energía para hacerlo. Erwyna se hinchó de alivio, aunque trató de aparentar indignación. -Por supuesto que no, milady. ¡Eso no se me habría ni ocurrido! -Sé que te ocuparás de que todo esté bien organizado. Tú sabrás la mejor manera de mantener el honor de la casa Wardell ante personal de la casa de un noble. Erwyna arqueó las cejas y su boca formó una pequeña O. Era evidente que hasta ese momento no había considerado las cosas bajo esa luz. Tratándose de defender su reputación y el honor de la casa del señor Wardell no ahorraría esfuerzos en ocuparse de que todo estuviera bien organizado. Se inclinó en una ligera venia. -Claro que sí, milady. Podéis confiar en mí. Me encargaré de todo. Alyce sonrió débilmente y le colocó la mano en el brazo. -Gracias. No tenía la energía para decir nada más. -Estáis cansada -dijo Erwyna, de pronto solícita-. Debéis de tener la cabeza a punto de caerse de los hombros por el dolor. Bueno, id a daros un baño; Githa os estará esperando. Ordenaré en la cocina que os preparen un poco de leche con cerveza y os lo llevaré yo misma cuando tenga todo encaminado. -Eso me irá muy bien. -Marchaos, entonces -dijo Erwyna en tono brusco-. Tengo trabajo que hacer y me estáis estorbando. Alyce se volvió para subir y se detuvo al ocurrírsele otra cosa. -Ah, ¿Erwyna? -¿Sí? -No es necesario que hagas una cama especial para Maida e Hilde. Dormirán conmigo.

Capítulo 18 Tregua a regañadientes Londres, mayo de 1264. Una pieza de sarga romana de... mmm... cuarenta codos. Piers midió la tela de codo a muñeca con la eficiencia que solamente da una larga práctica, después con igual pericia volvió a enrollarla y la devolvió al arcón de cuero que tenía abierto a sus pies. Se enderezó, gimió y se enterró los nudillos en la espalda a la altura de los riñones. -Este es el arcón número catorce que hemos inventariado esta mañana-dijo-. ¿Cuántos queréis tarjar? Robert frunció el ceño mirando el pergamino de cuentas que tenía abierto sobre la mesa, e hizo una marca en una de las tarjas que había ensartadas en la cuerda que sostenía en la mano. -Todos. Piers miró los arcones que había detrás de él. -¿Todos? Robert levantó la cabeza y lo miró con expresión desaprobadora. -¿Tenías otros planes para la mañana? Piers titubeó un momento y luego negó con la cabeza. -No, si vos no. -Estupendo. -Robert volvió la atención al pergamino de cuentas-. ¿Cuál es la siguiente pieza entonces? -Otra de sarga romana. -El aprendiz quitó el paño protector del rollo de tela, lo desenrolló de un tirón y lo midió rápidamente-. Cuarenta y uno, no, cuarenta y dos codos, -No hay ninguna pieza de ese largo anotada en la lista. Ninguna de cuarenta y uno tampoco. Vuelve a medirla. Con expresión de amargura, Piers volvió a medirla, con más cuidado esta vez. -Cuarenta codos, igual que la anterior. Robert hizo otra marca en la tarja con muescas. -¿Y la siguiente? Piers cogió otro rollo, lo desenrolló y empezó a medirlo, pero al primer codo, soltó una maldición y lo dejó caer sobre la mesa. -¡No lo mediré! Esto es demasiado. ¡Demasiado! Una tarea tras otra y ya me duele la cabeza, tengo la espalda tiesa y se me quejan todos los huesos y músculos del cuerpo. Bien

podría ser el aprendiz del señor Milton, por toda la alegría que encuentro en el trabajo estos días. ¡Y no soy el único! Con una exquisita calma, Robert depositó tranquilamente la pluma sobre 1a mesa y respondió a la mirada furiosa de su aprendiz con ojos glaciales. -Si encuentras que el trabajo no es de tu gusto, siéntete libre para buscarte otro maestro. -¡Por el amor de Dios, señor Wardell! Siempre habéis sido bueno y justo, pero estos últimos días no hay ni pizca de bondad ni justicia en nada. Nos lleváis como a un rebaño, nos miráis furioso como si fuéramos gusanos de la harina, y casi no decís ni una palabra que no sea afilada como un cuchillo e igualmente hiriente. Robert apretó las mandíbulas. -A nadie se le retiene aquí en contra de su voluntad. -No, y no hay nadie que no esté dispuesto a seguiros hasta que el infierno se hiele, pero todos estamos condenadamente deseosos de veros bien encamado de nuevo, antes que nos hagáis volar las cabezas a todos y no quede nadie para serviros. -¿Qué? Piers se enderezó, como preparándose para un puñetazo. -No son las mercancías almacenadas en Dover y Rye las que os tienen inquieto, ni ninguna de las otras cosas que preocupan al resto de los mercaderes de Londres. Estáis furioso porque ya no compartís la cama de milady, y descargáis la rabia con nosotros. Robert abrió la boca para protestar y la cerró con igual rapidez. El muchacho tenía razón, aunque los santos apóstoles estarían residiendo en el infierno antes que él lo reconociera. -Tal vez he sido un poco... severo últimamente. Piers emitió un bufido para expresar lo que pensaba de ese reconocimiento. -Son tiempos difíciles... -Y hechos más difíciles aún por el hielo que hay entre vos y milady. Por el amor de Dios, maestro -explotó-, ponedle fin a eso. No me cabe duda de que sus damas estarían más que felices de dejaros su lugar en la habitación... Le tocó a Robert emitir un bufido. -... y os alimentarían con ostras por ver el trabajo bien hecho. Anoche Maida se estaba quejando del humor de milady. Dijo que nunca la había visto tan zarzuda. -¿Zarzuda? -Eso fue lo que dijo. Tendréis que preguntarle a ella qué significa, aunque no hay nadie aquí que no pueda adivinarlo. -Bueno, yo... -Robert se tragó lo que iba a decir y optó por levantar las manos enseñando las palmas. Piers iba a continuar con el tema, pero en ese momento unos gritos fuera lo llevaron a la ventana. Sacó la cabeza para mirar mejor, y luego se giró riendo. -Ha llegado el señor Rareton, montado en el caballo más enorme que he visto en mi vida. Debe de haber caminado diez millas pateando al animal para hacerlo andar. Un instante después ya había salido, sin siquiera decir «con vuestro permiso», dejando a

Robert la tarea de tapar el tintero de cuerno y enrollar los pergaminos de cuentas. Piers tenía razón, pensó. Había estado de mal humor y con la lengua demasiado afilada, pero que lo colgaran si se metía en la cama de Alyce sólo porque su aprendiz se lo decía. Por lo menos Rareton estaba de regreso, y bastante que había tardado. Ya estaba harto de hacer el trabajo de dos hombres para distraerse de sus otros problemas. Salió al patio detrás de Piers, y llegó a tiempo para ver desmontar a su administrador del caballo de lomo más ancho que había visto en su vida. A cualquier hombre le dolerían las piernas si tenía que ir montado encima mucho tiempo. -Decidisteis haceros caballero, ¿eh, señor Rareton? -dijo Piers riendo-. He visto caballos de guerra más pequeños que este animal. -Sólo sirve para tirar un arado, y aun así, a cualquier hombre le costaría ver el surco con esas enormes ancas delante. Rareton miró enfurruñado al caballo, que suspiró, levantó la cola y se tiró un pedo. El muchacho del establo se echó a reír y cogió las riendas. Rareton le volvió la espalda al animal disgustado. -Saldrá más barato enviar el precio de este animal a lord Eduardo que pagarle a un hombre para que lo lleve de vuelta. Habría llegado hace tres días si hubiera logrado que... eso hiciera algo más arrastrar las patas. Robert sonrió. -Véndelo y embólsate el dinero. Dudo que algún labrador de Eduardo lo eche de menos. -Ten cuidado que no te pise un pie -gritó Rareton al muchacho del establo-, o quedarás inválido por una semana. -Veo que este no ha sido el mejor de tus viajes -dijo Robert. Rareton lo miró y con la misma rapidez desvió la vista. Como un hombre sorprendido en un negocio dudoso, pensó Robert, y desechó la idea al instante. -¿Has tenido algún problema, aparte del caballo? -Ninguno del tipo a que os referís. -Antes que Robert pudiera preguntarle qué quería decir con eso, irguió los hombros y añadió-; Tenemos que hablar. Os aseguro que no os va a gustar lo que tengo que deciros, y tampoco a lady Alyce.

Alyce estaba dando puntadas en su bordado cuando entró Githa con el recado de que Robert quería verla. No supo si alegrarse de que él todavía recordara su existencia o irritarse porque no fue él personalmente a decírselo. Optó por un seco acuse de recibo y envió a Githa a comunicarle que bajaría enseguida. Su genio no había estado excesivamente dulce esos días, y tenía que recordar que no era culpa de nadie que se sintiera infeliz, de nadie aparte de ella misma. De ella y de Robert. El bordado cayó de sus manos, olvidado. Lo deseaba de vuelta en su cama. Deseaba que acabara la frialdad entre ellos borrada la distancia que los separaba, pero no sabía cómo lograr eso sin hacer el ridículo. ¿Qué debía hacer. ¿Suplicarle como una muchacha enamorada o seducirlo descaradamente como una gata en celo? Su orgullo no le permitiría

hacer ninguna de esas dos cosas tenía demasiado poca y experiencia para conocer algún otro medio aparte de desvestirse y metérsele en la cama. Su cama. Suspiró. Ella estaba durmiendo en la cama de él, y con ella dormía o bien Maida o Hilde, o las dos. Había compartido cama con las dos mujeres desde que era pequeña, pero ahora encontraba molesta su presencia y sólo deseaba echarlas fuera de la habitación y traer a Robert, quisiera o no. Sospechaba que él no quería. Llevaba días malhumorado como un oso y tan ensimismado en su trabajo que parecía haberla olvidado por completo. Ni siquiera contaba con su presencia en las horas de comida, cuando al menos podría compartir una copa de vino con él, o al menos tener la oportunidad de contarle las cosas de cada día y escuchar las de él. Pero, bueno; si los deseos fueran peces, los mendigos cenarían como reyes. Si no quería hacerlo esperar, haría bien en menearse. De un arcón del lado de la cama sacó el espejo que él le regalara. Un corto examen le reveló que tenía la nariz limpia, el griñón resplandeciente de blancura y no se le había escapado ningún mechón. Frunció el ceño y analizó su imagen. Una vez él dijo que le gustaban sus ojos. Sabía que le encantaba su pelo porque antes él solía cepillárselo, y disfrutaba deshaciéndole las gruesas trenzas y pasándole el peine hasta que no quedara ningún mechón anudado y los cabellos estuvieran chispeantes y relucientes como fuego. Con repentina decisión, dejó el espejo, se quitó el velo y el griñón y hurgó en el arcón en busca de una de las mallas de seda que él le había regalado y que ella nunca había usado. Sólo le llevó un momento enrollarse las trenzas y envolverlas en la malla; otro momento ajustarse la cinta de lino bajo el mentón y el fino borde superior en la frente. Tal vez con más práctica... Cogió el espejo y examinó el efecto. Suspiró; jamás sería una belleza; jamás sería como su primera esposa, si había de creer a Erwyna. Pero si a él le gustaban su pelo y sus ojos... ¿Y la nariz? Ladeó el espejo y se miró un poco de perfil. Tampoco estaba tan mal su nariz, si no se fijaba en las pecas que la manchaban por arriba. ¿Y la boca? Frunció los labios, probó una sonrisa, luego volvió a suspirar y dejó el espejo. No había ni una gota de esperanza para su boca, ni para las pecas que manchaban su tez, ni para su cuello tan largo. La túnica y el vestido estaban limpios, se los acababa de poner esa mañana; no había suciedad debajo de las uñas, ni manchas de barro en los zapatos. Una última comprobación de que la malla estaba en su lugar, y se sintió tan bien arreglada como podía estar. Se secó las palmas húmedas en la falda y bajó a ver qué deseaba Robert. Estaba donde Githa le había dicho que estaría, con John Rareton en su cuarto de trabajo. Las expresiones lúgubres que vio en sus caras le hicieron caer el corazón al suelo. Entrelazó los dedos para evitar que le temblaran. -¿Señor Wardell? ¿Queríais verme? Él se levantó y le ofreció su silla. -Señora, sí. John ha traído noticias de vuestro padre y hermano. Pensé que desearíais oírlas. Esperó a que ella se sentara y después se dio media vuelta y caminó hasta la ventana que daba al patio. Apoyando las manos en los maderos de cada lado, contempló las largas sombras de la tarde. Alyce lo miró, estremecida por la violencia que percibió dentro de él. De pronto le

pareció que faltaba aire allí, y el que había le quemaba la garganta y se negaba a entrarle en los pulmones. Sin poder hablar, volvió su mirada asustada a Rareton. -No, no, milady, no es lo que pensáis -se apresuró a decir él-. En realidad sir Fulk salió ileso del combate; vuestro hermano tiene una pequeña herida en el hombro izquierdo, pero se curará. Ya está curada, si es cierto lo que me dijo mi fuente de información. Ella cerró los ojos e inspiró muy profundo, luego dejó salir lentamente el aire. Montfort no le había mentido. Entonces volvió el pensamiento y con él más dudas. -Eso no es todo lo que supisteis. Él negó con la cabeza, visiblemente renuente a comunicarle sus secretos. Ella notó una fragilidad en él que la asustó; daba la impresión de que caminaba, hablaba y respiraba sólo por su fuerza de voluntad. -El resto no es tan feliz, me temo -dijo-. Los dos están prisioneros de Roger Mortimer, y es probable que sigan así durante un tiempo. Eduardo no ha aceptado rescates. Prefiere tener seguros bajo llave a los hombres de Montfort todo el tiempo que dure esto. Exactamente lo que le había dicho Robert. -¿Y es probable que esto dure mucho? Rareton se encogió de hombros. -No sabría decirlo, milady, nadie puede saberlo. Es una guerra brutal la que están librando y es probable que se haga más brutal antes que termine. Ella apretó más los dedos entrelazados, enterrándose las uñas en los dorsos de las manos. -Eso no es todo, ¿verdad? -dijo, al ver que Rareton se quedaba en silencio. Él retrocedió, inseguro. Robert se volvió hacia ellos, desde la ventana. -Díselo, John. Díselo todo -dijo, como si las palabras le salieran- duras penas por entre los dientes. Rareton tragó saliva y se pasó una nerviosa mano por la mejilla, con barba de unos días. Era tal el silencio que ella oyó el sonido de la barba al rasparle la mano. Él miró hacia otro lado, como incapaz de mirarla a la cara. Debajo del ojo derecho se le movía un músculo. -Díselo. El instinto la impulsó a estirar el brazo por encima de la mesa y ponerle la mano en el brazo. Era el único consuelo que ella podía ofrecerle, y tal vez el único que él podía ofrecerle a ella, permitirle que lo tocara. -Por vuestro bien, señor Rareton, y tal vez por el mío. Durante un momento él miró a la nada. Después, como una piedra de molino que se detiene lentamente, apretó las mandíbulas. -Han tomado Colmaine, milady. -¿Qué? ¿Colmaine? -Dejó caer la mano-. ¿Seguro que...? -Roger Lincoln y sus hombres. Han tomado Colmaine. Socavaron los cimientos de una esquina de la muralla. Cuando la muralla cayó, entraron y tomaron la torre del homenaje y a todos los que había dentro. -¿Sir Roger tomó Colmaine?

¿Qué esquina de la muralla habría zapado? Todos los muros estaban ruinosos, víctimas del tiempo y dc la avaricia dc sir Fulk. No habría sido mucho trabajo hacer un túnel bajo la piedra y provocar el derrumbe de una parte de la muralla. ¿Por qué no se habría limitado a echar abajo la puerta? No habían dejado a nadie en Colmaine para defenderlo mucho tiempo. ¿No habría sido más fácil eso? El cerebro le daba vueltas, agarrándose a detalles inútiles. Dc pronto dejó de girar y se detuvo en la pregunta cuya respuesta no deseaba oír. -¿La gente...? Mi gente... ¿Están...? ¿No intentarían resistirse, verdad? -Con cada palabra le fue subiendo la voz, más aguda, hasta ser sólo un chillido de pánico-. No tenían armas. Sólo había hombres ancianos, niños y mujeres. No había ningún soldado. Ninguno de ellos era soldado. Nuevamente le cogió la manga, pero esta vez para obligarlo a contestar, no para consolarlo. -¡Decidme que no lucharon! John Rareton negó con la cabeza. -No, milady. No lucharon, pero... -Se quedó callado, atragantado por las palabras. -¿Pero? -Pero sir Roger fue uno de los hombres que tomó Northampton, -La miró francamente a la cara, por primera vez. Ella vio brillar lágrimas en sus ojos. Cayeron sus últimas defensas y dejó brotar la horrible verdad-: Mi sobrina estaba en Northampton. No tenía por qué estar allí, pero había llevado una vaca al mercado. Una vez que se encontró dentro de las murallas no le permitieron salir. -Vuestra sobrina -dijo Alyce, temiendo saber el final de la historia, pero necesitada de saberlo de todos modos. -La hija de mi única hermana. -Se le contrajo la boca y le rodó una lágrima por la mejilla-. La mataron, milady. Los hombres de lord Eduardo la mataron junto con los demás cuando saquearon la ciudad. La cogieron, la violaron, la degollaron y la dejaron tendida en su sangre con las faldas levantadas hasta la cintura, como si no valiera nada para nadie. -Se le movió la mandíbula-. Esos son los hombres que tomaron Colmaine, milady. Los hombres de Eduardo, los asesinos de Eduardo. -Dios mío. -La voz le salió en apenas un susurro; no lograba hacer pasar nada por la garganta oprimida-. Oh, Dios mío. -Dios tuvo muy poco que ver en esto, milady -dijo Robert. Su voz cortó el quemante silencio como una espada a través de seda. Ella se volvió a mirarlo, pero no encontró ningún consuelo allí. Él tenía la cara como tallada en granito, sin expresión, aparte del peligroso destello de sus ojos. A ella se le levantaron las manos como movidas por voluntad propia, suplicando lo que ya sabía que él no le daría. -¿No se podría hacer algo...? Él negó con la cabeza. Ella bajó las manos a la falda. -No, claro que no. Nadie puede hacer nada, ¿verdad? -Yo sí puedo hacer algo -dijo Rareton, levantándose.

Su cara tenía los mismos surcos duros inmovilizados de la cara de Robert. En la mejilla le brillaba una lágrima, atrapada en la incipiente barba. De pronto, como si se hubiera vuelto loco, se inclinó sobre la mesa y de un manotazo tiró al suelo las plumas, el tintero y los pergaminos de cuentas. El tintero se quebró, salpicando tinta sobre los pergaminos, las esteras y el suelo. -¡John! Rareton estaba jadeante mirando el destrozo, los ojos enloquecidos, los labios estirados en una horrible sonrisa burlona. -Me uniré al ejército de Montfort, por Dios. Yo les enseñaré a esos hijos de puta asesinos. ¡Yo les enseñaré! -¡No seas tonto! -En tres pasos Robert estuvo a su lado; lo cogió por los hombros y lo hizo girarse hacia él-. Eso es una locura, John. La guerra es para los hombres que se han criado para eso, no para hombres como tú y yo. No vas a devolverle la vida a tu sobrina entregando la tuya. Rareton se zafó bruscamente de las manos de Robert y retrocedió tambaleante. -Nunca estuve de acuerdo con vos, Wardell. Os lo dije, ¿no os lo dije? Es a Montfort a quien deberíais haber apoyado, no a Eduardo, no a Eduardo! -Se pasó la manga por la boca para limpiarse la saliva-. No podéis impedírmelo. No estoy atado a vos. Robert hizo una ruidosa inspiración; abrió y cerró las manos tratando de calmarse. -No, no estás atado a mí. Pero es una locura de todas maneras. Rareton lo miró, miró a Alyce y se echó a reír. Alyce se estremeció. Así debían reírse los condenados en el infierno, fuerte, largo y amargamente. -Vos quisisteis saberlo, milady -dijo-. Me dijisteis que queríais saberlo. Un instante después, ya se había marchado. Sus pisadas hicieron un ruido sordo en la escalera; después se oyó crujir la puerta, luego un golpe al cerrarse, y Alyce quedó mirando a Robert en el repentino silencio.

Mil explicaciones se daban caza unas a otras en su cerebro, cien mil palabras, pero Robert no lograba coger ni una sola. Sin saber qué decir, estaba en medio del desastre dejado por Rareton, mirando a su esposa. Ella había palidecido, estaba tan pálida que se destacaban claramente las pecas en su piel. Tenía los ojos agrandados y asustados, mirándolo, con mil preguntas acechando en sus profundidades. Ella no era más capaz que él de dar voz a todo lo que quedaba sin decir entre ellos. Él no tenía el valor, y dudaba que ella tuviera la fuerza. Sus préstamos habían financiado a Eduardo y su ejército, su dinero había pagado las armas, los caballos y los hombres. Su dinero. El hecho de que hubiera otros que le habían dado mucho más no importaba. Tampoco importaba que Eduardo podría haber encontrado dinero en otra parte si él no se lo hubiera proporcionado, ni que los hombres de Montfort fueran tan capaces de violar y asesinar como los de Eduardo, ni que sir Fulk habría tomado las posesiones de sir Roger tan alegremente

como sir Roger había tomado las suyas. Lo que importaba era que él había reunido el dinero, él había hecho los préstamos, respaldado a Eduardo. Igual que Roger Lincoln, había socavado los cimientos del poder de la familia Fitzwarren y derribado todo lo que Alyce valoraba, dejando todo en un montón de escombros a sus pies. Con un gemido, Robert volvió a la ventana y contempló sin ver el sol, cuya luz crepuscular teñía de amarillo el techo de su sala grande. ¿Qué había hecho? Santa Madre de Dios, ¿qué había hecho?

Capítulo 19 Frente a la tormenta Dos días habían transcurrido desde que John Rareton regresara con la noticia de la desgracia en Colmaine; dos auroras, dos crepúsculos, dos desgraciadas noches sin dormir, y ahora una nueva aurora. Asomada a la ventana de su dormitorio, Alyce estaba contemplando el hermoso cielo azul de una mañana perfecta, y pensando qué raro era que todo pareciera tan... normal. El mundo debería haberse desorganizado en algo, por ejemplo los días hacerse demasiado cortos o demasiado largos, el sol salir por el oeste y ponerse por el este, algo distinto a ese paso y paso de las horas tan conocido. Su mundo estaba hecho escombros en el suelo. ¿Por qué, entonces, todo lo demás continuaba igual, como si nada hubiera cambiado y nunca fuera a cambiar? Bajó la vista al sonajero de plata que tenía en la mano. Pensativa, lo hizo girar entre los dedos, observando el juego de luces que se formaba en su brillante superficie. La noche anterior, Mary Townsend había dado a luz un robusto niño. A juzgar por el mensaje que envió invitándolos al bautizo esa mañana, William estaba tan feliz como si fuera su primer hijo, no el quinto. El quinto hijo. Se le contrajo el vientre en dolorosa envidia. Agitó el sonajero. Las piedrecillas encerradas dentro hicieron sonar la plata: pin pin pin. Pin pin pin pin. Valía la pena que hubiera algunos cambios después de todo. Un bebé, eso era lo que necesitaba. Cinco hermosos hijos y otras tantas hijas, por difícil que les resultara reunir dotes para todas. Tendría doce hijos si pudiera, y sin embargo su vientre estaba tan vacío como si todavía fuera soltera y virgen. Y vacío seguiría si continuaba exiliando a Robert de su cama. Volvió a agitar el sonajero, saboreando el sonido. Robert lo había mandado hacer hacía unas semanas. Habían batido la plata hasta convertirla en una fina lámina y luego trabajado la forma con exquisito esmero, con una T grabada en un lado y un pequeño pomo que un niño pequeño pudiera coger. Ella había anudado las cintas de seda en la base, pero era un regalo de Robert, no de ella. No habría tenido para qué gastar ni la mitad en el regalo puesto que él no iba a ser el padrino del niño, pero William era su amigo, además de colega. Robert no se había parado a calcular el coste de hacer algo que le parecía correcto. Pin pin pin. Suspiró y dejó a un lado el sonajero. Ay, si hacer lo correcto fuera siempre tan sencillo y claro.

Sabía que el apoyo de su marido a Eduardo había sido algo muy analizado, sopesado, medido y cortado con el ojo de un buen mercero para calcular los costes y los beneficios. Su matrimonio también formaba parte de esas mediciones. Había puesto en un platillo de la balanza el coste de casarse con ella, y en el otro la suma de los beneficios menos las desventajas, hasta estar seguro de que la transacción valía el precio de casarse con ella. ¿Habría hecho alguna vez, aunque sólo fuera una vez, esa misma operación respecto a lo que suponía para ella? ¿Habría puesto en un platillo lo que ella iba a ganar y en el otro lo que iba a perder? ¿Pensaría en el precio que ella iba a pagar por esa nueva vida que se le daba? Lo dudaba. ¿Qué hombre haría eso, si no un padre? Y su padre ni siquiera se había molestado en pensarlo; él pesó la plata que le forraría el bolsillo y el coste para el orgullo de la familia de casar a una hija con un mercader. La plata pesó más que el orgullo. Ella no había entrado jamás en los cálculos de sir Fulk. ¿Entonces por qué se resistía tanto a perdonar a Robert su elección cuando su padre había estado menos que inclinado a favorecerla a ella en las suyas? ¿Por qué no reconocer que era ella la que había ganado más, y que no podría haber impedido a sir Fulk ni a Hubert que se metieran en esa loca guerra, como tampoco podría haber defendido Colmaine de los zapadores de sir Roger? Era una tonta al pensar que Robert podría haber cambiado las cosas un ápice manteniendo su dinero en sus cofres en lugar de ponerlo en las manos de Eduardo. Y sin embargo... Apoyó la frente en el cristal de la ventana y miró la calle. ¿Qué quería? ¿Qué esperaba? Nada de lo que había ocurrido entre ellos la había hecho dejar de amarlo, y sin embargo... -¿Milady? Levantó la cabeza al oír la voz de Robert que la llamaba desde la escalera de la sala. La había estado esperando y estaría extrañado de que tardara tanto en bajar. Él llegó a la puerta de la habitación antes que ella. -¿Alyce? ¿Pasa algo? He estado esperando... -Lo siento. Guardé el sonajero y después no lograba encontrarlo. Lo levantó y lo hizo sonar, obligándose a sonreír despreocupada. Él ni lo miró; su mirada estaba fija en su cara, con una expresión inescrutable. -Tenemos que darnos prisa. Con el alboroto que hay en Londres, podríamos retrasarnos en las calles. No quiero perderme el bautizo a causa de eso. -Sí, por supuesto. Lo había olvidado. La noticia había recorrido Londres como una tormenta el día anterior. Las fuerzas de Enrique habían recuperado el control de los puertos confederados y de todas las tierras entre la costa y la ciudad. Ya se estaba preparando la primera tropa de la ciudad para acudir en ayuda de Montfort. -Iré a coger mi capa... -Yo la tengo -dijo él, enseñándosela-. No debemos entretenernos más. -No. -Tan cerca de él se sentía torpe y boba-. No, claro que no. Disculpad, yo... -No importa. Él le puso la capa sobre los hombros. ¿Fue sólo su imaginación o él dejó las manos

sobre sus hombros más tiempo del necesario? Levantó la cabeza y lo miró. Él desvió la vista, y se le movió un músculo en la mandíbula, como si estuviera masticando palabras no dichas para silenciarlas. -Robert... -No podemos entretenernos más tiempo, señora. Nos estarán esperando. -Sí -repuso ella, y sintió abatidos los hombros-. Sí, desde luego, tenéis razón. Robert le hizo un gesto para que caminara delante de él y la siguió por la escalera y hasta el patio como una sombra silenciosa y acusadora, El bautizo fue breve, el invitado de honor absolutamente molesto por su papel en la ceremonia. El pequeño David Townsend se agitó inquieto durante el exorcismo en la grada de la iglesia, chilló cuando la sal le tocó los labios y berreó a todo volumen y se orinó sobre el sacerdote cuando le quitaron la manta y lo metieron en la pila bautismal. Ni siquiera el consolador calor de su traje de bautismo bastó para calmarlo. Sus chillidos de enfado hicieron retumbar las vigas de la iglesia. Los invitados se reían y el orgulloso y algo legañoso padre alardeaba de lo robustos que eran todos sus hijos, con qué avidez se pegaban a la teta y con qué rapidez habían crecido. Robert escuchaba, muy consciente de la envidia que le roía las entrañas. Algún día, se repetía algún día tendría un hijo suyo; un hijo y una hija de ojos verdes. Finalmente Alyce aceptaría las cosas y lo invitaría a volver a su cama. Y entonces... Aplastó el pensamiento; le despertaba algo más que los sueños, y los pensamientos lujuriosos no eran aceptables en la iglesia ni aunque fueran con la propia esposa. Dejando que los criados los siguieran con los caballos, el grupo de invitados hizo a pie el trayecto entre la iglesia y la casa de los Townsend. William iba a la cabeza, impaciente, con su lloroso hijo metido en la curva de un brazo como una pieza de tela mal envuelta. Alyce se perdió en medio de las mujeres de los demás mercaderes; no lo miró ni una sola vez, sin embargo no la había encontrado ni fría ni distante antes... sólo preocupada. Preocupada v recelosa. No tuvo tiempo para pensar mucho en eso, porque las dos manzanas que separaban la iglesia de la casa de los Townsend las recorrieron muy rápido, pese a la confusión que reinaba en la calle. Londres se estaba preparando para la guerra, pero los invitados de William estaban más que felices de olvidarla por una vez y concentrarse en la celebración. -Bienvenidos, amigos, entrad -dijo William, abriendo de par en par la puerta. El pequeño señor David se apresuró a hacerse eco de la invitación. Acompañados por el berreo, tan fuerte que apagaba el ruido de pasos, las risas y las no pocas bromas a expensas de William, los invitados entraron en la casa. Encontraron a Mary repatingada en el enorme sillón de su marido, con los pies en alto y acompañada por su hijo mayor sentado en una banqueta. Sus mejillas redondas estaban un poquitín menos sonrosadas que de costumbre, pero aparte del fuerte bajón del vientre, no había nada que indicara que había dado a luz sólo unas horas antes. Al sonido de los gritos de su hijo menor, comenzó a incorporarse. William estuvo a su lado en un instante. -Toma, es a ti a quien necesita, no a mí. -Te dije que llevaras contigo a la niñera -lo reprendió ella, cogiendo el bultito del que William estaba tan deseoso de librarse-. Vamos, vamos, cariño, mi nene -lo arrulló-. Tranquilo. William dio unos pasos atrás, visiblemente aliviado de librarse de su responsabilidad.

-¡No tiene nada! No le pasa nada que no cure un vientre lleno. Y los pulmones le funcionan muy bien. Chilló tan fuerte como James en su bautizo -añadió orgulloso, revolviéndole el pelo a su hijo mayor. El niño sonrió y estiró el cuello para ver mejor a su hermanito. -Se meó en el sacerdote también. Con este ya son tres los que lo han hecho. La próxima vez tendremos que buscarnos otra iglesia. Una donde nunca haya llegado la mala reputación de los Townsend respecto a modales y bocazas. -¡Ja! -Mary se desató rápidamente los lazos de la parte delantera del vestido con una mano mientras con la otra hacía malabarismos con su airado bebé-. Voy a dormir boca abajo todo el próximo año, William Townsend, así que si quieres otro hijo, serás tú quien haga el trabajo de llevarlo y parirlo, no yo. Se descubrió un pecho hinchado de leche y puso al pequeño bulto en una posición más estratégica. Un instante después llegó por fin la paz. -Ah, esto está mejor, ¿eh, señor David? James, ve a buscarme una jarra de cerveza, por favor. Así dormiremos mejor Davey y yo después. Y dile a Agatha que comience a trinchar el asado. Tu padre está tan distraído que es capaz de rebanarse el dedo junto con la carne, y luego servir los huesos y tirar los mejores cortes a los perros. James se rió y corrió a cumplir las órdenes. Mientras los criados se movían de un lado a otro en los últimos preparativos para la comida, y su marido servía vino y cerveza con mano pródiga, Mary recibió con digno aplomo a sus invitados y los regalos que le llevaban. Alyce le entregó el suyo y luego se retiró al rincón del otro extremo de la sala con dos mujeres que, si Robert entendió bien, querían hablar de los secretos de la correcta preparación de anguilas en escabeche. En cuanto a él, sentía una extraña renuencia a hablar de bebés recién nacidos. Era un recordatorio demasiado cercano a lo que se requería para hacerlos. Fue el último en presentar sus respetos. Poniéndose una obligada sonrisa en la cara, hizo su inclinación ante Mary. -Debería haber sabido que seríais la señora de la fiesta cuando señoras inferiores estarían todavía en la cama, y agradecidas por ello. -Alguien tiene que vigilar a William -repuso ella-. Los bebés lo acobardan. Diestramente sacó la boca del bebé del pezón y lo trasladó al otro pecho-. Orgulloso como un obispo es mi William tratándose de sus hijos, pero que le echen baba, se agiten o se ensucien en sus pañales, lo pone tan impaciente por librarse de ellos como un perro de pulgas. Robert se echó a reír. -Y henos aquí que la señora Manson estaba hablando de contratarlo de niñera para sus dos hijos pequeños. Mary acomodó otro poco al bebé, se arregló el vestido sobre los pechos y después lo obsequió con una desconcertante y penetrante mirada. -No creáis que a mí me vais a engañar, Robert Wardell. -¿Señora? -dijo Robert, sorprendido. Ella miró alrededor para asegurarse de que nadie los oía, y continuó en voz más baja, por si acaso: -Sé que vos y vuestra buena mujer estáis reñidos. Y no, ella no me ha dicho ni una sílaba -añadió al ver su gesto enfadado-, pero yo tengo ojos en la cara, y veo que esa tontería le está rompiendo el corazón.

-Señora Towns... -Sois un hombre y un mercader, Wardell, lo cual significa que sois tozudo, estúpido y ciego. Pero con todo eso sois un buen hombre, y yo quiero demasiado a Alyce para dejar pasar esto sin decir algo. -No sabéis nada de... -Sé todo lo que necesito saber, que habéis apoyado a Eduardo mientras su familia y casa han sufrido a manos de Eduardo. -Una cosa no es causa de la otra -dijo él entre dientes. -Lo cual no impide que ella esté preocupada por eso. -No, pero... -No acabó la frase; ella tenía razón después de todo, aunque a él no lo hacía sentir mejor reconocerlo. -Lo que necesitáis es llevarla a la cama, Wardell. -¿Imponerme por la fuerza a mi esposa? Que me cuelguen si hago eso. -Y que os cuelguen dos veces si no lo hacéis. ¿Y desde cuándo es necesaria la fuerza si unas pocas palabras dulces pueden conseguir lo mismo? ¿Qué queréis? ¿Pasar el resto de vuestra vida viviendo como enemigos bajo el mismo techo? ¿Queréis hijos o no? Y sí, lo sé todo acerca de vuestra Jocelyn -añadió, con sus perspicaces ojos entrecerrados. -Señora Townsend... Mary... La rabia y un escalofriante terror le ataron la lengua, silenciando su protesta. -¿No sabéis que esas cosas suelen ser la comidilla de la ciudad Juraría que la mitad de Londres sabía o se imaginaba que ella os mantuvo alejado de su cama durante meses. No meses, años Nadie os culpó cuando al fin hicisteis valer vuestros derechos. Vuestra preciosa esposa era una niña malcriada, sin más sensatez que la de una gatita y poco útil para nada. Si quería dedicarse a sus oraciones debería haber entrado en un convento. -Jocelyn... -Era una tonta, pero Alyce no lo es. Es una mujer de carne y huesos que desea un marido y bebés igual que cualquier otra mujer. Pero nació y se crió para ser la esposa de un noble, no de un mercader. -Muy amable por decírmelo; si no, no me habría enterado. -No os burléis. Lo que quiero es ayudaros, por poco que os guste. -¿Qué sugerís que haga? ¿Que compre una poción amorosa y se la ponga en el vino? ¿O me meta un pene seco de carnero en los calzoncillos para que refuerce mi virilidad? Ella hizo un gesto despectivo con la mano. -Una sarta de supersticiones son esas cosas, todas. No soporto esas tonterías. Un vial de agua bendita y un poco de valor es lo único que necesitáis. Él no intentó discutir. Valor y agua bendita no bastarían para hacer volver a Alyce. Mary lo miró un momento, pensativa, y se reclinó en el sillón. -Creedme, Wardell, Alyce desea de vuelta a su marido, pero es tan orgullosa como vos y tiene mucho menos experiencia. Si vos mantenéis la distancia, ella mantendrá la suya, y no hay nada como mando y mujer en camas distintas para poner patas arriba una casa. ¿Es eso lo que queréis para este hermoso matrimonio?

Una cosa era discutir con un príncipe y otra muy diferente cruzar espadas con la esposa lengua afilada de William. Robert bajó los ojos. El niño David se había quedado dormido, su boquita rodeando protectoramente el pezón de su madre. Mary lo quitó de allí, le limpió la baba del mentón y se cerró el vestido. Él la observó pero lo que vio fue el pecho de Alyce hinchado y pesado su pezón rosado más oscuro, sensible por la succión de su bebé; del bebé de Robert, su hijo, los labios rosados todavía entreabiertos, saciado y quedándose dormido. La visión lo hizo estremecerse de anhelo de lo que nunca había tenido, de lo que aún podía ser si Alyce comprendía... y perdonaba. Pero que lo colgaran si se metía por la fuerza en su cama sin que ella lo invitara primero. -Pensáis que soy grosera y entrometida. Las palabras de Mary lo sacaron bruscamente de su ensoñación. Levantó la vista. -William se enfadará conmigo y me chillará si se llega a enterar de que os he dicho algo -reconoció-, pero cuando esta mañana le vi la cara a vuestra señora esposa, tan pálida y ojerosa, no pude soportar guardar silencio. -Lo miró a los ojos sin pestañear-. Os lo advierto, Wardell, si la dejáis escapar de entre vuestros dedos, seréis un tonto tan grande como algunos hombres que he conocido, y he conocido a unos cuantos. Robert retrocedió. -No me cabe duda de que los habéis conocido, señora. Seguro que sí. Pero penséis lo que penséis, no soy uno de ellos. Dijo eso osadamente, irritado por su intromisión. Pero mientras hablaba no pudo dejar de preguntarse si ella no tendría razón.

-Llevaremos percherones, mulas, nuestros caballos si es necesario. Carretas no, nos frenarán y serán un blanco demasiado fácil. William movió la cabeza y dejó en la mesa su jarra de cerveza. -Estás loco, Robert. Es imposible saber cuánto tiempo las fuerzas de Enrique van a controlar los puertos y los caminos desde aquí a Dover. Las mercancías están más seguras guardadas en diversos almacenes de las ciudades portuarias que arriesgarlas en un gran traslado a Londres. Allí hay menos oportunidades de que las perdamos todas. Una vez que se calmen las cosas podremos traerlas con bastante facilidad. Si el ejército de Montfort o una banda de ladrones te las quita en el camino, se perderán para siempre y nadie te pagará las pérdidas. -Maldita sea, William, no me has escuchado. Te dije que las dividiremos en varias remesas más pequeñas, y traeremos cada una por una ruta diferente cada vez. Además, las mercancías no están seguras en los almacenes. El propio Hensford me dijo que las reclamaría para él. En nombre de Montfort, estoy seguro, aunque los dos sabemos quién acabará más rico con ellas si lo hace. Alyce escuchaba la conversación en voz baja entre Robert y William pensando cuánto tiempo más tendría que estar sentada simulando estar interesada en la comida que tenía en el plato o en el vino de la copa que compartía con Robert. La fiesta de bautizo ya se acercaba a su fin, y los celebrantes estaban con los párpados caídos y bastante atontados por los excesos de comida y bebida, y ella estaba más que dispuesta para volver a casa.

Mary no se había quedado para la comida. Agotada, pero ciertamente complacida por el alboroto que había causado, se fue a la cama con su bebé tan pronto acabó su conversación con Robert. Alyce se moría de ganas de saber qué se habían dicho; ella los había observado desde su rincón mientras hablaban, preguntándose por qué estarían tan serios. Sin duda lo descubriría al final; Mary no era muy dada a guardar secretos. Ciertamente Robert no hacía ningún secreto de su loco plan de ir a retirar las mercancías guardadas en los almacenes de los puertos confederados. Había lanzado la idea mientras comían el cordero asado. Unos cuantos mercaderes se mostraron inclinados a ir con él, al menos al principio, pero a 1a larga serían las almas débiles las que ganarían. Pero Robert no iba a renunciar fácilmente. -Tenemos que traer esas telas a Londres mientras podamos -insistió-. Si no lo hacemos, lo que no robe Hensford lo robarán otros. Eso lo sabes tan bien como yo, William. William se rascó la nariz con la punta del pulgar, considerando algunas posibilidades. Demasiado vino y comida, además de una noche sin dormir, lo habían puesto espeso, pero no menos firme en sus objeciones, -Maldita sea, Robert, te has pasado. Hasta ahora te hemos seguido, pero esto... -Volvió a menear la cabeza. Al parecer ese suave movimiento le costó tanto esfuerzo como pensar-: No, esto es demasiado peligroso. Ahora tengo que pensar en mi nuevo hijo. Y en Mary, ¿y ella qué? ¿Cómo los voy a dejar solos estando Londres revolucionado y la mitad de sus hombres sanos fuera para luchar al lado de Montfort en lugar de quedarse en casa a atender sus asuntos? ¿Y si Enrique ataca Londres? ¿O, Dios no lo permita, Eduardo? -Tenemos la protección de Eduardo... William lo interrumpió con un bufido despectivo. -Mucho nos servirá eso cuando sus soldados echen abajo las puertas para violar a nuestras mujeres y asesinarnos como hicieron con la gente de Northampton. Para ellos, un mercader les parecerá igual a otro cualquiera, ciruelas maduras listas para recoger. No se pararán a preguntar de qué lado estamos. Alyce se estremeció. En Northampton tenía que haber habido partidarios del rey y de Eduardo, igual que en Londres. ¿Habrían salido ilesos cuando los hombres de Eduardo entraron a saquear, violar y quemar? ¿O cayeron víctimas de la furia de los soldados también? «Hazle caso, Robert. ¡Hazle caso!» Pero no dijo una palabra. La decisión era de Robert, no de ella. Pero no se arriesgaba él solo. No, ciertamente el riesgo no era de él solo.

El riesgo no era de él solo. Esas palabras le daban vueltas y vueltas en la cabeza como cuervos sobre un animal muerto, negros, feos, ineludibles. En la habitación contigua alguien habló dormido. Otro estaba roncando, con un retumbo bajo que apenas se oía. La mayoría de las noches no hacía caso de esos conocidos sonidos apagados. Esa noche le machacaban los oídos como piedra sobre piedra. Metió la cabeza bajo la almohada para amortiguar un poco el ruido. En lugar de la sábana suave, su mejilla rozó la tela áspera del colchón. Había dado tantas vueltas que las

sábanas estaban arrugadas debajo de ella o enredadas entre sus piernas, en lugar de estar decentemente en su lugar. La cama le parecía inmensamente vacía. Hacía rato que Hilde se había marchado; gruñendo por las vueltas y vueltas de ella en la cama, cogió su almohada y salido en busca de un lugar más tranquilo para dormir. Detrás de ella salió Maida, pero sólo después de decirle que prefería dormir en la calle antes que soportar una noche más de malos tratos. Además, le dijo, ella debería dormir con su marido, y no con dos viejas que en otro tiempo le limpiaban los mocos de la nariz y le lavaban la cara sucia, y que si no tenía la sensatez de ver eso quería decir que era ella la que tenía que pensar en dormir en la sala de abajo, no ellas. Alyce las echó con viento fresco a las dos y después se compadeció de sí misma y se sintió bastante extraviada. Con un gran esfuerzo, tiró hacia un lado la almohada y se dio la vuelta hacia el otro lado, llevando con ella las mantas. Cerró los ojos y se ordenó dormir. Tuvo la impresión de que la oscuridad se la tragaba entera, pero no le trajo olvido. La decisión era de él, pero el riesgo no de él solo. La decisión de él... Echó las mantas hacia un lado y se sentó. ¿Era de Robert la decisión? ¿Tenía él el derecho a arriesgar tanto con ese loco plan? Las leyes de Dios y del hombre decían que sí, pero el destino de ella estaba inextricablemente unido al de él. Su éxito era el de ella, y su fracaso... ¿Fracasaría? ¿Estaba él equivocado y los demás tenían razón? ¿O él veía con más claridad que los demás? Era osado, eso lo sabía. Inteligente, listo, excelente estratega, de voluntad fuerte, resuelto. ¿Bastaría eso? Si quería triunfar necesitaba esas cualidades y otras más. La ayuda de Dios, y necesitaría suerte también. Y tal vez otro par de manos. Con repentina decisión, se bajó de la cama, buscó a tientas la túnica y los zapatos; encontró la vela que estaba en el arcón junto a la cama y la encendió. Como siempre, Githa había puesto su jergón atravesado fuera de la puerta y se despertó cuando ella la abrió. Con un gesto le ordenó silencio. La muchacha la miró pestañeando un momento, luego, obedientemente se acomodó para seguir durmiendo. Nadie más se movió cuando ella atravesó la habitación. Bajó la escalera y se dirigió a la bodega. A la luz de una sola vela en medio de la oscuridad, los pesados barriles de vino arrojaban enormes sombras amenazantes. Alyce se desentendió de las sombras; no eran los demonios ocultos en rincones oscuros los que temía. Con todo cuidado llenó una jarra de vino, se metió una copa el bolsillo de la túnica y se dirigió a la sala. Ninguna de las formas dormidas tendidas junto a las paredes de la sala hizo el menor murmullo a su paso por ella. Una vez fuera, hizo varias respiraciones profundas, agradeciendo el aire fresco de la noche. Los techos de los edificios que la rodeaban formaban nítidos trazos negros de raros contornos perfilados contra el cielo estrellado, pero el patio era un pozo de tinieblas. No se veía ninguna luz en el cuarto de trabajo donde Robert había hecho su cama, pero vio una débil franja dorada vertical en el sitio donde debía estar su cámara fuerte. Todavía estaba despierto entonces. No podía haber nadie más allí a esa hora de la noche. Eso haría más fáciles las cosas. No habría querido despertarlo si estaba durmiendo. Con la jarra de vino en una mano y la vela en la otra, bajó la escalera hasta su cámara fuerte y golpeó suavemente la puerta.

-¿Señor Wardell? No hubo respuesta. Golpeó más fuerte. -¿Robert? Se abrió la puerta. Él llenó todo el espacio, mirándola con ojos que brillaban en la oscuridad. -¿Qué demonios hacéis aquí a estas horas de la noche? Deberíais estar en la cama durmiendo. Su voz sonó áspera, como si hubiera perdido la costumbre de usarla. «No podía dormir sin ti», pensó ella, pero no lo dijo. Le enseñó la jarra de vino. -Os he traído vino. Silencio. -No tengo copa-dijo él al fin. -Yo tengo una, pero en el bolsillo, y no puedo sacarla si me tenéis aquí en la puerta. Por un momento, un largo y doloroso momento, temió que él la rechazaría. Pero no, él hizo una honda inspiración, espiró lentamente v se hizo a un lado. -Entrad entonces, si es necesario. Ella entró, agachando la cabeza al pasar por su lado, para no mirarlo a los ojos. Robert tuvo que reprimir el impulso de estirar la mano para tocarla al pasar. Cerró la puerta, dejando fuera la oscuridad. -Si habéis venido a tratar de convencerme de que no vaya a recuperar mis posesiones, perdéis el tiempo. -No he venido a eso. -Dejó la jarra y la vela en la mesa-. Y no tenéis por qué seguir así apoyado en la puerta. Robert no se movió. Le gustaba sentir el sólido roble en la espalda. A ella le atrajo la atención la pieza de terciopelo verde musgo que estaba extendida sobre la mesa. -¡Qué tela más preciosa! Cogió una esquina y la frotó entre el pulgar y el índice, después pasó delicadamente la mano por su lustrosa superficie. A él se le movió la verga. Recordaba exactamente la sensación de su mano rozándole la piel. -¿Es flamenca? -¿Qué? -Desvió la mirada de sus manos-. ¿Qué habéis dicho? -Os pregunté sí es flamenca. -Veneciana. No dijo más, temeroso de fiarse demasiado de su lengua. Que ella interpretara como quisiera su laconismo. Ella bajó la cabeza, y él se sintió atenazado por el remordimiento. -La compré en Ypres la última vez que estuve allí -añadió, con voz menos dura. No se había equivocado, el terciopelo era del mismo color de sus ojos-. Pensé llevárselo de regalo a

la reina. Ella retiró bruscamente la mano. -Ah, lo siento. No era mi intención... -Pareció marchitarse bajo su mirada fija-. Incluso una reina se sentiría muy complacida con un regalo así, seguro. El terciopelo le quedaría mejor a ella que a la reina, estaba seguro, pero Alyce jamás pediría un regalo tan caro. Retuvo el aliento al imaginársela vestida con esa tela regia, sus cabellos sueltos cayéndole en la espalda en una erótica cascada de rizos sedosos, sus ojos... - ¡Maldita sea! -exclamó, acercándose bruscamente a la mesa. Cogió el terciopelo, lo metió en el arcón más cercano y cerró la tapa de un golpe-. No habéis venido aquí a hablar de las sutilezas de una pieza de tela. Ella alzó el mentón. -No. -¿Qué entonces? -Iré con vos. No dijo «¿Puedo ir?», no, sino , «Iré». Él no necesitó preguntar: «¿Adónde? ». -No iréis. -Pues sí, iré. -Como si eso lo dejara decidido, tranquilamente sacó la copa del bolsillo y la llenó, luego se la pasó-. Tomad. Él frunció el ceño, irritado por su certeza. -No quiero vino. Ella se encogió de hombros y bebió un trago. Él le observó el movimiento de la garganta cuando tragó. Cuando sacó la lengua para coger una gota que le quedó en el labio superior, él sintió un tirón en las ingles. -Es buen vino -dijo ella y le ofreció la copa. Él vio la marca oscura en el borde donde ella había puesto los labios. -No vais a ir. Ella ni siquiera pestañeó. -¿Y si los hombres de Montfort recuperan el control mientras tanto? -No lo recuperarán. -¿Pero y si lo recuperan? -Entonces yo me las arreglaré. Pero vos no iréis. No le fue fácil decir las palabras. Podría hacerle el amor allí mismo, sobre la mesa. Sería muy fácil. Dejar a un lado la copa, levantarle la falda y hacerle el amor con locura, con pasión salvaje, y al infierno con todo lo demás. Lo peor de todo era que al parecer ella estaba pensando exactamente lo mismo. No dejaba de lamerse los labios y mirar la mesa como si estuviera sopesando las posibilidades. Pero eso no le impidió presentar sus argumentos. -Si no me lleváis con vos, yo os seguiré por mi cuenta. -Milady...

-¡No! -exclamó ella echando chispas verdes por los ojos-. Ya no soy milady. Soy Alyce, o señora Wardell o esposa, pero no soy lady Alyce. -Dejó la copa sobre la mesa con un golpe. Este es mi hogar ahora, no Colmaine. Esta es mi vida -hizo un amplio movimiento con el brazo como para abarcar todo Londres-, y si creéis que podéis meterme en un arcón y cerrar la tapa como si yo sólo fuera una pieza de tela entonces, señor, estáis equivocado. No permitiré que me hagáis a un lado, ni que me ignoréis ni que me tratéis como si yo fuera incapaz de comprender nada aparte de la correcta disposición de las copas de vino en una mesa de banquete. Robert tuvo la impresión de que ella deseaba convencerse a sí misma tanto como a él, pero eso no la refrenó. -Este plan vuestro es una locura. ¡Una locura! Pero si vais a ir a pesar de todo, yo iré con vos. Soy vuestra mujer, Wardell. No vuestra criada ni vuestra amante, sino vuestra esposa... -Milady... ... y lo que hacéis me afecta a mí y a mi futuro tanto como a vos y a vuestro futuro. Estamos unidos, por poco que os agrade... -¡Alyce! -Estiró los brazos para abrazarla pero ella retrocedió. -¡O me agrade a mí! -exclamó ella alzando el mentón, altiva. Dicho eso, y antes que él pudiera detenerla, se giró, abrió la pesada puerta y desapareció en la oscuridad. El no intento seguirla. Durante lo que le pareció una eternidad quedó donde estaba, contemplando la puerta abierta, sus pensamientos girándole en la cabeza como guijarros en un arroyuelo azotado por una tempestad. Una repentina corriente de aire trío lo sacó al fin de su ensimismamiento. Cerró la puerta y se dejó caer cansinamente en su sillón. El vino que había dejado Alyce en la copa le pasó por la garganta en un solo trago. Sirvió más, pero no hizo el menor esfuerzo por beberlo; se quedó contemplando fijamente la llama de la vela que había dejado allí su mujer. En un cegador momento de percepción, comprendió que todos sus planes tan cuidadosamente trazados de cómo sería su matrimonio se habían torcido como una pluma golpeada por el viento. Sin pretenderlo, sin siquiera haber considerado la posibilidad, había hecho exactamente lo que jurara no volver a hacer jamás: enamorarse. Se había enamorado de Alyce.

Capítulo 20 Encuentros en el camino Cuando Robert salió por la puerta de la casa Wardell dos días después, Alyce iba con él, con un pequeño lío con ropas atado a su silla y una daga en la vaina que colgaba de su cinturón. Detrás de ella salieron una docena de percherones y mulas con serones vacíos, media docena de guardias contratados y todos los hombres sanos y robustos de entre los empleados de Robert que no eran necesarios en Londres. La cabalgata daba la impresión de un grupo triste, comparada con la gente entusiasmada que se veía por las calles. Londres estaba en modalidad marcial y confiada en la victoria. Los hombres que aún no habían partido a unirse al ejército de Montfort se estaban reuniendo bajo la dirección del propio lord alcalde, y toda la gente parecía deseosa de ir a despedirlos y desearles buena suerte. La gente fluía hacia el puente de Londres como agua; los riachuelos y arroyuelos de los callejones y calles secundarías dejaban su carga humana en las avenidas principales, las cuales a su vez desembocaban en el enorme puente de piedra que cruzaba el Támesis y conducía a Southwark y la costa. La marea humana los empujaba por las calles llevándolos hacia el puente como trocitos de madera, y continuaba girando alrededor, olvidada de su existencia. Alyce trataba de mantenerse cerca del estribo de Robert, no quería perderlo de vista en la multitud. Los demás, frenados por los animales que venían tirando, no alcanzaban tan rápido. Cuando de tanto en tanto se levantaba un poco en la silla para mirar hacia atrás, veía a sus hombres, solos, de a dos y de a tres, atrapados en la muchedumbre y maldiciendo el alboroto. Robert iba indiferente a ellos, demasiado ocupado en avanzar como para preocuparse de lo que ocurría detrás de él. Sus hombres conocían el camino, al fin y al cabo, y les darían alcance cuándo y dónde pudieran. Alyce miraba alrededor, curiosa y un poquitín nerviosa. Jamás había puesto los pies en el puente de Londres. Este había resistido a innumerables tormentas y riadas, llevando sobre su lomo a la mitad de Inglaterra, pero ella no lograba desechar del todo la idea de que iba suspendida en el aire con sólo unos cuantos palmos de piedra y mortero entre ella y las frías y grises aguas de abajo. Sin embargo, nada podría ser más vulgar que la cara que el enorme puente presentaba al mundo que pasaba por encima. A cada lado había una hilera de casas enmaderadas, estrechas y de varias plantas, una tras otra, tocándose, dando la espalda al río, sus fachadas muy semejantes a las de cualquier calle de tiendas de Londres. Los vendedores ofrecían empanadas de carne, chucherías y cerveza. Los niños brincaban por en medio de la multitud; los caballos piafaban y relinchaban, golpeando la piedra con sus patas herradas; las carretas crujían, los bueyes mugían, y daba la impresión de que la mitad de la gente gritaba. De todos

modos, nada apagaba el sordo rugido del río al pasar por entre los enormes estribos de piedra que sostenían el puente y a toda la humanidad que llevaba encima. Presionando con las rodillas, Alyce guió a Graciela hasta ponerla más cerca del caballo de Robert. No logró reunir el valor para pedirle que cabalgara más cerca del centro del puente, pero se las arregló, con dificultad, para no cogerse de su manga. Era una mujer adulta y casada, se reprendió, demasiado mayor para permitirse el infantil consuelo de agarrarse de alguien. Un ancho espacio entre las casas le ofreció la primera visión clara del río y de la orilla de Southwark, con su laberinto de almacenes, tabernas y burdeles. Allí el río era más ruidoso, su voz menos camuflada. Un montón de niños estaban subidos en el muro bajo que marcaba la orilla del puente, indiferentes al peligro, resueltos a tener una buena vista del ejército de Londres cuando pasara por allí. Alyce se estremeció, recordando el alegre relato de Piers de su paso por debajo del puente y las macabras historias sobre aquellos que quedaban atrapados en el abrazo del río. El sonido de cuernos la arrancó de sus lúgubres pensamientos. Aumentó el volumen del bullicio y de la muchedumbre; los que venían detrás avanzaban empujando, obligados a dejar paso al lord alcalde con el ejército de londinenses que lo seguía, con sus pendones ondeando al viento. Thomas Fitz Thomas venía a la cabeza de su variopinto batallón, su figura soberbia en su ropa elegante y una apropiada expresión severa en la cara. Detrás de él venía un destacamento de hombres montados, en su mayoría mercaderes con uno que otro caballero aquí y allá, de los que aún no habían sido arrastrados a la refriega. A juzgar por las expresiones de los hombres con armadura, Alyce supuso que eran caballeros sin tierra que habían esperado para ver quién pagaba más por sus servicios antes de enrolarse. Detrás de ellos venían los comerciantes de menor importancia, trabajadores y gente de Londres, algunos montados, la mayoría a pie. Algunos llevaban cota de malla o yelmos metálicos anticuados. Otros llevaban armadura hecha de cuero hervido, amoldado y secado para darle dureza. El cuero no era tan bueno como el acero, pero sí mejor que los chalecos acolchados y los gambesones forrados en lana que poseían otros. La mayoría no llevaba ningún tipo de protección. Por lo menos había un buen número de arqueros, puesto que las leyes de Londres exigían que sus ciudadanos varones se entrenaran con el arco y la flecha. Ellos estarían detrás del ejército, para disparar por encima de las cabezas de los otros, y protegidos así por la distancia, ya que no por la cota de malla. Pero aquellos menos afortunados o no tan entrenados se enfrentarían a caballeros montados y con armadura de acero sin otra cosa que una túnica de lana para protegerse de las flechas, espadas y lanzas del enemigo. Entre los cientos de hombres que pasaron, Alyce vio algunos hombres duros de cara triste que evidentemente sabían lo que les aguardaba, soldados veteranos llenos de cicatrices que se habían establecido como tenderos, carniceros o herreros hasta que esta guerra los llamó nuevamente a la refriega. Otros iban con expresiones solemnes, sin duda asustados, pero resueltos a luchar de todos modos. Pero algunos... Alyce sintió que le subía bilis a la garganta. Algunos eran muchachos, de ojos brillantes por el entusiasmo, encendidos por visiones de gloria y demasiado jóvenes y tontos para saber lo que les aguardaba. Pero las mujeres que dejaban atrás tenían menos ilusiones. Pálidas, con los ojos agrandados, tratando de ser valientes, iban pegadas a ambos lados del ejército, gritando a sus

maridos, hijos y novios que se cubrieran la cabeza para protegerse de la lluvia y mantuvieran los pies secos y volvieran a casa pronto y a salvo. Algunas venían con bebés en brazos o llevaban de la mano a niños pequeños, los cuales, confundidos por la multitud y el bullicio, se balanceaban en las puntas de los pies, se tambaleaban y tropezaban, tratando de seguir el paso de los demás. Los niños mayores gritaban entusiasmados o corrían llorando, chillando contra lo que no lograban entender. Detrás de ellos venían ancianos arrastrando los pies, orgullosos de despedir a sus hijos y nietos, y jactándose de sus proezas, como si las proezas solas fueran suficiente protección de los peligros de la guerra. A Alyce se le fue helando la sangre mientras veía pasar cl ejército de Londres. Robert tenía razón. Montfort bien podría ganar esa guerra suya, pero sus partidarios londinenses morirían si se aventuraban en la lucha. Los hombres de Londres no iban marchando hacia una batalla sino hacia un baño de sangre. Consumido por la ira ante esa locura, Robert miraba sin ver el paso de los hombres. Que Fitz Thomas y los otros se burlaran de lo que llamaban su cobardía; deberían haber dejado la lucha en manos de los que habían sido formados para eso. ¿Cuántos de esos hombres no regresarían a sus hogares? ¿La décima parte? ¿La mitad? ¿Más? Demasiados, fuera cual fuera el número; tantos, que al final enterrarían a los muertos en fosas comunes, anónimos, olvidados, pues los supervivientes estarían ansiosos por ponerlos bajo tierra antes que empezaran a hincharse y apestar. ¿Y entonces quién cuidaría de las esposas, hijos y padres ancianos que quedarían abandonados? ¿Una ciudad ingrata que prefería ver morir en la calle a un huérfano antes que sacar una moneda para alimento? Un grito de Alyce lo sacó de sus negras elucubraciones. Tardó un momento en distinguir al hombre que salió de las filas de aspirantes a soldados y se estaba abriendo camino por entre la muchedumbre en dirección a él. Espoleó su montura para acercarse. -¡John! Buen Dios, hombre, no me imaginé que te vería. Rareton frenó su caballo delante de él. -Ni yo a vos, Robert. Milady. -Hizo una brusca media inclinación hacia Alyce, visiblemente incómodo por verla nuevamente-. ¿Habéis venido a despedirme? Robert negó con la cabeza, pesaroso al reconocer que por estar tan absorto en sus problemas no había dedicado mucho tiempo a pensar en los de su administrador, su ex administrador. -No. -Encontrando muy cortante esa negativa, añadió : Voy en dirección a la costa a retirar mis telas, y las de los demás, si puedo. Si esa verdad le dolió, Rareton no dio señales de ello. -Comprendo. Robert apretó la mano en la rienda en un inútil puño. -Abandona esta locura, John. Eres comerciante, no guerrero. No tienes más gusto por las batallas que yo. Ni siquiera como un cachorro que acaba de aprender a aullar. -Es cierto -asintió Rareton-. Pero mejor esto que luchar con los hombres de Eduardo en las calles de Londres. -Él no va a... -¿No? -Rareton se encogió de hombros-. Tal vez no, pero preguntad a la buena gente de Northampton si creían que lo enfrentarían, o a la gente de Colmaine.

Ahogando una exclamación de protesta, Alyce acercó a su yegua al caballo de Rareton y se ladeó en la silla para ponerle la mano en el brazo. -Un hombre más o menos en el ejército de milord alcalde no cambiará nada, señor Rareton. Se os necesita aquí. Montfort jamás sabrá si fuisteis o no. -No, milady, él no. -Suavemente le quitó la mano de su manga-. Pero yo sí. Recogiendo sus riendas, hizo virar el caballo y se alejó. Robert espoleó su caballo y lo siguió, indiferente a la gente que los rodeaba. -¡John, espera! Rareton se detuvo de mala gana. -Cuídate, y vuelve con nosotros, John. Tu puesto te estará esperando cuando regreses. Rareton se limitó a ladear la cabeza en gesto de reconocimiento, pero sin comprometerse. -Cuidad de vuestra señora, Robert -dijo al fin-. Los caminos entre Londres y la costa no están seguros, sean cuales sean los hombres que los controlan. -Titubeó, miró hacia Alyce, y añadió-: Sois un tonto al llevarla con vos. Dicho eso se alejó y desapareció, tragado por la muchedumbre que llenaba el puente de Londres, en dirección a lo que fuera que lo esperaba.

Alyce miró furiosa al servil anciano que estaba delante de ellos, y reprimió una maldición. Se había imaginado que el viaje sería arduo; había esperado sentirse mojada, cansada y hambrienta, pasar días sin cambiarse la ropa interior, dormir en camas mohosas e incómodas y comer lo que hubiera en alguna taberna o posada de carretera; pero lo que no había imaginado era sentirse furiosa, tan furiosa que con gusto le habría arrancado los cabellos al viejo si el tiempo y la naturaleza no se hubieran encargado de hacerlo antes. -¿Qué quieres decir con que han desaparecido? –preguntó ¿Cómo pudieron desaparecer todas las mercancías del señor Wardell? Gudolf, el calvo guardián del almacén, cuya responsabilidad era vigilar las mercancías almacenadas, hizo una mueca zalamera. -Pues sí, señora. Eso es todo. La semana pasada estaban las cosas. Yo sólo fui a comer y beber algo, veréis, y cuando volví... -Se encogió de hombros, abrió las manos enseñando las palmas, todo un cuadro de agravio e inocencia desdentada-. La puerta estaba rota y no había ni un sólo saco de tela ni de lana, ni un barril de sal... ¡suass! Simplemente así. -Simplemente así -repitió Robert. Alyce nunca había oído más abatida su voz. -Sí -asintió Gudolf-. Simplemente así. Alyce cerró los ojos; no soportaba continuar mirando esa cara grasienta y gris. Robert había tenido razón al insistir en hacer esa loca expedición. En Dover habían encontrado las mercancías intactas; en Romney sólo recuperaron la mitad de lo que había almacenado; en Rye encontraron parte de las telas estropeadas por la humedad y los ratones, y ahora, en Winchelsea, el almacén estaba vacío, la mercancía robada si por vulgares ladrones o por representantes de Montfort, Gudolf no sabía o no quería decirlo. En cualquier caso el resultado era el mismo: las mercancías no estaban y nadie sabía dónde podían estar.

Se obligó a abrir los ojos, pero cuando desvió la vista de Gudolf, lo único que vio fue el espacio vacío donde deberían estar los fardos con las valiosas piezas de terciopelo envueltas en lino. Robert sólo soltó una maldición y salió del almacén. -De verdad, señora -gimoteó Gudolf-, yo no podía hacer nada una vez que desaparecieron las cosas. El señor Rupert, el dueño de este almacén, se irritará tanto... -Como estarás tú cuando lo sepa -ladró Alyce-. Te pondrá en la calle. Pero sólo después de una buena paliza, que es lo menos que te mereces. Ella misma le habría administrado la paliza si hubiera podido, pero algo en la mirada furtiva del viejo le dijo que ni le darían una paliza ni lo despedirían. No le cabía duda de que ese señor Rupert Nosecuántos sabía mucho más sobre la desaparición de las mercancías confiadas a su cuidado de lo que querría reconocer jamás. -Veréis, señora... Con una exclamación de repugnancia, ella giró sobre sus talones y siguió a Robert. Cuando salió vio a los hombres atareados poniendo coberteros de cuero engrasado sobre las horriblemente livianas cargas de los percherones. La llovizna de la mañana no daba señales de escampar, y sería tonto arriesgar lo que habían logrado recuperar. Si Robert se sentía decepcionado, furioso o frustrado, era imposible saberlo por su expresión. Con el rostro impasible estaba junto a la cabeza de Graciela, esperando pacientemente para ayudarla a montar. Alyce se detuvo, ceñuda. -¿No os iréis a marchar, verdad? ¿Así? ¿No podéis hacer algo para...? -No hay nada que pueda hacer. No en este momento. -Su expresión adquirió frialdad y dureza-. Un mercader debe esperar tener pérdidas de vez en cuando. El vigilante del almacén, que también había salido y estaba al lado de ella, movió la cabeza asintiendo. -Eso es, señor. Veo que sois listo y entendéis... -¡Calla, imbécil! -ladró Alyce, con tanta violencia que el hombre agachó la cabeza y retrocedió a una distancia prudente. Luego se giró hacia Robert-. ¡Pero es que estas eran vuestras telas, Robert! Vuestras, del señor Townsend y... -Y de otros cuantos, señora. Y todo está perdido. No tenemos tiempo para derrochar tratando de encontrar lo que no vamos a encontrar. Enrique y Montfort se están acercando a Lewes, o eso dicen los informes. Si se encuentran... -Se encogió de hombros-. Es mejor aceptar esta pérdida ahora que quedarnos más tiempo aquí y arriesgarnos a perderlo todo en el camino. Vamos. -Le hizo un gesto como el de un adulto que llama a un niño tozudo-. No hay nada que hacer aquí y no quiero perder más tiempo. Alyce alzó el mentón. -Mi padre no se marcharía -dijo. No había sido su intención decir eso; las palabras le salieron antes de pensarlas. Vagamente vio a los hombres de Robert, algunos mirándola boquiabiertos como peces atontados, y los demás simulando estar tan ocupados en sus tareas que tenían que haber oído el insulto en su desafío. Robert fue el único que pareció no afectado. Se limitó a coger el estribo de Graciela y sostenerlo como si esperara que ella pusiera el pie allí en cualquier momento.

Ella suspiró, avergonzada y furiosa, y tan frustrada que le costó un gran esfuerzo no soltar una sarta de maldiciones. Se obligó a relajar los hombros, se le acercó y se dejó ayudar a montar. Sabía que debía pedirle disculpas, ofrecerle alguna explicación, pero su orgullo se lo impidió. El viaje los había agotado a todos, agriando los humores y poniendo malhumorado incluso al de mejor carácter. Las lluvias de primavera, el lodo y el peligro de guerra, encima de las desalentadoras pérdidas, los tenía a todos con los nervios de punta, tanto que hasta la más leve irritación provocaba maldiciones y ocasionales peleas entre los hombres. En medio de todo eso, Robert había sido una presencia serena y distante, tan concentrado en la tarea que se había impuesto que todo lo demás se reducía a insignificancias. A veces, creía ella, incluso se olvidaba de que iba con él, su cerebro de mercader demasiado absorto en los problemas que se le presentaban como para preocuparse por un detalle tan vulgar como una esposa. Pero no era que la desatendiera. Siempre cortés y atento, se preocupaba de que ella estuviera lo más cómoda posible dentro de lo que permitían los caminos y alojamientos, pero no decía ni una sola palabra que no fuera absolutamente necesaria, jamás la tocaba si podía evitarlo, y no revelaba nunca lo que estaba pensando. Igual podrían haberse quedado en Londres, porque nada había cambiado entre ellos. Nada. Alyce bajó la vista para mirarlo; lo único que veía de él era su cabeza morena inclinada, comprobando que la cincha estaba bien. En sus cabellos brillaban gotas de lluvia. Le hacía falta un corte de pelo. Recordó la última vez que se lo cortó, ¿cuánto tiempo hacía? ¿Semanas? ¿Un mes? ¿Más? Antes de que se abriera el abismo entre ellos, ciertamente. Lo recordaba todo muy bien. Riendo y bromeando lo sacó a rastras de su trabajo, lo llevó al dormitorio y lo hizo sentarse en una banqueta delante del hogar sin encender. Allí, con sus tijeras de bordado le fue recortando y dando forma a sus rizos rebeldes hasta dejarlos en ordenadas ondas alrededor de la cabeza. Como a una oveja, le dijo; él se rió, simulando estar ofendido, y le aseguró que no era una oveja sino un carnero fuerte, y estaba más que dispuesto a demostrárselo si ella lo dudaba. Y el corte de pelo acabó, como solían acabar siempre esas cosas, con los dos haciendo el amor sobre la mullida alfombra de Castilla. Sin pensarlo le pasó los dedos por los tupidos rizos, dispersando las gotas de lluvia. Él levantó la cabeza y la miró sorprendido; y se apartó. -Acabo de fijarme... ya es hora de que os corte el pelo, señor Wardell -dijo, introduciendo un tono alegre en su voz. -¿Sí? Incluso bajo la barba de una semana ella vio el rubor que le subía a las mejillas. Por un instante él la miró a los ojos, cortándole el aliento con la intensidad de su mirada, y después bajó las oscuras pestañas. -Estoy en necesidad de muchas cosas, señora -le dijo, en voz tan baja que ella casi no le oyó-. Y todas tendrán que esperar. Sin decir otra palabra, sin otra mirada, se dio media vuelta, saltó a su caballo y lo puso a trote rápido, sin preocuparse de si su mujer y sus hombres lo seguían.

Se despejó la niebla de la mañana, pero sólo para traer viento; el viento se intensificó, aparecieron nubarrones negros, y los nubarrones empezaron a arrojar una lluvia fría que convirtió el camino en traicioneros pantanos. La conversación se hizo imposible. La mayor parte del tiempo Alyce no sabía quién cabalgaba a su lado. La lluvia hacía borrosas las caras;

incluso apagaba los colores, convirtiéndolos en diversos matices de grises, que casi no se distinguían de la lluvia torrencial. No le mejoró el humor el hecho de que Robert se mostrara tan tozudo como cualquier hombre resuelto a salirse con la suya. Pasaron por tres pueblos pequeños, y las tres veces él se negó a detenerse a preguntar por alguna casa señorial donde pudieran encontrar alojamiento, prefiriendo atenerse al plan original, indiferente al tiempo y al creciente cansancio de los caballos y de ellos mismos. Se encontraron con varios destacamentos de hombres armados. Aunque los hombres de cada grupo miraban recelosos a los del otro al cruzarse, nadie estaba de ánimo para iniciar una pelea. Los principales ejércitos iban en dirección oeste, hacia Lewes, y nadie quería desafiar a pelear a un mercader con sus mojados acompañantes. Durante todo ese trayecto ella mantuvo la boca cerrada, pero no le resultó fácil. Su mal humor de la mañana cedió paso a la irritación y después a una destemplada convicción de que la negativa de Robert de poner fin a esa jornada de viaje se debía, al menos en parte a su deseo de demostrarle algo a ella. Más de una vez sintió el deseo de darle un empujón y arrojarlo del caballo al lodo, pero en ningún momento él estuvo lo suficientemente cerca de ella como para intentarlo. Cuando entraron por la puerta del pequeño monasterio de San Pancracio, que era su destino, su rabia era lo único que la mantenía abrigada. Llamado por el guardia de la puerta, el hospitalario avanzó hasta ellos salpicando agua por el patio adoquinado, con la cabeza gacha para protegerse de la lluvia. -Han llegado otros antes que vos, señor Wardell -dijo, arrugando la nariz como una rata mojada, mirando preocupado la cantidad de hombres y caballos que tendrían que albergar y alimentar-. Todavía hay algo de espacio en la sala, pero no el suficiente para acomodarlos a todos. Vuestros hombres tendrán que dormir en el establo. En realidad, no sé cómo... Sus lamentaciones se perdieron en un suspiro mientras se alejaba a toda prisa a ocuparse del trabajo de recibirlos. Uno de los criados del monasterio, tan impaciente como ellos por escapar del aguacero, guió a Alyce hacia la pequeña casa de piedra y madera destinada a los huéspedes, mientras otro conducía hacia el establo a Robert y al resto de su comitiva. Alyce fue recibida por luz, un poco de humo y un agradable calorcillo. Tuvo la impresión de que la sala era de techo bajo; en un extremo había un hogar, y a lo largo de la pared lateral había ventanas estrechas con persianas cerradas. Pero su atención fue reclamada por unas diez o más caras que se giraron a mirarla, con los ojos agrandados por el interés. Una pareja con dos niños pequeños y un bebé fajado estaban acurrucados junto a la pared opuesta. A un lado del hogar estaba sentado un vendedor ambulante, con la espalda apoyada en su abultada y raída bolsa de equipaje y una jarra de cerveza en las manos; sus ojos brillaban como carbones pulidos en la oscuridad, recelosos como los de una rata. Los bultos que se veían a lo largo de las paredes eran viajeros envueltos en capa que habían preterido dormir a conversar con desconocidos. Fueron despertando uno a uno con el ruido de la llegada de nuevos alojados; algunos se movieron para sentarse apoyados en la pared y mirar la sala con ojos cargados de sueño, otros para darse una vuelta y taparse los oídos con sus capas o mantas, mascullando maldiciones contra quienquiera que había dejado entrar frío y humedad. El grupo que le retuvo la atención fue un puñado de hombres sentados en círculo en el otro extremo del ancho hogar, con las piernas cruzadas sobre las esteras que cubrían el suelo. A juzgar por la velocidad conque se metieron las manos en los bolsillos o bajo las esteras, habían estado jugando a las cartas, actividad que tal vez sus anfitriones no aprobarían. Detrás

de ellos había un hombre con la cara en sombras por la luz del fuego que le daba en la espalda, con un pie sobre una banqueta y los codos negligentemente apoyados en la rodilla, mirando la partida de cartas. Haciendo un ceñudo gesto de advertencia a los jugadores de cartas, el criado del monasterio masculló algo acerca de sus deberes y volvió a salir a la lluvia, dejando a Alyce que se las arreglara sola. Ella no dudó ni un instante sobre lo que debía hacer primero; con un cansino suspiro, se dirigió al crepitante fuego del hogar. E1 hombre que había estado observando el juego se enderezó, echó a un lado la banqueta con el pie y se volvió lentamente a mirarla. A la luz del fuego parecía un perro cazador medio muerto de hambre, sus ojos brillantes ante la perspectiva de una presa. Alyce se detuvo en seco. Agrandó los ojos y sintió un ramalazo de náuseas en la boca del estómago. Era Alan de Hensford.

El establo estaba seco y limpio, impregnado del aroma de heno secado al sol y el olor más fuerte y terreno de animales y estiércol. Robert entregó las riendas de su caballo a uno de sus hombres, pero a Graciela la llevó él mismo a un corral. La yegua lo siguió de buena gana, y levantó las orejas al ver el pesebre lleno de heno. Él le quitó la brida pero dejó el ronzal de debajo, enrolló las riendas y colgó el correaje de un gancho que había encima del pesebre. La yegua levantó y bajó la cabeza y movió el hocico, como si estuviera feliz de estar libre del freno; después metió la nariz en el heno. Robert cogió un puñado de paja para limpiarle el lodo acumulado en el abdomen, desató los nudos que sostenían la cincha y le quitó la silla. Aligerada de su última carga, la yegua suspiró y se sacudió arrojando lodo y agua en todas direcciones. Con una mueca de pesar, Robert dejó la silla sobre la barra de madera del pesebre y empezó a limpiarle el lodo con el puñado de paja fresca. «Padre no se marcharía.» Esas palabras ya se habían quemado en su cerebro, de tanto darles vueltas y vueltas. «¿Qué haría sir Fulk?", deseó decirle. «¿Golpear al viejo hasta sacarle los sesos? ¿Atravesarlo con una espada?». Ese tipo de acto violento y desconsiderado era lo único de que era capaz Fulk Fitzwarren, pero no conseguiría nada con eso, aparte de librar al mundo de un estúpido mentiroso y corrupto. ¿Qué se podía hacer, por el amor de Dios fuera de aceptar la pérdida v volver a Londres? El robo siempre había sido una posibilidad. Eso lo sabía desde el momento en que impidieron la entrada al primer barco en los muelles de Londres. Los estropicios causados por la lluvia y los ratones eran igualmente posibles, puesto que no dependía de él la solidez del almacén donde guardaba sus mercancías. Nada de eso hacía más fácil de aceptar la pérdida... ni menos daño a sus finanzas. Y mucho menos en esos momentos, en que todo estaba estirado sobre la afilada hoja de la espada de un príncipe. Con los dientes apretados para controlar la rabia, Robert restregó el abdomen de la yegua quitando el lodo pegado, agradeciendo esa pequeña tarea que le aliviaba en algo la frustración. Pero a Graciela no le gustó la limpieza. Dio unas patadas en el suelo para protestar por el maltrato, y luego, va que él continuó, dio una coz suave hacia el lado. Él la

miró fijamente, y ella giró la cabeza y también lo miró. Satisfecha por haber dado su opinión, piafó despectivamente y volvió a hundir la nariz en el heno. Robert se rió pesaroso y dejó a un lado la paja lodosa. -Tienes razón. ¿Pero crees que ella comprende que yo no tenía alternativa? Graciela resopló sobre su heno y cogió otro bocado. Suspirando, Robert cruzó los brazos en el pecho y se apoyó en el madero que separaba el corral del contiguo. -Es posible que en eso también tengas razón. Dios sabe que no he sido capaz de explicarme. Graciela levantó una oreja. -No he tenido el valor, para empezar. Y en segundo lugar, no sabría qué decirle. Lo que sí sabía era qué deseaba hacer. Todavía le hormigueaba la nuca de la emoción que le recorrió la columna cuando ella le pasó los dedos por el pelo. ¿Habría recordado ella la dulce furia con que hicieron el amor después que ella le cortó el pelo? ¿Qué habría hecho si él la hubiera bajado del caballo, llevado al almacén vacío, arrojado al mugriento suelo y allí le hubiera hecho el amor como cualquier animal en celo loco de lujuria? La idea le pasó por la mente. Graciela suspiró y después continuó masticando el enorme bocado de heno que había sacado del pesebre. El sonido de sus dientes, moliendo, rechinando, hacía un consolador contrapunto al tamborileo de la lluvia sobre el techo de paja. -Tal vez no sería tan difícil si yo no supiera que ella también arde de deseo, que me desea tanto como yo a ella -continuó, extrañamente agradecido de tener a alguien con quien hablar, aunque ese alguien sólo tuera un animal mudo-. Lo veo, ¿sabes? Lo veo en sus ojos. Se ponen suaves y desenfocados, y se le entreabren los labios, y la respiración se le hace rápida y superficial. Al parecer no lo puede evitar, igual que yo. ¡Más tontos los dos! -añadió bruscamente, apartándose del madero y enderezándose. -¿Señor? -La fea cara de Henley apareció por encima de las ancas de Graciela-. ¿Me dijisteis algo? Robert negó con la cabeza. -No, nada. Estaba hablando solo. -Ah -dijo Henley, asintiendo con aire de conocedor-. Comprendo -añadió, aunque estaba claro que no comprendía nada. Arrugó la frente, preocupado-. ¿No sería mejor que fuerais a reuniros con milady? Nosotros nos ocuparemos de las bestias, no os preocupéis. Robert suspiró y se frotó las manos para quitarse el polvo. -Sí, supongo que debo ir a reunirme con ella. Sí, supongo que sí.

Hensford clavó su intensa mirada en Alyce. -¡Milady! Qué agradable sorpresa. No me habría imaginado encontraros en un lugar como este, y mucho menos en una noche así, con este mal tiempo. -Ni yo a vos, señor Hensford -contestó Alyce, tranquilamente.

-¿Supongo que vuestro marido está con vos? -Está en el establo -repuso ella, con voz más seca que la que habría querido-. Ocupándose de los caballos. -Claro -dijo él, en un tono que indicaba que eso era algo deshonroso-. Pero, vamos, ¿dónde están mis modales? Tenéis que quitaros esa capa mojada y poneros junto al fuego para calentaros. Ella habría preferido acurrucarse en un rincón oscuro, sola e inadvertida, antes que conversar con el enemigo de su marido, pero no había forma de eludirlo. Murmurando una tonta disculpa educada entre dientes, se recogió las faldas y se dirigió al hogar. Con cada paso que daba los zapatos empapados hacían un grosero ruido de succión, aumentándole la irritación en unos cuantos grados. Hensford empujó a uno de los jugadores de cartas con el pie. -Mueve tu trasero pulguento. Deja paso a lady Alyce. El hombre gruñó pero se hizo a un lado. -Gracias -le dijo Alyce, haciendo hacia un lado las faldas para pasar junto a él-. Disculpad. Tanto las gracias como la disculpa pasaron como si no las hubiera dicho. Sintió sobre ella las miradas de los hombres, que la observaban con los ojos entornados, elucubrando. Si ese lugar no hubiera sido la sala de huéspedes de un monasterio, habría desenvainado la daga, por si acaso. El hogar, por lo menos, era acogedor, y su calor un alivio después de tantas horas sobre la silla del caballo. Que los hombres se peleen y discutan, pensó malhumorada; ella encontraría solaz donde pudiera y eso era sería de agradecer. Dejó la capa en las piedras del hogar y puso las manos cerca del fuego, teniendo buen cuidado de mantener la cabeza gacha y la mirada fija en las llamas. Los hombres de Hensford se alejaron de mala gana, sin duda a buscar un lugar donde poder seguir jugando sin llamar la atención. Sólo Hensford se quedó donde estaba, con un hombro apoyado arrogantemente en un borde del hogar y los brazos cruzados sobre el pecho. Alyce sintió su mirada sobre ella. -No me habría esperado encontraros de viaje por este aguacero y lodo, milady. El tono era mordaz. Ella levantó la vista y vio que él la estaba mirando con insolente fijeza. Le sostuvo la mirada y se encogió de hombros. -Que se sepa el tiempo nunca ha prestado mucha atención al rango de un hombre, señor Hensford. ni al de una dama. La boca de él se curvó en una sonrisa sardónica. -Pero Wardell normalmente sí. -Ladeó la cabeza-. ¿Debo entender entonces que vos y él abandonáis Londres por el momento? ¿O Inglaterra? ¿Un viaje de... negocios, tal vez? No había forma de no captar el insulto implícito, que Robert huía de Londres por miedo a que le hicieran pagar caro el apoyo ofrecido a Eduardo. A Alyce se le tensaron los músculos de los hombros. Negó con la cabeza. -No, todo lo contrario, en realidad. Acabamos de volver dc la costa. Robert tenía... asuntos pendientes ahí. Sólo la lluvia nos ha retrasado tanto en el camino.

Él apretó las mandíbulas, como para tragarse las maldiciones que no se atrevía a soltar. Ella habría jurado que el. color le abandonó la cara. lenta, muy lentamente, él se apartó de la pared, enderezándose hasta quedar como una sombra amenazante sobre ella. En sus ojos se reflejaban las llamas rojas del hogar. Antes que él pudiera decir una palabra, se abrió la puerta de la sala y entró Robert, acompañado por el viento y la lluvia. Cerró rápidamente la puerta y se quitó la capa, rociando el suelo a su alrededor. -Hace un condenado frío fuera -comentó-, y la lluvia está más fuerte que nun... Se quedó inmóvil, con la mirada fija en Hensford; se enfrió su mirada y sus ojos brillaron como duros fragmentos de obsidiana. Como si viniera de lejos, Alyce oyó el chasquido de la brea en el fuego y el ligero frufrú de las esteras, al moverse alguien nervioso sobre ellas. Robert sacudió la capa con la despreocupada naturalidad de un hombre que está en su propia casa. -Hensford -dijo y sonrió; una sonrisa nada agradable-. ¿Qué robo te ha traído por aquí? Caminó tranquilamente hacia el hogar; la luz del fuego hacía destellar las facetas de la joya de la empuñadura de su espada.

Capítulo 21 Luces y sombras a la lumbre «¡ Maldita la mala suerte que puso a Hensford bajo el mismo techo!», pensó Robert cogiendo la mano a Alyce. Ella tenía los dedos fríos como hielo. -Milady, perdonad el retraso. Hasta el establo está lleno esta noche... aunque me temo que no todos los animales están bajo su techo. Hensford se puso rígido ante el insulto. ¡Bien! Era diminuto el dardo que le había enterrado en la carne, pero dardo de todos modos. Robert se inclinó a besarle la mano a Alyce y después la miró a los ojos sonriendo. Ella lo miró sin pestañear. No era ninguna tonta su lady Alyce, como tampoco una cobarde, y estaba muy acostumbrada al odio que podía encenderse entre los hombres. Algo se le revolvió en el pecho, produciéndole una dolorosa opresión. -Lamento haberos abandonado a las groseras cortesías de desconocidos -continuó tranquilamente, sin hacer caso del dolor-. ¿Supongo que alguien se ha ocupado de vuestra comodidad? -Lamentablemente tu señora ha tenido que atender sola a sus comodidades -contestó Hensford-, dentro de lo que cabe. -La recorrió de la cabeza a los pies con mirada burlona-: Si yo estuviera casado con la hija de un barón, no permitiría que estuviera desatendida. Eso no es... decente. Robert sintió girar la mano de Alyce en la suya, pero sin hacer el menor esfuerzo por retirarla. Él se la apretó más fuerte. -Sois muy amable al preocuparos por mí, señor Hensford –dijo ella antes que él pudiera hablar-, pero mis cosas no son asunto vuestro después de todo. -Cierto, cierto. ¿Pero qué hombre podría quedarse callado cuando una mujer tan hermosa como vos se ve obligada a andar con los zapatos empapados y con lodo pegado en las orillas de sus faldas? La mano de Robert se movió bruscamente a la empuñadura de su espada, pero ella le puso la mano encima antes de que él pudiera desenvainarla. Pero su mirada estaba fija en Hensford, no en él. Con un esfuerzo, Robert se obligó a relajar la mano. Alyce tenía suficiente agudeza y la lengua lo bastante afilada para defenderse. No tenía ninguna necesidad de métodos violentos. -Vuestra preocupación es innecesaria, señor Hensford -dijo ella-. Creo que mi... belleza -casi escupió la palabra- sobrevivirá a un poco de agua y lodo. A Hensford le tocó el turno de pestañear ante esa mirada fija y firme. Cualquier

comentario burlón que hubiera estado a punto de hacer se quedó sin decir. Entornó los ojos, como pensativo. Robert vio el instante en que le retornó la malevolencia. -Tal vez eso sea lo normal -dijo finalmente-. A uno le agrada pensar que una dama debería disfrutar siempre del bienestar de su casa y su hogar, pero eso, me temo, ningún hombre puede garantizarlo. -Nunca busco garantías, señor Hensford. Desprendió la mano de la de Robert, se volvió hacia el hogar y se cruzó de brazos; pero ese gesto la hizo sentirse como una niña malcriada con una rabieta, de modo que extendió las manos hacia las llamas. Oyó que Hensford se alejaba. Robert se quedó donde estaba, de espaldas al fuego, casi a un palmo de ella. No le costaría nada tocarle el brazo, si quería, o si se atrevía. No se movió, pero todos sus sentidos se reavivaron con la intensa percepción de su cercanía. Bajo el fuerte olor a la leña de roble y aliso quemada sentía los olores a hombre y caballo, y el aroma limpio y húmedo a lana que emanaba de sus ropas, que se estaban secando rápidamente. Él se estaba balanceando sobre los pies, apoyándose en los talones y luego en las puntas de los pies; rechinó un guijarro bajo uno de sus pies, ella lo oyó rascar la piedra del suelo. El estaba con. las manos cogidas a la espalda como para calentárselas, pero ella vio que se estaba retorciendo los dedos, igual que hacía el pequeño Erik cuando estaba pensando cómo robar un pastel. Esa idea la hizo sonreír y se le relajaron los músculos de la espalda y los hombros. Pese a la presencia de Hensford y sus hombres, Robert estaba tan intensamente consciente de ella como ella de él, e igual de inseguro sobre cómo actuar. Darse cuenta de eso la animó. Él se aclaró la garganta. -Lamente mucho el... los desagrados de estas últimas horas, milady -le dijo, frunciendo el ceño hacia el otro extremo de la sala. Ella dejó de simular que estaba concentrada en el fuego del hogar. -Ha sido desagradable, pero no es la primera vez que paso la mitad de un día nadando en mi silla de montar. Él rascó con un pie las esteras que bordeaban el hogar. Exactamente igual que Erik, pensó ella. -No me refería sólo a eso -dijo él, algo hosco, como si le disgustara incluso mencionarlo-; me refería a Hensford. Si hubiera sabido que estaba aquí... -Pero no podíais saberlo. -No. -Pasó el peso del cuerpo al otro pie y con la punta del que quedó libre acercó hacia él una astilla de leña; estuvo un momento moviéndola de un lado a otro y luego la devolvió al hogar de un puntapié-. Si me hubiera detenido en esa aldea a preguntar por una casa donde alojarnos, como vos sugeristeis, no nos habríamos encontrado con él. Alyce se encogió de hombros. -Pero no lo hicisteis. No sirve de nada lamentarse ahora. A lo hecho pecho. Además, es sólo por una noche. -Sí -dijo él, en un tono que indicaba que no encontraba mucho consuelo en eso. -Al menos ahora entiendo por qué no os importa pagar un chelín y cuatro peniques por el privilegio de fastidiarlo -añadió ella, a modo de ofrecimiento de paz.

Robert curvó la comisura de la boca. O sea que ella recordaba la multa que pagaba al gremio cada vez que se peleaba con Hensford. -Eso es algo ganado, en todo caso -dijo. Se dio media vuelta para quedar mirando el fuego también. El resto de la sala y sus ocupantes bien podrían haber desaparecido para el caso que les hacía ninguno de los dos. El respeto de Robert por su mujer había subido otro punto. Estaba cansada, con frío y hambre y en medio de desconocidos, pero se portaba con una dignidad aún más impresionante por ser tan discreta. Eso no significaba que se sintiera feliz, ni con él ni con la situación en que la había metido. El peligroso destello que él veía en sus ojos le advertía que debía andar con pie de plomo. Por suerte para él, no tardaron en llegar los criados del monasterio trayendo cerveza, pan y queso; también apareció uno de sus hombres con el saco lleno de paja que les había ordenado preparar, para que sirviera de cama a Alyce. Ese fue el pretexto que necesitaba para alejarla del hogar, y del malévolo fingimiento de buena voluntad de Hensford. Pero eso no bastó para aliviar la tensión que crepitaba entre él y Hensford, ni para impedir que el resto de los ocupantes de la sala la sufrieran. Los hombres de Hensford y los pocos empleados de Robert que tuvieron la suerte de ser aceptados en la sala en lugar de verse relegados al establo, formaban dos grupos, uno en un extremo de la sala y el otro en el opuesto. Ambos grupos simulaban estar ocupados en sus asuntos, pero de tanto en tanto, uno u otro miraba hacia el otro extremo como preguntándose a qué hora comenzarían los problemas. A juzgar por sus miradas, estaba claro que cada uno sabía de dónde vendría el problema. El vendedor ambulante ya había abandonado su preciado lugar cerca del hogar, trasladándose con su bolsa al rincón más alejado posible de la sala, para poner una distancia prudente de la tormenta que parecía estarse fraguando. La mayoría de los aspirantes a dormir habían optado por sentarse arrebujados en sus capas, con un receloso ojo atento a los primeros signos de pelea. El padre de los dos niños pequeños los había acercado más a él y estaba tratando de hacerlos dormir, mientras la madre atendía a su bebé. Fue el bebé el responsable de que no estallara el conflicto en preparación. Percibiendo, sin duda, la inquietud de su madre, empezó a llorar, primero suave pero el volumen fue aumentando hasta convertirse en verdaderos alaridos agudos, que ningún tipo de cuidados podía silenciar. Cuanto más trataba su madre de hacerlo callar más fuerte gritaba, hasta que sus chillidos hacían eco en las enhollinadas vigas de la sala. Hensford fue el primero en perder la paciencia. Se levantó de un salto de la banqueta donde se había sentado, con los puños apretados de rabia frustrada. -¡Por el amor de Dios, mujer! ¿Es que no podéis hacer callar a ese crío mugriento? ¡Mejor sería tener a una manada de infieles aullando aquí que escuchar esos chillidos! Asustada, la madre se acercó más a su marido, apretando con más fuerza aún al bebé contra su pecho. El llanto del bebé se convirtió en chirridos tan fuertes y agudos que Robert llegó a encogerse. -Perdonad, señor -dijo la madre-, es que no me acepta nada, y no sé qué hacer para que se calle. -Sólo es un bebé, buen señor -dijo el padre, nervioso-. Y los bebés lloran y lloran, si no

hay nada que los haga callar una vez que empiezan. -¡Yo os enseñaré a callarlo! -gritó Hensford, avanzando hacia la asustada familia como un caballero montado abalanzándose sobre indefensos soldados de a pie. Alyce no esperó a ver qué iba a hacer. Estaba sentada en el jergón de paja que le había puesto Robert, comiendo pan y bebiendo la cerveza amarga que les habían llevado los criados del priorato, pero dejó ambas cosas en las esteras v se levantó de un salto. -¡Basta! -exclamó, cerrándole el paso a Hensford y obligándolo a detenerse-. Vos tenéis la culpa de que el bebé esté llorando, vos y todos los hombres que habéis hecho de este lugar un campo de batalla para vuestras peleas. Habéis asustado tanto a esta buena señora que no logrará jamás hacer dormir a su bebé, y eso significa que disfrutaremos de su llanto sólo Dios sabe cuánto tiempo más. -Miró furiosa a Hensford, y luego al hombre que estaba detrás de él. Y si nunca habéis escuchado chillar a un niño durante horas y horas, lo único que os digo es que muy pronto lamentaréis haber pensado siquiera en pelearos. Él bebé no lloraría durante horas... sólo lo parecía. Varios viajeros recogieron sus pertenencias, se echaron las capas sobre los hombros y salieron en dirección al establo; uno de ellos masculló algo acerca de burros, aunque Robert no supo bien si se refería a los residentes del establo o a los de la sala de huéspedes. Por orden de Alyce, se dio a la familia el mejor lugar cerca del hogar. Ella les entregó su jergón de paja para que los niños y el bebé tuvieran una cama blanda, y ordenó a varios hombres que los ayudaran a trasladar sus cosas, al parecer sin fijarse si eran hombres de Hensford o de Robert, simplemente dio las órdenes a los que estaban más cerca. Cuando incluso esas medidas resultaron insuficientes, atravesó la sala hacia donde Robert estaba hablando con Henley, que se había ganado un lugar en la sala por derecho de antigüedad. Robert la vio acercarse con el recelo de un pecador que se siente llamado a juicio. -¿Tenéis un odre de vino? -les preguntó ella sin preámbulos. -¿Un odre? -preguntó Robert, boquiabierto por la inesperada petición-. Tiene que haber alguno por ahí. Iré a ver si encuentro uno y te traeré una copa... -Y un pañuelo limpio. -¿Un pañuelo? -Para el bebé. -Ah, claro -dijo él, sin entender. -Hay uno o dos odres entre las alforjas que trajimos, milady. Iré a buscar uno, si queréis -dijo Henley, con la expresión de un hombre al que se ha indultado de la horca. Salió inmediatamente; ella lo habría seguido, pero Robert le puso la mano en el brazo, frenándola. -Lamento esto, quiero que lo sepáis. Ella sostuvo su preocupada mirada. -Vos no habéis sido la causa. -No quise decir eso. Quise decir... -Sé lo que quisisteis decir, señor Wardell, y yo... -Robert. -Aumentó la presión sobre el brazo, luego la redujo y deslizó la mano hacia

arriba, en una fugaz caricia-. Tuteémonos, por favor. Ella hizo una inspiración y se apresuró a asentir. -Robert. -Tenemos que hablar. Ella volvió a asentir. -Sí, pero no aquí. Hay muchos oídos curiosos. En ese momento reapareció Henley. -Aquí tenéis, milady. Vino y un pañuelo limpio. Fue el pañuelo lo que más me costó encontrar. Es raro que hubiera uno limpio entre toda esta banda de mocosos. Alyce se echó a reír, pero en su risa sonó un matiz de nerviosismo. -Sólo necesito uno, gracias. Dame el pañuelo primero. El guardia se lo pasó obedientemente, y frunció el ceño al verla hacer un nudo y formar una especie de cola en una esquina del cuadrado de lino. -Pon un poco de vino en el nudo -ordenó ella. Él parpadeó y abrió los ojos como los de un búho. -¿Milady? -Haz lo que te digo. A no ser que prefieras escuchar esos gritos durante otra hora más. A Henley casi se le cayeron el odre y la copa en su prisa por obedecer. -Ahora llena la copa. Eso es. Robert la observaba con una media sonrisa de perplejidad. Por sus venas comenzaba a pasar un calor que no tenía nada que ver con el fuego del hogar ni con los escasos alimentos que habían tomado. -¿Pero para qué es el pañuelo, milady? -le preguntó Henley perplejo mientras ponía la tapa al odre-. ¿Para qué queríais...? -Es para que lo chupe el bebé -le explicó Alyce-. Para calmarlo. La copa de vino es para la madre, porque la mitad de los gritos del bebé se deben a que ella está angustiada. -Cualquiera diría que habéis tenido bebés vuestros -comentó Henley admirado. . La media sonrisa desapareció de la cara de Robert como si se la hubieran borrado con un trapo. -Será mejor que atiendas a ese niño antes que nos volvamos locos con sus llantos. Eso hizo ella, pero a él no le resultó fácil apartar su atención de ella, ni siquiera con la cantidad de gente que había en medio de ellos. Teniendo el pañuelo remojado en vino para chupar, finalmente el bebé se calmó, tal y como había predicho Alyce. Ojalá hubiera algo tan sencillo para calmar su agitada mente, pensó Robert. Poco a poco los ocupantes de la sala se fueron rindiendo al sueño, aunque era notable cómo muchos dormían con sus dagas desenfundadas junto a ellos. El traslado de la familia al lugar cerca del hogar dejó libre el rincón que habían ocupado antes. Sin preguntar, y mientras Alyce estaba ausente porque había ido al retrete, sus hombres cogieron las mantas que antes estaban sobre el jergón de paja y las extendieron sobre las esteras. Hecho eso, se retiraron lo

más lejos que pudieron, dado el limitado espacio, y se acostaron envueltos en sus capas. No era mucho, pero era lo más cercano a estar solos él y Alyce que se podía lograr. Robert dudó un momento y luego dobló las mantas hasta formar una camilla. Desenvainó la espada y la puso al lado de las mantas a mano, para que nadie fuera de él pudiera cogerla durante la noche. Sin duda ella preferiría que él se fuera a dormir cerca de sus hombres, pero no tenía la menor intención de dejarla dormir sola esa noche, estando Hensford y sus hombres por ahí. Una corriente de aire frío se coló por la puerta cuando por fin volvió Alyce. Ella se detuvo ante el hogar un momento para calentarse, y después fue a susurrarle algo a la madre del bebé que ya dormía plácidamente. Robert estaba sentado con las piernas cruzadas junto a la camilla improvisada, tratando de no mirarla, pero sin poder dejar de hacerlo. Agotada como estaba por la ardua cabalgada de ese día, ella se movía con un garbo natural y discreto, pensó él, como si estuviera acostumbrada a pasar por lugares difíciles y sortear los obstáculos que otros ponían en su camino. Miró ceñudo las esteras del suelo y las movió con el pie. En los pocos meses que llevaban casados, ella había tenido su buena cuota de problemas, y tendría unos cuantos más antes que acabara todo. Se inclinó a desabrocharse las hebillas de los zapatos, pero lo pensó mejor y en lugar de hacer eso tiró de una esquina de la manta de encima, estirándola y alisándola más. Debería haber puesto una estera doblada para hacerle una almohada. Pero ya era demasiado tarde, ella ya venía caminando hacia él, pisando con todo cuidado para no molestar a nadie. Robert se levantó. -Ven, señora -le dijo en voz baja, señalándole las mantas-. Mis hombres te han hecho una cama. Mañana partiremos temprano, y necesitas tanto descanso como ese bebé llorón. Ella alzó la barbilla. -Gracias, señor, pero no soy tan débil. Él no pudo evitar sonreír. -No hace falta que me digas eso. Pero si no quieres pensar en ti, te ruego que pienses en mis viejos huesos y tengas compasión. -¡No eres viejo! Dos hombres que dormían cerca levantaron las cabezas y miraron con ojos legañosos, curiosos por descubrir la causa de esas fuertes palabras. Ella se acercó más a él y le susurró: -No eres viejo. -No -dijo él. Le quitó la capa mojada de los hombros y la empujó con suavidad hasta dejarla sentada en el borde de la cama. Ella lo miró, repentinamente insegura. -No es necesario... yo no... es decir... La protesta acabó bruscamente cuando él se arrodilló a desabrocharle las hebillas de los zapatos. El cuero estaba absolutamente empapado, pero no le costó desabrochar las hebillas. Le quitó un zapato, lo dejó a un lado y pasó al otro; sólo entonces se dio cuenta de que tenía las medias tan mojadas como los zapatos.

Su pie era estrecho, de empeine alto y tobillo fino. Subió la mano por debajo de las faldas hasta la pantorrilla, palpando la suave curva del músculo, anotando en algún lejano recoveco de su mente cómo la lana tejida pasaba de mojada a fría, a seca y a tibia a medida que iba subiendo la mano. -Estarás más cómoda sin estas medias frías y mojadas. No se me ocurrió traer unas secas. Pero más que su mente, lo dominaban los sentidos; estaba dolorosamente consciente de la superficie grumosa de la lana en su palma, del frufrú casi imperceptible de las telas de sus faldas al moverse hacia un lado, de la forma, contorno y calor de ella. Cuando ahuecó la mano en la curva bajo la rodilla, ella pegó un salto y trató de apartarse. -Señor Wardell... Robert... Esto puedo hacerlo yo. ¡De verdad! Su protesta sonó como un gritito de pánico. Él se quedó inmóvil. ¡Idiota! Su intención había sido un gesto de atención, un acto de contrición. Al menos así empezó. De mala gana quitó la mano. -Te será más fácil conciliar el sueño si tienes los pies abrigados y secos. Yo dormiré con los zapatos puestos por si ocurriera algo durante la noche, pero tú... -Se sentó sobre los talones y le enseñó la espada-. Creo que es mejor estar preparado, pero no hay ningún motivo para que tú sufras esa incomodidad. -Ah -dijo ella con una vocecita débil. Su mirada pasó de la espada a la cara de él y de ahí a las esteras-. Sí, claro. Él sintió un repentino calor en el cuello y la cara, calor que no tenía nada que ver con el fuego del hogar. Con exagerada despreocupación se tendió en el suelo, cubriéndose con su capa. El suelo de piedra estaba condenadamente duro, pero había dormido en condiciones peores. En cualquier otra ocasión no le habría importado, pero esa noche... Cruzó las manos debajo de la cabeza y acomodó la espalda en el suelo. Sentía una perturbadora tirantez e hinchazón en las ingles, pero ya le pasaría, ya se le pasaría. -Buenas noches mi... señora -susurró a las esteras iluminadas por el hogar. Estuvo a punto de decir «mi amor». -Buenas noches... Robert. A su lado, Alyce era una sombra oscura enmarcada por una tenue luz rojiza. El velo y la gruesa túnica le ocultaban los contornos del cuerpo, pero a juzgar por la forma como se movía, inclinándose y enderezándose, y el suave frufrú de sus ropas, no cabía duda de que se estaba quitando las medias. Le aumentó la tirantez y la hinchazón en las ingles. ¿Cuántas noches había pasado con una mujer en todos sus años viriles? ¿Por qué nunca se había dado cuenta de lo seductores que pueden ser los sonidos de desvestirse Liberada de las medias mojadas, Alyce levantó los pies y los metió en los pliegues de su vestido; después levantó las manos y estuvo trabajando con su velo y griñón, hasta que finalmente los dejó a un lado. Quitó otros cuantos alfileres y las gruesas trenzas que llevaba enrolladas en la cabeza cayeron libres. La luz del hogar le hacía menos nítidos los contornos de la cara y convertía los rizos que se habían escapado de las trenzas en un halo dorado rojizo alrededor de su cabeza. Parecía una santa pintada con su nimbo en forma de hoja dorada... pero Alyce no era una figura

pintada, y ciertamente no era una santa. Un recuerdo no invitado surgió en la mente de Robert: sus cabellos desparramados sobre su piel mientras ella se agitaba debajo de él, arqueándose contra su cuerpo, con la respiración jadeante, ardiente de pasión. Ahogando un gemido se apresuró a ponerse de costado, mirando hacia el otro lado. Ciertamente no era una santa. Gracias a Dios. Tan pronto se atreviera, le prohibiría que continuara usando velo y griñón. Contempló la luz del hogar reflejada en la pared del frente v la sombra danzante de su mujer, que se estaba soltando las trenzas. Pensándolo bien, tal vez era conveniente que usara el velo y el griñón.. Un hombre prudente no enseña sus tesoros al mundo si puede evitarlo. Había demasiados ladrones esperando para quitárselo, si podían. Alyce salió de un inquieto adormilamiento sin saber qué la había despertado, pero con todos los sentidos alertas. Fuera de los bufidos, ronquidos y resuellos de hombres cansados, la sala estaba en silencio. A su lado, Robert estaba de costado, de cara a ella. La luz del fuego moribundo era suficiente para verle los rasgos, los contornos duros más suaves que cuando estaba despierto. Estaba moviendo la boca, como si estuviera hablando con alguien en sueños, pero no hacía ningún sonido. Tenía la mano doblada alrededor de la empuñadura de la espada que estaba entre ellos. Se dio la vuelta hacia el otro lado; no quería mirar su rostro dormido cuando 1a acosaban tantas preguntas sin respuesta. El movimiento le bajó la manta, y sintió el aire frío en la nuca. Se estremeció y se arrebujó más en la manta, ordenándose dormir, con los ojos bien cerrados para no ver el brillo del fuego. Un suave sonido de suelas de cuero sobre la piedra le tensó todos los músculos. Abrió los ojos. Alan de Hensford estaba delante del hogar, con la cabeza inclinada y una mano apoyada en la piedra saliente de la chimenea. Las llamas le enmarcaban la cara con una suave luz rojiza, perfilando la línea de la frente, nariz y barbilla, y arrojando impenetrables sombras en el hueco de la mejilla y los ojos hundidos. Algo en la posición de su cuerpo o la recelosa tensión que parecía dominarlo, incluso en esa sala llena de personas dormidas, le aconsejó guardar silencio y fingir que dormía mientras lo observaba. Él atizó el fuego y puso otro leño; después giró la cabeza y miró directamente hacia ella, con sus ojos como carbones encendidos. Y sonrió. Después de eso, Alyce tardó muchísimo en volver a conciliar el sueño.

Capítulo 22 Las campanas de Londres Al amanecer del día siguiente, el cielo estaba de un color gris apagado y limpio por la lluvia cuando Hensford y sus hombres salieron en fila por la puerta del monasterio. Robert los observó marcharse con el rostro cuidadosamente desprovisto de expresión. Pocos minutos después, Alyce lo encontró allí, mirando el camino que habían tomado. -¿Hensford se marchó? -Sí -asintió él. -¿A Winchelsea supongo? Él volvió a asentir y frunció el ceño. -Sí. -Aah -dijo Alyce, como si eso no fuera novedad para ella-. ¿Y cuántos percherones crees que va a necesitar para transportar tus telas perdidas? Él giró bruscamente la cabeza y la miró. Ella respondió a su mirada interrogante con una expresión de absoluta inocencia. -No tengo ninguna prueba -dijo él al fin-. Es mal asunto calumniar a otro mercader sin tener pruebas. -¿Es calumnia si es la verdad? Él la miró receloso. -Estás de muy buen humor esta mañana, señora. A ella no le pasó inadvertido el matiz cauteloso e interrogante de su voz. Un leve rubor le teñía las mejillas cuando le pasó la jarra de cerveza y la media barra de pan que llevaba. -El desayuno que ofrecen los buenos monjes a sus huéspedes -dijo-. Te he traído tu parte. Tus hombres ya han comido las de ellos. É1 titubeó, sin saber cómo responder a ese pequeño ofrecimiento de paz. Su estómago contestó por él, gruñendo. Ella sonrió. Él se puso colorado. Un instante después, la carcajada conjunta se derramó como miel, cubriendo temporalmente la brecha que los separaba. Procurando encontrar un lugar seco, finalmente se instalaron en el muro bajo de piedra que rodeaba el abrevadero del establo, desde donde Robert podía vigilar la carga de los caballos mientras comía. Era una reunión informal, agradable y Alyce, visiblemente tranquilizada por la risa y la compañía de los demás, dejó de lado sus recelos y bombardeó a

Robert con preguntas sobre el camino que les aguardaba y a qué hora calculaba que llegarían a Londres. Robert intentó alargar la sencilla comida. El pan estaba sabroso y fresco de esa mañana, pero la cerveza era amarga. No le hizo falta mucha pericia para comer con más lentitud que como lo habría hecho en otras circunstancias; pero la comida llegó a su fin de todos modos. Había trabajo que hacer, se dijo, y tenían sus buenas treinta millas, más o menos, por recorrer. Se desperezó, tratando de juntar los omóplatos para ejercitar; soltar los músculos que todavía estaban rígidos, cogió la jarra y bebió el último trago de cerveza amarga; hizo una mueca al tragarla. -Me alegrará estar en casa, donde puedo volver a beber mi buena cerveza y dormir en mi cama. Las palabras le salieron antes de darse cuenta de lo que decía. De pronto Alyce se puso rígida y ahogó una exclamación. Él la miró sorprendido. -¿Qué...? La expresión impenetrable que vio en. su cara fue la respuesta que necesitaba. Ella se levantó, se pasó la mano por la falda de su túnica para quitarse migas imaginarias, con la cabeza inclinada, de modo que el velo le cubriera parte de la cara. -Será mejor que vaya a dar un último vistazo a la sala -dijo-, no sea que me haya dejado algo. Y se marchó, antes que él lograra encontrar la manera de explicarse. Lo peor de todo, pensó mientras la observaba sortear los charcos de lodo del patio del establo, era que había dicho la pura y santa verdad de Dios. Deseaba estar en casa; deseaba su buena cerveza y su mejor vino en lugar de esa porquería; deseaba dormir en su cama y deseaba, ¡ay Dios, cuánto lo deseaba!, que su mujer estuviera en la cama con él. Para alivio de todos, la tormenta que había hecho un martirio del viaje del día anterior, había pasado por alto a Londres y los campos circundantes, por lo tanto los caminos estaban secos. Llegaron al puente de Londres cuando comenzaba a oscurecer. En alguna que otra ventana ya brillaban luces de velas. En el río Alyce divisó unas cuantas barcazas con sus linternas colgadas en las proas para ver cualquier madero flotante que pudiera causar problemas a un barquero desprevenido y a su embarcación. El enorme puente se veía extrañamente desierto. Había desaparecido la multitud que se apiñaba allí la semana anterior, dejando sólo a unos pocos fantasmas que pasaban cabizbajos y ceñudos, absortos en sus asuntos. Sólo se oían las campanadas de la iglesia; por lo demás, la ciudad estaba silenciosa, como una enorme bestia agazapada a la orilla del río, esperando ansiosamente noticias. Robert se detuvo en la puerta del puente a preguntar si se sabía algo. Los guardias no sabían nada más reciente que lo que ellos ya habían oído en el camino: que los ejércitos se habían enfrentado en Lewes: Montfort con sus seguidores londinenses y Enrique y Eduardo cada uno con su propio ejército. Sólo Dios sabía el resultado, les dijo un guardia corpulento, haciendo la señal de la cruz con expresión sombría; Londres no lo sabía. Cuando entraron en el patio de la casa Wardell, todos los que se habían quedado allí salieron corriendo a recibirlos. El alivio de sus caras revelaba la angustia de la espera. Hilde y Maida negaron y refunfuñaron mientras Alyce desmontaba cansinamente, y hasta la tímida Githa corrió impaciente a la cocina a buscar una copa de vino para Alyce y a ordenar que calentaran agua para su baño.

Robert esperó el tiempo suficiente para ver a Alyce en manos de sus mujeres, y enseguida se volvió a supervisar la descarga de caballos y mulas. Alyce se detuvo un momento en los peldaños que conducían a la sala, debatiéndose entre el deseo de seguirlo y su intensa necesidad de soledad para poder pensar. Todo el día había librado una silenciosa batalla consigo misma, atrapada entre su orgullo y su desesperado amor por su marido. ¿Habrían estado dirigidas a ella esas palabras, dichas con tanta despreocupación en esos agradables momentos de inesperada intimidad cuando compartieron la comida de la mañana? ¿Habría sido una advertencia indirecta de que él tenía la intención de compartir su cama quisiera ella o no, y sin una palabra de explicación o de reconciliación entre ellos? ¿O tal vez sus palabras sólo habían sido el comentario indiferente de un hombre con el estómago lleno al que le espera una mañana de trabajo? No era que ella no deseara tenerlo en su cama nuevamente. ¿Qué, entonces? No esperaba que él la amara, eso sería como pedirle a Dios el sol, la luna y las estrellas, pero sí deseaba... algo. Algo más que lo que ya tenía. Desanimada, dejó caer los hombros, observando a Robert desaparecer en la creciente penumbra. ¿Qué podía darle él que no le hubiera dado ya? ¿Qué, aparte de amor? Una vez que descargaron los caballos y las mulas y amontonaron las bolsas en uno de los almacenes, Robert dejó libres a sus hombres para que fueran a cenar. Al día siguiente ya tendrían tiempo de sobra para clasificar las mercancías, inventariar sus telas y entregar el resto a sus propietarios. Robert prefirió no esperar a que le calentaran agua y se lavó junto al pozo del jardín, desnudo e iluminado sólo por una pequeña linterna de lata. Timeo, el niño del establo subió un balde tras otro de agua fría y luego observó pasmado cómo Robert primero se quitaba con jabón el lodo y la suciedad acumulados en una semana de arduo viaje y luego se vaciaba encima un par de baldes de agua. La combinación del agua con el aire fresco de la noche le encogieron las partes pudendas y le pusieron carne de gallina en la piel, pero le agradó librarse de la suciedad, e incluso más ponerse después una camisa de lino limpia y encima una abrigada túnica de lana. Cuando Piers comprendió que Robert no tenía intención de cenar en la sala y ni siquiera de entrar en la casa principal, le llevó al cuarto de trabajo un jarro de vino y la sencilla comida que Margaret había preparado para él. Le despejó la mesa quitando un rollo de lanilla verde de Lincoln de segunda clase, y le dispuso la comida y el vino. -Ha sido una semana de locos -comentó, mientras trabajaba-. La ciudad está con los nervios de punta, todos tratando de calcular los beneficios del triunfo de Montfort, porque no soportan la idea de que fracase. Hemos oído cien rumores por día, y seguro que había otros cien que no oímos. El señor Townsend ha venido casi cada día a preguntar si sabíamos algo de vos. Los otros también. Están nerviosos todos, y más inclinados a gimotear y girar en círculos que a quedarse en casa a trabajar. Parecen gallinas cuando anda un zorro cerca y no hay nadie para ahuyentarlo. ¿Qué podía decirles yo? Si no hubiera sido por... -¡Basta! Piers se quedó inmóvil, mirando a Robert con la boca abierta, sorprendido por la aspereza de su voz. -Mañana -le dijo Robert, despidiéndolo con un gesto de la mano-. Puedes contármelo mañana- añadió, sirviéndose vino en la copa. Tomó un trago y cerró los ojos para paladear el exquisito sabor de su vino, tan superior

a la asquerosidad que había tenido que tragar durante esa semana pasada. Cuando al cabo de un momento abrió los ojos, Piers no se había movido ni una pulgada. Arqueó una ceja en reprobadora pregunta. -¿Y bien? -Perdonad, no pensé que... es decir... eh... ¡buenas noches! El muchacho ya iba a medio camino de la puerta cuando se acordó de la cesta en que Margaret había puesto la comida. Desanduvo sus pasos, cogió la cesta y con una última y perpleja mirada a Robert, salió y bajó corriendo La escalera. Con la copa en la mano, Robert se acercó a la ventana. El patio estaba sumido en la oscuridad, pero aquí y allí se veía luz en una ventana. Sólo su dormitorio no tenía ninguna ventana al patio; las dos ventanas daban a la calle. No era mucha la distancia que tenía que recorrer si quería ir a ver si Alyce continuaba despierta. Bajar la escalera, salir por la puerta, atravesar el patio, entrar en la sala, subir más peldaños, pasar por el aposento grande... Mientras bebía fue imaginando cada paso, una y otra vez. El camino era siempre el mismo, pero el final variaba: ella estaba durmiendo; estaba despierta pero cansada y no quería verlo; estaba despierta, acogedora e impaciente, se reía de la tontería que los había separado, lo invitaba a entrar, cerraba la puerta y lo llevaba a su cama; ¡la cama de los dos! Y luego volvía a estar durmiendo. Al final se apartó de la ventana, pero no llegó más lejos de la mesa donde Piers le había puesto la comida. Con lenta precisión, volvió a llenar la copa, acercó una silla y se sentó a comer. Estaban en mitad de la clasificación de las mercancías que habían guardado con tanta prisa la noche anterior cuando apareció William Townsend. Alyce lo saludó tratando de que no se le notara el inmenso alivio que le producía su llegada. En ausencia de John Rareton, había ofrecido sus servicios como escribiente, y estaba anotando los largos, tipos y estado de las telas que habían recuperado. Pero Robert estaba de un exagerado mal humor, y Piers con los nervios de punta, visiblemente perplejo por la irritación de su maestro. Entre los dos habían convertido una tarea que podría haber sido sencilla y clara en una guerra de nervios y cortesías a regañadientes. El que ella hubiera dormido muy poco esa noche no arreglaba nada las cosas. Al principio había estado sentada junto al hogar peinándose y secándose el pelo, atenta a todos los pasos que oía en la otra habitación. con el oído aguzado por si captaba el sonido de los de Robert. El fuego ya era sólo brasas parpadeantes cuando renunció a la espera y se metió en la cama, en la que sólo consiguió quedarse contemplando la oscuridad, demasiado consciente de la enorme cama vacía como para procurarse el descanso que ansiaba su cuerpo. Por la mañana despertó con los párpados pesados y doloridos, y ni siquiera las dos buenas jarras de cerveza le habían servido para endulzar su genio. Pero era imposible no contagiarse de la energía simulada de William. -Me imagino que robasteis uno de los almacenes de nuestros amigos para obtener toda esta riqueza -dijo, mirando apreciativo el abultado montón de mercancías suyas que habían retirado-. El de Beaumann, o el de Fitz Allen; ese me debe dinero. O el de Hensford tal vez, en pago por sus amenazas. -Podría haber cogido las de Hensford si hubiera sabido dónde estaban -dijo Robert sarcástico.

Le contó a William lo del almacén vacío y el encuentro con Hensford y sus hombres en el monasterio de San Pancracio. Lo único que se calló fue la sospecha de quién podría haber tenido mano en el robo. Pero no tuvo necesidad de decirlo, porque William lo hizo por él. -No me sorprendería que ese perro envidioso hubiera organizado él mismo el robo -dijo arrugando la nariz-. Bastante hablaba de tomarlas para Montfort. Piers tenía los oídos aguzados para captarlo todo. Alyce estaba pensando de qué manera podría cambiar el tema cuando apareció Richard Tennys, otro de los partidarios de Robert. Después entró Walter Gournay, seguido casi al instante por John Byngham. La noticia del regreso de Robert había corrido rápido. Sólo William fingía buen humor. Todos los demás estaban callados y nerviosos, aunque nadie quería poner la pregunta que más los preocupaba: ¿qué ocurrió en Lewes? ¿Estaría acabada la batalla? Y de ser así, ¿quién había resultado victorioso? Las preguntas se cernían en el aire como humo, sofocante y persistente; era imposible disiparlas. Las telas se entregaron a sus propietarios, en medio de refunfuños por las mercancías desaparecidas en Winchelsea. La ratería y los estropicios eran unos de los riesgos de dejar guardadas las cosas en almacenes, pero un robo total en un almacén producía muy mala sangre. La conversación acababa de pasar al tema más inmediato de cómo convenía trasladar las mercancías del almacén de Robert a los de los propietarios, cuando empezaron a repicar las campanas de la iglesia cercana. Robert estaba a punto de enviar a Piers a averiguar qué pasaba cuando al clamor se unieron las campanas de otras iglesias, una a una. A Alyce comenzaran a temblarle las manos. Todos se quedaron en silencio. O bien se había producido un grave incendio en la ciudad o había noticias de la batalla de Lewes. -Que Dios y los santos nos protejan -murmuró alguien. Los rollos de tela fueron arrojados al suelo o apartados con el pie en la repentina precipitación de todos hacia la puerta. Alyce se quedó clavada donde estaba. Esperar noticias había sido un infierno, pero tal vez enterarse de la verdad sería muchísimo peor. Ni siquiera vio a Robert, hasta que él le tocó el brazo. -Vamos -le dijo él en voz baja-, nada va a cambiar por tener miedo a enfrentarlo. La calle estaba atiborrada de gente, y la iglesia más cercana a rebosar, pero en todo momento Robert la mantuvo cerca de él, abriéndole paso por entre la multitud. El sacerdote ya estaba en el altar, pidiendo silencio. Alyce se puso de puntillas para ver. Robert fijó la mirada en la colorida imagen pintada de san Jorge que ocupaba una hornacina al lado del altar. El santo, indiferente a la gente reunida ante él, parecía estar mirando hacia algo que quedaba fuera de los límites de la pequeña iglesia; una dulce sonrisa adornaba su cara infantil, expresión reñida con la espada levantada y la lanza ensangrentada que sostenía, y el dragón moribundo debajo de su pie calzado con armadura. -Hijos míos -dijo el sacerdote en voz muy alta para hacerse oír por encima de los nerviosos murmullos de la gente-. Han llegado noticias de Lewes. Por la gracia de Dios, las fuerzas de Londres y del conde Simón han salido triunfantes. El murmullo se elevó a un rugido de alivio y júbilo. Alyce tuvo la impresión de que el rugido iba a echar abajo las paredes. Apretó la mano sobre el brazo de Robert, pero él no apartó la mirada del sonriente san Jorge; un músculo de la mandíbula se le tensó como la cuerda de un arco.

-¿Y el rey? -gritó alguien-. ¿Qué pasa con el rey? -~ Y mi marido? -gritó la mujer que estaba al lado de Alyce. La mujer tenía la cara contraída de miedo; el niño que estaba a su lado guardaba estoico silencio. La pregunta se perdió en el bullicio; tal vez pasarían días hasta que alguien pudiera darle la respuesta. El sacerdote volvió a hacer gestos pidiendo silencio. -El rey y lord Eduardo están vivos, pero prisioneros del conde Simón. La batalla... Se le quebró la voz por el dolor que le producía la noticia que iba a dar. Cuando silencio un momento, tratando de dominarse. La multitud, más impresionada por la emoción del sacerdote que por la noticia, se quedó tan callada que Alyce casi creyó oír los latidos de sus corazones. El sacerdote tragó saliva, hizo una inspiración profunda y continuó con la voz ronca de amargura: -La batalla fue muy reñida. Los sacerdotes y escribanos que asistieron a los muertos y heridos dicen que de los más de seis mil que murieron, sólo unos pocos eran caballeros. El resto, Dios tenga piedad de nosotros, eran todos soldados y nuestros buenos hombres de Londres. -Esto no es el fin, mi señora, te lo juro. Es un golpe sí, pero yo sigo en pie y es mi intención continuar así. Alyce levantó la vista del pergamino inventario y vio a Robert delante de ella con los ojos negros como la noche. De todos ellos, él parecía ser el menos afectado por la noticia de que había perdido su apuesta, que sus préstamos a lord Eduardo estaban esparcidos en el campo de batalla de Lewes lleno de muertos. Mientras los otros reaccionaban con aturdimiento, furia o bravatas, él había guardado silencio, con su rostro sin expresión, como una máscara tallada en piedra. Después de oír las noticias del sacerdote habían regresado a casa en medio de la multitud jubilosa aunque nerviosa. Una vez allí, Robert invitó a sus amigos a pasar a la sala y les ofreció vino. Ellos aceptaron el ofrecimiento, todavía demasiado aturdidos para desear irse a sus casas a comunicar la noticia a sus familias. Pero a medida que fueron bajando de nivel los barriles de Robert, la conversación entre ellos se fue haciendo cada vez más pesimista. -Eduardo está vivo -les insistía Robert al oír los horrorosos pronósticos-. Y mientras esté vivo también lo están nuestros planes. Los demás se burlaban o lo maldecían; todos, a excepción de William Townsend, que decía que sólo el tiempo diría. Cuando William se levantó para marcharse, explicando que tenía que ir a contárselo a su mujer, los demás también se levantaron, aunque de mala gana. Se llevaron las telas recuperadas, todas cargadas hasta la última pulgada en percherones prestados por Robert, pero ninguno lo miró a los ojos, ni le dijo una palabra de agradecimiento por el servicio. Por orden de Robert se cerró la puerta tan pronto salieron, pero ni siquiera esa maciza puerta de roble fue suficiente para dejar fuera los insultos y mofas que gritaban los transeúntes que sabían que él había apoyado al príncipe caído. Alyce escuchó los gritos y cuando se calmaron las cosas ordenó tranquilamente a Erwyna que enviara a dos muchachos de la cocina a limpiar las obscenidades que sin duda habían escrito en la pared de fuera. Incluso eso le exigió un esfuerzo. No podía pensar en otra cosa que en los muertos. Más de seis mil, había dicho el sacerdote, y la mayoría de ellos de Londres. Trató de olvidarlos convenciendo a Robert de que acabaran el inventario que habían comenzado sólo unas horas

antes. Pero por mucho que se concentrara en el pergamino que tenía delante, lo único que lograba ver eran las caras que vio pasar por el puente la semana anterior; las recordaba con atormentadora claridad: hombres jóvenes y viejos, algunos hastiados del mundo, otros entusiasmados como niños. También veía las caras de las mujeres, sus ojos hundidos de miedo y aflicción, calladamente acusadores. Juraría que oía el llanto de los hijos huérfanos, incluso en ese momento. Con un esfuerzo de voluntad, expulsó de su mente los recuerdos para centrar la atención en Robert, que se estaba paseando de un lado a otro del cuarto como el enorme leopardo de Enrique, furioso con las rejas de la jaula en que lo tenían encerrado. -No permitiré que sufras a causa de esto -le estaba diciendo él-. No voy a negar que es un golpe, ni que mis cofres no están tan llenos como deberían estar, pero te juro que no te tocarán, milady. Con el triunfo de Montfort aumentan las posibilidades de que liberen a tu padre y tu hermano, y está Colmaine, por supuesto. Puedes exigir su devolución, y tal vez reclamar por daños y per... -¿Es eso lo que piensas? -exclamó ella poniéndose de pie de un salto, temblando de ira, incapaz de oír una palabra más-. ¿Crees que lo único que me importa es el dinero de tus cofres y las elegantes ropas que me pones sobre el cuerpo? El la miró boquiabierto, sorprendido por su furia. -¡Maldito sea tu dinero, Wardell! -Le corrieron las lágrimas por la cara cegándola; le ardía la garganta y la sentía tan oprimida que temió ahogarse con su dolor-. Malditas tus telas, maldito tu comercio y malditos tus préstamos a Eduardo, maldecidos por Dios. Y maldito tú, por pensar en esas cosas en un momento como este. Él levantó la cabeza; sus ojos despedían fuego. Pero en su corazón ella percibió una inmovilidad peligrosa, insondable. -¿Maldito yo, milady? Sin duda. Tal vez Él ya me ha maldecido. Dicho eso se dio media vuelta, salió del cuarto y bajó la escalera. Ella se quedó paralizada escuchando sus pisadas, el ruido del pestillo cuando abrió la puerta de abajo. Con un grito angustiado, corrió hasta la puerta. -¡No soy una lady! -le gritó-. Soy la mujer de un mercader. ¡Soy tu mujer, Robert Wardell! ÉI no la oyó, porque ya se había marchado.

Capítulo 23 El río En los días siguientes fueron llegando en cuentagotas los detalles: las exigencias de Montfort, las promesas del rey, los nombres de los prisioneros, los nombres de los heridos, los nombres de los muertos. Entre los muertos estaba John Rareton, abatido junto con cl resto de ciudadanos mal equipados que eligieron defender el flanco izquierdo del conde Simón. Su nombre aparecía en la lista de uno de los largos pergaminos entregados a los sacerdotes; su cuerpo fue enterrado en una fosa común, junto con los de sus compañeros. Las pocas pertenencias que había llevado con él fueron robadas en el campo de batalla por los carroñeros humanos que no tenían ningún escrúpulo en robar a los muertos. Puesto que la muerte de su sobrina lo había dejado sin herederos, lo normal era que su dinero y posesiones pasaran a la Corona, pero en la confusión no le fue difícil a Robert lograr que la mayor parte pasara a propiedad, de la pequeña iglesia del pueblo de la sobrina. Sus pertenencias personales se dividieron entre sus amigos y los criados de su casa; la valiosa capa forrada en piel pasó al administrador del señor Byngham, su par de zapatos más viejo al muchacho del establo que cuidaba de su caballo, y Alyce se encargó de supervisar el reparto de todo lo demás. Robert pagó para que se celebraran misas por su alma todos los domingos durante un año, pero eso no bastó para aliviar el pesar que lo corroía por dentro. Nada de lo hecho ni de lo que podría haber hecho habría cambiado el resultado, pero saber eso no lograba llenarle el vacío que sentía en la boca del estómago. El riesgo siempre había sido inherente a lo que hacía; era una parte ineludible de su vida, dejado suelto junto con todos los demás males cuando arrojaron al hombre del Edén. Él había limado sus bordes todo cuanto había podido, pero eso no había sido suficiente. En cuanto a él, podía reagrupar, repensar, reconstruir. Eduardo no estaba muerto, y aún en el caso de que lo estuviera, los partidarios de Montfort necesitaban ropa tanto como los del príncipe. Al final podría volver a llenar sus cofres y reabastecer sus existencias, pero no sabía si podría remediar alguna vez la brecha que lo separaba de Alyce. De eso ya no estaba seguro. Ella lo había maldecido, furiosa al creer que él se preocupaba cruelmente por sus negocios habiendo tantos muertos en Lewes. Cien veces había intentado, sin conseguirlo, encontrar las palabras para explicarle que lo que lo preocupaba no era su negocio sino el futuro de ella. Se había casado con todo honor, pero no había esperado enamorarse. No habría tenido el valor para casarse si hubiera pensado que volvería a ser vulnerable. Pero se había

enamorado, y aunque sabía que Alyce no era la criatura de corazón frágil que había sido Jocelyn, no podía evitar desear protegerla, especialmente de las consecuencias de sus actos.

Leer pergamino tras pergamino de inventarios y cuentas era una tarea aburridísima, pero mejor que revisar manteles, sábanas o barriles de arenque salado o tener que mediar en otra pelea entre Maida y Erwyna. Alyce miró el pergamino con los ojos entornados, tratando de descifrar los abominables garabatos que un mercader flamenco hacía pasar por escritura. Ese garabato tenía que significar codos, porque dudaba mucho que Robert hubiera importado esa cantidad de pollos a Inglaterra, por muy productiva que fuera la industria avícola flamenca. Pero si eran codos, ¿qué demonios eran esas letras? Con un suspiro dejó a un lado el pergamino y se enterró los nudillos en la parte de atrás de la cintura, arqueando la espalda para aflojar la rigidez producida por tantas horas agachada sobre las cuentas. El día ya estaba bastante avanzado; ya era hora de que abandonara esas viejas cuentas y atendiera a los asuntos domésticos. Pese a las objeciones de Robert, había pasado esos últimos días leyendo los documentos dejados por John Rareton, para informarse. Él había sido un contable muy meticuloso, de modo que era interminable lo que había para examinar, pero así estaba aprendiendo muchísimo más acerca del negocio de Robert que si no lo hiciera. La envergadura de sus actividades la dejaba un poco sin aliento. Ya sabía de sus viajes por Inglaterra y Lucca, Venecia y el Levante, pero nunca había captado verdaderamente la amplitud y complejidad de todo... hasta esos momentos. Pero si bien su comprensión de sus negocios había avanzado, la relación entre ellos no. Si pudiera retiraría sus palabras de condena, pero él se mostraba tan frío y distante que ella todavía no lograba reunir el valor para proponerle el tema. En todo caso, él ya tenía bastante de qué preocuparse. No quería de ninguna manera empeorar las cosas presionándolo cuando todavía era tan intenso su duelo por John Rareton. En cuanto a la victoria de Montfort, bueno, por lo menos Robert tenía la protección del apellido de su familia, por poco que eso le sirviera. Había otros no tan afortunados ni previsores, aunque, gracias a Dios, Montfort no era un hombre vengativo. Y Robert tenía razón en todo caso: Eduardo no había muerto, y mientras viviera también estaba viva la esperanza en su triunfo final. La astucia y la indómita voluntad del príncipe todavía podían ganar la victoria final. Sus negras elucubraciones fueron interrumpidas por el ruido de pasos en la escalera. Un instante después, entró William Townsend. Con el ceño fruncido paseó la mirada por la habitación. -Con vuestro perdón, mila... eeh, señora. Creí que encontraría aquí a Robert. -No es... -Se interrumpió al oír el ruido de otros pasos en la escalera; Robert podía evitarla a ella, pero no tenía una aversión similar por su amigo. William no perdió el tiempo en cortesías. -Hensford ha vuelto. Me han dicho que sus percherones venían casi tambaleantes bajo el peso de las telas que cargaban. Lo descargaron todo en el almacén de un muelle anoche. Pero también me dijeron -añadió indignado-, que hay un barco convenientemente atracado cerca, esperando un cargamento que él les prometió antes de salir de Londres.

Robert entornó los ojos. -No tenemos ninguna prueba de que esas mercancías no sean de él. -Ni siquiera tú transportarías tanto-dijo William-, y tu negocio siempre ha sido mucho mayor que el de él. Robert negó con la cabeza, a regañadientes. -Podría haber transportado mercancías de otros, tal como hice yo. William abrió los brazos, fastidiado. -¿Es que tienes respuesta para todo? Robert curvó los labios en una sonrisa peligrosa. -No, pero no me cabe duda de que Hensford se habrá ocupado de tenerlas. -Frunció el ceño-. ¿No tienes un pariente que es teniente de sheriff? -Es pariente de Mary; es su primo. Pero es hombre de Montfort, Y no estará inclinado a ayudarnos en contra de un hombre que cuenta con el favor del conde. -Estuvo un momento rascándose el mentón y luego movió la cabeza-. No me repugna la idea de hacerle una visita al señor Hensford, pero necesitamos pruebas de que las mercancías son robadas. Pruebas sólidas, que ni siquiera el primo de Mary pueda rechazar. -Y eso será condenadamente difícil de encontrar -añadió Robert, completando su pensamiento. Alyce escuchaba sólo con medio oído. Algo le rondaba por la cabeza, algo importante, pero... ¿qué? A cada instante creía haberlo cogido, pero se le escapaba. -.. a ver qué hay ahí antes que desaparezca del todo. -Debe de estar planeando enviarlo al norte, a Hull tal vez. o a Escocia. -Es difícil encontrar barco últimamente. ¿Cómo sabía que habría uno esperando? Los dos hombres se miraron, considerando las posibilidades. -Una cosa es segura -dijo William-. No nos vamos a enterar de nada si nos quedamos aquí moviendo la lengua. Alyce todavía no cogía el pensamiento que la acosaba cuando los vio salir por la puerta de la casa seguidos por dos hombres de Robert.

«¡Pruebas!» ¡Tenían pruebas! Alyce cerró los ojos sobre el mantel remendado que tenía en la mano, tratando de recordar dónde las había visto. Erwyna frunció el ceño, perpleja. -¿Señora? ¿Hay algo mal en el zurcido? Fue la ayudante de cocina la que lo hizo, pero yo no vi nada mal y... -¡Y sé dónde están! -graznó Alyce, arrojando lejos el mantel. Sin esperar a ver dónde caía, salió corriendo y gritó por encima del hombro-: Ordena que ensillen a Graciela y dile a uno de los hombres que esté listo para acompañarme. ¡Inmediatamente! Le llevó unos minutos escarbar entre los atados y rollos esmeradamente ordenados por Rareton hasta encontrar los documentos que necesitaba.

-¡Este! -gritó, cogiendo el pergamino que recordaba-. ¡Y este! Les echó una ojeada rápida para asegurarse de que eran los que recordaba, los dobló y los guardó en el monedero de cuero que llevaba colgado del cinturón. La animó encontrar a Newton esperándola en el patio; desde esa noche de la visita nocturna de los guardias de Montfort a la casa, la cara agria de Newton le daba la agradable sensación de seguridad. Él no le hizo ninguna pregunta, ni siquiera cuando ella puso en trote rápido a Graciela, a pesar de lo llena de gente que estaba la calle. Ya había caído la noche cuando encontraron a su presa: un grupo de hombres de expresiones enfadadas reunidos en círculo bajo la luz de una antorcha y la linterna que colgaba en la proa de un barco que estaba atracado detrás de ellos. Hensford había sido listo al dejar de lado los almacenes y muelles que normalmente usaban los mercaderes y buscar uno bastante más al oeste, donde se descargaba carbón y madera. Su inesperada presencia allí llamaría la atención, pero los carboneros y los madereros trabajaban y vivían en un ambiente distinto al de merceros como Robert. Cuando se supiera de las extrañas actividades de Hensford en esa parte de la ciudad, las mercancías ya estarían vendidas y su monedero hinchado con los beneficios. Pese a las protestas de Newton, Alyce desmontó y ató las riendas de la yegua al extremo de una carreta detenida cerca de la puerta del almacén. Él se apresuró a hacer lo mismo y la siguió, con la espada desenvainada. -Debe de ser consolador tener a un teniente de sheriff domesticado que cumpla tus órdenes, Wardell. Alyce se erizó de furia; era imposible no captar el tono burlón de Hensford. -No obedezco órdenes de ningún hombre que no sea mi superior -dijo un hombre al que ella no conocía. Sin duda ese era el teniente de sheriff primo de Mary. Eso significaba que Robert y William habían optado por farolear y acusar a Hensford sin tener pruebas, con la esperanza de que diera buen resultado. Sonrió al pensarlo, mientras desataba los lazos que sujetaban su monedero. -Pero parece que hay dudas respecto al verdadero propietario de las telas, señor Hensford -continuó el hombre-. Es mi deber investigarlo. Y debo decir -añadió, sarcástico-, que vuestra prisa por embarcar esas telas despierta mi curiosidad. La mayoría de los mercaderes de Londres no se dan tantas prisas, sobre todo este último tiempo. -Estáis perdiendo el tiempo, todos. ¿Para qué me voy a molestar en robar las mercancías de otro teniendo yo propias más que suficientes? -¿Porque eres un codicioso hideputa tal vez? -sugirió Wardell-. ¿O porque los problemas de estos meses te han causado más problemas de lo que eres capaz de afrontar, pese al favor de que gozas con el conde Simón? -Estás faroleando, Wardell. Desesperado. A la luz de la antorcha, los ojos de Robert brillaron como diamantes. -¿Eso crees, Hensford? ¡Ponme a prueba! -Enséñame tu prueba, entonces. ¡Enséñanos a todos tu prueba! -¡Yo tengo la prueba! -exclamó Alyce, sacando las hojas de pergamino dobladas del monedero y entrando osadamente en el círculo de luz.

-¡¿Qué?! La furibunda mirada de Hensford podría haber derretido una roca. Robert la miró fijamente un momento, absolutamente atónito, y luego se echó a reír. -Albaranes, señor Hensford -dijo ella, entregando las hojas dc pergamino al sorprendido teniente de sheriff-. El primero es de un mercader de Ypres en que detalla las telas que embarca por encargo del señor Wardell. -¿Y qué demonios prueba eso? -alegó Hensford-. Hay cualquier cantidad de embarques... -El segundo es de puño y letra de un tal capitán Alexander Picot, dueño del velero Fair Weather, que recibió el cargamento en Ypres y dada la imposibilidad de desembarcarlas en Londres las dejó en un almacén de Winchelsea. Un almacén que hace menos de una semana estaba vacío, antes que vos llegarais convenientemente allí. -Viendo que él abría la boca para protestar, añadió-: No tendría que ser difícil obtener declaraciones del hospitalario y los criados del monasterio San Pancracio, que atestiguarán vuestra presencia allí y vuestra intención de viajar a Winchelsea. Estoy segura de que si lo intentamos, podremos encontrar posaderos y mesoneros que os vieron en la ciudad. Hensford la miró enfurecido. Ella no lo había asustado... todavía, pero sí los documentos. William estaba sonriendo, muy divertido. El teniente de sheriff tenía dividida su energía en examinar los albaranes y en mirar a Alyce con la expresión de un hombre al que acaban de presentarle un oso bailarín. Y Robert... Alyce se secó las palmas mojadas en falda. No miró a Robert. -¿Y quién sois vos, señora? -preguntó el teniente de sheriff. -La esposa del señor Wardell. Yo le llevo las cuentas. -No mencionó a su padre. -Todo eso está muy bien -dijo Hensford, recuperado su aplomo-, pero no prueba nada. Estas telas son mías. Sus ojos entornados parecían simples rajas oscuras; tenía la frente cubierta por gotas de sudor. El sudor hizo sonreír a Alyce; no estaba tan tranquilo como quería aparentar. -Tiene razón, ¿sabéis? -dijo el teniente de sheriff. Enseñó los albaranes-. Esto no prueba nada. -No, pero si revisáis esos fardos de tela -repuso Alyce, apuntando los rollos envueltos en lino amontonados a un lado del muelle-, me imagino que descubriréis que por lo menos algunos tienen el sello del mercader de Ypres. El mismo que aparece en su albarán. Robert, William y Hensford ya sabían adónde quería llegar Alyce. El teniente de sheriff estaba comenzando a comprenderlo. Entornó los ojos, pensativo, considerando lo que había querido decir. -El señor Hensford no habrá tenido ningún motivo para abrir esos fardos antes -continuó Alyce, tranquilamente, pese a los martilleos de su corazón-, y ciertamente no habría recibido largos y tipos de tela iguales a los que se embarcaron para mi marido. Si comprobáis los largos de las piezas que hay en esos fardos y los cotejáis con los que están anotados en el albarán, creo que veréis que coinciden. Por un momento el teniente de sheriff se limitó a mirarla fijamente. Luego su mirada pasó a Hensford y de ahí bajó a las mercancías amontonadas en el muelle. Cuando levantó la vista. su boca estaba apretada en una línea de resolución. -¡Tú! -dijo, apuntando a uno de los hombres de Hensford-. Trae esa antorcha. Vamos a

comprobar esto ahora mismo. Siguiendo las órdenes del teniente de sheriff, otros dos hombres de Hensford empezaron a separar los fardos del montón, mientras todos observaban en silencio. Cuando quedó al descubierto el primer fardo sellado, se elevó en el aire una exclamación colectiva. Pero a medida que los hombres fueron apartando más, el silencio se transformó en algo vivo, peligroso. Aunque Hensford estaba a unos cuantos palmos de distancia a su izquierda, Alyce oía su respiración agitada, audible incluso por encima del ruido del río que corría a sus espaldas. Robert estaba frente a ella al otro lado del montón; era el único que no prestaba atención a la investigación del teniente de sheriff. Tenía la mirada fija en ella. Pese a lo tenue de la luz, ella habría jurado que él estaba sonriendo. -De acuerdo, entonces -dijo el teniente cuando ya se habían apartado once fardos sellados del resto-. Ahora veremos qué hay dentro de ellos, ¿verdad? Tú, William, tú conoces las telas, yo no. Abre ese de encima y dime qué encuentras. William desenvainó su cuchillo del cinto y cortó una de las cuerdas anudadas que envolvían el fardo. Con un feroz gruñido, Hensford le cogió el brazo a Alyce y se lo dobló a la espalda. Ella lanzó un grito de dolor. Al instante siguiente, él le tenía el cuchillo apoyado en la garganta e iba tirando de ella hacia el río. -¡Hensford! E1 furioso rugido hizo eco en las aguas del río. Sacando su espada, Robert saltó por encima de los fardos y fue a detenerse delante de Alyce. Hensford aumentó la presión sobre el brazo y ella ahogó una exclamación. -¡Cuidado, Wardell! -dijo, retrocediendo y arrastrando a Alyce con él. Obligada a estar de puntillas, ella trastabilló y se tambaleó, quedando apoyada en él. Él le dio otro tirón en el brazo, haciéndola sollozar de dolor. -Hiérela, Hensford -gruñó Robert-, y no quedará de ti ni lo suficiente para alimentar a los peces. -Cualquiera diría que la amas, Wardell -se burló Hensford. Robert se detuvo, una sombra entre 1as retorcidas sombras. -La amo. Alyce gritó; el cuchillo le pinchó la garganta, sacándole sangre. El grito se convirtió en un resuello. -¿De veras la amas? -dijo Hensford con voz arrastrada, haciendo de cada palabra un insulto. -Sí -repuso Robert lisamente-, y te veré en el infierno antes que permitirte que le hagas daño. Suéltala, Hensford. Tu pelea es conmigo, no con ella. Alyce habría jurado que sintió sonreír a Hensford. -Nooo -contestó éste, como si estuviera saboreando la posibilidad de cortarle el cuello-. Esto me parece más... conveniente. Nunca has sido famoso por tu carácter dulce. -Ni tú por tu inteligencia -dijo Robert en voz baja y suave. Alyce no necesitaba verle bien la cara para saber que había un mundo de amenaza en ella. Los demás estaban inmóviles como estatuas detrás de él, con las manos sobre sus

espadas o cuchillos. -Has perdido, Wardell. No te queda nada, aparte tal vez de una tienducha en la calle de los merceros. -Hensford se echó a reír; su risa tenía trazas de locura-. Vamos, incluso podría ofrecerme a abastecerte de telas... por un precio. Aumentó la presión de su mano sobre el brazo de Alyce; ella tuvo la repentina y horrorosa impresión de que él estaba disfrutando con eso, que había esperado tanto para arrojar su odio a la cara de Robert que un asesinato era un. precio pequeño a pagar por ese placer. No tuvo oportunidad para seguir su línea de pensamiento, porque él continuó retrocediendo arrastrándola con él. Robert avanzó, con la espada lista, pero se detuvo cuando Hensford blandió su cuchillo sobre la mandíbula de ella, en inconfundible advertencia. Los demás estaban gritando órdenes, maldiciendo, pidiendo ayuda. Ella oyó gritos provenientes del barco, pero los tripulantes estaban en la sombra, y la luz de la linterna sólo era un tenue resplandor al borde de su visión. Detrás de ella y Hensford no había nada aparte de la orilla del muelle y el río. El corazón le palpitaba desbocado, sonándole en los oídos. Piensa. ¡Piensa! Robert no podía hacer nada mientras Hensford la mantuviera entre ellos, Tenía que liberarse, tenía que... -Suelta a mi mujer, Hensford -dijo Robert, con voz cortante como acero afilado-. Ya has reconocido tu robo al cogerla así, al margen de lo que prueben los albaranes. ¿Qué vas a ganar haciéndole daño? Suéltala. -¿Para que tú me mates? ¿O me hagas colgar por ladrón? -No presentaré cargos... -¿Te gustaría eso, eh? Verme colgado. Ver acabar mi vida en el extremo de una soga mientras estás al lado riendo. -En su voz había terror; terror y odio-. No te daré esa satisfacción, Wardell. Atrás! -gritó, al ver que Robert aprovechaba la sombra más oscura arrojada por el barco para acercase-. La mataré si te mueves. Lo juro. -No me he movido. Hensford se detuvo, vacilante; giró la cabeza de un lado a otro, buscando un camino libre. A Alyce se le doblaron las piernas; era lógico le estaban temblando de miedo y por el esfuerzo de mantener el equilibrio así ladeada y de puntillas. Si lograra obligarlo a soltarla... Soltando una maldición él la enderezó bruscamente. -Arroja al suelo la espada, Wardell. Y el cuchillo. Robert titubeó. -¡Ahora! La espada cayó al suelo y rodó por el muelle. Cayó también el cuchillo. -Retrocede. Robert retrocedió cautelosamente. A Alyce se le vino el corazón al suelo. Si se acercaban bastante al borde, tal vez podría empujarlo y arrojarlo al río; ¿pero cómo evitar caer ella también? Tuvo una repentina visión de sí misma como un cadáver hinchado y mordido por peces. Se le revolvió el estómago. Sintió frío en fa cara y en los pies. -Coge ese cabo. La dura orden de Hensford hizo desaparecer la visión.

Él aflojó la presión justo lo suficiente para que ella cogiera el cabo que le indicaba, que estaba atado por un bucle a un noray a la orilla del muelle. Tan pronto ella lo soltó, él lo cogió y lo lanzó hacia atrás. Ella oyó el ruido que hizo el cabo al golpear madera. ¡Un bote! Tenía que haber embarcaciones pequeñas atracadas al muelle. Y si había una, era muy posible que hubiera otras. -Ahora ese cabo. ¡Mantén la distancia, Wardell! La furiosa advertencia la arredró; si Robert no podía acercarse... -¡Salta! Hensford saltó tirando de ella; aterrizaron en un bote largo y estrecho; se le torció un tobillo al caer. Gritó de dolor y trató de levantarse pero el movimiento de la embarcación la lanzó hacia delante, dejándola a cuatro patas; el bote empezó a cabecear y a zarandearse. Sintió el instante en que la corriente los arrastró alejándolos de la orilla. Hensford se inclinó hacia fuera, cogió el otro bote y lo empujó hacia la corriente. A Alyce se le cayó el corazón al suelo. Ahora Robert tendría que perder un tiempo precioso buscando otra embarcación mientras Hensford se alejaba, invisible en la noche. ¿Y después qué? ¿Para qué la iba a retener Hensford cuando le sería tan fácil arrojarla en el río? Si lograba llegar a la costa sin que lo descubrieran podría huir a Francia y ponerse fuera del alcance de la justicia inglesa para siempre. ¡Piensa!, No tenía ninguna arma ni sabía nadar. No se atrevía a arrojarse en el río ni siquiera a tan poca distancia de la orilla. Trató de levantarse y tuvo que morderse el labio para no gemir por la protesta de su tobillo lesionado. Sin cambiar su posición de rodillas giró la cabeza para mirar hacia atrás. Vio unas figuras negras que entraban y salían del círculo de la luz de la antorcha, pero no logró distinguir a Robert entre ellas. Ya estaban bastante lejos de la orilla. Maldiciendo, Hensford buscó en el fondo del bote y sacó dos remos. Mientras él trataba de atar el remo al escalmo, ella consideró la posibilidad de coger el remo y usarlo a modo de lanza. Se agachó y estiró la mano. Estaba a punto de cogerlo... En ese instante saltó agua a su derecha al surgir una figura oscura que se cogió del costado del bote. Alyce ahogó una exclamación y cayó hacia atrás. Hensford lanzó un chillido de rabia. Tiró del remo que acababa de amarrar al escalmo para sacarlo del agua y girarlo para golpear a Robert. Robert cogió el extremo ancho y se lo arrebató de las manos. Cuando Hensford se agachó para coger el otro remo, Robert tiró al agua el que tenía en las manos, se dio un impulso y se encaramó a la barca. El resto fue una borrosa confusión de maldiciones, gruñidos, aleteo de brazos y puños golpeando carne. Robert y Hensford oscilaban, caían hacia atrás, y volvían a acercarse en el peligroso y desesperado baile de dos hombres luchando por destruirse. Alyce se acurrucó en la popa, sin atreverse a hacer el menor movimiento, para no estorbar a Robert, bien aferrada a los lados de la barca, que se mecía y zarandeaba como loca. El río corría veloz, atraído por la marea que estaba bajando, arrastrándolos cada vez más lejos de la orilla hasta que la ciudad era una sombra remota. Sólo los iluminaban las estrellas y la débil luz de un cuarto de luna que recién estaba asomando en el horizonte. Bajo esa fría y distante blancura, Robert y Hensford eran dos sombras negras debatiéndose como almas en el infierno.

Y como infierno burlón, el río rugía y rugía con voz cada vez más fuerte y ronca. La embarcación se zarandeó peligrosamente arrojándola contra un lado; ella se giró tratando de mantener el equilibrio y entonces cayó en la cuenta de que el inmenso bulto negro que se veía delante no era el horizonte sino el puente de Londres, y de que el rugido del río era su protesta por verse obligado a dividirse para pasar por entre las enormes patas de piedra. Consternada, sin poder hacer otra cosa, observó aumentar de tamaño el puente, oyendo el rugido que fue aumentando en volumen hasta ahogar todo otro sonido. Todo, a excepción del alarido del hombre que cayó hacia atrás, se balanceó en el borde de la embarcación y cavó en las sombras más profundas del agua debajo del puente. El rugido del río se elevó hasta un trueno triunfal, tragándose todo pensamiento en una negrura que impedía ver nada. Alyce sintió elevarse las gigantescas olas por encima de ella. Se acurrucó en el fondo del bote, sumergida en el sonido, ciega, sorda y medio loca. ¿Quién fue el que se cayó de la embarcación? Y de pronto salieron del puente, a la bendita luz, y vio una sombra oscura avanzando cautelosamente hacia ella. -¿Alyce? ¿Mi amor? ¡Alyce! Lanzando un grito ahogado, Alyce se arrojó en los brazos de Robert, riendo, sollozando, atragantada por el miedo, el bendito alivio y una alegría que le henchía el corazón. Él tenía la túnica empapada, la piel fría y chorreaba agua, pero sus labios estaban cálidos, sus brazos fuertes y consoladores alrededor de ella, su pecho un apoyo seguro. Llorando y riendo ella le correspondió con avidez sus ávidos besos, y olvidó todo lo demás en la vertiginosa maravilla de que él la amaba. Finalmente, y a pesar de sus protestas, él se apartó riendo suavemente. -Te estaría abrazando y besando hasta la aurora, mi amor -le dijo dulcemente, levantándole la cara hacia la luz de la luna-, pero si queremos llegar a la orilla en algún lugar de Londres, será mejor que me ocupe de hacerlo. ¿Hay otro remo? Había otro remo y de alguna manera él consiguió llevar la embarcación a la orilla. -Estamos justo pasada la Torre, creo -dijo él, ayudándola a saltar al terraplén-. Será incómodo caminar sin duda, pero mejor que acurrucarnos aquí hasta el amanecer. A no ser añadió-, que prefieras que yo coja una inflamación de los pulmones en venganza por haberte puesto en este peligro. La respuesta de ella fue rodearle el cuello con los brazos y reclamar otro beso, y otro y otro y otro, hasta que las estrellas empezaron a girar en el cielo con su dicha. -Te amo, milady -dijo-, más que a mi vida, lo juro. -No soy una dama. Soy... Él se rió y le tapó suavemente los labios con el dedo, silenciándola. Su sonrisa era dorada en la oscuridad. -Eres mi dama. Mi señora y esposa, en verdad, pero de todos modos mi dama, y nadie puede cambiar eso jamás, como que Dios es mi testigo. Y entonces puso sus labios donde había estado el dedo, silenciando las protestas de su dama en ese asunto para siempre.

Una nueva vida Londres, diciembre de 1265 -¡Por los huesos de Cristo, hombre! -exclamó William-. Siéntate, que te vas a caer. No harás ningún bien a tu mujer si te emborrachas como una cuba y luego no haces más que vomitar o caerte. El vómito irritará a Erwyna y con la caída podrías romperte el cuello, y ¿qué será de ti entonces, me gustaría saber? Robert dejó de pasearse por la habitación y miró furibundo a su amigo. Antes que lograra formular una respuesta, un grito proveniente del otro lado de la puerta de su habitación interrumpió sus pensamientos. Gimió como un hombre atormentado y se apresuró a coger la copa y la jarra de vino de la mesa. Le temblaba tanto la mano que se derramó vino en la túnica, ya mojada por el sudor y el vino, y manchó de rojo púrpura la estera del suelo ya manchada. Durante un momento miró fijamente el vino derramado, después dejó la jarra en la mesa con un golpe, apuró de un trago todo el vino que quedaba en la copa y se dejó caer en el sillón al lado de William. -¿Cómo lo soportas? -le preguntó, pasándose la mano por el pelo enmarañado-. ¡Cinco hijos! Yo no sobreviviré al nacimiento de este primero, te lo juro. -¡Cómo! -Con una sonrisa irónica, William alzó la copa a modo de brindis burlón-. Me emborracho como una cuba y ruego a Dios no romperme el cuello cuando me caiga. Pero eso no significa que tú tengas que ser igual de tonto, amigo mío. -Se encogió de hombros y sonrió como para sus adentros-. Nada de eso le hará ningún bien a ella. Robert apoyó los codos sobre las rodillas, se cogió la cabeza dolorida entre las manos, después se frotó los ojos, que le escocían y se pasó las manos por la cara. El roce de sus palmas sobre la rasposa barba sin afeitar produjo un sonido sordo y áspero en el silencio. Silencio. Se quedó inmóvil un momento, luego se enderezó, mirando fijamente la puerta que lo separaba de su mujer, temiendo lo peor. Estaba a medio levantarse cuando sonó otro grito; se desplomó nuevamente en el sillón, fláccido como un títere sin sus cuerdas. -Lady Alyce no es la frágil Jocelyn, Robert -le dijo William amablemente-. Es como mi Mary, robusta y fuerte, por muy noble que sea su cuna. Se las arreglará muy bien, pero sigue bebiendo así -ladeó la cabeza y miró el vino encharcado en la mesa y desparramado en la estera- y serás tú el que tenga que guardar cama como una ruina, no ella. Robert hizo una mueca de angustia. -Yo sufriría el dolor por ella si pudiera. -Su voz sonó ronca y áspera, incluso a sus oídos-. Si pudiera. William se echó a reír. -Hermosas palabras, pero es que los hombres no podemos soportar ese dolor, ¿sabes?, por muy valientes que parezcamos. -Se meció hacia atrás en la banqueta, con mirada evocadora-. Cuando nació nuestro primer hijo, yo juré comportarme como un monje y abstenerme de acostarme con ella, para no hacerla pasar por eso una segunda vez. Pero al día

siguiente ella ya estaba en pie regañando a la cocinera por haber quemado el guiso, mientras yo seguía sentado ante el hogar gimiendo como malo de la cabeza. Robert miró en silencio su copa vacía. -¡Venga, hombre! -lo regañó William-. No tienes por qué estar tan triste. El bebé hará su aparición cuando decida salir y no lo hará ni un segundo antes. Es arrogante y obstinado como su padre, seguro, e igual de resuelto a hacer su voluntad, pese a quien pese. -Le dio una palmadita en el hombro y añadió en tono más suave-: Cualquier hombre capaz de ver a través de los problemas de estos dos años con tanta claridad como tú tiene que ser capaz de esperar el nacimiento de un bebé. Robert lo miró tristemente. -Igual podría haberme equivocado, ¿sabes? En todo. Y entonces os habría hundido a todos conmigo. -En lugar de eso, Montfort y su hijo yacen muertos en Evesham desde hace cinco meses, mientras nosotros estamos sentados aquí con los bolsillos más gordos que nunca, y contamos además con la buena voluntad de un rey y un príncipe agradecidos. El resto de los londinenses sangrarán años para pagar la multa que Enrique les exige por desafiarlo, mientras nosotros gozamos del favor de Enrique con derechos de comercio y tenemos nuevos clientes de entre los hombres del rey, que de otro modo no se habrían molestado. -Movió la cabeza, admirado-. Si no fuera por ti, estaríamos arruinados, Robert, y bien que lo sabes. Yo pensaba que te habías vuelto loco para arriesgar tanto, y sin embargo eras tú el que veía con más claridad después de todo. -Sólo era arrogancia y orgullo, amigo mío -susurró Robert-. Estuve a punto de perderlo todo. -¿Pero no lo perdiste, ¿verdad? Y tampoco te fallará lady Alyce ahora, por mucho que te preocupes. Antes que Robert pudiera contestar se abrió la puerta del dormitorio. Se levantó de un salto, pero se quedó ahí, oscilando ligeramente, incapaz de dar un paso adelante por temor a la noticia. Mary Townsend salió de la habitación, cerró la puerta y se dirigió hacia ellos. Se detuvo delante de Robert, con sus regordetas manos en puños sobre las caderas, y lo miró de arriba abajo. -Igual de injusto que William, pensando lo peor y dejando seco el barril de vino mientras vuestra buena mujer hace todo el trabajo, y todo por daros el placer nueve meses atrás. -Sorbió por la nariz y se giró hacia su marido-. Te tengo trabajo, señor Townsend, si crees que puedes mantenerte en pie el tiempo suficiente para ayudarme. William sonrió a Robert, dejó su copa en la mesa, se levantó e hizo una inclinación ante su mujer. -Siempre has sido una regañona entrometida, pero iré, mi buena. esposa, tan dócil como un perro. Mejor eso que soportar tu lengua afilada toda una semana si no lo hago. -¡Ja! -dijo Mary, pero en sus ojos había un destello que contradecía su postura belicosa-. Y vos -añadió, pinchando a Robert en el pecho con el dedo-, sentaos, no sea que os caigáis. -Os ayudaré -dijo Robert muy serio-. Cualquier cosa. Cualquier cosa. Sólo tenéis que decírmelo y lo haré. -¡Ja! -repitió Mary, bufando como un caballo de guerra enfadado-. En el estado en que

estáis, no os creo capaz ni de llevar un cubo de agua sucia. Seguro que os caeríais por la escalera antes que ser de aluna utilidad. Robert la miró enfurruñado. Ella lo empujó nuevamente enterrándole el dedo en el pecho; él cayó en el sillón con un plop. Abrió la boca y volvió a cerrarla, incapaz de hacer salir las preguntas que le quemaban la lengua. -Y dejad de angustiaros -añadió ella, severa-. Vuestra Alyce está bien, y el bebé también. Los primeros siempre tardan más. Así es como son las cosas, y no hay nada que hacer. Si fuerais el propio rey, sería igual. Satisfecha por haberlo intimidado suficientemente, Mary se dio media vuelta y se alejó. Robert se sorprendió al ver que a mitad de camino hacia la puerta ella viró, atravesó la sala y abrió la tapa de un arcón alto de madera laboriosamente labrada que estaba adosado a la pared. -¿Por qué hacéis eso? Ella estuvo un momento en silencio con la mano quieta sobre la tapa. -Dicen que va bien -contestó, ruborizándose por haber sido sorprendida-. Dicen que abrir arcones, puertas y ventanas ayuda al bebé a salir. -¿De veras? -Tenía tan apretados los dedos en los brazos del sillón que se le enterraban las uñas en la madera-. Pensé que no creíais en esas tontas supersticiones. ¿No fue eso lo que me dijisteis una vez? -¿Y qué si lo dije? ¿Qué? -dijo ella, malhumorada. De todos modos dejó caer la tapa y se marchó pisando fuerte seguida obedientemente por William. Robert cerró los ojos y escuchó alejarse sus pasos por la escalera. Mejor oír eso que los gemidos y resuellos que oía tras la puerta cerrada del dormitorio. Y de pronto se hizo el silencio; cuando el silencio se alargó, se levantó y con pasos inseguros fue hasta el arcón y volvió a levantar la tapa.

Su hija hizo su aparición al anochecer, entrando en el mundo con un fuerte chillido que sacó un viva a William y una risa ahogada a Robert. Pero la partera, Mary y las mujeres de Alyce lo mantuvieron a raya durante otra hora, e igual no le habrían permitido entrar si él no hubiera estado golpeando la puerta y amenazándolas con dejarlas lisiadas si no lo dejaban entrar a ver a su mujer. Su aspecto era lamentable, lo sabía: ojeroso, los ojos enrojecidos por haber trasnochado, y más agotado que después del más arduo de sus viajes, pero ya no soportaba más espera; tenía que ver a Alyce, tenía que tocarla, cerciorarse por sí mismo de que estaba viva. Cuando se abrió la puerta, entró de cabeza y casi se cayó, súbitamente privado de su apoyo. Como venidas de muy lejos oyó las reprimendas de una de las mujeres; tuvo la vaga impresión de que había también otras personas en la habitación, pero sólo tenía ojos para la radiante criatura que estaba en la cama reclinada sobre abultados almohadones y cubierta por una hermosa colcha blanca. En dos pasos cruzó la habitación y se arrodilló junto a la cama; mejor dicho se

desmoronó, porque le flaquearon las rodillas y le temblaron las piernas por el alivio. -¡Ah, señor! -dijo Alyce, riéndose de él-. Hueles a bebida fuerte. ¿Qué has estado haciendo todas estas horas? ¿Nadando en un barril de vino? Él enterró los dedos en la colcha para impedirse cogerla en sus brazos. -Nadando no, señora. Derramándolo en mi ropa y en el suelo, como un hombre vuelto loco; por mi garganta no ha pasado ni la mitad, te lo juro. No sabía si las lágrimas que sentía en los ojos y el nudo en la garganta eran de risa o de llanto; tal vez de ambas cosas. Pero no le importaba, mientras ella viviera. -He tenido tanto miedo -dijo con la voz quebrada, sintiendo el escozor de las lágrimas-. Oía tus gritos. Trataba de rezar pero no tenía palabras, sólo tú y... Ella le rozó la punta de la nariz para detener ese doloroso torrente de palabras. -Deberías haber confiado más en mí, señor. No tengo la menor intención de abandonaros, ni a ti ni a nuestra hija. Él parpadeó, boquiabierto como un tonto. -¿Nuestra hija? -Nuestra hija, señor. Las velas dispuestas sobre la mesa junto a la cama parecían arder en. sus ojos. Su cara podría haber encendido la mañana con su resplandor. -Una niña hermosa -dijo Hilde feliz, poniendo un bultito fajado en los brazos acogedores de Alyce-. Niña más preciosa no había visto en mi vida. Robert miró el bultito, después a Alyce y nuevamente al bultito. Hizo una rápida y quemante inspiración y tocó con mucho tiento el borde de la manta. De entre los pliegues salió una especie de « ¡chaf!", como de disgusto. Él se apresuró a retirar la mano. -¡A ver, igual que todos los hombres! -refunfuñó Maida-. Buenos para engendrar pero al final tan inútiles como un plato de gachas cocidas dos veces. Alyce se rió; a Robert no le importó. Con dedos trémulos apartó un borde de la ropa que la envolvía y vio una carita arrugada y roja coronada por una tupida mata de reluciente pelo rojo. La carita se arrugó más; la perfecta boquita rosada se abrió y dejó al descubierto una perfecta lengüita rosada. -¡Ah, ah! ¿Habéis visto eso? -exclamó Robert, impresionado-. ¡Me ha sonreído! -Bostezado más bien -dijo una de las mujeres. -Gases -dijo otra. -Pues claro que te sonrió -dijo Alyce-. Eres su padre y el hombre más apuesto que ha visto en su vida, -El único hombre que ha visto -corrigió Mary-. Pero ya es una avispada. Mirad cómo arruga la cara y hace gestos. Todos se rieron y la niña se quedó muy quieta, como si quisiera captar cada palabra. Robert le acarició suavemente la mejilla sedosa con la yema de un dedo. Su hija giró la cara hacia él, con los ojos muy abiertos, brillándole. -Sí que es maravilloso el mundo, mi amor -le susurró acercándose más-, pero de todas las maravillas que hay en él, te juro que es tu señora madre la que más me impresiona.

Alyce se rió. El sonido de su risa lo recorrió todo entero como una bendición. Brillaron lágrimas en los ojos de Alyce y le tendió la mano. Él se la cogió y la atrajo hacia él. -Te juro que es cierto, mi señora. Mi amor -añadió en voz más baja y suavizada por la admiración. Y añadió en voz más dulce aún-: Mi vida. -¡Oh, Robert! -exclamó ella, y le brotaron las lágrimas, como diamantes líquidos, a juego con el resplandor dorado de su sonrisa. -¡Oooohh! -dijo Hilde, sorbiendo por la nariz. -¡Mmmff! -corearon Maida y Mary al unísono. Sin impresionarse, su hija sonrió, después bostezó, cerró los ojos y tranquilamente se durmió.
Anne Avery - La novia vendida

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