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Tras resolver el misterio del asesino de su hermana, la inspectora Tracy Crosswhite retoma su labor policíaca. Le aguarda un nuevo caso en el norte de Seattle, donde se han sucedido varias muertes de chicas jóvenes en moteles baratos. Todas están conectadas entre sí y son obra de un mismo asesino. Las pistas escasean y el número de víctimas continúa en aumento cuando Tracy sitúa la clave de resolución del misterio en cierta investigación criminal ocurrida diez años atrás. Sin embargo, otros, incluido su superior, Johnny Nolasco, preferirían no seguir ese camino. ¿Por qué? Crosswhite necesitará dar con todas las respuestas si no quiere convertirse ella misma en la próxima víctima.
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Robert Dugoni
Su último suspiro Crosswhite - 2 ePub r1.0 Titivillus 06-12-2017
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Título original: Her Final Breath Robert Dugoni, 2015 Traducción: David León Gómez Editor digital: Titivillus ePub base r1.2
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A todo aquel, hombre o mujer, que viste de uniforme, lleva placa y dedica sus días y sus noches a velar por nuestra seguridad trabajando para el sistema de justicia penal. A menudo criticamos con demasiada rapidez y nos cuesta dar las gracias.
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Para los psicópatas no hay medicación. No hay tratamiento. No hay cura: solo cárceles. JENI GREGORY, Doctora, trabajadora social clínica, asesora de medicina legal y profesional experta en trauma psicológico.
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CAPÍTULO 1
Tracy Crosswhite observó el monovolumen que enfilaba el estacionamiento y no pasó por alto la sillita que llevaba fijada al asiento de atrás ni la señal amarilla de BEBÉ A BORDO que oscilaba en la luna trasera. La mujer que salió del vehículo llevaba un chaleco antibalas negro, pantalones vaqueros y una gorra de béisbol de los Seattle Mariners. —¿Inspectora Crosswhite? Ella le estrechó la mano y reparó en que la suya era pequeña y suave. —Llámame Tracy. Tú debes de ser la agente Pryor. —Katie. No sabes lo que te agradezco que hayas venido. De verdad que siento hacerte perder el tiempo fuera de servicio. —No pasa nada. Si enseño, no me oxido. ¿Has traído protección para la vista y los oídos? —No tengo. En ningún momento había creído que Pryor pudiera contar con su propio equipo. —Pues vamos a prepararte. La acompañó al interior del edificio bajo de hormigón del Club Deportivo de la Policía de Seattle. Como la mayoría de los campos de tiro, se encontraba en un lugar apartado, al final de un callejón de una zona industrial situada a veinte minutos del centro de Seattle en dirección sur. El hombre del mostrador saludó a Tracy por su nombre y ella hizo las presentaciones. —Katie, él es Lazar Orlovic. Necesitamos protectores. Ponnos un blanco y danos también un par de cajas de munición y un rollo de cinta adhesiva. —Conque te estás entrenando para la prueba de aptitud… ¿Cuánto queda? ¿Dos semanas? —preguntó él a Pryor con una sonrisa—. Pues estás en buenas manos. — Sacó las balas y la protección de una serie de estantes y ganchos dispuestos tras el mostrador—. Todavía no hemos perdido la esperanza de hacer que Tracy pida el traslado de forma oficial para adiestrar aquí a los nuevos a tiempo completo. ¿Qué dices, Tracy? —Lo de siempre, Lazar: cuenta conmigo en cuanto la gente deje de matarse ahí fuera. —Claro, y cuando inventen pedos que no huelan. —Lazar miró a su alrededor—. Voy a tener que buscar la cinta por ahí atrás. Cuando desapareció, Pryor quiso saber más: —¿Para qué necesitamos la cinta? —Para tapar los agujeros que le hagas al blanco. —Eso no lo he hecho nunca. En realidad, es la primera vez que oigo nada www.lectulandia.com - Página 7
parecido. —Es que nunca has disparado tanto como vas a disparar ahora. Lazar regresó con un rollo de cinta azul para Tracy, que le dio las gracias y llevó de nuevo a Pryor al exterior. —Sígueme —le dijo, y se introdujo en la cabina de su Ford F-150 de 1973. Había vendido la Subaru a su vuelta de Cedar Grove. Aunque podía haberse permitido algo nuevo, el modelo antiguo le valía. El motor tardaba unos minutos en entrar en calor, sobre todo las mañanas frías, y al bastidor no le faltaban arañazos y abolladuras, pero en general no estaba nada mal para tener tantos años. Además, le recordaba al que usaba su padre para llevarlas a ella y a Sarah, su hermana, a las competiciones de tiro cuando eran niñas. Tras recorrer doscientos metros de pavimento resquebrajado y lleno de baches, aparcó en la entrada del campo de tiro de la policía de Seattle. Al dejar el vehículo, salió a recibirla la mezcla que tan bien conocía de disparos y ladridos de perros de gran tamaño. No tenía ni idea de cuál habría sido el comité de lumbreras al que se le había ocurrido poner la perrera K-9 de la policía al lado del campo de tiro, pero lo sentía por aquellos animalitos… y por quien tuviese que pasar más de un minuto cerca de ellos, oyéndolos. Al recinto se accedía por una puerta abierta en una valla de tela metálica de dos metros y medio rematada con una sola espiral de alambre de espino. Tracy se calentó las manos con su propio aliento mientras esperaba a Pryor. La previsión meteorológica era la que cabía esperar para una tarde de marzo: frío con lloviznas ligeras. El tiempo perfecto para adiestrar a su alumna. —¿Con qué empezamos? —preguntó esta. —Tú disparas y yo miro —dijo Tracy. Ante ellas había quince puestos o «puntos» de tiro y, a poco más de veinte metros, frente a ellos, un voladizo metálico sobre una pendiente marcada sembrada de balas. Tracy eligió el primero de la izquierda, más cercano a la perrera, pero alejado de los dos hombres que disparaban al extremo derecho del campo. Hablando por encima de los ladridos y de los disparos y el eco de las descargas de los otros tiradores, explicó: —Vamos a empezar con la técnica Mozambique a tres metros del blanco y con tres segundos para hacer cuatro disparos: dos al torso y dos a la cabeza. —Entendido —respondió Pryor. Fijaron el blanco —la caricatura de un delincuente con brazos fornidos y velludos y rostro amenazador— a una pieza de cartón prensado y la colocaron tras la estructura metálica. A continuación recularon poco menos de tres metros hasta llegar a una marca que había pintada en el suelo. Tracy dijo entonces: —Posición de guardia baja. Pryor desenfundó la Glock, la empuñó con el cañón apuntando al suelo y se colocó con las piernas separadas a la anchura de los hombros y el pie izquierdo algo más adelantado que el derecho. Tracy le empujó un poco el interior del primero para www.lectulandia.com - Página 8
aumentar unos centímetros la separación entre ambos. —Vamos. La tiradora levantó el arma y disparó tres veces. Cada una de las descargas hacía que se encogiese, lo que la llevaba a modificar, aunque de manera casi imperceptible, la puntería. Era algo que la inspectora veía mucho en los novatos y más en el caso de las mujeres. —Lista —dijo Tracy. Pryor se retiró la protección de la oreja izquierda. —¿No vas a…? —Guardia baja —insistió su instructora. La otra volvió a colocarse los auriculares y recuperó su postura. —Vamos. Disparó de nuevo. —Lista. Ya. Y Pryor disparó por tercera vez. Hizo que repitiera el proceso hasta vaciar el cargador. Cuando la otra bajó el arma, se encontraba jadeante por la descarga de adrenalina. —¿Se te están cansando los brazos y los hombros? —preguntó Tracy. —Un poco. —Sin embargo, estás disparando mejor. —Es verdad —respondió la examinanda fijando la vista en el blanco a través del tinte amarillo de sus gafas. —Yo puedo enseñarte a disparar mejor —dijo Tracy—, pero no a disparar a secas. Tienes que abandonarte cuando descargues el arma. Te adelantas al ruido y al retroceso y eso hace que te encojas y pierdas la puntería. El único modo de superarlo es disparar, disparar mucho. ¿Con cuánta frecuencia vienes al campo de tiro? —Intento pasarme por aquí cada vez que puedo —dijo Pryor—, pero no es fácil, con dos hijas en casa. —¿A qué se dedica tu marido? —Trabaja en una constructora. —¿Y quiere que conserves tu trabajo? —Claro que sí: necesitamos el dinero. —Entonces va a tener que cuidar de tus hijas para que puedas practicar. —Tracy le enseñó el pulgar—. ¿Sabes de qué es este callo? —De disparar. —De recargar el tambor. Vengo aquí dos veces a la semana, llueva o nieve y sea la hora que sea. Solo hay una manera de mejorar disparando: disparar. Piensa que, si no apruebas, no te van a dejar trabajar. Te pondrán en un programa de apoyo y eso te marcará de por vida. Eres mujer, Katie: no necesitan ninguna otra razón para tacharte de incompetente. Pryor necesitaba oírlo. De hecho, quien tenía que oírlo de veras era su marido. www.lectulandia.com - Página 9
—Dime: ¿estás dispuesta a darlo todo? La otra sacó el teléfono del bolsillo trasero de sus pantalones. —Déjame que llame a casa. Cuando se apartó para hacer la llamada y Tracy se puso a recargarle el arma, se acercó a ella uno de los hombres que habían estado disparando en el extremo opuesto del campo de tiro. —¿Han venido las damas a dar rienda suelta a alguna clase de agresividad femenina reprimida? Johnny Nolasco era el capitán de la Sección de Crímenes Violentos de la comisaría. El jefe de Tracy. Y un imbécil integral. —Aquí, practicando un poco nada más, capitán. —Se acerca el examen de aptitud —dijo Nolasco, que, pese al frío, no llevaba más que una camisa ajustada de manga corta que dejaba por completo a la vista el alambre de espino que tenía tatuado en el bíceps derecho—. ¿Vamos a tener que ponerlo interesante? El blanco con que se había cualificado Tracy a la hora de graduarse en la academia de policía había ido a sustituir al de Nolasco en la vitrina de los trofeos que presidía la entrada del centro. En los veinte años que habían transcurrido desde entonces no había conseguido superarla nadie y el ego de Nolasco no se había recuperado aún. —Esto se me da bien —dijo ella sin dejar de recargar. —Quizá no tanto —replicó él, que antes de marchar miró a Pryor de arriba abajo. Pryor puso fin a la conversación y volvió al lado de Tracy. —¿Quién era ese? —El motivo por el que tienes que aprobar el examen de aptitud.
La oscuridad trajo consigo un manto de bruma marina que tiñó de amarillo enfermizo las luces del soporte y redujo la visibilidad. Tracy alentó a Pryor a hacer caso omiso de los elementos y centrarse en sutiles técnicas de tiro, como la del uso adecuado de la mira de su arma. —Si te acostumbras a disparar con esta luz y este tiempo, podrás estar mucho más confiada durante el examen. —¿Cuál fue la mejor marca que conseguiste tú en la prueba de aptitud? —quiso saber Pryor. —Ciento cincuenta. —¡Eso es insuperable! ¿Dónde aprendiste a disparar? —Me pasé la infancia participando en competiciones de tiro. En familia. Nos puntuaban la velocidad y la precisión. Es como todo: si quieres hacerlo bien, tienes que aplicarte. Lo principal es repetir sin descanso y adquirir buenos hábitos. Pryor dobló las falanges de los dedos y se sopló en la mano. www.lectulandia.com - Página 10
—¿Te duelen? —Un poco. —Búscate una de esas pelotas rellenas de arena y estrújala cuando estés patrullando o viendo la tele en casa. —¡Eh, Tracy! Se dio la vuelta y, aunque borroso entre la niebla, pudo ver a Lazar de pie al lado de su Plymouth de color ciruela y con la portezuela abierta. A contraluz de la iluminación interior del vehículo, agitaba los brazos por encima de la cabeza. El haz de los faros hendía la espesa bruma y el tubo de escape escupía nubes blancas de humo. —He cerrado la oficina. ¿Cerráis vosotras la puerta cuando os vayáis? —Vete tranquilo, Lazar. Él se despidió con la mano antes de volver a meterse en el automóvil y alejarse con el motor rugiendo como el de una embarcación. Tracy hizo que su alumna siguiera disparando hasta quedar sin munición. Cuando acabaron, Pryor lucía una sonrisa satisfecha. Todavía iba a tener que practicar mucho, pero ya había empezado a mejorar. —Te ayudo a recoger todo el plomo —dijo, aunque los casquillos que habían gastado practicando eran de aluminio. —Yo me encargo —contestó Tracy, sintiendo una punzada de culpa por tener a Pryor hasta tan tarde con aquel tiempo de perros—. Tú encárgate de volver con los tuyos, no vayamos ya a tentar la suerte la primera noche. —¿Y tú? —preguntó Pryor. —A mí solo me espera un gato. Vamos, ¡a casa! Recogieron el blanco de la aspirante y Tracy la llevó hasta la salida. Pryor le dio los protectores para que se los devolviese a Lazar. —Oye: te estoy muy agradecida. No sé cómo pagártelo… —Pues yo sí: aprueba el examen y, después, enséñale a alguien lo que has aprendido para que no se pierda. Mientras se desvanecía el zumbido del monovolumen, Tracy tomó de debajo de la torre de control un balde de veinte litros y regresó al voladizo metálico para recoger los casquillos, que repicaron como calderilla en el recipiente. Los animales de la perrera, callados desde que había dejado de disparar Pryor, rompieron a ladrar de nuevo. Tracy se detuvo: le parecía poco probable que hubiesen oído el tintineo. Entonces creyó detectar el ruido de un motor y miró hacia la carretera, sin ver, no obstante, ningún faro reflejado en la niebla. Luego, llamó su atención un chasquido que oyó sobre su cabeza, pero inmediatamente antes de eso se apagaron las luces del soporte y todo quedó sumido en la oscuridad. Comprobó el reloj de su teléfono: las nueve en punto. Lazar tenía programadas las luces. Oyó agitarse la malla metálica y, aunque creyó ver a alguien de pie cerca de la entrada, la bruma le impedía estar segura. Dejó el balde en el suelo y echó mano a la www.lectulandia.com - Página 11
culata de la Glock antes de gritar para hacerse oír por encima de los ladridos: —Soy oficial de policía y voy armada. Si hay alguien ahí, que lo diga. Nadie dijo nada. Sin apartar la mano del arma, recogió el balde y lo llevó a la torre de control para dejarlo de nuevo en su lugar y recuperar los protectores de ojos y oídos de Pryor con la intención de dejarlos al salir en el buzón de la puerta de la oficina. Se dirigió a la salida mientras escrutaba la carretera por si advertía algún movimiento. Al cruzar la puerta, sintió algo espinoso que le rozaba la coronilla. Dio un respingo hacia atrás al mismo tiempo que asestaba un golpe al aire con la Glock y, al ver que no se le acercaba nadie, sacó el teléfono y activó la aplicación de la linterna. La intensidad de la luz fue a dificultar más aún la visibilidad, como ocurre con cualquier resplandor poderoso que acomete contra la niebla. Dio un paso hacia la salida y alzó el teléfono. De la alambrada que coronaba la valla pendía un trozo de cuerda rematado en un nudo de ahorcado. Evaluó enseguida la situación: estaba sola y, por el momento, desprotegida. Apagó la luz. El lazo, sin lugar a dudas, no había estado allí al salir Pryor, cuando, además, las luces del soporte se hallaban aún encendidas. Tampoco había oído ni visto nada: de eso estuvo segura en el momento en que le pareció percibir el ruido de un vehículo y vislumbrar a alguien de pie en la puerta. Dejar un objeto como aquel en un campo de tiro de la policía constituía un acto cuando menos intrépido. ¿Sabría su autor que Tracy estaba aún allí o tal vez pensaría que el lugar había quedado desierto? Con aquella niebla, desde luego, era fácil que no la hubiesen visto. Aun así, desechó semejante idea: era demasiada coincidencia que hubieran hecho algo así precisamente el día que había ido ella a disparar. Aquello solo podía significar que la había seguido alguien: lo habían hecho adrede. Con todo, aún quedaba por resolver si, además, se trataba de una cuestión personal. La comisaría se había visto sometida últimamente a una verdadera tormenta mediática por la indignación que había provocado en los círculos feministas la investigación del caso de una bailarina erótica que había aparecido estrangulada con una cuerda en una habitación de motel del distrito norte. Tracy había estado al cargo de las pesquisas hasta verse obligada a partir de forma abrupta a Cedar Grove para asistir al proceso que había desencadenado la puesta en libertad del asesino convicto de su hermana. En su ausencia, Nolasco había relegado todo el asunto a la unidad de casos sin resolver y soliviantado con ello a los padres de Hansen y a los grupos defensores de los derechos de la mujer. Tracy marcó un número en su teléfono y, cuando contestaron de la centralita de emergencias, informó de su nombre, su número de placa y su ubicación antes de pedir refuerzos y un equipo de la científica. Tras colgar, siguió valorando la situación. No le hacía ninguna gracia encontrarse a cielo descubierto y, ya que tenía la camioneta estacionada a la izquierda de la salida, pensó que, si lograba llegar a ella, podría regresar con el vehículo hasta la puerta del campo de tiro y esperar en su www.lectulandia.com - Página 12
interior a los refuerzos. Avanzó con pie cauteloso y la Glock en alto. Esquivó la lazada y salió por la puerta sin apartar la espalda de la valla. La grava crujía bajo sus botas mientras pasaba del capó de su camioneta a la puerta del conductor. Sacó la llave, bajó los ojos para introducirla en la cerradura y la giró. Cuando se desbloqueó, aguardó un segundo antes de abrir en lugar de precipitarse. Estaba a punto de entrar cuando reparó en que sobresalía algo de la parte trasera de la caja: el extremo del portón con resorte de la capota rígida. Se deslizó hasta llegar al parachoques trasero, se detuvo y, tras girar sobre sí misma, recorrió con la mirada la caja. Estaba vacía. Se volvió de nuevo y rastreó el área que se extendía tras ella, sin ver otra cosa que la silueta de los postes del teléfono envuelta en bruma. Bajó el portón y giró la manecilla hasta oír el chasquido que indicaba que se había cerrado. Mientras regresaba a la cabina, los perros se echaron a ladrar una vez más.
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CAPÍTULO 2
Tracy condujo hasta la vía situada frente al callejón que llevaba al Club Deportivo de la Policía de Seattle. No tuvo que esperar mucho la llegada de una patrulla. Entonces, pidió al agente uniformado que tendiera cinta amarilla a fin de cortar la bocacalle. No tardó en alegrarse de haberlo hecho cuando se presentó la prensa seguida de Billy Williams, su sargento. —Pensaba que habrías llamado con tu teléfono —dijo este último mientras señalaba con la mirada el despliegue de periodistas. —Y eso he hecho —respondió Tracy. Aunque aquello debería haber bastado para eludir a los medios de comunicación, la comisaría de Seattle llevaba mucho tiempo convertida en un coladero: a los peces gordos les gustaba ganarse el favor de la prensa suministrándole información y los de la Sección de Crímenes Violentos sospechaban que alguno de ellos estaba filtrando datos. Además, Tracy seguía interesando al público después de lo ocurrido en Cedar Grove. Williams se ajustó la gorra plana de color negro que había entrado a formar parte de su vestuario desde que había tenido que ceder ante lo inevitable y afeitarse la cabeza. Decía que aquella prenda le daba calor en otoño e invierno y lo protegía del sol durante el verano, aunque Tracy sospechaba que la llevaba solo por motivos estéticos. Además, con el bigotito muy fino y la mosca que se había dejado crecer, se parecía bastante al actor Samuel L. Jackson. Kinsington Rowe, su compañero, llegó diez minutos después. Salió de un BMW antiguo y se enfundó en un abrigo largo de piel. —Perdón —dijo—. Hoy cenábamos en casa de los padres de Shannah. ¿Qué tenemos? —Ven, que te lo enseño. Kins subió con ella en la camioneta y Billy los siguió en su Jeep. —¿Estás bien? —quiso saber Kins. —¿Yo? —Te veo nerviosa. —Estoy bien —respondió ella y, a continuación, por cambiar de tema, preguntó a su vez—: ¿En casa de los padres de Shannah? —Estamos intentando cenar juntos los domingos —contestó él con una mueca—, por tratar de arreglar las cosas. Al final, he acabado discutiendo con su padre sobre la regulación de la posesión de armas. —¿Y cómo ha ido? —Como cabría esperar. Tracy dio una curva amplia y estacionó a cierta distancia de la entrada al campo www.lectulandia.com - Página 14
de tiro. Encendió los limpiaparabrisas para despejar la humedad del cristal y alumbró con los faros el dogal. —¿Qué crees que quiere decir? —dijo Kins. —No lo sé. Lo han puesto justo después de que apagaran las luces. —O sea, que querían que lo encontrases. —Eso parece. —No hay otra explicación. Salieron de la camioneta y se acercaron al lugar en que se encontraba ya Williams. —Parecen la misma cuerda —señaló Kins— y el mismo color. No veo el nudo. A Nicole Hansen no la habían estrangulado sin más: primero, la habían inmovilizado con una complicada serie de nudos destinada a torturarla, de tal modo que, si estiraba las piernas, tensase la cuerda y apretara el lazo que le rodeaba el cuello. Al final, cuando fue incapaz de mantener más tiempo la postura, se ahorcó. Tracy y Kins lo habían considerado asesinato, aunque no descartaron de inmediato la posibilidad de que la víctima hubiera muerto durante una sesión erótica que se había torcido de manera trágica. Por difícil que resultara imaginar que una mujer podía consentir someterse a semejante martirio, Tracy había visto cosas peores durante su servicio en la Unidad de Delitos Sexuales. Sin embargo, cuando el análisis toxicológico de los restos mortales de Hansen reveló la presencia de Rohypnol, fármaco famoso como inhibidor de la voluntad, eliminaron enseguida tal posibilidad. —Así que, detrás de la puerta número uno se encuentra el mismo fulano que mató a Nicole Hansen —resumió Kins— y, en la número dos, alguien que quiere hacer patente su indignación por que hayan archivado el caso. —También podría ser un imitador —añadió Billy. —Puerta número tres. Durante la investigación, Maria Vanpelt, periodista de la televisión local, había publicado la opinión de cierto experto que sostenía que la cuerda con que habían estrangulado a Hansen era de polipropileno y presentaba torsión en Z. La policía de Seattle había protestado con vehemencia ante el responsable de la cadena, quien se había deshecho en disculpas y había prometido que no volvería a ocurrir nada semejante. Nadie se lo había tragado. —Sea quien sea el autor —concluyó Billy—, se ha ocupado de ponerlo donde sabía que no lo ibas a pasar por alto. Eso quiere decir que tuvo que seguirte. Voy a ponerte escolta. —No necesito una canguro, Billy. —Solo hasta que nos hagamos una idea de lo que pretendía. —Antes de que se acerque a menos de tres metros, lo lleno de plomo —dijo Tracy. —Solo hay un problema —repuso Kins—: que no tienes ni idea de quién es.
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CAPÍTULO 3
Un coche patrulla de la comisaría suroeste estacionó en el bordillo de delante de la casa de Tracy, situada en el Admiral District del sector oeste de Seattle en el momento en que ella enfilaba el camino de entrada. La recién llegada saludó al agente de policía con un gesto de la mano y metió el vehículo en un garaje demasiado limpio y ordenado. Los muebles y las cajas de cartón que contenían la mayor parte de las pertenencias de su apartamento de Capitol Hill seguían bien apilados en la otra mitad de aquella cochera espaciosa. Había alquilado la casa totalmente amueblada a un agente del FBI que se había mudado con su esposa a Hawái pero que no quería venderla sin asegurarse antes de que se hacía a vivir en el paraíso. Tracy cruzó la puerta que llevaba a una salita dispuesta al lado de la cocina, tomó de la nevera una botella abierta de vino blanco y se sirvió una copa. Roger, su gato atigrado negro, llegó entonces con un trote ligero y se subió de un salto a la encimera, donde se puso a pasear de un lado a otro y a maullar. Aquello no era ninguna demostración de cariño: quería que le diese de comer. Aunque el animal tenía un dispensador automático para pienso, Tracy lo había malcriado dándole comida enlatada por la noche y, cuando llegó a casa del campo de tiro, había pasado de sobra la hora a la que acostumbraba cenar. —Todos los hombres sois iguales —dijo mientras le rascaba la cabeza y le acariciaba el lomo—: ahora quieres lo mismo todas las noches. Sacó una lata del armario de la cocina, la vació en un cuenco y se detuvo a considerar lo que había ocurrido aquella tarde hasta que la sacó de sus pensamientos el zumbido del portero automático. Cruzó la sala de estar con Roger a su lado y apretó el botón para comunicarse con quienquiera que estuviese en la puerta de la valla de hierro forjado de tres metros de alto que rodeaba el jardín delantero. —Soy yo —anunció Dan. Tracy apretó otro botón a fin de abrir la verja y alargó la mano para asir a Roger: se había hecho un artista del escapismo, aunque a esas horas de la noche también podía convertirse en un alimento de primera para los coyotes. Abrió la puerta de la entrada e indicó con un gesto al agente de policía que todo estaba en orden mientras Dan dejaba pasar a Rex y Sherlock, cruces de mastín y rodesiano cuyo peso sumaba poco menos de ciento treinta kilos. Entraron atropelladamente, se separaron al llegar a la fuente del centro del jardín y volvieron a reunirse al llegar a Tracy. Roger, que no quería cuentas con ellos, se zafó del abrazo de su dueña y corrió de nuevo al interior, donde cabía esperar que buscara un lugar elevado en el que posarse. Tracy agarró a los dos perros por el hocico y les acarició el pelaje. —¿Cómo están mis chicos? ¿Eh? ¿Cómo están mis niños? Dan dejó una bolsa de viaje en el suelo de mármol de la entrada. www.lectulandia.com - Página 16
—¿Qué hace un policía sentado en un coche patrulla en la puerta de tu casa? —Ya te he dicho que no tienes que llamar: basta con que uses el código. El cierre de la verja y la puerta de la casa tenían sendos teclados para introducir un código de cuatro dígitos. Aunque Tracy y Dan llevaban ya tres meses saliendo en serio, él nunca había entrado sin llamar ni le había dado a ella las llaves de su casa de Cedar Grove. Tracy cerró la puerta. Los perros corrieron a buscar a Roger, que, situado en lo alto de una estantería, arqueaba el lomo y les bufaba. —¿Qué ha pasado? —preguntó Dan. Ella alzó la copa mientras se dirigía a la cocina. —¿Quieres una? —Claro que sí, pero déjame que los saque primero. Cedar Grove, la modesta ciudad en la que se habían criado los dos y a la que había vuelto a mudarse no hacía mucho Dan, estaba a una hora y media de viaje más al norte. Tracy lo oyó descender la escalera que llevaba al piso de abajo y las pezuñas de los animales que lo seguían con no poco estrépito. La casa estaba construida sobre pilares. La planta principal, situada al nivel de la calle, consistía en una cocina, una zona abierta que cumplía la función de comedor y sala de estar y un dormitorio con su cuarto de baño que, en conjunto, doblaban la superficie del apartamento que había tenido en Capitol Hill. Nunca usaba la planta baja, en la que había un salón con un bar totalmente equipado, un sofá de piel en forma de L, televisión con proyector, dos dormitorios y otro baño. De hecho, tenía cerrada con cerrojo de seguridad la puerta del fondo de la escalera, que solo abría cuando Dan llevaba allí a Rex y a Sherlock para que hiciesen sus necesidades en el diminuto patio trasero. Tracy salió a la terraza del comedor. La niebla se cernía gris y lúgubre sobre la bahía de Elliott y desdibujaba buena parte del panorama urbano de Seattle. Las noches despejadas, aquel lugar le ofrecía una panorámica espectacular de las luces que alumbraban los edificios del centro de la ciudad y se reflejaban en la superficie en penumbra del agua de la ensenada; de los barcos que la cruzaban como zapateros en una charca para llevar a los pasajeros de la dársena 50 al sector occidental de la ciudad, y de los transbordadores iluminados que recorrían el trayecto del muelle de Colman a Bainbridge Island y Bremerton. Las vistas y la seguridad que ofrecía la habían convencido para alquilar aquella casa.
A sus pies vio a Rex y a Sherlock salir como una exhalación por la puerta trasera y activar con ello el sensor de movimiento de los focos que había instalado Dan en su última visita. Sus cuerpos proyectaban sombras alargadas mientras olisqueaban los confines de la parcelita de césped colindante a una ladera que descendía otros sesenta metros hasta llegar a Harbor Way, la carretera que recorría la bahía. www.lectulandia.com - Página 17
Cuando acabaron, Dan los llamó y los metió de nuevo en la casa. Cuando fue a reunirse con Tracy en la terraza, tenía la respiración un tanto agitada. —Las luces funcionan —anunció mientras aceptaba su copa de vino. —Ya lo he visto. —En ese caso, ya puedes dejarte de evasivas y contarme qué hace ahí fuera un coche patrulla. Ella le contó lo que había ocurrido. —¿Y crees —dijo él dejando la copa sobre la mesa— que podría ser el mismo tipo que mató a la bailarina? —No lo sé. Podría tratarse simplemente de un imitador. O de alguien a quien haya molestado que se haya archivado el caso. —¿Y hay probabilidades serias de que sea un imitador? —Desde que Maria Vanpelt informó de que a Hansen la habían ahorcado y reveló con qué clase de cuerda, sí. —Pues yo coincido con tu sargento: sea quien sea, está claro que te siguió y, teniendo en cuenta que no es normal que la gente siga a la policía, no parece que sea nadie a quien pueda tomarse a la ligera. —Lo sé —respondió ella—. Por eso te he pedido que vinieras. Dan no supo cómo reaccionar en un primer momento, tal vez porque Tracy no era de la clase de personas que se reconoce vulnerable. Saber que la habían seguido le había hecho pensar de nuevo en dos ocasiones similares vividas en Cedar Grove. La primera se había producido en la clínica veterinaria después de que disparasen a Rex, cuando creyó haber visto a alguien que la observaba desde un automóvil. Por desgracia, la violenta nevada le había impedido determinar el modelo del vehículo o ver a quien lo conducía, de modo que no le había dado más importancia. Sí se la dio al descubrir que había estacionado delante de su habitación de motel a altas horas de la noche y con el parabrisas limpio a pesar también de estar cayendo nieve de forma copiosa, pero, para cuando volvió con el arma de su habitación, ya había desaparecido. —Pues ¿sabes lo que te digo? —dijo Dan al fin—. Que me alegra que lo hayas hecho. Ella dio un paso hacia él y le apoyó el rostro en el pecho. Sintió la suavidad y la calidez de su jersey de cachemira en la mejilla. Él la abrazó y le besó la coronilla. Ella oyó el grave gemido de una sirena de niebla y volvió a pensar en el dogal.
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CAPÍTULO 4
Tenía que matar, matar el tiempo. Cambió de posición la silla —una de las baratas que se usan en las celebraciones — para ver mejor el televisor instalado en el techo de uno de los rincones de la habitación. Era un modelo antediluviano, con reproductor de vídeo y DVD integrados. Había estado a punto de echar la cinta a andar cuando lo había intrigado el avance que había hecho el presentador antes de ir a publicidad, una táctica comercial que lo irritaba a más no poder. Todo apuntaba a que había noticias de última hora relativas a una inspectora de homicidios de Seattle, pero, primero, tenía que sufrir un anuncio estúpido de no sé qué medicamento para la disfunción eréctil en el que una pareja de edad avanzada se lanzaba a un lago para surgir a continuación del agua fundida en un abrazo amoroso. —¿Estás viendo esta mierda? —preguntó a la mujer—. Son actores. Lo sabes, que son actores, ¿verdad? Les pagan para anunciar que no pueden levantarla o que tienen hemorroides. —Meneó la cabeza—. Lo que hacen algunos por un puñado de billetes, ¿eh? Ella musitó una respuesta inaudible, lo que él agradeció, pues, gracias a Dios, acababa de terminar el anuncio para dar paso a las noticias. —¡Chist! —dijo él. En la pantalla apareció el presentador tras una mesa y, por encima de su hombro derecho, la imagen de un nudo de ahorcado. —Noticia de última hora: una inspectora de homicidios de Seattle ha hecho un descubrimiento inquietante en el campo de tiro de la policía —anunció—. La reportera del KRIX Maria Vanpelt se encuentra en este momento en las instalaciones del Club Deportivo que tiene el cuerpo en Tukwila. La periodista rubia se encontraba de pie ante el foco de una cámara que hacía brillar las gotitas de humedad de su chaqueta de Gore-Tex morada y negra. —Los inspectores de la policía científica han tenido que acudir corriendo al campo de tiro esta noche —dijo. —¡Con qué sensacionalismo les gusta presentarlo todo! —comentó el hombre. La mujer no respondió. —Ha sido después de que una inspectora de policía que practicaba en el campo de tiro del cuerpo descubriese aquí una cuerda con un nudo de ahorcado. El hombre se puso en pie. —Recordarán el reportaje exclusivo en el que revelé que la bailarina exótica Nicole Hansen había sido estrangulada con una cuerda en un motel de la Aurora Avenue —dijo Vanpelt—. Pues bien: hoy hemos sabido que la inspectora que llevaba esta investigación es la que ha encontrado el lazo en el campo de tiro. www.lectulandia.com - Página 19
La pantalla mostró entonces una serie de agentes de policía de uniforme y de paisano, así como un conjunto de coches patrulla y una furgoneta de la policía científica. —La familia de Nicole Hansen ha criticado la decisión de la comisaría de policía de Seattle de archivar dicha investigación de asesinato tras solo cuatro semanas, lo que también provocó protestas contundentes por parte de distintas organizaciones defensoras de los derechos de la mujer. Aunque la policía no ha querido hacer comentarios sobre una posible conexión entre el caso de Hansen y el lazo hallado esta misma noche, parece evidente que se trata de un mensaje intencionado. El presentador revolvió los papeles que tenía en la mesa antes de decir: —Gracias, Maria. Por supuesto, en la KRIX tenemos intención de seguir de cerca esta noticia. —Pues yo no. —El hombre recogió el mando a distancia, lo apuntó al televisor y apretó el botón de reproducción. El vídeo emitió un chasquido y un leve zumbido. La pantalla quedó en negro y a continuación se llenó de ruido. Un instante después comenzó la música y se vio a Bugs Bunny y al pato Lucas que salían bailando de un telón de terciopelo rojo vestidos como intérpretes de vodevil, con sombreros de paja y bastones de caña. El hombre cantó con ellos y sintió la reconfortante calidez recorriéndole todo el cuerpo. Tenía que matar, matar el tiempo. Miró el reloj. En realidad, no tenía tanto tiempo. Encendió una cerilla, cuya llama resplandeció azul y amarilla en la penumbra de la habitación, y prendió con ella el extremo del cigarrillo hasta verlo rojo. Como Bill Clinton, presidente que en otro tiempo había gozado de la estimación de su pueblo, no inhalaba el humo. Así que lo expulsó en dirección al cartel de no fumar de plástico pegado al papel pintado amarillento que cubría la pared de la puerta del cuarto de baño. —Ha llegado la hora del espectáculo. —Se inclinó hacia delante y aplastó la punta al rojo vivo del pitillo contra la planta del pie de la mujer.
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CAPÍTULO 5
Tracy se despertó poco después de las cuatro de la madrugada, después de lo que, a fin de cuentas, no habían sido más que unas horas de sueño. Con cuidado de no sacar a Dan del suyo, salió de la cama. Rex y Sherlock se incorporaron en sus esterillas para observarla. Ella tomó el teléfono y la Glock de la mesilla de noche y la bata que había colgado detrás de la puerta antes de salir del dormitorio. Rex volvió a echarse con un gruñido cansado, pero su hermano estiró las patas, arqueó la espalda y la acompañó afuera de la habitación como impulsado por cierto sentido de la caballerosidad. Tracy cerró la puerta y lo acarició en la protuberancia ósea de la cabeza. —Eres un perro muy bueno; ¿lo sabías? En la cocina, hizo té y recompensó a Sherlock con una golosina con forma de hueso. Desde que Dan había empezado a pasar allí la noche de forma regular, tenía siempre una bolsa en la despensa. El perro la siguió al comedor y se tumbó a sus pies al verla sentarse a la mesa. Ella siguió acariciándole la cabeza mientras bebía y concedía a su cuerpo y su mente el tiempo necesario para despertarse del todo. Volvió a sonar una sirena de niebla que hizo a Sherlock levantar las orejas de un respingo antes de seguir royendo su hueso. La bruma seguía ocultando buena parte de cuanto había al otro lado de las puertas correderas de cristal y en el interior no se oía más sonido que algún que otro crujido ocasional de la casa y el masticar del perro. Tracy abrió el equipo portátil y pulsó el teclado. La pantalla emitió entonces una suave luz azul. Le bastó presionar unas cuantas teclas para dar con la página del despacho estatal del fiscal general de Washington y, tras introducir su nombre de usuario y su clave, acceder a la base de datos del HITS, el sistema de seguimiento de investigaciones de homicidio, en el que se recogía información de más de 22 000 muertes y agresiones sexuales de Washington, Idaho y Oregón. Los inspectores podían usar términos como cuerda o ahorcado para encontrar casos similares a los que estaban investigando. Tracy había conseguido limitar el número a 2240, que se redujo a 43, cantidad mucho más manejable, al restringir la búsqueda de víctimas que no hubiesen sido violadas. A Kins y a ella los había sorprendido que el médico forense no hallara restos de semen en las cavidades corporales de Nicole Hansen ni rastros de espermicida o de lubricantes que hiciesen pensar en el uso de un preservativo. El asesino de Hansen no la había forzado sexualmente. Tracy había estado revisando de forma concienzuda todos aquellos casos, pero el proceso había sido lento y laborioso. El formulario del HITS requería que el investigador respondiese más de doscientas preguntas relativas, por ejemplo, al modo como se había producido la muerte, a rasgos como tatuajes o marcas de nacimiento que caracterizasen a la víctima y a detalles concretos de todos www.lectulandia.com - Página 21
los sospechosos. El papeleo era el azote de los inspectores, de modo que no le había extrañado encontrar algunos cuestionaros a medio completar. —¿Tú qué crees, Sherlock? El perrazo dejó el hueso para alzar la cabeza y mirarla. —¿Tienes alguna teoría? Él arqueó las cejas con aire inquisitivo. —Da igual. Sigue con tu hueso. Una hora de revisión más tarde había eliminado tres casos más, se había vuelto a servir té y había comido dos tostadas. Sherlock se había dejado caer sobre uno de sus costados y roncaba con una placidez que le produjo cierta envidia. Al otro lado de las ventanas de cristal habían empezado a surgir de entre la niebla los edificios del centro de Seattle, convertidos en siluetas oscuras que se recortaban sobre un herrumbroso cielo matinal y que la impulsaron a recitar el proverbio que había aprendido de memoria en su infancia: «Contento está el marinero si a la tarde es rojo el cielo, pero, si amanece rojo, más le vale andar con ojo». Ojalá no pudiera decir lo mismo de aquel día. Miró el reloj del portátil y calculó que tenía tiempo de revisar un expediente más antes de que llegase la hora de despertar a Dan. También quería llevar una taza de café al agente del coche patrulla. Sabía bien lo que era estar de vigilancia: un verdadero suplicio, sobre todo cuando había que aliviar la vejiga. Los compañeros varones podían usar botellas a tal fin, pero para ella no resultaba tan fácil. Empezó a desplazarse por el formulario siguiente. Beth Stinson vivía sola cuando la asesinaron en su casa del distrito norte. Llegó a la descripción de su muerte y sintió que se le despertaba el interés al leer las palabras cuerda y nudo. La habían encontrado desnuda en el suelo de su dormitorio con una lazada en torno al cuello y las muñecas atadas a los tobillos por la espalda. Se le aceleró el pulso. El inspector encargado de la investigación dejó constancia de que la cama no estaba desecha, detalle que le había parecido extraño por haber muerto la víctima de madrugada. Tracy y Kins tuvieron la misma reacción al ver igual de intacta la cama de la habitación de motel de Nicole Hansen. —No había indicios de que hubieran forzado la entrada —dijo en voz alta mientras sus ojos recorrían la página con mayor rapidez— ni de que el asesino hubiera registrado la casa o la hubiese alterado de ninguna otra forma. Habían encontrado el bolso de Stinson en la encimera de la cocina y el monedero contenía nada menos que trescientos cincuenta dólares. Todas las joyas que guardaba en el dormitorio también estaban en perfecto orden. No ha sido un robo. Buscó enseguida la sección en la que se abordaba el estilo de vida de la víctima. Tenía veintiún años y trabajaba de contable en unos grandes almacenes. Nada de cuanto se recogía en el informe indicaba que fuese aficionada a salir de fiesta, a llevar hombres a casa ni a prácticas sexuales de dominación o sadomasoquismo. Bajó hasta el apartado número 102, que preguntaba si cabía calificar de sexual el www.lectulandia.com - Página 22
delito, y vio que estaba marcada la casilla del sí. Entonces se dirigió al número 105: ¿Se ha hallado semen en las cavidades corporales de la víctima? No Sí
—¿Qué? Volvió a leer las dos preguntas. Las respuestas no parecían coherentes. Cabía la posibilidad de que el asesino hubiese llevado puesto un preservativo, pero no había modo de saberlo si el dato no estaba recogido en el informe del médico forense y, dado que el crimen se había cometido hacía nueve años, no iba a poder tener acceso a él de manera telemática. A continuación fue a la sección dedicada al autor del crimen. Wayne Gerhardt, operario de veintiocho años de la empresa de desatascos Roto-Rooter, había acudido la tarde anterior a la casa de Stinton. No tenía más historial delictivo que una detención que había sufrido por conducir ebrio. Los inspectores encontraron en la moqueta del dormitorio una pisada que coincidía con la suela de un par de botas que hallaron en un armario del apartamento de Gerhardt. También había huellas dactilares suyas en diversas superficies del cuarto de baño, en el dormitorio y en la encimera de la cocina. Tracy buscó el apartado número 135, en el que se preguntaba si se había encontrado en su cuerpo sangre, semen o alguna otra prueba forense, como algún cabello, y vio que la respuesta era negativa. Tracy se apoyó en el respaldo, pensando que aquello también era extraño: que el asesino no hubiera tomado precauciones para evitar dejar huellas pero tampoco hubiera dejado ninguna otra prueba no parecía tener mucho sentido. Tras decidir que las coincidencias con los detalles relativos a la muerte de Nicole Hansen eran suficientes para solicitar el expediente y hablar con los inspectores que habían llevado el caso, regresó al principio del formulario y leyó: 4. Apellido del oficial/inspector: Nolasco 5. Nombre: Johnny
—Mierda —dijo. Ni por asomo iba a dejar Johnny Nolasco que ella, precisamente, hurgase en uno de sus casos antiguos. En ese instante sonó el teléfono en la mesa del comedor. Sherlock se incorporó sobresaltado y ella no pudo menos que extrañarse al ver el número que aparecía en la pantalla. Si Kins y ella no eran el equipo de homicidios de turno, ¿para qué la llamaba el sargento de guardia?
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CAPÍTULO 6
Tracy había hecho labores de patrulla en Aurora el año siguiente a su graduación en la academia, cuando le asignaron la comisaría norte, y en los siete últimos había tenido ocasión de conocer mejor el barrio a causa de los diversos homicidios que había tenido que investigar en él, entre los que se incluía el de Nicole Hansen. La Aurora Avenue, en otro tiempo la principal arteria de entrada y salida con que había contado Seattle, conocida también como la ruta estatal 99, se había convertido a esas alturas en una autopista de numerosos carriles desde la que se podía contemplar un paisaje atiborrado de cables enmarañados tendidos entre postes telefónicos y semáforos, de vallas publicitarias que anunciaban salones de masajes y de rayos uva, expendedurías de tabaco y locales destinados exclusivamente a mayores de edad. La avenida estaba ceñida también por una hilera de moteles, algunos de ellos construidos a la carrera para albergar a la multitud de visitantes que acudió a la feria mundial de 1962. Más de cincuenta años después, las estructuras que no habían sido demolidas para dar lugar a alojamientos más modernos daban fe del paso del tiempo, si bien seguían en pie a duras penas para acoger a quienes frecuentaban la zona con dinero en efectivo con la intención de comprar droga o solicitar los servicios de una prostituta. Tracy redujo la velocidad de su camión al acercarse a la curva que había de tomar para llegar al Aurora Motor Inn, enseñó la placa a un agente de tráfico y enfiló la entrada en cuesta del estacionamiento. El establecimiento tenía el aspecto propio de los moteles más antiguos de la zona: un edificio de dos plantas y forma de U a cuyas habitaciones se accedía desde los rellanos exteriores. Kins permaneció de pie en el estacionamiento con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, la barbilla resguardada bajo el cuello, que tenía vuelto del revés. A su lado tenía a Billy Williams, que ejercía de sargento al mando de la situación. Los dos entornaron los ojos ante el resplandor de los faros de la camioneta. Tracy abrochó la cremallera de su chaqueta de plumón y salió a encontrarse con el aire helado de la mañana. —Esto nos suena demasiado, ¿verdad? —dijo Kins. Williams la animó a entrar con un gesto de la cabeza y se llevó a la punta de la nariz las gafas que pendían de una cadena que llevaba al cuello. Las manos le temblaban de frío cuando se puso a leer lo que llevaba apuntado en una libreta de espiral. —El cadáver es de Angela Schreiber, bailarina del Pink Palace. Tracy miró a su compañero, que arqueó las cejas. Williams señaló una puerta de cristal situada tras una cochera. —El gerente vive en un módulo que hay detrás de la oficina. Dice que Schreiber www.lectulandia.com - Página 24
llegó poco después de la una de esta madrugada y que pagó en metálico. —¿Iba alguien con ella? —quiso saber Tracy. —Dice que no vio a nadie, pero que tampoco prestó atención. No empezó a preocuparse hasta que llegó la hora de devolver la llave y vio que tardaba. —¿La conocía? —Dice que empezó a venir hace un par de meses. Siempre sola. Siempre pagaba en metálico. Siempre devolvía la llave. Muy educada y puntual. Hasta hoy. Cuando vio que no volvía con ella, fue a la habitación y llamó a la puerta. Al ver que no contestaba nadie, entró. No llegó muy lejos. Volvió a la oficina y llamó al 911. Los de la patrulla precintaron la habitación. Los de la científica y el forense vienen de camino. Lo más seguro es que vengan también del MDOP. Cada vez que había un crimen violento en el condado de King, se enviaba al lugar de los hechos a uno de los fiscales de más experiencia del condado en representación del MDOP, el Proyecto de Delincuentes de Gran Peligrosidad. Este funcionario quedaba al cargo de la causa desde el principio hasta el final, a disposición de los inspectores en lo tocante a cuestiones legales, con el propósito de hacer de la investigación un proceso más eficaz y cooperativo. Aunque a algunos de los agentes más viejos les molestaba tener al ministerio público metiendo las narices en la escena del crimen, a ella nunca le había importado. —¿Has echado un vistazo? —preguntó Tracy a Kins. Él asintió con un gesto. —En este caso es verdad que una imagen vale más que mil palabras. Tracy se dirigió a la última puerta que había tras un saliente angosto. Williams había marcado con cinta roja el perímetro interior y delante de la habitación había un agente con la hoja de registro en la que tenía que apuntar su nombre, antes de suscribir una declaración jurada, todo aquel que cruzase el umbral. A los peces gordos les gustaba hacer ver que todo se estaba llevando a cabo como entre los mejores profesionales, aunque, en realidad, odiaban tener que redactar nada. —¿Has sido tú quien ha respondido al aviso? —preguntó Tracy mientras firmaba. —Sí. —¿Han venido los bomberos? —Se fueron hace unos diez minutos. —¿Tienes anotado el número de la unidad? Él sacó un cuaderno de pequeñas dimensiones. —Camión número veinticuatro. Tracy iba a tener que solicitar el informe. Aunque pudiese resultar absurdo, los bomberos acudían siempre que había un homicidio, en teoría por si la víctima seguía con vida o, en caso contrario, para declararla muerta. La mayoría de las veces era para esto último y lo cierto es que en muchas ocasiones resultaba evidente. Sin embargo, ellos irrumpían de todos modos en el lugar de autos, fastidiando las pruebas forenses con las huellas de sus botas —que debían tenerse en cuenta y eliminarse de www.lectulandia.com - Página 25
la investigación—, pisando casquillos y, de cuando en cuando, cambiando la posición del cadáver. Tracy miró al extremo del estacionamiento en el que había colocado el sargento de la patrulla el perímetro exterior con cinta amarilla y negra. —Habría que poner la cinta en la entrada del estacionamiento —dijo. —El propietario se va a poner hecho una furia. Tracy no estaba para finezas. —Si se opone, arréstalo. El agente se marchó. —¿Has pasado mala noche? —preguntó Kins mirándola. —He pasado mal mes —fue la respuesta—. Y tengo la impresión de que todavía va a empeorar más. Entró en la habitación. Angela Schreiber se encontraba tendida de costado a los pies de la cama, con el cuerpo desnudo atado y contorsionado, la cabeza hacia atrás, el cuello estirado y los ojos abiertos. Del cuello partía una cuerda con lazada que pasaba por detrás de la espalda y le ligaba las muñecas y los tobillos. Las piernas estaban tan dobladas que tenía los talones casi en contacto con las nalgas. —Atada —dijo Kins desde el umbral— como un animal en un rodeo sádico. —En los rodeos no matan a los animales, Kins —corrigió ella. Él se pasó una mano por el cabello y dejó escapar un suspiro. —Ya, pero, de todos modos, parece que tenemos un cowboy al que atrapar.
Angela Schreiber tenía las pupilas grises, las córneas empañadas y el rostro salpicado de petequias, puntitos diminutos creados por la rotura de los vasos sanguíneos por exceso de presión, claros indicios de que había sido estrangulada. Y, en cualquier caso, el nudo que remataba la cuerda no daba lugar a discusión alguna a este respecto. Tracy calculó que debía de tener entre veinte y veinticinco años, como Nicole Hansen. Era una joven atractiva de figura menuda y pelo rubio recogido en una cola de caballo. —¿Estaba así, de medio lado —preguntó al agente, que acababa de regresar—, o la han movido los bomberos? —Estaba así —contestó él. Tracy dobló una rodilla para mirar con más detenimiento las plantas de los pies de la muchacha. —¿Qué es esto? ¿Quemaduras de cigarrillo? Kins se acercó para fotografiarlo con su teléfono. Los de la científica se iban a hartar de sacar instantáneas de toda la habitación, pero él quería tener las suyas propias. A veces, la cámara captaba detalles que escapaban a la vista. —No recuerdo que Hansen presentara nada parecido. —No, no las tenía —convino Tracy. Volvió a mirar el nudo y la cuerda que www.lectulandia.com - Página 26
descendía por la espalda de Schreiber antes de estudiar la habitación, que no se diferenciaba en nada de las del resto de moteles de aquella avenida: una cama de matrimonio con una colcha fina de flores, mobiliario de aglomerado, papel pintado amarillento por el humo del tabaco que impregnaba el aire… No vio colillas ni cerillas quemadas. —Parece que vamos a tener que desempolvar el caso de Hansen —dijo Kins. Si bien la decisión de Nolasco de archivar aquel caso cuando apenas llevaban un mes de investigación había resultado insólita, lo cierto es que constituía la clásica reacción pasivo-agresiva que había acabado por esperar de él, pues así él dejaba claro que Tracy tenía en su expediente un homicidio sin resolver y que su jefe no confiaba en que fuese capaz de encontrar al asesino; pero le había salido el tiro por la culata cuando la familia protestó y montaron en cólera los grupos defensores de los derechos de la mujer. El estrangulamiento de una bailarina erótica en una habitación de motel se convirtió en un verdadero imán para activistas resueltas a acusar a la policía de Seattle de falta de consideración para con las mujeres. Aquello no podía haber ocurrido en peor momento, pues el cuerpo aún se tambaleaba de resultas de una investigación del Departamento de Justicia que había llegado a la conclusión de que sus agentes abusaban de su autoridad y el subsiguiente fallo del tribunal federal, que determinaba que la comisaría estaba dando largas a la introducción de reformas al respecto. Los peces gordos no estaban, desde luego, para aguantar, encima, los gritos que proferían en los medios de comunicación los colectivos feministas. Tracy observó la moqueta de color gris desgastado y pensó en la cantidad de pelo, sangre, semen y Dios sabe qué más iban a sacar de allí los de la científica. Desde luego, no le daban ninguna envidia. —El forense se lo va a pasar en grande —concluyó. —Seguro que de ahí saca más de «cincuenta sombras»… Su compañera puso los ojos en blanco ante aquella gracia y volvió a mirar a la bailarina. Si hubiera sido por ella, habría cortado la cuerda; pero era Stuart Funk, el médico forense del condado de King, el que tenía jurisdicción sobre el cadáver. Kins y ella no podían tocarlo siquiera y Funk querría llevárselo al laboratorio forense del centro de la ciudad tal como estaba: desnudo, atado y contorsionado. Una última humillación.
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CAPÍTULO 7
Una comprobación en línea en la base de datos de la Secretaría Estatal reveló que la sociedad de responsabilidad limitada Pink Palace era dueña de los tres clubes nocturnos del mismo nombre con que contaba Seattle. El presidente era un tal Darrell Nash, residente en una carísima mansión victoriana del carísimo barrio de Queen Anne. —¿Quién dice que lo sórdido no da dinero? —señaló Kins mientras subía un tramo de escalones de piedra de aspecto impresionante. Habían inspeccionado desde el automóvil el Pink Palace situado al lado mismo de la Aurora Avenue, a unos tres kilómetros del Aurora Motor Inn. Tracy quería hacerse una idea de la magnitud de la empresa. Como ocurre con la mayoría de las cosas de esta vida, no todos los clubes nocturnos eran iguales ni acogían a la misma clientela. Aquel parecía de los de postín y presentaba el aspecto propio de un multicine moderno dotado de una brillante marquesina de neón. En una pantalla gigante se alternaban imágenes de mujeres de escaso vestuario que se movían con gesto sinuoso y anuncios de atracciones especiales y descuentos extraordinarios. El horario los informó de que el establecimiento había cerrado a las dos y no volvía a abrir hasta las once. Tracy llamó con fuerza a la puerta principal de la casa de Nash e hizo con ello que los perros del interior se echaran a ladrar frenéticos. Salió a abrir un hombre con el pecho descubierto que tenía un ceño de los mil demonios y el cabello desgreñado como una arpía. Llevaba puesto un pantalón de pijama holgado y tenía un aro de plata en el pezón izquierdo de unos pectorales de impresión que destacaban sobre unos abdominales bien formados. Bajo el hombro derecho lucía un tigre violeta y dorado. El conjunto era el de un universitario al que hubiesen hecho madrugar tras una noche de jolgorio con sus compañeros. —Pero ¿saben ustedes qué hora es? —preguntó. Tracy, que ya estaba cansada y no tenía ganas de andarse con tonterías, le enseñó la placa y la identificación. —Sí, y me da la impresión de que para nosotros es mucho más temprano que para usted. —Entonces, al reparar en la presencia de una mujer de pie en el recibidor con dos niñas en camisón aferradas a sus piernas, suavizó el tono—. Sentimos molestar —dijo entonces—. ¿Es usted Darrell Nash? —Sí. —El interpelado se encogía cada vez que ladraban los perros, como si estuviera luchando con la resaca. Volviendo la cabeza, gritó por encima del hombro —: ¿Puedes hacer el favor de callarlos? Y tráeme una camisa. —A continuación miró de nuevo a Tracy—: ¿Qué ocurre? —Es sobre una de sus empleadas —anunció Kins. www.lectulandia.com - Página 28
—¿Sobre cuál? —Una de sus bailarinas. —Las bailarinas no son mis empleadas —repuso—: todas ellas son trabajadoras autónomas y tengo más de noventa. Si alguna ha hecho algo ilegal, no respondo de ellas. Ya he hablado sobre eso con mi abogado. Tracy sintió entonces posarse en ella la mirada de Kins, pero mantuvo la suya sobre Nash. —¿Podemos entrar? —Pero ¿de verdad no hay otro momento? —preguntó él, que se miró de forma instintiva la muñeca, a pesar de no llevar reloj. —De verdad —fue la contestación que le dio ella. Nash los condujo a la parte trasera de la residencia para hacerlos pasar a lo que él llamó su «despacho», si bien Tracy no pasó por alto que no había un solo papel en toda la sala. Bajo sus pies se extendía una alfombra de violeta y oro con un tigre que iba a juego con el tatuaje de Nash. La sutil iluminación de una serie de vitrinas destacaba pelotas de fútbol firmadas, trofeos y fotografías, en algunas de las cuales salía él con el uniforme de la Universidad Estatal de Luisiana. —¿Era usted defensa? —Kins estaba observando una instantánea en la que Nash llevaba almohadillas. —No: profundo. No era rápido, pero pegaba como un camión. Si no me llego a fastidiar el tendón de la corva en el último año, podría haber llegado a profesional. Kins asintió sin decir palabra. Casi nunca hablaba de su corta carrera en la liga nacional, truncada poco después de un año por una lesión de cadera. Nash fue hasta la puerta y gritó por el pasillo: —¡Se me están poniendo los pezones como carámbanos! La mujer de Nash («¡Qué alegría de puesto de trabajo!», pensó Tracy) le dio lo que la inspectora definió para sí como una «sudadera de cabeza de chorlito», con las mangas recortadas a la altura de los bíceps, y él tomó una pelota de un escritorio enorme y se sentó en un sillón de respaldo alto. Tracy y Kins permanecieron de pie en el lado opuesto de la mesa. —¿Es usted el dueño del Pink Palace? —preguntó ella. —Los tres son propiedad de una sociedad limitada. ¿De cuál estamos hablando? —Del que está en la salida de Aurora. —Ese es el buque insignia. —¿El buque insignia? —El primero. —¿Es usted el presidente de la empresa? —Correcto. —¿Trabaja para usted una bailarina llamada Angela Schreiber? —Es autónoma —puntualizó Nash. —¿La conocía? www.lectulandia.com - Página 29
—No me lío con las bailarinas. —No le estoy preguntando eso, sino solo si la conocía. Él dejó el balón en el regazo. —No me suena. Tracy colocó la tarjeta de bailarina de Angela Schreiber —las ordenanzas municipales de Seattle exigían licencia a las bailarinas eróticas—, metida dentro de una bolsa para pruebas, sobre el escritorio y él se inclinó hacia delante para estudiarla. —Esa es Angel. —¿Angel? —Su nombre artístico. Todas las bailarinas tienen uno. Miren, señores inspectores, yo dirijo clubes de caballeros totalmente legales. En el local no consentimos ninguna labor extracurricular, pero sobre lo que hagan las chicas fuera de allí no tengo ninguna potestad, de modo que si estaba chupándosela a alguien en el estacionamiento no es mi problema. —¿Es que vio anoche a Angela Schreiber chupándosela a alguien en el estacionamiento? —quiso saber Tracy. —No, solo estaba… Mire: no recuerdo haberla visto anoche. —Pero estuvo usted en el club… —Sí, claro. Es mío. —Y no recuerda haber visto a Angela Schreiber en toda la noche. Nash negó con la cabeza. —Normalmente estoy delante, haciendo relaciones públicas, o al fondo, en mi despacho. Como ya he dicho, no me fijo mucho en las bailarinas. —Las autónomas —dijo Tracy. —¿Qué? —¿Y vio a alguien que estuviese prestando atención anoche a Angela Schreiber? Nash se encogió de hombros. —No, pero no sería raro: así se ganan ellas el dinero. Hacen que uno de los parroquianos se interese en ellas y le preguntan si no les gustaría que les hicieran un pase privado. Se dedican precisamente a conseguir que les presten atención. —¿Y quién más se la presta a las bailarinas y los clientes? —El jefe de sala. —¿Que se llama…? —¿Para qué quieren saberlo? ¿Qué ha hecho Angel? —Morir —respondió Kins. Nash miró a Tracy y después a Kins. —¿Debería estar presente mi abogado? —¿Por qué no empezamos, mejor, con el nombre de su jefe de sala? —repuso Kins. —Nabil. www.lectulandia.com - Página 30
—¿Eso es nombre o apellido? —El inspector sacó una libreta de espiral y lo apuntó. —Nombre. De apellido se llama Kotar. —Le deletreó ambos—. Creo que es egipcio o algo así. ¿Cómo ha muerto? —La han matado —dijo Tracy. —¿Tiene la dirección o el teléfono de Nabil? —prosiguió Kins. —Tendré que preguntárselo a mi director de recursos humanos. —Nash miró a Tracy—. ¿Cómo la han matado? —Vamos a necesitar el nombre de todos los empleados y las autónomas que trabajaron anoche en el local. —Kins le tendió una tarjeta de visita. Nash titubeó antes de tomarla y dejarla sobre el escritorio. —Pero ¿cómo ha muerto? —Todavía lo estamos investigando —respondió la inspectora. —¿Cuándo va a poder darnos esa información? —insistió Kins. —Pero la han matado, ¿verdad? Quiero decir que están aquí por eso. —¿Hay cámaras de seguridad del club? —preguntó Kins. —Sí: una en la oficina de delante y dos enfocadas al exterior del edificio y al estacionamiento. —¿Y la pista de baile? —intervino Tracy. Nash meneó la cabeza. —¿Que no tiene cámaras en la pista de baile? —No: queremos que nuestros clientes se sientan cómodos. —¿Manteniendo contactos sexuales con las autónomas? —Ya le he dicho que eso no está permitido. —Pero ocurre. Por eso ha querido saber si Angel estaba chupándosela a alguien en el estacionamiento. —He dicho en cualquier estacionamiento. No me refería al nuestro. Miren: no puedo estar en todos los clubes a todas horas. Lo único que puedo decir es que no debería ocurrir. Si encontramos a alguien metido en algo así, lo echamos y despedimos a la bailarina. —A la autónoma —precisó Tracy. —Mire, inspectora: de vez en cuando viene a nuestros locales algún salido que quiere ver porno, pero no tarda en darse cuenta de que ese no es el tipo de club que dirigimos. A Tracy le estaba gustando sacar de quicio a Nash. —¿Y cuál es el tipo de club que dirigen? —Ya se lo he dicho: un club de caballeros. En el sur es muy frecuente: un sitio que permita a los muchachos relajarse mientras toman una copa y ven bailar a chicas guapas. —¿Tienen clientes habituales? —Por supuesto. Siempre se deja caer algún deportista, sobre todo jugadores de www.lectulandia.com - Página 31
béisbol que quieren echar unas carreras; pero quienes mantienen esto con vida son los ejecutivos trajeados del centro. La sorprendería ver quién nos frecuenta. —Lo dudo —repuso ella—. Vamos a necesitar una lista de los habituales. —No tengo ninguna relación de clientes. —¿No tiene un directorio de correos electrónicos para enviarles boletines informativos ni nada por el estilo? —insistió. —No: nuestra mejor publicidad está en el boca a boca. —¿Tampoco tiene página web? —Claro que sí. —¿A qué la dedica? —A anunciarnos. Además, los clientes pueden reservar en línea un pase privado de su bailarina favorita. —Pues vamos a necesitar esa lista —dijo Kins. —Voy a tener que hablar con mi abogado. ¿No necesitan una orden para eso? Tracy le entregó una tarjeta. —Puedo conseguir una orden de registro para antes de que acabemos esta conversación o puede usted avenirse a cooperar en una investigación de asesinato. ¿A qué hora cerró anoche? Daba la impresión de que a Nash le había vuelto el dolor de cabeza. Estudió unos segundos la tarjeta de Tracy antes de decir: —A las dos. Lo exigen las ordenanzas municipales. —¿Y las bailarinas salen enseguida? —¿Qué motivo puede retenerlas? —¿Vio salir a Angela Schreiber? —No. —¿Y usted? —intervino Kins—. ¿A qué hora dejó usted el local? —Conté los registros y cuadré la caja. Yo diría que salí de allí a las dos y media o las tres menos cuarto. —¿Y adónde fue? —preguntó Tracy. —¿Por qué me pregunta eso? Ella no respondió. Kins, tampoco. El silencio podía ser desconcertante. —Me vine a casa y me metí en la cama. —¿Hay alguien que pueda atestiguarlo? —Mi mujer. Tracy indicó a su compañero con un gesto que siguiera sin ella y se dirigió a las vitrinas de los trofeos. —¿Las cámaras son de circuito cerrado? —preguntó el inspector. Nash respondió sin quitar ojo a Tracy: —Creo que funcionan las veinticuatro horas. —Vamos a necesitar las cintas de anoche. Llame y asegúrese de que no las borren. Dijo que tenían también en el estacionamiento. ¿Dejan allí sus vehículos las www.lectulandia.com - Página 32
bailarinas? —En ese club, sí. Tracy observó con atención una de las fotografías enmarcadas. Aquel santuario no estaba consagrado solo al fútbol americano: en ella se veía a Nash a lomos de un caballo que parecía cerril. Llevaba puestos un sombrero de vaquero de fieltro echado hacia atrás, camisa y pantalones de tejido vaquero y botas a juego. Entre sus dientes asomaba una brizna de heno. Tenía las manos apoyadas en el pomo de la montura, del que pendía una cuerda enrollada. La inspectora se volvió hacia él. —¿Monta usted? Nash, que se había puesto a lanzar de nuevo con la pelota, la recogió y dijo: —Sí. Mi padre era dueño de un rancho de ganado en las afueras de Laredo. Mis hermanos y yo trabajábamos allí de jóvenes, pero lo vendimos cuando murió. Lo que explicaba el posible origen de los fondos que permitían a Nash pagar una casa tan cara con un altar dedicado a sí mismo y varios clubes nocturnos. —¿Participaban sus hermanos y usted en competiciones de lazo? —A veces. —¿Era usted bueno? —No se me daba mal. —¿Tres hebras? —¿Qué es eso? —¿Prefiere cuerda de tres hebras o de cinco? Nash volvió a lanzar la pelota. —La que sea: no me fijo mucho en eso. —Más tarde irá uno de nuestros hombres al local —anunció Kins— para recoger las cintas de vigilancia y los nombres de quienes trabajaron allí anoche. —Tendré que consultarlo con mi abogado —repuso Nash—. Eso puede ser perjudicial para mi negocio. Si hubiera llevado encima una pistola eléctrica, Tracy no habría dudado en usarla. Kins y ella se dirigieron a la puerta. Su compañero se dio la vuelta y tendió las manos y Nash le lanzó un pase de profesional. —¡Vaya! Podría haber jugado de quarterback —dijo Kins devolviéndole la pelota. —¡Qué va! —respondió el otro—. Los quarterbacks se llevan los palos y a mí lo que me gusta es darlos.
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CAPÍTULO 8
Tracy se apartó de su ordenador para reclinarse en el asiento al ver llegar a Kins con otra taza de café. —¿Estás con la declaración de Nash? —preguntó él. Tracy miró a la pantalla. —Imbécil se escribe con tilde, ¿verdad? —En su caso dudo que importe mucho la ortografía. ¿Te diste cuenta de con qué mano me lanzó la pelota? —No creo que sea tan fácil… Darrell Nash había usado la izquierda. Un experto en el caso de Hansen aseguraba que se había empleado una cuerda de tres hebras de polipropileno con torsión en Z y que el nudo era obra de un zurdo. Aquella fibra artificial daba de sí menos que la natural y corría con más facilidad por el nudo a la hora de tensar una lazada. Por desgracia, también era muy habitual y podía adquirirse en cualquier ferretería, tienda de náutica o grandes almacenes. —La cuerda que tenía en la fotografía era de cinco hebras —le explicó Tracy. —¿Y eso qué quiere decir? —Esa solo la usan quienes dominan la técnica del lazo. Puede ser que Nash sea más listo de lo que quiere dar a entender y se haya hecho el tonto cuando le he preguntado, pero, en realidad, me extrañaría que supiera qué diferencia hay entre una cuerda y otra. Dudo de que sea vaquero. —Quizá no —reconoció Kins—, pero sigue encabezando la lista de los imbéciles.
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CAPÍTULO 9
Tracy y Kins dedicaron buena parte del día siguiente a estudiar cuanto sabían de Hansen y Schreiber a fin de determinar qué podían tener en común además de lo evidente. Cuando los de la científica enviaron por correo electrónico el informe preliminar sobre las huellas dactilares de la habitación de motel de Schreiber, pudieron comprobar que los resultados eran tan poco alentadores como habían supuesto. Tras procesar más de una treintena de huellas, habían recurrido a los expertos de la unidad de huellas dactilares latentes de la policía de Seattle para que los ayudasen a comparar una por una con las posibles coincidencias del sistema de identificación automática (el AFIS) del condado de King, en el que almacenaban cientos de miles de muestras de acusados y convictos, solicitantes de permisos de armas, funcionarios federales, personal militar y determinados profesionales que trabajaban con niños. Vic Fazzio y Delmo Castigliano —el autoproclamado «dúo dinámico italiano» de los cinco inspectores que conformaban el equipo A de la Sección de Crímenes Violentos— entraron entonces en el cubículo común con aspecto agotado. En calidad de equipo de homicidios «auxiliar», habían tenido que abordar toda la labor de sondeo relativa al lugar de los hechos, es decir, tomar declaración a los testigos, desde el propietario y los clientes del motel hasta los empleados de los negocios situados al otro lado de la calle. —Nada, profe: nadie vio nada. Faz rondaba los ciento veinte kilos de peso y la predilección que sentía por los pantalones de vestir y las camisas sueltas de bolera hacía más palpable, de alguna manera, su acento de Nueva Jersey. Del era aún más corpulento y tenía una cara que, según gustaba de decir orgulloso, «solo podía encontrar bonita una madre». Tracy entregó a Faz la mitad de la lista que había generado la unidad de huellas dactilares latentes. —Siento haceros esto. —Hoy que había guisado albóndigas mi mujer —repuso Faz con gesto de veras desencantado. —Entonces ya tienes un motivo para soñar con el bocadillo de sobras que te espera mañana —contestó Del mientras recogía la mitad de la relación que le había tocado.
Tracy y Kins habían tachado dos nombres antes de salir del Centro de Justicia, correspondientes a un par de drogadictos muertos hacía ya más de un mes, y no tardaron en eliminar dos más cuando los propietarios de las huellas no negaron haber www.lectulandia.com - Página 35
estado en aquella habitación, aunque no la noche anterior, ni siquiera, por cierto, la semana previa, y, además, se mostraron capaces de dar cuenta de dónde habían estado la noche de autos. —Por lo que se ve, el personal del motel no se afana mucho con la limpieza — comentó Kins. Tracy, sentada en el asiento del copiloto del Ford que habían tomado del parque móvil, sostenía la fotografía del permiso de conducir del siguiente de la lista. —Walter Gipson —anunció. La imagen mostraba a un hombre de ojos pequeños y juntos y una calva incipiente en forma de herradura de caballo que lo había llevado a raparse el pelo que conservaba. —Afeitarse la cabeza: la clásica solución masculina a la pérdida de cabello —dijo Kins mientras contemplaba la fotografía desde el asiento del conductor—. Nunca le he visto ningún sentido. —Supongo que tampoco lo tiene luchar contra lo inevitable —respondió Tracy. —Pero eso es como quejarte de que estás echando tripita y ponerte a régimen a base de pastelitos. —Varón blanco de veintiséis años, profesor de educación especial. —Y todo apunta a que, además —dijo él imitando el acento inglés—, es devoto de meretrices y moteles de postín. ¿Tiene antecedentes? —No: tenemos las huellas porque solicitó el permiso de armas para una semiautomática. Kins la miró para concluir: —Siempre es bueno saberlo.
Kins estacionó en el espacio reservado para visitas del complejo de apartamentos de Willowbrook en el momento en que Tracy ponía fin a su llamada con el coordinador jefe después de informarlo de su localización y sus intenciones de hablar con un sospechoso. Al salir del vehículo notó que el aire estaba cargado del olor a tierra que precedía a un aguacero. —¿Cuál es? —preguntó Kins mientras observaba los bloques de dos plantas enmarcados en madera como era habitual en los complejos residenciales de las afueras que habían florecido en el Eastside en los años ochenta. —El edificio C —contestó ella señalándolo—. Ese. Recorrieron una serie de techados para automóviles y subieron las escaleras que llevaban al segundo rellano. Hasta Tracy llegó el sonido de los televisores del interior de los apartamentos. Se detuvieron ante el número 4 y Kins llamó con los nudillos de forma discreta. La puerta emitió un ruido sordo y hueco y se tambaleó en el marco. —Trabajo sólido el del carpintero —dijo. Al oír la voz de mujer que gritaba en castellano desde el interior, se encogió de hombros y confesó—: No fui capaz de www.lectulandia.com - Página 36
aprobar español en el instituto. —Vuelve a llamar —dijo Tracy. Cuando lo hizo y recibió la misma respuesta, preguntó: —¿Nos está gritando a nosotros o le está diciendo a alguien de dentro que abra la puerta? —Ni idea: yo hice francés. —Y te ha servido de mucho, ¿verdad? —Oui, casi tanto como a ti el español. Kins estaba a punto de llamar por tercera vez cuando se abrió la puerta para revelar a una mujer fornida de origen hispano que llevaba a la cadera a una niña envuelta en una toalla de color amarillo chillón. —Lo sentimos —dijo Tracy—. Parece que está usted ocupada. —Ante la mirada sin expresión de la mujer, le mostró la placa y preguntó—: ¿Habla usted inglés? La interpelada abrió los ojos como platos antes de contestar: —Sí. Tracy se presentó e hizo otro tanto con Kins. —Estamos buscando a Walter Gipson —añadió—. ¿Está en casa? —No está —dijo ella con acento muy marcado. Tracy sintió que le caía una gota de lluvia en el cuello. —¿Es usted su mujer? —Sí —respondió después de soplar para apartarse un mechón de pelo negro. —¿Y dónde está él? —Trabajando. Kins miró el reloj. A Tracy no le hizo falta para saber que era tarde para que un profesor de secundaria estuviera aún dando clases. —¿Dónde trabaja su marido? —preguntó. —En el instituto. —¿Y siempre se queda hasta tan tarde? —Hoy sí, porque está con los de la universidad popular. —Miró al cielo—. Por favor, la pequeña tiene frío. —¿A qué hora suele venir? —dijo Tracy. La mujer apartó la mirada para posarla en el estacionamiento, donde había un hombre con gorra de béisbol y mochila al hombro que los miró y, de improviso, giró hacia el techado. Kins se dirigió a la barandilla. —¿Walter Gipson? —preguntó a gritos. El recién llegado echó a correr. Kins enfiló entonces la escalera por la que habían subido y Tracy hizo otro tanto por la que descendía desde el extremo opuesto del rellano y perdió de vista a Gipson por uno de los soportales. Bajó y cruzó el estacionamiento y, al llegar al techado, se detuvo para sacar la Glock. Kins no podía darse más prisa por el dolor de la cadera. Los dos doblaron la esquina. Tracy se puso en cuclillas para mirar debajo de los vehículos y su compañero se dirigió al fondo de www.lectulandia.com - Página 37
los techados para tratar de abrir las diversas puertas allí situadas, que debían de ser trasteros y que, en su mayoría, estaban cerradas a cal y canto. —¡Eh! —susurró mientras sostenía en alto una mochila negra. Tracy oyó lo que parecía el traqueteo de una valla metálica y corrió al otro extremo del estacionamiento. El complejo de apartamentos estaba separado por un cercado de lo que parecía un solar abandonado lleno de matorrales y árboles. —Vamos a necesitar a los perros —dijo Kins—. Voy a solicitarlos por radio y a seguir la valla por si da media vuelta. La inspectora encontró un punto de apoyo en la malla del cercado y saltó al otro lado. Se liberó a patadas de las zarzas que se enganchaban al bajo de sus vaqueros y se abrió camino entre el follaje hasta llegar a un sendero de hierba aplastada. La siguió hasta llegar a una arboleda de pinos de Oregón, cedros y arces cuyas copas se estremecían por las ráfagas de viento. —¿Walter Gipson? —gritó mientras se secaba la lluvia de la cara—. Lo está usted complicando todo demasiado cuando solo hemos venido a hablar con usted. Buscó movimiento o algún color extraño entre la maleza, pero la oscuridad creciente y la lluvia cada vez más intensa le dificultaban la visibilidad. Cien metros más allá, los arbustos y los árboles se iban despejando hasta convertirse en un prado ondulante. Los caballos que pastaban a no demasiada distancia de allí habían levantado la cabeza y las orejas para observarla. A punto estaba de desandar sus pasos y esperar a los perros cuando oyó una rama quebrarse tras ella. Giró sobre sí misma y alzó la pistola. Un grupo de caballos surgió entonces de la espesura y se desvió en el último instante para pasar a su lado haciendo temblar la tierra con sus cascos. Tracy tenía el corazón desbocado y necesitó un momento para recuperar el aliento y darse cuenta de que era la rama partida la que había provocado la estampida y no al contrario. En consecuencia, miró al matorral que habían atravesado los animales y separó las piernas mientras apuntaba al suelo con la Glock. —¿Walter Gipson? No obtuvo respuesta. —Señor Gipson, debería pensar en su esposa y su hija. Tengo una arma y, de aquí a cinco minutos, este sitio va a estar infestado de perros y agentes de policía. No queremos que haya ningún accidente, ¿verdad, señor Gipson? Solo hemos venido a hablar. ¿Walter? —Está bien. Está bien. —El fugitivo se puso en pie de pronto y abandonó su escondite. —¡Quieto! —exclamó ella mientras lo encañonaba—. ¡No se mueva! ¡No se mueva! Él siguió adelante. —¡Quieto, he dicho! —ordenó la inspectora alzando la voz—. ¡Que no se mueva! Gipson paró en seco. —De acuerdo. De acuerdo. www.lectulandia.com - Página 38
—Las manos, donde yo pueda verlas. A él le temblaban los brazos y empezó a bajarlos. —¡Las manos, arriba! —gritó ella. —De acuerdo. De acuerdo. —¿Dónde está su semiautomática? —En… En el apartamento. —¿Va armado? —No. —Pues deje las manos a la vista. —Tracy sacó las esposas, se colocó tras él y se las puso de inmediato. —Yo no he sido —aseveró él—. Le juro por Dios que yo no la he matado.
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CAPÍTULO 10
Colocaron a Walter Gipson en una de las salas de interrogatorio de la séptima planta del Centro de Justicia, poco más que un cajón sin ventanas que parecía irradiado por los fluorescentes. Lo dejaron «cocerse a fuego lento» entre veinte y treinta minutos. Con la puerta cerrada, las paredes se le hacían cada vez más pequeñas a medida que se volvía más viva la idea de pasar años en un lugar así. Rick Cerrabone, fiscal de dilatada experiencia e integrante del MDOP, se unió a Tracy y Kins tras el espejo de vigilancia. El profesor se encontraba sentado, encorvado sobre la mesa llena de desportilladuras y marcas. Sin la gorra parecía mayor. —¿Cómo la conoció? —quiso saber Cerrabone. Faz había comentado en cierta ocasión que el fiscal era la viva imagen de Joe Torre, antiguo entrenador de los Yankees: un hombre calvo de aire alicaído, ojeras bajo los ojos de aspecto cansado y barba de un día. —Era alumna de las clases de escritura que ofrecía él en la escuela de grado superior —dijo Tracy—. Reconoce que la llevó anoche al motel de Aurora, pero jura por Dios que no la mató. —Siempre juran por Dios, ¿no? —comentó Kins desde una silla colocada a escasa distancia de las luces intermitentes de colores de uno de los aparatos de grabación. —¿Y por qué corría? —fue la siguiente pregunta. —Dice que se asustó —respondió Tracy—, que lo había visto en las noticias. —¿Coincide el ADN? —No lo tenemos fichado. —O sea, que no tiene antecedentes —concluyó el fiscal. El estado de Washington exigía una muestra de dicho material genético a todo aquel al que se condenaba por algún delito. —Ni siquiera una multa de estacionamiento —contestó Kins—. Es profesor de niños discapacitados. Cerrabone se pasó la mano por la barba incipiente del mentón. —¿Hay ADN en la cuerda? —Melton dice que es lo primero que va a comprobar. —Tracy se refería a Michael Melton, del laboratorio criminalista de la policía estatal de Washington. —¿Y Nicole Hansen? ¿Se sabe si está relacionado con ella de algún modo? —Dice que nunca ha oído hablar de ella —respondió Tracy—. Tengo a Faz y a Del enseñando la foto en el Dancing Bare por si alguien lo identifica por haberlo visto antes en el local. —¿Cuánto tardarán en darnos la orden de registro de su casa y su despacho? — www.lectulandia.com - Página 40
preguntó Kins. —Y del trastero —añadió Tracy. Cerrabone miró su teléfono. —Tal vez la tengamos antes de que acabéis el interrogatorio. Aseguraos de que quede grabado que renuncia a asistencia letrada. Al ver que Kins se ponía en pie, Tracy le dijo: —Déjame a mí sola. —¿Seguro? Casi siempre se las veían con los sospechosos con otro inspector por motivos de seguridad. —Empezó a hablar en el momento en que le puse las esposas y no ha callado durante todo el trayecto. A ver si quiere seguir conversando conmigo.
Tracy le liberó las manos, se sentó al otro lado de la mesa y confirmó que entendía que tenía derecho a un abogado y consentía en renunciar a él. —Vamos a repasar un par de cosas, Walter. ¿Cómo conociste a Angela Schreiber? —Estaba estudiando lengua y literatura inglesas en la universidad popular de Seattle y yo doy clases allí un par de noches a la semana. —De acuerdo, y ¿qué pasó? —Me entregó una redacción sobre el trabajo de bailarina. Estaba muy bien escrito y lleno de detalles. Después de clase, le pregunté al respecto y ella me contó que era verdad y me invitó a ir a verla. —¿Y fuiste a verla bailar? —De entrada, no. De hecho, pasó mucho tiempo. Ella no dejaba de preguntarme cuándo iba a ir. Tenía tanto empeño que, al final, decidí presentarme allí… una sola vez. Bueno, en realidad, un par de veces solamente. —¿Cuánto tiempo pasó antes de empezar a mantener relaciones sexuales con ella? Él dejó escapar un suspiro. —No me acuerdo. Una noche, después de clase, me pidió que la llevase al club. Al parecer, se le había estropeado el vehículo y no tenía dinero para arreglarlo. —¿Lo hiciste con ella en tu automóvil? —No. —¿Te hizo una felación? Gipson agachó la mirada para fijarla en la mesa con gesto avergonzado. —Sí. —Y le pagaste. Él cerró los ojos. —No fue así. —Pues dime cómo fue. www.lectulandia.com - Página 41
El interpelado alzó la mirada. Tenía los ojos húmedos. —Me dijo que le estaba costando mucho llegar a fin de mes. Había venido a Seattle buscando trabajo, pero no había conseguido encontrar otra cosa y vivir aquí estaba resultando ser mucho más caro de lo que había imaginado. Entonces, para colmo, se le había roto el vehículo. Según me dijo, había empezado a bailar para pagar las facturas. Daba la impresión de ser la clásica historia lacrimógena concebida para hacer que a Gipson le resultara más fácil despedirse de su dinero. —De modo que… ¿le estabas echando una mano? —Ya sé que ahora suena fatal. —¿Cuánto le dabas? —Cincuenta. Cien, a veces. —¿Y no tenía nada que ver con el sexo? Él frunció el ceño. —Imagino que sí. —Entonces, estuvisteis anoche en el motel. —Sí. —¿Y tu mujer? —Ayer cenaba en casa de su hermana y luego llamó para decir que iba a pasar la noche en Tacoma. —Conque no tenías prisa por volver a casa. —Exacto. —¿Quién eligió el motel? —Ella. —¿Le preguntaste por qué no podíais ir, sin más, a su apartamento? —Me dijo que su compañera de piso tenía que madrugar para ir al trabajo y no quería despertarla. Según les había dicho Ron Mayweather, la quinta rueda del equipo A, Schreiber vivía sola en un estudio alquilado de Capitol Hill. —¿Quién pagó la habitación? —Yo, pero fue ella quien dio el dinero. —Porque tú no querías que te viesen. Él se encogió de hombros. —Por eso. —¿A qué hora llegasteis? —Después de que acabase su turno. Creo que era la una o la una y media. —¿Tuvisteis sexo? —Sí. —¿Cuánto le pagaste? —Doscientos. Habían encontrado trescientos cuarenta y tres dólares en el bolso de Schreiber y www.lectulandia.com - Página 42
noventa y cuatro en el de Nicole Hansen. —¿Usaste preservativo? —Sí. —¿Y luego? —Me fui. —¿Llegar, cumplir y adiós, muy buenas? Gipson cerró los ojos y meneó la cabeza. —Yo tenía clases por la mañana. —Y te preocupaba que tu mujer pudiera llamar al apartamento. —Supongo que también. Tracy lo estudió. —Dime, Walter: ¿llegaste a pensar en algún momento que Angela podía no estar contándote la verdad? Él se reclinó en su asiento y soltó aire. —Conocía el motel. Sabía dónde estaba la oficina de recepción y cuánto costaba la habitación. —¿Sospechaste que podía estar jugando contigo? —Yo solo sabía que tenía que acabar con aquello, que no estaba bien. —¿Te puso furioso imaginar que se estaba aprovechando de ti? —Un poco, imagino, pero ella tampoco me estaba obligando a nada. —¿A qué hora te fuiste? —No me acuerdo. —¿Te vio alguien salir? —No lo sé. No creo. —Así que dejaste, sin más, la habitación. —Me ofrecí a llevarla a casa, pero me dijo que se iría en taxi. —¿Has ido alguna vez a un club nocturno que se llama Dancing Bare? —No había ido a un local de esos en mi vida, hasta ahora. Y quizás una vez durante una despedida de soltero. —¿Tienes alguna afición, Walter? —¿Alguna afición? —Sí, hombre: golf, encestar pelotas de pimpón en vasos de cerveza… —Pesco con mosca. Tracy echó una mirada al espejo. —¿Y haces tú mismo la mosca? —Desde niño. Me enseñó mi padre. —¿Eres zurdo o diestro? —Diestro. —Y con Angela, ¿se puso la cosa… depravada en algún momento? —¿Qué? —No sé si me entiendes: si os hicisteis pasar por otros, usasteis juguetes www.lectulandia.com - Página 43
sexuales… ¿Te pidió alguna vez que la ataras? —No, a mí no me va eso. —¿Qué? —Eso: la dominación, el sadomasoquismo… Esas cosas. —¿Cuánto le diste para que pagase la habitación aquella noche? —Cuarenta. —¿Y cuánto costaba la habitación a la hora? —No lo sé. —¿Te devolvió cambio? —No —dijo él. —¿Y de dónde sacabas el dinero para ir a ver a una bailarina exótica cada semana? Gipson se encogió de hombros. —Empecé a trabajar en la universidad popular porque, con la niña, necesitábamos más ingresos. —¿Qué edad tiene tu hija? —Dos años. En ese momento le cruzó la mente una idea. —¿Cuánto llevas casado, Walter? —Año y medio. —Gipson volvió a reclinarse en el respaldo de la silla y, tras unos instantes, encogió los hombros con gesto resignado de «¿Qué otra cosa podía hacer?»—. Es mi hija. Tracy asintió con la cabeza. —Angela Schreiber también era hija de alguien.
Dos funcionarios de prisiones escoltaron de nuevo a Walter Gipson a la cárcel del condado de King. Por el momento, lo retendrían allí por haber solicitado servicios sexuales y por sospechoso de asesinato. Tracy y Kins regresaron a su cubículo. La Sección de Crímenes Violentos estaba dividida por tabiques portátiles en cuatro compartimentos, cada uno dotado de cuatro escritorios y una mesa central. En torno al perímetro de estos cubículos se hallaban los despachos de los sargentos y los tenientes. Cada equipo tenía asignado asimismo a un quinto inspector, la «quinta rueda», que se encargaba de asumir parte del peso de los otros. Sobre el cubículo del equipo B pendía un televisor de pantalla plana. Aquella noche retransmitían un partido de la NBA. El teléfono de Kins sonó antes de que hubiese tenido tiempo de llegar a su escritorio. Respondió y estuvo un momento a la escucha antes de decir: —Allí estaremos. —A continuación, colgó para anunciar—: Nolasco. El capitán era aficionado a poner de relieve su superioridad haciendo acudir a todo el mundo a su despacho. Doblaron la esquina y recorrieron el pasillo para llegar www.lectulandia.com - Página 44
a aquella sala, que tenía vistas a poniente, a la bahía de Elliott, o, mejor dicho, las habría tenido si Nolasco hubiese llegado a abrir las persianas en algún momento. Lo encontraron sentado frente a su escritorio, dando la espalda a las distinciones que tenía enmarcadas en la pared. En un aparador tenía varios rimeros de papel y fotografías de sus dos hijos, un niño con uniforme de hockey y una niña con una pelota de fútbol. No tenía retratos de ninguna de sus antiguas esposas, de quienes se quejaba con frecuencia porque, según decía él, le estaban robando hasta dejarlo en paños menores. No parecía contento, aunque lo cierto es que solo daba la impresión de estarlo cuando estaba enmendando la plana a alguien. —¿No os ha dicho Mayweather que quería veros en cuanto entraseis? —Estábamos con un sospechoso de los asesinatos de las bailarinas —respondió Kins. —¿Y…? —Dice que no fue él. —Que me digáis lo que tenéis. Los dos inspectores permanecieron en pie. —Angela Schreiber hacía baile erótico en el Pink Palace —dijo Tracy. El capitán se echó hacia atrás en su asiento. —Ya he leído algunas de las declaraciones de los testigos. Lo que quiero saber es si ha sido el mismo fulano. —Eso es lo que parece —repuso ella. —No me vengas con pareceres: el alcalde y todo su ayuntamiento tienen atosigado al jefe y estamos a punto de irnos todos a la mierda. Lo que explicaba por qué seguía Nolasco a aquellas horas en su despacho. Pese a las similitudes que existían entre la muerte de las dos bailarinas, los mandamases de la policía y del municipio no iban a reconocer así porque sí que estaban ante un «asesino en serie». Unos y otros conocían de sobra la histeria que provocaban esas tres palabras en una población que había conocido ya un número más que suficiente de homicidas abyectos, por no hablar del impacto económico que iba a tener una unidad especial sobre un presupuesto policial que ya estaba bien mermado. Los asesinos múltiples podían matar durante años, a veces hasta décadas, antes de que los arrestaran, en tanto que aquellos grupos de investigación suponían una hemorragia brutal de mano de obra, fondos y hasta carreras profesionales completas. —Se usó el mismo método para estrangular a las dos —dijo Kins—. Además, la cama estaba hecha en los dos casos y la ropa, bien dispuesta sobre ella. Tracy observó a Nolasco en busca de alguna señal que indicase que la información lo había llevado a recordar a Beth Stinson, pero lo cierto es que no movió un músculo. —¿Y qué hay de las cuerdas? —De entrada, parece que se haya usado el mismo tipo y el mismo nudo. Melton www.lectulandia.com - Página 45
la tiene en el laboratorio. —¿Quién está trabajando en ello desde aquí? —El equipo auxiliar era el de Faz y Del. Están identificando las huellas dactilares. Ron está buscando las matrículas de los vehículos que había en el motel y las últimas llamadas y mensajes de texto que tenía Schreiber en el teléfono. —Son demasiadas coincidencias para que no sea el mismo hombre —concluyó Kins. Nolasco levantó un dedo. —Por eso os he mandado venir a mi despacho, Sparrow —dijo usando el otro apodo de Kins—. Eso no lo sabemos. —¿En serio? —contestó Tracy. —El alcalde y el jefe no quieren tener que responder a esas preguntas en este momento. ¿Qué me decías del fulano al que hemos trincado? —Walter Gipson —dijo ella—. Reconoce haber estado con la víctima anoche en el hotel, pero niega haberla matado. —Suena a mentira de las gordas. —Puede ser —admitió la inspectora. —¿Se sostienen las pruebas? —Hay huellas suyas por toda la habitación. Estamos esperando las pruebas de ADN. El único que había en la cuerda que estranguló a Hansen era el de la víctima. —¿Y eso cómo es posible? —No lo sé —dijo Tracy. En ese momento emitió un zumbido el teléfono de Kins, quien, tras leer el mensaje que acababa de recibir, anunció: —Cerrabone ha enviado las órdenes de registro. Quizá demos con un rollo de cuerda y podamos irnos a casa. Tracy lo dudaba.
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CAPÍTULO 11
Margarita Gipson abrió la puerta con aire a un tiempo cansado y asustado. Dentro del apartamento, modesto pero limpio, había una mujer que guardaba con ella un gran parecido y que debía de ser la hermana que tenía en Tacoma. Tenía en brazos a la pequeña, que había metido la cabeza entre los senos de la mujer y se chupaba el pulgar. «Es mi hija», había dicho Walter Gipson, y aquello, de un modo u otro, lo había hecho parecer más humano. Sin embargo, Gary Ridgway, el asesino del río Green, había matado cuando menos a cuarenta y nueve mujeres en Seattle y había dicho a los detectives que lo habían arrestado que había atraído a las víctimas a su vehículo mientras su hijo pequeño se encontraba en el asiento de atrás. Crosswhite mostró la orden de registro de la casa y el trastero y el equipo de la policía científica que la acompañaba puso manos a la obra. Lo primero que hicieron fue tomar el arma de fuego de Gipson de la caja fuerte del armario empotrado del dormitorio en que la guardaba. El código de cuatro dígitos que la abría era la fecha de nacimiento de Margarita. —Para que no se me olvide —señaló. Mientras la científica hacía su trabajo, Margarita aguardó sentada en una silla de la sala de estar, moviendo nerviosa de un lado a otro las cuentas de un rosario y secándose con un pañuelo de papel las lágrimas que anegaban unos ojos hinchados y rojos. Tracy ocupaba un sofá de tela situado frente a ella, mientras que Kins y la hermana permanecían de pie. La inspectora les explicó que Walter se hallaba detenido en la cárcel del condado de King y no regresaría a casa aquella noche. —Pero me ha dicho que no pasa nada —repuso Margarita—. Dice que no lo van a pescar, que no es el tipo de cosa a la que dedica la policía su… —Miró a su hermana, que, sin embargo, se limitó a encogerse de hombros y sacudir la cabeza. —¿Sus recursos? —preguntó Tracy. —Atención. Dice que no es el tipo de cosa a la que dedica la policía su atención. —Estas últimas palabras le temblaron en el pecho mientras se llevaba una mano a la cara para contener un sollozo. Tracy y Kins se miraron. Ella empezaba a preguntarse si no iban a necesitar un traductor. —¿Qué quiere decir su marido con que la policía no va a prestar atención? ¿De qué hablaba? —De los impuestos. —¿Los impuestos? —Dice que a la policía… que no le importan. —¿Que su marido no paga sus impuestos? —A Tracy le resultaba difícil creer que www.lectulandia.com - Página 47
no se encargara directamente de retenérselos la administración de su centro educativo. Entonces pensó en su trabajo a tiempo parcial en la universidad popular—. ¿Se refiere al dinero que gana enseñando? —No, a las moscas de pescar —respondió la mujer. Kins hizo un gesto a Tracy con la cabeza. —Vende las moscas que hace. Margarita alzó la vista para mirarlo. —Con la pequeña, necesitamos el dinero. —Y no paga impuestos de lo que vende —dijo Tracy en tono comprensivo. —Dice que a la policía no le importa. —¿Dónde hace su marido esas moscas? —preguntó la inspectora.
Rodearon un Toyota Prius que había bajo uno de los techados. Margarita giró las ruedas del candado. —Las hace de noche —dijo. Sin embargo, el arco no se abrió al tirar de él. La mujer comprobó los cuatro dígitos y volvió a hacer fuerza sin conseguir nada y, entonces, Tracy le pidió: —Déjeme intentarlo. ¿Cuál es la combinación? —Mi cumpleaños, para que no me olvide: 1-7-0-4. Era la misma que abría la caja fuerte de la pistola. Tracy lo intentó en vano. —¿Traigo una cizalla de la camioneta? —propuso uno de los inspectores de la científica. —Sí. Minutos después lo había descerrajado. Tracy lo quitó, retiró el pestillo y abrió la puerta. —Tiene luz —informó Margarita—. Tire de la cuerda. La inspectora la buscó al tiento, sintió el cordón rozarle el dorso de la mano y tiró de él. Una bombilla desnuda arrojó entonces su intenso fulgor sobre un banco de trabajo sin pulir instalado en un espacio angosto. La pared del fondo estaba forrada por una lámina de corcho plagada de moscas de pescar creadas con toda una serie de nudos intrincados. Sin embargo, no fue eso lo que llamó de inmediato la atención de Tracy. Cuando Margarita Gipson metió la cabeza en el cuartillo, corrió a ahogar un nuevo hipido con la mano y se echó a llorar una vez más.
Volvieron a llevar a Walter Gipson a la sala de interrogatorios, aunque esta vez vestido con el mono rojo de la cárcel del condado de King, calcetines blancos y chancletas. Esta vez, Tracy y Kins no esperaron a que tuviera tiempo de ponerse nervioso: entraron juntos enseguida. Ella, además, no le quitó las esposas. —Hemos estado en el trastero, Walter —le hizo saber. www.lectulandia.com - Página 48
Vieron subir y bajar la nuez de Gipson. Kins deslizó sobre la mesa una fotografía protegida por plástico transparente. La fecha del cumpleaños de Margarita no había funcionado porque su marido había cambiado la combinación o el candado. Entre los cientos de moscas que había hecho, Walter Gipson había prendido en el panel de corcho media docena de fotografías de Angela Schreiber desnuda. En varias era fácil reconocer la moqueta gris, manchada y raída del Aurora Motor Inn. El sospechoso se había dejado conquistar por la bailarina un poco más de lo que había hecho creer a Tracy y quienes mienten suelen tener algo que ocultar. Gipson humilló la cabeza y rompió a llorar. —Ahora sí quiero un abogado.
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CAPÍTULO 12
Tracy abrió una lata de comida para gatos y la dejó en la encimera, demasiado extenuada para sacar un cuenco del armario de la cocina. A Roger no pareció importarle. Para ella vació el contenido de un envase de atún sobre lo que quedaba de una ensalada que no había tenido tiempo de acabar a mediodía. Estaba cruzando el comedor con la cena cuando vio el portátil en la mesa y volvió a acordarse del asesinato de Beth Stinson, el caso que había llevado Johnny Nolasco. Nolasco había tenido de compañero durante más de una década a un racista intolerante llamado Floyd Hattie. Cuando al primero lo ascendieron a sargento, al segundo le asignaron de nueva pareja a Tracy. Hattie dejó bien claro que no pensaba trabajar con Castradick Tracy —como la llamaba él— y se jubiló enseguida. Faz le había hecho saber que podía darse con un canto en los dientes: Hattie y Nolasco tenían un historial de condenas envidiable y gustaban de restregarlo en la cara al resto de inspectores, pero nadie ignoraba que ninguno de los dos hacía ascos al uso de tácticas policiales cuestionables: fuentes desconocidas que se presentaban de pronto en calidad de testigos, ardides trillados para «propiciar» confesiones y hasta uno o dos casos de sospechosos que se habían hecho daño al caerse. Tracy colocó la ensalada al lado del portátil y pulsó la tecla de espacio. La pantalla volvió a la vida para mostrar, todavía, la página web del fiscal general. Volvió a acceder al HITS y recuperó el expediente de Beth Stinson. Suponía que debía de haber sido Nolasco quien había completado el formulario, pues dudaba de que Hattie, teniendo ya un pie en la calle, se hubiese molestado en acabarlo. Seguía desconcertada por las incoherencias que había detectado: la respuesta positiva a la pregunta de si había sufrido agresión sexual y, no obstante, la falta de pruebas forenses que sostuvieran semejante conclusión. También le preocupaban las similitudes que presentaban los detalles relativos al dormitorio de Stinson y a las habitaciones de motel en que se habían encontrado los cadáveres de Hansen y Schreiber. No tenía intención de hablar de ello con Nolasco y mucho menos de buscar a Hattie, toda vez que dudaba de que la jubilación lo hubiese cambiado mucho. Se propuso llamar al Archivo Estatal y pedir que desenterrasen el expediente de Stinson. Con todo, sabía que tenía que ir con cautela: Nolasco era un hombre rencoroso y, si llegaba a enterarse de que estaba hurgando en uno de sus casos antiguos, no dudaría en soltarle los perros, sobre todo si Tracy descubría alguna de las conductas poco legítimas a las que había aludido Faz. Sopesó si debía poner al corriente a Kins, quien, casado y con tres criaturas, no podía permitirse que lo suspendieran de empleo y sueldo si la cosa llegaba a tales extremos. Decidió que echaría un ojo al expediente por su cuenta y, en caso de que no contuviera ninguna similitud con el de Hansen ni el de Schreiber, lo devolvería sin más. De no ser así, www.lectulandia.com - Página 50
tendría que pasar aquel Rubicón cuando llegara el momento. Cerró el equipo y se llevó la ensalada al dormitorio. En el momento en que entraba se activaron los focos del patio trasero, que iluminaron las cortinas que cubrían las puertas correderas de cristal. Las apartó y miró al exterior. La lluvia seguía cayendo, pero apenas había viento ni se veía rastro alguno de ninguna criatura peluda de cuatro patas que pudiese haber hecho saltar el detector de movimiento. Le había dicho a Billy que no necesitaba el coche patrulla, pero lo cierto es que había sido una fanfarronada: cualquier signo de debilidad por su parte podía achacarse con demasiada facilidad a su condición de mujer. Aquel doble rasero era muy real. Lo cierto es que se alegraba de tener a un agente estacionado ante la casa. Se cambió la ropa que llevaba por una camiseta larga, se subió a la cama y se puso a cambiar de un canal a otro mientras comía. Pese al agotamiento físico, no dejaba de repasar mentalmente el interrogatorio de Walter Gipson, las dos habitaciones de motel y un sinfín de preguntas. Necesitaba frenar el ritmo de sus pensamientos si quería dormir en algún momento. En consecuencia, encendió la videograbadora y se puso a ver el episodio más reciente de Downtown Abbey. En ese instante volvieron a iluminarse las cortinas. Apagó el televisor para dejar a oscuras la estancia, bajó de la cama y apartó la cortina. Si el césped seguía desierto y los árboles no presentaban movimiento alguno, ¿por qué tenía la misma sensación de que la estaban observando que la había acometido en el campo de tiro? Los focos volvieron a apagarse y, al ver que no se encendían de nuevo, se dijo que debía de ser la lluvia. Lo más probable era que Dan hubiese elegido una configuración demasiado sensible para el detector de movimiento. Volvió a la cama con la Glock para colocarla a su lado, sobre la almohada.
Tracy Crosswhite había hecho algunos cambios desde la primera vez que había ido a visitarla. Los focos y el detector eran nuevos. También lo era el coche patrulla que había delante de la vivienda, tal vez por el regalo que le habían dejado en el campo de tiro, por más que empezaba a sospechar que aquello había sido un error. Las luces se habían encendido de manera inesperada al acercarse a la parte trasera de la casa y lo habían obligado a retirarse de inmediato para ocultarse tras la maleza, donde tuvo que permanecer en cuclillas con el agua cayendo a chorros de la visera de su gorra de camuflaje. La lluvia, que no solía importunarlo, había conseguido aquella noche abrirse paso por entre las costuras de su equipo de protección y podía sentir que la camisa se le pegaba a la espalda y que la humedad se le colaba por los calcetines, aquella humedad del Pacífico noroeste que tanto mal le hacía a sus huesos. Había sospechado que, después del asesinato de Angela Schreiber, Tracy tardaría en llegar a casa. Su jornada fluctuaba con arreglo a si estaba o no de inspectora de guardia. Cuando había www.lectulandia.com - Página 51
un crimen, no tenía horarios. De hecho, había noches que ni siquiera aparecía por su casa. Sí, sabía que se arriesgaba al ir a visitarla cuando estaba investigando un homicidio. Sin embargo, aquella noche, la necesidad de verla se había vuelto demasiado intensa para eludirla o satisfacerla con la contemplación de las fotografías que le había hecho. Las ansias de tenerla cerca, de sentir su presencia, la conexión que había percibido la primera vez que la había visto en las noticias estudiando el lugar en que había muerto Nicole Hansen resultaban abrumadoras. Aunque se hubiera producido a través de la televisión, aquel primer contacto había sido distinto a cuanto había experimentado en su vida. Amor a primera vista. Y no era para menos. Tracy era alta, rubia y hermosa. Había empezado a esperarla fuera de su apartamento para seguirla desde una distancia segura. En una ocasión hasta se había sentado bastante cerca de ella en una cafetería, si bien luego no había sido capaz de decirle nada. Con todo, a medida que la había conocido mejor, había ido convenciéndose de que la atracción que sentía era más que física: tenía un carácter espiritual. Se preguntaba si no sería —no, no: sabía que lo era— su pareja ideal, la persona con la que estaba destinado a pasar el resto de sus días. Cuando se había ido a Cedar Grove, él había sentido que se le abría un agujero en el alma, como si le faltara la mitad de sí mismo. No podía sentirse completo sin ella. Tenía que estar cerca de ella, si no todo el tiempo —cosa que le impedían su trabajo y su familia—, sí los pocos días que lograba escabullirse. Un día había llegado incluso a asistir al tribunal en que se juzgaba la causa de Edmund House. De las fotos que le hacía, su favorita era la que había tomado de pie en el porche de la clínica veterinaria de Pine Flat. Había conseguido un primerísimo plano de su cara: una imagen increíble que le robaba el aliento. El frío le había enrojecido las mejillas y le había conferido un aire casi infantil. Los copos de nieve la rodeaban como un halo y sus ojos, de color azul intenso, daban la impresión de haberse clavado en él. El poder de su mirada era tal que había tenido que bajar la cámara para contemplarla directamente. Ella tenía ese poder. Luego, se dio cuenta de que no lo estaba mirando a él, sino a su vehículo: había limpiado de nieve el parabrisas para fotografiarla y eso hacía que destacase entre los demás. Por suerte, ella había entrado en ese momento en la clínica y le había concedido la ocasión de salir de allí. Alzó la mirada a la parte trasera de la vivienda cuando vio que se iluminaban las luces de la cocina. Había vuelto a casa: la jugada había dado sus frutos. Corrió a llevarse a la cara los binoculares y, dirigiéndolos a la ventana situada más a la izquierda, vio abrirse la puerta del frigorífico. La vislumbró cuando fue a cerrarlo y también cuando pasó por delante del vano antes de apagar la luz. Entonces movió los prismáticos para apuntar a la puerta corredera de cristal de la derecha que se abría a su dormitorio. Al ver que no se encendía de inmediato, los desplazó hacia la izquierda, donde estaba la salida al balcón. Tracy dejaba siempre abiertas las www.lectulandia.com - Página 52
persianas, sin lugar a dudas para disfrutar de las vistas, pero la oscuridad le impedía ver el interior y, a aquellas horas y con aquella lluvia, resultaba muy poco probable que estuviese dispuesta a salir al patio. Solo alcanzaba a distinguir un leve resplandor azulado: el de su portátil. Muchas veces trabajaba en la mesa del comedor, en ocasiones durante horas. Las noches así, él se conformaba con permanecer sentado y disfrutar sabiéndola presente, pero en aquel momento anhelaba más: la anhelaba a ella. Cuando, transcurridos cinco minutos, le empezaron a doler las articulaciones, se dijo que podía aguardar otros cinco. Estos no tardaron en convertirse en veinte. La luz azul se extinguió. Su pulso comenzó a acelerarse. Dirigió los binoculares al dormitorio y vio que se encendía. Las cortinas estaban echadas. Soltó un reniego, desencantado por no haber tenido ni siquiera un atisbo de ella. La luz se apagó y tras las cortinas danzaron sombras de color azul grisáceo. Estaba viendo la televisión desde la cama. A regañadientes, comenzó a recoger sus cosas para marcharse cuando lo asaltó una idea. Resultaba arriesgada, tanto como la de dejar la cuerda con el nudo. Todavía estaba por ver si esa había sido o no buena: todo dependía de los frutos que pudiera ofrecer. Salió de los matorrales antes de cambiar de opinión. Las botas chapoteaban en el césped anegado y formaban charcos. Al ver que no volvía a encenderse la luz, levantó los brazos y los agitó sobre su cabeza. Nada. Dio un paso más y repitió el movimiento. Los focos iluminaron entonces el jardín. Corrió a ocultarse una vez más tras los arbustos y alzó los prismáticos embelesado por la emoción de lo que prometía aquella situación. Allí la tenía al fin, de pie ante la puerta de cristal, como una aparición, pero tan real… Llevaba puesta una camiseta blanca larga que le llegaba a la mitad de los muslos. Era la primera vez que contemplaba sus piernas. Hasta ese momento nunca la había visto con vestido: siempre llevaba vaqueros o pantalones de pinzas. Eran tal como se las había imaginado: largas, esbeltas y firmes. Se inclinó unos milímetros hacia delante, como llevado por una atracción magnética, y tuvo que resistirse al impulso de caminar hacia ella. No podía. Al menos, por el momento. Ella todavía no lo conocía. Pensaría que no era más que un chiflado. Tenía que verlo en un contexto diferente, en uno que le permitiera demostrarle cuánto la amaba. Hasta entonces, tenía que ser paciente. Hasta entonces, tenía que conformarse con imágenes como aquella.
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CAPÍTULO 13
A la mañana siguiente, temprano, Tracy y Kins se reunieron con Rick Cerrabone en una sala de juntas del tribunal del condado de King para estudiar las pruebas forenses de la habitación del Aurora Motor Inn mientras bebían café solo. La inspectora se sentía embotada por la falta de sueño. Los focos habían saltado dos veces más antes de que amaneciera. Había hecho caso omiso de ellos. Sin embargo, en aquel momento, le martilleaba las sienes un dolor sordo que se extendía hasta la parte alta de su cabeza y el ibuprofeno que había tomado para mitigarlo, lejos de serle de ayuda, le estaba atormentando el estómago vacío. El aspecto demacrado de Kins la llevó a inferir que él no debía de sentirse mucho mejor. —¿Y si tuvo un descuido? —dijo este, encorvado sobre su vaso de papel. Estaban debatiendo cómo podía ser que en la habitación se hubieran encontrado las huellas dactilares de Walter Gipson, pero no su ADN—. No iba a presentarse allí con guantes, ¿verdad? Quizá se los puso en el cuarto de baño y limpió todas las superficies después de matarla, pero esta vez fue más descuidado. —No me imagino a alguien tan cauteloso dejando una huella —repuso Tracy. —Le quemó la planta de los pies. Si lo hizo por acelerar el proceso, quizá sea porque tenía prisa, y eso le hizo cometer un desliz. —O tal vez no quería otra cosa que verla sufrir más —dijo ella. Cerrabone se había quitado la chaqueta y la había colocado con cuidado en una silla contigua. En su camisa blanca, profusamente almidonada, resultaba imposible dar con una sola arruga y su corbata roja parecía emanar autoridad gubernamental. Aquella mañana tenía la primera vista de un proceso. —¿Qué es lo que sabemos con seguridad? —preguntó. Tenían menos de cuarenta y ocho horas antes de que la ley otorgase a Walter Gipson una vista preliminar en cuyo transcurso Cerrabone tendría que convencer al magistrado de la existencia de pruebas suficientes para acusarlo del asesinato de Angela Schreiber. —Las bailarinas del Pink Palace han confirmado que lleva un tiempo yendo al local —dijo Kins mientras ojeaba las declaraciones de los testigos que habían obtenido Faz y Del—. Al parecer, Schreiber lo llevó una vez a los camerinos. —Y él no lo niega —apuntó Tracy. —Además, las cámaras de videovigilancia del estacionamiento del Pink Palace grabaron a Schreiber saliendo con él poco después de la una de la madrugada — añadió Kins. —Cosa que también ha admitido él —dijo Tracy. Kins pasó las páginas de su informe. —En la lista de llamadas de su teléfono los dos últimos meses aparece con www.lectulandia.com - Página 54
frecuencia el de Schreiber. —Y él tampoco lo niega. —La ubicación de su teléfono que dan los repetidores de telefonía para esa noche coincide con la del teléfono de ella. —Pero también confirman que se encontraba en la orilla este del lago Washington a la hora en que sostiene Gipson que volvió a casa. Kins dejó el informe en la mesa. —Me fastidia muchísimo que hagas eso. Tracy se encogió de hombros. —Mejor oírmelo a mí que al abogado de la defensa. —¿Y el Dancing Bare? —quiso saber Cerrabone. —Faz y Del estuvieron enseñando su foto en el local… y nadie lo había visto por allí —informó Tracy. —¿Qué más? —Sabe hacer nudos con los ojos cerrados —señaló Kins. —Y dice que es diestro —apuntó su compañera. —Pero eso todavía no se ha demostrado. Sabemos que sentía por ella mucho más de lo que ha admitido. —El inspector tendió al fiscal una serie de copias de las fotografías que habían encontrado en el trastero y siguió hablando mientras él las estudiaba—. Estas las sacó en la habitación del motel y Schreiber aparece a cuatro patas por lo menos en una. —Aunque sin una cuerda al cuello —repuso Cerrabone. —En efecto, sin una cuerda al cuello —convino Kins. —¿Algo más? —Ella alquiló la habitación durante más de una hora —dijo Tracy. —Él dice que su mujer estaba ausente y que, por lo tanto, no tenía prisa por volver a casa. —Kins la miró sonriente con gesto de: «Yo también sé hacer de abogado del diablo». —¿Y qué importancia tiene eso? —terció Cerrabone. —Tracy cree que podría haber alquilado la habitación durante más de una hora porque esperaba a alguien después de Gipson. —Es lo que suelen hacer las prostitutas, Kins —dijo la inspectora—. No es nada fuera de lo común. —Lo siento, pero yo no me lo trago. ¿De verdad lo ves probable? Gipson la lleva a un hotel para acostarse con ella, pero luego viene otro fulano con el que se ha citado y la mata. Eso convertiría a Gipson en el hijo de perra con menos suerte de todo el planeta. —¿Qué dice el propietario del motel? —preguntó Cerrabone. —Dice que impone un mínimo de dos horas —reconoció Kins—, pero no guarda ningún registro de los pagos en metálico. El fiscal miró entonces a Tracy. www.lectulandia.com - Página 55
—¿Tú crees que fue él? —No lo sé —respondió ella. La cabeza le iba a estallar: necesitaba comer un poco y echarse a dormir y sabía que para esto último iba a tener que esperar mucho todavía. —¿Algo más? —No lo sé. A ver: deja embarazada a su novia y se casa con ella. Hablando con él tuve claro que su mujer no era la primera de su lista, pero hizo lo que pensó que tenía que hacer. Kins hizo una mueca. —Ridgway se casó dos veces y eso no quita que fuera un cabronazo enfermo que usaba a su hijo para atraer a las mujeres. Esos tipos actúan por motivos que nosotros no vamos a entender nunca. —Solo digo que es algo que hay que sopesar junto con todo lo demás. No estoy diciendo que eso lo convierta en un boy scout. Cerrabone tamborileó sobre la mesa con el índice y el corazón. —Con esto podría ser que superásemos la vista preliminar, pero no una acusación formal ni una solicitud de sobreseimiento. Además, si presento una demanda, habremos mostrado nuestras cartas y la prensa se enterará de las similitudes con el caso de Nicole Hansen. —Y entonces ya nos podremos ir apretando los machos —dijo Kins. El fiscal miró su reloj, se puso en pie y se colocó la chaqueta. —Cuando sepáis algo más, llamad a mi despacho. —No parecía muy optimista. Al llegar a la puerta se volvió hacia ellos—. ¿No hay nada que pueda relacionarlo con Hansen? —De momento, no —respondió Tracy.
Dada la falta de pruebas, a Tracy no le extrañó que Cerrabone llamara bien entrada la tarde, después de que Kins y ella hubiesen ido a visitar una tienda de pesca. Habían enseñado al propietario algunas muestras de las moscas de Gipson para saber si era posible determinar si quien las había hecho era zurdo o diestro. —El que haya hecho algo tan laborioso como esto —había respondido— debe de tener la misma destreza con las dos manos. «Estupendo», había pensado ella. Cerrabone dijo lo que ya había imaginado: —No vamos a seguir adelante. No podía menos que respetarlo. A diferencia de otros fiscales, que escogían sus causas a fin de mantener alta la proporción de juicios ganados, Cerrabone no tenía miedo de emprender un proceso que pudiese perder. Sin embargo, aquella era la decisión más sensata que podía tomar: no tenían pruebas suficientes y lo último que querían era embarcarse en una vista probatoria y dar a los medios de comunicación www.lectulandia.com - Página 56
otro motivo para criticarlos cuando el juez pusiera a Gipson en libertad y quedase sin resolver el asesinato de otra joven. Después de colgar, Tracy se dirigió al despacho de Nolasco para presentar una solicitud. Aunque creía saber la respuesta, quería poder hacer constar en el expediente que lo había intentado. —Nos gustaría hacer seguir a Gipson —dijo. —Mejor hacéis bien vuestro trabajo y así no tengo que autorizar gastos innecesarios —respondió el capitán. Aquella misma noche, Walter Gipson, aficionado a las prostitutas y los moteles de postín y dotado de un talento extraordinario para fabricar moscas de pescar de exquisita factura, salió en libertad de la cárcel del condado de King.
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CAPÍTULO 14
Tracy volvió a su escritorio para revisar fotografías del lugar del crimen con la esperanza de reparar en algo que hubiesen podido pasar por alto. Desde el otro extremo del cubículo, Faz la desconcentró con otro de sus célebres dichos: —Un dolor de pelotas, ¿verdad, profe? —No tanto, Faz. Sin embargo, sí que se me ocurren varias personas a las que no me importaría provocárselo. Faz la llamaba a menudo con el apodo que le habían puesto en la academia de policía. —Creo que esto te va a gustar. Tracy hizo girar su asiento. Estaban los dos solos, porque Kins se había tomado el día libre para comer con su familia: ya había faltado a muchas de aquellas ocasiones, lo que no ayudaba a aliviar las tensiones que amenazaban a su matrimonio. Del también se había ido y había dejado su mesa llena de papeles, envoltorios y tazas de café. Dejó el escritorio y caminó hasta el rincón de Faz para observar más allá de su hombro. Faz estaba mirando su pantalla por encima de las gafas de leer. Tracy reconoció la imagen oscura y desdibujada del estacionamiento del Pink Palace que había recogido una de las dos cámaras de vigilancia. También había revisado cuanto había grabado la del interior del club, que, no obstante, había estado enfocada a la caja registradora y, más concretamente, en las empleadas de Nash que manejaban el dinero, razón por la que no había captado imagen alguna de los parroquianos. —Dime qué ves —dijo Faz mientras tecleaba. Ella se inclinó hacia la pantalla, pero enseguida la echó para atrás un intenso olor a ajo. Muy intenso. Estaba claro que fuera lo que fuese lo que estaba masticando, su compañero no pretendía conquistar a nadie por el aliento. —¿Te estás preparando para un ataque de vampiros, Faz? —preguntó haciéndose aire con la mano. —Si no te atufa, no es comida italiana —dijo. —Misión cumplida. Él se levantó entonces de su silla. —Siéntate tú. Yo me quedaré de pie y haré lo posible por respirar para otro lado. Tracy obedeció y pulsó el icono de reproducción. Las imágenes tenían muy mala calidad, sobre todo porque las luces del estacionamiento no eran muchas y creaban zonas de sombras. Los muros de estuco rosa del establecimiento se veían de color gris pálido y, cuando se iluminaban la marquesina de neón y la pantalla gigante, todo se difuminaba. Saltaba a la vista que Nash no había destinado una partida muy generosa a las cámaras de seguridad a la hora de hacer el presupuesto de su «club de www.lectulandia.com - Página 58
caballeros». Después de que en el reloj del ángulo inferior derecho se sucedieran trece segundos, se vio salir de detrás del edificio a un hombre con gorra y una mujer con un bolso rojo colgado del hombro. —Gipson y Schreiber —dijo Tracy, a quien resultaba un tanto perturbador encontrarse observando los últimos momentos de vida de la joven como algún género de deidad que contemplase la tierra desde lo alto sabedora de lo que está a punto de ocurrir. Los dos iban de la mano y balanceaban los brazos como enamorados de instituto que disfrutan de su paseo durante una cálida noche de verano y del tacto de sus dedos entrelazados. Gipson atrajo a Schreiber para robarle un beso. Daba la impresión de querer más, pero ella lo impidió poniéndole una mano en el pecho a la vez que volvía la cabeza para señalar el Pink Palace. ¿Sabía que había cámaras de vigilancia y temía que la despidiera Nash o solo le preocupaba que en ese momento apareciera alguien por la puerta? Se separaron y no tardaron en ocupar sus respectivos asientos en el vehículo. Los faros, sin embargo, no se encendieron de inmediato y, aunque estaba demasiado oscuro como para ver lo que estaba ocurriendo dentro del automóvil, a Tracy no le costó imaginarlo. Gipson debía de estar tratando de obtener lo que Schreiber no había querido darle en el estacionamiento. El reloj marcaba treinta y ocho segundos cuando se encendieron al fin las luces e hirieron el asfalto con dos haces alargados. El conductor se dirigió a la salida y, después de detenerse unos segundos, giró hacia la calle situada ante el Pink Palace y abandonó la zona que cubría la cámara en dirección a Aurora. Tracy miró a Faz, que sonreía como si alguien lo acabase de invitar a comer. —Casi nada, ¿eh? —Casi nada —convino ella. Su compañero dio entonces un paso adelante y volvió a poner en marcha la grabación. —Esta vez no te fijes en Gipson y en Schreiber, sino en la esquina superior izquierda de la pantalla. Cuando volvió a aparecer la pareja, Tracy mantuvo la mirada fija donde le había dicho su compañero y vio que aparecía otro automóvil, un sedán oscuro, cuando se disponía a salir el de Gipson. Faz expresó en voz alta lo que acababa de advertir ella: —Lleva las luces apagadas. El edificio tapaba la visión de la cámara y el vehículo desapareció de la vista. El Toyota de Gipson salió del estacionamiento y, segundos más tarde, el otro, convertido en poco más que un borrón, rebasó el Pink Palace. —¿No decías que tal vez Gipson no fue el último que estuvo con Schreiber? Tracy volvió al principio del vídeo y señaló la esquina. —¿Has visto por dónde entra en el encuadre? www.lectulandia.com - Página 59
—Estaba pensando lo mismo —dijo Faz—. Si estaba estacionado, tenía que estar justo fuera de la zona que abarca la cámara. Volvió a reproducir las imágenes e intentó calcular el momento en que reaparecía el vehículo. —¡Para! —gritó, pero era ya demasiado tarde: la mancha borrosa no estaba ya en la pantalla. Tuvo que hacer varios intentos hasta capturar el fotograma que estaba buscando: el del sedán oscuro en el momento en que pasaba ante el Pink Palace. La calidad de la imagen, mala de por sí, empeoraba aún más por el vivo destello blanco que había emitido en aquel momento la pantalla gigante. —No vas a ver la matrícula —le advirtió Faz. Ella se inclinó aún más, pero no consiguió distinguir el interior del vehículo ni determinar con seguridad la marca ni el modelo. —Vamos a llevarlo al laboratorio —concluyó—, a ver qué puede hacer Mike. —Casi nada, ¿verdad? —dijo él. A veces eran las pruebas más insignificantes las que, juntas, permitían arrestar a un sospechoso. —Casi nada —convino ella.
Tracy compró comida china de camino a casa y se sentó en la mesa del comedor a picotear de un cartón de pollo a la naranja. En la cocina, Roger arrastraba una lata por los azulejos de la encimera. En ese instante sonó el portero automático. Sabía que no era Dan, pues la había llamado antes para ver cómo estaba y ponerla al corriente de su arbitraje, que, aunque lento, tenía la impresión de que iba por buen derrotero. Tracy dejó los palillos y se dirigió a la puerta principal convencida de que sería el agente encargado de vigilar la casa, que debía de tener ganas de ir al baño. —¿Sí? —dijo, pulsando el botón. —¿Inspectora Crosswhite? Soy Katie Pryor, la del campo de tiro. Tracy necesitó un instante para recordar que se trataba de la joven agente a la que había estado adiestrando para el examen de aptitud, como si en vez de unos días hubiesen transcurrido semanas. —Te abro. La recién llegada cerró la verja tras ella y cruzó el jardín con una tarjeta y una planta. Iba de uniforme y frente a la casa había dos coches patrulla estacionados. —Espero no molestarte —dijo al alcanzar la entrada. —Acababa de llegar. —Quería dejarte esto, pero la puerta… —Tendió a Tracy la planta, un cactus, y la tarjeta—. He supuesto que sería mejor darte algo que no necesitara muchos cuidados. Ella sonrió. —Bien pensado, pero no deberías haberte molestado. www.lectulandia.com - Página 60
En el momento en que tomó el tiesto, pasó a su lado Roger. Tracy intentó detenerlo, pero era demasiado tarde: el animal huyó al jardín y desapareció por la esquina de la vivienda. —Lo siento —dijo Pryor—. ¿Quieres que te ayude a meterlo otra vez en casa? —No creas que es tan fácil —respondió ella—. De todos modos, no te preocupes: no soporta el frío y, además, siente debilidad por la comida enlatada. ¿Entras ahora a trabajar? Pryor negó con la cabeza. —¡Qué va! Si ya he acabado. Vivo al lado de la escuela. No sabía que éramos casi vecinas. No tenía la menor idea de a qué escuela se refería. —¿Quieres pasar? Pryor la sorprendió al aceptar. —Está bien, pero solo un minuto. Tracy cerró la puerta y las dos entraron. —Estabas cenando y te he interrumpido —dijo la visita al ver los cartones de comida china. —¿Has cenado? —No quiero molestar… —Si no es molestia: yo sola no voy a poder con todo y no me viene mal un poco de compañía. Fue a la cocina y volvió con dos platos, otro juego de palillos, dos copas y una botella de vino. Sirvió una a Pryor y las dos se sentaron a comer arroz mientras se intercambiaban el pollo a la naranja y la ternera al ajo. —¿Siempre trabajas de noche? —preguntó la invitada al ver el portátil. —Hemos tenido un par de homicidios. —¿El de las dos bailarinas del distrito norte? ¡No me digas que esos casos son tuyos! —Sí, son míos. —¿A las dos las mató el mismo tipo? Tracy dio un sorbo a su vino. —Eso parece. Pryor se llevó a la boca un trozo de ternera. —Muchas gracias por invitarme. —¿Y tu marido? ¿Cómo lo lleva? —Muy bien, aunque parezca sorprendente. He ido ya dos veces al campo de tiro desde que estuve allí contigo. —¿Qué tal va tu puntería? —Muy bien. —Pryor soltó los palillos con gesto de tener algo en mente—. ¿Puedo preguntarte algo? —Claro que sí. www.lectulandia.com - Página 61
—Vives sola, ¿verdad? —Sin más compañía que la del escapista al que acabas de conocer. —¿Así es el trabajo? Quiero decir: ¿por eso no estás casada? ¿Por los horarios de trabajo? Si ves que es demasiado personal… Tracy levantó una mano. —No, no te preocupes: está bien. Entiendo que quieras preguntarlo. En realidad, mi situación es mucho más complicada. Estuve casada, aunque muy poco tiempo, hace ya mucho, antes de hacerme poli. —Tracy dejó también los palillos sobre la mesa—. Mira, Katie, yo no soy ningún modelo para nadie. Si hace veinte años me llegan a preguntar dónde me veía al cabo de cinco, me habría imaginado casada y con dos niños, dando clases en el instituto de una pequeña población. —¿Y qué pasó? —Que mataron a mi hermana. —Lo siento. —El caso es que me hice policía por eso, pero no es ese el motivo por el que sigo sola. —¿Y cuál es? —Me gusta lo que hago. Disfruto con los retos mentales y físicos y desde siempre me ha encantado disparar. El caso es que puedes hacer toda clase de planes de futuro y luego tropezar y verte lejos de esos planes. ¿A ti te gusta ser poli? Pryor sonrió. —Yo, en realidad, estudié derecho penal. Pensaba que acabaría trabajando de fiscal o de abogado defensor. —¿Y qué pasó? —Me casé joven, me quedé embarazada, el mercado inmobiliario se fue al garete y nos hizo falta el dinero. —¿Y ahora? —Me gusta el trabajo. De verdad. —Pero… —Me preocupa la tensión que provoca sobre mi matrimonio, además de verme lejos de mis niñas por la noche. He conocido a un montón de policías divorciados. —¿Qué edad tienen tus hijas? Pryor sacó una fotografía del bolsillo de la camisa y se la entregó. —Cuatro y dos años. Así es como las llevo todos los días conmigo al trabajo. Las pequeñas, ataviadas con vestidos de flores a juego y merceditas negras, estaban entrelazadas por el cuello en un abrazo cariñoso. Tracy conservaba una docena de instantáneas de ella y de su hermana muy semejantes a aquella, retratos enmarcados que antaño habían adornado el hogar familiar de Cedar Grove y en aquellos instantes se encontraban embalados en una de las cajas de la cochera. Le devolvió la imagen diciendo: —Son preciosas. www.lectulandia.com - Página 62
—¿Qué me aconsejas? —rogó Pryor. Tracy se encontró pensando de súbito no solo en Sarah, sino también en Nicole Hansen y Angela Schreiber. —Que les demuestres todo tu amor cada vez que te sea posible —respondió.
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CAPÍTULO 15
La llamada de emergencia se hizo a las 11:25 de la mañana siguiente. Tracy y Kins llegaron al Joon’s Motel media hora después. Cruzaron un estacionamiento plagado de agentes de uniforme y coches patrulla. En Aurora Avenue no cabían más furgonetas de prensa y toda una jauría de fotógrafos y periodistas competían por tomar posición en la acera con la multitud de curiosos a la que habían atraído los dos helicópteros de noticias que se cernían sobre sus cabezas batiendo el aire con sus aspas. No resultaba de gran ayuda el que el día hubiese amanecido fresco y despejado y, a esas alturas, muy poco antes del mediodía, el sol brillara con fuerza en un cielo azul sin nubes. Los habitantes del sector noroeste no iban a desaprovechar aquel tiempo espléndido y no hay nada que intrigue tanto como el lugar en que se ha cometido un crimen. —Esto se va a poner muy feo —dijo Kins frente a semejante multitud. —¿Más? Al pie de una escalera que daba al primer piso había dos agentes haciendo guardia. —Habitación 14 —anunció el de aspecto más joven—. En la esquina. Tenía las manos vacías, como su compañero. —¿Quién tiene la hoja de registro? —quiso saber Tracy. —El agente que respondió a la llamada. Los escalones vibraron bajo sus pies cuando subieron al primer piso. Al final de un rellano de paredes descascarilladas y suelo atestado de bultos habían tendido cinta policial roja desde el pomo de una puerta hasta la barandilla. Desde una de las habitaciones llegó un tercer agente de uniforme con una carpeta sujetapapeles. —Cuéntanos todo lo que has hecho —pidió Tracy mientras firmaba el registro y se lo tendía a Kins. El interpelado señaló el pasamanos que llevaba a la puerta cochera. —El propietario salió a recibirme a la puerta de recepción. Me dijo que la mujer de la limpieza la encontró al ir a arreglar la habitación. —¿Y dónde está ella ahora? —quiso saber Kins. —Mi sargento la ha llevado a la oficina del director. Está hecha un manojo de nervios. —¿Qué ha dicho? —Dice que llamó a la puerta y, al no recibir respuesta, usó la llave maestra para entrar, que entró, vio el cadáver y salió corriendo. Lo único que recuerda haber tocado es el pomo de la puerta. —Se aclaró la garganta—. No deja de rezar en español, santiguarse y besar el crucifijo que lleva encima. —Al llegar a este punto se le fue la voz: él también estaba conmocionado, aunque se afanaba en disimularlo. www.lectulandia.com - Página 64
Kins señaló la puerta abierta con una inclinación de cabeza. —¿Has entrado? —No, pero la he visto al entrar los bomberos. —Pon también cinta roja al pie de las escaleras —dijo Tracy— y dale la hoja de registro a uno de los dos agentes de abajo. Diles que yo he ordenado que no suba nadie sin firmar y dar su número de placa y que hagan saber a todo el que quiera cruzar esa línea que va a tener que redactar un informe al respecto. Kins abrió una bolsa y ofreció a su compañera guantes de látex y patucos. Ambos se los colocaron antes de entrar. La habitación olía a humo reciente de tabaco y a orines. Como en el caso de Nicole Hansen y en el de Angela Schreiber, la delgada colcha de la cama estaba intacta y las prendas de la víctima se encontraban bien dobladas y dispuestas sobre ella. La mujer yacía maniatada a los pies del lecho, aunque, a diferencia de ellas, no estaba de costado ni era rubia. Tenía el cabello, de color castaño oscuro, recogido en una cola de caballo. Además, era más recia, más corpulenta. Tenía los senos comprimidos contra la moqueta de felpa marrón y las nalgas y la región posterior de los muslos se veían salpicados de marcas de celulitis. Bajo la pelvis se extendía una mancha oscura sobre la moqueta. Como Schreiber, presentaba las plantas de los pies enrojecidas y llenas de ampollas. Tracy soltó el aire que había contenido al entrar y cerró los ojos. —¿Estás bien? —se interesó su compañero. —¿Adónde quiere llegar, Kins? ¿Qué está intentando decirnos? ¿Las está humillando o hay algo más? —No lo sé. Voy a decirle a Faz que ponga biombos en la salida de la habitación y al pie de las escaleras. Funk puede meter la furgoneta marcha atrás hasta el rellano mismo para bloquear la vista. El médico forense del condado de King tendría que esperar aún unas horas para poder enderezar las extremidades de la joven y, por más que la cubrieran con una sábana, iba a resultar difícil que la prensa y la multitud cada vez más nutrida de transeúntes pasaran por alto la grotesca contorsión que presentaba. Tracy recorrió la estancia con la mirada para tomar nota de los detalles. Entonces se dirigió al escritorio y señaló un bolso del que pendía una larga cadena dorada y cuyo color violeta hacía juego con el del vestido que descansaba en la orilla de la cama. —¿Lo tienes? Kins tomó una fotografía. —Somos buenos, ¿eh? La inspectora extrajo con cuidado una cartera poco voluminosa, de las que tienen por fuera una funda de plástico para guardar el permiso de conducir. —Veronica Watson —anunció, tras lo que añadió, tras hacer los cálculos pertinentes—: diecinueve años. Sacó varias tarjetas de crédito antes de encontrar lo que estaba buscando: su www.lectulandia.com - Página 65
licencia de artista para público adulto. —Baila en el Pink Palace —dijo. —Bailaba —corrigió Kins.
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CAPÍTULO 16
Johnny Nolasco regresó a su despacho pasando por el cubículo del equipo A, cuyos escritorios estaban vacíos. Acababa de mantener con los peces gordos de la temida octava planta una reunión destinada a discutir la formación de una unidad especial tras el asesinato de una tercera bailarina. Al llegar, cerró la puerta y quitó el cerrojo del cajón de su mesa para sacar el teléfono desechable, un aparato de prepago de treinta días que se había convertido en el favorito de traficantes de droga y proxenetas. Ella respondió a la primera. —Tengo un asesino en serie para ti sola —anunció—. Lo llamamos el Cowboy. —Un nombre genial —respondió Maria Vanpelt—. Seguro que atrae la atención de las cadenas nacionales. —La policía de Seattle va a reconocer su existencia y yo voy a pedir que se forme un destacamento encabezado por Tracy Crosswhite. Vanpelt se detuvo. —¿Cuándo puedo dar la noticia? —Todavía no ha recorrido los canales adecuados, pero, cuando lo haga, tú serás la primera. Así podrás hacer un reportaje sobre el tercer asesinato que ha cometido el hombre al que tenía que haber estado buscando Crosswhite cuando se fue a Cedar Grove con la intención de darle una segunda oportunidad al que mató a su hermana. —Yo no le tengo tantas ganas a Tracy Crosswhite como tú, Johnny. —Pero sin ella… y sin mí no tienes noticia. Eso lo sabemos los dos. Se hizo otra pausa mientras lo sopesaba. —Tal vez pueda mencionarlo en una recapitulación de los hechos. —Eso hace mucho más interesante la noticia.
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CAPÍTULO 17
Tracy tomó un bocadillo en el vehículo con Kins a modo de merienda tardía o cena temprana. Había perdido la pista de las horas del día y de los días de la semana. Estaban cruzando el puente flotante número 520 después de ir a ver a Walter Gipson para saber qué había estado haciendo la noche anterior. Cuando descendieron de la última arcada del lado occidental de la construcción, vieron una águila calva posada en el tramo horizontal de un semáforo con la cabeza echada a un lado mientras contemplaba la superficie, azul grisácea y lisa como el cristal, del lago Washington. Con el estadio universitario de fútbol a sus espaldas y el telón de fondo de las remotas cumbres nevadas de las montañas Olímpicas, formaba una de esas imágenes icónicas a las que iban a parar los premios de los concursos organizados por las revistas y el género de belleza que Tracy tenía que obligarse a reconocer de vez en cuando. En ese momento sonó el teléfono y lo puso en manos libres para que Kins pudiera oír también la conversación con Faz. —¿Qué os ha dicho Gipson? —Que estaba en casa a esa hora —respondió Tracy. —¿Y su mujer lo confirma? —Su mujer no estaba en casa: se ha mudado a Tacoma con la hermana. Gipson dice que salió a correr tarde, volvió y estuvo haciendo moscas en el trastero. Eso sí, ninguno de sus vecinos puede corroborarlo. —Y tú, Faz, ¿qué has conseguido? —intervino Kins—. ¿Nos vas a resolver el caso? —Ojalá. Así, por lo menos, tendría contenta a mi mujer. —¡Eso quisiera yo también…! —El señor Joon —dijo Faz refiriéndose al dueño del motel— no es precisamente un libro abierto, pero dice que Veronica Watson llegó en el asiento trasero de un taxi naranja. —¿Sola? —quiso saber Tracy. —No lo sabe, pero a recepción no entró nadie con ella. Al menos, esta vez, porque dice haberla visto antes con un fulano alto trajeado con una mata de pelo castaño claro. Quizás os venga bien saberlo cuando habléis con las bailarinas. Gipson, medio calvo, no encajaba, desde luego, con la descripción, ni tampoco Darrell Nash, que tenía el cabello oscuro y corto y el flequillo tieso gracias a una cantidad generosa de fijador. —Nada, ¿verdad? El teléfono de Tracy empezó a sonar para indicar que tenía otra llamada. —Nada, Faz. ¿Os acercáis Del y tú a la central de los taxis naranjas? www.lectulandia.com - Página 68
—Vamos de camino —dijo él. Ella aceptó entonces la segunda llamada. —Soy Earl Keen —la voz sonaba grave como la de un bombo—. Me has dejado un mensaje en relación con Veronica Watson. He oído que ha muerto. Aquel hombre negro de cabeza afeitada y gesto enfurruñado había sido agente de la condicional de la difunta, quien tenía en su historial numerosas detenciones por prostitución y posesión de drogas y un cargo menor por robo que no había impugnado. —Has oído bien —confirmó Tracy—. Estamos intentando recabar información sobre ella. La voz de Keen se fue derramando en el interior del vehículo como jarabe espeso: —Nada que no hayas oído antes: se escapó de casa a los quince años cuando su padrastro se aficionó a cruzar el pasillo a hurtadillas para colarse en su cama y su madre prefirió creer a su nuevo amor. Veronica se cansó y echó a volar. Estaba en la calle cuando se fue a vivir con un tal Bradley Taggart, un hijo de perra que le sacaba diez años y tenía un historial kilométrico por ser un cabrón racista. Le gustaba pegarle y a veces gritaban tanto que los vecinos llamaban a la policía, aunque Veronica no quiso denunciarlo nunca. La pobre tropezó más veces en las escaleras que un ciego. —¿La ponía a trabajar? —La muchacha tenía sus tejemanejes y él se llevaba su parte, pero si quieres saber si la prostituía, ya puedes buscarte a otro: va de duro, pero se le va la fuerza por la boca. En realidad, no es más que un matón que no tiene ni las pelotas ni el cerebro necesarios para hacer de proxeneta. Lo último que sé es que estaba trabajando en una tienda de suministros náuticos del SoDo para que no le quiten la condicional después de ser condenado por tráfico de metadona. Tracy se dijo al instante que, si Taggart era su chulo, podía conocer los nombres de sus clientes habituales o saber dónde guardaba Watson esa información. —¿Cuándo empezó a bailar? —Poco después de irse a vivir con Taggart. Era menor, pero, con el tipo que tenía, dudo mucho que quienes la contrataban mirasen mucho su currículo. La muchacha era un negocio redondo, y perdón por la expresión. Bailaba con el seudónimo de Velvet. —Hola, Earl. Soy Kinsington Rowe. Dices que el novio le pegaba. ¿Algo que haga suponer que le gustaba atarla? —Ni idea. Ya digo que no se quejaba de él: era su príncipe azul… —Pues se parece más a la rana —repuso Kins. —Pero eso sería insultar a las ranas.
Estacionaron en una zona de pago de la Primera Avenida situada al norte de la www.lectulandia.com - Página 69
entrada del Pink Palace del extremo meridional del icónico Pike Place Market de Seattle, considerado por muchos la atracción turística más popular de la ciudad. El mercado llevaba más de cien años mirando al litoral y a la bahía de Elliott y Tracy no abrigaba la menor duda de que la nutrida afluencia de público era lo que había llevado a Darrell Nash a elegirlo como ubicación de lo que él gustaba de llamar un «club satélite». A diferencia del local de la Aurora Avenue, este carecía de marquesina y de pantalla gigante: no tenía más que un modesto neón rosa en la pared. A última hora de la tarde, en la puerta no había más que un joven de librea con el aspecto de un preuniversitario ataviado para una graduación a la que no desea asistir. Ni se molestaron en sacar sus placas al pasar por su lado. —Estamos buscando algunas ideas de lencería para esta primavera —aseveró Tracy. Apartaron la cortina negra que cubría la entrada para impedir que ningún fisgón de fuera pudiese echar un ojo gratis al interior y la inspectora estuvo a punto de dar una arcada ante la mezcla de olor corporal, polvos de talco y perfume. Las luces de neón intermitentes y el martilleo de la música tecno la llevaron a añorar de inmediato a los grupos de verdad que tocaban con instrumentos reales, como Bruce Springsteen, Aerosmith o los Rolling Stones. Al otro lado de los cortinajes, los aguardaba una asiática menuda con el pelo teñido de rubio y un mechón negro en el centro como si llevase en la cabeza el negativo de una mofeta, sandalias de tacón de diez centímetros, un sostén violeta y un tanga a juego. Tracy tenía apósitos que cubrían más piel que aquello. Tenía la taquilla justo a su derecha, así que se trataba de la encargada de incitar a los hombres a que se avinieran a pagar la entrada. Kins se inclinó para poder hablar al oído de la muchacha por encima de la música. Ella apuntó en dirección a la barra situada al fondo del local antes de dirigirle una sonrisa coqueta y una mirada que parecía preguntarle si estaba interesado en ella. Él, hombre bien parecido y corpulento, cuyas facciones infantiles hacían poco verosímil que hubiese cumplido ya los cuarenta, respondió con una sonrisa y un guiño mientras eludía la taquilla y se introducía en el club seguido de Tracy. Si el Pink Palace de la Aurora Avenue tenía diversos escenarios y barras, así como varios sillones corridos de piel que formaban apartados y habitaciones interiores en los que llevar a cabo los pases privados y los actos sexuales que, según juraba Darrell Nash, veía con malos ojos la organización del establecimiento, el club en el que estaban era mucho más pequeño y estaba conformado por una sola escena con sillas y mesas dispuestas como en un cabaré. En aquel momento había una muchacha morena vestida con un tanga blanco que pendía de una barra vertical sin más sujeción que una de sus piernas y cuya piel brillaba bajo los focos, los altavoces y una bola de espejos que no dejaba de dar vueltas. La joven arqueó el cuerpo hacia atrás y, mientras sus senos desafiaban la ley de la gravedad, aplicó los labios a una www.lectulandia.com - Página 70
botella de Budweiser de cuello largo que había colocado en el borde del escenario un grupo animado de hombres de negocios japoneses que la jalearon cuando volvió a enderezarse: una verdadera proeza que exigía una fuerza colosal en el tronco inferior. Kins rodeó el escenario para llegar al lugar en el que uno de los camareros, vestido con camisa formal y pajarita, conversaba apoyado en los antebrazos con una pelirroja bajita y una mujer negra de constitución robusta. Ambas llevaban algo semejante a un esmoquin que estaba compuesto por una camisa reducida a la mínima expresión de una pechera, medias de rejilla y tacones de diez centímetros. El de la barra se irguió al verlos llegar. —¿Qué les pongo? Tracy pensó que debía de tener el coeficiente intelectual de un peñasco para no haberse dado cuenta de que eran policías. Las bailarinas, que sin lugar a dudas sí lo habían advertido, se echaron a un lado. —Un jefe de sala, por favor —pidió Kins. —¿Un qué? Kins le enseñó entonces la placa y él asintió con un gesto. —Vuelvo enseguida —dijo antes de desaparecer tras la cortina negra de detrás de la barra. Tracy recorrió el local con la vista. El grupo de ejecutivos estaba llenando de billetes de dólar el tanga de la mujer. La pelirroja se había acercado a un hombre que se sentaba solo a una de las mesas. La inspectora lo miró: era blanco, tenía el pelo oscuro y debía de haber superado con creces los cuarenta. Sus ojos se cruzaron con los de Tracy, a la que observó sin interés antes de volver a centrarse en la mujer del escenario. El de la barra volvió con un hombre que parecía tener ascendencia de Oriente Próximo. —¿Es usted el jefe de sala? —preguntó Kins. —Nabil —dijo él teniéndole la mano—. ¿Qué puedo hacer por ustedes? Tracy recordó que Nash le había dicho que Nabil Kotar había estado al cargo del club de la Aurora Avenue la noche del asesinato de Angela Schreiber por enfermedad del jefe de sala habitual. Eso quería decir que Kotar había sido uno de los empleados a los que había hecho Ron Mayweather «la prueba de la I Triple» al buscarlos en el Índice de Identificación Interestatal del Centro Nacional de Información Criminal. Todos habían resultado estar limpios. Como Nash, Kotar tenía el torso de un levantador de pesas y gusto por las camisetas ajustadas. La que llevaba era de color negro y tenía las mangas lo bastante cortas como para revelar una porción de la serpiente tatuada que culebreaba por su bíceps derecho. De una de las cadenas que le rodeaban el cuello pendía una gruesa cruz dorada. Su olor corporal delataba un uso pródigo de colonia o desodorante. Tracy alzó la voz para darse a entender por encima de la música, cada vez más irritante. www.lectulandia.com - Página 71
—¿Hay algún lugar en el que podamos hablar? Kotar los guio por entre dos sillones corridos con forma de media luna y por un pasillo que desembocaba en una sala separada del resto por una cortina rosa de tejido fino. El interior estaba pintado de rojo y envuelto en el olor acre que inundaba todo el establecimiento, pero el volumen de la música, al menos, resultaba más llevadero. —¿No le provoca dolor de cabeza este trabajo? —preguntó Tracy. Kotar se encogió de hombros. —Con el tiempo se acostumbra uno. ¿Quieren tomar asiento? Tracy sintió ganas de rascarse con solo mirar el asiento que tenía delante. Ni se atrevía a pensar lo que podía haber pasado sobre aquello. —No hace falta, gracias. —Es sobre Angel, ¿verdad? —¿Estaba usted aquí anoche de jefe de sala? —Sí, últimamente tengo que alternar entre este local y el de Aurora. —¿Y estaba aquí anoche? —El jefe de sala estaba enfermo. ¡Menudo incordio! —¿Por qué? —Es terrible venir aquí: el tráfico es infernal y no hay manera de encontrar estacionamiento. —O sea, que su club habitual es el de la Aurora Avenue. —Sí. —¿A qué hora salió del local el martes por la noche? —quiso saber Kins. —Lo cerré yo, conque debían de ser las dos y media o las tres menos cuarto. —¿Fue usted quien cerró y no Nash? —preguntó Tracy. Nash les había dicho que había sido él quien echó la llave aquella noche. Kotar volvió a encogerse de hombros. —Yo estaba de jefe de sala y esa era una de mis obligaciones. —¿Dijo Nash adónde iba? —A su casa, supongo. —¿Eso le dijo? —No. —¿Y usted adónde fue después de cerrar? —preguntó Kins. —A casa. —¿Puede confirmarlo alguien? —Mi mujer. —¿Estaba ella en casa? —Sí, tenemos una niña de dos años. —¿Y qué piensa su esposa de que trabaje aquí? —intervino Tracy. Él alzó de nuevo los hombros. —No pagan mal. Tengo seguro médico y dental completo y estoy en casa por las mañanas para llevar a mi pequeña a clase. Así de sencillo. La gente piensa que www.lectulandia.com - Página 72
trabajar aquí es tremendo, ¿sabe?, pero, en realidad, uno acaba por insensibilizarse. —¿A qué se dedica ella? —Trabaja de mañana en un gimnasio. Entra a las cinco y media. —¿Estaba aquí anoche Veronica Watson? —¿Velvet? Sí —contestó él, pero a continuación se detuvo a pensar arrugando la frente—. Creo que sí. A veces confundo una noche con otra. —Dígamelo a mí —comentó Tracy. —Puedo comprobarlo. —Kotar entornó los ojos—. ¿Por qué preguntan por Velvet? ¿Le ha pasado algo? —¿Cuántas mujeres trabajan aquí en un momento dado? —preguntó Tracy. —Depende de la noche. Los fines de semana tenemos más afluencia. Ese es, además, el turno que prefieren todas, porque las propinas son mejores. Tenemos unas noventa bailarinas que van de un club a otro y no siempre es fácil saber quién está en cada uno. —¿Cuántas había anoche? —Creo que diez, pero no me haga mucho caso. —Vamos a necesitar la hoja de turnos —dijo Kins. Kotar se mostró dubitativo. —Tengo que consultarlo con Darrell. —¿Por qué? —Él lo dirige todo. Es su club. —El jefe de sala miró a uno y luego a la otra—. ¿Han matado a Velvet? ¿Por eso preguntan por ella? —Sí, la han matado —le hizo saber Kins. Kotar maldijo y cerró los ojos. Entonces exhaló antes de volver a mirarlos. —¡Vaya! ¿Ha sido el mismo tipo? —¿Qué puede decirnos de ella? —dijo Tracy. Él se encogió de hombros. —Nunca ha dado problemas. Parece que se llevaba bien con todo el mundo, pero, como ya les he dicho, yo no suelo estar en este club. Tenía un cuerpo de escándalo y, aunque había oído que había echado unos kilos de más y ya no era tan popular como antes, creo que se las arreglaba muy bien. —¿Quién se lo dijo? —¿Que había engordado? Darrell. Tracy vio confirmada con aquello su impresión de que Nash consideraba a las bailarinas poco más que mercancía, bienes fungibles susceptibles de ser reemplazadas en caso de ganar peso, envejecer… o morir. —¿Vio a algún cliente concreto que le prestara atención anoche? —le preguntó. —Creo que la vi en uno de los sillones, pero no puedo decir mucho más. —¿Quizás un tipo alto y enchaquetado, con el pelo castaño claro? —insistió usando la descripción que había ofrecido a Faz el señor Joon. El otro volvió a encoger los hombros. www.lectulandia.com - Página 73
—Ni idea. Puede que las bailarinas sepan algo. Lo que sí puedo decir es que trajo la vuelta. —¿Qué quiere decir eso? —¿Que trajo la vuelta? Las bailarinas pagan a la casa un porcentaje de lo que ganan en propina en las mesas de los reservados y haciendo pases privados. —¿El club no les paga? —preguntó Tracy. —Sacan el sueldo de ahí: de las mesas y los pases privados. Al final de la noche, dejan a la casa parte de lo que han ganado y se quedan con el resto. La inspectora pensó en la mujer que estaba haciendo acrobacias en el escenario. —Y, cuando suben a bailar en la barra vertical, ¿no se les paga? —A eso lo llaman promoción. Los billetes de dólar son propinas. —Conque habrá un registro de cuánto ha aportado cada una al final de la noche, ¿no? —dijo Kins. —Por supuesto: si no, los de Hacienda nos cerrarían el negocio. —Vamos a necesitar los nombres de cuantos trabajaron aquí anoche: los hombres de la barra, las señoritas que atendían las mesas, los de seguridad… Todos —pidió el inspector. —Como ya les he dicho, tengo que consultarlo con Darrell. Y no le va a hacer ninguna gracia. —¿No? ¿Por qué? —preguntó Tracy. Kotar puso gesto avergonzado. —Dirá que no es bueno para el negocio. Esto va a asustar a algunas de las chicas. «Aunque no lo bastante como para que dejen de llevar a extraños a las habitaciones de motel», pensó la inspectora. Los índices de prostitución ni siquiera habían descendido en el período de mayor actividad homicida de Ridgway. Las muchachas tenían que ganarse la vida aun a riesgo de perderla. —¿Hay alguna bailarina con la que tuviera Velvet una relación más estrecha? De nuevo volvieron a alzarse los hombros del jefe de sala. —Puedo averiguarlo y citar a las que coincidieron con ella anoche, pero es mejor que sea más tarde. ¿Puedo preguntar qué le ha pasado? He leído en los periódicos que a Angel la estrangularon. —Dime, Nabil: ¿sabes si Velvet conseguía ingresos extra? —dijo Tracy. —¿Cómo voy a saberlo? —Vamos, Nabil —insistió—. No es momento de ponerse a protegerla a ella ni al club. Él alzó las dos manos. —Le digo la verdad. No es de mi incumbencia. A lo mejor lo saben las chicas. Pregúntenles a ellas. —¿Y Darrell Nash? ¿Estuvo aquí anoche? —Sí que se dejó caer. —¿Para qué? www.lectulandia.com - Página 74
—Para echar un vistazo, comprobar cómo iba la caja y preguntar cómo se estaba dando la noche. —¿Lo hace a menudo? —Es el dueño del club. —Pero ¿lo hace a menudo? —A veces. Todas las noches, no. —¿A qué hora se presentó anoche? —Cuando viene suele aparecer poco antes del fin de la velada. —Y, anoche, ¿cuánto tiempo estuvo aquí? —¿Anoche? No mucho. —Levantó las manos—. En realidad, no puedo decirlo, porque no lo sé: estaba intentando dejarlo todo listo para irme a casa. La verdad es que no presté mucha atención. —¿Lo viste hablar con alguna de las bailarinas? —¿A Darrell? —Kotar apartó la mirada como si reflexionase sobre la pregunta. Tracy pensó que estaba intentando evitar responder. —No —dijo al fin el jefe de sala—. Que yo recuerde, no. La inspectora miró a su compañero y vio que él también se había dado cuenta. Entonces, tendió a Kotar una tarjeta de visita. —Volveremos más tarde para hablar con las chicas que trabajaron anoche con Veronica.
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CAPÍTULO 18
El despacho del médico forense del condado de King se había trasladado de un búnker deprimente y anticuado al centro médico de Harborview, edificio moderno e imponente de amplios pasillos y habitaciones espaciosas regadas por la luz que entraba a raudales por el cristal tintado de la fachada. Tracy y Kins encontraron a Stuart Funk mirando por un microscopio en uno de los laboratorios. Los habían llamado en el momento en que salían del Pink Palace y se dirigían al Centro de Justicia para informarlos de que había recibido el informe toxicológico preliminar de Angela Schreiber y de que los familiares de Veronica Watson iban a acudir a identificar su cadáver. Aunque no faltaba en los cuerpos de seguridad quien tuviera a Funk por un tipo raro, Tracy le tenía un gran aprecio. Su aspecto desgreñado hacía que le recordase a uno de los mejores profesores de química que había tenido en la facultad. Tenía mechones de pelo castaño sembrado de canas que le cubrían las orejas y la cabeza daba la impresión de ser demasiado grande para unos hombros tan estrechos. Sobre la montura de plata de sus gafas brotaban dos cejas pobladas que, según Kins, necesitaban «una buena pasada de cortacésped». Cuando testificaba ante el tribunal, solía vestir pajarita y una chaqueta de lana de Escocia con coderas. Los del jurado lo adoraban. Funk los estaba poniendo al corriente de lo que había averiguado de Angela Schreiber. —Como en el caso de Nicole Hansen, en los análisis de sangre se ha detectado la presencia de flunitrazepam. —Rohypnol —dijo Tracy. Aquella era la clase de detalle concreto que podía ser de gran ayuda a la hora de interrogar a los sospechosos. —Una vez atada —siguió diciendo Funk—, la víctima solo pudo mantener su postura durante un tiempo antes de que sus músculos empezaran a fallar y a sufrir calambres. El único modo de aliviar el dolor en tal caso consiste en estirar las extremidades, lo que a ella la llevó a tensar la cuerda y reducir la entrada de oxígeno hasta que, al final, perdió el conocimiento. —¿Cuánto tiempo pudo haber resistido? —Es difícil de precisar, teniendo en cuenta la presión a la que están sometidas las víctimas. —¿Y qué nos dices de las quemaduras de los pies? —quiso saber Kins. —Ahora no cabe duda de que se hicieron con un cigarrillo. —Sin embargo, Nicole Hansen no presentaba nada parecido. —No. www.lectulandia.com - Página 76
—O sea, que ha cambiado algo —concluyó Tracy—. ¿Alguna cicatriz o hematoma antiguo que haga pensar que le gustaban esas cosas? —No. Un par de cardenales, pero nada fuera de lo común —zanjó Funk. —¿Y cuándo vamos a tener el resto del informe toxicológico? —Los del laboratorio han prometido darse prisa con eso y con el frotis y el cultivo vaginal, pero dudo de que vayan a revelar que hubo agresión sexual. El forense dejó escapar un largo suspiro. La existencia de un asesino en serie cambiaba todos los aspectos de la investigación. Se jugaban mucho más; aquello aumentaba, de manera exponencial, la presión por atrapar al homicida, y las consecuencias de cualquier error que le permitiera seguir actuando resultaban fatales. Tracy miró el reloj. —Será mejor que vayamos a recibir a la familia de Veronica Watson. Funk separó la silla del escritorio. —Shirley y Lawrence Berkam. Viven fuera, en Duvall. —¿Te has reunido ya con ellos? —le preguntó la inspectora. Él negó con un movimiento de cabeza. —He hablado con la madre por teléfono. —¿Cómo se ha tomado la noticia? —Parecía muy afectada. Con el padre no he hablado. —Padrastro —precisó Kins—. Tenemos motivos para pensar que fue él la razón por la que se fue de casa. Funk los llevó a través de un corredor impoluto y abrió la puerta de la sala destinada a los familiares, dotada de muebles acogedores y luz suave que hacían que contrastase de manera espectacular de la zona de espera fría y oscura de las antiguas instalaciones. La pareja de mediana edad que contemplaba las vistas por la ventana se volvió hacia ellos al abrirse la puerta. Tracy calculó que Shirley Berkman debía de haber mediado la cincuentena, aunque pretendía parecer veinte años más joven. Llevaba unos vaqueros demasiado ajustados cubiertos hasta la rodilla por unas botas negras. La blusa blanca dejaba ver las pecas que le cubrían el pecho. Se había pintado con profusión y llevaba toda una colección de anillos y brazaletes, y Tracy no pudo menos de preguntarse si la noticia de la muerte de su hija la habría sorprendido tan emperejilada o se habría entretenido el tiempo necesario para maquillarse y cargarse de joyas antes de viajar a la capital. Lawrence Berkman tenía la cabeza poblada de pelo cano y la barba bien recortada. Llevaba una chaqueta de cuero negro cubierta de parches coloridos y unos vaqueros con la raya tan marcada como la de unos pantalones de vestir recién planchados que formaban campana sobre las botas de vaquero. Compartía el mismo gusto por los anillos y las pulseras de plata de su esposa y, al decir de Earl Keen, de su joven hijastra. Funk se presentó e hizo otro tanto con Tracy y con Kins. Shirley Berkam les tendió una mano lánguida, en tanto que Lawrence mantuvo en todo momento una de www.lectulandia.com - Página 77
las suyas apoyada en la espalda de su mujer, como si tratase de sujetarla. —¿Es Veronica? —preguntó Lawrence a Kins. —Eso creemos. —Voy a necesitar que la identifiquen —dijo Funk. Shirley preguntó entonces al inspector: —¿La encontró usted? —Nosotros —puntualizó Kins. —¿Qué le ha pasado? —quiso saber Lawrence. Tracy detectó en su voz cierto acento texano, un sutil gangueo… y un tono subyacente de ira o irritación. —Enseguida tendremos tiempo de hablar de eso —repuso Kins. Funk soltó a los Berkman la perorata que tenía ensayada sobre la conmoción provocada por la contemplación de un ser querido y la posibilidad de que se desmayaran. Les explicó que Veronica se encontraba en la sala de autopsias cubierta con una sábana. —Esperaré hasta que me digan que están listos. Solo tendrán que verle la cara. Cuando el matrimonio indicó con un gesto que lo había entendido todo, Funk lo condujo a la sala. Tracy y Kins se mantuvieron a una distancia respetuosa. Allí no había luz tenue ni decoración interior que pudiera disimular la realidad fría y dura de las mesas y las pilas de acero inoxidable. El suelo bruñido de linóleo reflejaba las luces fluorescentes que brillaban sobre sus cabezas y creaban algo semejante a un espejismo que podía resultar desorientador en un primer momento. El personal del laboratorio de Funk había depositado el cadáver de Veronica sobre la mesa más alejada de la puerta. Pese a encontrarse cubierta por la sábana, Tracy pudo comprobar de inmediato que sus músculos se habían relajado lo suficiente como para que Funk pudiera enderezarle las extremidades y se alegró al pensar que Shirley no tendría que ver el cuerpo de su hija contorsionado. La señora Berkman dio un paso hacia el borde de la mesa con los brazos cruzados, como si quisiera abrazarse. Lawrence mantuvo en todo momento uno de los suyos rodeando los hombros de su esposa. Funk se hallaba en el lado opuesto con las manos puestas en la sábana. Cuando Shirley le hizo una leve señal con la cabeza, retiró la porción que le cubría el rostro. La madre se llevó una mano a la boca y dejó escapar lágrimas calladas que corrieron por sus mejillas, pero no se dio la vuelta ni se derrumbó. Tampoco lanzó un chillido incrédulo. Su gesto era de resignación atormentada y Tracy no pudo evitar pensar que había imaginado aquel momento… o uno semejante. —Es Veronica —dijo Lawrence con el ceño fruncido y los ojos secos. Funk fue a colocar la sábana en su sitio, pero se detuvo y dio un paso atrás al ver que Shirley alargaba el brazo. Esta se zafó del abrazo de su marido y se inclinó hacia su hija. —Shirls —dijo Lawrence. www.lectulandia.com - Página 78
Su esposa, haciendo caso omiso de él, acarició con dulzura la frente y las mejillas de Veronica y le atusó con suavidad el cabello. Su gesto era melancólico, como si reviviese recuerdos compartidos en otro tiempo por ambas y sus propios remordimientos. La escena embistió a Tracy como un golpe en el pecho y sintió que se le encendía el rostro. Empezó a tener dificultades para tragar y se le llenaron los ojos de lágrimas. Sus padres y ella no habían podido tener con Sarah un momento como aquel, un momento en el que poder despedirse, y ella se sentía responsable de aquello. Se culpaba por no haber estado con ella cuando la secuestraron y en aquel instante había empezado a sentir también la culpa de no haber atrapado al Cowboy antes de que hubiese tenido la ocasión de volver a matar, de infligir dolor y pena a una familia más. Kins la vio ponerse sentimental y la recriminó con la mirada, y Tracy se obligó a recobrar la compostura. Shirley besó a su hija en la mejilla por última vez, se secó las lágrimas y dio un paso atrás. Funk volvió a colocar la sábana. —¿Qué es lo siguiente? —quiso saber Lawrence. —Tenemos que hacer la autopsia —lo informó Funk. —¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? —Tenemos que saber por qué ha muerto. —Es importante determinar la causa exacta de la muerte y el momento en que ocurrió —intervino Kins— y ver si hay pruebas forenses que se nos hayan escapado y hayan contribuido a su muerte. —O que puedan llevarnos a dar con quien ha hecho esto —añadió Tracy. —Ha sido el hijo de puta del novio ese que se ha echado —dijo Lawrence con las pupilas contraídas y fijas en la inspectora—. Él fue quien la metió en esa vida asquerosa. ¡Maldita sea! Vayan a arrestar a ese… ¿Cómo se llama el mierda ese? —Taggart. Bradley Taggart —apuntó Shirley con voz cansada mientras se secaba el rabillo de los ojos con un pañuelo de papel. —Se acostaba con ella cuando ella tenía solo quince años, pero ustedes no hicieron nunca nada al respecto. Además, le pegaba —dijo Lawrence—. ¿Qué otro sospechoso quieren? Vayan a hablar con él. —Eso pretendemos —aseguró Tracy, que dio un paso al frente para quedar fuera de su línea de fuego—. Señora Berkman, ¿sabe si su hija se veía con alguien aparte del señor Taggart? ¿Le mencionó alguna vez a otra persona? Ella negó con la cabeza. —No hablábamos muy a menudo. —El novio la tenía apartada de nosotros —dijo Lawrence—. Ni siquiera podíamos llamarla. —¿Alguna antigua pareja que pudiese tener algún interés en ella? —preguntó Kins. —Tenía quince años cuando se fue a vivir con él —repitió el padrastro—. No había llegado ni a tener novio. www.lectulandia.com - Página 79
—¿Y saben de algún enemigo que pudiera tener? —insistió Tracy—. ¿Les dijo alguna vez si tenía algún acosador o alguien que la hostigase en el trabajo? —No —dijo Shirley—, nadie. —El pecho le empezó a temblar, pero logró dominarse—. Veronica era buena chica. Estaba en muy mala situación, pero no era mala persona. —No lo dudo —convino Tracy. —¿Dónde la encontraron? —En una habitación de motel de Aurora Avenue. Por las mejillas de Shirley Berkman corrieron lágrimas que le abrieron surcos en el maquillaje. Cuando Lawrence fue a consolarla, la mujer se apartó y salió con prisa de la sala, dejándolo solo y con gesto indefinido. Tras vacilar unos instantes, bajó la mirada y la siguió haciendo chasquear las botas de vaquero sobre el linóleo.
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CAPÍTULO 19
El aire de la bahía de Elliott resultaba refrescante. Tracy se llenó los pulmones, sintiéndose aún aturdida mientras cruzaba con Kins la calle Jefferson de camino a su vehículo. Kins abrió la puerta del conductor, pero no entró. —¿Qué te ha pasado ahí dentro? —¿Hice mal en irme, Kins? —¿Por qué te tratas así? —Debería haberme quedado. Si lo hubiese hecho, a estas alturas podríamos tener ya a ese malnacido entre rejas. —Tú no tienes la culpa. No te lo lleves al terreno de lo personal: Nolasco fue quien decidió archivar el caso de Hansen. Nos lo quitó para dejarte en mal lugar. Tenías que ir a Cedar Grove y no hay un solo poli en todo el cuerpo que no habría hecho exactamente lo que hiciste tú. Tenías todo el derecho del mundo de averiguar qué le ocurrió a tu hermana. Ella asintió con la cabeza, aunque las palabras de consuelo de su compañero no mitigaron el dolor que había sentido contemplando los últimos momentos que compartía Shirley Berkman con su hija, ni la cruda realidad de que la detención del Cowboy podría satisfacer el deseo de justicia de las familias de sus víctimas, pero jamás lograría cerrar sus heridas. Tracy lo sabía por propia experiencia.
El laboratorio criminalista de la policía estatal de Washington tenía su sede en una estructura de cemento achaparrada que ocupaba toda una manzana del SoDo, zona industrial situada al sur del centro de Seattle. Mientras Tracy y Kins recorrían sus pasillos en dirección al despacho de Michael Melton, oyeron las notas relajantes de su guitarra y su voz, no menos reconfortante. —Country Roads —dijo Kins. Pese a tener la puerta abierta, Melton no pestañeó ni erró un acorde al verlos llegar al umbral. Acabó la canción con un riff impresionante. —¿Cómo está lo más bonito de la comisaría? —preguntó Melton. —Un día me voy a creer que me lo dices a mí —bromeó Kins. Tracy forzó una sonrisa. —¿Te estás preparando para tu próxima actuación? Melton cantaba en un grupo de música country llamado The Fourensics con otros tres científicos del laboratorio. Tocaban en bares de la ciudad, ofrecían algún que otro concierto en espacios abiertos y participaban en el acto que se celebraba todos los años a fin de recaudar fondos para las víctimas de asesinato. Según había confiado a www.lectulandia.com - Página 81
Tracy, tocar la guitarra y cantar lo mantenían cuerdo en un mundo desquiciado. Melton tenía pinta de leñador, con una mata de pelo gris recogida en una cola de caballo, barba poblada y camisa de franela remangada que dejaba al aire los antebrazos de alguien que se hubiera criado partiendo leña. —No tenemos nada programado —respondió—, pero ya me conoces: si hay cerveza, es fácil que me encuentres. Melton dejó la guitarra en una horquilla que sobresalía de la pared en medio de una colección ecléctica de extraños recuerdos de los distintos casos en los que había trabajado: bates de béisbol, martillos de bola, cuchillos, pistolas y hasta un tirachinas. —De todos modos, puede que tarde aún: llevamos tanto retraso aquí que no sé si saldré algún día. Les tendió los informes que había hecho sobre la cuerda del campo de tiro y la que habían usado para estrangular a Veronica Watson. —¿De cuál queréis que os hable primero? —De la del campo de tiro, por ejemplo —dijo Kins. —Genérica de tres hebras hecha de polipropileno con torsión en Z. —O sea, del mismo tipo que las que se usaron para matar a Hansen y a Schreiber. —Sí. —¿Y has podido determinar si procedía del mismo rollo? —No del todo: los extremos estaban demasiado deshilachados. —¿Si tuvieses que hacer una conjetura…? —Yo diría que no. —Pero ¿podemos hablar de un mismo fabricante? —Es demasiado común, de las que se pueden comprar en cualquier parte. —¿Y el nudo? —quiso saber Tracy. —Es distinto. Sin duda, no es el mismo que usaron con Hansen ni con Schreiber. Este es muchísimo más sencillo. —Melton les tendió una serie de fotografías. —¿Qué interpretación le das? —preguntó la inspectora. —Afortunadamente, ese no es mi trabajo. —¿Y qué me puedes decir del que lo hizo? ¿Era diestro o zurdo? Él hizo un gesto negativo con la cabeza. —Es demasiado rudimentario como para sacar conclusiones. —O sea, que no exigía ninguna habilidad particular —dijo Tracy. —Ninguna —convino Melton. La inspectora se volvió entonces hacia su compañero: —¿Puede que lo hiciera a propósito, para despistarnos? —Quizá sí. ¿Qué nos dices del de Veronica Watson? —preguntó Kins a Melton. —También es genérico, de tres hebras de polipropileno y con torsión en Z. Si tuviera que dar mi opinión, yo diría que procede del mismo rollo que el de Schreiber; pero no es más que una suposición. El nudo, sin embargo, es idéntico al de Nicole Hansen y Angela Schreiber. www.lectulandia.com - Página 82
—¿Sin ninguna duda? —Así es. —O sea, que lo hizo un zurdo —dijo Kins. —En efecto —concluyó Melton. —¿Cuánto tardaremos en tener el análisis de ADN? —preguntó Tracy. —Por lo menos veinticuatro horas, y eso dándole prioridad. Tracy soltó un suspiro. —¿Y cómo vamos a echarle el guante a ese fulano, Mike? —Te repito que, afortunadamente, ese no está entre mis cometidos. Con un poco de suerte, comete algún error. A todos les pasa: lo que no sabemos es cuándo.
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CAPÍTULO 20
Billy Williams los llamó para darles el aviso: Maria Vanpelt había ofrecido un reportaje especial para confirmar que Seattle tenía oficialmente un nuevo asesino en serie, al que apodaban el Cowboy, y que la policía iba a formar un destacamento especial para atraparlo. —Es un detalle que nos haya informado —dijo Tracy sin poder disimular la repulsión que le provocaba. —Van a reunirse los jefazos —dijo Billy—. Estarán presentes todos los peces gordos y han solicitado también vuestra presencia. —¿Eso de solicitar quiere decir que podemos decir que no? —preguntó Kins. —No —zanjó Billy.
Al llegar al Centro de Justicia, Tracy y Kins fueron directos a la cocina: no habían comido nada desde el desayuno. Él echó dos monedas en el fondo común y se hizo con un paquete de Doritos y otro de galletas Famous Amos. —¿Cuál quieres, el de alto contenido en grasas o el de alto contenido en grasas? —Como si no me conocieras… —Tracy tomó las galletas—. El chocolate, siempre. Se dirigieron a la octava planta y entraron en una insulsa sala de reuniones cuyas paredes se hallaban desnudas de cuadros o fotografías. Nolasco estaba sentado en el extremo más alejado de la mesa, dando la espalda a las ventanas de cristal tintado. Levantó la mirada del documento que tenía delante y la clavó en ellos por encima de sus gafas de lectura. Entre las mujeres del cuerpo corría el chiste de que el pelo castaño entreverado de canas y peinado con la raya en medio y el bigote poblado cortado justo en la comisura de los labios hacían que el capitán pareciera una estrella del porno de la década de los setenta ya entrada en años. A su lado tenía a Bennett Lee, funcionario de la oficina de información pública, a Billy Williams y a Andrew Laub, teniente de Kins y Tracy. Lee les tendió dos hojas de papel deslizándolas sobre la mesa mientras ellos retiraban dos sillas para tomar asiento. —¿Qué es esto? —preguntó Tracy. —Clarridge quiere hacer una declaración —dijo Nolasco, refiriéndose al jefe Sandy Clarridge. Se quitó las gafas y se puso a hacerlas girar por una de las patillas —. El alcalde estará con él. Ninguno de los dos está muy contento con las últimas noticias. —¿Y cuáles son las últimas noticias? —quiso saber Tracy mientras se sentaba. —Que tenemos a otro asesino en serie… y que se duda de nuestra competencia a www.lectulandia.com - Página 84
la hora de dar con él. —¿Ha sido Vampirelt? —dijo ella, usando el apodo que habían otorgado los inspectores a Maria Vanpelt. —Eso es irrelevante —repuso Nolasco. —Ese dechado de veracidad periodística… —Tracy se metió una galleta en la boca. —Es capaz de convertir una convención de budistas en una reunión clandestina de terroristas —añadió Kins. —¿Y cuál de vosotros quiere explicárselo al jefe? —atajó Nolasco. —¿Para eso estamos aquí? —preguntó Tracy. —Estáis aquí porque quiero saber dónde nos encontramos respecto de la investigación del último asesinato y qué relación tiene con los otros dos. Y haced el favor de darme la versión del Reader’s Digest, que no tengo mucho tiempo. —El tipo de cuerda coincide con las que se usaron con Hansen y Schreiber —dijo Tracy— y, aunque no sabemos si proceden del mismo rollo, está claro que el nudo es idéntico: lo ató la misma persona, que además parece ser zurda. La habitación estaba ordenada, la cama hecha y la ropa bien doblada. Todavía no sabemos nada del ADN. De una cuerda no es posible sacar huellas dactilares y Melton dice que del resto de la habitación se han recogido suficientes para fundar un pueblo y que va a necesitar tiempo. —Conque tenemos a un asesino en serie. —Eso ya lo sabíamos. —Nos deberíamos centrar en la declaración —dijo Lee mientras tomaba un folio que descansaba sobre la mesa—, que el tiempo apremia. Quienquiera que lo hubiese escrito se había limitado a describir vagamente los tres asesinatos, omitiendo toda referencia al dogal. —Esto no va a calmar a la prensa —aseveró Tracy. —No es eso lo que queremos —respondió Nolasco. —Ya saben que a Hansen y Schreiber las ahorcaron con una cuerda —dijo ella— y no les va a costar deducir que Watson murió del mismo modo. —Quiero mantener vagos los detalles —respondió Nolasco. —Pues lo ha conseguido. —¿Y te molesta? —No, pero, si Clarridge lee esto, los medios van a pensar que está ocultando algo importante y empezarán a hacer preguntas que no podemos responder. Eso lo va a poner en una situación nada envidiable. —Se encogió de hombros—. Usted sabrá. El capitán volvió a estudiar la declaración mientras se pasaba el índice por el bigote, gesto que solía hacer cuando perdía fuelle. Apenas tardó un minuto antes de volver a dejar sobre la mesa el documento y unir las puntas de los dedos formando una pirámide bajo los labios. —¿Y qué propones? www.lectulandia.com - Página 85
—No necesitamos ocultar el hecho de que a Watson la estrangularon ni el tipo de cuerda que se usó —dijo ella. —Yo estoy de acuerdo —intervino Kins—. Eso ya lo sabe todo el mundo gracias a Vampirelt. —Eso sí, no deberíamos dar detalles sobre el nudo, el método de estrangulamiento ni las condiciones en que se encontraba la habitación —advirtió Tracy. Se tomó unos instantes para leer el segundo párrafo, en el que se decía que Clarridge tenía intención de formar un destacamento. —¿Vas a ser tú quien se encargue de los medios, Bennett? —Sí —respondió él con gesto resignado. Representar a la oficina de información pública en la investigación relativa a un asesino en serie era como caminar por la cuerda floja en medio de una tormenta: un ejercicio de equilibrio muy delicado en el que todo paso era una ocasión más de cometer un error fatal. Si se revelaban demasiados datos, se corría el riesgo de informar no solo a la prensa, sino al asesino, y si se decía poco, los periodistas darían por sentado que el destacamento no estaba avanzando o actuaba con poca transparencia. Para Tracy, la de Lee era una elección inteligente para tal cometido, pues se ceñiría al guion acordado y tenía un gran talento a la hora de mantener una expresión facial neutra y dominar su voz para no revelar nada más allá de la declaración que se le hubiera preparado. El último párrafo estaba destinado a asegurar al público general, como estaba mandado, que se habían puesto al servicio de la investigación todos los recursos disponibles, incluida la división local del FBI. —¿Qué? —exclamó Kins—. ¿A quién se le ha ocurrido meter a los Famosos Bastante Incompetentes? Antes de que pudiera responder nadie, entró en la sala Clarridge con Stephen Martínez, su subordinado inmediato en lo tocante a investigaciones criminales. Ambos llevaban la camisa azul de manga corta del departamento; la del primero, con cuatro estrellas y la placa dorada de jefe prendida al bolsillo izquierdo. Siempre se preocupaba por ir de uniforme cuando salía a la palestra, como si quisiera dejar claro: «Todavía soy policía», aunque tal vez no fuera a durar mucho en el cargo. Corrían rumores de que el nuevo alcalde, que no había nombrado a Clarridge, se estaba impacientando. —¿Esa es la declaración? —preguntó el jefe tras los saludos. Lee se puso en pie y les proporcionó sendas copias. Clarridge la leyó dando golpecitos en la mesa con el dedo corazón. Tracy miró a Kins, a quien no había sentado nada bien que Nolasco hubiese metido al FBI en su investigación. Cuando Clarridge soltó la declaración, dijo Nolasco: —Jefe, yo creo que no deberíamos ocultar que el asesino estrangula a las víctimas con una cuerda. Eso ya lo sabe la prensa y, si no lo decimos, lo van a acribillar a www.lectulandia.com - Página 86
preguntas sobre detalles que no queremos dar todavía. Él miró al lugar de la mesa en que se hallaba Tracy. —Inspectora Crosswhite, usted lleva la investigación. ¿Está de acuerdo? —Creo que es una propuesta brillante —respondió. Lee bajó la cabeza, pero fue incapaz de contener una sonrisa. —Además —añadió ella—, no hablaría de «chicas de alterne» ni «prostitutas»: las tres eran bailarinas. De hecho, creo que es mejor llamarlas víctimas simplemente. —Hábleme de ellas.
Clarridge dedicó los veinte minutos siguientes a escuchar con atención, hacer preguntas inteligentes y tomar notas en el reverso de la nota de prensa mientras Tracy brindaba detalles sobre los lugares en que se habían cometido los crímenes, las pruebas forenses, las pistas y los posibles sospechosos. Buena parte del edificio se hallaba ya cerrada por ser de noche y el aire de la sala no tardó en concentrarse y subir de temperatura. Las mejillas rojas del jefe contrastaban con su complexión pálida, propia de gentes eslavas. —Así que parece evidente que nos enfrentamos a un hombre —dijo este. —Correcto. —¿Un hombre que tiene algo contra las bailarinas? —Quizás, aunque también podría ser que sean las víctimas que tiene más a mano. Pero es verdad que las tres eran bailarinas. —Entonces, ¿a quién buscamos? ¿Empleados? ¿Clientes? —Sin duda —dijo ella—. Estamos haciendo la prueba de la I Triple a los empleados varones para localizar a cuantos tienen antecedentes, pero en los locales trabajan casi cien bailarinas y hasta hay una página web para que los clientes reserven desde casa a sus favoritas. Podría ser que el asesino ni siquiera visitara uno de los clubes: podría citarse con las bailarinas a través de Internet. Clarridge reflexionó al respecto, sin duda pensando en el gasto que supondría contratar a expertos informáticos. Hablando directamente a Tracy y Kins, preguntó: —Aparte de los elementos encontrados en el lugar del crimen, ¿hay algún rasgo característico definitivo? —El forense cree que quien hizo los nudos es zurdo. —Eso podría reducir de manera significativa el número de sospechosos —dijo el jefe. —Sí, pero, por desgracia, en este momento ya son pocos. —Hay que cambiar eso. Voy a destinar fondos a la creación de una unidad especial. Tracy tenía sentimientos encontrados sobre el particular, pues, si bien se alegraba de que fuesen a formar un grupo dedicado a dar caza al Cowboy, sabía que eso comportaba trabajar un día tras otro hasta altas horas de la noche, alargar las jornadas www.lectulandia.com - Página 87
y topar con frustrantes callejones sin salida. También sabía que la misión podía durar años, quedar inconclusa, agotarla mentalmente y mermar su bienestar. —Inspectora Crosswhite —dijo Clarridge—, me preocupa que pueda verse afectada por su situación familiar y por el incidente de la cuerda. Me pregunto si no sería mejor poner al frente al inspector Rowe. Decidan ustedes cómo repartirse las responsabilidades. Crispada ante semejante idea e inquieta asimismo ante la posibilidad de que el matrimonio de su compañero no resistiera la presión añadida de la dirección de una unidad especial, Tracy estaba a punto de dejar claro que, si bien la de Kins le parecía una elección excelente, quería ser ella quien siguiese al mando de la investigación cuando Nolasco se inclinó hacia delante y dijo: —Con el debido respeto, señor, no estoy de acuerdo. Ella miró aturdida a Kins, cuya expresión perpleja le reveló que él no estaba menos sorprendido. —En mi opinión, la prensa y el público van a acoger de manera favorable que pongamos a una inspectora al frente de una unidad especial destinada a atrapar a un hombre que mata a mujeres. Con eso podríamos evitar la clase de críticas que recibió la comisaría del sheriff del condado de King durante la investigación de los crímenes de Ridgway. —Nolasco eludió las que siguieron a su nefasta decisión de hacer archivar de forma prematura el caso de Nicole Hansen. Clarridge se pellizcó el labio inferior. —¿Y usted qué opina, inspectora Crosswhite? —Quiero este caso, jefe. Él asintió. —De acuerdo. Entonces, la unidad especial es suya. No tengo que decirle que se trata de una espada de doble filo. —Lo entiendo —dijo ella. —Jefe —dijo Kins—, ¿podemos hablar de lo de meter al FBI? Ya sabemos que al público y los políticos les encanta saber que están interviniendo y que todos se quedan más tranquilos así, pero esa gente no trata con homicidios ni atrapa a los asesinos en serie más que en las novelas y las películas. Sinceramente, preferiría trabajar con una tropa de boy scouts. —Sin embargo, aquí entran en juego otros factores —replicó Nolasco—. Una unidad especial resulta cara y ellos pueden ofrecernos la mano de obra y los fondos federales que necesitamos. Además, será positivo para nuestras relaciones públicas, porque hará ver a todos que estamos usando cuantos recursos tenemos a nuestra disposición. Clarridge volvió a adoptar una expresión reflexiva. —Cuando anuncie la creación de la unidad especial, haré saber que el FBI va a ayudar en nuestra investigación. Usted y la inspectora Crosswhite podrán mantenerlos apartados o dejar que participen en el grado que determinen necesario. www.lectulandia.com - Página 88
—Dicho esto, miró el reloj—. Me van a disculpar, pero tengo una rueda de prensa que preparar. Cuando se fueron Martínez y él, Nolasco se dirigió a Tracy en estos términos: —Quiero una lista de nombres para la formación de la unidad especial en la mesa de mi despacho hoy mismo. Que no sean cincuenta: veinte, a lo sumo. No vaya a convertirse esto en otro caso Ridgway. Vamos: tenemos todas las de perder y no quiero que nos sigan tomando la delantera. Encontrad a ese hijo de perra. Cuando, dicho esto, salió de la sala, comentó Kins: —Sabe cómo hay que motivar a la gente, ¿verdad? Winston Churchill no le llega ni a la suela del zapato. —Pero, por desgracia, tiene razón. Vamos muy por detrás de ese fulano y hay algo que parece haber disparado sus deseos de matar. Si no lo cazamos pronto, esto podría convertirse en otro caso Ridgway.
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CAPÍTULO 21
El interior del vehículo estaba alfombrado de envoltorios de hamburguesa manchados de grasa. Kins se había detenido en Dick’s, un local de Capitol Hill de los que no exigen apearse para recoger el pedido que atraía a una concurrencia constante de universitarios resueltos a estirar cuanto fuera posible su presupuesto. El único atractivo que ofrecía a Tracy era que usaban helado de verdad para los batidos y que seguía abierto a la una de la madrugada. Dan la llamó en el preciso instante en que lidiaba con el trozo de fresa que se le había introducido en la pajita. Que llamase a semejante hora quería decir que debía de haber visto el anuncio de la creación de una unidad especial por parte de Clarridge y la entrevista de Maria Vanpelt en la que Shirley y Lawrence Berkman criticaban a la policía de Seattle por no haberla creado antes y quería asegurarse de que estaba bien. —¿Quieres que vaya a pasar la noche allí, contigo? —le preguntó. —¿Me estás ofreciendo sexo por compasión? Kins, que ocupaba el asiento del conductor, soltó una risita. —Claro que no —respondió Dan—. Mi arbitraje no empieza hasta las diez, porque esta gente tiene horario de banquero. A no ser que lo que quieras sea sexo por compasión. En ese caso, claro que sí. Ella se echó a reír, lo cual no le sentó nada mal tras aquel día largo y frustrante. —Por desgracia, todavía estamos en ello. —Como abogado tuyo, espero que te estén pagando las horas extra. —¿Cómo va tu arbitrio? —Lento. La defensa lo está rebatiendo todo. De verdad que voy a tener que estudiar lo de cobrar por horas en vez de facturar mis honorarios según el resultado. —¿Y vender tu alma? —Por lo que cobran algunos de esos tipos creo que voy a poder permitirme comprar una nueva. ¿Sigue en pie lo de la noche del viernes? —Solo si tú mantienes tu espíritu compasivo. —¿Estás de broma? Saqué matrícula de honor en compasión. ¿Has pensado qué te gustaría hacer? —Tengo varias cosas en mente. —Me tienes loco. Lo sabes, ¿verdad? —Hasta el viernes. —Colgó y volvió a guardar el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Kins se apartó el batido de chocolate de la boca para preguntar: —¿Sexo por compasión? ¿Cómo va eso? Ella no pudo ocultar una sonrisa. —Ya te contaré. www.lectulandia.com - Página 90
—A lo mejor me conviene decírselo a Shannah. —¿Seguís sin arreglaros? —Como dos que se cruzan sin tener nada en común. Hemos pasado por un momento muy difícil y esto no va a ayudar a superarlo. —Seguro que lo conseguís. —Dice que va a llevar a los niños a San Diego a ver a su hermana. —No parece mala idea. —Tienen colegio, Tracy. —¡Vaya! —Me he perdido demasiadas cosas últimamente: los juegos de los niños, las cenas con los amigos… Tiene la sensación de haberse convertido en madre soltera. —Pues escápate cada vez que puedas. Ahora vamos a tener quien nos ayude a llevar parte de la carga. —Puede ser. ¿Y tú qué? ¿Te gusta ese tipo? Ella se encogió de hombros, pero se sorprendió sonriendo de nuevo. —Me lo estoy tomando sin prisas. —¿El sexo por compasión se hace despacito? Está claro que tengo que averiguar de qué va eso. —Desde lo de Cedar Grove no hemos podido disfrutar de mucho tiempo libre juntos. Me preocupa que empecemos a vernos más y se dé cuenta de que no soy tan encantadora como parezco. —¿Pareces encantadora? —Que te den. —¿Cómo no va a estar enamorado de ti?
El viento que recorría el pavimento de adoquines del Pike Place Market, cerrado en aquel momento, hacía volar trozos de papel de un lado a otro. Al llegar al Pink Palace, el portero, mayor y de aspecto más hosco que el joven de hacía unas horas, se dirigió al bordillo al verlos y dio una palmada en el capó para anunciarles: —Aquí no se puede estacionar. Kins le enseñó la placa. —Dale un golpe más y te esposo al parachoques. El otro dio un paso atrás con las manos en alto. —Cuídamelo, anda —añadió Kins—, y te ganarás una buena propina. El Pink Palace estaba a pleno rendimiento. Las luces destellaban y los altavoces emitían el mismo ritmo machacón de la basura Eurodance de aquella misma tarde. En ese momento se habían hecho con el escenario dos mujeres: la asiática del tinte extraño y la negra algo más corpulenta que habían visto antes en el bar. Se contoneaban, se ponían en cuclillas y hacían otros movimientos provocativos. La primera se aferró a la barra vertical con una pierna y se puso a dar vueltas mientras www.lectulandia.com - Página 91
los hombres le tendían billetes de un dólar y la jaleaban. Entre tanto, otras de las bailarinas recorrían las mesas con zapatos de tacón y lencería. Tracy observó los rostros de los hombres, haciendo caso omiso de los más animados o bulliciosos para centrarse sobre todo en los que ocupaban mesas situadas al fondo mientras hacían durar su cerveza o alguna bebida de más graduación. Miró por si alguno de ellos sostenía el vaso con la mano izquierda y buscó a uno alto de pelo castaño claro y trajeado. Uno de los clientes llevaba puesta una gorra de béisbol tan calada que apenas se le veían los ojos y, pese al calor, una chaqueta vaquera forrada de lana. En un rincón había dos parroquianos prestando atención con gesto extático a una mujer que ejecutaba movimientos de serpiente casi desnuda sobre la mesa. Nabil Kotar los recibió en la barra con gesto nervioso. —En fin, pues ¡vamos allá! —dijo y los llevó, tras apartar una cortina, a la zona de bastidores atestada de cosas y personas. Fueron esquivando percheros metálicos portátiles poblados de ropa escasísima, bobinas de cable eléctrico negro y diversos elementos de iluminación y sonido. Kotar iba hablando con ellos y volvía la cabeza de cuando en cuando para mirarlos. —Tres de las bailarinas han llamado para decir que estaban enfermas y otra está tan asustada que dice que lo deja y se muda a Colorado. No piensa salir del camerino. —¿Ha estado aquí Nash? —quiso saber Tracy. —Yo no lo he visto. Van a tener que hablar con las chicas entre actuaciones y cuando no estén en las mesas. —¿Todas trabajaron con Veronica? —Tres de ellas —dijo Kotar— y una de las del escenario. Lo siguieron hasta un camerino en el que no había muchas menos cosas por medio. Allí los aguardaban una pelirroja que, sentada ante un tocador lleno de trastos y con los senos descubiertos, sostenía un aplicador de pestañas y no parecía tener ningún interés en taparse; una rubia que ocupaba una silla plegable de metal situada ante el segundo tocador y que cerró al verlos la bata de seda roja que llevaba puesta, y una morena vestida con un batín fino que dejaba poco a la imaginación y concentrada en rebuscar entre las perchas una prenda de lencería. —Aquí tenéis a los inspectores —anunció Kotar, quien, volviéndose hacia Tracy y Kins, añadió—: Voy a traerles un par de sillas. —Lo hemos visto en las noticias —dijo la tercera de las jóvenes al ver desaparecer al jefe de sala. Llevaba tatuada en el cuello una ristra de caracteres chinos que le llegaba hasta la oreja, adornada con numerosos aros de plata, a juego con el que le atravesaba el pezón derecho—. Yo he pensado: «¡Mierda! ¿Por qué Veronica?». Angela me caía bien, pero era nueva y bailaba más en el otro club, así que no la conocía tanto. Verónica, sin embargo, llevaba aquí mucho tiempo. —Metió los pies, enfundados en zapatos de plataforma de treinta centímetros, por las aberturas de unas bragas de encaje y las deslizó por sus largas piernas—. Dicen que es un www.lectulandia.com - Página 92
asesino en serie. ¿Qué pasa? ¿Que tienen que vivir aquí todos los tarados del planeta? —Es por la lluvia —apuntó la pelirroja—. Los días nublados deprimen a la gente. —Hablaba con voz aguda y no parecía tener siquiera edad de obtener el permiso de conducir. Kotar regresó entonces con dos sillas plegables. —Sean breves —dijo con gesto casi de disculpa antes de volver a ausentarse. —Todo el mundo está asustado —siguió diciendo aquella—. Quiero decir, que estuve bailando con V. anoche y estaba, no sé, feliz y todo eso. No podía creérmelo. Yo me vuelvo a Colorado. Tracy y Kins tomaron asiento cerca de la puerta. Los dos sabían que es mejor no interrumpir la declaración espontánea de un testigo. —Pensaba que lo habían atrapado —dijo la rubia. Parecía tener más edad que las otras dos, si bien resultaba difícil precisarlo bajo la cantidad generosa de maquillaje que se había puesto—. ¿No era maestro de escuela o algo así? —Ese es uno que entró una vez con Angela —le explicó la del cabello rojo—. Aquí no; en el club de Aurora. —¿Por qué no lo detienen? —preguntó la rubia. —No hay pruebas suficientes para demostrar que lo hiciese él —dijo Tracy. La rubia puso los ojos en blanco y se volvió hacia el tocador. —¿Vio alguna a alguien que estuviese prestando especial atención a Veronica anoche? —quiso saber la inspectora. —Yo no —respondió la pelirroja. Tracy miró a la rubia, que meneaba la cabeza ante el espejo mientras se empolvaba el pecho. —Yo ni siquiera sabría decir qué significa atención especial. —¿Alguien vio a Darrell Nash aquí anoche? —preguntó Tracy. —Yo. —La morena se había puesto medias y las estaba sujetando a un liguero. —¿Lo viste hablar con Veronica? —No. —Yo sí —dijo la rubia mirándolos por el espejo—. Yo estaba en el escenario y V. acababa de hacer un pase privado en uno de los sillones. —¿Cuánto tiempo estuvieron hablando? —quiso saber Kins. —No mucho. —¿Y te comentó algo? —dijo Tracy. —¿Algo como qué? —Sobre lo que habían hablado. Cualquier cosa. La respuesta fue negativa. —¿Viene Nash a menudo? —preguntó Kins. —Es el jefe —respondió la rubia con cierta mala disposición que Tracy no pasó por alto—. V. tenía novio. ¿Han hablado ya con él? —¡Ese tipo sí que da asco! —La morena se colocó un corsé rojo y desenrolló www.lectulandia.com - Página 93
unos guantes largos de encaje. —¿Por qué dices eso? —indagó Tracy. —Como V. bailaba aquí, el fulano ese pensaba que nos podía tocar a las demás. ¡Será hijo de perra! —¿Qué postura tiene el club al respecto? —dijo la inspectora. —Cada una pone sus propios límites —respondió la rubia—. Si a una no le gusta que la toquen, es ella la que tiene que atajarlo. Los clientes siempre lo intentan. Lo único que hay que hacer es levantarse e irse. —¿Se enfadan? —Puede. —Sobre todo si han bebido más de la cuenta —añadió la pelirroja. —¿Y hubo alguno que se enfadase con Veronica o con Angela? —Que yo recuerde, no —contestó la rubia. Las otras dos se encogieron de hombros. —Los padres de Veronica decían que el novio le pegaba —dejó caer Tracy. La pelirroja asintió. —Una vez vino con cardenales, pero Veronica no quería hablar de ello. La morena se dirigió adonde se hallaba Kins bloqueando la salida. —Tengo que actuar —dijo. El inspector fue a levantarse cuando ella le puso las manos en los hombros y, con gran destreza, alzó una de sus largas piernas, quedó un instante a horcajadas sobre él antes de pasar al otro lado por encima de su regazo. Sonriendo, le guiñó un ojo antes de decir: —Eso corre de parte de la casa. Cuando salió, entró en la sala la mujer negra que había estado bailando en el escenario, con la respiración agitada y dándose golpecitos con un pañuelo de papel en la frente y el pecho. Era la más voluptuosa de todas. —Estos son los inspectores que están investigando lo de Angela y Velvet —dijo la pelirroja. —Lo sé: me he figurado que erais polis al veros entrar esta tarde y le he preguntado a Nabil. —¿Y qué te ha dicho? —quiso saber Tracy. —Han matado a Veronica y creéis que ha sido el mismo fulano, ¿verdad? —Eso es lo que estamos investigando. Kins le ofreció su asiento, ya que no había ninguno libre, y ella sonrió. —¿No serás un espejismo…? Gracias: la espalda me está matando. Yo soy Shereece. —Querían saber si vimos a alguien molestando a V. o prestándole más atención de lo normal —la informó la rubia. La recién llegada se quitó la peluca que llevaba y dejó ver un casquete de color melocotón. Tracy calculó que debía de tener poco más de treinta años. www.lectulandia.com - Página 94
—Anoche estuvo esto muy apagado. —¿No hubo nadie que llamase la atención? —preguntó Kins. —¿Y el Abogado? —dijo la rubia. —A ese le gustan las tetas gordas —respondió la pelirroja—, así que a mí no me buscó. —Yo no lo vi —dijo Shereece. —¿Cómo se llama? ¿Lo sabe alguien? —preguntó Tracy. Ella meneó la cabeza. —No. —¿Y es abogado? —Lo llamamos así —explicó la rubia— porque va siempre de traje y corbata. —¿Qué sabéis de él? —Le gusta hablar —respondió ella—. No es de los raros. —¿Qué edad tiene? —Habrá cumplido los cuarenta. —Miró a Shereece—. Preguntó por el novio de V. —Pues a él sí lo vi —aseveró la negra—. Vino a buscar dinero. —¿Cómo lo sabes? —quiso saber Tracy. —Porque esa alhaja siempre viene a lo mismo. Trataba a Veronica como si fuese un cajero automático. —¿Puede que hubiera algún cliente que tuviesen en común Angela y Veronica? Shereece volvió a sacudir la cabeza. —No. —¿Qué demonios…? La mujer dio un respingo. En el umbral se encontraba Darrell Nash, con el rostro encendido y hecho una furia. Nabil Kotar estaba tras él con gesto azorado y el dueño se dio la vuelta para enfrentarse a él. —¡Qué demonios, Nabil! ¿Por eso no hay más que una bailarina en toda la pista? Kins se hallaba de pie. —Les estamos haciendo una serie de preguntas… —Pues ¡háganselas en su tiempo libre! —Pero es que estaban descansando. —Kins dio un paso adelante, lo que llevó a Nash a retroceder y tropezar con Kotar. —Esto es un club privado. No tienen ustedes derecho a hablar con mis empleadas en horario de trabajo. —Sus autónomas —corrigió Tracy, que también se había levantado—. Además, el club está abierto al público. —Están ustedes en los camerinos: la zona del público es ahí fuera. —En ese caso, acabaremos de interrogarlas en uno de los sillones. ¿Mejor así? — dijo la inspectora. —Voy a llamar a mi abogado. ¡No tienen derecho a perturbar mi negocio! www.lectulandia.com - Página 95
—Pues aproveche para preguntarle cuál es la pena por contratar a bailarinas menores de edad. —Eso será en otros clubes. —Pues Veronica Watson tenía diecinueve. ¿Cuánto tiempo llevaba bailando aquí? —Yo de eso no sé nada. Lo que sí sé es que, cuando están aquí, tienen que bailar si no quieren que busque a otras que lo hagan por ellas. Las muchachas salieron por la puerta, menos Shereece, que fue a sentarse ante uno de los tocadores. —¿Y tú qué estás haciendo? —dijo Nash. —¿Qué voy a hacer? Dar reposo a los pies. —No se te ocurra rechistarme, Shereece. —No te preocupes, que cuando te rechiste, lo sabrás. Acabo de terminar un número y estoy descansando. En ese momento intervino Kins. —¿A qué ha venido, Darrell? —Porque me han dicho que faltaban tres chicas y he tenido que traer dos del club de Aurora. —¿Y a qué vino anoche? —Soy el dueño de estos clubes, inspector, y no necesito ningún motivo para estar aquí. —¿Habló anoche con Veronica Watson? —quiso saber Tracy. Nash soltó una risita indignada. —¿Me lo está preguntando en serio? —¿Eso es un sí? —dijo Kins. —No recuerdo haber hablado con ella. —¿A qué hora salió de aquí? —preguntó Tracy. —¿Sospechan de mí? —Cuando sospechemos de usted lo sabrá —le aseguró Kins—. Y será divertido, ya verá: tenemos que leerle sus derechos y todo eso. Nash sacudió la cabeza. —Entré para ver cómo iba la taquilla y me fui justo antes de cerrar. Regresé al club de Aurora, ayudé a cerrarlo y me fui a casa. Pueden preguntarle a mi mujer. ¿Hemos acabado ya? —Alguien está matando a sus trabajadoras autónomas, Darrell —dijo Tracy—: todavía nos queda mucho para acabar.
Tracy entró en su cocina poco después de las tres de la madrugada. Roger daba la impresión de haberse convertido en una camada entera de gatos. Le dio de comer y atravesó la sala de estar a oscuras en dirección a su dormitorio sin molestarse siquiera en encender las luces. Dejó en la cama la cartera y la chaqueta junto con su placa, las www.lectulandia.com - Página 96
llaves y la Glock. Tras salir del Pink Palace, Kins y ella habían ido a la Pioneer Square a fin de despertar a Bradley Taggard. Sin embargo, si el novio de Veronica Watson seguía residiendo en la última dirección que se le conocía, no estaba en casa o había decidido no abrir la puerta. En el cuarto de baño se quitó la blusa y los pantalones, los lanzó al montón de ropa sucia que tenía en un rincón y se cepilló los dientes sin demasiado esmero antes de sentarse en el inodoro. La tapa estaba levantada. Sintió que el estómago le daba un vuelco. Trató de recordar cuándo había sido la última vez que había ido a verla Dan, porque los días se habían desdibujado en su memoria. La puerta corredera de cristal seguía cerrada. Regresó a la sala de estar y entró en el comedor encendiendo las luces. Miró a la puerta que había al final de las escaleras de bajada: tenía el cierre echado hacia la derecha, como debía ser. Comprobó el armario empotrado que había cerca de la puerta principal y se asomó al exterior para asegurarse de que seguía allí el agente antes de dirigirse a la puerta de cristal que daba al patio y probarla para ver que, en efecto, también estaba cerrada. Después de asegurarse de que la planta de arriba estaba despejada, volvió al cuarto de baño. El agua de la taza estaba limpia. Se dijo que debía de haber sido Dan quien hubiese levantado la tapa. Al fin y al cabo, aquella casa era un fortín. Aun así, cuando se metió en la cama, volvió a colocar la Glock en la almohada.
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CAPÍTULO 22
A la mañana siguiente, Tracy y Kins entraron juntos al ascensor y subieron en él hasta la séptima planta. —Tienes más sueño que yo ojeras —dijo él dándole la vuelta a la frase que tantas veces se habían dicho. —Pues tú de ojeras vas bien servido. —Lo sé. Se dirigieron al cubículo del equipo A. Faz, siempre madrugador, los recibió con una sonrisa de oreja a oreja exclamando: —¡Mira lo que ha traído la marea! ¿Ya hemos empezado a divertirnos? —Yo diría más bien lo que ha devuelto el agua de la cisterna —repuso Kins. Tracy no había tenido siquiera tiempo de quitarse el abrigo cuando entró Johnny Nolasco para entregar a Kins la lista que habían elaborado él y su compañera y habían dejado en su mesa antes de salir para hablar con las bailarinas del Pink Palace. A juzgar por la cantidad de tinta roja que alcanzaban a ver, el capitán había tachado al menos la mitad de los nombres que habían propuesto para la unidad especial. —Ya os lo dije: tengo presupuesto para una unidad limitada. Este caso no va a ser como el de Ridgway, en el que había cincuenta inspectores buscando la famosa aguja del pajar. —Ni nosotros habíamos pedido tantos —respondió Tracy mientras tomaba la relación y la estudiaba—. ¿Cómo quiere que atrapemos a ese fulano? —Haciendo vuestro trabajo. La gente que hay en esa lista es responsabilidad vuestra: si uno de ellos la caga, la mierda os caerá a vosotros. Cuando se fue Nolasco, Faz, que había estado en silencio en su escritorio, se puso en pie y, subiéndose la cinturilla del pantalón, preguntó: —¿Estoy yo en la lista? —Si nos das tu currículo, a lo mejor nos lo pensamos —dijo Kins. —Te voy a dar mi currículo y la faja de mi abuela, Sparrow. —Sí que está tu nombre —le respondió Tracy. Faz sonrió. —Perfecto. —Pues debes de ser el único que se alegra —aseveró Kins. Habían consultado con un inspector que había trabajado en la unidad especial dedicada a dar caza al asesino del río Green, disuelta tras años de servicio, y que les había aconsejado elegir a personas capaces de soportar la presión psicológica de dar caza a un asesino por inescrutables que se volvieran las pistas y evitar a inspectores nuevos o que tuvieran hijos pequeños, pues el hecho de recibir una sola misión podía hacer que se estancara una carrera profesional y los mandamases del departamento www.lectulandia.com - Página 98
seguían obsesionados con la producción. También les advirtió que no debían diezmar ninguna unidad existente, dado que las investigaciones activas iban a recaer en el personal restante, lo que podía causar fricciones y no poca animosidad. —Yo sufro trastorno por déficit de atención —dijo Faz— y no puedo centrarme en más de una cosa a la vez. —Pues puede ser que te toquen unas cuantas —repuso Tracy agitando la relación de nombres—, porque nos va a faltar gente. —Ve tachando una: Del y yo hemos hablado de Veronica Watson con la compañía de los taxis naranjas. El conductor es un ruso llamado Oliver Azárov, que llegó al país hace solo dieciocho meses con su mujer y dos hijas. He hecho las comprobaciones necesarias y está limpio. Del y yo vamos a ir a verlo luego para ver qué puede decirnos. —¿Y la gente de los negocios cercanos sabe algo? —preguntó Kins. —Nadie vio nada. La tienda de la gasolinera que hay en la acera de enfrente tiene una cámara, pero solo enfoca la puerta. La de fuera es para los surtidores y tampoco llega a la entrada del motel. —Faz miró el reloj—. Voy a llamar a tráfico para averiguar qué cámaras tienen en los distintos moteles y solicitar las grabaciones de los días en que murieron Hansen, Schreiber y Watson. Tracy asintió, aunque sabía que aquellas imágenes no les iban a servir de nada si ignoraban qué vehículo concreto o qué matrícula debían localizar y, aun así, aquello iba a ser para volverse locos buscando.
Tracy y Kins dedicaron buena parte del día a informar a los integrantes de su unidad especial acerca de las tres víctimas, las pruebas con que contaban y los sospechosos, entre quienes se incluían Walter Gipson, Darrell Nash, Bradley Taggart y todos los empleados varones y los clientes del Pink Palace. —Eso reduce mucho la lista —comentó Faz. Repartieron el trabajo y pusieron manos a la obra. Mike Melton llamó a Tracy aquella misma tarde. —El ADN de la cuerda pertenece a Veronica Watson. No hay restos de nadie más. —Tal como sospechábamos. —Sin embargo, de la del campo de tiro hemos sacado tres perfiles distintos de ADN y de uno de ellos tenemos una coincidencia. —¿Cuál es la naturaleza de la coincidencia? —quiso saber la inspectora. —No lo sé. —Pero tendrás un nombre. —David Bankston. Ella le dio las gracias antes de colgar y giró su asiento hacia el escritorio de Kins. —Mike ha identificado el ADN de la cuerda del campo de tiro —anunció. Kins se volvió hacia su teclado. www.lectulandia.com - Página 99
—¿Te ha dicho el nombre? Tracy y Faz miraron por encima del hombro de Kins mientras él buscaba a David Bankston en el sistema. Ese hombre no tenía historial penal alguno ni órdenes de detención: figuraba en las bases de datos por haber servido en la Guardia Nacional. —Participó en la operación Tormenta del Desierto —anunció antes de dar con otra coincidencia y consultarla—. Parece que también fue alumno de la academia de policía. —¿Y qué le pasó? —quiso saber Tracy. —Aquí no dice nada. —Dicho esto, alcanzó el teléfono de su escritorio y, cinco minutos después, tenía la respuesta—: No terminó su formación, porque, al parecer, no consiguió superar las pruebas físicas. —Mierda. Como me las hagan pasar a mí… —dijo Faz. Según el funcionario con el que había hablado, los papeles de Bankston lo presentaban como un individuo de un metro ochenta de altura y ciento once kilos de peso: grande, aunque sin llegar a la obesidad. —Así que se va de la academia y se mete en el ejército —concluyó Kins—. Para salir «delgado y hecho una máquina de combate». —El pelotón chiflado —dijo Faz. —¿El pelotón chiflado? —preguntó Tracy. —Por favor, no me digas que no has visto El pelotón chiflado —dijo Kins. —Pues no, no la he visto, pero ¿a que adivino que es «un clásico»? Kins, que tenía tres hijos, sabía citar —y citaba a menudo— frases enteras de películas y series, muchas veces de lo más pueril que cupiera imaginar. Proclamaba orgulloso que había visto todos los capítulos de Seinfeld y de Cheers. —Pues claro. ¿O es que hay alguna película de Bill Murray que no sea un clásico? —intervino Faz. —Veo que no me he perdido gran cosa. —Murray es taxista —la ilustró Kins—. Su vida se está yendo a la mierda y decide alistarse en el ejército. Uno de los hombres de su sección es John Candy. A John Candy lo conoces, ¿verdad? —¿Ese no murió de obesidad? —¿Cómo es posible que sigamos siendo compañeros tú y yo? —Yo también me lo pregunto a veces. —Candy le cuenta que en la clínica le piden cuatrocientos pavos por el tratamiento para adelgazar y que por eso se había alistado, para salir de allí… Kins y Faz acabaron la frase al unísono: —«¡Delgado y hecho una máquina de combate!». —Todo un clásico —remató Tracy. —Casi nada, ¿eh, profe? ¿Quieres que vayamos Del y yo a hablar con ese fulano? —No, nos encargamos nosotros. ¿Hemos conseguido que se vea con cierta calidad el vídeo del estacionamiento del Pink Palace? www.lectulandia.com - Página 100
—Melton sigue en ello —dijo Faz—. La iluminación es una mierda y el coche en movimiento no ayuda a mejorar las cosas. Dice que va a ser casi imposible conseguir un mínimo de detalle. Espero que lo diga para dejar alto el listón y quedar bien cuando lo logre.
David Bankston trabajaba en un almacén de distribución de The Home Depot situado en Kent, donde, tal como señaló con tino Kins, podía acceder sin dificultad a cuanta cuerda desease. Tracy sintió vislumbres de optimismo por primera vez desde el momento en que entraron en la habitación de motel en que aguardaba el cadáver de Nicole Hansen. El encargado los llevó a través de una estructura de gran tamaño al aire libre llena de materiales de bricolaje hasta una zona ubicada en la parte de atrás del edificio y dotada de oficinas, un comedor, una sala de descanso para los empleados y aseos. Los condujo a un despacho de muebles chapados de roble y reproducciones de acuarelas y les presentó a Haari Rajput, supervisor de Bankston, que se puso en pie y los saludó con gran formalidad y les tendió una mano de aspecto delicado con la que, sin embargo, estrechó con firmeza las suyas. El encargado se despidió. —¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó Rajput en un inglés de acento muy marcado. Aquel hombre delgado y estrecho de hombros llevaba gafas de montura negra que, junto con el bigote espeso y la nariz voluminosa, hacían pensar en el típico disfraz de Groucho Marx de comercio barato. —Nos gustaría hablar con uno de sus empleados —dijo Tracy—. Se llama David Bankston y entendemos que hoy está en su puesto. El supervisor alargó el brazo para hacerse con el comunicador portátil que tenía sobre la mesa. —¿Con David? Sí, lo llamo. —Pero antes —lo atajó la inspectora levantando una mano— querríamos hacerle a usted algunas preguntas. Él interrumpió el gesto con aire preocupado. —¿Es usted el supervisor del señor Bankston? —preguntó ella con voz tranquila para que Rajput se relajara. —Sí. —¿Cuánto hace que trabaja aquí? —No lo sé; empezó antes que yo. Tendré que buscar su ficha. —Dicho esto, dejó su asiento y se dirigió al archivador situado tras su mesa. —Con una aproximación nos conformamos —dijo Tracy. —Varios años —respondió él mientras volvía a sentarse. —Tienen abierto las veinticuatro horas del día, ¿verdad? —Sí. —De modo que los empleados trabajan por turnos. www.lectulandia.com - Página 101
—Hay tres: mañana, tarde y noche. —¿En cuál trabaja el señor Bankston? Rajput se ajustó las gafas. —Depende. A veces trabaja de mañana, otras de tarde y otras de noche. Tracy señaló el reloj de fichar que había en la pared de al lado de la puerta y las tarjetas de color castaño claro dispuestas en sus correspondientes divisiones. —¿Cuánto tiempo guardan las tarjetas? —Varios meses. Se nos exige hacerlo así. —¿Esas son las de esta semana? —Sí. —¿Puedo ver la del señor Bankston? Rajput volvió a ponerse en pie para acercarse al reloj. Levantó las gafas para apoyarlas sobre sus cejas y se inclinó para buscar un cartón, sacarlo de su ranura y tendérselo a Tracy. —¿Qué horario comprende el turno de tarde? —quiso saber Kins, que se hizo cargo del interrogatorio mientras Tracy revisaba la ficha. El supervisor se colocó tras su mesa y tomó de nuevo asiento. —Desde las cuatro hasta la medianoche. —¿Qué clase de persona es David? —Es un buen empleado. Muy bueno. Nunca ha dado problemas. —Me refiero más bien a su personalidad. ¿Es callado, llama la atención…? ¿Qué carácter tiene? Rajput parecía tener la costumbre de levantar las palmas de las manos como si lo estuvieran arrestando. —Es buena persona. Casi no se le escucha: hace su trabajo sin causar ningún problema. —¿Soltero, casado…? —prosiguió el inspector. —Casado, con dos personas a su cargo. —Porque tiene un hijo. Rajput respondió con un simple gesto de asentimiento. Tracy enseñó entonces la tarjeta a Kins: Bankston había salido poco después de la medianoche los días que asesinaron a Angela Schreiber y a Veronica Watson. Casi nada, como habría dicho Faz. —¿Trabaja el señor Bankston en algún departamento concreto? —preguntó Tracy. —No, en ninguno: los empleados trabajan en todas las secciones. —Electricidad, fontanería, material de construcción… ¿Podría estar cargando y descargando género en cualquiera de esos departamentos, según lo que salga o entre un día concreto? —Sí, en efecto. —¿Y a qué establecimientos de The Home Depot distribuye este almacén? —A todos los del estrecho de Puget. www.lectulandia.com - Página 102
—¿De cuántos estamos hablando? —De veinticuatro. Muchos. Demasiadas facturas para poner a nadie a buscar una venta de cuerda de polipropileno con torsión en Z. —¿Pueden comprar artículos aquí los empleados? —Claro, tienen su propio descuento. —¿Cómo funciona eso? ¿Cómo se les hace el descuento? —Los equipos informáticos hacen un seguimiento del número de identificación de todos los empleados, que hay que introducir con cada compra para que se aplique el descuento. —O sea, que también se registra la venta aunque el empleado haya pagado en metálico… —Si ha solicitado el descuento, sí. Tracy miró a Kins, que asintió con un gesto. —¿Podemos usar su despacho para hablar con el señor Bankston? —preguntó Tracy. —Claro, por favor. —Rajput se dirigió a la puerta—. Voy a buscarlo. —No —dijo ella, que no quería dejar al supervisor solo con el sospechoso ni un momento. Señaló el comunicador y pidió—: Llámelo, por favor, pero no le diga por qué quiere verlo. Rajput arrugó la frente. Sin embargo, tomó el transmisor y presionó un botón. El aparato emitió una melodía breve. —¿David? Tras un momento de silencio oyeron una voz masculina decir: —¿Sí? —¿Puedes venir a mi despacho, por favor? —¿Es urgente? Es que estoy descargando un palé. Tracy le indicó con un gesto que corría prisa. —Ven, por favor —dijo el supervisor—. Ya acabarás luego con el palé. A la inspectora le pareció oír un suspiro. —Está bien, voy. Kins devolvió a su lugar la tarjeta de Bankston, cuya llegada aguardaron todos sumidos en un silencio incómodo. —¿Puedo ofrecerles café o té? —dijo Rajput. Tracy y Kins declinaron la proposición. David Bankston llamó a la puerta, que no estaba cerrada. Miró a Rajput y, a continuación, a Tracy y a Kins, y mudó su gesto de indiferencia aburrida por una expresión de desasosiego. —Pasa, David —dijo Rajput—. No te preocupes. El recién llegado entró sin parecer muy convencido. Se ajustó las gafas de recia montura negra que le daban cierto aire de intelectual aplicado a pesar del cabello www.lectulandia.com - Página 103
desgreñado de color castaño rojizo y una barba no mucho más cuidada. —David, estos señores son la inspectora Crosswhite y el inspector Rowe, de la policía de Seattle, y quieren hacerte unas preguntas. —¿Sobre qué? —¿Quieren que me vaya? —quiso saber Rajput. —Sí, por favor —dijo Tracy. Los dos le dieron las gracias mientras salía y Kins cerró la puerta a continuación. Pese al metro ochenta que afirmaban que medía los papeles de la academia, la suela gruesa de sus botas de trabajo hacía que no necesitase alzar la vista para mirar a los ojos a Kins, cuya altura era de uno noventa. Llevaba los vaqueros ajustados a una panza pronunciada y una faja naranja y negra que más semejaba un arnés. —Siéntese —dijo Tracy señalando una de las dos sillas que había a su lado de la mesa. Bankston vaciló un instante antes de obedecer. Ella giró entonces su asiento para encararlo y Kins sacó el sillón de detrás del escritorio y se sentó al lado de su compañera. —¿Podemos tutearte? —preguntó Tracy. —Sí. —Bankston no dejaba de moverse con aire nervioso, como si le resultara imposible ponerse cómodo. Entonces, con una sonrisa avergonzada, preguntó—: ¿Qué pasa? —Estamos investigando la muerte reciente de tres mujeres en Seattle, David. ¿Has oído algo al respecto? El interpelado arrugó el sobrecejo. —Sí, creo que he leído algo en el periódico… o quizás en el telediario. —No pareces muy convencido —dijo Tracy. —A ver, sé que he oído algo, pero no recuerdo dónde. —¿Y qué has oído o leído? Es por no repetir nada y así no hacerte perder el tiempo. Bankston dio entonces la impresión de estar estudiando un punto de la moqueta. —Pues solo eso: que las mataron. —¿Nada más? Él se encogió de hombros con gesto inseguro. —Eso creo. Al menos, no recuerdo nada más. Creo que eran prostitutas, ¿verdad? Kins metió una mano en su chaqueta y colocó sobre la mesa sendas fotografías de Nicole Hansen, Angela Schreiber y Veronica Watson. Bankston se inclinó hacia delante y levantó las gafas para verlas con más detenimiento. Tracy lo observó fijamente en busca de algún gesto que revelase que las reconocía, pero no vio nada alarmante en su conducta. —¿Reconoces a alguna de las mujeres de estas fotografías? —preguntó Kins. —No. —¿Y te dicen algo sus nombres? Se llamaban Nicole Hansen, Angela Schreiber y www.lectulandia.com - Página 104
Veronica Watson. Él negó con la cabeza. —No —repitió con voz suave—. No le presté demasiada atención, ¿saben? Kins recogió de nuevo los retratos. —Está bien, gracias. ¿Podemos hacerte unas preguntas sobre tu trabajo? —Claro. —El género que cargas y descargas… supongo que se trata del mismo material que puedo encontrar yo en el Home Depot de mi barrio, ¿no? —Casi. —Bankston se pellizcó las cutículas de las uñas, que Tracy no pasó por alto que tenía mordidas. —Veo que no llevas guantes —dijo Kins. Bankston cambió de postura para llevar una mano a la altura de sus riñones y sacar un par de guantes de trabajo negros y amarillos. —Me los acabo de quitar. —¿Los llevas normalmente? —preguntó el inspector. —Sí, aunque no siempre. —¿Cuándo te los quitas? Él soltó un suspiro. —En los descansos, para comer… A veces se me olvida volver a ponérmelos, hasta que digo: «¡Anda, los guantes!». —Remató la frase con otra sonrisa nerviosa. —Hiciste el turno de tarde el domingo y anoche, ¿verdad? —dijo Tracy. Bankston, sin dejar de moverse, se inclinó hacia atrás y clavó la mirada en el techo. —Mmm… Sí, creo que sí. A veces me lío. Como cambia tanto… —Otra sonrisita. —¿A qué hora acaba ese turno? —A medianoche. —¿Qué hiciste después de salir? Él se encogió de hombros. —Pues irme a casa. —¿Estás casado, David? La pregunta de Tracy hizo que cambiara al instante de actitud. Se irguió en el asiento y dijo con aire de haberse puesto a la defensiva: —¿Por qué quieren saber si estoy casado? —Solo me estaba preguntando si habría alguien en casa cuando llegaste. —Ah. Pues… no. —¿No vives con nadie? —Ella estaba trabajando. —¿Tu mujer? —Sí. —¿A qué se dedica? —quiso saber Tracy. www.lectulandia.com - Página 105
—Trabaja en una empresa que limpia edificios del centro. —¿Hace turnos de noche? —preguntó Kins. —Sí. —¿Tienes hijos? —dijo Tracy. —Una niña. —¿Quién la cuida cuando estáis los dos de noche? —Mi suegra. —¿Se queda en vuestra casa? —preguntó la inspectora. —No, mi mujer la deja en la suya de camino a su trabajo. —Conque no había nadie en casa cuando llegaste la noche del domingo. Bankston meneó la cabeza. —No. —Volvió a enderezarse—. ¿Puedo hacerles una pregunta? —Por supuesto. —¿Por qué me están preguntando todo esto? —Es justo que lo sepas —dijo Kins, que miró a Tracy antes de contestar—: Uno de nuestros laboratorios ha encontrado muestras de tu ADN en un trozo de cuerda que dejaron en el lugar de los hechos de uno de los asesinatos. —¿Mi ADN? —Hemos podido identificarlo porque estaba en nuestra base de datos gracias a que hiciste el servicio militar. Al hallar la coincidencia en el programa informático, no tenemos más remedio que seguir la pista y llegar al fondo de la cuestión. —¿Qué piensas al respecto? —le dijo la inspectora. Él entornó los ojos. —Supongo que tuve que tocarla cuando no llevaba guantes. Tracy miró a su compañero y ambos hicieron un gesto que parecía significar: «Resulta verosímil». Aquello era un punto a favor de Bankston, pero el instinto de Tracy le decía otra cosa. —Teníamos la esperanza —señaló Tracy— de que hubiese un modo de determinar en qué establecimiento pudo acabar esa cuerda. —De eso no tengo ni idea —dijo él. —¿No tenéis un registro de adónde se envía el género? Lo que quiero decir es si hay algún modo de que podamos atribuir un trozo de cuerda a una remesa concreta procedente de este almacén. —No lo sé. Yo, desde luego, no sabría hacerlo. Eso es cosa de informática y yo no soy más que un obrero, ¿sabe? —¿A qué te dedicabas en el ejército? —quiso saber Kins. —Estaba en un destacamento de avanzada. —¿Y cuál es la función de un destacamento de avanzada? —Montar las bases. —¿Qué supone eso? —Echar cemento y levantar los edificios de muros prefabricados y las tiendas. www.lectulandia.com - Página 106
—Entonces, ¿no combatiste? —No. —Las tiendas de las que hablas ¿qué son, como esas carpas grandes de circo? — preguntó Tracy. —Algo así. —¿Todavía las sostienen con piquetas y cuerdas? —Sí. —¿Y eso formaba parte de tu trabajo? —Sí, claro. —Está bien. Mira, David —dijo la inspectora—: sé que estuviste en la academia de policía. —¿Sí? —Nos lo ha dicho el sistema informático. Por lo tanto, sabrás que nuestra labor consiste tanto o más en eliminar sospechosos que en dar con ellos. —Ya. —Y que tenemos tu ADN en un trozo de cuerda que hemos encontrado en el lugar de los hechos. —Lo sé. —Por lo tanto, tengo que preguntarte si estás dispuesto a venir con nosotros y ayudarnos a descartarte. —¿Ahora? —No, cuando acabes de trabajar. Cuando te venga bien. Bankston lo pensó. —Supongo que podría acercarme cuando salga. Acabo a las cuatro más o menos. Tendré que avisar a mi mujer. —A las cuatro está bien —dijo Tracy. Seguía intentando tomarle el pulso. Parecía nervioso, lo que no era extraño cuando se presentaban en el puesto de trabajo de uno dos inspectores de homicidios para hacer preguntas; pero también daba la impresión de estar disfrutando con el interrogatorio, cosa que, por otra parte, podía deberse a que quizá siguiera aspirando a ser policía y era de esos tipos que escuchaban las frecuencias de la policía y los bomberos y se dejaba llevar por los espectáculos policiales. Sin embargo, su conducta no era lo único que le daba en qué pensar: no podía pasar por alto que había tocado aquella cuerda, que su tarjeta de fichar dejaba claro que había podido matar al menos a Schreiber y a Watson y que no tenía coartada para ninguna de aquellas noches, pues su mujer estaba trabajando y su hija en casa de su abuela. Haría que Faz y Del enseñaran la fotografía de Bankston en el Dancing Bare y el Pink Palace para ver si lo reconocía alguien, además de dar su nombre a tráfico para determinar qué vehículo conducía. —¿Qué tendría que hacer… para quedar libre de sospecha? —Nos gustaría que te sometieras al detector de mentiras. Te harán preguntas del estilo a las que acabas de respondernos a nosotros: a qué te dedicas, en qué consiste www.lectulandia.com - Página 107
tu trabajo… Cosas así. —¿Será usted quien me haga la prueba? —No —dijo ella—. Para eso habrá que llamar a un especialista, pero tanto el inspector Row como yo estaremos presentes para ayudarte. —De acuerdo, pero, como ya le he dicho, tengo que llamar a mi mujer. —Hay que aclarar la situación con la jefa —dijo Kins sonriendo—. Sé de lo que estamos hablando. David Bankston los observó con la mirada ausente.
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CAPÍTULO 23
Tracy y Kins se reunieron con Faz y Del, cada uno de los cuales llevaba dos cajas de material, en la segunda planta del juzgado de condado de King. Bajaron por una escalera interior a un piso poco transitado al que llamaban 1-A y Tracy los llevó por un pasillo ante una puerta cerrada que abrió con llave. Entraron a un tramo más corto de escalera metálica que daba a un rellano situado ante una puerta de metal. Sus pasos resonaban como si recorriesen las entrañas de un barco. —¿No tenéis la sensación de estar en un submarino? —dijo Faz mirando las cañerías que recorrían el techo y ascendían la pared en vertical. Tracy tiró de la puerta de metal, entró y encendió la luz. La sala, de poco más de seis por seis metros, parecía un búnker de hormigón. El techo era bajo y los tubos fluorescentes parpadeaban sobre media docena de mesas muy castigadas. Los muros estaban sembrados de agujeros allí donde habían estado los mapas, los diagramas y los retratos de las víctimas y los sospechosos en los años setenta, durante la búsqueda del primer asesino en serie famoso de la costa noroeste del Pacífico: Ted Bundy. —Encantador —dijo Del desde el rellano. —Así que —comentó Kins al entrar— esta es la sala Bundy, de tan infausta memoria. A Tracy le habían hablado de aquel lugar al pedir un lugar privado que limitase las probabilidades de que se filtrara información relativa a los avances —o falta de ellos— de la investigación. Era tan pequeña y deprimente como afirmaban los rumores, si bien, al menos, tenía dos ventanas con marco de madera que proporcionaban un mínimo de luz natural. Kins comprobó su teléfono. —Tenemos cobertura, conque podemos informar de que seguimos con vida. —¡Mueve el trasero, Fazzio —exclamó Del—, o suelto las cajas aquí mismo! Faz, pálido, no acababa de atreverse a dejar el rellano. —Esta habitación tiene un mal fario… —sentenció. —¿Te dan miedo los fantasmas? —Del pasó a su lado y dejó sus dos cajas sobre una de las mesas. La cabeza le quedaba a una distancia escasísima de los fluorescentes—. ¿Quieres que te dejemos la luz encendida? El otro, sin convencerse del todo, dio un paso al frente y Tracy recordó en ese momento que en cierta ocasión confesó que sufría claustrofobia. —Digamos que les tengo un sano respeto a los muertos. Esta sala ha visto demasiada maldad. —¿Por qué no te quedas con una mesa de las que tienen ventana? —propuso Tracy. —No me lo vas a tener que decir dos veces, profesora. www.lectulandia.com - Página 109
Kins cerró la puerta. —Hogar, dulce hogar. Por lo menos aquí no hay ruido. Quizá la había puesto nerviosa el comentario acerca del mal del que había sido testigo la sala o tal vez sufría también ella cierto grado de claustrofobia, pero lo cierto es que, al cerrar la puerta Kins, Tracy sintió que se le erizaba el vello de los brazos. En el interior se hizo un silencio espeluznante, roto solo por el zumbido y los chasquidos de los tubos fluorescentes, y el aire, viciado, olía a polvo húmedo de cemento. —Vamos a dejar abierto —dijo mientras apuntalaba la puerta con una silla. Usaron uno de los muros para fijar con chinchetas y con celo las fotografías de las víctimas, los sospechosos y las habitaciones en las que habían aparecido las muchachas, así como imágenes aéreas de la ubicación de los moteles con respecto a los diversos Pink Palace. Al ser su primer día, Tracy mandó pedir pizza y ensalada, con lo que mejoró de inmediato el humor de Faz. Comieron en una de las mesas mientras un técnico instalaba teléfonos y equipos informáticos. —El taxista dice que recogió a Veronica Watson sola en el Pink Palace y la dejó en la puerta misma de la recepción del motel —dijo Faz—. No recuerda haber visto a nadie que estuviera esperándola allí, aunque también reconoce que apenas se detuvo. En la centralita confirman que recibió otra llamada y fue a buscar a un cliente a dos manzanas de allí y los recibos dan fe de que estuvo ocupado la mayor parte de lo que quedaba de la noche. —¿La había llevado antes? —preguntó Tracy ensartando un trozo de lechuga con el tenedor de plástico. —Que él recuerde, no; pero tampoco domina mucho el idioma. —Tú tampoco es que lo hables muy bien —lo zahirió Del. —Claro, como el señorito usa el inglés de la reina… —Bankston va a venir esta tarde a enfrentarse al detector de mentiras —anunció la inspectora—. Cuando se vaya, quiero que lo sigáis. Solo un par de noches, a ver adónde va. —¿Por qué? —preguntó Faz. —Su tarjeta de fichar indica que salió a medianoche cuando mataron a Schreiber y Watson. Estamos haciendo lo posible por que nos den la de la noche en que asesinaron a Hansen. Haz un montaje con su foto y enséñala en el Dancing Bare y el Pink Palace por si alguien lo recuerda. Faz lo apuntó todo en un cuadernillo de espiral antes de hacerse con otra porción de pizza. En ese momento oyeron pasos en la escalera metálica y vieron asomar la cabeza de Ron Mayweather con gesto de no tener claro si había acertado con el lugar… o si quería estar allí. —Un sitio encantador —dijo—. ¿No estaba disponible el depósito de cadáveres? —Bienvenido a casa, Kotter —respondió Faz—. Tus sueños fueron tu billete de ida… www.lectulandia.com - Página 110
En el departamento no era fácil librarse de un apodo, sobre todo si era bueno. Alguien había visto una reposición a altas horas de la noche de Welcome Back, Kotter y había pensado que Mayweather, con sus rizos morenos y su bigotazo, era clavado a Gabe Kaplan, el protagonista de la serie. Él, por supuesto, lo odiaba. —Ha llamado Barney Miller, Faz. Pregunta que cuándo le piensas devolver los pantalones de pinzas y los mocasines. Del soltó una risotada. El recién llegado soltó su mochila y se lanzó sobre la pizza. —¿Ha habido suerte? —preguntó Tracy. Le había pedido que averiguase si había algún modo de rastrear un envío de cuerda del almacén de Kent a un establecimiento concreto de The Home Depot. —Puede que sí. Todavía estoy en ello. El caso es que todo lo que entra y sale de ese almacén queda registrado con un código de barras. —¿Y es posible distinguir entre las diferentes clases de cuerda? —Todavía no lo sé. Estoy esperando a que me llame un tipo. ¿Tenemos teléfono? —Casi —respondió Kins—. De momento vas a tener que usar el tuyo, porque hay cobertura. —El supervisor dice que puede dar cuenta de las compras mediante el número de identificación de los empleados —lo informó Tracy—. Mira a ver si puedes conseguir un registro de las que ha hecho en los últimos seis meses uno llamado David Bankston. Mayweather apuntó el nombre y, mochila en mano, se fue con su trozo de pizza a una de las mesas restantes. Kins se puso en pie y echó su plato de papel en la papelera. —Voy a llamar al jefe de Taggart para ver si ha ido al trabajo. Entonces sonó el teléfono de la mesa de Tracy. —Ya tenemos línea —anunció mientras descolgaba—. Inspectora Crosswhite. —Inspectora, soy David Bankston. Ella miró la hora. —Sí, David. Gracias por llamar. Kins la miró y ella asintió. —Sí. Mmm… Al final me va a ser imposible ir hoy. —¿De verdad? —Tracy meneó la cabeza para hacer ver a Kins que Bankston se había echado atrás. —Mi suegra no se encuentra bien y no va a poder quedarse con mi hija, así que tengo que volver a casa. —¿No está tu mujer? El otro guardó silencio un instante antes de proseguir: —La han llamado esta mañana, por eso se puso en contacto con su madre: para llevarle a la niña hasta que yo volviera de trabajar. —¿Y mañana? www.lectulandia.com - Página 111
—Mañana no puedo: tengo que quedarme con mi hija y luego me toca turno de noche. —¿Qué día te viene bien? De veras que estamos deseando tacharte de la lista de sospechosos. —Tendré que volver a llamar cuando vea cómo tengo el calendario y hable con mi mujer. —¿Me llamarás mañana? —Sí, claro. O sea: lo intentaré. Ahora tengo que colgar, que sigo en el trabajo y no nos dejan hacer llamadas personales. —Con esto colgó Bankston. Tracy miró a Kins. —Dice que no puede venir, que tiene que cuidar a su hija. —Se habrá imaginado que no solo queremos sacarlo de la lista…
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CAPÍTULO 24
El último jefe conocido de Bradley Taggart informó a Kins de que este había llamado para dejarlo y pidió el finiquito. —Él se ofreció a enviárselo por correo, pero Taggart dijo que se pasaría personalmente a recogerlo —comunicó a Tracy su compañero. —¿Dijo cuándo? —Esta tarde. Lo hemos perdido por muy poco. Su antiguo jefe dice que iba puesto de lo que fuese y que se alegra de haberse librado de él. Lo definió como un fulano «tétrico». —¿Y tenía idea de adónde iba? —No, pero uno de los tipos de la tienda dice que cuando recibía la paga se iba a beber a un local de la Pioneer Square llamado The Last Shot. —Puede que todavía demos con él.
El local, situado en uno de los edificios bajos de ladrillo de la Primera Avenida, empezaba a dar muestras de que iba a estar bastante concurrido para no ser fin de semana. Había clientes bebiendo cerveza en los asientos corridos y jugando al billar en el espacio alargado y angosto que quedaba más allá de la barra. Tracy reconoció a Taggart por la fotografía de su permiso de conducir. Estaba sentado en un taburete, bebiendo algo de color ámbar y con una botella de Budweiser. Tenía la atención puesta en lo alto, en una carrera de motocrós que transmitían en uno de los televisores, contemplando a los participantes derrapar y deslizarse por la pista. Su pose de tipo duro se hacía evidente, pese a su constitución escasa, en su vestimenta: chaleco de cuero negro, botas negras de motorista y vaqueros negros con el bolsillo trasero izquierdo bien desgastado por su afición al tabaco de mascar. Tracy advirtió que llevaba al cinturón la funda de un cuchillo. Regresó al exterior para hablar de la situación con Kins, que había estacionado en doble fila, mientras esperaban refuerzos. Minutos más tarde llegaron dos coches patrulla y Tracy apostó a uno en el callejón trasero del edificio y al otro en la esquina, donde no alcanzase a verlo quien pudiera estar vigilando a través de los cristales de The Last Shot. A continuación entró con su compañero en el bar y fue a ocupar un taburete situado a la derecha de su objetivo, a cierta distancia de él. Los taburetes que estaban a la izquierda de Taggart se hallaban ocupados por una pareja, de modo que Kins se sentó al fondo de la barra, cerca de la salida trasera. —¿Bradley Taggart? —dijo Tracy. Él la miró con gesto frío y tomó la botella de cerveza. Tenía los ojos vidriosos y www.lectulandia.com - Página 113
no dejaba de agitar una pierna bajo la barra: necesitaba una dosis ya o estaba saliendo de los efectos de una. —¿Quién me busca? —Se llevó la botella a los labios. Por sus antebrazos corrían coloridos tatuajes de lenguas de fuego y en el bíceps derecho lucía uno de una daga de la que caían gotas de sangre. Tracy le mostró su placa y su identificación y él sonrió con aire de suficiencia y volvió a dirigir la mirada al motocrós. Sin embargo, por el modo en que se había deslizado hacia delante en el taburete para acercar las botas al suelo supo que estaba pensando en echar a correr. —Hay un agente al fondo y dos más en la puerta —le advirtió. Él miró hacia donde estaba Kins, que se había puesto en pie. —¿Y qué? —Pues que voy a pedirte que pongas las manos en la barra, donde pueda verlas. —¿Por qué, si no voy a hacer nada? —Tienes una orden de detención pendiente. —Mentira. Taggart tenía la costumbre de pasarse la mano por el pelo. —Te has saltado una comparecencia después de una condena por posesión. —Mi abogado se ha ocupado ya de eso. —Pues parece que no lo ha hecho muy bien. También has violado la condicional al dejar el trabajo. —Puede ser que haya encontrado uno mejor. —Pues deberías habérselo contado a tu agente de la condicional, porque sigues teniendo esa orden pendiente. Taggart volvió a beber de la botella. —Quiero un abogado. —¿No me has dicho que ya tienes uno? —Pero quiero otro. —Esas gestiones tendrás que hacerlas cuando te fichen. ¿Dónde has estado estos dos últimos días? —De luto. Así no iban a acabar nunca. —En fin, ¿se lo ha pensado ya, señor Taggart? Él cambió la botella por el vaso. —Todavía no me he acabado lo que había pedido. —Pues tendrás que dejarlo para otro día. Taggart apuró el líquido de un trago y la miró desafiante. —¿Alguna predicción más? —Sí: vas a salir de aquí esposado. Tú decides si quieres ir de pie o prefieres que te arrastre de una oreja. —¿No tendrás ninguna acusación federal pendiente por brutalidad policial? www.lectulandia.com - Página 114
—Te voy a pedir otra vez que pongas las manos sobre la barra. Tienes una orden de detención pendiente y, por lo tanto, me asiste el derecho legal de llevarte a comisaría. —¿Piensa cachearme, señora agente? —Le guiñó un ojo—. Porque tiene que saber que tengo escondida una cosa muy peligrosa aquí, en el pantalón… Ella llamó con un gesto a Kins y este se acercó. Taggart miró por encima del hombro y dejó la botella en la barra con un suspiro. Acto seguido levantó los brazos con gesto exagerado y los dejó caer sobre la barra haciendo ruido para llamar la atención. La pareja que ocupaba los taburetes situados a su izquierda se apartó enseguida. Tracy se colocó tras él y pasó un brazo por su costado derecho, le colocó una manilla de las esposas justo por debajo de una pulsera de plata con forma de serpiente que tenía dos piedras rojas por ojos. En el momento en que tiraba de la mano de Taggart para ponerla tras su espalda, este hizo girar el taburete y, haciendo un movimiento rápido con la izquierda, fue a asir la entrepierna de la inspectora. Ella, sobresaltada, le asestó un codazo de forma instintiva en la mejilla y oyó crujir el hueso. Acto seguido, lo agarró de la nuca y le estampó la cabeza contra la barra. Kins intervino con rapidez y se sirvió del peso de su cuerpo para ayudar a inmovilizar a Taggart, que se puso a forcejear y a echar pestes en rápida sucesión. —Lo habéis visto todos, ¿verdad? ¡Yo no he hecho nada! ¡Esto es abuso de autoridad! —La sangre que le salía de la nariz teñía sus dientes de rojo. —¡Eh! —El de la barra, ausente al parecer hasta entonces, había vuelto a ocupar su puesto—. ¿De verdad hacía falta llegar a esto? Tracy se las compuso para colocarle también el brazo izquierdo tras la espalda y acabar de esposarlo. Le quitó el cuchillo que llevaba en el cinturón y se lo dio a uno de los agentes, que había entrado a ayudarlos, antes de cachearlo por si llevaba más armas. Al no encontrar ninguna, le dijo: —Levántate. Tiró de él para obligarlo a abandonar el asiento, pero Taggart seguía resistiéndose y se escurrió con la sangre y la cerveza derramada. Antes de que pudieran ponerlo derecho Tracy y Kins, cayó al suelo y golpeó las baldosas con la cabeza. —¿De verdad hay que llegar a esto? —insistió el de la barra. —¡Quiero un abogado! —gritó Taggart desde el suelo—. ¡Lo habéis visto todos! ¡Brutalidad policial! El altercado había atraído la atención de la concurrencia, lo cual nunca es bueno, y estaba empezando a animarse, dejando claro a voces que desaprobaba lo ocurrido y soltando toda clase de improperios. Los inspectores, al ver que la situación estaba a punto de empeorar aún más, levantaron y sacaron de inmediato por la puerta trasera al detenido, que no dejaba de patalear ni de chillar, para meterlo en el coche patrulla que los esperaba.
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CAPÍTULO 25
Decidieron dejar que a Taggart se le bajasen los humos en una celda de la cárcel de condado de King. Teniendo en cuenta el comportamiento que había tenido en el asiento trasero del coche patrulla y durante su ingreso, Tracy supuso que bien podía tardar una semana. Mucho menos hizo falta, claro, para que cundiera en la Sección de Crímenes Violentos la voz de lo ocurrido en el bar. Billy la llamó para darle la noticia de que Nolasco quería verla en su despacho y no parecía muy contento. Tracy no abrigaba esperanzas de recibir ninguna muestra de solidaridad del hombre que en cierta ocasión le había agarrado un pecho para demostrar cómo se cacheaba a un detenido ante una sala llena de cadetes. Kins la acompañó, aunque, en realidad, no había llegado a ver la agresión de Taggart a Tracy, porque este había hecho girar su taburete y, por lo tanto, solo había sido testigo de la respuesta de su compañera. Aunque las persianas venecianas estaban echadas, el capitán tenía abierta la puerta del despacho. Estaba sentado, hablando por teléfono, y al alzar la vista para mirarlos, le vieron el rostro encendido y la mandíbula apretada. Señaló con vehemencia las dos sillas que tenía delante y que los recién llegados ocuparon en el acto. —Sí, señor. Lo entiendo. Sí, lo haré —dijo antes de colgar. Se tomó unos instantes para pasarse la mano por la cara antes de dirigirse a ellos con los ojos inyectados en sangre—. Decidme, por favor, que no le habéis partido la nariz a un hombre en un bar lleno de testigos. —A un sospechoso —puntualizó Tracy. Nolasco bajó las manos. —¿Qué? —Que le he partido la nariz a un sospechoso en un bar lleno de testigos. —¿Te estás quedando conmigo, Crosswhite? El fulano ese no deja de decir a gritos que va a llevarnos a juicio. —Lo sabemos: hemos estado con él. —Claro, y también sabéis que hemos recibido ya cinco llamadas y que ninguna ha sido para defenderte. Dicen que le golpeaste la cara contra la barra y después le pusiste la zancadilla para que se diera de bruces con el suelo. —Así no fue, capitán —intercedió Kins—. Fue él quien le hizo tocamientos. —Eso quiero oírlo de ella, Sparrow. Tú ya tendrás ocasión de redactar un informe. Y créeme que lo vas a tener que hacer, porque te garantizo, por mis pelotas, que la Oficina de Responsabilidad Profesional me van a joder vivo por esto. De hecho, ¿qué pintas tú aquí? Fuera. —Con su permiso, capitán —respondió él—, creo que puedo corroborar… —Ese es el problema, Sparrow: que no quiero que corrobores una mierda, porque, www.lectulandia.com - Página 116
si abren una investigación, dirán que no has hecho más que repetir como un loro lo que cuente ella aquí. Conque sal de aquí y ponte a hacer un informe. Kins se puso en pie, miró a Tracy y se dispuso a marcharse. —Y cierra la puerta —ordenó Nolasco, que esperó a que lo hubiese hecho para decir—: ¿Sabes quién era el del teléfono? —No, capitán. —Martínez. Me ha llamado para hacerme saber que, con el informe del Departamento de Justicia pendiente aún sobre nuestras cabezas, no se nos podía haber ocurrido un momento menos oportuno para hacer algo así. ¿Qué se supone que tengo que decirle? —Dígale que Taggart se resistió cuando fuimos a detenerlo. —¿Quién es Taggart? —El novio de Veronica Watson. Su jefe nos dijo que solía ir a beber a un bar de la Pioneer Square. Miramos su ficha y vimos que tenía una orden judicial pendiente y se estaba saltando la libertad condicional al dejar su trabajo. Le pedí tres veces que pusiera las manos sobre la barra. Le dije que tenía intención de salir del bar con él y que podía elegir entre acompañarme con las manos esposadas o a rastras. Entonces puso las manos sobre la barra. —O sea, que obedeció. —No. —Pero acabas de decir que puso las manos sobre la barra. —Sí, y llegué a esposarle la derecha. Pero él giró el taburete y me agarró. —¿Cómo que te agarró? —Me agarró la entrepierna. —¿Iba armado? —Llevaba un cuchillo. —¿En la mano? —No. —¿Tienes alguna lesión física? —No, capitán. —Y no lo vio nadie. —Eso tendrá que preguntárselo a ellos. —El camarero dice que te vio estamparle la cabeza contra la barra. —El camarero no apareció hasta después de que me agarrase Taggart. —Pero es verdad que le estampaste la cabeza contra la barra. —Tuve que inmovilizarlo con una llave. —¿Y cómo dio con la cabeza en el suelo? —Se escurrió cuando lo bajamos del taburete. —¿Y no fue capaz de sujetarlo nadie? —Parece que no. Nolasco se pasó la mano por el pelo. www.lectulandia.com - Página 117
—Con la que nos está cayendo, ¿no fuiste capaz de dominar tu carácter? —Mi carácter no tiene nada que ver. Fue él el que provocó el altercado. Llevaba un cuchillo en el cinturón y me dijo que tenía una pistola en la parte delantera de los pantalones. El capitán se inclinó hacia delante. —¿Y era verdad? —No. —¿Algo más? —No, capitán. Él la miró fijamente. —Sé muy bien lo que estás pensando. —No estoy pensando nada, capitán. —Crees que no voy a dar la cara por ti. —No se me había pasado por la cabeza. —Pues que sepas que no te lo voy a poner tan fácil. —No lo entiendo, señor. —Querías dirigir la investigación sobre el Cowboy y ahora no vas a librarte. —Yo no he pedido eso. —Porque, cuando la cagues con la unidad especial, no podrás echarme la culpa y decir que te tengo manía por lo que pasó hace veinte años. Conque era eso. Por eso la había apoyado para que estuviese al frente de la investigación y le había dado una unidad especial reducida a la mínima expresión: quería verla fracasar y ver convertido cada uno de los asesinatos del Cowboy en una mancha en su expediente. —¿Hemos acabado? —preguntó. —Sí: haré saber a los de la Oficina de Responsabilidad Profesional dónde pueden encontrarte.
Cuando pasó por el cubículo, se sorprendió al reparar en la caja marrón de mudanzas que descansaba sobre su mesa, si bien su desconcierto se disipó de inmediato cuando vio el nombre que había escrito bajo el número identificativo: Beth Stinson. La recogió, tomó las escaleras que llevaban al garaje y la depositó en la cabina de su camioneta antes de regresar a la sala Bundy. Kins, ocupado con el teléfono de su escritorio, puso fin a la conversación al verla entrar. —Luego te llamo —dijo—. Sí, hablaré con él cuando vuelva a casa. No lo sé: espero que no muy tarde. —¿Va todo bien? —preguntó ella al verlo colgar. Por el tono de voz sabía que la del otro lado de la línea tenía que ser Shannah. —¿Qué? www.lectulandia.com - Página 118
—Que si va todo bien en casa. —Eric está suspendiendo álgebra. —Pensaba que se le daban bien las mates. —Y así es. No sabemos qué le pasa. Pensamos que a lo mejor es que tiene novia. ¿Cómo te ha ido con Nolasco? Tracy dejó el bolso en el último cajón de su mesa. —Me ha puesto las orejas coloradas y me ha dejado claro que estoy pisando un terreno muy delicado. ¿Por qué no le buscas un profesor particular? —Es lo que estábamos viendo, pero es que no son nada baratos. ¿Vas a hablar con el sindicato? —No lo sé. —Si va a haber una investigación, deberías buscar quien te represente. —¿Tenemos ya equipos informáticos? —Movió el ratón y vio aparecer en el monitor el salvapantallas de siempre de ventanas al viento. —¿Tracy? Tal vez fuera por orgullo, pero lo cierto es que Tracy no quería revelar a su compañero que solo le habían dado el mando de la unidad porque Nolasco quería verla fracasar y mandar su carrera profesional al retrete: deseaba que Kins y los demás pensasen que se lo había ganado por propios méritos. —Nolasco dice que me va a apoyar. Kins se metió las manos en los bolsillos de los pantalones mientras la estudiaba. —¿Eso ha dicho? —Eso ha dicho. —Tracy se encogió de hombros—. A mí también me ha sorprendido. —¿Y nada más? —Sí, me ha preguntado cuándo vamos a atrapar a ese malnacido.
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CAPÍTULO 26
Una leve llovizna golpeaba el parabrisas del vehículo de Tracy cuando salió del estacionamiento poco después de las siete. Había decidido llegar a casa a una hora prudente, porque estaba ansiosa por estudiar en soledad el expediente de Beth Stinson. Se hallaba cruzando el puente del sector oeste de Seattle cuando empezó a llover de veras y el viento se puso a agitar las aguas de la bahía de Elliott. Las ráfagas hacían que se agitara la camioneta y, cuando tomó la salida hacia Admiral Way, la lluvia se había trocado en un aguacero contra el que luchaban como podían los limpiaparabrisas. Saludó al agente del coche patrulla estacionado ante su casa y se metió en la cochera. Cuando se cerró la puerta, recogió la caja de cartón del expediente de Beth Stinson y, apoyándola en una de sus rodillas para liberar la mano con la que debía abrir la puerta de acceso, entró en su casa. Enseguida se dio cuenta de que no estaba sola. Oyó pasos que se acercaban, soltó la caja, sacó la Glock y la apuntó. —¡Sorpr…! —Dan se tragó el final y dejó caer las copas de vino que llevaba en la mano y que llenaron el suelo de vino al estrellarse contra él. Tracy bajó el arma. Tenía el corazón acelerado y las piernas flojas. Dan, por su parte, había perdido el color de la cara y parecía tener problemas para recobrar el aliento. —Sorpresa —dijo, aunque más pareció que hubiese croado con voz ininteligible. Tracy se dejó caer contra la pared. —¿Qué haces aquí? —Se ha resuelto mi arbitraje, así que he venido antes para prepararte la cena. Quería darte una sorpresa y me temo que lo he conseguido. Ella se sentía como si le hubiesen dado una patada en las entrañas. —¿Por qué no has llamado? —Por no estropear la sorpresa… —¿Y tu camioneta? —Enfrente. No quería bloquear la entrada ni revelar mi presencia. Por lo de la sorpresa. Tracy cerró los ojos, mareada aún por la descarga de adrenalina. Dan le puso una mano en el hombro. —¿Te encuentras bien? Debería ser yo el que estuviese… Ella se abrazó a él y enterró la cabeza en su pecho mientras trataba de contener las lágrimas de rabia, frustración y agotamiento. Dan la rodeó con los brazos. —Oye, oye, oye… Tranquila, que estoy bien. Ella se apartó, tomó aire y se recompuso. www.lectulandia.com - Página 120
—Lo siento, Dan. —Pues no tienes por qué. Debería haber pensado que, con todo lo que estás pasando, lo correcto era llamar. —No, no: ha sido todo un detalle. Soy yo, que estoy nerviosa, cansada y… —Se secó las mejillas—. No pasa nada, de verdad. Y me alegro de verte. —Se obligó a sonreír y miró a su alrededor—. ¿Dónde están los chicos? —He venido directo desde el arbitraje. Mi vecino me ha dicho que iba a echarles un ojo para asegurarse de que no destrozan el mobiliario. ¿Seguro que estás bien? —Sí, simplemente he tenido unos días difíciles. Fue a la cocina para sonarse la nariz con una servilleta de papel. Llevaba veinte años ocultando sus emociones, cosa que había resultado más fácil que reconocer que había perdido a toda su familia y que, pese a todos los esfuerzos destinados a conseguir que se hiciera justicia a su hermana, seguía estando muy lejos de poder pasar página. —¿Tienes hambre? —preguntó Dan. —En realidad —dijo mientras daba un paso hacia él y lo abrazaba—, ahora me apetece más que te compadezcas de mí.
Incapaz de conciliar el sueño, salió de la cama sin despertar a Dan. Tomó la caja del expediente de Beth Stinson de donde la había dejado caer al entrar y la llevó a la mesa del comedor. No la abrió de inmediato, sino que, pasando el dedo por la capa de polvo que se había acumulado sobre la tapa, pensó en el momento en que había sacado del armario de su dormitorio la caja que contenía cuanta información había ido reuniendo sobre el asesinato de Sarah. Hacía ya muchos años que había tenido que reconocer que la investigación se había estancado y que no podía hacer otra cosa que guardarlo todo y seguir con su vida. Recordó cuán impotente se había sentido y cuán hondo había sido el vacío que había notado en el alma. Había imaginado que jamás volvería a abrir la caja cuando, un buen día, dos cazadores tropezaron con unos restos humanos en las colinas de Cedar Grove y habían prendido con ello su esperanza. Cuando el médico forense determinó que se trataba del cadáver de Sarah, Tracy sacó de nuevo la caja y reanudó su investigación. Sabía que, si levantaba la tapa de la de Beth Stinson, ya no habría marcha atrás y dudaba mucho de que la familia de la víctima, convencida de que se había puesto al asesino de su hija en manos de la justicia, quisiera recordar de nuevo aquellos días horribles. Con todo, abrió el expediente, sacó unos cuantos de los documentos que lo conformaban y se puso a leer. Llevaba una hora inmersa en ellos cuando oyó detrás de ella a Dan, que, envolviéndola con sus brazos, restregó su barbilla en el cuello de ella. www.lectulandia.com - Página 121
—No te he oído levantarte —dijo él con aire cansado y voz ronca. —No quería despertarte. Dan bostezó, ocupó la silla que ella tenía al lado y miró los papeles que había desperdigados por la mesa. —¿Qué es todo eso? —Un expediente antiguo que encontré cuando buscaba casos similares al de Nicole Hansen. —¿Similares en qué sentido? —No creo que quieras oírlo en este momento. Deberías volver a la cama y dormir hasta tarde. —Ya estoy despierto. —Entonces, déjame que te prepare un té. Cuando volvieron a la mesa, Tracy se aferró a su taza y le explicó lo que había averiguado sobre Beth Stinson y Wayne Gerhardt. —Gerhardt había acudido por la tarde a la casa de Stinson, en el distrito norte, para desatascar una tubería. Por lo demás, no tenía ninguna conexión con ella, al menos por lo que puedo deducir del expediente. —Y se supone que volvió aquella noche para matarla —dijo Dan. —Había un testigo, una tal JoAnne Anderson, una vecina de la acera de enfrente, que aseguraba haber visto a un hombre que encajaba con su descripción salir de la casa a primera hora de la mañana. —Pero… —No había luz y, por lo que dijo en su declaración, ni siquiera estaba segura de haberse puesto las gafas. —¿Crees que se lo inventó? Detectó cierta desconfianza en el tono de Dan. —No, pero, según contó a los agentes, se levantó para beber agua y se encontraba de pie ante el fregadero cuando lo vio por la ventana al otro lado de la calle. Tenía sesenta y dos años, era miope y ni siquiera sabía si llevaba las gafas. —Entonces, ¿cómo lo identificó? —En el expediente dice que lo señaló en una composición que le enseñó la policía con fotografías de varias personas y después en una rueda de reconocimiento. —Tracy le tendió una declaración mecanografiada—. Por la tarjeta de crédito de Stinson supieron que había llamado a un operario de Roto-Rooter y las huellas de Gerhardt coincidían con las que encontraron en el cuarto de baño y la encimera de la cocina de la víctima. —¿Y él no tenía coartada? —Vivía solo. Dijo que estaba durmiendo. —¿Y qué tiene en común el caso con el del tipo que está matando bailarinas? Tracy le enseñó un par de fotografías del lugar de los hechos, que él estudió brevemente antes de ponerlas a un lado. www.lectulandia.com - Página 122
—No me extraña que no puedas dormir. Ella se reacomodó en la silla. —No es solo que Stinson estuviese atada. Mira la habitación. Dan volvió a mirar las imágenes. —Está ordenada. No hay signos de pelea. —Mira la cama. —Está hecha. —Las de las habitaciones de los moteles estaban intactas y tenían la ropa de las víctimas bien doblada y dispuesta en una de las esquinas. A Stinson la mataron de madrugada. ¿Por qué iba a estar hecha su cama? —¿Y qué hay de las muestras de ADN? —Ahí se vuelve más interesante la cosa: las que obtuvieron de la ropa y de debajo de las uñas de la víctima no llegaron a analizarse nunca. —¿Por qué? —No lo sé. Quizás el fiscal no lo vio necesario. Tenían una testigo y huellas dactilares, Gerhardt había estado en la casa aquella tarde y no tenía coartada y la verdad es que antes no dominábamos tanto esas pruebas como ahora. —¿Y por qué no lo solicitó el abogado de la defensa? —Tampoco tengo ni idea. Era de oficio y debió de convencer a Gerhardt para que se declarase culpable después de la declaración de JoAnne Anderson. Ahí se acabó el proceso. —O sea, que el ministerio público decide que tiene pruebas de sobra para lograr que lo condenen y todos saben que las pruebas de ADN no van a hacer más que sembrar la duda razonable en caso de ser negativas. —Eso es lo que imagino. —El abogado de la defensa, por pereza, estupidez o una combinación de ambas cosas, convence a Gerhardt para que acepte el trato. —A lo mejor no era tan estúpido: Gerhardt se enfrentaba a la pena capital o a cadena perpetua. Le cayeron veinticinco años, de modo que cuando salga tendrá poco más de cincuenta. —Pero, si era inocente, ¿por qué no pedía que se analizara el ADN? Ella negó con la cabeza. —Porque puede ser que el resultado no lo exonerase. —¿Y cómo no lo iba a exonerar? Tracy le mostró entonces la ficha del HITS. —El inspector que la completó tachó la casilla que indicaba que habían agredido sexualmente a Beth Stinson. Creo que por eso no me apareció en pantalla el caso la primera vez que introduje las palabras clave. Ninguna de las víctimas del Cowboy sufrió violación, cosa que no es común en estos casos. A continuación le tendió el informe que había elaborado el médico forense. Dan entornó los ojos para leerlo sin gafas. www.lectulandia.com - Página 123
—Te lo resumo —dijo ella—: en sus cavidades corporales no encontraron semen. —¿Porque el agresor usó un preservativo? —Tampoco había rastro de lubricantes ni espermicidas. Dan se apoyó en el respaldo. Tracy sabía lo que estaba pensando antes incluso de que lo dijera. —Sabes lo que va a pasar si sigues con esto, ¿no? La prensa te va a crucificar. Van a decir que te has propuesto poner en libertad a otro asesino. —Lo sé. Además, Nolasco no lo va a permitir en la vida —añadió ella. —¿Y qué tiene que ver él en esto? —El caso lo investigaron su compañero y él. Dan dejó el informe en la mesa. —Y por eso te has traído aquí el expediente en vez de estudiarlo en el trabajo. —Faz me contó una vez que a Nolasco y a Hattie les encantaba alardear de su historial inmejorable de casos resueltos y que, sin embargo, corría el rumor de que no siempre lo hacían todo como manda el procedimiento. —Motivo de más para que no quiera que hurgues en ello. —Pero ¿y si tengo razón, Dan? ¿Y si Gerhardt es inocente y el sujeto que mató a Beth Stinson sigue suelto matando gente? Dan guardó silencio un instante para preguntar a continuación: —¿Qué necesitas saber? ¿Qué tendrías que hacer? —Hablar con la mujer que testificó y aclarar qué vio y qué no vio. Preguntarle por qué estaba tan segura de haber visto a Gerhardt. Entrevistarme con los demás testigos del expediente. No hay nada que indique que Nolasco y Hattie llegaran a hablar con ellos. —¿Porque ya tenían al sospechoso que necesitaban? —Eso es lo que yo creo. Por último, quiero hacer que analicen el ADN, aunque no tengo claro cómo voy a hacerlo si Nolasco me está observando para ver cuándo meto la pata. —¿Y si lo hago yo? Ella sonrió. —No puedo pedirte eso, Dan. Tú tienes tu trabajo y esta misión es mía. —Mi cliente acaba de firmar un acuerdo por el que va a recibir siete cifras y yo me he embolsado un treinta y tres por ciento de esa cantidad. Creo que puedo hacer un hueco. Déjame husmear un rato: hablar con esa testigo y sondearla. Si me entero de algo, te lo haré saber. —En cualquier otro momento te habría dicho que no —respondió Tracy, que, de hecho, no dejaba de pensar en el fondo: «Dile que no. No lo arrastres a tu vida profesional». Aquel era, sin duda, uno de los modos más seguros de acabar con una relación. Con todo, el cielo que veían al otro lado de las puertas correderas de cristal había empezado a iluminarse con un nuevo día y ella no podía pensar en nada más que en la www.lectulandia.com - Página 124
posibilidad de que sonara el teléfono para anunciarle la aparición de otro cadáver.
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CAPÍTULO 27
A la mañana siguiente, Tracy y Kins observaron a Bradley Taggart a través del espejo de vigilancia. Parecía un gallo, sentado con el mono rojo de la cárcel del condado de King y moviendo las rodillas de forma incontrolable y volviendo el cuello de un lado a otro. —Se le están pasando los efectos de lo que haya tomado —opinó Kins—. ¿Metadona? —Imagino —dijo ella. —Lo has dejado bonito —señaló él con una sonrisa. Aquel individuo de ojillos de mapache tenía la nariz hinchada y torcida ligeramente hacia la izquierda, con un corte no muy grande que le cruzaba el puente. —¿Cómo quieres llevarlo? —Este es perro viejo —aseveró Tracy— y sabe que no vamos a poder retenerlo mucho tiempo por una incomparecencia. Si no encontramos nada en el apartamento, puede considerarse un hombre libre. Una declaración jurada de Kins había permitido a Cerrabone obtener una orden de registro del apartamento y el vehículo de Veronica Watson. Faz y Del estaban coordinando la operación con un equipo de la científica. —Creo que Keen no se equivocaba. —La inspectora hablaba del agente de la condicional de Taggart—. Es de los que sacan pecho y se hacen los duros cuando no es más que un gamberro. Conmigo no se va a sentir a gusto. ¿Por qué no te encargas tú de darle un tiento?
Taggart se echó a escupir exabruptos en cuanto la vio abrir la puerta de la sala de interrogatorios. Se quiso levantar de la silla, pero la cadena de las esposas que lo unían a la argolla del suelo le impedía ponerse en pie. —Voy a querellarme con todo el departamento por acoso y brutalidad policial. Tracy se dirigió a una de las dos sillas que había al otro lado de la mesa de metal y Kins obligó al detenido a sentarse de nuevo apoyando con firmeza la mano en su hombro. —Mi compañera quería quitarle las esposas, pero yo le he dicho que no, que temía que hicieses otra estupidez y tuviera que volver a patearte el trasero. —¿A mí? —contestó él mirándola—. Lo único que ha hecho ha sido darme un golpe bajo, pero, de todos modos, mi abogado la va a hacer picadillo en el estrado. El inspector se inclinó para quedar más cerca de él. —No será el mismo que fue incapaz de librarte de una condena por posesión de estupefacientes, ¿no? ¿Y cómo quieres que se las ingenie con una orden de detención www.lectulandia.com - Página 126
por no comparecer durante una vista, la violación de tu libertad condicional y la agresión a una agente del orden? Ponte cómodo, Bradley, que vas a tener que esperar un tiempecito entre rejas. A lo mejor puedes aprovechar el rato para buscarte un abogado más competente. —Yo ya he dicho que lo de la vista fue un malentendido. A mi abogado no le va a costar arreglarlo y, además, de aquí a una hora estoy en la calle bajo fianza. —En los procesos por asesinato no hay fianza que valga —advirtió Kins. Taggart respondió en tono zumbón: —Muy bueno, el chiste. —¿Te lo parece? —repuso Kins—. Veronica está muerta y vivía contigo. Tenemos testigos que dicen que la hacías trabajar para ti y un vecino que asegura que os pasabais el día y la noche dando gritos y chillidos y que le pegabas. Además, las bailarinas del Pink Palace dicen que te vieron en el club hablando con ella la noche del domingo. Tenemos declaraciones juradas. ¿Sabes qué es lo que más impresiona a un juez? Las declaraciones juradas. Sobre todo si hay más de una. Conque quizá deberías cerrar la boquita y dejar de decir sandeces. El detenido apartó la mirada para clavarla en un rincón de la sala como un niño que hace pucheros. —¿Qué hacías la noche del domingo en el Pink Palace? —le preguntó el inspector. Taggart volvió a cobrar vida. —Solo voy a decir una cosa: quiero un abogado. —De acuerdo. —Kins se levantó y abrió la puerta para decir a los dos funcionarios de prisiones que esperaban fuera—: Lleváoslo y retenedlo las setenta y dos horas de rigor mientras hablo con el fiscal para entablar un juicio por asesinato. El otro había levantado la barbilla con gesto desafiante, una pose más de tipo duro; pero Tracy reparó en la inquietud que delataban sus ojos aun antes de que dijese nada. —Está bien. Hablaré con él, pero contigo no. —¡Qué suerte has tenido! —dijo ella a Kins, que seguía en el umbral. —El problema, Bradley, es que el procedimiento exige que haya dos inspectores en la sala. De modo que, si ella no está presente, yo tampoco y tú te vuelves a la celda a esperar a que te lean los cargos. —Y, tras una pausa, preguntó—: ¿Qué desea el caballero? Taggart empezó a mostrarse nervioso y cerró los ojos como si estuviese combatiendo una cefalea. En ningún momento dejó de agitar las rodillas bajo la mesa. —Tenemos cosas que hacer, Bradley. ¿Vas a hablar con nosotros o no? —Me parece bien. —Te parece bien ¿qué? —Me parece bien hablar contigo. —¿Renuncias a tu derecho a un abogado? www.lectulandia.com - Página 127
—Como sea. —No, como sea no me sirve: tienes que decirlo. No quiero que luego venga ningún abogado a decirnos que nos hemos aprovechado de ti. —Está bien: estoy de acuerdo en hablar contigo sin abogado. Kins volvió a sentarse al lado de Tracy. —En ese caso, vamos a empezar con qué hacías en el Pink Palace la noche del domingo. —Necesitaba dinero. ¿Pasa algo? Aquello está abierto al público. —¿Cuánto tiempo estuviste allí? —Cinco minutos. Menos, porque me fui en cuanto V. me dijo que no iba a tener nada hasta que le diera al dueño su parte. —¿Adónde fuiste después? —quiso saber Kins. —Por ahí. —¿A ningún sitio en particular? —No. —De modo que nadie puede confirmar que te viese —dijo el inspector antes de mirar a Tracy y añadir—: Sin coartada. —¿Cuándo debía volver Veronica a casa? —preguntó Tracy. Taggart frunció el ceño. —Ya he dicho que contigo no pienso hablar. —Se volvió hacia Kins—. No lo sé. —¿No la esperabas a ninguna hora? —insistió él. —No soy su padre. —No la esperabas porque sabías que se había citado cuando acabase su turno. ¿Tú te llevabas parte de esos tratos? —Vivíamos juntos. —¿Y eso qué quiere decir? —Pues que el alquiler no lo pagaba yo solo. —¿Concertaste alguna vez alguna de sus citas? Taggart había empezado a sacudir la cabeza antes de oír el final de la pregunta. —No le hacía falta: se las arreglaba muy bien solita, por lo menos, antes de ganar peso. —¿Y tienes idea de a quién vio la noche del domingo? —No. Como ya he dicho, no soy su padre. —¿Se veía con alguien de manera habitual? —Con unos cuantos. —Taggart miró a Tracy—. Hacía unas mamadas de morirse. Es lo que más voy a echar de menos. Aquel hombre era un indeseable, pero, después de veinte años de bregar con gente así, la inspectora sabía bien que la ciudad tenía su propia forma de deshacerse de aquella basura y tenía claro que de allí a unos años se enteraría de que había muerto de sobredosis o lo habían dejado morir en un callejón de una puñalada o un balazo. Los caminos de la justicia eran muchos. www.lectulandia.com - Página 128
—¿Te dijo alguna vez el nombre de alguno de ellos? —prosiguió Kins. —No, ni tampoco tenía un registro de clientes ni nada de eso, si es lo siguiente que vas a preguntar. —¿Cómo sabías cuánto dinero ganaba? ¿Cómo comprobabas que no se estaba guardando nada? Él soltó una risita. —Pues porque no era tonta. —¿Y eso qué significa? —terció Tracy. —Que estaba bien enseñada. —Porque, si te enterabas, se iba a llevar unos cuantos golpes, ¿no? —dijo la inspectora. —Yo no he dicho eso. —Las bailarinas del Pink Palace dicen que tenías esa costumbre, y sus padres, también. Taggart se inclinó hacia delante con gesto de mofa y apuntando a Tracy con la barbilla. —¡No me digas que el mejor testigo que tiene la inspectora es su padrastro! ¿El mismo que se la tiraba con quince años? Por eso se fue de casa. Ese fulano es un mierda. —Yo tengo entendido que el que se la trabajaba con esa edad eras tú —repuso Kins. —Pero yo no soy su padrastro. —¿Volviste a hablar con ella aquella noche, después de dejar el Pink Palace? — preguntó Tracy. Taggart meneó la cabeza. —No. —Así que cuando estudiemos tu teléfono no vamos a encontrar mensajes de voz ni de texto, ¿no es así? —dijo Kins. —¿Qué teléfono? El inspector sacó las fotografías de Nicole Hansen y Angela Schreiber y las colocó sobre la mesa. —¿Conoces a estas mujeres, Bradley? Taggart señaló con la cabeza a Angela. —A esa sí. —Volvió a mirar a Tracy y sonrió, dejando ver los dientes podridos del consumidor habitual de meta—. Creo que una vez me dio un pase privado. —¿Y te reuniste alguna vez con ella en un motel de la Aurora Avenue? — preguntó Kins. —¿Para qué iba a necesitar yo eso si V. venía a casa todas las noches? —Pensaba que habías dicho que no eras su padre. —Y es verdad. —¿Por qué has dejado el trabajo? —preguntó Kins. www.lectulandia.com - Página 129
—El jefe era un hijo de perra. —Pero has violado la condicional. —Es que voy a encontrar otra cosa. —¿Nos das alguna pista? —Estaba a punto de empezar cuando apareció una pareja de polis para violar mis derechos civiles. —No me digas que querías servir en la barra del bar. —Entonces, ¿no supiste nada de Veronica después de salir del Pink Palace el domingo por la noche? —dijo Tracy. —Eso he dicho. Estuvieron insistiendo en las mismas cuestiones otros cuarenta y cinco minutos a fin de comprobar la versión de los hechos de Taggart, hasta que, tras dos horas, preguntó Kins: —Una última cosa, Bradley. ¿Tú eres zurdo o diestro? —¿Y para qué mierda quieres saber eso? —Porque, para cuando escribas tu declaración, tendré que buscarte un bolígrafo para diestros o uno para zurdos. Tras unos segundos de desconcierto, el interpelado respondió: —Diestro. Kins y Tracy se pusieron de pie. —Está bien. Creo que ya pueden llevarte de nuevo a la cárcel. —¿Qué? ¿Por qué? —Porque tienes una orden judicial pendiente, Bradley. —Pero habéis dicho que eso era lo de menos. —Para nosotros sí —repuso Kins—, pero para el fiscal…
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CAPÍTULO 28
De nuevo en la sala Bundy, Tracy colgó el teléfono de su mesa y comunicó a Kins: —Dice Cerrabone que no tenemos pruebas suficientes para retener a Taggart. Lo van a poner en la calle mañana, después de leerle los cargos a las nueve. —En fin, sabíamos que era lo que iba a pasar —dijo Kins, que alargó el brazo para responder al teléfono, que había empezado a sonar. Tracy se acercó a Faz y a Del. —Siento tener que hacer esto, pero voy a necesitar que sigáis a Taggart mañana por la mañana cuando lo suelten. Llamad a la cárcel para que os avisen. —Me llevaré la botella de mear. La inspectora miró el reloj. —¿Por qué no os vais ya? Aprovechad para llegar a casa temprano, que os espera un par de noches largas. —¿Quién es ese fulano? ¿Drácula? —preguntó Faz. —Peor. Kins se unió a la conversación. —Era Bennett, quería ponernos sobre aviso. Vampirelt está buscando comentarios para un reportaje que emiten esta noche. —¿De qué va? —preguntó Tracy. —No se lo ha dicho. Solo le ha dicho que quería hablar contigo. —Miedo me da. —Volvió a mirar el reloj—. Son casi las seis: supongo que no tardaremos en saberlo. Kins se hizo con el mando del televisor de pantalla plana que había instalado el técnico sobre una mesa libre para que pudiesen seguir las noticias y puso Channel 8. Los que seguían aún presentes —Tracy, Kins, Faz y Del, además de un par de inspectores de la Unidad de Delitos Sexuales— se congregaron en torno al aparato. Aunque, para variar, la noticia central no era la del Cowboy, no hubo que esperar mucho para que apareciese Vanpelt. —La policía de Seattle se enfrenta hoy a una nueva acusación de brutalidad policial —dijo el presentador. —Allá vamos —señaló Faz. —Conectamos en directo con nuestra reportera de investigación Maria Vanpelt, que se encuentra en la Pioneer Square. La periodista se hallaba de pie ante el foco de la cámara, vestida con un abrigo largo de color castaño claro. —Este es el bar de la Pioneer Square en el que se produjo el altercado a primera hora de la noche de ayer cuando dos inspectores trataron de interrogar al novio de Veronica Watson, la tercera víctima de la espeluznante serie de asesinatos de www.lectulandia.com - Página 131
bailarinas de la ciudad. Los testigos dicen que, cuando acabó el enfrentamiento, el detenido necesitó que lo llevaran al Swedish Medical Center con la nariz rota y un posible traumatismo craneoencefálico antes de ser trasladado a la cárcel del condado de King. Afirman que la paliza fue obra de una inspectora de policía. »El portavoz de la comisaría de Seattle con el que hemos hablado no ha precisado si se han presentado cargos contra el novio de Veronica Watson y se ha limitado a asegurar que la Oficina de Responsabilidad Profesional está estudiando ya el incidente. Sin embargo, las acusaciones llegan en muy mal momento para el cuerpo… y para su principal responsable, Sandy Clarridge, acosado ya por un informe del Departamento de Justicia por uso excesivo de la fuerza, además de por una amonestación de cierto magistrado del tribunal federal por no poner en marcha los cambios exigidos al respecto. Vanpelt acabó su intervención y devolvió la conexión al estudio. —En fin, teniendo en cuenta cómo suelen ser las historias de la Vampirelt, esta no ha estado muy mal —comentó Kins. Faz añadió: —Puede que hasta haya dicho una verdad. —Chist… —los calló Tracy. El presentador siguió diciendo: —Recordarán que el KRIX Channel 8 colaboró con la comisaría del sheriff del condado de King en la caza del asesino del río Green. Pues bien, hoy me complace informar de que volvemos a encabezar los esfuerzos destinados a encontrar, y frenar, a un asesino en serie. Esta cadena ofrece una recompensa de cien mil dólares a quien brinde información que ayude a detener y condenar al Cowboy, el responsable del asesinato reciente de tres bailarinas de Seattle. El teléfono que ha dedicado la unidad especial a este cometido es el que aparece en pantalla. La policía de Seattle ruega a todo aquel que pueda tener información que no dude en llamar. —¡Sí, hombre! —exclamó Faz—. Eso es lo último que necesitamos. ¡Por Dios bendito! Tracy sintió que se le encogía el estómago. Los teléfonos que tenían a sus espaldas empezaron a sonar.
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CAPÍTULO 29
La línea de colaboración ciudadana estuvo poco menos de tres horas sonando sin parar. Mientras respondía sus propias llamadas, Tracy oía a los de la unidad afanándose por hacer que sus interlocutores fuesen al grano mientras trataban de determinar de forma rápida si tenían algo de valor que ofrecer. La mayoría solo quería saber de qué modo se cobraba la recompensa. Uno estaba seguro de que el asesino era un hombre que frecuentaba cierto establecimiento de su vecindario y tenía «aire de sospechoso». Tampoco faltaron prostitutas convencidas de que el psicópata tenía que ser tal o cual cliente suyo ni mujeres divorciadas resueltas a implicar a sus exmaridos. La unidad especial atendió llamadas de soplones, vecinos y gentes que sospechaban de compañeros de trabajo. Daba la impresión de que toda la ciudad estaba dispuesta a delatar a alguien a cambio de la ocasión de ganar la lotería del asesino en serie. Para los miembros de la unidad fue una verdadera pesadilla: por cada llamada tenían que completar un formulario y, a continuación, seguir la pista de la información recibida. Podían pasar semanas caminando en círculos. Cuando, entrada la noche, se hicieron menos frecuentes las llamadas, sonó el teléfono personal de Faz, quien, tras colgar, se puso en pie y anunció: —Ahora vengo. Minutos más tarde regresó con su mujer, Vera, y su hijo, Antonio, casi tan grande como él, con una caja marrón de cartón. Lo que quiera que hubiese dentro llenó enseguida la sala de aroma a ajo, especias italianas y queso fundido. Vera descargó en una de las mesas dos ollas, platos desechables, tenedores y cuchillos, una ensalada y varias botellas de vino tinto. —Si Mahoma no va a los canelones, los canelones acaban yendo a Mahoma — anunció Faz. Tracy no lo había visto nunca tan feliz—. ¿Tengo o no tengo a la mejor mujer del mundo? —Alargó la mano para abrazarla, pero ella lo apartó. —Que se os va a enfriar —dijo. Del corrió a poner fin a la llamada que estaba atendiendo. —Date prisa y agarra un plato, Faz, o te dejo sin cenar. Si Del hubiese estado en el Titanic y los botes salvavidas hubieran transportado comida, las mujeres y los niños se habrían ahogado. Se turnaron para responder al teléfono mientras los demás comían. Cuando hubieron dado cuenta de todo y empezaron a escasear las llamadas, Faz se puso en pie. A su lado tenía a su mujer y a su hijo. —Los italianos, cuando comemos, tenemos la tradición de felicitar al chef y presentar nuestros respetos a la persona más importante de la sala. —Dicho esto miró a Vera—. Así que vamos a brindar por la mejor cocinera de Seattle. —Amén —dijo Del. www.lectulandia.com - Página 133
Vera restó importancia al comentario agitando un brazo con aire avergonzado, aunque encantada en el fondo por la atención recibida. Todos siguieron a Faz y alzaron su vaso para repetir tras él: —Salute! —Aprovecho también la ocasión para decir que no me gusta mucho este sitio — añadió—. Me pone los pelos de punta. Sin embargo, todos sabemos que tenemos una misión que cumplir. —Miró a Tracy—. Esta es ahora nuestra oficina, profesora: ya nadie la llama «la sala Bundy»; ahora es la «sala Cowboy». —Volvió a levantar su vaso—. Así que esta va por ti, profe. Cueste lo que cueste, estamos todos en el mismo barco. Esta vez se pusieron todos en pie y exclamaron a una: —Salute! Tracy sonrió y alzó su vaso de agua. Igual que había ocurrido con la decisión de desterrar a los archivos el caso de Nicole Hansen, lo que quiera que hubiese pretendido Nolasco al filtrar a la prensa la investigación de la Oficina de Responsabilidad Profesional o al convencer a algún superior de que era conveniente abrir una línea telefónica de colaboración ciudadana —pues no albergaba la menor duda de que era él quien se encontraba tras ambas decisiones— se había vuelto en contra de su artífice. Los hombres y las mujeres que trabajaban en aquella sala eran inspectores avezados a los que no tenía que decir nada: todos sabían a lo que se enfrentaban. Se habían transgredido reglas no escritas y ningún policía ignora que, cuando ocurre tal cosa, es deber de cada uno hacer cuanto pueda por salvar su propio trasero y el de sus compañeros de trabajo.
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CAPÍTULO 30
El día amaneció frío y despejado, con nubes hinchadas de color blanco brillante que corrían por un cielo bañado por lo demás por la luz del sol. El barrio del norte de Seattle, en el que había vivido Beth Stinson, tenía de día un aire distinto: tranquilo y acogedor, pacífico, como si fuese un barrio antiguo. Dan vio varias casas de dos plantas rehabilitadas, aunque lo que más abundaba eran viviendas alargadas de una planta, construidas probablemente en los años sesenta. Los cerezos y arbustos de los jardines que daban a la calle eran ya viejos y no había farolas ni aceras: las extensiones de césped se alargaban, sin más, hasta el borde de la calzada. Aquella noche, al visitar la zona a fin de simular las condiciones a las que habría tenido que enfrentarse un testigo que tratara de identificar a Wyne Gerhardt en el momento del asesinato de Beth Stinson, el vecindario no le había parecido tan apetecible. La única luz existente procedía de algún que otro jardín o del porche de alguna casa. JoAnne Anderson había dicho en su declaración que se había despertado en torno a las dos y media de la madrugada y se había levantado a beber agua. No recordaba qué la había sacado del sueño, pero aseguró que, a su edad, tenía que usar el baño dos veces cada noche. Dijo haber tomado un vaso de un armario de la cocina y, mientras lo llenaba de agua del grifo, haberse puesto a mirar por la ventana. En ese momento le «pareció» ver a «alguien» en el exterior de la casa de Beth Stinson. Dan había llegado muy poco después de la medianoche y había estacionado en la acera de enfrente de la casa de la víctima. Había dado por supuesto que la cocina de Anderson se hallaría tras la ventana rectangular del extremo derecho. Desde ella, la testigo podía observar sin ningún estorbo la vivienda de Stinson, si bien tenía en medio su propio jardín delantero, la calle de dos carriles y el césped de su vecina. Además, el camino de entrada de la casa de esta, donde Anderson aseguraba haber visto a Gerhardt, se encontraba en el extremo meridional de dicha propiedad, en el punto más alejado de la ventana de la cocina. Aunque desde su camioneta no resultaba fácil calcular la distancia, a Dan le había resultado difícil creer que Anderson hubiera podido identificar a nadie sin lugar a dudas ni siquiera con gafas, y menos aún una noche en la que, según su testimonio, llovía ligeramente. Aun así, tras leer la declaración que había prestado durante el proceso, entendió mejor que el abogado de oficio quisiera convencer a Gerhardt para que aceptara declararse culpable a cambio de cierta reducción de condena, pues ante el tribunal Anderson había testificado con mucha más seguridad de lo que hacía pensar el testimonio que se había recogido en el informe policial: se había mostrado mucho más segura de haber visto a un hombre de pelo claro que tenía la altura de un árbol que crecía al sur de la cochera de Stinson, un perennifolio joven de un metro con www.lectulandia.com - Página 135
noventa centímetros. Gerhardt medía poco menos de eso. Durante el turno de réplica, la defensa había conseguido que Anderson reconociera que no podía «recordar con exactitud» si se había puesto las gafas antes de ir a por agua. Por desgracia para él, la testigo había asegurado que «suponía que sí», una de las respuestas que más temían los letrados en un juicio, ya que resultaba imposible prever lo que podía decir el testigo si se le pedía que explicara por qué. En tal caso era muy probable que la respuesta inclinase al jurado a creer lo que decía haber visto. El abogado de Gerhardt había optado por no asumir semejante riesgo. Por el bien de Tracy, una parte de él había deseado que su visita nocturna al lugar fuese a confirmar el testimonio de JoAnne Anderson, según el cual había visto bien a Wayne Gerhardt y no albergaba duda alguna de que había sido él el asesino. Dan soltó un suspiro. —Maldita sea —dijo antes de salir del vehículo y enfilar la senda de cemento. El jardín daba la impresión de estar saliendo del invierno: en los maceteros se veían retoños verdes y los cerezos mostraban sus primeros capullos. La mujer que salió a abrirle la puerta casaba con la descripción del expediente. Anderson, nueve años mayor que entonces, presentaba el aspecto de una abuela regordita vestida con un jersey de cuello de pico, pantalones vaqueros y calzado deportivo. Daba la impresión de tener cierta ascendencia asiática. Dan reparó enseguida en sus gafas, de montura de plástico de color turquesa, a la vez que le dedicaba la más encantadora de sus sonrisas. —¿JoAnne Anderson? —Sí —respondió ella. —Yo soy Dan O’Leary. Siento importunarla así, sin haber tenido la cortesía de llamarla antes por teléfono. —A la mayoría le resultaba más fácil poner fin a una conversación colgando que cerrando la puerta—. Quisiera que aceptase contestar a unas preguntas en relación con algo que ocurrió aquí hace casi diez años. —El asesinato de Beth Stinson —dijo ella—. Nueve años: hasta el 20 de abril no hará los diez. Una cosa así no se olvida nunca. —No me cabe duda. —¿Quién ha dicho usted que era? —Dan O’Leary. Soy de Cedar Grove. —¿Cedar Grove? —preguntó la anciana. —Está al norte, en el condado de Cascade. —Lo sé: en verano llevábamos siempre allí a los niños. ¿Conoce el lago Ross? —He pescado allí muchas veces. —Pues nosotros teníamos una cabaña flotante. —En ese caso tuvieron que estar muy espabilados, porque, por lo que tengo entendido, hay que hacer filigranas solo para entrar en la lista de espera. Anderson sonrió. —Hace cuarenta años no era tan difícil. ¿Para quién me ha dicho que trabaja? www.lectulandia.com - Página 136
—Soy abogado y me intereso por casos así —dijo con un pie a cada lado de la línea que separa la verdad de su tergiversación. —Que se interesa, ¿en qué sentido? —Estudio las pruebas y determino si bastaban para condenar a una persona. —Pero Wayne Gerhardt confesó. —Sí, lo sé. —¿Se ha echado atrás? —El señor Gerhardt se enfrentaba a la pena de muerte y estoy repasando las pruebas. —¿Como lo que hacen los del Innocence Project? —¿Ha oído hablar de él? —dijo él, aún a horcajadas sobre la línea. —Claro que sí. —¿Puedo hacerle unas preguntas? Ella se encogió de hombros. —Supongo. —No hizo nada por invitarlo a pasar. —Dijo usted a la policía que se había levantado de madrugada a tomar un vaso de agua en la cocina. —Sí, eso es. —Y que no estaba segura de llevar puestas las gafas. —En efecto. —Sin embargo, en el juicio aseguró: «Supongo que sí». ¿Por qué lo supuso? —¡Vaya! Hace demasiado tiempo para recordar un detalle como ese. —Me hago cargo de que son ya muchos años. Era solo por si lo recordaba. —Imagino que debí de decirlo porque sin ellas no lo habría visto. De hecho, ni siquiera alcanzaría a verlo a usted. —¿Recuerda cómo tenía la vista hace nueve años? —Más o menos como ahora, por suerte. —¿Y qué quiere decir eso? ¿Lo sabe? —Ni idea. —Fijó la vista en la calzada—. ¿Esa camioneta es suya? —Sí. —Pues desde aquí leo bien la matrícula. —Se quitó las gafas—. Ahora, sin embargo, no veo más que un borrón. —O sea, que, como pudo ver a Wayne Gerhardt —dijo Dan mientras se daba la vuelta para señalar—, a quien, por lo que creo, vio de pie cerca de aquella esquina de la casa de Beth Stinson… —Sí. —… supuso que las llevaba puestas. ¿Estoy en lo cierto? —Ahí fue precisamente donde lo vi. —Por eso supuso que tenía puestas las gafas. —No fue ninguna suposición: tenía que haberlas llevado para verlo. Era el pez que se muerde la cola, la misma situación que se habría dado si la www.lectulandia.com - Página 137
defensa hubiese optado por seguir con el interrogatorio. —¿Le mostró alguna fotografía el inspector que vino a hablar con usted para ver si reconocía a la persona que vio aquella noche? —Eran dos —dijo—. Vinieron a verme dos inspectores. —¿Y tenían fotografías? —La primera vez, no. La primera vez que hablé con ellos no estaba segura de haber visto al señor Gerhardt. No quería ser responsable de mandar a la cárcel a un inocente a no ser que estuviese totalmente convencida. ¿Quién quiere tener algo así sobre su conciencia? —Y luego volvieron para enseñarle las fotografías. —El joven, que tenía un apellido raro… No lo recuerdo ahora. El caso es que me preguntó si podía ir a comisaría para una rueda de reconocimiento. —¿Y lo hizo? —Al principio no iba a ir. —¿Por qué no? —No me gustaba la idea. —¿Qué la hizo cambiar de opinión? —El hombre que vi era idéntico al del retrato que me enseñó el policía. —¿Cuántos le enseñó? —Solo uno —dijo ella. —¿Antes de que fuese a la comisaría a identificar a Wayne Gerhardt en una rueda de reconocimiento? —Sí, así es. —O sea, que estaba convencida de haber visto al señor Gerhardt. —No sabía su nombre. —Pero lo identificó. —Estaba segurísima. Dan trató de preguntar lo siguiente con voz neutra. —Pero no al cien por cien… —No creo que podamos estar nunca seguros de nada al cien por cien. Me sentí mejor cuando supe que el señor Gerhardt no tenía coartada y había estado en casa de Beth aquella misma tarde. —¿Lo supo por los inspectores? —Así es. Y entonces recordé que había visto la furgoneta de Roto-Rooter en el jardín de Beth. —¿Vio también entonces al señor Gerhardt o solo su vehículo? —A él también. —Señaló en general su propio jardín—. Estaba quitándole las malas hierbas a ese macetero y me había sentado a descansar cuando salió por la puerta principal y se puso a guardar sus herramientas en la parte de atrás. —¿Llevaba puestas las gafas? —Sí, señor: solo me las quito cuando me voy a la cama. www.lectulandia.com - Página 138
—O sea, que pudo verlo bien. —Sí. —¿Qué llevaba puesto? —¿Qué dije en la declaración? Dan fingió no saberlo. —Pues la verdad es que no lo recuerdo —dijo. —Creo que dije que llevaba un mono azul con un logotipo rojo y blanco a la espalda. —¿Se refiere usted a cuando lo vio por la tarde? —¿Usted no? —Y el que vio por la noche ¿qué llevaba puesto? —Era el mismo. —De acuerdo, pero ¿qué llevaba puesto? —No lo recuerdo: estaba muy oscuro. JoAnne Anderson había declarado ante el juez que vio a Wayne Gerhardt con el mismo mono azul. A Dan no le cabía la menor duda de que era cierto, aunque estaba convencido de que lo había visto aquella tarde y no la noche siguiente. —Gracias, señora Anderson. No quiero robarle más tiempo. —Espero haber sido útil. No podría soportar la idea de haber mandado a un inocente a la cárcel. —Todos pensamos igual —dijo Dan.
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CAPÍTULO 31
Tracy y Kins se sentaron en un vestíbulo dotado de todo el encanto que cabría esperar de un edificio de despachos federales: mobiliario funcional y paredes de color blanco crudo con imágenes en blanco y negro de otros bloques gubernamentales de Seattle. Nolasco había convocado una reunión matinal con una experta en psicología criminal del FBI. La inspectora estaba convencida de que lo había hecho solo para fastidiarlos después de una noche que, él lo sabía, había sido muy larga. Ninguno de ellos se había molestado siquiera en volver a casa. Encima, para hacerlo aún más oprobioso, la criminóloga los tenía allí esperando. —¡Vaya asco! —dijo a Kins. Llevaba veinticuatro horas con la misma ropa, sin ducharse, y se sentía cansada y sucia y, por lo demás, no estaba de humor para esperar. —Vamos a ver qué nos puede decir —respondió Kins con voz no menos extenuada— y luego salimos pitando de aquí antes de que se nos contagie la estupidez y buscamos algo de comer. —¡Y un cuerno! —exclamó ella poniéndose en pie—. Yo ya no espero más. Tracy estaba a punto de anunciar a la recepcionista que se iban cuando apareció en el vestíbulo una mujer de aspecto atlético y cabello corto, pendientes de aro y la piel del color del mejor chocolate con leche. —¿Inspectora Crosswhite? Soy Amanda Santos. Siento la espera, pero me han tenido ocupada con una llamada telefónica de Washington D. C. —Le dio un apretón de manos firme, aunque no tanto como la variedad quebrantahuesos que gastaban algunas de las compañeras de trabajo de Tracy. —No pasa nada —dijo Kins adoptando de súbito una actitud atenta. Santos llevaba un traje negro de corte conservador pero entallado que hizo que Tracy sintiera aún más su propio desaliño. Mientras recorrían con ella el pasillo, se ajustó el cuello de la blusa que llevaba bajo la chaqueta de pana. —¿Puedo ofrecerles un café? —preguntó. —Sí —contestó Kins—; a no ser que tenga algún medio para inyectar la cafeína por vía intravenosa. Cuando cruzó su mirada con la de Tracy, ella le dedicó la mejor de sus miradas de «¡Por favor! Si estás a años luz de la liga en la que juega ella y, además, estás casado…». Él sonrió aún más. Armados con sendas tazas de café, entraron en una sala de reuniones de falso techo, luces fluorescentes y las mismas fotografías de edificios gubernamentales que ya habían visto, Santos se sentó tras tres carpetas y Tracy y Kins tomaron asiento delante de ella. —No me diga que ha dado con un nombre —dijo la inspectora— para que pueda www.lectulandia.com - Página 140
pedir al fiscal que solicite una orden de detención y nos vayamos todos a desayunar. —Ojalá —dijo Santos mostrando unos dientes blanquísimos. «Sí que lo son», pensó Tracy. —Por desgracia, tengo dudas de que vayamos a dar con él en breve. La verdad es que no los envidio. —Es verdad que muy envidiables no somos —dijo Kins. —¿Qué le hace pensar eso? —preguntó Tracy. —Se enfrentan ustedes a un asesino organizado. Los asesinos desorganizados son mucho más impulsivos y aleatorios, cometen errores, dejan huellas y se dejan ver sin querer. Los metódicos, en cambio, consideran que el asesinato es un arte que tienen que perfeccionar y no cometen el menor desliz. Tracy pensó en Beth Stinson. —¿Qué quiere decir cuando habla de «perfeccionar»? —Que practican. Vamos a empezar por el mecanismo que usa este para estrangular a sus víctimas, rebuscado y meditado. Resulta difícil que lo hiciera perfecto la primera vez, sobre todo teniendo en cuenta que debe moverse con rapidez antes de que la víctima recobre su capacidad para defenderse. Tracy se inclinó hacia delante e hizo caso omiso de su café. —O sea, que podría haber otras víctimas anteriores que no lleven exactamente su misma firma; con ligeras variaciones… —Podría ser —dijo Santos—. Los asesinos organizados se desviven por pasar inadvertidos y llevar existencias estables en apariencia. No matan por pasión ni por ira: son metódicos e inteligentes. Algunos conocen los rudimentos de la labor policial y la forense y, a diferencia de otros asesinos, no revelan a nadie lo que están haciendo: no desean que los atrapen. —¿Por eso no mantiene relaciones sexuales con sus víctimas? —preguntó Kins —. ¿Porque no quiere dejar atrás ninguna prueba física? —Podría ser, aunque dudo que esté buscando satisfacción sexual. —¿Qué busca entonces? —Poder, control y dominación. Puede ser que crea que las mujeres en las que pone la mira están por debajo de él y desea hacer ver a la policía que no se trata de un acto sexual. —A lo mejor es impotente —dijo Tracy. —No lo creo. —¿Por qué no? —Porque en ese caso podríamos esperar cualquier otra clase de acto sexual, como algún género de penetración de las víctimas. —¿Y no puede ser que alcance el orgasmo durante la tortura? —preguntó Tracy. —Estoy convencida de que, en cierto modo, le pasa. Sin embargo, a diferencia de otros asesinos en serie que he estudiado, este no hace nada por ocultar los cadáveres de sus víctimas. No se lleva sus licencias de bailarinas ni sus documentos www.lectulandia.com - Página 141
identificativos. Quiere que todo el mundo sepa quiénes son y cómo han muerto. Eso apunta más a alguien que pretende hacer una declaración, que, a mi parecer, no es otra que esta: esto no va de sexo ni estas son víctimas, sino malas personas que merecen castigo. —¿Eso es lo que lo mueve? —quiso saber Kins. —Puede que tenga muchos motivos —respondió Santos— y también es posible que su objetivo vaya evolucionando con cada asesinato. —Si tuviese que dar su opinión —dijo Tracy—, ¿cuál diría que es? —Las está atando como se ata a los animales. Yo diría que siente ira y hostilidad hacia este colectivo de mujeres. También podría formar parte de un ritual psicológico o un psicodrama interno relacionado directamente con alguna fantasía pervertida. Podría estar actuando con arreglo al guion que ha creado en su cabeza. Durante su interrogatorio, Ted Bundy compartió con los inspectores todos y cada uno de los detalles de sus crímenes hasta llegar al momento último de la vida de sus víctimas, porque consideró que esos instantes eran algo íntimo entre él y ellas. —¿En qué sentido? —preguntó Tracy. —Nunca lo sabremos —reconoció Santos. Bundy había muerto ejecutado. —De acuerdo. Y, en ese caso, ¿cuál es el guion de este fulano? —Es un tipo interesante —dijo la criminóloga—. Pese a la hostilidad, usa Rohypnol para someter a sus víctimas en lugar de atacarlas físicamente, lo que encaja con la lazada que usa para estrangularlas y los cigarrillos con los que les quema las plantas de los pies. —¿Y eso? —quiso saber Tracy. —No las toca, no las mata: son ellas las que se quitan la vida. Creo que es el modo que tiene de desvincularse de sus muertes y también de justificarlas. Kins dejó en la mesa su taza de café. —¿Y qué me dice del hecho de que deje hecha la cama y la ropa doblada? —Sin duda se trata de un acto ritual —dijo Santos—. Las dos son tareas domésticas que suelen encomendarse a los niños. El inspector arrugó el entrecejo. —¿Y qué piensa este fulano? ¿Que está matando a su madre porque lo obligaba a hacer la cama? Santos negó con la cabeza. —Yo no soy ninguna entusiasta de los cuentos freudianos que dicen que todo niño querría acostarse con su madre, ni tampoco me dejaría llevar demasiado por la pregunta de por qué está matando a esas mujeres. Lo que sabemos es que todos estos tipos matan por una razón común: disfrutan con ello. Pese a su renuencia inicial en reunirse con una experta en psicología criminal, a Tracy le estaba empezando a gustar Santos. —¿Está loco? —preguntó Kins. Santos negó con un movimiento de cabeza. www.lectulandia.com - Página 142
—Para mí se trata de alguien muy cuerdo y, por cierto, que distingue perfectamente el bien del mal. Miren, inspectores, podría endilgarles cualquier rollo de psicología barata sobre el complejo proceso basado en factores biológicos, sociales y medioambientales que llevan a alguien a convertirse en asesino, pero eso no los va a ayudar. Y si les he de ser franca, en mi opinión es eso precisamente lo que ha hecho que mi profesión se gane tan mala fama. Nos esforzamos demasiado en averiguar por qué matan estos tipos cuando lo cierto es que no es posible identificar todos los factores que pueden llevar a un individuo a terminar siendo un asesino en serie. Piensen en los millones de elementos que se han tenido que unir para traducirse en lo que es cada uno de ustedes, y no hablo solo de genética y educación, sino en la suma de todas las experiencias que hemos conocido a lo largo de nuestra vida y han determinado lo que somos. Por eso no podemos crear ninguna plantilla para ellos: lo más que cabe hacer es tratar de identificar ciertos rasgos comunes. —¿Y cuáles serían esos rasgos? —preguntó Tracy. —Un comportamiento antisocial en su primera infancia. —Despellejar el gato del vecino o meterle fuego a la cola de un perro —dijo Kins. —Meterse en peleas en la escuela —repuso Santos—. La falta aparente de remordimiento por las malas acciones, la insensibilidad para con el dolor físico o la tortura… Más tarde, normalmente no mucho antes de cumplir los treinta, la necesidad de dominar y matar se vuelve demasiado poderosa para que puedan resistirse a ella y, en cuanto empiezan a hacerlo, a poner en práctica sus fantasías, toma las riendas de la situación su delirio, sea cual sea. —Sin embargo, hay casos de asesinos en serie que han dejado de matar, a veces durante varias décadas —señaló Kins—. Ridgway acabó con la mayor parte de sus víctimas entre 1982 y 1984 y no dieron con él hasta veinte años después. —Él aseguraba que había matado a ochenta mujeres —repuso Santos—. ¿Quién sabe cuándo se detuvo? Además, se casó muchas veces y pudo satisfacer parte de sus fantasías e impulsos sexuales con sus esposas. Lo mismo cabría decir quizá de Dennis Rader, el asesino en serie de Kansas. Yo creo que el ansia de matar no lo abandonó nunca y que, cuanto más tiempo transcurría entre un crimen y otro, más difícil le resultaba reprimirla. —De modo que podemos esperar del nuestro que siga matando —concluyó Tracy. —Eso me temo. Kins se inclinó hacia delante. —Déjeme que le pregunte una cosa: si lo que pretende este fulano es matar a esas mujeres sin que lo atrapen, ¿qué probabilidades hay de que aceche a una agente de policía? Santos miró entonces a Tracy. —Si es el mismo tipo, sería raro, aunque no faltarían precedentes. La inspectora www.lectulandia.com - Página 143
Crosswhite ha sido noticia y los asesinos en serie tienen un ego descomunal. Desean ser el centro de atención y puede ser que entienda que le está quitando usted protagonismo. —Se detuvo unos instantes—. Aunque también podría ser que la considere su presa más codiciada.
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CAPÍTULO 32
El hombre que atendió a Dan en aquella modesta recepción no se parecía mucho al de la imagen que figuraba en la página web del bufete. James Tomey había envejecido y ganado peso desde la visita del fotógrafo. En realidad, no estaba gordo, sino que tenía el aspecto abotargado que él asociaba a los grandes bebedores y que, en su caso, se manifestaba sobre todo en un rostro ancho e hinchado y se acentuaba por el grosor de sus labios y una generosa mata de pelo rubio. Tomey le tendió la mano. —¿Es usted O’Leary? —Sí. —Dan levantó la barbilla para mirar al abogado, al que calculó un metro noventa largo de estatura. Este gritó por el pasillo: —Tara, ¿está abierta la sala de reuniones? —La ha reservado Garth. —¿Para qué? —Para la declaración de Unger, a la una. Él se subió el puño de la camisa para dejar al descubierto un reloj caro de pulsera. —Apúntame a mí hasta entonces. —Tiene la mesa hecha un desastre. —Tú apúntame. —Entornó los ojos—. A veces me pregunto quién trabaja para quién. Dan se había documentado brevemente sobre Tomey en Google. El abogado compartía bufete con otros cuatro letrados: tres antiguos abogados de oficio y un fiscal. La firma estaba especializada en defender casos de conducción imprudente, negligencia policial, violaciones de los derechos civiles, desviación sexual y, en general, de delitos y faltas. Ofrecían planes de financiación y aceptaban tarjetas de crédito. —¿Quiere un café? —ofreció mientras se servía una taza. —No, gracias. Tomey tenía la actitud bravucona propia de los abogados litigantes. No había vacilado al llamarlo Dan para preguntar si podía robarle una hora de su tiempo para hablar de Wayne Gerhardt ni tampoco revelaba preocupación alguna su lenguaje corporal mientras lo acompañaba a la sala de reuniones. Su experiencia le decía que los letrados así solían ser más pistoleros que profesionales técnicos. Disparaban sin desenfundar, lo que quería decir que podían ser chapuceros… e impredecibles. Tomey apartó un montón de papeles por la superficie recién encerada de la mesa de madera oscura y se arrellanó para sorber su café. —Wayne Gerhardt, ¿no? www.lectulandia.com - Página 145
—Quería saber si podía contarme algo de aquella causa. —No me diga que es cliente suyo. Dan no le había revelado su profesión. —¡Qué va! Solo estoy haciéndole un favor a cierta amistad. —¿A quién? —No estoy en condiciones de revelar su identidad. —Lo ha contratado la hermana, ¿verdad? Siempre se opuso a que se declarase culpable a cambio de una reducción. De hecho, él estuvo a punto de no hacerlo. —¿Y por qué accedió al final? El abogado frunció los labios. —No tuvo más remedio: el fiscal lo tenía bien agarrado por las pelotas. —¿Confesó entonces Wayne Gerhardt? —No puedo revelar lo que dijo ni lo que dejó de decir, porque es información confidencial, pero sí le diré que juraba ser inocente. De todos modos, eso es lo de menos. —¿Por qué? —Porque lo que importa son las pruebas y él las tenían a patadas. Gerhardt había estado en la casa aquel día y había huellas suyas por todas partes. No tenía coartada y, encima, lo identificó una vecina. Además, el jurado no me hacía ninguna gracia. Uno acaba por desarrollar un sexto sentido con estas cosas y le puedo decir que estaban deseando colgarlo. —Se declaró culpable después de oír el testimonio de la vecina. —No tenía otra. Como ya le he dicho, lo reconoció sin un asomo de duda. —Pero en la declaración que hizo a la policía no parecía tan convencida. Tomey le dedicó una sonrisa condescendiente y dejó sobre la mesa su taza de café. —Señor O’Leary, llevo ya muchos años en esto y puedo decirle que lo que revelan los testigos a la poli no significa nada: lo que importa es lo que declara ante los doce idiotas que se sientan en la tribuna de los imbéciles y a ellos les dijo que lo había visto en la casa. Lo único que puede lograr un abogado desacreditando a una ancianita como esa es que el jurado acabe por odiarlos más todavía a él y a su cliente. El desdén que impregnaba sus palabras confirmó a Dan que lo había tomado por un investigador privado, confusión que él estaba más que dispuesto a alimentar. —Lo entiendo —dijo—. ¿Y las pruebas de ADN? ¿Por qué no hizo que las analizaran? Tomey le mostró las palmas de las manos. —Porque si resultaba que eran de mi cliente, ¿cómo iba a convencer al fiscal para hacer un trato? Imposible. Él tiene que tirarse a la yugular. Si no, ¿qué le va a contar a la familia de la víctima? ¿Entiende el problema? En esos casos, un error de cálculo se paga con el certificado de defunción del cliente, porque es seguro que lo cuelgan. —¿Y si el ADN hubiese demostrado que no había sido él? www.lectulandia.com - Página 146
—Mire: eso es lo que no entiende la gente. El ADN estaba en la ropa de la víctima y no dentro de su cuerpo. Si llega a haber echado su semillita dentro de ella y resulta que no es de mi cliente, al menos habría tenido algo que defender. Pero el informe del forense decía que no había habido sexo y, por lo tanto, el que el ADN no hubiese coincidido no habría querido decir que no lo hizo él, sino solo que ella había acabado con muestras de cualquier otro tipo: su novio o alguien más que hubiera estado en la casa. No es concluyente ni exonera a nadie. De modo que uno se la juega, y se la juega entre la pena de muerte o una cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, por un lado, y veinticinco años por el otro. Gerhardt era joven y por buen comportamiento y con abono de la prisión preventiva cabía la posibilidad de que solo estuviera dentro quince años. —¿No había tenido sexo en setenta y dos horas? —preguntó Dan—. En ese caso, ¿cuál fue el móvil de su cliente? Tomay se encogió de hombros. —¿Quién sabe, no? —¿Qué teoría presentó el fiscal? —Que no tuvo ocasión de violarla porque murió antes. —¿Tenía novio? —¿Quién? —Beth Stinson. Acaba de decir que el ADN podría haber sido de su novio. ¿Estaba saliendo con alguien? —Yo no me acuerdo: lo único que digo es que, cuando uno juega con dinero prestado no tiene más remedio que tomar ese derrotero. Dan no estaba seguro de haber entendido aquella metáfora mixta, aunque sí tenía claro adónde quería llegar. —¿Qué me dice de los otros testigos? —¿Qué otros testigos? —Los demás que aparecen en el informe policial. ¿Habló con ellos? —Supongo. Que yo recuerde, ninguno debió de decirme nada interesante. — Tomey volvió a consultar aquel reloj tan caro—. En fin, con eso ¿tiene bastante? Dan asintió. —Sí, tengo bastante. No era cierto, pero sabía que aquel tipo no se iba a dejar entretener más. En el mundo de aquel abogado, el tiempo era oro y eso quería decir que no iba a consentir seguir charlando con él sobre un cliente que llevaba casi una década a la sombra. Además, con aquello él ya había podido figurarse lo que necesitaba saber. La defensa de Gerhardt había sido una verdadera caca de caballo.
Tras volver a casa de Tracy, Dan salió a correr un buen rato, se duchó y pasó el resto de la tarde repasando cuanto le quedaba por ver del expediente de Beth Stinson. Ella www.lectulandia.com - Página 147
llamó a las cinco de la tarde para anunciarle que volvería temprano y, a continuación, volvió a llamar a las cinco y media para decir que la habían retrasado. Él logró dar con los ingredientes necesarios para hacerse una ensalada con la que acompañar las pechugas de pollo congeladas que había marinado con salsa de soja, porque no había mucho más en el frigorífico de Tracy. Las metió en el horno en el momento en que se abrió la cochera. El reloj del aparato marcaba las 18:33. Al oír la puerta que daba a la casa, se colocó detrás de la pared y asomó una mano mientras agitaba un paño de cocina blanco y preguntaba: —¿Corro peligro? Ella se echó a reír y él sacó la cabeza. Pese a su sonrisa, parecía tan cansada y derrotada como por teléfono. Dejó el maletín en el suelo y arrojó el abrigo al respaldo de una silla. Dan le dio un beso. —¿Quieres un vaso de vino? —Mejor no —dijo ella— si no quiero quedarme dormida. —La cena estará lista en veinte minutos. Por si quieres ducharte. —Gracias. La verdad es que huelo a humanidad. ¿Qué has hecho en tu día libre? —¿Día libre? Ojalá. Ahora te cuento. De momento, dúchate. Ella lo miró. —Tienes algo que decirme. Te conozco. —En realidad, estoy intentando decidir cuánto debería contarte. —¿Sobre Beth Stinson? —He hablado con JoAnne Anderson esta mañana. —¿Sí? —Y luego, con el abogado de oficio de Wayne Gerhardt. —¿Y no vas a decirme lo que has averiguado? —¿Y si Nolasco o quien sea te empieza a hacer preguntas? Quizás es mejor que no conozcas los detalles. Ella se apoyó en la encimera de la cocina. Aunque agradecía que Dan se preocupara por ella, en aquel momento la investigación no estaba avanzando nada y, si dar con alguna pista que pudiera cambiar la situación comportaba incurrir en el riesgo de tener problemas por desenterrar un expediente antiguo, estaba más que dispuesta a asumirlo. —Pues yo he hablado hoy con una psicóloga del FBI. Dice que esta clase de asesinos en serie practica su forma de matar como nosotros trabajamos nuestro swing en el golf y que, por lo tanto, no tiene por qué salirle bien a la primera. Eso explicaría la diferencia en la forma de atar a Stinson y al resto de las bailarinas. Dan pensó en ello unos instantes y dijo a continuación: —Anderson es miope. No alcanza a ver hasta la acera sin las gafas. Le he preguntado si las llevaba puestas aquella noche y dice que no está del todo segura. Cree que las debía de tener porque piensa que vio a Gerhardt, pero yo lo dudo, como dudo que hubiese llegado a verlo siquiera en caso de llevarlas. Anoche fui hasta su www.lectulandia.com - Página 148
casa para observar la de la víctima desde su mismo punto de vista. No se veía nada, porque allí no hay farolas. La única iluminación provenía de algún que otro jardín y en el exterior de la casa de la víctima no hay una sola luz. —Quizás hace nueve años fuera distinto. Dan meneó la cabeza. —En el expediente hay fotos de la fachada. Además, lo normal es añadir iluminación exterior, no quitarla. —Entonces, ¿cómo es que identificó Anderson a Gerhardt? —Al principio no lo hizo. Dijo a Nolasco y a su compañero que no estaba segura de lo que había visto: creía haber distinguido a un hombre, pero no quería ser responsable de la condena de un hombre inocente y cargar con eso en su conciencia. —Sin embargo, testificó que había visto a Gerhardt. —Pero después de señalarlo en una rueda de reconocimiento y, antes, Nolasco le había enseñado una fotografía suya. —¿Lo eligió entre varias fotos? Dan volvió a negar con la cabeza. —Dice que solo le mostraron la de Gerhardt. —Pero en el expediente hay retratos de otros cuatro hombres. —Ya lo sé. Sin embargo, me lo ha dicho muy convencida. —Creo que necesito la copa de vino —dijo Tracy. Él se lo sirvió y ella dio un sorbo antes de decir: —Así que le enseñaron la foto de Gerhardt, ella lo identificó en la rueda de reconocimiento y ahora está convencida de que llevaba puestas las gafas y vio a Gerhardt. —También dice que estaba cuidando su jardín la tarde que él estuvo desatascando el cuarto de baño de Stinson y que lo vio salir de la casa y abrir la parte trasera de su furgoneta. —O sea, que puede que lo recordase de entonces y no por haberlo visto aquella noche. —Declaró que Gerhardt llevaba puesto el mono. —Dan sacudió la cabeza—. Imposible: ni siquiera con gafas habría podido distinguirlo, porque estaba nublado y lloviznaba. Me apuesto lo que sea a que lo vio con el mono aquella tarde. —El expediente no recoge nada de eso. —No, pero, después de hablar con el abogado de Gerhardt, tampoco estoy seguro de que hubiese salido a relucir en el juicio de haber estado en los informes de la policía. Me dijo que no quiso presionar mucho a Anderson por no ponerse en contra al jurado. ¿Tu cliente está con un pie en la cárcel y tú no quieres indisponerte con el jurado? Estuvieron un minuto callados antes de que Tracy preguntase: —¿Y qué vamos a hacer ahora? —Lo más lógico sería que fuese a hablar con Gerhardt, pero tendríamos que www.lectulandia.com - Página 149
pensarlo muy bien, Tracy. —No hay nada que pensar, Dan. Ya no. —Si alguien se entera de que he ido a ver a Gerhardt, ¿cuánto crees que tardarán en saberlo y en relacionarme contigo la prensa y tu jefe? Y si es verdad que su compañero y él incriminaron a Gerhardt, dudo mucho que le haga mucha gracia verte indagando en este asunto. Te presentará como una activista que prefiere dedicarse a liberar a otro homicida convicto antes de dar caza a un asesino en serie. No tengo claro que vayas a poder quedar al margen, sobre todo si empiezan a preguntarme cómo he conseguido un expediente policial. Tracy miró a través de la puerta corredera de cristal. Las últimas luces del día se reflejaban en ráfagas de oro en los ventanales de los bloques de oficinas del centro de Seattle. —¿Te acuerdas de Walter Gipson? —¿El maestro de escuela? —Reconoció haber estado en el motel con Schreiber la noche en que la mataron, pero asegura que no fue él. Si está diciendo la verdad, significa que alguien tuvo que entrar en aquella habitación después que él. Tuvo que ser así, ¿no es cierto? —Eso tendría sentido. —La experta en psicología criminal con la que he hablado hoy dice que el asesino es muy inteligente y muy cauto. ¿Y si sabía que Schreiber iba a estar con Gipson y lo usó como tapadera? —¿Cómo iba a saberlo? —Schreiber llevó a Gipson al camerino al menos una vez y Faz ha encontrado algo raro en el vídeo que grabaron las cámaras de vigilancia del estacionamiento del Pink Palace la noche en que salieron juntos de él la bailarina y el maestro. —¿Qué ha encontrado? —Un vehículo estacionado en una bocacalle que arranca y parece seguir a Gipson y Schreiber cuando salen del club. —Y piensas que, si Gerhardt no mató a Stinson, el asesino pudo haber sabido que iba a acudir a su casa para una reparación aquella tarde y haberlo usado de tapadera. —Sería una deducción lógica, ¿no? —¿Y qué me dices de las otras dos bailarinas? —Todavía no lo sé. A eso sigo intentando darle cuerpo. Sin embargo, si consigo dar con algo, podría significar que lo he entendido mal. Si ese tipo tuvo algún contacto anterior con las víctimas, tal vez haya que plantearse si de veras ellas no lo conocían. Dan reconoció en Tracy la misma mirada que adoptaba en el campo de tiro cuando apuntaba a un blanco. —Pensaba que habías dicho que habíais investigado a todos los empleados y no habíais dado con nada sospechoso. —Sí, pero eso no significa gran cosa. La psicóloga dice que estos tipos tratan de www.lectulandia.com - Página 150
pasar inadvertidos, llevan vidas en apariencia normales y no tienen antecedentes, porque es mucho lo que se juegan: si los atrapan, van a la cárcel de por vida o al corredor de la muerte. —Hay algo más —dijo Dan. Tracy lo siguió de la cocina a la mesa del comedor, de donde él tomó el formulario del HITS correspondiente a Beth Stinson para tendérselo. —Mira la pregunta número 102. Dice que hay pruebas de agresión sexual, pero no está tachada la casilla que indica que encontrasen semen en las cavidades corporales de la víctima. —Yo también me he dado cuenta. Tracy estaba a punto de añadir algo más cuando él la atajó: —No lo digas. —Buscó una copia del informe del médico forense que había subrayado con amarillo y anotado. Pasó unas cuantas páginas grapadas y leyó—: «No se aprecian signos de enrojecimiento, hematomas ni otros indicios de traumatismo físico que apunten a un contacto sexual. El frotis de las cavidades corporales tampoco revela la presencia de fluido seminal y la colposcopia que se ha practicado no hace pensar en microtraumatismo genital alguno indicativo de contacto sexual ni penetración recientes. No hay rastro de fluido seminal, espermatozoides ni fosfatasa ácida». Tracy había pasado un año en la Unidad de Delitos Sexuales. —Cuando en ausencia de esperma se encuentra fosfatasa ácida suele ser porque el agresor tenía hecha la vasectomía o llevaba preservativo. —Y eso debieron de tener en mente Nolasco y su compañero cuando tacharon la casilla, por más que el forense descartase que hubiera podido usarse un preservativo. —Dan bajó la mano con la que sostenía el informe—: El asesino de Beth Stinson no tuvo relaciones sexuales con ella. Nolasco o el otro inspector marcaron la casilla 102 antes de tiempo, porque… —Necesitaban un móvil. Dan asintió. —Igual que necesitaban un sospechoso. Y, como la defensa convenció a Gerhardt para que se declarase culpable, no salió a la luz nada de esto ni ellos se molestaron en corregir el formulario. —En ese caso, tienes que hablar con Gerhardt y averiguar quién más sabía que la empresa lo había enviado a casa de la víctima y ver adónde te llevan esos posibles testigos. —La familia de Beth Stinson no va a querer revivir todo esto. —Lo sé, y no puedo echárselo en cara, pero, si estamos en lo cierto, no se trata solo de un hombre inocente encarcelado por un crimen que no cometió, sino de alguien que puede llevar matando poco menos de una década, quizá más, y que podría haberles quitado la vida a muchas más de tres o cuatro mujeres. Si la psicóloga tiene razón, hay algo que lo ha impulsado a matar de nuevo y esta vez no va a www.lectulandia.com - Página 151
detenerse por propia voluntad.
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CAPÍTULO 33
Presionó el botón para expulsar la cinta y volvió a mirar a la mujer que yacía en el suelo. Todavía erguida, lo miraba con los ojos y la boca abiertos de par en par. Le había dado más trabajo que las otras. Cada vez que daba por hecho que estaba muerta, ella se encogía y volvía a la vida con un jadeo. Era como uno de esos zombis de las películas que solo morían cuando les volaban los sesos. Aunque al principio había resultado emocionante, no tardó en hacerse pesado. Lo único que deseaba en aquel momento era verla morir para poder marcharse. El perfume que llevaba y su olor corporal le daban asco y el hedor de los cigarrillos le provocaba náuseas. El reproductor, que no había dejado de ronronear, se detuvo entonces. Él tendió la mano para recoger la cinta, pero no salía. Volvió a oprimir el botón y oyó un chasquido que indicaba que había dejado de rebobinar. Aun así, seguía sin salir. Volvió a accionar el botón varias veces. —Venga, venga, venga… ¡Qué mierda de trasto! Estampó el puño contra la tapa del aparato, lo que hizo que la cómoda diese con fuerza en la pared. Se quedó helado: había oído hablar en la habitación contigua, aunque hacía una hora que estaba en silencio. Levantó la pestaña del reproductor y miró en su interior. La cinta seguía allí, pero no quería salir. Por la frente y la nuca le corrió un sudor frío y sintió gotas que le bajaban desde las sienes por las mejillas. Volvió a mirar a la mujer, que seguía con los ojos clavados en él. —Deja de mirarme —le dijo. Se puso en pie y le asestó una patada que la hizo tambalearse, pero no la derribó. Entonces agarró el aparato y comprobó que estaba atornillado a la cómoda de madera laminada. —Como si alguien fuese a querer robar una mierda de reproductor de hace décadas por el que ni siquiera te darían diez pavos en una casa de empeños —dijo. Volvió a pulsar el botón y luego abrió y cerró cajones buscando frenético algo con lo que sacar la cinta. Todos estaban vacíos. Renegó entre dientes. —¿Qué clase de motel no te da siquiera un bolígrafo? —Sacó las llaves del bolsillo y trató de meter una de ellas bajo el objeto codiciado para hacer palanca. No era solo una cuestión de sentimentalismo, aunque había tenido aquella cinta desde niño, sino que la quería por un motivo más práctico: la carcasa llevaba sus huellas por todas partes. Miró el reloj. ¿Cuánto hacía que había alquilado la habitación? Siempre les daba dinero para toda la noche y ellas, las muy avariciosas, pagaban una hora o dos y se quedaban con la vuelta. Por eso había empezado a quemarles la planta de los pies con cigarrillos: estaban tardando demasiado en morir y temía que el gerente entrara en la habitación para pedir más dinero. Podía usar la punta del pitillo sin tener que tocarlas. www.lectulandia.com - Página 153
El tabaco le daba asco, pero tenía que ser práctico. Cualquier contacto con ellas podía suponer dejar huellas, pelo, restos de piel… Volvió la vista hacia la puerta: el pestillo de seguridad seguía en su sitio y la cadena estaba echada. La mujer no había dejado de mirarlo desde donde estaba postrada, conque le dio la espalda para centrarse en el problema más acuciante. Tenía que mantener la calma. Practicó los ejercicios de respiración que le habían enseñado para concentrarse antes de cada actuación. Ni siquiera tardó un minuto en dar con la solución, tan sencilla que lo hizo echarse a reír. La habitación no la había alquilado él: no tenían su tarjeta de crédito ni su permiso de conducir. ¿Qué podía perder si destrozaba aquel puñetero reproductor de vídeo? Siguió el cable eléctrico que partía de la parte trasera, apartando las pelusas que habían atrapado a toda clase de bichos en la parte baja de la cómoda, y lo sacó del enchufe. Luego se aferró a los bordes del aparato y aplicó una presión constante hasta que oyó crujir las láminas de aquel mueble barato y arrancó de él el reproductor. Hora de irse. Metió el aparato en su bolsa de deporte, pero sobresalía uno de los extremos. Probó desde otro ángulo, poniéndolo de lado, y trató de estirar la bolsa. Nada. No cabía. Iba a tener que improvisar. Siempre había sido muy ágil. Sus profesores le decían que esa era una de sus mejores dotes. Se quitó la sudadera y tapó con ella el trozo que asomaba. No era la solución perfecta, pero, si sostenía las asas de determinada manera, podía hacer que pareciese natural. Además, no había más opciones: tenía que ser así. Miró por última vez la estancia. La cama estaba perfecta y la ropa, bien doblada: había acabado su actuación. Se caló la gorra casi hasta los ojos, se puso los guantes de cuero sobre los de látex y se dirigió a la puerta. Descorrió el pestillo y retiró la cadena con cuidado de no hacer ruido. Poco a poco, abrió la puerta y esperó antes de asomarse. No había nadie en la galería ni en el estacionamiento. Salió y corrió a darse la vuelta parar tirar de la puerta y asegurarse de que estaba cerrada. Se llevó al hombro la bandolera de la bolsa de deporte, sintiendo el peso extra, pero tratando de disimularlo, y echó a andar con calma para doblar la esquina del edificio. La parte de atrás lindaba con la calle. Recorrió una manzana, caminando hacia el sur de forma deliberada y sin precipitarse. Era un hombre cualquiera que regresaba del gimnasio. Dobló a la izquierda y, después, a la derecha. Había estacionado frente a una valla metálica que delimitaba un solar que, al decir de los carteles que lo circundaban, se hallaba en venta y destinado a uso comercial. Era el lugar perfecto para dejar su vehículo, lejos de la indiscreción de los vecinos trasnochadores. Al dejar atrás el motel, comenzó a relajarse, aunque no había dejado de sudar. El aire fresco que le acariciaba la piel y le henchía los pulmones le sentó muy bien. Abrió la puerta del automóvil con la llave por evitar el pitido del mando a distancia y colocó la bolsa en el asiento de atrás. Una vez dentro, arrancó el motor, que por ser híbrido no hizo ruido, y se apartó del bordillo. A mitad de manzana encendió las luces y al llegar al cruce respetó la señal de detención antes de girar a la www.lectulandia.com - Página 154
derecha. —Ya no hay peligro —dijo mientras comprobaba el retrovisor. De la Aurora Avenue surgió otro vehículo que enfiló la calle tras torcer a la derecha. Él comprobó el velocímetro: cuarenta kilómetros por hora. Volvió a detenerse al llegar a la siguiente esquina, comprobó de nuevo los espejos… y vio girar las luces rojas y azules de una sirena. Se le aceleró el corazón y notó el pulso en las sienes. Empezó a sudar de manera irrefrenable. Trató de concentrarse. —Cálmate —se dijo—. Te has preparado para esto. Has ensayado. Te sabes el papel de memoria. Solo tienes que seguir metido en el personaje y ceñirte al guion. Arrimó el automóvil al bordillo y observó la escena por el retrovisor lateral. Del coche patrulla salió un solo hombre, que se dirigió a él con paso rápido. Buena señal. Lo más seguro es que no hubiese dado por radio la matrícula. Bajó la ventanilla. —¿Algún problema, agente? —Tiene fundido un piloto de freno. El oficial parecía un niño con corte de pelo militar y rostro infantil. Daba la impresión de ser novato. Con un poco de suerte, no sería demasiado riguroso. —¿Sí? ¿Cuál? —El de la derecha. —¿Puedo salir a echar un vistazo? «Pide siempre permiso. Sé educado». —Por supuesto. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se dirigió al parachoques trasero, sin poder evitar mirar la bolsa de deporte al pasar a su lado. —¿Quiere que pise el freno para que lo vea? —preguntó el agente. —Sí, por favor. El policía sostuvo la puerta mientras metía la pierna derecha y apoyaba el pie en el pedal. —Tiene razón: no se enciende. —El vehículo parece relativamente nuevo. —Llevo poco tiempo con él, pero lo compré de segunda mano. Lo llevaré al taller en el descanso de media mañana para que lo arreglen. —Se limpió las sienes, que no dejaban de transpirar. —Está usted sudando una barbaridad. —Me cuesta enfriarme después de hacer ejercicio. Vio al agente echar un vistazo al asiento trasero. —¿Dónde hace gimnasia por aquí? —En el 24 Hour Fitness. Tienen uno a la vuelta de la esquina. —Señaló al asiento de atrás—. Llevo la bolsa ahí dentro. —El oficial la apuntó con la linterna a través del cristal de la ventana—. Sin embargo, esta mañana he tenido que interrumpir la www.lectulandia.com - Página 155
sesión para hacer patrulla gatuna antes de ir al trabajo. —¿Patrulla gatuna? Se encaminó al asiento del conductor e introdujo parte del cuerpo para sacar un montón de octavillas del asiento del pasajero. Mientras ofrecía una al agente se explicó: —Mi hija ha perdido a su gato, Angus, que lleva ya tres días desaparecido. Lo quería a rabiar, porque el gato dormía con ella y todo. Estoy dejando papeles por todo el barrio, aunque dudo mucho que lo encontremos. Me temo que lo más seguro es que lo hayan atropellado. Pero ¿quién sabe? Cosas más raras se han visto. El otro estudió la octavilla antes de devolvérsela. —Arregle el piloto. —Por supuesto. Gracias, agente. Se volvió para inclinarse y colocar de nuevo los anuncios dentro del vehículo antes de soltar aire. —Perdone. Al oírlo, volvió a incorporarse. Vio al policía caminar de nuevo hacia él, sin duda para pedirle el permiso de conducir y el resto de su documentación. —Dígame, agente. —Deme uno de esos papeles. Tengo dos hijos, ¿sabe?, y sé que se les partiría el corazón si pierden a su gato. Estaré pendiente por si veo a Angus.
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CAPÍTULO 34
Kins se levantó al ver entrar a Tracy en la sala Cowboy a la mañana siguiente. —Han llamado los de la Oficina de Responsabilidad Profesional para que les dé mi declaración. Van a abrir un expediente por lo de Taggart. ¿No me habías dicho que Nolasco te iba a apoyar? —Eso me dijo. Imagino que, de todos modos, tendrán que investigar. —¿Tracy? Bennett Lee entró con cuidado en la sala, como temiendo llenarse de polvo de cemento el traje de raya diplomática. —¿Por qué no me devuelves las llamadas? —Nos han tenido un pelín liados aquí, Bennett. —Ya… En fin: el jefe quiere que informe esta tarde a la prensa de nuestros avances. —Ojalá tuviésemos alguno. —Nolasco dice que el FBI os ha dado un perfil psicológico. —¿Nos estás tomando el pelo? —respondió Kins. Tracy cerró los ojos. Sabía que el capitán tenía que tener un motivo para haber concertado la reunión con Amanda Santos, aunque, de todos modos, se alegraba de que lo hubiese hecho. Si quería que fracasara la unidad especial, el siguiente paso lógico consistía en hacer público un perfil incompleto o erróneo. La prensa y el público lo interpretarían como un anuncio de que estaban a punto de detener a alguien y se les echarían encima cuando vieran que no lo lograban. Y lo que era aún peor: la información que estaban a punto de dar los iba a condenar a tener que atender un aluvión de llamadas con pistas inútiles, de las que habían recibido ya más de un millar. Lee levantó las manos. —No vayas a matar al mensajero, Sparrow. Ya sabes cómo va esto: si no publicamos un perfil, todos pensarán que andamos perdidos. —Es que andamos perdidos —repuso Kins. —Los canales nacionales ya están refiriéndose a Seattle como «el Matadero». Me tienen presionadísimo, Tracy. Nolasco no hace más que decir que estamos quedando por los suelos. —¿Sabes lo que no nos va a ayudar precisamente, Bennett? —dijo Kins—. Pues un perfil que diga que el asesino es probablemente un varón blanco de entre veinticinco y cuarenta y cinco años, posiblemente casado, posiblemente divorciado, posiblemente con hijos, posiblemente criado por una madre sobreprotectora que lo estimulaba sexualmente, un niño que posiblemente se meaba en la cama y torturaba posiblemente a sus mascotas. www.lectulandia.com - Página 157
Lee miró a Tracy. —¿Puedes darme algo? Tracy sintió compasión y estaba ya a punto de decirle que se sentaría a escribir unas líneas al respecto cuando sonó el teléfono de su mesa. —Espera —le pidió antes de contestar. Tras unos instantes de escucha, se le encogió el estómago y sintió que se le disparaba la adrenalina—. Vamos para allá. — Colgó. Kins había ido ya a recoger su chaqueta. Miró a Lee—: Hoy no vas a tener que preocuparte más por un perfil, Bennett.
La última vez que había estado Dan en el penal de Walla Walla había sido sentado al lado de Tracy a una mesa similar a la de las cafeterías para hablar con Edmund House, recluso curtido de músculos fibrosos y venas prominentes. Sin embargo, el hombre que tenía enfrente en esta ocasión, en una sala del tamaño de una cabina de teléfonos y detrás de una lámina de plexiglás surcada de arañazos, ofrecía un contraste brutal con él. Los pantalones y el jersey color caqui que habían asignado a Wayne Gerhardt pendían de una escuálida percha de hombros angostos y caderas punto menos que inexistentes. El rostro flaco de nariz y barbilla prominentes y el cabello del color de la paja seca lo llevaron a pensar en un espantapájaros del Medio Oeste. El recién llegado retiró una silla y, sentándose, miró a Dan a través de la separación con ojos azul desvaído a los que habían restado vida los años de reclusión. —Señor Gerhardt, soy Dan… —Lo sé —lo atajó con una voz suave que no buscaba enfrentamiento alguno—. Aquí lo conoce todo el mundo: usted representó a Edmund House. —En efecto. —¿Y qué quiere de mí? —Hacerle unas preguntas. —¿Por qué? —Tengo curiosidad sobre algunos de los detalles del asesinato de Beth Stinson. —¿Está escribiendo un libro? —No, soy abogado. —Eso ya lo sé. ¿Está escribiendo un libro? ¿O no es eso a lo que se dedican ahora todos los abogados? —Al decirlo elevó las comisuras de los labios. —No estoy escribiendo un libro —respondió Dan devolviéndole una sonrisa aquiescente. —¿Quién le ha hablado de mi caso? —En este momento no puedo revelarlo. Gerhardt entornó los ojos. Si estaba pensando poner fin a la conversación, aquel era el momento más probable. Sin embargo, dudaba que ese fuera el caso. A juzgar por su apariencia —que nada tenía que ver con las fotografías que le habían tomado www.lectulandia.com - Página 158
en comisaría para su expediente—, no le iba a venir nada mal tener de interlocutor, para variar, a alguien ajeno al colectivo de los violadores, los asesinos o los locos. —Soy abogado, señor Gerhardt, pero teóricamente no trabajo para usted. Por lo tanto, lo que digamos aquí no está sujeto a secreto profesional a menos que quiera que tenga la intención de comunicarse conmigo en calidad de letrado. Usted tampoco tiene por qué guardar silencio al respecto, de modo que no puedo revelarle nada. Por el momento, pues, tendrá que confiar en mí. Gerhardt volvió a sonreír, aunque esta vez había cierto aire de suficiencia en su gesto. —La última vez que confié en un abogado acabé aquí dentro con una condena de veinticinco años. —¿Le importa entonces que le haga unas preguntas? Él se enderezó y se inclinó hacia la lámina de plexiglás. —Solo conozco una pregunta y una respuesta que me interesen. —Arqueó las cejas casi hasta tocar con ellas su flequillo rubio—. ¿La maté? No. Dan aprovechó el pie que le ofrecía para decir: —¿Había visto alguna vez a Beth Stinson antes de ir a su domicilio a desatascarle el cuarto de baño? —No. —¿Qué puede decirme de aquel día? —¿Qué quiere saber? He tenido diez años para pensar en ello. —Cualquier cosa que recuerde. —Tenía atascado el inodoro. Antes tenía que ir a casa de otro cliente y tardé más de lo previsto, de modo que iba con retraso. —¿A qué hora llegó? —Por la tarde, cerca de las cuatro. Ella estaba nerviosa porque tenía que entrar a trabajar, pero temía que el inodoro tirase el agua estando ella fuera y se armase una buena. Creo que ya le había pasado antes. —¿Dónde dejó usted la furgoneta? —En la entrada. Ella había dejado su vehículo en la calzada, porque era nuevo y no quería arriesgarse a que lo rayara al pasar yo, ni tampoco que le impidiera salir después. —Porque tenía que ir a trabajar. —Eso mismo. —¿Qué más? —Me llevó al cuarto de baño. —¿El que había al lado del dormitorio principal, en la parte trasera de la casa? —Ese. —O sea, que tuvieron que atravesar el dormitorio. —Es que no había otra manera de entrar en el cuarto de baño. —¿Tocó usted algo allí? www.lectulandia.com - Página 159
—Dijeron que encontraron huellas dactilares mías en la cómoda, conque imagino que sí. —También las encontraron por todo el cuarto de baño. —Eso era inevitable. —¿Qué clase de mujer era Beth Stinson? —¿A qué se refiere? Dan se detuvo a considerar el mejor modo de plantear la pregunta. —A si era reservada, distante, extravertida, amigable… —Normal, no sé si me explico. Yo diría que amable. Atractiva, eso sí lo recuerdo: llevaba puestas unas mallas de esas de licra y una camiseta de las que dejan el ombligo al aire… Tenía buen cuerpo. —¿Consiguió resolver el problema? —Sí, pero me costó. Tuve que ir un par de veces a la furgoneta por herramientas y por el desatascador. Al final tuve que hacerlo desde un sifón de fuera. —¿Y ella dónde estaba mientras usted hacía todo eso? —Se pasó casi todo el rato en la cocina, mirando revistas, aunque entró un par de veces para ver cómo iba la cosa. —Estaba nerviosa —dijo Dan. —Eso he dicho. —¿Llegó a entrar en la cocina? —Solo para decirle que el atasco estaba en un punto más alejado del desagüe y que iba a intentar encontrarlo fuera. Habían encontrado huellas suyas en la encimera de la cocina y las habían usado como prueba de que había intentado limpiar una pisada que había dejado en la moqueta de Stinson. —¿Dónde estaba el sifón? —Debajo de la casa. —Miró hacia arriba un instante mientras recordaba—. En el lado que daba al norte. Aquel era el punto más cercano al domicilio de JoAnne Anderson. Gerhardt habría quedado mirando a su casa cada vez que saliese por la puerta principal de Stinson. —¿Había barro en esa parte de la casa? —¡Muchísimo! Hasta le ensucié un poco el suelo con las botas, pero ella no se enfadó ni nada: simplemente frotó un poco la mancha. Quería quitar la moqueta y poner suelo de madera. —¿Vio a alguien al salir? —La vecina de enfrente estaba cuidando su jardín. Es una de las que testificaron. Dijo que me vio aquella noche, pero es mentira. —¿Tenía gafas cuando la vio? —De eso no me acuerdo. Declaró que las llevaba puestas, conque imagino que sí. Recuerdo que llevaba un sombrero de esos anchos para protegerse del sol. De los que www.lectulandia.com - Página 160
caen por delante y le cubren a uno la cara. —¿La saludó con un gesto o de cualquier otro modo? —No. —¿Qué ropa llevaba usted? —Lo que me ponía siempre para trabajar: pantalones grises y una camisa azul. —¿No llevaba mono? —Me lo puse para meterme debajo de la casa. Dan añadió dos líneas donde había apuntado que JoAnne Anderson lo había visto con un mono aquella tarde. —¿Y qué clase de botas tenía puestas? —Unas Timberland. —¿De suela gruesa? Gerhardt separó los dedos unos seis centímetros. —¿Cuánto mide usted, señor Gerhardt? —No llego a uno noventa. ¿Por qué? Dan siguió escribiendo. —JoAnne Anderson dijo que el hombre que vio aquella noche tenía la misma altura que el árbol del jardín, que hace nueve años medía poco más de un metro ochenta. Con las botas puestas debía usted de superar los dos metros. —Dirá que estaba oscuro y que no lo vio bien. Dan sonrió y por primera vez creyó ver que se iluminaban los ojos de Wayne Gerhardt. —¿Por qué se declaró culpable si no lo era, Wayne? El otro se encogió de hombros y bajó la mirada. Cuando levantó la vista se le habían saltado las lágrimas. —Me daba la impresión de que lo tenía todo en contra, ¿sabe? Aquella mujer me había identificado en una rueda de reconocimiento y luego durante el juicio… —Le tembló el pecho. Estaba haciendo cuanto podía por no derrumbarse—. Mi abogado me dijo que no había nada que hacer, que, si no pactaba, me caería la pena de muerte. Decía que tenían pruebas de que la había violado antes de matarla y que dirían que eran circunstancias agravantes. —¿Y le dijo cuáles eran las pruebas? —Mi ADN. —¿Le habló de hacer analizar el que habían recogido del lugar de los hechos? —Dijo que, si encontraban mi ADN, podía despedirme del trato, que el fiscal no iba a poder justificarlo ante su jefe y que sería imposible negociar. Fue un error. Yo era joven y estaba aterrorizado. —Se limpió una lágrima furtiva antes de incorporarse y recomponerse—. No debí haberme declarado culpable. Llevo años intentando que alguien se haga cargo de mi caso. He escrito a los del Innocence Project de la Universidad de Washington, a todas partes. —¿Y su abogado? www.lectulandia.com - Página 161
—Él fue el que me metió aquí. Llevo años sin tener noticias suyas. ¿Usted sabe algo? —Algo sí que sé. Podríamos pedir un análisis de ADN previa condena. De hecho, ahora puede ser un magistrado quien ordene que se haga. —¿Y por qué iba a hacerlo? —En realidad, no lo hará a no ser que yo le dé un buen motivo. —¿Y lo tiene usted? —Deje que le pregunte otra cosa, Wayne. ¿Le dijo a alguien que iba a ir a trabajar a casa de Beth Stinson? O, mejor dicho, ¿quién podía saber que iba usted a verla aquella tarde? Gerhardt pensó unos instantes. —Mi supervisor y alguno de los demás técnicos. Yo tuve que decir por radio que me encargaba de atender la llamada. En ese momento podía haber mucha gente trabajando. Dan escribió un par de notas más. —¿Por qué me pregunta eso? —Por simple lógica, Wayne: si no mató usted a Beth Stinson, tuvo que hacerlo otra persona y puede ser que se trate de alguien que sabía que iba usted a su casa aquella tarde. —Suena poco probable. —Quizá sí. —¿Cree que bastará para hacer que analicen el ADN? —Por sí solo no, pero estoy en ello. Gerhardt no sonrió ni reaccionó de ningún otro modo. Se limitó a permanecer sentado, mirándolo a través del plexiglás. A Dan no le cupo la menor duda de que, después de diez años, aquel hombre debía de haber sufrido demasiados desengaños.
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CAPÍTULO 35
La multitud de periodistas comenzó a escupir preguntas tan pronto vio salir a Tracy y a Kins de su vehículo para dirigirse al estacionamiento del motel. —¿Se trata del Cowboy, inspectores? —¿Otra bailarina? —Inspectora Crosswhite, ¿tienen un perfil del asesino? Como en los otros asesinatos, la habitación se encontraba lejos de la oficina de recepción. Tracy no accedió de inmediato a la sala, situada en la esquina de una planta única con forma de L, sino que pasó de largo para llegar al lugar en el que la galería desembocaba en la parte trasera del edificio, que llevaba a una bocacalle de la Aurora Avenue. Kins no se separó de ella. —Dudo de que deje el vehículo en el estacionamiento —dijo—. Por eso no encontramos ningún resultado cuando introducimos las matrículas en las bases de datos. Lo dejará en calles adyacentes y llegará a pie. —Llamó al sargento de la patrulla y le pidió que precintase con cinta la zona trasera del edificio—. Por si dan los de la científica con alguna pisada, una colilla o cualquier otra cosa. Kins y ella firmaron en la hoja de registro y entraron en la habitación. —No, por Dios —dijo Tracy al ver a la víctima. Era menuda y pelirroja. No les hizo falta buscar su licencia de bailarina: era una de las muchachas con las que habían hablado en el camerino del Pink Palace.
Horas más tarde, en la sala Cowboy, Tracy encontró en su mesa recados de Nolasco, Bennett Lee y Billy Williams. También había llamado un tal Ferris, inspector de la Oficina de Responsabilidad Profesional. Arrojó ese último mensaje a la basura. La línea de colaboración ciudadana no dejaba de sonar y la unidad especial no daba abasto para atender todas las llamadas. Todos expresaban su frustración por encontrarse atados a sus mesas en vez de estar haciendo averiguaciones en la calle. Necesitarían semanas para comprobar todas las pistas recibidas y no podían esperar que se les asignara más mano de obra. Nolasco tenía el presupuesto bien atado mientras aguardaba la caída de Tracy. Alguien había añadido un retrato más a la pared. La pelirroja era Gabrielle Lizotte, por nombre artístico French Fire. Tenía veintidós años y llevaba dos y medio bailando en el Pink Palace, sobre todo en el local de la Primera Avenida, en el que se habían entrevistado con ella Tracy y Kins. La inspectora tuvo ocasión de sorprenderse al saber que, antes de eso, había trabajado en el Dancing Bare y se maldijo por no haber preguntado a las bailarinas si habían conocido a Nicole Hansen. Faz y Del iban a enseñar su fotografía en el Pink Palace antes de dirigirse al Dancing www.lectulandia.com - Página 163
Bare para preguntar por el período en que estuvo allí Lizotte y Ron Mayweather estaba comparando una lista de empleadas actuales de aquel con otra de jóvenes que bailasen o hubieran bailado allí y comprobaron los nombres de todo aquel que hubiese reservado un pase privado con la víctima a través de la página web del Pink Palace, porque el Dancing Bare no tenía. Tracy se dirigió a la mesa de Kins y, cuando él acabó de hablar por teléfono, le indicó con un gesto que saliera con ella de la sala. Cerrando la puerta tras de sí, quedaron bajo la luz amarillenta de la escalera, rodeados por cierto olor a humedad y a cemento. De algún lugar bajo sus pies les llegó el eco de pasos en los escalones metálicos y de una puerta que se cerraba. —¿Qué pasa? —quiso saber Kins. —Creo que lo conocía, que todas lo conocían. —¿De qué? ¿Por ser cliente? ¿Nash? —Debía de poseer alguna clase de influencia que les impedía decir que no y tenía algo que ver con todas menos con Nicole Hansen. —Como Taggart —dijo Kins—, quizá también Gipson… y todas las empleadas. Ella se mostró de acuerdo. Su teoría solo dejaba fuera a David Bankston, pues ninguna de las bailarinas del Pink Palace ni del Dancing Bare había reconocido su fotografía mezclada con otras. Ron Mayweather sacó la cabeza por la puerta. —¿Tracy? Tienes a Bennett Lee al teléfono. Dice que tiene que hablar contigo urgentemente. —Dame un minuto. Mayweather cerró la puerta. —¿Qué te hace pensar que lo conocían todas? —preguntó Kins—. ¿Lo de que Angela Schreiber alquilase la habitación para más de una hora? —Eso fue lo que me hizo sospechar en un principio, pero ahora empiezo a preguntarme qué pudo llevar a Gabrielle Lizotte a acompañarlo. Ya viste lo asustada que estaba la noche que hablamos con ella. No quería dejar siquiera el camerino. —Es bueno tenerlo en cuenta, pero ya hemos investigado a los empleados. —Podría ser un cliente habitual o uno de los que las contratan en línea. —Pero en ese caso usan seudónimo. Tracy se mostró de acuerdo. —Al menos tenemos al fin una conexión con Nicole Hansen si Gabrielle Lizotte bailaba allí. Kins soltó un suspiro estrepitoso. —Supongo que… ¡casi nada! Volvieron a la sala y Tracy respondió al teléfono. —Necesito una declaración para la prensa —dijo Lee. —No es el mejor momento, Bennett. Los inspectores segundos están a punto de llegar con las declaraciones de todos los testigos y los teléfonos no paran de sonar. www.lectulandia.com - Página 164
—Ya imagino, pero Nolasco dice que el jefe lo tiene acosado. ¿Qué hay de ese perfil? —Ya te he dicho que necesito tiempo para juntarlo todo, Bennett, y lo que te puedo garantizar ya es que va a ser una cosa muy genérica. —¿Cuándo vas a tenerlo? Kins, desde su mesa, se volvió con el teléfono pegado al pecho. —Es David Bankston, que dice que va a venir. —¿Cuándo? —preguntó Tracy a Kins. —Lo necesito para ayer —le dijo Lee. —Hoy —le dijo Kins—. Cuando acabe su turno. Voy a llamar a Ludlow para ver si podemos contar con el polígrafo. —¿Qué? —preguntó Lee. —Te llamo luego, Bennett. —Pero, Tracy, ¿cuándo puedo…? —Te llamo luego. Colgó para prestar atención a Kins, quien estaba confirmando con David Bankston la cita de la tarde. Kins dejó el teléfono. —Nos está saliendo todo a pedir de boca, ¿eh? El único sospechoso al que no podemos vincular con las bailarinas es el que está dispuesto a pasar por la máquina de la verdad. —¿Y si llamamos a Santos para que venga a echarle un vistazo y nos dé pistas sobre la clase de preguntas que habría que hacerle? Una agente encargada de atender al teléfono la llamó desde su mesa: —¿Inspectora Crosswhite? Tengo al aparato a una informante que dice que no quiere hablar con nadie más que usted. —Pues dile que tendrá que hablar contigo. Algunos llamaban para conversar con Tracy porque la tenían por una especie de celebridad y deseaban sentirse dentro de su investigación. También la llamaban compañías forenses y criminólogos independientes para ofrecer sus servicios y hasta un vidente de famosos que estaba convencido de que podía ser de ayuda. De hecho, hubo uno que llamó solo para invitarla a cenar. —Yo me encargo de Bankston —dijo su compañero mirando el reloj—. ¿Te puedes ocupar tú de la declaración para Lee? En ese momento sonó su teléfono. Por la identificación de llamada supo que era el laboratorio criminalista del estado de Washington. —¿Mike? —respondió. —Tengo algo para ti. Ella miró su reloj. —Me parece que no me va a dar tiempo de ir a verte. —No, si estoy en el edificio: ahí al lado, en el despacho del forense del AFIS. www.lectulandia.com - Página 165
Tracy se volvió hacia Kins, quien, no obstante, se hallaba inmerso en otra llamada telefónica. —Voy para allá. La agente se apoyó el teléfono en el hombro y, en el instante en que ella salía por la puerta, le dijo: —Inspectora. —Tómale los datos y dile que la llamaré. Que te dé todos los detalles posibles. Melton se encontró con ella en el vestíbulo de la sala W-150, el despacho del médico forense regional del AFIS, y la llevó a uno de los laboratorios situados en la parte trasera. Tracy saludó a Sherri Belle, a la que conocía de casos anteriores. Sobre una mesa descansaba el bolso morado de Veronica Watson, con restos del polvo gris de aluminio que se empleaba para obtener huellas dactilares. —Lo he procesado —dijo Belle— y he conseguido cinco muestras en buenas condiciones. Tres de ellas pertenecen a la víctima y dos coinciden con las de un tal Bradley Taggart. Mike dice que lo conoces. —Es el novio de la difunta —la informó Tracy, a cuya cabeza acudieron en ese momento cien motivos diferentes por los que podían haber acabado sus huellas en el bolso de ella mientras recordaba a Shereece diciendo que Taggart usaba a Watson como cajero automático. Melton, que había reparado quizás en que la noticia no había impresionado a la inspectora, indicó a Belle con un movimiento de cabeza: —Díselo. —La unidad de huellas latentes ha conseguido identificarlas con una huella parcial que encontramos en la cómoda de la habitación del motel.
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CAPÍTULO 36
Los inspectores que seguían de guardia alargaron el cuello para tratar de ver bien a Amanda Santos mientras Kins salía con ella del ascensor y la acompañaba por el pasillo de la planta séptima del Centro de Justicia. —No puedo prometer nada —dijo él cuando tendió el brazo para hacerse con el café en la diminuta cocina. —Trabajo en las instalaciones del gobierno federal —repuso Santos—. Hasta el alquitrán sabe mejor que algunos de los cafés que he tenido que probar. Llevaron las tazas al cubículo del equipo A y se sentaron a la mesa del centro a revisar las preguntas que, por recomendación de ella, debía formular Stephanie Ludlow a David Bankston ante el polígrafo. —Hay algo que me llama la atención —dijo Kins—. Suponiendo que fuese culpable, ¿por qué iba a someterse a la prueba? ¿De veras creen estos tipos que son capaces de engañar a la máquina? —En algunos casos, puede ser, pero la mayoría no piensa así. No pretenden engañarla usando trucos ni técnicas: la hacen sin más porque no sienten remordimientos por lo que han hecho. Creen que sus actos son plenamente justificables. —Entonces, ¿por qué hacer la prueba? Ella se encogió de hombros. —Es difícil de saber. Bundy no pudo contenerse. Se tenía por abogado y se creía más listo que nadie. Pensaba que no lo atraparían nunca. Estos tipos guardan álbumes con recortes de periódicos y algunos hasta trofeos. —Como Jeffrey Dahmer. —Exacto. Ridgway volvía a los lugares en que había dejado a sus víctimas para mantener relaciones con ellas aun después de saber que se contaba entre los sospechosos. Hasta permitió que registraran su domicilio, porque había hecho quitar la moqueta y poner una nueva y sabía que los inspectores no iban a encontrar nada. Creía que aquello lo exoneraría. Personalmente, dudo mucho de que lleguemos nunca a entender a esta gente. Sonó el teléfono de la mesa de Kins y él respondió. —Ahora mismo voy. —Colgó—. Es él —le dijo a Santos.
Kins saludó a David Bankston en el vestíbulo y emprendió con él un incómodo trayecto en ascensor durante el cual el segundo mantuvo la mirada fija en las puertas de metal. —Gracias por venir —dijo el inspector. www.lectulandia.com - Página 167
Bankston lo miró fugazmente. —De nada. ¿Cuánto durará? —No mucho. ¿Qué edad tiene tu hija? —Dos años. —¡Cuando están más revoltosos! La verdad es que se disfrutan mucho en esa época. —Sí —dijo Bankston sin apartar la vista de las puertas. —¿Has hablado con tu mujer? —¿De qué? —De lo de venir aquí. Él meneó la cabeza. —No. —¿No le has dicho nada? —No. Cuando Kins lo llevó a la sala de interrogatorios «blandos», Bankston vio a Santos sentada a la mesa y vaciló. —¿Dónde está la inspectora Crosswhite? —preguntó volviéndose hacia Kins. —Está ocupada con otro asunto —respondió él. —¿La han sacado del caso? —Te presento a Santos —dijo Kins, evitando de forma deliberada mencionar que pertenecía al FBI. Ella, que se había acercado a la puerta, le fue a estrechar la mano, pero Bankston volvió a mirar a Kins. —Pensaba que iba a reunirme con la inspectora Crosswhite. —¿Había algo en particular que quisieras decirle a la inspectora Crosswhite? — preguntó Kins. —Me preguntó por la cuerda. Quería saber si podíamos seguir la pista a los envíos. —¿Y has averiguado algo? —preguntó Kins, aunque ya sabía la respuesta, porque Mayweather había estado estudiando el inventario del almacén y se había quejado de que era como buscar a un hombre honrado en el Congreso. También había repasado las compras que había hecho Bankston con el descuento de empleado y en las que no figuraba cuerda alguna de polipropileno. Al ver que no respondía de manera inmediata, le propuso: —¿Nos sentamos? Bankston pareció dudar unos instantes, tras los cuales entró y se sentó con el resto a una mesa redonda. —¿Qué has averiguado? —insistió entonces Kins. —¿Qué? —¿Sabes algo de los envíos? —Es posible seguir la pista al inventario usando los códigos de barras. Así www.lectulandia.com - Página 168
pueden saber dónde lo envían, a qué tienda. Una vez que llega la remesa, lo registran todo. Por lo tanto, es posible saber qué se ha vendido en esa tienda. —Aunque solo si se ha pagado con tarjeta. —No tiene por qué. Los clientes que se han apuntado a un programa de descuento reciben puntos aunque paguen en metálico, pero tienen que dar un número de teléfono. —En eso no había pensado —dijo Kins. En realidad sí que lo habían pensado, pero dudaban que el Cowboy fuese a ofrecer su número de teléfono—. Esa información es muy valiosa. Bankston hizo un gesto de asentimiento. —Y he estado pensando, ¿sabe?, que las tiendas tienen cámaras por todas partes, de modo que quizá puedan estudiar las grabaciones y ver si alguien compró cuerda el día en que mataron a las mujeres. Kins asintió y miró a Santos. —Otra buena idea. Se nota que estuviste en la academia, porque piensas como un poli. —¿En la academia de policía? —preguntó Santos. —David iba a ser de los nuestros antes de alistarse en el ejército —dijo Kins, que no pasó por alto que el aludido había empezado a frotarse las manos con los muslos. —¿De verdad? —preguntó Santos—. ¿Y por qué decidiste no hacerte agente de policía? Bankston dirigió la respuesta a Kins. —Se torció la cosa. —¿Por qué? —Santos lo sabía, porque la respuesta estaba en el expediente de Bankston. Kins no pudo menos de preguntarse si no estaría pinchándolo para ver con cuánta facilidad montaba en cólera. —Suspendí las pruebas físicas. —Miró al inspector—. ¿Falta mucho para que esté lista la examinadora? —La academia puede ser muy dura —dijo Santos—. ¿Cuántas veces lo intentaste? Bankston apoyó la espalda en el respaldo con la mirada fija en el suelo. —Una solamente: supuse que no tenía sentido seguir intentándolo. —Volvió a mirar a Kins—. ¿Cuándo empezamos? —La examinadora está preparando la sala. No creo que tarde. Bankston miró a Santos. —¿No es usted la examinadora? —No. —La sala está al final del pasillo —lo informó Kins—. Mientras esperamos, podemos ir abordando los preliminares, David. ¿Estás nervioso? —¿Por qué? www.lectulandia.com - Página 169
—En una situación tensa como esta es normal estar nervioso. El otro se encogió de hombros. —Un poco quizá. Kins deslizó una hoja de papel sobre la mesa. —Estas son las preguntas que te va a hacer la interrogadora. Bankston miró la lista y, a continuación, a Kins y a Santos. —¿Me van a dar las preguntas? El inspector sonrió. —Ojalá nos hubiesen hecho esto en el instituto, ¿verdad? Te damos las preguntas, pero no las respuestas. No pretendemos engañarte, David. Puedes tomarte el tiempo que quieras para repasarlas. Verás que las primeras son muy básicas: nombre, dirección edad… Los examinadores las llaman preguntas de control y usan las respuestas para tener un patrón con el que comparar nuestra reacción ante las demás. Como ya te hemos dicho, lo que nos interesa es poder descartarte como sospechoso para que puedas seguir con tu vida. Le ofreció un bolígrafo y reparó en que lo tomaba con la derecha. Tras explicarle algún que otro detalle más sobre el procedimiento, miró a Santos, que meneó la cabeza de forma sutil. —De acuerdo —dijo Kins—. A menos que tengas alguna duda que quieras que te resuelva, te presentaré a la examinadora. Recorrió con él el pasillo en dirección al despacho de Stephanie Ludlow, quien ya había puesto un cartel en el corredor para pedir silencio. La antesala era un lugar muy acogedor, diáfano y dotado de sillones de piel y una planta de interior en maceta, en el que reinaban unos tonos tan suaves como la iluminación. Tras presentarle a la examinadora, Kins regresó a la sala de interrogatorios. —Es un tipo raro —dijo Santos—. No me ha mirado a los ojos en ningún momento. —Me he dado cuenta. —Y cuando se entrevistaron usted y la inspectora Crosswhite la primera vez, ¿notó algo parecido? Kins negó con la cabeza. —No, pero fue Tracy la que dirigió el interrogatorio. —Pregúntenle a la examinadora cómo se ha conducido con ella —dijo Santos. —No le ha dicho nada a su mujer. Le pregunté en el ascensor si sabía que venía y me dijo que no. ¿No es raro? —Quizá sí, aunque también es posible que no haya querido asustarla sin motivo. —O tiene miedo de cómo pueda reaccionar —dijo Kins—. ¿Cómo interpreta que quiera ayudar con lo de la cuerda y las cámaras de vigilancia? —Con todos los programas sobre policías que hay ahora en la tele no faltan detectives aficionados. Para mí que a una parte de él le encanta sentirse vinculada al caso. www.lectulandia.com - Página 170
Al ver que Kins no estaba en su mesa cuando volvió a la sala Cowboy, Tracy había preguntado a Faz si quería ir con ella a buscar a Taggart. Habían visitado el bloque de apartamentos de Pioneer Square y el conserje les había dicho que llevaba varios días sin verlo y tampoco sabían nada de él la vecina de al lado ni el camarero de The Last Shot. Se dirigían de nuevo al Centro de Justicia, muy lentamente por lo denso del tráfico de última hora de la tarde, cuando sonó el teléfono de Tracy. La centralita había recibido noticias del vehículo de su sospechoso, cuya ubicación hizo que cambiara de inmediato el humor de la inspectora. —Taggart está estacionado en el sur de la Cuarta Avenida —anunció a Faz tras colgar. —Sur de la Cuarta… ¿De qué me suena? Tracy hizo un gesto de asentimiento. —Se ha metido en el Dancing Bare.
Los artistas callejeros habían marcado la fachada de color azul grisáceo, llena de arañazos y desconchones en los puntos en los que los clientes habían calculado mal la distancia entre aquel edificio de una planta y sus parachoques. El Dancing Bare era mucho más discreto que el Pink Palace: lo único que revelaba su naturaleza era el nombre, pintado a mano en la pared, y la silueta de una bailarina desnuda. Tracy y Faz pasaron por delante para comprobar que el vehículo de Taggart seguía estacionado en la puerta. —Ahí está nuestro hombre —dijo Faz. Aunque las cristaleras que daban a la calle estaban tapadas desde el interior con material grueso, Tracy recordaba la disposición de cuando habían investigado la muerte de Hansen. Tampoco había olvidado que el edificio se encontraba en una manzana en forma de V en cuyo vértice coincidían el tramo meridional de la Cuarta Avenida y la línea de ferrocarril de la BNSF. Doblaron la esquina. La parte trasera del edificio daba a una valla metálica que separaba el terreno de las vías. El callejón era demasiado angosto para apostar en él una unidad de apoyo y al otro lado de la valla se hallaba el estacionamiento de un almacén en el que se veían camiones articulados situados en muelles de carga. —Pero ¿este antro tiene salida trasera? —dijo Faz. Tracy señaló la única puerta que alcanzaba a verse. —Es esa. A su lado fue a colocarse un coche patrulla. Tracy dio a los dos agentes una fotografía de Taggart y los puso al corriente de las dificultades que planteaban la disposición del edificio y la manzana. A continuación, les pidió que aguardasen en la Sexta Avenida, donde tenía la salida el estacionamiento del almacén. www.lectulandia.com - Página 171
Al verlos alejarse se volvió hacia Faz: —A mí me conoce, claro. Si me ve, lo más seguro es que eche a correr. Entra tú por delante, que yo esperaré detrás.
Tracy se había apostado en el exterior de la puerta trasera cuando oyó a Faz decir por la radio: —¡Allá va la liebre! Sin embargo, Taggart no salió por detrás como esperaba: dobló la esquina del edificio y, patinando, se detuvo al ver a Tracy. A continuación, se encaramó de un salto a un antepecho de bloques de hormigón y se lanzó de allí a la valla. Aunque se aferró sin dificultad a la parte alta, sus botas de puntera cuadrada le impidieron apoyar los pies y lo obligaron a patalear en un intento inútil por auparse. Tracy dio el mismo salto, lo tomó de la cintura e hizo con su peso que soltara el marco de la valla. Cayó al suelo y sintió un dolor agudo cuando se le dobló el tobillo. Taggart rodó y le asestó una patada. Ella evitó que el golpe le diese en la cara, pero el tacón de la bota de él fue a estrellarse con fuerza en su clavícula. Con todo, se las compuso para acabar sobre él y sujetarlo hasta que llegó Faz, jadeando como un asmático, y, echando una rodilla a tierra, hizo caer todo su peso, que no era poco, sobre los hombros y el cuello de Taggart. —¡Está bien! Está bien —gruñó este dejando de pronto de hacer fuerza. Tracy se aferró a sus dos manos y se las puso tras la espalda, lo esposó y se apartó rodando, sin aliento y dolorida. El hombro y el tobillo le ardían. Faz lo agarró por el cuello de la camisa y lo levantó del suelo casi en vilo, lo que lo llevó a proferir más amenazas sazonadas con improperios: —¡Os voy a denunciar a todos! ¡Esto es acoso policial! Por la mañana voy a estar de patitas en la calle y me voy a ir directo a un canal de noticias. —Tú no has conocido todavía el acoso policial, amigo —repuso Faz—. Eso sí: sigue hablando y te garantizo que vas a saber bien lo que es.
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CAPÍTULO 37
Kins, sentado en el despacho de Stephanie Ludlow, contemplaba incrédulo la evaluación preliminar de la prueba que acababa de hacer a Bankston. —No todas las preguntas —dijo ella—, pero… —¿En cuáles ha mentido? Ludlow señaló el documento. —Pasa las páginas. Aquí. Para ahí. ¿Lo ves? Si conocía a alguna de las víctimas, si había estado con alguna… El inspector alzó la mirada de los papeles. —¿Qué ha contestado a la pregunta de si las mató? —La respuesta no es discernible. —¿Y eso cómo es posible, Stephanie? ¿Cómo puede ser que mintiera sobre si las conocía y no sobre si las mató? —No sé qué decirte, Kins. —Ludlow volvió a darle la lista de preguntas y sus conclusiones iniciales—. La gráfica también hace un pico cuando responde sobre su residencia actual. —O sea, que no es concluyente. —A ver, de que miente no hay duda. Lo difícil es determinar sobre qué. Estaba nervioso y desconfiaba: en ningún momento llegó a tranquilizarse del todo. Kins recordó lo que le había pedido Santos. —¿Te ha mirado? ¿Te ha mirado a los ojos? —Yo me siento siempre a un lado cuando los someto al detector y él estaba mirando al frente. De todos modos, no me llamó la atención nada de eso. —Miró el reloj—. Le he dicho que ya lo llamarán. Tengo que irme. ¿Por qué no estudias las preguntas y las conclusiones y las comentamos mañana por teléfono? Kins le dio las gracias y volvió a su mesa. Llamó a Tracy, pero le saltó directamente el buzón de voz. Amanda Santos, en cambio, respondió al tercer tono. —Soy el inspector Rowe. Me ha dicho que, a veces, esos tipos pueden engañar al detector porque no sienten remordimientos por estar convencidos de que no han hecho nada malo. ¿Y qué hay que entender cuando no superan la prueba?
Tracy llegó cojeando al cubículo con la ayuda de Faz y se sorprendió al ver a Kins sentado a su mesa. Este se levantó. —¿Qué te ha pasado? —La profesora ha vuelto a vapulear de lo lindo a Taggart —dijo Faz mientras la ayudaba a sentarse en su silla—. Voy por hielo y por el botiquín. www.lectulandia.com - Página 173
Le dolían el tobillo y la espalda y tenía hinchado el codo derecho. No sabía si la patada de Taggart le habría roto la clavícula, porque era incapaz de levantar el brazo por encima de la cabeza. Tenía la sensación de que el dolor aún habría de volverse mucho más agudo antes de empezar a mejorar. Abrió el cajón inferior de su escritorio y encontró en él un botecito blanco de naproxeno. —¿Por qué habéis ido a buscar a Taggart? —quiso saber Kins. Tracy sacó dos grajeas azules y se las echó a la garganta sin agua antes de revelarle que los de huellas latentes habían descubierto que una de las que habían encontrado en la habitación de motel de Veronica Watson pertenecía a su novio. —Una patrulla vio entonces su vehículo delante del Dancing Bare, pero, cuando llegamos, quiso darse el piro. —O sea, que también tiene algo que ver con ese otro club. —Podría ser. Dice que había ido allí porque no lo dejaban entrar al Pink Palace. Faz volvió con el material de primeros auxilios que había prometido. —La profesora se ha propuesto saltar vallas de un solo salto. Tracy observó el desgarrón que tenía en los pantalones, tras el cual asomaba la rodilla raspada y ensangrentada. —Mis vaqueros nuevos… —Creo que ahora se llevan así —dijo Faz—. La novia de mi hijo tiene unos cuantos. —Perfecto —repuso ella—: lo tendré en cuenta cuando salga a buscar niños de quince años. Se quitó el zapato y el calcetín y se remangó los bajos de los pantalones para examinarse el tobillo. Por suerte, no estaba hinchado ni había cambiado de color. —¿Es grave? —quiso saber Kins. —Me lo he torcido simplemente. —Se llevó el hielo a la clavícula y disfrutó del alivio que le proporcionaba el frío—. Van a traer a Taggart después de ficharlo. Les he dicho que nos llamen, porque quiero interrogarlo antes de que tenga tiempo de organizar sus pensamientos. —Cambió de posición el hielo—. ¿Ha venido Bankston? Kins le entregó el informe preliminar de Ludlow. —No la ha superado. Tracy miró a su compañero antes de hojear el documento. —¿Que no lo ha superado? —No ha sido en todas las respuestas, pero Stephanie dice que basta para considerarlas sospechosas. Mintió sobre su relación con las bailarinas. Tracy leyó por encima aquella parte de la evaluación. ¿Conoce personalmente a Angela Schreiber? No. ¿Conoce personalmente a Nicole Hansen? No. ¿Conoce personalmente a Angela Schreiber?
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No. El polígrafo ha detectado reacciones fisiológicas significativas, lo que suele indicar engaño, cuando contestó el señor Bankston a la serie de preguntas relevantes que se citan arriba. Dichas reacciones, contrastadas mediante estadística informatizada, permiten concluir a la examinadora que el señor David Bankston no ha dicho la verdad (hay indicios de engaño) en sus respuestas a estas preguntas.
—O sea, que las conocía —comentó Tracy. —La prueba hace pensar que sí. Tracy siguió leyendo. ¿Mató usted a Veronica Watson? No. ¿Mató usted a Nicole Hansen? No. ¿Mató usted a Angela Schreiber? No. El polígrafo no ha detectado reacciones fisiológicas significativas, lo que suele indicar falta de engaño. Dichas reacciones, contrastadas mediante estadística informatizada, permiten concluir a la examinadora que el señor David Bankston ha dicho la verdad (no hay indicios de engaño) en sus respuestas a estas preguntas.
—Esto no tiene sentido. —Lo mismo dije yo. —¿Cómo lo explica Stephanie? —En realidad no se lo explica. Quiere que hablemos mañana. He llamado a Santos y le he enviado los resultados. —¿Dónde está Bankston? —En su casa. He hecho que lo siga una pareja, pero les he pedido que se mantengan a distancia de él. Ahora mismo tiene el vehículo en la entrada de su domicilio y los nuestros están estacionados en una explanada de gravilla cercana a la I-90. Si Bankston toma la autopista para venir al centro, lo sabremos, pero si va a comprar en automóvil en su barrio, no. En ese momento sonó el teléfono que había en la mesa de Tracy. Los de la prisión del condado de King informaron de que habían registrado ya a Taggart. —Lo traen para acá —anunció ella.
Dan había pasado el resto de la tarde tratando de dar con los testigos identificados en el expediente del asesinato de Beth Stinson. Después de nueve años, había números de teléfono que habían dejado de existir y los recuerdos de algunos de aquellos se habían desdibujado de manera espectacular. Dos le dijeron que se acordaban de haber llamado a la policía, pero no qué información de la que ofrecieron les pareció importante. De hecho, llevaban años sin pensar demasiado en ello. Otro dijo que había vendido un vehículo a la víctima aquella misma semana y había pensado que el www.lectulandia.com - Página 175
dato podía interesar a la policía, aunque, en su opinión, aquello no iba a serles de gran utilidad. Dan consideró que a Tracy podía interesarle investigarlo, pues le había dicho que el asesino de Stinson podía haber tenido alguna clase de relación con ella. De cualquier modo, había estado en lo cierto al sospechar que Nolasco y Hattie no habían mostrado el menor interés por sondear a ninguno de los testigos. La llamada más productiva fue la que hizo al antiguo supervisor de los grandes almacenes del distrito norte en los que había trabajado de contable la víctima. Abe Drotzky le dijo que Stinson, sin ser la empleada del año, se había ganado bien el sustento de lunes a viernes. Aunque sabía poco de su vida personal, le confió que tenía la impresión de que debía de dormir muy poco, porque no era raro que llegase a la oficina con cara de sueño. Acabada esta entrevista, Dan se propuso probar con otro de los nombres que recogía el expediente antes de parar para comer. Se trataba de Celeste Johnson, quien, si bien ya no tenía el número que se recogía en la documentación, vivía en aquel tiempo en una dirección no muy alejada de los grandes almacenes. Decidió acercarse en su automóvil. Calculó que la mujer que le abrió la puerta debía de estar entre los setenta y los ochenta. Le pareció divertido que preguntase por Celeste. —Hace ya años que no vive en casa. —¿Es usted su madre? —supuso él. —¿Y usted quién es? Dan le dijo que era abogado y estaba investigando el caso de Beth Stinson. —No me diga que le van a dar la libertad condicional a ese animal —fue la respuesta de la anciana. —Me ha sido imposible dar con ella mediante el número de teléfono del expediente. —Es que está casada. Su apellido ahora es Bingham. —¿Sigue viviendo en las inmediaciones? —¡Ya me gustaría a mí! Porque, ¿sabe?, me pongo mala si no veo a mis nietos una vez a la semana por lo menos. La mujer no quiso revelarle la dirección, pero le dio su número. Cuando llamó, le respondió uno de sus hijos. —¡Mamá, te llaman al teléfono! —No grites, que estoy aquí. Como si quisiera demostrar su condición de niño, el pequeño volvió a exclamar a voz en cuello: —¡Al teléfono! —¡Calla ya! —Dan oyó el ruido que indicaba que el aparato estaba cambiando de manos—. ¿Hola? —¿Celeste Bingham? —Si es publicidad, por favor, bórrenme de su lista. www.lectulandia.com - Página 176
—No, no quiero venderle nada —respondió él—. Su madre me ha dado este número. La llamo para hablar de Beth Stinson. Dan prosiguió con rapidez a fin de rellenar el silencio que siguió a esta revelación: —Llamó usted a la policía tras su asesinato porque pensaba que tenía cierta información de interés. Otro silencio prolongado. —Señora Bingham, ¿sigue ahí? —¿Qué es lo que quiere? —dijo ella. —Estoy tratando de llegar al fondo de ciertas cuestiones y me preguntaba si no le importaría responder a unas preguntas. —¿Es usted policía? —No, soy abogado. Una nueva pausa. Dan tenía la impresión de que estaba a punto de decirle que era incapaz de acordarse de nada o que no quería que la molestase. —¿Qué es lo que quiere? —repitió ella sin embargo. Parecía incómoda. —Estoy intentando averiguar si el señor Gerhardt tuvo un juicio justo — reconoció él ante la sensación de que le iba a ser imposible seguir eludiendo la pregunta. Tampoco a esto reaccionó ella de manera inmediata y Dan, convencido esta vez de que le iba a responder que no tenía nada más que decir, trató de rellenar el silencio una vez más. —Si le resulta más cómodo, podemos quedar donde y cuando le parezca oportuno. O, si lo prefiere, puedo acercarme a su casa. —No —contestó ella—. Aquí, no. Dan aguardó, pues tuvo para sí que era mejor callar. —Voy a llevar a mi hijo al fútbol y dispongo de una hora mientras acaba el entrenamiento. Hay un bar deportivo en el distrito norte que se llama Iron Bone, en la Quinta Avenida, delante de un centro comercial. Mejor nos vemos allí.
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CAPÍTULO 38
Tracy hizo una señal a los dos funcionarios de prisiones que aguardaban fuera de la sala de interrogatorios. —No tardaremos mucho —les dijo. —Tómese su tiempo —respondió uno de ellos—. El muchacho necesita que le lean bien la cartilla. —Yo me quedo a mirar desde la otra sala —anunció Faz mientras se daba la vuelta para ausentarse. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, Tracy recordó que el agente de la condicional de Taggart había aseverado que, pese a su actitud de tipo duro, no era más que un fanfarrón. Agarró a su compañero del brazo y le preguntó: —¿Serás capaz de hacer tu numerito de mafioso siciliano? —¿Cómo que «numerito»? —respondió él con repentino acento de Nueva Jersey. Tracy, volviéndose a Kins, anunció entonces: —Tengo una corazonada. —¿Quieres que te espere ahí fuera? —Llámame de aquí a cinco minutos. Kins salió para observarlos desde detrás del espejo. Tracy abrió la puerta y entró con Faz moviéndose tras ella con la pesadez propia de un guardaespaldas gigante. —¡Vaya una mierda! —empezó a decir Taggart. Los cardenales que tenía en torno a los ojos habían adquirido un desagradable tono morado con toques amarillos—. Voy a demandaros, a toda la comisaría y a la ciudad. Mis abogados dicen que la demanda va a ser millonaria. —¡Tú, hijo de perra! —le espetó Faz, quien notó cómo se encogía—. O cierras el buzón o te lo cierro yo. Pero que sepas que, si te lo cierro yo, te lo va a tener que abrir un cirujano. —Tócame y también te demando a ti. Faz se aferró al borde de la mesa y se inclinó para invadir su espacio. Tracy rezó deseando que su almuerzo hubiera estado bien cargado de ajo. Taggart se echó hacia atrás, pero con las manos esposadas a una cadena sujeta al suelo con una argolla no iba a ir muy lejos. El inspector sonrió: —Estas salas deben de tener algo, porque la gente se escurre y cae al suelo con una facilidad… Se dan con la cabeza en la mesa y se hacen toda clase de chichones… Taggart hizo una mueca de dolor. —No puedes hacer eso: hay una cinta grabándolo todo. —¿Una cinta? —Faz miró por encima de su hombro a Tracy, que hacía lo posible por revelar que estaba disfrutando del momento—. ¿Quién se cree este fulano que somos? ¿El KGB? ¿Yo quién soy; Putin? www.lectulandia.com - Página 178
Dicho esto, se inclinó aún más hacia él. Taggart daba la impresión de estar conteniendo el aliento. Faz señaló entonces al espejo. —Aquí no grabamos nada. Lo que sí tenemos es un espejo para que puedas ver lo feo que eres. Y, ahora, calla y escucha a la inspectora. —Se incorporó y volvió a sentarse al lado de Tracy. —¿Por qué corrías, Bradley? —le preguntó ella. Él se inclinó hacia un lado, como un niño quisquilloso. —Quería hacer ejercicio. Me estáis acosando: no tenéis ningún motivo para retenerme. Tracy colocó una copia ampliada de la huella que había generado el AFIS sobre la mesa, al lado de la huella latente que había obtenido la policía científica de la cómoda de la habitación de motel de Veronica Watson. Taggart miró las imágenes con gesto desinteresado y volvió a hacer caso omiso de la inspectora. Ella, intuyendo que en su fuero interno no estaba tan tranquilo, guardó silencio para dejar que se cociera por dentro unos instantes. Él se desmoronó primero y la miró diciendo: —¿Qué? —¿Hay algo más que quieras decirnos sobre la noche en que mataron a Veronica? —Ya lo he dicho todo. —En ese caso, vamos a ver qué tenemos. Sabemos que fuiste al Pink Palace aquella noche. Mentiste y dijiste que no, pero luego cambiaste tu declaración para decir que fuiste a pedirle dinero y que ella te aseguró que no podía dártelo hasta que hubiese ajustado con el local las cuentas de aquella noche. Me pregunto cómo te las arreglaste para conseguir lo que necesitabas. Él sonrió con aire de suficiencia. —Atraqué un banco. —O quizás el atraco lo sufrió su bolso. Este comentario suscitó una nueva mirada fugaz de Taggart. —Un bolso morado —insistió Tracy— con una cadena larga y dorada. —No sé nada de eso. El teléfono de la inspectora comenzó a vibrar. Al oír la señal, Faz asestó un puñetazo sonoro con el que hizo temblar la mesa y encogerse a Taggart. Era imprescindible que todo estuviera sincronizado. —Estoy harto de la actitud de este hijo de perra. Vamos a mandarlo otra vez a la cárcel para que se pudra allí. Tracy respondió al teléfono mientras el inspector fulminaba al sospechoso con la mirada. —Faz se equivocó de vocación —dijo Kins—: con todas esas películas de mafiosos, se habría hecho de oro en los noventa. —Sí —dijo Tracy—. De acuerdo. Tranquilo, voy para allá. —Colgó y se volvió hacia Faz—. ¿Puedes encargarte de esto tú solo? www.lectulandia.com - Página 179
Faz siguió estudiando a Taggart como quien mira un chuletón de buey. —Será todo un placer. Tracy pasó por detrás de su compañero y abrió la puerta. —Cuando acabes con él, haz que lo encierren de nuevo. Encárgate de que lo fichen por agresión a un agente de policía. —¿Me vas a dejar aquí? —dijo Taggart—. ¿Con este? Ella se encogió de hombros. —De todos modos, no quieres hablar conmigo. Habla con él. —Espera. Tracy soltó un suspiro. —Tengo cosas que hacer, Bradley. —De acuerdo, fui al Pink Palace aquella noche. ¿Contenta? Le pedí dinero a Veronica y me dijo que no podía darme nada porque todavía no había saldado sus cuentas. —Eso ya lo sé —dijo ella—. Me estás haciendo perder el tiempo. Él empezó a balancearse en la silla, despegando del suelo las patas delanteras para después volver a posarlas en él. —Necesito hacer un trato. —¿Un trato? —Sí. —Dio en la mesa con el dedo índice—. Un trato que diga que lo que cuente aquí no puede usarse contra mí ante un juez. —Y tú ¿quién eres ahora? ¿Perry Mason? —le espetó Faz. —¿Un trato a cambio de qué? —preguntó Tracy. —¡Ah! No pienso decir nada sin un trato de por medio. Tracy tendió una mano para recoger las ampliaciones de las dos huellas y acercárselas más a Taggart, quien volvió a mirarlas de soslayo. —Obsérvalas más de cerca, Bradley. ¿Sabes lo que son? Son tus huellas dactilares. Esta es la que tenemos en el expediente. ¿Y sabes por qué la ha escupido el programa de reconocimiento? Pues porque está entre las que se sacaron de la cómoda que había en la habitación de motel en la que encontramos el cadáver de Veronica. Él bajó la mirada, pero quedó por lo demás inmóvil. —Así que más te vale decirme, Bradley, cómo llegaron allí si, según me has contado, no viste a Veronica después de salir del Pink Palace. —Tracy se detuvo y vio que a Taggart le estaba costando tragar saliva—. No parece que estés en posición de hacer ningún trato, Bradley. De hecho, yo diría, más bien, que te espera una temporada muy larga en la cárcel, quizás el resto de tu vida, a no ser, claro, que te condenen a muerte. Su interlocutor se balanceó con mayor vehemencia: las patas de la silla comenzaron a golpear el suelo con más fuerza mientras su respiración se agitaba. Tracy había visto a mucha gente hiperventilar en aquella sala. Él levantó las manos esposadas y se inclinó hacia delante para enjugarse el sudor de la frente. www.lectulandia.com - Página 180
—De acuerdo, es verdad: fui al club por dinero y, al ver que V. no me lo daba, me fui. —¿Adónde? —Al Last Shot. —¿Y cómo es que acabaste en la habitación del motel? —Estaba jugando al billar y lo siguiente que recuerdo es al camarero diciendo que pidiésemos la última, que iban a cerrar. Cuando volví al club, me dijeron que V. ya había dado su parte y se había ido. La llamé por teléfono para decirle que necesitaba el dinero y ella me dijo que fuera a verla al motel. —¿Para qué lo querías? —Eso es lo que no pienso decir sin un trato de por medio. —Ibas a comprar droga —dijo Tracy. —Lo único que digo es… Está bien: fui al motel, sí, y conseguí el dinero. Ella no lo necesitaba, porque le iban a dar un par de billetes de cien. La inspectora miró a su compañero, que seguía inmóvil como una estatua, con los brazos cruzados apoyados en su estómago. —¿A ti te suena creíble, Faz? —Ni una palabra. —Ahora sí que estoy diciendo la verdad. ¡En serio! Antes no, pero ahora sí. Tracy se inclinó más hacia él. Sintió una punzada en el hombro izquierdo, donde él la había golpeado. La herida de la rodilla le ardía y tenía dolorido el tobillo. —Tienes un problema, Bradley, y te voy a decir cuál es. Yo me encargo de reunir la información, nada más, pero es el fiscal el que va a tener que decidir si te cree o no y te garantizo que si le cuento: «Primero nos vino con mentiras, pero ahora dice la verdad», me va a responder, «Hemos encontrado huellas suyas en la habitación; reconoce que estuvo allí y no tiene coartada y ahora resulta que también es cliente del Dancing Bare. Tenemos más que suficiente para hacer que se pudra entre rejas por asesinato». —Al encogerse de hombros sintió dolor en la clavícula—. Así que más te vale decirme algo que pueda contarle, Bradley, para convencerlo de que no eres un mentiroso. —Me someteré a la máquina de la verdad —dijo—. Enchúfame. —¿Sabes cuál es el problema que tienen esos cacharros? Los abogados se ponen a presentar toda clase de objeciones y de solicitudes ante el tribunal y nunca puede uno estar seguro de que vayan a admitirse. Por lo tanto, la verdad, ese trasto no nos hará ningún bien. Taggart se estaba mordiendo el labio inferior y las patas delanteras de la silla golpeaban el suelo con bastante energía. Tracy simuló que miraba su reloj. —Se está haciendo tarde, Bradley, y a mi amigo Faz le gusta cenar en casa los viernes. —Me vuelvo irritable cuando no como. ¿Cómo lo llaman a eso, profesora? —Hipoglucemia. www.lectulandia.com - Página 181
—Pues eso. —No os puedo decir lo que estaba haciendo si no me dais garantías —insistió Taggart. —Lo que quiere es que hagamos la cruz del rey —dijo Faz. —¿Qué? —preguntó él. —¿Nunca has jugado al escondite? —Faz hizo una cruz con los índices de las dos manos—. Quiere decir tiempo muerto. Ahora estás a salvo. Taggart miró a Tracy como si el inspector estuviese loco y dijo a continuación: —Está bien: fui a Belltown, a conseguir material a un apartamento. El tipo que vive allí puede deciros que estuve allí, pero, claro… —¿De qué clase de material estamos hablando? —De meta. —¿Y cómo se llama tu amigo? —quiso saber Tracy. —Eso es lo que no te puedo decir. ¿Qué quieres, que me mate? —Pues necesito una dirección. —¡Venga, hombre! —Vamos a suponer que al fiscal le parece bien —dijo ella—. Todavía tenemos que hacer algo con los cargos de resistencia a la autoridad y agresión a un agente de policía. —No sé… Habla con él y explícale lo que ocurrió… —Quizá —dijo ella volviéndose hacia Faz— podríamos informarlo de que se está mostrando colaborador en una investigación de asesinato. Supongo que eso no le hará ningún daño a su proceso. Faz encogió sus hombros colosales e hizo desaparecer así lo poco que se veía de su cuello. —Eso si no es él el asesino. Taggart no sabía a cuál de los dos mirar. —Yo me preocupaba por ella, de veras, y no solo porque la mamara de muerte. Eso lo dije sin pensarlo, por fastidiar solamente. Nos peleábamos, no lo voy a negar, pero ¿quién no? Sin embargo, me encantaba tener a alguien con quien compartir mi vida. Yo nunca había tenido nada igual. —¡Qué tierno! —exclamó Faz—. Como Romeo y Julieta. —A ver, tú me has preguntado si la hacía trabajar y la verdad es que no. Y no miento. —¿Qué quiere decir eso? —preguntó Tracy. —V. tenía sus propios clientes. Yo nunca la obligué a hacer nada de eso. La inspectora meditó al respecto. Dudaba que Taggart fuese el Cowboy, pero sabía que podía tener información de utilidad. —¿Quién te vio hablar con ella en el club aquella noche? —No lo sé, pero estábamos en una de las mesas: nos pudo ver cualquiera. —¿Le dijiste a alguien que pensabas ir al motel? www.lectulandia.com - Página 182
—No. —¿Qué me dices de Darrell Nash? ¿Lo viste aquella noche? —¿A Nash? Sí, allí estaba. —¿Te vio hablar con Veronica o con cualquiera de las otras bailarinas cuando volviste? —No lo sé. No me quedé mucho rato, porque querían que pagase la entrada y los mandé a paseo. —¿Te dijo ella con quién iba a encontrarse en el motel? —No. —¿No te dio ningún nombre? —Nada. No me dijo nada. —¿Y no viste a nadie merodeando por la habitación o por el motel? —intervino Faz—. ¿Tal vez dentro de algún automóvil del estacionamiento? —No. —¿Había estado ya con alguien? Taggart asintió con la cabeza. —Creo que sí. —¿Cómo que crees que sí? —dijo Tracy. —Cuando la llamé me pidió que esperase una hora. Por eso. La inspectora miró hacia el espejo. —¿Y no viste a nadie? —Al entrar en la habitación, no. Solo estaba V. —¿Mencionó alguna vez a alguno de sus clientes habituales? —Sí, había un fulano que pedía las citas en la página web. Ella lo llamaba el Abogado. A él le gustaba V. y siempre la pedía a ella. —Pero no sabes si era el que iba a encontrarse con ella aquella noche. —No. Tracy miró a Faz antes de decir. —Te voy a decir una cosa, Bradley. Voy a aceptar esa oferta que nos has hecho de someterte al detector de mentiras. Si pasas la prueba, no te vuelvo a preguntar el nombre de tu amigo el traficante, pero, si fallas, hago que el fiscal te meta en la jaula hasta que eches canas.
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CAPÍTULO 39
Johnny Nolasco metió los informes en el cajón superior de su escritorio antes de cerrarlo con llave. Al llegar a la puerta se puso la chaqueta. En ese momento sonó el teléfono del despacho. —¿Sí? —Tengo una llamada para usted, capitán —dijo la recepcionista—. Es una mujer que dice que habló con usted hace varios años sobre un asesinato en el distrito norte. JoAnne Anderson, creo. Él dejó escapar un suspiro mientras se preguntaba si aceptar o no la llamada. Consultó el reloj. —¿Cómo ha dicho que se llamaba la víctima? —No lo ha dicho. Ella es al parecer una testigo. Dice que se llama JoAnne Anderson. Nolasco volvió a sentarse. —Pásamela. —Apenas había sonado una vez cuando dijo—: Capitán Nolasco. ¿En qué puedo ayudarla? —Inspector, soy JoAnne Anderson. Hablamos hace ya más de nueve años sobre el asesinato de mi vecina Beth Stinson. Soy la mujer que vivía en la acera de enfrente y que hizo de testigo en el juicio. Al oír el nombre, cayó en la cuenta, aunque lo cierto es que hacía años que no pensaba en aquel asesinato, el último que había investigado con Floyd Hattie antes de la jubilación de su compañero. Por supuesto que no había olvidado a JoAnne Anderson: había sido como hacer subir a la tía Mildred al estrado. —Claro que la recuerdo, señora Anderson. ¿Qué puedo hacer por usted? —Tenía la esperanza de que pudiera decirme cómo avanza la investigación. —¿Perdone? —Siento molestarlo, pero no logro encontrar la tarjeta del abogado que ha venido a verme. —¿Dice que ha ido a verla un abogado? —Dice que estaba repasando algunos aspectos del caso y hablando con los testigos. Y al instante vio con claridad lo que estaba ocurriendo. —Señora Anderson, ese abogado debe de trabajar para la familia del señor Gerhardt. Se trata de algo bastante habitual. Puede ser que tenga posibilidades de obtener la libertad condicional y quieran ayudarlo o que se esté preparando para volver a solicitar una revisión de condena. No debe preocuparse: si llegasen a soltarlo en algún momento, tenga por seguro que la avisaríamos. —Es solo que no dejo de pensar en aquella noche horrible. www.lectulandia.com - Página 184
—No tiene por qué preocuparse —dijo Nolasco—. Sepa, señora Anderson, que no tiene que hablar con nadie al respecto si le resulta doloroso. No tiene obligación legal ni moral alguna. Así que, si ese abogado la está presionando de un modo u otro… —¡No, qué va! Si ha sido muy amable. Lo que pasa es que no consigo dar con su tarjeta de visita. Quizá no me la diera. No estoy segura. Últimamente se me olvidan las cosas. Siento haberlo molestado. —No se preocupe. —El capitán estaba a punto de colgar cuando se le ocurrió decir—: Señora Anderson, si lo desea, podría hacer unas llamadas para informarme de lo que ocurre y llamarla. —Se lo agradecería mucho. —No se preocupe. —Tomó un bolígrafo y encontró un papel en el que apuntar después de darle la vuelta—. ¿No recuerda, por casualidad, el nombre del abogado? —Sí que me acuerdo: Dan, Dan O’Leary.
El Iron Bone daba la impresión de ser bastante popular. Había allí hombres y mujeres jugando al billar y al tejo de mesa, en tanto que otros charlaban mientras observaban un partido de la NBA en un televisor o comían sentados en un asiento corrido. La mirada de Dan se cruzó con la de una mujer que se sentaba sola en uno situado al fondo, ante una pared decorada con placas de matrículas de todo Estados Unidos. —¿Celeste Bingham? —preguntó al llegar a la mesa. La mujer asintió con un gesto, pero no hizo por levantarse. Cuando él se presentó, tendió la mano para estrechar brevemente la suya. Dan calculó que debía de haber cumplido los treinta no hacía mucho, tal como habría hecho Beth Stinson de haber seguido aún con vida. Su aspecto de madre estresada no le restaba atractivo. Se había recogido a la carrera el cabello pelirrojo en una cola de caballo y tenía marcadas las patas de gallo. Dan no detectó que llevara maquillaje ni más joyas que un discreto anillo de casada. En el momento en que se quitaba la chaqueta apareció una muchacha para tomar nota de lo que deseaba. Pidió cerveza y miró a Bingham, que, pese a estar abrazando con las dos manos un vaso de agua, daba la impresión de necesitar algo más fuerte. —¿Puedo invitarla a algo? Ella negó con la cabeza. —Con el agua tengo suficiente. La muchacha se alejó. Dan tomó asiento. De los altavoces que tenían sobre sus cabezas salía rock clásico de los ochenta: la voz de Steve Perry, de Journey, cantando Don’t Stop Believin’, que Dan creía recordar de su baile de graduación. —¿A qué hora tiene que recoger a su hijo? Bingham miró el reloj. —Tengo unos tres cuartos de hora. www.lectulandia.com - Página 185
Recorrió el bar con la mirada antes de centrarla en él. —¿Me ha dicho que es por Beth? —¿La conocía bien? —Éramos íntimas amigas desde el instituto. —Siento mucho lo que le ocurrió. —¿Para quién trabaja, señor O’Leary? —Podemos tutearnos si no te importa. Llámame Dan. Lo siento, pero por el momento no puedo revelar el nombre de mi cliente. Lo que sí puedo decir es que estoy repasando el expediente para tratar de llegar al fondo de algunas cuestiones y me he dado cuenta de que…, en fin: da la impresión de que los inspectores de la policía no volvieron a llamarte. Ella agitó la cabeza. No había dejado de envolver con las manos el vaso de agua con hielo mientras trazaba líneas con el pulgar en la capa de condensación. —Así es. —¿Y tenías algo que quisieras compartir con ellos? Ella iba a responder cuando regresó la camarera con la cerveza de Dan, que colocó en un posavasos. —¿Algo de comer? —preguntó. —No, gracias —repuso Dan, a pesar de estar muerto de hambre por no haber probado nada desde el desayuno. Bingham aguardó a verla marchar. —No puedo verme metida en nada —dijo—. Quiero decir que no puedo ser testigo ni declarar ante el tribunal ni nada. —De acuerdo. —O sea, que si esto sigue adelante y llega al juzgado o algo, no… No puedo declarar. —De acuerdo. ¿Por qué no me dices, sin más, lo que querías contarle a la policía? Bingham se recostó sobre el cuero del asiento y dejó caer las manos sobre la mesa. Mientras hablaba, se pellizcaba las uñas y las cutículas. —Mi marido y yo tenemos una empresa de publicidad con imprenta en el barrio. Yo colaboro en muchas cosas con las escuelas y la iglesia de aquí. Mi marido es obispo de la iglesia mormona. ¿La conoces? Dan sonrió. —Iba a ver la obra de teatro cuando venían a mi pueblo. Ella no sonrió. —Yo era católica antes de convertirme. ¿Entiendes lo que te digo? —Creo que sí —dijo él—: te convertiste al mormonismo al casarte. —Me convertí para casarme. Dale no habría contraído matrimonio con nadie que no fuera mormón; su familia no lo habría consentido. No sabe nada de lo que te voy a decir ni puede saberlo. No puede saberlo —recalcó espaciando las palabras y, a continuación, miró a la pareja de la mesa de detrás de Dan como para asegurarse de www.lectulandia.com - Página 186
que no la estaban escuchando. Entonces tomó aire para tratar de calmarse—. Perdón, es que… —Tómate tu tiempo —dijo Dan, entendiendo por qué había escogido un bar, donde resultaba poco probable que topase con nadie de su comunidad religiosa. Bingham bebió de su vaso y lo dejó en la mesa. —Como te he dicho, Beth y yo éramos amigas íntimas desde la escuela. En aquella época pasábamos la noche por ahí con otra amiga. Ninguna de nosotras llegó a la universidad. Yo trabajaba de recepcionista y Beth hacía labores de contabilidad. Salíamos mucho, casi todas las noches. Aquello fue a confirmarle lo que había sospechado el jefe de Beth Stinson. —Imagino que con esa edad y en aquellos tiempos debió de ser muy común — comentó Dan. Bingham volvió a beber agua y a llenarse los pulmones de aire. —Una noche que habíamos estado bebiendo y tomando alguna que otra sustancia más, Beth dijo de buenas a primeras: «Vamos a un club nocturno». Dan sintió que se le encogía el estómago. —Al principio pensé que estaba de broma —siguió diciendo ella—, pero hablaba en serio. Muy en serio. Acababan de abrir un local en Shoreline y la gente no paraba de hablar de él. Había salido en el periódico y en las noticias y Beth quería echar un vistazo. Yo no daba crédito, pero ella seguía diciendo que sería divertido ir solo a ver cómo era por dentro. Acabé por pensar: «¡Qué demonios!», y fuimos. Nos sentamos en uno de los sillones corridos del fondo y, cuando se acercaron las chicas, Beth se puso a hablar con ellas, a hacerles toda clase de preguntas sobre el dinero que ganaban y el tiempo que dedicaban. Algunas llegaban a sacar doscientos pavos por noche, y eso entre semana. Ganaban mucho más que nosotras. En aquellos tiempos el salario mínimo era ridículo. Una de las bailarinas nos miró y dijo: «Vosotras deberíais dedicaros a esto. Con esos cuerpos podríais ganar mucho dinero». Parece ser que a los hombres les gustaban bien dotadas y Beth encajaba a la perfección, aunque yo no tanto. Dan repasaba frenético las conversaciones que había mantenido con el antiguo jefe de Beth Stinson y con Wayne Gerhardt, así como la información que lograba recordar del expediente policial. El primero había dicho que la joven trabajaba de lunes a viernes, y el segundo, que había acudido a su casa en sábado y ella había movido el vehículo nuevo porque tenía que ir a trabajar. —Beth me llamó al día siguiente para comentar lo que habían dicho las bailarinas de que podíamos ganar mucho dinero —dijo Bingham—. Quería ir a hablar con el encargado. Yo no pensaba hacerlo, pero ella podía ser muy persuasiva cuando quería algo. Había pensado en todo. Dijo que podíamos usar nombres artísticos, que algunas de las chicas llevaban peluca y que, de todos modos, era muy poco probable que apareciese por allí ningún conocido nuestro. Al final le dije, solo por hacerla callar, que iría con ella para hablar con el encargado, aunque solo por acompañarla. Fuimos www.lectulandia.com - Página 187
al día siguiente. Creo que era sábado. Recuerdo que nos fumamos un porro en su vehículo antes de entrar. La entrevista no fue muy difícil: lo único que quería saber él era nuestra edad y si teníamos antecedentes. Entonces señaló a una barra vertical y dijo: «Prueba, a ver qué tal». Beth fue y se puso a dar vueltas y a balancearse. En el instituto había hecho gimnasia rítmica y se le daba muy bien. Él la contrató de inmediato. Luego me miró a mí y dijo: «Ahora, tú». Yo me negué, pero él insistió: «Prueba, mujer. ¡Qué diablos! Ya que estás aquí…». Yo seguía sin querer, pero Beth volvió a la carga y a mí se me había subido a la cabeza lo que habíamos tomado, conque al final me puse a hacer lo que había hecho ella, a hacer el tonto en la barra, nada más. —Y a ti también te dio trabajo. —Yo había contraído alguna que otra deuda considerable y, ¿sabes?, estaba deseando irme de casa. Además, si tengo que ser sincera, la idea de ser bailarina me resultaba… emocionante. —¿Cómo se llamaba el club? —Dan no se atrevió a sacar el cuaderno por temor a que Bingham saliese huyendo como alma que lleva el diablo. —Dirty Ernie’s. Beth y yo hacíamos el mismo turno para superar nuestros nervios. Mis nervios, en realidad, porque ella estaba como en su casa. Íbamos allí después de salir del trabajo y bailábamos hasta las once o las doce, dependiendo de cuánto público hubiera. Solo nos quitábamos la parte de arriba. A Beth se le daba mucho mejor que a mí, porque era más desinhibida. Los hombres empezaron a pedirle pases privados. Como el local era nuevo, había adquirido mucha fama y ella empezó a ganar mucho dinero. Hasta empezó a hablar de dejar su trabajo de contable. A mí no me iba tan bien. No me gustaba hacer pases privados, que era donde les llovía de verdad el dinero. —¿Qué nombre artístico usaba ella? —quiso saber Dan. —Betty Boobs —Bingham se detuvo para suspirar como si le faltara el aliento. Le empezaron a caer lágrimas por las mejillas y Dan sacó una servilleta de papel marrón del dispensador y se la tendió. —Me siento muy culpable por todo aquello —dijo mientras se secaba los ojos y luchaba por hacer salir cuanto quería decir. Le temblaba el pecho y Dan le dio tiempo para que se repusiera. Tras unos instantes, ella se sonó la nariz y alargó el brazo para tomar más servilletas. —Beth empezó a llevar a casa a algunos de los hombres. —Las palabras brotaban de su boca como si las hubiera estado conteniendo durante años y le fuese imposible seguir haciéndolo. A la cabeza de Dan no dejaban de acudir preguntas, pero quería dejarla terminar. —Había alquilado una casa en el distrito norte de Seattle para llevarlos. No a todas horas, ni tampoco con todos. —Bingham volvió a enjugarse las lágrimas. Parecía agotada física y emocionalmente—. Quiero decir que conocía a los hombres del club. www.lectulandia.com - Página 188
Él la aguijó con suavidad. —¿Qué pasó, Celeste? —Fui a ver al encargado y lo dejé. Le dije a Beth que ella debía hacer lo mismo, pero… le gustaba demasiado el dinero. Discutimos por eso y estuvimos un tiempo distanciadas. —Así que, cuando oíste que la habían matado, pensaste que sería uno de los hombres a los que llevaba a casa. Bingham asintió. —Sin embargo, no vino nadie a hablar conmigo. Entonces leí en el periódico que tenían un sospechoso y que se había declarado culpable. Supuse que nunca tendría que hablar con nadie de todo esto. ¿Qué sentido tenía hacer pasar vergüenza a nuestras familias? Volví a casa con mis padres y asistí a reuniones de Alcohólicos Anónimos dos días a la semana. Conocí a mi marido unos seis meses después de la muerte de Beth. No sabe nada de esto. No debe saberlo jamás. —¿Conocías a Wayne Gerhardt? ¿Era uno de los hombres que ella llevaba a casa? —No lo conocía ni lo había visto en el club. Al final una acaba conociendo a los habituales. —Y él no era uno. —No. Dan, convencido de que debía de tener algo más que decir, de que no lo había citado allí para revelarle, sin más, que Beth y ella bailaban en un club nocturno en aquella época, añadió: —¿Puedo hacerte una pregunta, Celeste? Ella asintió. —¿Por qué has querido hablar conmigo? ¿Por qué no me has dicho, sin más, que no recordabas el motivo de la llamada que hiciste a la policía y te has conformado con dejarlo como estaba? —¿Sabes cómo funciona Alcohólicos Anónimos? —Más o menos. —El noveno paso del tratamiento consiste en reparar. Es preciso compensar lo que se ha hecho siempre que no salga nadie perjudicado. No quiero que sufran mi marido ni mis pequeños, señor O’Leary. Tengo cuatro hijos y llevo una vida buena en una buena comunidad, pero siempre me ha atormentado la idea de que quizás aquel hombre no fuese el culpable. Ese era el motivo por el que Bingham se hallaba sentada frente a él, como un penitente en el confesionario: la culpa. —Pero él dijo haberlo hecho —repuso Dan. Ella volvió a dejar escapar las lágrimas, esta vez sin molestarse siquiera en secarlas. —¿Qué es lo que no me estás contando, Celeste? El pecho de ella se estremeció. Tomó otro sorbo de agua. www.lectulandia.com - Página 189
—Yo había hablado con Beth aquel día. Habíamos empezado a llamarnos de nuevo, en fin, por ver cómo estábamos y tratar de superar lo que nos habíamos dicho, y yo le pregunté si le apetecía salir aquella noche, cuando ella saliese de trabajar, pero ella me dijo que había quedado. —Quizá con Gerhardt. Ella sacudió la cabeza. Dan hacía lo posible por no precipitar la conversación. —¿Por qué no? —Porque yo estaba preocupada por ella y le dije que tuviese mucho cuidado, que no sabía lo que iba a ser de mí si le ocurría algo, y ella me contestó que no me preocupase. Me dijo que no pasaba nada… —Su pecho tembló de nuevo—. Me dijo que no tenía que temer, porque… porque el tipo con el que había quedado era alguien a quien yo conocía y era buena gente.
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CAPÍTULO 40
Tracy no vio el Chevrolet Tahoe de Dan en el camino de entrada ni en la calle. El coche patrulla de la comisaría suroeste llegó en el momento en que se abría la puerta del garaje. Pensó en pedir al agente que la acompañara mientras comprobaba que no había nadie en la casa, pero al instante prefirió no hacerlo: ella era policía e iba armada, ¿qué diferencia había? Sacó la Glock en el momento de entrar a la vivienda y recorrió toda la planta de arriba antes de regresar a la cocina. Entonces dejó la pistola sobre la encimera, sacó del frigorífico las sobras de pasta y fue ensartando los tallarines fríos con el tenedor mientras seguía rumiando las incoherencias aparentes con que estaban topando a la hora de estudiar las pruebas: desde la prueba del polígrafo que no había superado Bankston hasta la aparición de las huellas dactilares de Taggart en la habitación del motel de Veronica Watson, pasando por el asesinato de Beth Stinson hacía nueve años. Estaba extenuada y sus diversos dolores pedían a gritos una ducha calmante con agua cálida, así que volvió a meter la pasta en la nevera y reparó en que Roger no había salido a saludarla. Eso era rarísimo en él, así que recorrió la casa llamándolo. Tuvo la sensación de haber oído maullar y se detuvo a escuchar. Abrió la puerta de la cochera, pero no lo encontró. Cuando volvió a llamarlo lo oyó responder y siguió el sonido hasta la sala de estar sin dar con él. —¿Roger? Lo oyó por tercera vez, en esta ocasión con más claridad, y siguió el sonido hasta el rellano superior de las escaleras que daban a la planta baja. La cerradura apuntaba hacia la izquierda, como debía ser. —¿Roger? El maullido creció en volumen e intensidad. Entonces vio moverse una pata negra por debajo de la puerta. Volvió a la cocina para recuperar la Glock. Pensó en la tapa levantada del inodoro, sobre la que no había preguntado a Dan. Ya que estaba con ella en la casa, era posible que hubiese ido a la parte de abajo o al patio trasero, pero ¿para qué, si había dejado a los perros en Cedar Grove? Entonces pensó: «Quizás haya bajado a ajustar el sensor de luz». En tal caso, no era impensable que hubiese dejado la puerta abierta y Roger hubiera aprovechado la ocasión para ir a explorar. Roger volvió a arañar la parte inferior de la puerta con aire enfadado. Tracy bajó al rellano, quitó el cerrojo de seguridad, giró el pomo y abrió la puerta de un tirón mientras apuntaba a la oscuridad. El gato pasó corriendo a su lado y subió las escaleras como una exhalación negra. Ella, con el arma levantada, metió la mano en la sala y encendió de un golpe el interruptor. Las luces empotradas iluminaron el sofá www.lectulandia.com - Página 191
de piel con forma de L y una mesa de proyección antigua delante de una pantalla de televisión colosal situada en el muro del fondo. Tracy miró hacia la puerta que se abría al otro lado de la sala para salir al patio. Como la del rellano, tenía el cerrojo echado, de modo que, tras volver a cerrar a cal y canto la que daba a las escaleras, subió de nuevo a la planta principal. Roger paseaba por la encimera, protestando por la falta de alimento. —Si no fueses adonde no debes, no te pasarían estas cosas. —Lo tomó en brazos —. Debería haberte llamado Houdini, ¿verdad? ¿Cómo te has metido ahí? El animal se quejó: estaba enfadado y no tenía cuerpo para juegos. —Está bien. Está bien. Ella abrió una lata de comida, sacó parte del contenido a un plato con una cuchara y lo observó comer mientras llamaba a Dan. Al ver que no contestaba, colgó sin dejar mensaje y se dirigió al cuarto de baño, que cerró con pestillo antes de dejar la Glock y su teléfono en la encimera y desvestirse con cuidado. Tenía la rodilla enrojecida, pero no hinchada, y el tobillo, aunque le dolía, no parecía estar tan mal como había temido. Lo que más le molestaba era la clavícula en la que había recibido la patada de Taggart. En el espejo pudo comprobar que la tenía morada. Antes de echar los vaqueros al montón de la ropa sucia, miró si tenía monedas en los bolsillos y encontró la nota que le había dado la agente encargada de atender la línea de colaboración ciudadana en el momento en que había salido de la sala Cowboy para hablar con Michael Melton. Aquello le recordó que tampoco había contestado la llamada de Bennett Lee, que debía de estar hecho una fiera. Desdobló el trozo de papel y leyó el nombre: —Shereece —dijo, recordando a la bailarina afroamericana del Pink Palace. Marcó el número y, al oír una voz femenina, anunció—: Shereece, soy la inspectora Crosswhite. —Menos mal que me ha llamado. Tengo que hablar con usted. Enseguida.
Johnny Nolasco eligió una mesa situada el rincón más cercano a una chimenea de piedra. Las mesas de alrededor estaban vacías. Sin prisa por acabar el café, clavó la mirada en la puerta mientras repasaba la conversación mantenida con JoAnne Anderson, cada vez más iracundo. Dan O’Leary era el abogado que había representado a Edmund House. Era amigo de infancia de Tracy Crosswhite y, si estaba metiendo las narices en el caso de Beth Stinson, ella tenía que estar detrás de todo aquello. Aquella había sido una investigación intensa. Beth Stinson no era cualquier prostituta, drogadicta ni fugitiva que hubiese aparecido muerta. Era hija de una señora que vivía en un barrio de clase media y a la que habían atacado en su propia casa. Las víctimas de asesinatos no suelen ser muchachas así; eso no les ocurre a chicas normales de clase media residentes en buenos barrios. Los vecinos estaban www.lectulandia.com - Página 192
aterrados; los políticos locales, indignados, y los peces gordos no dejaban de presionar a sus jefes para que arrestasen a alguien. Y, como la mierda corría a raudales, Nolasco y Hattie acababan empapados día sí y día también. Pudieron tomarse un respiro cuando el extracto de las tarjetas de crédito de Stinson reveló que había ido a visitarla un técnico de Roto-Rooter la víspera de su asesinato. Bastaron unas cuantas llamadas telefónicas para dar con Wayne Gerhardt, un joven de veintiocho años que vivía solo en un apartamento no muy retirado de la casa que tenía alquilada la víctima. Había huellas suyas por toda la casa y, además, una pisada de barro en la moqueta que había tratado de limpiar sin mucho éxito. Por si fuera poco, no tenía coartada. Nolasco y Hattie estaban convencidos de que aquel era el hombre que estaban buscando, pero, aunque la vecina dijo al principio que creía haberlo visto al levantarse a beber agua aquella noche, aquella mojigata no dejaba de dudar ante el temor de estar condenando a un hombre inocente. Sin su testimonio no tenían pruebas para meter a Gerhardt en la cárcel. En aquella época las cosas y la administración eran muy diferentes. Era posible manipular las composiciones fotográficas y las ruedas de reconocimiento y no era difícil alentar a un testigo a que recordase lo que no había visto. Había técnicas, sutiles pero eficaces, encaminadas a poner al malo entre rejas y no se conocía un equipo de homicidios con más casos resueltos que el de Nolasco y Hattie. A su compañero no le hacía ninguna gracia jubilarse con un caso abierto y él no quería ninguno en su expediente mientras preparaba su ascenso. Wayne Gerhardt era el tipo que estaban buscando. Estaban convencidos. Solo tenían que hacer que JoAnne Anderson se sintiera convencida de que lo había identificado correctamente. Sabían que, una vez que la subieran al estrado, podrían dar por concluido el juicio. Gerhardt tendría dos opciones: declararse culpable a cambio de una reducción de condena o enfrentarse a la pena capital. Nolasco predijo que el reo vería la luz. Por lo tanto, hicieron ver a Anderson que tenían un sospechoso y que necesitaban que confirmase que era el hombre al que había visto aquella noche. Le mostraron la fotografía del sujeto y ella lo identificó. Entonces le pidieron que acudiese al centro para hacer una rueda de reconocimiento y señaló a Gerhardt sin dudarlo, segura por completo. Y cuando, durante el proceso, subió al estrado no se anduvo con ambages. El acusado eligió pactar y Hattie pudo archivar los retratos de los otros cuatro sospechosos en el expediente junto con el de Gerhardt y jubilarse con un expediente impoluto. Nolasco, por su parte, dejó las calles y comenzó a subir en el escalafón para hacerse teniente y, más tarde, capitán. Nunca había vuelto a pensar un solo instante en Beth Stinson ni en Wayne Gerhardt. Hasta ahora. Tras la conversación mantenida con Anderson, Nolasco había llamado a Olympia y confirmado que Crosswhite había sacado del archivo el expediente de Stinson y había pedido que lo enviasen al Centro de Justicia. En un primer momento solo dio con un motivo por el que podía estar removiendo sus casos antiguos: que hubiese www.lectulandia.com - Página 193
oído los rumores que circulaban entre los inspectores más antiguos sobre lo cuestionable de los métodos de investigación que habían usado Hattie y él y estuviera buscando algo con que avergonzarlo. Sin embargo, cuando amainó su cólera inicial, comenzó a pensar con más lucidez. Tracy Crosswhite no era tonta: no se iba a poner a desenterrar un caso antiguo de hacía dos lustros y menos uno de los que había investigado él, si no tenía razones de peso. Asimismo tenía que saber que cualquier intento de procurar un segundo juicio a otro asesino convicto la iba a convertir en blanco de la prensa. Por lo tanto, tenía que haber otro motivo. Nolasco reconsideró los detalles de aquel caso y recordó que a Stinson la habían atado y estrangulado con una cuerda. También le vino a la cabeza que habían notado algo extraño en el lugar de los hechos: la cama de la víctima estaba hecha, aunque el crimen se había producido de madrugada. Solo había una conclusión posible: Crosswhite pensaba que el asesinato de Stinson estaba vinculado a los del Cowboy y se había puesto con O’Leary a repasar los detalles y a hablar con los testigos, quienes, sin lugar a dudas, iban a revelarles que Nolasco y Hattie no habían vuelto a entrevistarse con ellos. Se preguntaba si JoAnne Anderson recordaría que Hattie no le había enseñado más que la fotografía de Gerhardt en lugar de una composición con varios retratos. En tal caso, O’Leary estaría en posición de argumentar que Nolasco y Hattie habían ejercido una influencia ilegítima sobre la testigo para lograr la condena de Gerhardt y que aquella negligencia policial, además de traducirse en el encarcelamiento de un inocente, había podido dejar en libertad a un asesino para que matase a su antojo durante casi una década. Nolasco dudaba de que fuera así: estaba convencido de que Gerhardt había matado a Beth Stinson, pero no quería que Crosswhite metiera las narices en sus casos viejos. Llevaba varias horas cociéndose por dentro mientras pensaba cómo responder. Si se enfrentaba directamente a Crosswhite, podía ser que optase por eludir su autoridad y acudir a la Oficina de Responsabilidad Profesional o a uno de los fiscales. Podía solicitar la revisión no solo del caso de Beth Stinson, sino del resto de los que había investigado con Hattie. Tenía que evitar que pareciese una cuestión personal. Por eso había pensado en Maria Vanpelt. Es cierto que resultaba arriesgado decir nada semejante a una periodista de investigación, pero hasta él tenía que reconocer que aquella mujer no pasaba de gacetillera. La pereza solía llevarla a conformarse con los frutos que tenía al alcance de la mano: no le interesaba afanarse de veras en descubrir los hechos. Buscaba historias sensacionalistas capaces de brindarle el protagonismo absoluto de las noticias de las seis y las once. Y él tenía precisamente lo que necesitaba para atraerse la fama deseada.
A juzgar por su gesto y por su voz, Vanpelt entró irritada en la cafetería. —Espero que no haya sido ninguna estratagema para atraerme hasta aquí sin más, Johnny. Hoy he tenido un día de perros. www.lectulandia.com - Página 194
—Yo también me alegro de verte —repuso él. La recién llegada dejó caer las llaves sobre la mesa y llamó con ello la atención de la muchacha de la barra. —Un café solo. Descafeinado. La joven la miró como si hablase una lengua extraña. —No tienen servicio de mesa —le advirtió Nolasco. —Tráeme una taza de café —insistió Vanpelt a la muchacha— y te llevarás una propina. Ella puso manos a la obra mientras la periodista dedicaba a su interlocutor una sonrisa de «¿Ves como todo tiene un precio?». —En fin, ¿qué es eso tan importante que no podía esperar hasta mañana por la mañana? —Puede que tenga una historia de las buenas para ti. —Ya estoy metida en una de esas hasta las cejas: el Cowboy me ha puesto a la cabeza de la información nocturna. Mañana salgo en directo con Anderson Cooper para hablar del matadero en que se está convirtiendo Seattle y a principios de la semana que viene puede que quiera contar conmigo Nancy Grace. —Me alegro por ti. —Nolasco se recolocó lentamente en su asiento, apoyó los antebrazos en la mesa y se inclinó sobre su taza—. Tracy Crosswhite ha vuelto a la carga —anunció. La mujer se acercó y él se echó hacia atrás para dejarle espacio. —No llevo metálico encima —aseveró Vanpelt. Nolasco se metió la mano en el bolsillo delantero, sacó unos cuantos billetes y, tras buscar entre ellos, dio uno de cinco dólares a la joven. —Quédate con el cambio —le dijo la periodista antes de dar un sorbo a su café y posar la taza de nuevo en la mesa—. ¿Y de qué se trata? —¿Qué me dirías si te cuento que sé de buena tinta que se ha propuesto poner en la calle a otro asesino convicto, a otro que acabó con la vida de una joven? Vanpelt, que había vuelto a llevarse la taza a los labios, la dejó en la mesa sin beber. —¿Seguro que es fiable la información? —Infalible. Lo único que tienes que hacer es un par de llamadas telefónicas. — Deslizó sobre la mesa un trozo de papel—. Empieza por este número, del Archivo Estatal. —¿Y qué se supone que tengo que hacer? —Diles que quieres revisar un expediente. Te he escrito el número de caso debajo del teléfono. —Pero no me van a dar el expediente sin una instancia sobre la Ley de Libertad de Información. —No te lo van a dar porque no está allí. Pregunta quién fue la última persona que lo consultó y cuándo lo hizo. www.lectulandia.com - Página 195
—¿Qué contiene? Nolasco se reclinó. —Ahora llega el momento en que quizá quieras sacar tu libreta y tu bolígrafo. Vanpelt metió la mano en su bolso sin ninguna prisa y sacó lo segundo, pero no lo primero. En su lugar, le dio la vuelta a una servilleta. —Hace nueve años vivía en el distrito norte de Seattle una mujer soltera llamada Beth Stinson. Un día llega a su casa Wayne Gerhardt, un técnico de Roto-Rooter, para desatascar una cañería. Aquella noche regresa y la asesina. Una testigo lo ve salir de madrugada del domicilio de Stinson. En el lugar de los hechos se encuentran huellas y ADN suyos por todas partes y no tiene coartada. Gerhardt confiesa el crimen y le caen veinticinco años de condena. —¿Y qué interés tiene Crosswhite en él? —Eso lo tienes que averiguar tú. —¿Y por qué no tú? —Porque me lo está ocultando y, si no quiere que sepa lo que hace, es muy poco probable que me vaya a dar una respuesta directa. Lo que sí puedo decirte es que está colaborando con el mismo abogado que representó a Edmund House. Ya ha hablado con la testigo y ha ido a visitar a Gerhardt en Walla Walla. —Dan O’Leary —dijo ella sonriendo. Sí, lo recordaba. Apuntó algo más antes de detenerse, recomponer su postura y estudiar a Nolasco con cierto gesto divertido—. Este asunto te preocupa. —Me fastidia, más bien. La sonrisa de ella se amplió. De hecho, parecía contenta. —El caso era tuyo. —Al ver que no respondía, añadió—. ¿Y qué interés puede tener Crosswhite en desenterrarlo? —Creo que pretende avergonzarme, devolverme no sé qué injusticia que piensa que he cometido con ella. —¿Avergonzarte? —Vanpelt había arqueado las cejas—. Dices que tenías una testigo, muestras de ADN y una confesión. ¿Cómo quieres que te avergüence? —Se detuvo—. ¿Hay alguna probabilidad de que el condenado fuera inocente? —Claro que no. —Entonces, ¿por qué preocuparse? —Ya te he dicho que lo que estoy es fastidiado. —Pues pareces preocupado. —Mira, te estoy lanzando otro hueso. Si no lo quieres, llamo a otro. —¿A quién? —¿No le ves potencial dramático para la televisión? La periodista sonrió con suficiencia. —No sé, Johnny. Si echan a Crosswhite del cuerpo, perderé mis mejores reportajes. —No la necesitas a ella para medrar sin esfuerzo. Eso puedo conseguírtelo yo. www.lectulandia.com - Página 196
—¿Cómo? —Estoy trabajando en otra cosita —respondió él—. Algo más grande, pero todavía no hay nada que hacer. —Si Tracy Crosswhite estaba resuelta a dejarlo en evidencia, él no iba a tener ningún reparo en pagarle con la misma moneda. —¿De qué se trata? —preguntó Vanpelt. —Uno de los principales sospechosos del caso del Cowboy ha caído en la prueba del polígrafo. —¿Cuál? —Como te he dicho, todavía no puedo decir nada.
Tracy paró en el bordillo y alzó la vista para contemplar una casa típica del distrito central: un edificio de dos plantas con un angosto porche delantero que se elevaba sobre la acera tras un jardín en pendiente. Ascendió los escalones de madera que llevaban a la entrada y llamó con los nudillos a una puerta roja. Instantes después tuvo que bajar la mirada para encontrarse con el rostro angelical de un muchachito vestido con pijama azul salpicado de pelotas de baloncesto rojas. Calculó que no tendría más de siete u ocho años. —Hola —dijo él—. Residencia de los Scott. ¿Puedo ayudarla en algo? Aquel recibimiento consiguió arrancarle una sonrisa. —Por supuesto que puedes. ¿Está en casa tu mamá? A Tracy le costó reconocer a la mujer que apareció en el umbral, aunque no pudo decir lo mismo de la voz. —¿Qué estás haciendo fuera de la cama, jovencito? ¿Y qué te he dicho de abrirle la puerta a los extraños? —Es una señorita. —Pero ¿la conoces? —preguntó Shereece con los brazos en jarras—. ¿Eh? ¿La conoces? El chiquillo dijo que no con la cabeza. —Entonces es un extraño. Él sonrió con gesto travieso y dejó a la vista una mella donde debía haber dos paletas. A Tracy no le cupo la menor duda de que tenía que ser un diablillo. —¿Esperabas visita? —le preguntó su madre. El niño volvió a negar con la cabeza. —Entonces, vuelve a subir esas escaleras y ¡a la cama! —Adiós, señorita extraño. —Dicho esto, se dio la vuelta, se agachó para esquivar el brazo de su madre y subió haciendo sonar con ruido sordo la moqueta de las escaleras. Shereece no pudo contener una sonrisa. —Pase. —Tenía el rostro envuelto en largos rizos que suavizaban su apariencia, como la camisa entallada de color blanco y manga larga y las mallas negras. www.lectulandia.com - Página 197
—Seguro que no te aburres —dijo Tracy. —Con él me tengo el cielo ganado —respondió ella—. Si soy capaz de evitar que se meta en líos, seguro que me hacen santa. De la parte trasera de la casa llegó al borde de la escalera una mujer mayor de gran parecido con Shereece que apoyó una mano en la barandilla. —Hola —la saludó Tracy. —Usted es la inspectora que sale en la tele. —Sí. —¿Cuándo va a atrapar a ese hombre? —Espero que pronto. Estamos haciendo cuanto podemos. La mujer la miró con gesto incrédulo. —Eso ya lo oí en televisión hace unos cuantos días. —T. J. está despierto, mamá —dijo Shereece—. ¿Te encargas de él? El pantalón vaquero y la sudadera con capucha que llevaba puestos hacían que la mujer no pareciese mucho mayor que Tracy. —¿Que si me encargo? Sí, creo que seré capaz. —Empezó a subir las escaleras, se detuvo y, volviéndose para mirar a la invitada, le dijo—: Encantada de conocerla. —Lo mismo digo —respondió ella. Shereece esperó hasta verla llegar a lo alto de las escaleras y desaparecer por la puerta de uno de los dormitorios. —Lo siento. —Tranquila. —Entre y siéntese. La sala de estar estaba decorada con gusto y dotada de muebles acogedores dispuestos sobre un suelo de madera oscura cubierta en parte por una alfombra. En la repisa de la chimenea de ladrillo se alineaban retratos familiares enmarcados. Tracy se sentó con mucho cuidado en un sillón forrado de tela. —¿Qué le ha pasado? —preguntó su anfitriona. —Algún que otro rasguño, nada más. ¿Vive contigo tu madre? Shereece se sentó frente a ella en un sofá de cuero rojo y dobló una pierna para colocar un pie descalzo bajo la otra. —Construimos la segunda planta después de la muerte de mi padre. Mi marido trabaja a veces de noche y mamá nos ayuda con los niños. —Tienes suerte de poder contar con ella —dijo Tracy, deseando que la suya estuviese aún con vida. —A veces parece que seamos demasiados —dijo ella mirando hacia arriba— y otras olvida que soy una mujer adulta. A menudo me pregunto cómo nos las hemos ingeniado mi marido y yo para tener tres hijos. Tracy sonrió. —Hoy no trabajas —señaló a continuación. —He llamado para decir que estoy enferma. Estoy pensando en hacerme la www.lectulandia.com - Página 198
enferma para siempre. El sueldo no es malo, pero tampoco es para morirse. Lo hemos hablado y a lo mejor vuelvo a estudiar cuando él consiga más estabilidad en su trabajo, pero quizás no sea tan mal momento para empezar ya. —Shereece se inclinó hacia delante—. De todos modos, no la he llamado por eso, sino porque el Abogado estuvo anoche en el local. Es el tipo del que le hablaba, al que le gustan con las tetas grandes. Veronica le encantaba. —Lo recuerdo. —Pues anoche lo vi fijarse en Gabby. Tracy también se inclinó hacia delante. —¿En qué sentido? —Ya lo sabe. Yo estaba en el escenario y lo vi alargar la mano para tocarle la muñeca en el momento en que pasaba al lado de su mesa. La pobre se alarmó. Él le dijo algo al oído y ella sonrió y dijo que sí con la cabeza. Entonces lo llevó a la sala de atrás. Ahora que lo pienso: ¿qué quería ese con una tan canija? —¿Los viste salir? —Estuve pendiente. Gabby seguía sonriendo de oreja a oreja. En el camerino le pregunté qué ocurría y me dijo que le había dado un billete de cincuenta por un pase privado. ¡De cincuenta! Estaba tan contenta que no me atreví a preguntarle: «¿Por qué te ha escogido a ti?». Ojalá lo hubiese hecho. —¿Cuánto tiempo estuvo allí? Shereece parecía estar a punto de echarse a llorar. —Acabó su copa y se fue, diez minutos más tarde o algo así. —¿A qué hora? —A las once y media o las doce menos cuarto. —¿Salió Gabby también a esa hora aproximada? —No, ella acabó su turno. —Shereece levantó una mano—. Deje de hacerme preguntas hasta que le cuente lo que quería decirle. Cuando lo vi prepararse para salir, me tomé un descanso y salí a fumar. Lo estaba observando, de reojo, ya sabe. Tenía las llaves de su vehículo en la mano y yo estaba a punto de ponerme a seguirlo cuando sonó la puerta de un automóvil que había estacionado frente al local. Un BMW con muy buena pinta. Tracy sintió que se le aceleraba el pulso mientras pensaba en el sedán oscuro que había seguido a Walter Gipson y Angela Schreiber desde el Pink Palace. —¿De qué color? —Azul. Azul oscuro. —¿Tomaste nota del número de la matrícula? La joven sonrió. —No era exactamente un número, sino una de esas matrículas personalizadas. «Te defiendo», decía: TDFIENDO.
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CAPÍTULO 41
Tracy levantó la vista de su iPad cuando Kins salió con brío de su casa con su abrigo largo de cuero. Abrió la puerta del copiloto y se metió en la cabina de la camioneta. —¿Has hecho que comprueben la matrícula? Tracy le tendió el aparato y se internó por los callejones. La pantalla mostraba la página web del bufete. —Lo creas o no, el Abogado ha resultado ser abogado. —Ya me lo había imaginado —dijo él mientras ojeaba el contenido—. Hay que tener pelotas de abogado para llevar una matrícula así. —La reseña biográfica dice que era abogado de oficio antes de montar su propio despacho. A mí no me suena el nombre, ¿y a ti? —¡Qué va! —Kins soltó el iPad—. ¿Dónde vive? —En Washington Park. Él soltó un chiflido. —Pues no se le ha dado mal la práctica privada. Tracy recorrió los caminos sinuosos del arboreto y cruzó Madison. Después de rebasar la exclusiva Bush School, en una revuelta que describía la carretera, giraron a la izquierda al acercarse al lago. Robles y arces añosos extendían sus extremidades sobre vastas parcelas de césped abundante y jardines bien cuidados. La ausencia de farolas y, en algunos casos, los frondosos setos que rodeaban las propiedades hacían difícil dar con una dirección. —Ve más despacio —dijo Kins mientras trataba de ver por la ventanilla del pasajero. —Espero que nadie de por aquí sufra un ataque al corazón, porque moriría antes de que nadie fuera capaz de encontrar el domicilio. —Cuando el GPS anunció que habían llegado al lugar vinculado a la matrícula, observó el camino de entrada que partía de entre dos pilares de piedra—. No sé si será aquí, porque no veo seña ninguna, pero el cacharro este dice que sí. Tracy enfiló el camino y atravesó una extensión de césped muy cuidado con un roble impresionante. Se detuvo ante tres puertas cocheras de madera negra iluminadas por lámparas. Un sendero cubierto conducía a una casa de estilo Tudor inglés con fachada de piedra, tejado de aguas muy inclinadas, hastiales cruzados y angostas ventanas de vidrieras emplomadas en las que se fragmentaba la luz. Tracy no pudo evitar recordar la de su niñez en Cedar Grove. Tras apearse de la camioneta, recorrieron la senda que llevaba a una puerta porticada. —Digo yo que en una casa tan cara podían permitirse poner la dirección en alguna parte, ¿no? —dijo Kins, que no había dejado de gruñir. www.lectulandia.com - Página 200
—Eres como un perro con su presa, ¿verdad? —Es por mi trastorno obsesivo compulsivo. La luz que pendía sobre sus cabezas se encendió antes de que Tracy llegase a llamar a la puerta, que se abrió en ese instante. —¿En qué puedo ayudarlos? El hombre que salió a recibirlos encajaba con la descripción de Shereece: alto, de facciones anchas y labios de Mick Jagger. Tracy y Kins sacaron sus placas. —¿Es usted James Tomey? —preguntó la inspectora. —¿De qué se trata? —Nos gustaría hacerle unas preguntas. El anfitrión llevaba puestos unos pantalones informales, zapatillas de andar por casa y un cárdigan negro, pero no parecía cómodo, sino más bien nervioso. —Es tarde para visitas domiciliarias, inspectores. ¿Cuál es la naturaleza de esas preguntas? ¿Tienen algo que ver con alguno de mis clientes? En tal caso, tendré que acogerme al secreto profesional. A Tracy no le gustó la actitud desdeñosa de aquel hombre. También le pareció detectar cierta bravuconería. —Sabemos que es tarde, señor Tomey, y créanos que nada nos gustaría más que estar también en casa. Díganos, ¿quiere que le hagamos las preguntas aquí, en su porche, o tiene un sitio más discreto en el que podamos hablar? Si no, nosotros disponemos de uno. Él la observó a través de sus gafas redondas de carey. Tras un instante, suspiró resignado y se apartó de la puerta. Los recién llegados accedieron a un vestíbulo de paneles de madera en el que había una mujer apoyada en el marco de una puerta. —Son dos inspectores de Seattle —dijo Tomey—, que quieren preguntarme algo sobre uno de mis clientes. Estaré en el estudio. —Pero es tardísimo —dijo ella. —Será breve —repuso él. Dicho esto, acompañó a Tracy y a Kins por un cuarto de estar adornado con gran lujo hasta una sala no menos impresionante dotada de un escritorio ornamentado y librerías que llegaban al techo que parecían hechas a medida para los volúmenes que contenían. Tomey cerró las puertas correderas y les ofreció sendos asientos. Los muebles eran de cuero, en tanto que las bombillas empotradas en las estanterías y la lámpara de Tiffany con pantalla verde que descansaba sobre la mesa proporcionaban una iluminación sutil. Tracy detectó en el aire el olor aún presente de un puro caro. El sillón de piel que había tras el escritorio crujió al ocuparlo el letrado. —Entonces, ¿de qué quieren hablar? —De Gabrielle Lizotte —anunció Tracy. —Me temo que no conozco ese nombre. —Tomey se apartó hacia atrás una mata de pelo rubio mientras seguía tratando por todos los medios de parecer relajado. —Quizá la conociera como French Fire —dijo Tracy sin dejar de mirarlo www.lectulandia.com - Página 201
fijamente. —Me temo que no —insistió él. Tracy no estaba de humor para jueguecitos. —Señor Tomey, ¿es usted propietario de un BMW azul con matrícula TDFIENDO? —Sí. —Que estaba estacionado en la Primera Avenida anoche en torno a las once horas. —¿Es una pregunta, inspectora? —No, es un hecho. —¿Y tiene alguna pregunta que formular? —¿Acudió al Pink Palace acompañado o solo? Él se tomó unos instantes para aclararse la garganta. —Fui solo. No está lejos de mi despacho ni tampoco es ilegal. —¿Pidió un pase privado a una bailarina pelirroja conocida como French Fire? Tomey puso expresión de jugador de póquer. —Recuerdo un pase privado, pero no el nombre de la bailarina. —Pelirroja, menuda… ¿Le suena ahora? —Sí, ahora sí. Tracy puso un retrato de Gabrielle Lizotte sobre el escritorio. —Se acercó a su mesa, usted tendió la mano para tocarle la muñeca, le susurró algo al oído y ella lo llevó a la sala situada el fondo del club. —Así es como se conciertan normalmente esos servicios, inspectora, que, como ya le he dicho, no son ilegales. —Hábleme entonces de ese servicio en particular. Él volvió a aclararse la garganta. Se sentó en paralelo a la mesa, con las piernas cruzadas y, mirando a Tracy y a Kins por encima de su hombro izquierdo, como quien está a punto de narrar una anécdota casual. —Le ofrecí treinta y cinco dólares y ella aceptó. —Debió de encontrar muy satisfactorios sus servicios, ya que le pagó otros cincuenta dólares extra. Eso es, ¿cuánto?, una propina del ciento cincuenta por ciento. —Una vez más, ¿es una pregunta, inspectora? —¿Esperaba algo más a cambio de una cantidad tan generosa? —Lo que está insinuando me ofende. —¿Lee usted el periódico, señor Tomey? —Siento debilidad por The New York Times y The Washington Post. —En ese caso, déjeme que lo ponga al tanto de las noticias locales. A Gabrielle Lizotte la han encontrado muerta en una habitación de motel de la Aurora Avenue esta mañana. ¿Ha aparecido eso en el Times o el Post? Tomey se volvió hacia ellos, aunque bajó la vista para fijarla en un punto de su escritorio. Suavizó el tono de voz. www.lectulandia.com - Página 202
—Sabía que había muerto otra bailarina. En mi gremio, uno está pendiente de esas cosas, pero dudo de que hayan dado su nombre o su identidad. —O sea, que lo está oyendo ahora por primera vez. —¿La identidad de la mujer? Sí. —¿Y qué me dice de Veronica Watson? ¿La conocía? Bailaba con el nombre artístico de Velvet. —Sí. —Era una de sus favoritas, ¿verdad? —¿De mis favoritas? —Le atraen las de senos generosos. ¿No es así? Tomey arrugó el sobrecejo. —¿Me está interrogando como testigo o como sospechoso, inspectora? —Es usted abogado penalista, señor Tomey. Lo vieron en compañía de dos de las víctimas. Una de ellas era Gabrielle Lizotte, con quien mantuvo anoche una conversación íntima y un encuentro más íntimo aún por el que le dio una propina exorbitante. Poco después dejó el club. —Todos esos hechos son correctos. —¿Adónde fue después de salir de allí? —Vine a casa a acabar un informe legal que tenía que pasar hoy por registro. —¿Sobre qué causa? —Kins levantó la vista de su cuaderno. El inspector era a veces era el hombre más oportuno del planeta: nada confundía más a un testigo mentiroso que una pregunta concreta formulada por la persona que tenía el bolígrafo y la libreta en las manos. —¿Qué? Kins se inclinó hacia delante. —¿Sobre qué causa versaba el informe que tenía que pasar hoy por registro? —No me acuerdo. —Pensaba que acababa de entregarlo hoy mismo. —Tengo la agenda muy apretada. Tendría que mirarla. —¿Cómo se llama su cliente? Tomey miró a Kins y luego a Tracy. —Quiero un abogado. —Tendió la mano para descolgar el teléfono del escritorio. Tracy se adelantó y posó la mano en el aparato. —Está usted en su derecho, pero, ya que ha pedido un abogado, habría que hacerlo oficial. Levántese y ponga las manos en la espalda. —¿Qué? —Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga puede ser usada contra usted en un tribunal. —¿Me está leyendo mis derechos? —Por favor, no me interrumpa, señor Tomey. Usted sabe mejor que nadie lo importante que es que escuche y entienda sus derechos. www.lectulandia.com - Página 203
—No pueden hacerme esto —dijo. Tracy prosiguió: —Tiene usted derecho a un abogado. Si no puede permitírselo, se le asignará uno de oficio. Kins se había puesto en pie y tenía las esposas en la mano. —Por favor, dese la vuelta y ponga las manos a la espalda. —¡Esto es intolerable! —dijo el detenido—. No hace falta que me esposen. —¿Entiende los derechos que acabo de leerle, señor Tomey? —dijo Tracy. —Quiero llamar a mi abogado. —¿Ha entendido sus derechos? —insistió ella. —Sí, los he entendido. —Tendrá derecho a hacer esa llamada una vez que le hagan la ficha —dijo Kins. —Pero ¿de qué se me acusa? ¿Qué tiene de ilegal tomarse una copa en un club de caballeros? —Se le acusa de solicitar servicios sexuales —dijo Tracy. Estaba convencida de que el señor Joon reconocería en él al hombre que había visto en su motel en al menos dos ocasiones en compañía de Veronica Watson. Sospechaba que el abogado era el hombre con el que se había citado esta la noche que se presentó en la habitación Taggart para hacerse con el dinero y que debía de haberse reunido también con Lizotte en la habitación en que la encontraron. Que las hubiera matado o no era harina de otro costal. —Levántese —ordenó Kins. Tomey dijo entonces bajando la voz: —Mis hijos están arriba. —Los míos, en mi casa, preparándose para irse a la cama —lo informó Kins—. Dese la vuelta.
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CAPÍTULO 42
Tracy se hallaba de pie junto a Rick Cerrabone, con quien observaba a Tomey desde detrás del espejo de vigilancia. Lo habían llevado directamente al Centro de Justicia en lugar de hacerlo pasar primero por la cárcel del condado de King para ficharlo. Dadas la profesión del detenido y su petición de un abogado, Tracy había considerado importante consultar a alguien de la fiscalía. Kins estaba en su escritorio, preparando la solicitud de sendas órdenes de registro para el domicilio y el despacho de Tomey y de la obtención de muestras de sangre, cabello y saliva para efectuar un análisis de ADN. Repasaría el papeleo con Cerrabone y, en caso de que este lo encontrase todo en orden, pediría al magistrado de guardia que las firmara. Mientras, Tracy mandó a Faz y a Del a mostrar en el Joon’s Motel una composición de fotografías que incluyera la de Tomey. Luego la llevarían al Dancing Bare, porque ya sabían que frecuentaba el Pink Palace. Con las luces del techo apagadas, los botones del equipo de grabación pasaron del amarillo al verde y al rojo. —Estoy segura de que el señor Joon lo identificará como el hombre que vio acompañando a Veronica Watson en al menos dos ocasiones y apostaría a que estaba anoche con Gabrielle Lizotte. —¿A quién ha llamado? —preguntó Cerrabone—. ¿Quién es su abogado? —Uno de sus socios. Antes fue fiscal: Stan Bustamante. Cerrabone sonrió. —A Stan le enseñé yo. Estuvimos trabajando juntos unos seis años antes de que se pasara al lado oscuro. En ese momento sonó el teléfono de Tracy. El agente de la mesa de recepción situada en el vestíbulo la informó de que tenía visita. —Dígale que suba. —¿Es él? —preguntó Cerrabone. —No, es un amigo mío. Dan la había llamado antes para decirle que tenía muchas cosas que contarle. Tracy le respondió que acababan de arrestar a un sospechoso y que aquella noche tampoco iba a poder llegar a casa temprano, si es que llegaba. Él había insistido, porque, en su opinión, se trataba de cosas urgentes. Con el Centro de Justicia desierto casi por completo y Nolasco ausente, había considerado seguro reunirse allí con él. Dan entró en la sala escoltado por un agente uniformado. Tracy hizo las presentaciones y, a continuación, el recién llegado miró hacia la sala contigua y avanzó hacia el espejo. —¿Qué está haciendo aquí James Tomey? Tracy y Cerrabone se miraron. www.lectulandia.com - Página 205
—¿Lo conoces? —le preguntó ella. Él se volvió hacia ella. —Es uno de los motivos por el que necesitaba hablar contigo. Tomey era el abogado de oficio que defendió a Wayne Gerhardt. —Recuerdo aquel proceso —dijo Cerrabone—. El asesinato de Beth Stinson, ¿verdad? Tracy asintió con un gesto y el rostro del fiscal se iluminó. —¿Crees que el caso de Stinson está relacionado de algún modo con los asesinatos del Cowboy? —A Stinson la ataron y la estrangularon con una cuerda. No hay indicios de que la violaran y la cama estaba hecha. —Pero la cosa va mucho más allá —añadió Dan, que se lanzó a exponer lo que había averiguado. Cuando acabó, Cerrabone miró a Tracy y dijo: —Dudo que nos vaya a costar convencer a Stan de que haga hablar a su cliente.
Cuando llegó Bustamante, trasladaron a Tomey a una de las salas de interrogatorio «cómodas» y se sentaron con él a una mesa redonda. El espacio de que disponían era lo bastante escaso como para que Tracy alcanzara a percibir el aliento del sospechoso, un aliento que despedía un olor acre muy particular. Tomey se enjugaba el sudor de las sienes y la frente con un pañuelo de papel. Cerrabone había comentado que Bustamante había engordado desde que dejó la fiscalía. La panza le tensaba el tejido del polo que llevaba puesto. El cabello había empezado a escasearle y se había peinado y puesto de punta con cuidado el que conservaba aún. Cerrabone y él se saludaron tuteándose. —He aconsejado a mi cliente que no hable contigo —advirtió Bustamante. —Me parece bien —respondió el fiscal—. Si quiere, puede limitarse a escuchar. Igual que tú. Luego puedes consultarlo con él para que decida si desea hablar con nosotros. Bustamante se cruzó de brazos y se reclinó en su asiento como diciendo: «Inténtalo». Cerrabone hizo un gesto a Tracy, quien miró a Tomey y dijo: —Hace nueve años representó usted a un individuo llamado Wayne Gerhardt. —¿Qué tiene eso que ver con nada de esto? —preguntó Bustamante, que descruzó los brazos y se inclinó hacia delante de inmediato. Nada capta tan bien el interés de un abogado como una pregunta cuya respuesta desconoce. —Gerhardt era un técnico de Roto-Rooter cuyos servicios solicitó una mujer soltera que vivía sola en el distrito norte. —No entiendo qué… —comenzó a decir Bustamante. —Beth Stinson. Tracy percibió un atisbo de reconocimiento en los ojos de Tomey. Era la segunda www.lectulandia.com - Página 206
vez que oía aquellos dos nombres en menos de cuarenta y ocho horas. Bustamante tampoco pasó por alto aquella expresión y escribió algo en un cuaderno amarillo. —A Stinson la encontraron muerta en su casa, en el dormitorio por ser más precisos, con las muñecas y los tobillos atados y estrangulada con un lazo. La policía vio las ataduras y dio por supuesto que se trataba de un crimen sexual. Usted hizo lo mismo. Sin embargo, el informe del médico forense dejaba claro que no existían indicios de que la víctima hubiese tenido relación íntima alguna en las setenta y dos horas anteriores. Tampoco hallaron semen en ninguna de sus cavidades corporales. Tomey frunció el ceño. —A Beth Stinson no la agredieron sexualmente. Tampoco le robaron nada. Igual que a Nicole Hansen, a Angela Schreiber, a Veronica Watson y a Gabrielle Lizotte. Las cuatro últimas bailaban en clubes nocturnos de Seattle. Sabemos que a usted le gustaban al menos dos de ellas y que conocía a una tercera. —Beth Stinson era contable —repuso Tomey. Su abogado le colocó enseguida una mano ante el pecho como si quisiera impedir que cruzase un semáforo que acabara de ponerse en rojo. —Limítate a escuchar, James. Tracy prosiguió: —Tiene razón: por el día trabajaba de contable. Sin embargo, de noche y los fines de semana bailaba en un club de Shoreline llamado Dirty Ernie’s Nude Review. —Eso no lo sabía. —James, por favor —dijo Bustamante. Tomey miró a su abogado. —No tenía ni idea de nada de eso, Stan. —Beth Stinson hizo saber a una de sus compañeras que tenía una cita el día en que la mataron. Había pasado de bailar en el club a llevar a hombres a casa. Cuando su amiga se mostró preocupada, Beth le pidió que no se preocupara porque se trataba de alguien a quien conocía. —¿Una amiga? ¿Qué amiga? Se lo está inventando —dijo él. —James… —Se lo está inventando, Stan. —Estamos aquí para escuchar solamente, James. —El fiscal no presentó nunca ninguno de esos datos —dijo Tomey. —Los hemos averiguado nosotros por nuestra cuenta —repuso Tracy— durante la investigación actual. Lo que sí puedo decirle es que la testigo es muy real. — Dirigiéndose a Bustamante, añadió—: La pregunta que nos hacemos es por qué convenció su cliente a Wayne Gerhardt de que no pidiera analizar las muestras de ADN recogidas en el lugar de los hechos cuando eso habría podido exonerarlo. —Habrían rechazado la solicitud de reducción de condena a cambio de una confesión —interrumpió Tomey antes de que hubiese tenido tiempo de contestar Bustamante—. Tenían una testigo que lo situaba en el lugar de autos. www.lectulandia.com - Página 207
Su abogado dejó caer el bolígrafo con gesto frustrado. —Una testigo que podía haber llevado puestas sus gafas o no —replicó Tracy—. Una testigo que vivía en la acera de enfrente y aseguraba haber visto a un hombre de unos dos metros y pelo claro. ¿Cuánto mide usted, señor Tomey? —No respondas a eso —ordenó Bustamante. —¿Por qué no hizo analizar las pruebas de ADN? —A eso, tampoco —insistió el abogado. —¿Fue alguna vez al Dirty Ernie’s Nude Review? —¿Qué? —dijo él. —No —lo atajó Bustamante— respondas a eso. —Ahora, nueve años después, han asesinado a cuatro mujeres más en circunstancias muy similares a las de Beth Stinson. Tres de las cuatro bailaban en un local que sabemos que frecuenta usted. De hecho, tenemos testigos dispuestos a declarar que lo vieron entablar anoche una conversación íntima con Gabrielle Lizotte antes de que lo llevase a una sala privada y que le dio una propina muy generosa antes de salir de allí. También van a declarar que sentía atracción por Veronica Watson. —Tracy dejó que quedaran flotando en el aire sus palabras antes de añadir —: Y el propietario del motel en el que murió Veronica Watson acaba de reconocer su retrato entre otras fotografías y confirma que lo vio allí con ella al menos dos veces. —Eso es más que suficiente para retenerlo, Stan —dijo Cerrabone—. Más que suficiente para que nos concedan una orden de registro para su casa y su despacho y nos permitan tomar muestras de su ADN. Como mínimo puedo retenerlo setenta y dos horas, es decir, todo el fin de semana. La vista preliminar se celebraría el lunes por la mañana como muy pronto, y la presentación formal de cargos, un tiempo después. Y la magistrada que hay ahora al cargo es Tres Strikes. —Se refería a la juez Karen Kerkorian, que se había ganado a pulso fama de favorecer al ministerio público—. Sabes que va a sentenciar que existe causa probable y que lo vamos a retener hasta que podamos formular la demanda. Luego, montará la prensa su circo mediático. —Pediremos la libertad bajo fianza. —¿Con una acusación de homicidio múltiple? Que tengas suerte. Bustamante se aclaró la garganta. —¿Puedo hablar un momento con mi cliente? Dan se puso en pie al ver a Tracy y Cerrabone entrar de nuevo en la sala de observación. —¿Qué ha dicho? —quiso saber. —Lo están considerando —respondió Tracy. —¿De dónde has sacado toda esa información? —preguntó Cerrabone a la inspectora. —El caso me apareció en el HITS y pedí el expediente. —¿Y cómo has encontrado a los testigos? www.lectulandia.com - Página 208
—Eso mejor me lo callo —dijo ella—. Cuando sea necesario, te lo diré. —Dirty Ernie’s cerró por presiones del vecindario —apuntó Dan—. Ahora es una tienda. Sin embargo, estoy buscando al dueño a través de la Secretaría Estatal, porque quizá pueda identificar a Tomey. —Nueve años es mucho tiempo para acordarse de alguien —advirtió Cerrabone. —Es cierto —dijo Dan—. Por eso necesitamos un análisis previa condena del ADN encontrado en el domicilio de Beth Stinson a fin de compararlo con el de Tomey. —Para justificarlo voy a necesitar la declaración jurada de los testigos. —Los hechos ocurrieron hace casi una década —repuso Dan—. Todo el mundo ha seguido adelante con sus vidas y hay muchas personas que se sentirán dolidas si sale a la luz que Beth Stinson se desnudaba en clubes nocturnos y llevaba hombres a su casa. —Voy a necesitarlo —zanjó el fiscal. —La testigo tiene una vida nueva, se ha casado, tiene hijos y es miembro de una comunidad religiosa, y los padres de Beth Stinson viven aún y no saben nada de todo esto: solo eran un par de jóvenes ingenuas haciendo el tonto. Cerrabone miró a Tracy. —Vas a tener que darme algo que poder presentar ante el juez, porque, además, tendré que justificarlo ante Dunleavy. —Se refería a su jefe, Kevin Dunleavy, fiscal del condado de King—. El asesinato de Stinson fue muy sonado y los de Shoreline no van a reaccionar muy bien a la posibilidad de que excarcelen a Gerhardt. —Espera —dijo la inspectora—. ¿Qué opciones tenemos? —Necesito la declaración jurada —insistió Cerrabone. —¿Y si soy yo quien la firma diciendo que he hablado con la testigo y me lo ha revelado? —propuso Dan—. Sé que no pasa de ser referencial, pero, siendo yo profesional de la administración de justicia, quizá pueda testificar solamente para que hagan analizar el ADN. Si las pruebas revelan que no pertenecía a Gerhardt y sí a Tomey o a cualquier otra persona, daríamos los pasos que hiciera falta. —No tengo claro que vaya a funcionar… —dijo el fiscal. —Venga, Rick —dijo Tracy—. Estamos hablando de alguien que podría haber empezado a matar mujeres hace nueve años. El ADN que se encontró en el lugar de los hechos podría ser suyo perfectamente. Podría ser de Tomey e implicarlo en los otros crímenes. Sea como sea, ¿vas a querer que el público descubra que el fulano siguió matando porque no quisiste hacer que analizaran las pruebas? Pregúntale a Dunleavy cómo va a sonar eso cuando se presente a la reelección. —Tampoco estoy convencido de que haya sido Tomey. Sería demasiada casualidad que hubiese acabado al cargo de la defensa de Gerhardt. —Quizá no. Puede que no sea ninguna coincidencia. La psicóloga del FBI dijo que el Cowboy es un tipo inteligente. Sabemos que Tomey lo fue lo bastante como para aprobar el examen de ingreso a la abogacía. Conoce bien el derecho. También www.lectulandia.com - Página 209
sabemos que le gustan los clubes nocturnos, entre los que podría incluirse el Dirty Ernie’s. Conque mata a Stinson y, cuando la policía investiga y arresta a Gerhardt, él, que es abogado de oficio, va a su jefe y le pide defenderlo. —No sé… —repuso el fiscal, que a todas luces seguía sin dejarse persuadir. —A ver, no digo yo que sea el evangelio —reconoció ella—, pero, como mínimo, me gustaría saber qué más sabe Tomey y quién podría haberlo visto con Veronica Watson y Gabrielle Lizotte. Ya sabes cómo funcionan estos casos: seguimos las pistas hasta donde nos llevan, que suele ser un callejón sin salida tras otro, hasta que, de pronto, damos con un resquicio. Pues bien: este podría ser nuestro resquicio, Rick. Beth Stinson podría ser el elemento que necesitamos para atrapar al responsable. Cerrabone meditó unos instantes, con gesto adusto y los ojos entornados de quien combate una migraña, y a continuación se volvió hacia Dan. —De acuerdo, dame tu declaración jurada, pero quiero que incluyas el nombre de la testigo y cómo diste con ella. —Cuando el abogado hizo ademán de protestar, añadió—: Es lo mejor que puedo ofrecer. Presentaré la solicitud y pediré al tribunal que proteja su identidad porque nos preocupa su seguridad y su intimidad. —Necesitamos los análisis de ADN cuanto antes —dijo Tracy. —Pues dile a Melton que toque menos la guitarra. —El fiscal miró su reloj—. Estoy hecho polvo y estos dos han tenido tiempo de sobra de tomar una decisión. Vamos a ver qué quiere hacer Bustamante.
El abogado había recobrado su actitud de fanfarrón. Comenzó desafiante, como pensaba Tracy que cabía esperar de todo abogado delante de su cliente. —En primer lugar, si la información exculpatoria no se encontraba en el expediente ni fue presentada por la fiscalía, mi defendido no pudo saber en modo alguno de la existencia de la testigo ni, por extensión, de la posibilidad de usar su testimonio en beneficio propio tal como insinúan ustedes. —Yo no he dicho que no esté en el expediente —replicó Tracy—. Además, ningún abogado que se precie de tener número de colegiado y represente al acusado en un proceso por asesinato habría dudado en mirar con lupa la documentación policial para dar con el nombre y seguir hasta el final todas las pistas. Bustamante se puso a dar golpecitos en su libreta con la punta del bolígrafo. —Sea como fuere, él no sabía nada. Ignoraba que Stinson bailase y que se prostituyera. Jamás ha puesto un pie en el Dirty Ernie’s y ni siquiera ha oído hablar de él. En cuanto al Pink Palace, acudir a un club nocturno no es ilegal. —Pero solicitar favores sexuales sí lo es. —Delito menor —puntualizó el abogado. —¿Cuando la bailarina muere, también? —Un momento —terció Cerrabone—. ¿Puede dar cuenta de su paradero las noches en las que mataron a las bailarinas? www.lectulandia.com - Página 210
—Necesita su agenda. Tracy miró a Tomey. —¿Conoce al propietario del Pink Palace, Darrell Nash? Tomey miró a Bustamante, que le hizo un gesto de consentimiento. —Sí, hemos hablado alguna vez. —¿Y llegó usted a mencionarle que se había citado con Veronica en el motel? —No veo por qué. —¿Y anoche? ¿Lo vio en el club anoche? —Shereece le había dicho que Nash se presentó avanzada la velada. —No, no recuerdo haberlo visto anoche. —¿Comentó a alguien que había quedado con Gabrielle? Bustamante lo acalló con un movimiento del brazo. —No va a responder a eso sin que medie algún tipo de acuerdo. —¿Adónde fue después de dejar el Pink Palace? —preguntó Tracy. Los ojos de Tomey saltaron de Tracy a Bustamante, que volvió a asentir. —Me fui a casa, pero mi mujer no puede atestiguarlo. —¿Que su mujer no puede dar fe de que volvió usted a casa? El sospechoso se reclinó en su asiento. —Es alcohólica. Cuando vuelvo a casa, si no ha perdido ya el conocimiento, suele estar insoportable. Dudo mucho de que pueda recordar el momento en que llegué a casa una noche concreta, quizá ni siquiera si aparecí por allí. Muchas veces duermo en la habitación de invitados y, cuando ella se levanta, yo he salido ya a la calle. —¿Qué le ha hecho darse a la bebida? —quiso saber Tracy. —Eso es irrelevante —dijo el abogado—. No respondas. —Quizá bebe porque su marido se consuela con prostitutas —sugirió la inspectora por ver si era fácil hacer que montase en cólera. —Tampoco respondas. —Bustamante trató de fulminarla con la mirada. Tomey daba la impresión de estar más cansado que molesto. —Necesito consultar mi agenda. Tenemos abono de temporada del Fifth Avenue Theatre y de la Sinfónica. También puede que coincidiese con una de las raras ocasiones en que mi mujer está relativamente serena y salimos todos a cenar. En ese caso sería fácil comprobarlo con mi tarjeta de crédito. También participo de forma activa en los equipos deportivos de mis hijos. A veces salgo antes del trabajo para entrenarlos. —Estamos dispuestos a entregar voluntariamente la agenda de James —aseveró su abogado. —Queremos su consentimiento para registrar su casa, su despacho y su vehículo —dijo Cerrabone—. Y vamos a necesitar una muestra de su ADN. Hemos preparado las órdenes judiciales necesarias, pero podríamos agilizar mucho el proceso si contamos con la colaboración de tu defendido. www.lectulandia.com - Página 211
—Siempre que el registro de la casa se lleve a cabo cuando sus hijos estén en la escuela y la del despacho no dure más de unas horas ni se emprenda antes de que haya tenido tiempo de asegurarme de que no quede comprometida la información de nuestros clientes que protegemos con el secreto profesional. Tenemos varias causas activas contra tu entidad, Rick. —Podré vivir con ello —respondió el fiscal. —También quiero que el nombre de mi cliente quede a salvo de la prensa. Si decides acusarlo, me llamas y nos das un plazo de veinticuatro horas para que se entregue personalmente. Nada de espectáculos con la policía asaltando su casa. —Te puedo garantizar que soy la última interesada en que la prensa meta aún más las narices en esto —le aseguró Tracy.
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CAPÍTULO 43
Cerró la puerta, se acercó en silencio al escritorio y abrió con llave el cajón para sacar la cinta. Había desmontado el reproductor y se había deshecho de las distintas piezas en diversos contenedores de basura repartidos por toda la ciudad. También había estado pendiente de las noticias relativas a la cuarta bailarina, pero en ninguna habían mencionado el aparato. Esto último no le sorprendió: esa era la clase de detalle que no gustaba divulgar a la policía, que podía emplear esta prueba a la hora de interrogar a sus sospechosos. Por eso los había irritado tanto que se filtrara el tipo de cuerda que había usado con Nicole Hansen. Encendió la televisión, que tenía integrados sendos reproductores de DVD y casetes de vídeo. Tenía las palmas de las manos sudadas y el estómago revuelto. Aunque la cinta no parecía estar dañada, no podía estar seguro hasta que la reprodujese. Dio un paso atrás con el mando a distancia en la mano y se sentó en el sillón a observar la pantalla, primero negra y luego llena de ruido blanco. Oyó girar la cinta, pero nada más. La imagen parpadeó y volvió a oscurecerse por completo. A continuación, emitió un fogonazo de nieve y sintió que se le encogía el estómago. En ese momento apareció ante él Scooby-Doo. Sonrió al notar en la entrepierna la sensación de calor que tan bien conocía y que se extendía de allí al resto de su cuerpo.
La puerta de la habitación se abrió tras él y los oyó entrar trastabillando. No tuvo que volverse para saber que no estaba sola. Nunca llegaba sola: siempre la acompañaba alguien. Podía oírlos hablar entre susurros y percibir el olor nauseabundo a tabaco, sudor, perfume y alcohol. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, concentrado en el televisor. —¡Mierda! No me habías dicho que tenías un hijo —exclamó el hombre. —No te preocupes por él. Solo le importan sus dibujos animados. —Le frotó la cabeza al pasar a su lado—. Es un buen chico. Me tiene limpísimo el apartamento. ¿Verdad, pequeñín? Él se removió y agachó la cabeza para no tener que sentir su tacto. El hombre dio la vuelta y se colocó ante él. Las perneras grises del pantalón con que cubría sus piernas fornidas le impedían ver la televisión. Sin prisa, levantó la mirada. El hombre llevaba el chaleco desabrochado y la camisa tan apretada que por entre los botones le asomaban pelos. La tripa le sobresalía por encima de la hebilla del cinturón. Era calvo y sobre el cuello de la camisa le hacía pliegues la papada. Parecía el cerdito Porky. www.lectulandia.com - Página 213
—¿Qué… qué… qué haces? —le preguntó el hombre. Hasta hablaba como Porky. —Le encanta hacer nudos —respondió la mujer desde la escueta cocina—. Está obsesionado con ellos. Se sienta ahí y se dedica a hacer nudos todo el día hasta que le mando hacer algo. Nudos y dibujos animados. —¿Es retrasado? Él lo miró a los ojos y siguió anudando. —¿Por qué me… me… me miras así, niño? ¿Po… po… por qué me mira así? —Porque le estás tapando. El hombre se dio la vuelta y perdió el equilibrio. Tropezó y estuvo a punto de caer al suelo. —No me gusta que me mi… mi… mire así. —Deja de mirarlo —le dijo ella y a continuación se dirigió al hombre—: Venga, vamos a tomarnos esa copa. Él lo señaló con el dedo mientras decía: —No me mires, niño. En la televisión, el gigantón del gallo Claudio se enfrentaba al diminuto halcón y acababa atado y asado en una hoguera tras recibir un mazazo brutal en la cabeza. Tuvo que subir el volumen para no oír los gemidos y resoplidos que llegaban de la habitación de al lado. Los muelles de la cama crujían con ritmo, cada vez más fuerte. Silvestre había tramado un nuevo plan para atrapar a Piolín. Intentaba salvar el agua para llegar a su jaula, pero no lo lograba. Una ola colosal alzaba su balsa y hacía que se estrellase de cara con las rocas. Aquella era la parte más divertida del episodio: ver estamparse al gato. La respiración de los otros dos se hizo más lenta y la cama enmudeció. Metió la mano debajo del sofá y sacó el nudo que había estado haciendo. Había aprendido en un libro. Lo sostuvo en alto para admirarlo. Aquel era su favorito. Le encantaba ver la cuerda correr a través del nudo y observar cómo crecía y se encogía la gaza. Se dio la vuelta y miró hacia el dormitorio, pero no oyó nada. Se dirigió a la puerta y se asomó para ver al gordo desplomado sobre ella. Entonces se acercó sin hacer ruido al lado de la cama en que se encontraba ella y le tocó suavemente el hombro. —¿Mamá? —Volvió a tocarla—. ¿Mamá? Ella no respondió ni el hombre hizo movimiento alguno. El niño pasó la lazada por la muñeca de ella y afirmó la cuerda a uno de los pilares de la cama con un sencillo nudo en ocho. Acto seguido, hizo lo mismo con la otra muñeca, que ató al otro lado. La respiración de su madre seguía siendo profunda y rítmica. El gordo dio un ronquido y una sacudida al tiempo que tosía, pero no llegó a despertarse. Él, con cuidado, deslizó la gaza sobre la cabeza de ella y ajustó lentamente el nudo hasta dejarlo cerca de su barbilla. Entonces pasó el otro cabo de www.lectulandia.com - Página 214
la cuerda por debajo de la barra inferior del cabecero y por encima de la superior mientras la observaba resbalar por las tablas como una serpiente. Salió del cuarto y volvió con una de las sillas de la cocina, que colocó cerca de la cama. De pie sobre ella, sostuvo el trozo de cuerda sobre su hombro y, volviendo la vista hacia la puerta abierta, contempló las imágenes del televisor. El episodio estaba tocando a su fin y aquel gato estúpido había vuelto a fracasar. Como siempre. Sonó la melodía y él aguardó el momento preciso. Cuando vio a Porky asomarse a la pantalla, repitió con él: —¡Eso es to…! ¡Eso es to…! ¡Eso es todo, amigos! Y saltó.
—¿Papá? Él alzó la mirada del televisor. Su hija estaba de pie en el umbral, con una mano puesta en el pomo y el camisón rosa arrastrando por el suelo. —¿Qué haces, que no estás en la cama? —He tenido una pesadilla. Le tendió los brazos y la niña caminó hacia él. La levantó del suelo y, reclinándose, la acunó contra su pecho. Ella se acurrucó con el pulgar de una mano metido en la boca mientras con la otra se retorcía un mechón de pelo a la vez que miraba los dibujos animados. —¡Qué divertido, papá! Él sonrió. —Son mis amigos —dijo.
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CAPÍTULO 44
James Tomey había dejado que le tomasen muestras de ADN y de cabello, pero no había querido someterse al detector de mentiras antes de salir del Centro de Justicia con Bustamante. A la mañana siguiente, Tracy y Kins esperaban una llamada de teléfono de Cerrabone, que estaba hablando con su jefe de solicitar al tribunal superior del condado de King un análisis previa condena del ADN hallado durante la investigación referente al proceso de Beth Stinson. Si Dunleavy daba su consentimiento y el juez lo aprobaba, Tracy iría al almacén en el que se custodiaban las pruebas para recoger las muestras pertenecientes a dicha causa, si es que seguían allí. En los casos de homicidio, la policía de Seattle solía guardar dicho material durante ochenta años, a no ser que los inspectores tuvieran algún motivo para aprobar que se eliminaran antes, como, por ejemplo, si se daba la circunstancia de que el condenado había muerto estando en prisión. Tracy dudaba de que Nolasco o Hattie, jubilado hace ya tanto, hubiesen vuelto a pensar siquiera en la muerte de Beth Stinson. Miró la esquina inferior derecha de la pantalla de su equipo informático y, en cuanto marcó el reloj las ocho en punto, tomó el teléfono y llamó a la unidad de pruebas, dio el número del caso al sargento que la atendió y aguardó mientras lo oía teclear. El otro soltó un suspiro y se aclaró la garganta antes de anunciar: —Sigue aquí. Tracy había empezado a preguntar si se conservaban también las pruebas biológicas cuando la interrumpió el sargento diciendo: —Es la segunda persona que llama para lo mismo en dos días. ¿Ocurre algo con este caso, inspectora? Ella sintió algo semejante a una patada en las entrañas. —¡Vaya! Lo siento —dijo sobreponiéndose—. Ya sabe cómo funcionan estas cosas: se crecen cuando salen en libertad condicional y deciden recurrir. Supongo que fue mi compañero, Kinsington Rowe, el que llamó, ¿no? A veces no nos coordinamos como deberíamos. Los dedos volvieron a picar en el teclado. —No, no fue él: fue su capitán, Johnny Nolasco, de Crímenes Violentos. Llamó ayer poco antes de la hora de cierre. Consiguió no alterar la voz cuando dijo: —Siento darles más trabajo. ¿Y ha ido a recoger las pruebas? —Todavía no. Solo preguntó si seguían aquí. —Estoy aquí al lado. Ahora me paso por allí y me ocupo de ellas. —Yo estaré aquí todo el día. www.lectulandia.com - Página 216
Tracy colgó y corrió a ponerse la chaqueta de pana. —¿Adónde vas? —dijo Kins al verla—. Tenemos el polígrafo de Taggart esta mañana. Llevaban seis años trabajando juntos con un compromiso de total sinceridad que ella estaba a punto de quebrantar. A Kins no le iba a hacer ninguna gracia que se hubiera guardado la información, pero el que Nolasco hubiese llamado para preguntar por las pruebas no hacía sino confirmar que estaba haciendo lo correcto. Aunque era posible que el capitán hubiera reparado de un modo u otro en las similitudes existentes entre los asesinatos del Cowboy y la muerte de Beth Stinson, ni siquiera eso explicaba su llamada a la unidad de pruebas. El único motivo que podía haberlo llevado a hacer tal cosa era que estuviese preocupado y la única razón que podía tener para estarlo, en opinión de Tracy, era que se hubiese enterado, de alguna manera, de que Dan o ella se habían interesado por aquella investigación. En aquel momento más que nunca, debía proteger a Kins y a su familia de cualquier posible consecuencia. —¿Puedes encargarte tú? —preguntó a su compañero—. Era Cerrabone. Tengo que coordinar la inspección que va a hacer la científica de la casa de Tomey y no me da tiempo. ¿Por qué no nos vemos allí cuando acabe Taggart con la prueba?
Media hora más tarde, Tracy salía del almacén con la caja en la mano para dirigirse a paso ligero a su camioneta. Miró a un lado y a otro de South Stacy Street por si veía aparecer a la carrera el Corvette rojo de Nolasco, pero la calle estaba despejada. Se metió en la cabina del vehículo, colocó la caja en el asiento y salió sin pausa del estacionamiento. Sonó el teléfono y accionó el sistema de manos libres. —El juez ha firmado la orden —dijo Cerrabone—. Ya puedes recoger las pruebas y llevárselas a Melton. —Voy para allá.
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CAPÍTULO 45
Dan se detuvo en el bordillo y observó por la ventanilla una casa ruinosa de vertientes muy inclinadas situada en una calle flanqueada de ciruelos de la ciudad de Everett y volvió a comprobar la dirección. Había pasado la mañana repasando en línea los registros de la Secretaría Estatal. La licencia de apertura de Dirty Ernie’s había expirado transcurrido un año. El responsable que figuraba en el archivo era un tal A. Gotchley, pero las señas que aparecían en el expediente no eran ya correctas y el número de teléfono ya no daba señal. Dan había buscado otros negocios registrados con el mismo nombre y el programa había arrojado varias docenas de identificadores pertenecientes a promotoras inmobiliarias y constructoras, dos bares, una tienda de empeños, una agencia inmobiliaria y una empresa de reparación de puertas y ventanas. El más reciente era una sociedad de responsabilidad limitada llamada AFrame Restorations con sede en Everett, a cincuenta kilómetros al norte de Seattle. Si podía tomarse como indicador el estado que presentaba el edificio, saltaba a la vista que A. Gotchley debía de haber hecho inversiones muy poco afortunadas. Aquello parecía un fumadero con el revestimiento de madera despintado, el porche desvencijado, el camino de entrada resquebrajado y el césped agostado e infestado de dientes de león. Salió del Tahoe y dio la vuelta al capó para subir a la acera. Delante de la casa de la izquierda, vio clavado un cartel de SE VENDE, semejante a los que lucían las dos casas contiguas, en los que, sin embargo, podía leerse: VENDIDO. Las tres guardaban un parecido notable entre sí y con el fumadero. De hecho, las cuatro eran idénticas desde el punto de vista arquitectónico. Quizás a fin de cuentas A. Gotchley no había invertido tan mal. Dan sintió que los escalones de madera se vencían bajo su peso. Las planchas del porche también daban la impresión de ir a ceder en cualquier momento. Caminando con cuidado, llamó a la puerta principal, que habían lijado hasta dejar sin rastro de pintura, y fue a abrirle una mujer vestida con un mono de pintor manchado y una gorra con la visera echada hacia atrás que le cubría el cabello gris y corto cuyos mechones había recogido tras las orejas. —Parece que he llegado en mal momento —dijo él sonriendo—. Estoy buscando a A. Gotchley. —Pues ya la ha encontrado. ¿Y usted debe de ser…? —Gotchley tenía el lóbulo derecho atravesado por varios aros y un brillante en la aleta izquierda de la nariz que subrayaban su apariencia juvenil, por más que, a juzgar por las fechas de registro de sus primeros negocios, debiese de estar a punto de mediar la cincuentena. —Yo debo de ser Dan O’Leary. —¡Vaya! Dan O’Leary —repitió ella imitando un acento irlandés exagerado. Sus www.lectulandia.com - Página 218
ojos azules centellearon mientras proseguía con la parodia—. Pues sí que es usted un hombre bien plantado, Dan O’Leary, y qué hermoso peto que me lleva. Supongo que no habrá venido a hacer una oferta por la casa que tengo en venta, ¿no? —Pues me temo que no. Ella abandonó de pronto el acento. —¡Qué lástima! ¿Pinta usted? —Alguna manita he dado —sonrió—, pero hoy no he traído mi ropa de trabajo. —Llámame Alita. Y no, no has llegado en mal momento, a no ser que seas agente judicial. —¡Qué va! Solo soy alguien que busca información. —Perfecto, porque acabo de darle una mano a la cocina y tengo que dejar que se seque. —¿Todas estas casas son tuyas, Alita? Ella salió al porche y señaló calle abajo. —Ya he vendido dos. Aquella acaba de salir al mercado y esta no tardará. —¿Sobrevivirá? Porque parece que esté en las últimas… —Tenías que haber visto cómo estaban las otras tres cuando las compré. Estas casas tienen casi un siglo y medio. —No te envidio. Yo restauré la casa de mis padres en Cedar Grove y me harté de trabajar —comentó él tratando de ganársela con un tema de conversación común. —¿Dónde está eso? —En las North Cascades. —Pues sí que estás lejos de tu casa. ¿Qué puedo hacer por ti? —Estoy buscando información sobre un negocio que tuviste hace un tiempo. —Tendrás que ser más concreto, porque me he embarcado ya en más de cincuenta y dos. Los de la Secretaría Estatal están encantados conmigo. —El Dirty Ernie’s. Ella sonrió. —¡Ah, sí! El Dirty Ernie’s Nude Review. Estuvo abierto muy poco tiempo, pero me dio para no aburrirme: dicen que conseguí unir como nadie a las autoridades de aquella ciudad. —Te cerraron. —Cambiaron la normativa municipal: nada de desnudos. ¡Panda de mojigatos! Aquello estuvo a rebosar durante un año. ¡Serán hipócritas! Todos protestaban de cara a la galería: que si estaba al lado de los centros escolares, que si atraía a lo peorcito… Pero, eso sí, luego venían a manadas, y no de muy lejos. Nada vende mejor que la cerveza y las tetas, Dan. No lo olvides. ¿Y qué clase de información necesitas? —Pues mira, Alita, me temo que es una de esas cosas que no sabes que la estabas buscando hasta que la tienes delante. —¡Bien empezamos! www.lectulandia.com - Página 219
—Lo que sé es esto: tenías trabajando para ti a dos bailarinas. Una de ellas era Beth Stinson. —Betty Boobs —confirmó ella—. Buena chica. Un cuerpo de escándalo. Final trágico. Recuerdo cuando me dieron la noticia. ¡Qué lástima! Una muchacha tan joven… Y una cosa tan inesperada… ¿Te puedes creer que los políticos aprovecharon aquello para cerrarme el local? Decían que se había convertido en un imán para lo más despreciable. ¿Eres poli? —Abogado. La otra bailarina era Celeste Bingham. —Bing Cherry. Mucho más reservada y modesta que Beth. No estuvo tanto tiempo. Si no recuerdo mal, eran compañeras de instituto. —Tienes buena memoria. —Solo para la buena gente, los buenos amantes y el buen vino. —¿Recuerdas a todos tus empleados? —Han sido cincuenta y dos negocios, Dan O’Leary. Como no me des nombres… —No tengo ninguno: ese es el problema. Como te he dicho, lo sabré cuando lo tenga delante. —Pues más te vale darme algún que otro dato más. Te invitaría a pasar, pero puedes acabar con pintura en esa hermosura de peto. Se sentaron en el escalón más alto del porche y Dan le explicó cuál era el propósito de su visita. Al acabar, dijo: —Así que estoy tratando de encontrar alguna conexión: el nombre de un empleado que trabajase para ti en el Dirty Ernie’s y pueda salir mientras hablamos. —Te entiendo. —¿Tenías trato con Beth o con Celeste fuera del trabajo? —No. —O sea, que no tenías ni idea de que Beth se llevaba a casa a algunos de los clientes. —No, por desgracia, porque le habría dicho algo. Era muy joven y no se daba cuenta de dónde se estaba metiendo. Vive y deja vivir, digo yo siempre, pero cruzar esa línea es muy peligroso. —¿Guardabas alguna clase de registro de los empleados, certificados de retenciones o cualquier cosa que pueda ayudarme a identificar a los que trabajaban contigo? —Claro. Si no, me habrían cerrado el negocio mucho antes: los de hacienda me obligan a conservar ciertos documentos durante varios años. Creo que son siete, pero yo soy de las que lo guardan todo. En realidad, es por pereza, porque es más fácil guardarlo que tener que revisarlo y decidir qué tirar. Lo que no puedo garantizarte es que lo tenga de veras todo. —¿Cómo lo podemos averiguar? —Poniéndote a hurgar en una montaña de cajas de porquerías. —¿Dónde puedo encontrarlas? www.lectulandia.com - Página 220
—Con las cajas que salieron de los otros cincuenta y un negocios: en un trastero que tengo alquilado por aquí cerca. Podría ir a buscarlas cuando acabe aquí. Tengo que terminar unos retoques en la casa de al lado, porque quieren venir a verla, y quiero darle otra mano a la cocina. —Podríamos vernos en el trastero y te echo una mano con las cajas. —Antes acabamos si nos echan una mano. Sobre todo si es mano de soltero, que ya veo que no llevas anillo, Dan O’Leary. ¿No estarás buscando una cincuentona casadera? Dan sonrió. —Estoy saliendo con alguien. —¿Y eres de los fieles? —Sí. —Mejor para ti —dijo ella. —¿Puedo hacerte una pregunta personal, Alita? —Me lo he buscado. —¿Por qué un club nocturno? —Porque los buenos ganan dinero y a mí me gusta ganar dinero. No he fichado en toda mi vida. El Dirty Ernie’s habría sido una mina de oro. —Se encogió de hombros—. Pero no me importa: me echo mis trastos a la espalda y sigo andando. —«Ernie el Sucio». ¿Quién era Ernie? Alita sonrió. —Mi exmarido. Mis negocios llevan siempre el nombre de alguien que me ha hecho daño: el Café de Pete el Apestoso, Lubricantes Richard el Apretado… No te puedes hacer una idea de lo que disfrutaba al ir a trabajar y ver brillar en lo alto de la fachada las letras de Dirty Ernie’s. —Eres una mujer valiente. —Amenazó con demandarme y yo le pedí que, por favor, no lo dudara. Soy como Madonna: cualquier publicidad, hasta la mala, es buena. Pelearme con la ciudad de Everett para restaurar estas monstruosidades me hizo aparecer en primera plana y, cuando las saqué al mercado, la gente hacía cola para comprarlas. —Se puso en pie —. ¿Seguro que estás muy enamorado, Dan? Te lo digo porque soy rica y podría mantenerte. —Dudo mucho que andes necesitada de hombres. —Vuelve a las cinco y te dejaré que hurgues en mis cosas. Y, con un guiño, volvió a entrar en la casa.
Tracy y Kins se encontraban al lado de la camioneta de la científica en el camino de entrada al domicilio de James Tomey. La luz del sol se colaba entre las ramas del roble nudoso y proyectaba en el suelo sus rayos de manera discontinua. —Taggart ha superado el detector —anunció el inspector—. No hay indicios de www.lectulandia.com - Página 221
que esté mintiendo. —Por supuesto: Taggart lo supera y Bankston no. Este caso no tiene pies ni cabeza. ¿Qué has hecho con él? —Devolverlo a la cárcel. Hablé con los de narcóticos. Tengo el nombre de un tipo que podría ser el que le proporciona la meta en Belltown. Se han ofrecido a ir a buscarlo de nuestra parte, pero le he dicho que se esperen. Me da en la nariz que Taggart dice la verdad. El de Belltown está bien conectado: si Taggart quería mentirnos, no habría delatado precisamente a este fulano. —Kins miró a su alrededor —. Y aquí, ¿qué has encontrado con la científica? —Todavía no hay nada de la cuerda —dijo. Había dejado las muestras de ADN en el laboratorio y estaba poniendo a Melton al corriente de su corazonada cuando le había enviado Cerrabone un mensaje de texto para anunciarle que tenían luz verde para registrar la casa de Tomey y que seguía haciendo gestiones para entrar en el despacho—. Vamos a ver por dónde van —añadió señalando a los de la policía científica.
Dan regresó a la casa desvencijada de Evertt poco después de las cinco, pero no recibió respuesta alguna al llamar a la puerta. Pegó el oído a la madera recién lijada y, al no percibir sonido alguno, se preguntó si no lo habría dejado plantado Alita. Había bajado el porche y enfilado el camino de gravilla cuando la vio doblar la esquina de atrás de la casa. —Me había parecido oír a alguien. Estaba limpiando los rodillos en el patio. Olía a disolvente. —Temía que te hubieras olvidado de nuestra cita —dijo él. —No te burles de una mujer más vieja que tú, Dan, que esta que ves todavía tiene mucho de asaltacunas. —¿Quieres que te siga? —No está lejos —respondió ella—. Puedo ir contigo si no te importa traerme aquí de nuevo cuando acabemos. —Estaré encantado. ¿Me dejas que te invite a cenar por las molestias? Alita sonrió. —Te lo advierto, Dan: si sigues hablando de citas y de cenas, puede ser que no deje que te vayas. Llegados al almacén, lo llevó por entre los pasillos hasta un trastero del tamaño de una cochera individual. La persiana de metal estaba asida con candado a una argolla del suelo. Alita lo abrió y levantó el cierre. —¡Tachán! —exclamó. Dan hizo una mueca de dolor: no había exagerado al decir que lo guardaba todo. Había cajas apiladas desde el suelo de cemento hasta el metal del techo y todo apuntaba a que llegaban hasta el fondo. Podían hacer falta varios días para encontrar www.lectulandia.com - Página 222
lo que buscaban. —¿Las tienes ordenadas por año o por empresa? —preguntó. —Habría sido lo lógico, ¿verdad? —En fin —repuso él mientras se remangaba la camisa—, yo diría que, en tal caso, solo hay un modo de resolver esto. Alita sacó una escalera de detrás de uno de los rimeros. —¿Por qué no me bajas las de arriba? Así puedo ir revisándolas con más rapidez. A lo mejor he dado con la ocasión perfecta para empezar a tirar cosas. Dan se encaramó a la escalera y Alita lanzó un gruñido cuando le tendió la primera caja. —¿Seguro que no quieres cambiarme el puesto? —dijo él. Ella sonrió con los ojos fijos en el trasero de él. —¿Y perderme esta vista única?
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CAPÍTULO 46
En el domicilio de James Tomey no encontraron rollos de cuerda ni botes de Rohypnol y Tracy dudaba de que fuesen a dar con nada de eso en su despacho. Cuando volvió con Kins a la sala Cowboy, asignó a Mayweather el cometido de estudiar las agendas de Tomey en busca de las fechas de los cuatro asesinatos. —Los de The Home Depot nos han enviado duplicados de las tarjetas de fichar de Bankston —anunció este—. La noche de los cuatro asesinatos estaba haciendo el turno de tarde. Faz abrió la puerta y entró seguido de Del. —Oye, Sparrow, me han dicho que esa mierdecilla de Taggart ha superado el detector de mentiras. —Eso parece —respondió Kins. —En los viejos tiempos, le habríamos sacado la verdad a golpes y el país se habría ahorrado el gasto. —¿Te refieres a 1920? —preguntó Ron Mayweather. —¡Qué va! —dijo Del—. A antes de que publicaran el informe del Departamento de Justicia. Todos se echaron a reír. —Que empiezan las noticias —anunció Mayweather—. Y con nuestra reportera favorita: tal vez nos cuente que ha habido otro asesinato, porque parece que sabe más que todos nosotros. Vanpelt no estaba delante de un motel ni de un bar, sino, cosa poco común, tras la mesa del estudio. —Esta noche hay novedades sorprendentes sobre la investigación de los asesinatos del Cowboy —dijo la presentadora al dar paso a Vanpelt. —En efecto. Aunque la policía no ha atrapado todavía al llamado Cowboy, Channel 8 ha sabido que la unidad especial que lleva el caso está estudiando un posible vínculo entre los cuatro asesinatos y otro ocurrido hace nueve años. —A Tracy se le heló la sangre—. El jefe de policía Sandy Clarridge —siguió diciendo la periodista—, sometido a una gran presión, celebró esta tarde una rueda de prensa para informar de la evolución del caso y allí le pregunté al respecto. Entró entonces el vídeo, en el que aparecía Clarridge leyendo la declaración que había escrito Tracy para Bennett, hasta que se salió del guion para decir: —Los hombres y las mujeres de la unidad especial están consagrando el cien por cien de su tiempo a esta investigación y lo seguirán haciendo hasta dar con el asesino y llevarlo ante la justicia. Vanpelt, sentada en primera fila, se puso en pie para decir: —Señor Clarridge, ¿por qué está investigando también la unidad el asesinato que www.lectulandia.com - Página 224
se produjo hace una década en el distrito norte? Clarridge quedó paralizado. Acto seguido, miró a Bennett, que no parecía menos sorprendido. —¿De qué está hablando? —dijo Faz. —Estará otra vez con sus mentiras —repuso Kins. Tracy empezó a marearse. —Tengo entendido que la unidad ha reabierto la investigación sobre la muerte de Beth Stinson —insistió Vanpelt— y ha empezado a interrogar a los testigos de aquel caso. ¿Es cierto? A Clarridge se le encendió el rostro. —No tengo nada que comentar sobre los detalles concretos del trabajo de la unidad especial —dijo. —¿Es usted consciente de que un abogado llamado Dan O’Leary se ha reunido de forma reciente con Wayne Gerhardt en el penal de Walla Walla? —Le repito que no voy a entrar en detalles —contestó Clarridge antes de mirar al común de los asistentes y decir—: Muchas gracias. Tracy sintió la mirada de Kins. De nuevo en directo en el estudio, Vanpelt comenzó a desarrollar la información que acababa de apuntar: —Recordarán el espeluznante asesinato de la joven de veintiún años Beth Stinson. Un hombre llamado Wayne Gerhardt se declaró culpable del crimen y recibió por ello veinticinco años de condena. Pese a que el caso estaba ya cerrado, Channel 8 ha sabido de un abogado que ha estado hablando con los testigos del caso Stinson y, además, según el registro de visitas del penal de Walla Walla, se ha reunido con Gerhardt. »Para hacerlo todo más interesante si cabe, resulta que el abogado no es otro que Dan O’Leary, el mismo que solicitó con éxito la liberación de Edmund House, a quien habían condenado por el asesinato de Sarah Crosswhite, hermana de la inspectora de homicidios de la policía de Seattle Tracy Crosswhite. Esta, además, está a la cabeza de la unidad especial que investiga el caso del Cowboy. Hemos intentado ponernos en contacto con la inspectora Tracy Crosswhite y con Dan O’Leary, pero ninguno ha respondido a nuestras llamadas. »Esta misma noche he hablado con los padres de Beth Stinson, quienes han expresado su indignación ante la idea de que pueda quedar en libertad el asesino de su hija. Ninguno de los dos había recibido notificación alguna de la reapertura del caso. —¿Qué diablos…? —exclamó Kins. —¿Qué está pasando, profesora? —quiso saber Faz. En ese momento empezó a sonar el teléfono de la mesa de Tracy.
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El color de las mejillas de Sandy Clarridge no se había atenuado desde su intervención ante las cámaras. Una red de venas carmesíes le cruzaba la nariz como líneas de un mapa de carreteras. A la izquierda tenía sentado a Stephen Martínez, con los ojos en llamas. Johnny Nolasco también había tomado asiento en el mismo lado de la mesa que ellos, para no dejar lugar a dudas sobre a quién guardaba lealtad. Frente a ellos estaban Tracy, Kins, el teniente Andrew Laub y Billy Williams. De ellos, no obstante, tampoco esperaba mucho apoyo. Nadie sabía nada del caso de Beth Stinson. —Kins no ha tenido nada que ver con esto —aseveró Tracy—: ha sido decisión mía. —¿Ni siquiera se ha molestado en informar a su compañero? —preguntó Clarridge. —No. —¿Porque era consciente de lo incorrecto de su actuación? —Porque entendía que podía tener consecuencias muy negativas en caso de que estuviera equivocada. Clarridge entornó los ojos como si no la entendiese. —Entonces, ¿por qué lo ha hecho? —Porque estoy convencida de que no me he equivocado. Creo que las pruebas confirman mis sospechas. —¿Y cuáles son esas pruebas? Tracy resumió las similitudes existentes entre el asesinato de Stinson y las muertes de las cuatro bailarinas. —Jefe, el de Beth Stinson era mi caso —intervino Nolasco—. La testigo identificó sin duda alguna a Wayne Gerhardt. —La testigo no estuvo segura hasta que le mostraron una fotografía de Gerhardt como sospechoso. —Lo identificó en una rueda de reconocimiento, jefe, y Gerhardt se declaró culpable. —Nolasco parecía más cansado que irritado. —Ella lo identificó porque lo había visto en la fotografía y él se declaró culpable porque le dijeron que acabaría en el corredor de la muerte si dejaba la decisión en manos del jurado. —O porque era culpable —replicó el capitán. Tracy miró a Clarridge. —Existen pruebas forenses que ni el fiscal ni la defensa pidieron que se analizaran. —El abogado defensor prefirió no hacerlo por miedo a perder la ocasión de negociar en caso de que las muestras perteneciesen a Gerhardt —dijo Nolasco—, porque el fiscal no iba a consentirlo con una acusación de asesinato en primer grado. www.lectulandia.com - Página 226
Gerhardt se enfrentaba a la pena capital… —El médico forense no encontró nada que indicase que la víctima hubiera mantenido relaciones sexuales setenta y dos horas antes de su muerte —respondió Tracy. La expresión de Nolasco hacía evidente que sabía que había pinchado en hueso, cosa que aprovechó ella para ir más allá: —El formulario del HITS declaraba que a Beth Stinson la habían violado en clara contradicción con los resultados de la autopsia. Nolasco miró a Clarridge. —Jefe, todos sabemos que la inspectora Crosswhite y yo tenemos una relación turbulenta… —Esto no tiene nada que ver con ninguna relación turbulenta. A Beth Stinson no la violaron —dijo Tracy elevando la voz. —Pero, en ese caso, ¿por qué iba a exonerar a Gerhardt el ADN? —preguntó Clarridge. —Gerhardt estuvo en la casa aquella tarde tratando de desatascar un inodoro. Había huellas dactilares y pisadas suyas por toda la casa, de modo que cabría esperar que alguien tan descuidado hubiera dejado también pelo, sudor o fluidos corporales, cualquier cosa, en el cuerpo de la víctima o en la cuerda. —Jefe, es imposible sacar huellas digitales de un trozo de cuerda, tanto por aquel entonces como ahora —replicó Nolasco. —Pero sí se puede obtener ADN —dijo la inspectora— y el suyo tendría que haber estado presente en la cuerda o sobre la víctima. —Todo esto, jefe, no deja de ser una conjetura. —Nunca llegaron a interrogar al resto de los testigos. Nolasco restó importancia al comentario con un gesto de la mano. —Claro que hablamos con los testigos. —Pues en el expediente no se recogen los informes. —No hubo nada que nos llevase a creer que nos habíamos equivocado de sujeto. Tracy volvió al ataque. —Si hablaron con los testigos, ¿cómo es que no sabían que Beth Stinson bailaba en un club nocturno? Aunque Nolasco se las estaba arreglando bastante bien para mantener la calma de puertas afuera, pudo vérsele la nuez subir y bajar mientras quedaba petrificado, como tratando de encajar un nuevo derechazo. —Stinson era contable. —Por el día. Por la noche hacía baile erótico y llevaba hombres a casa. Clarridge levantó la mano. —De todos modos, ¿cómo consiguió —dijo antes de consultar sus notas— Dan O’Leary la información relativa a este caso? —Se la di yo. www.lectulandia.com - Página 227
El jefe arrugó el entrecejo. —¿Le dio acceso al expediente y le reveló sus sospechas? —Sí, y lo volvería a hacer si creyese, como creo, que puede ayudarnos a atrapar al hijo de perra que está matando a esas mujeres. —Lo que no deja de ser un cuento revisionista —dijo Nolasco. —Había que llegar al final. Clarridge se quitó las gafas para pellizcarse el puente de la nariz. —Inspector Rowe. Kins levantó la mirada del punto de la mesa que había estado repasando con el dedo. —¿Usted no tenía conocimiento de esta investigación? El interpelado negó con la cabeza y dijo con voz apenas audible: —No. —Puede irse. Seguirá ocupando su puesto en la unidad especial. Kins retiró su silla, pero no se puso en pie de inmediato, como si tuviera algo que decir. Entonces, se levantó y, dando la espalda a Tracy, salió de la sala. —Inspectora Crosswhite —dijo Clarridge—. Hasta ahora la he estado defendiendo, porque creía, y sigo creyendo, en la importancia de contar con mujeres en todos los niveles de este departamento y porque, con independencia de su sexo, es usted una inspectora excelente. Sin embargo, sus actos no solo han hecho que lluevan críticas sobre el cuerpo de policía de Seattle, sino que me han llevado a revisar mi evaluación personal de sus prioridades y de sus capacidades. Proporcionar a un abogado el acceso a un expediente policial constituye una incorrección que no puedo pasar por alto. Voy a pedir a la Oficina de Responsabilidad Profesional que emprenda al respecto una investigación oficial y exhaustiva, en la que, además, quiero verla participar con dedicación plena. ¿Me he explicado bien? —Sí. —Hasta que hayan tenido ocasión de reunir las pruebas necesarias y tomar una decisión, se le asignará un puesto administrativo en la comisaría. —Dicho esto se volvió a Nolasco—. Capitán Nolasco, se encargará usted de supervisar la investigación sobre el caso del Cowboy y responderá directamente ante mí. —Sí, señor —respondió él. Clarridge retiró su asiento y los demás hicieron lo mismo. Menos Tracy, que permaneció sentada.
Encontró una caja vacía al fondo de la séptima planta, donde trabajaba el personal administrativo, y la llevó a su cubículo. Kins estaba sentado ante su mesa, con la espalda vuelta hacia ella, y cuando vio que no se apartaba de su teclado, comenzó a vaciar los cajones de su escritorio. —Me has hecho quedar como un idiota —dijo al fin su compañero—. De haber www.lectulandia.com - Página 228
estado informado, habría podido apoyarte. —Eso es precisamente lo que no quería. Si lo llegas a saber, ahora estarías recogiendo tu mesa conmigo. —Sinceridad total —dijo él. Tracy oyó crujir la silla de Kins, soltó la grapadora que tenía en la mano y se volvió para encontrarse con que se había vuelto hacia ella. —Sabía que, si Nolasco se enteraba, era muy probable que ocurriese esto. —Somos compañeros —dijo él acercándose. —Y tú tienes mujer y tres hijos que dependen de ti. Si no lo sabías, nadie podía culparte de no haber dicho nada. Kins clavó la mirada en el suelo con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones. Tracy lo conocía lo bastante bien como para saber que estaba procesando el razonamiento que acababa de hacer. Alzó de nuevo la vista. —Entonces, ¿qué ha pasado después de salir yo? —Me han echado de la unidad especial. Ahora está al cargo Nolasco y no puedo evitar pensar que eso es precisamente lo que él quería. Kins reprimió una risa sarcástica. —Pues no sé por qué, porque no estamos más cerca que el primer día de dar con ese fulano. Un caso como este puede acabar con la carrera profesional de cualquiera. —Miró por encima de los cubículos antes de bajar la voz—. ¿Y el caso de Beth Stinson? No creerás que Nolasco y Hattie estaban ocultando algo, ¿verdad? —No, dudo de que se trate de algo tan siniestro. —Ella moderó también el volumen—. El caso de Stinson fue el último homicidio de Hattie. Había pedido la jubilación. Creo que tenía ya un pie fuera del cuerpo y no quería complicarse. Nolasco y él tenían un expediente inmejorable. Según la testigo, le enseñaron el retrato de Wayne Gerhardt antes de que lo identificase en la rueda de reconocimiento. —Eso tampoco está fuera de lo normal. —Es que no había más fotos, Kins. Por lo visto dijo que no le enseñaron más que una, aunque en el expediente se recogen cuatro. —¿No se habrá equivocado? Ha pasado mucho tiempo como para recordar un detalle así. —Nolasco y Hattie tampoco llegaron a entrevistarse con el resto de testigos del expediente. De lo contrario, habrían sabido que Beth Stinson bailaba en un club nocturno y había empezado a llevar hombres a su casa. Su mejor amiga dijo a Dan que habló con ella la noche del asesinato y le dijo que tuviese cuidado. Stinson le dijo que no se preocupase porque las dos conocían al hombre con el que se había citado. —Entonces, tal vez Nolasco tenía motivos para angustiarse —dijo Kins—. Quizá detuvieron al fulano equivocado. ¿Hasta dónde has llegado con las muestras de ADN? —Cerrabone ha conseguido que un juez firme la orden. Esta mañana se las he dejado a Mike y le he pedido que las analice cuanto antes. Tal vez no exoneren a www.lectulandia.com - Página 229
Gerhardt, pero podrían darnos, perdón, daros, otro sospechoso o confirmar alguno que ya tengáis. —No piensas dejarlo correr, ¿verdad? —Ya no pueden hacerme gran cosa, Kins. —Todavía pueden despedirte. —Es muy probable que lo hagan de todos modos. Kins apretó la mandíbula. —¿Dónde está el expediente de Stinson? —Nolasco no va a consentir que lo veas. Voy a guardarlo todo y traerlo aquí. El inspector estaba sopesando la situación con los labios apretados. —¿Me vas a tener al corriente? —Sí, te iré informando. —Y ve con mucho cuidado. —Nolasco no me preocupa. —No me refiero a eso: recuerda que, mientras tú estás ahí fuera tratando de averiguar quién es ese tipo, él ya sabe quién eres tú.
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CAPÍTULO 47
Salió del ascensor a la seguridad de la cochera y se dirigió a su camioneta para dejar la caja de sus pertenencias. Tenía la intención de ir a la sala Cowboy para hablar con quien hubiese allí: les debía una explicación. Aquel búnker de cemento, que en un primer momento les había causado a todos casi el mismo respeto que a Faz, había acabado por convertirse en un segundo hogar para todos. Eso quería decir, cuando menos, que Kins y ella habían elegido bien a su equipo de hombres y mujeres entregados que habían hecho cuantos sacrificios habían sido necesarios para atrapar a un asesino. Los iba a echar de menos. Iba a echar de menos trabajar con ellos y también, quizá más, la agitación de la caza. El estrépito de los vehículos que recorrían la autopista I-5, contigua a la cochera, ahogaba casi por completo el arrullo de los pichones en los recovecos del techo de cemento y todo adoptaba un tinte anaranjado bajo la iluminación tenue del lugar. Al aproximarse a su automóvil, Tracy tuvo la sensación de no encontrarse sola. El frío cosquilleo del instinto de autoprotección que había hecho que se le erizara el vello de la nuca le bajó por la columna mientras abría la puerta y colocaba la caja en el asiento de atrás. Oyó pasos tras ella. Sacó la Glock al mismo tiempo que giraba en redondo y levantó el cañón para apuntar al centro mismo de su blanco. Nolasco abrió los ojos de par en par mientras trastabillaba hacia atrás y, perdido el equilibrio, tropezaba con uno de los vehículos allí estacionados. —¿Qué diablos te pasa? —Daba la impresión de estar teniendo dificultades para recobrar el aliento. Al ver que ella no respondía, preguntó—: ¿Siempre sacas el arma sin evaluar la situación por completo? —La he evaluado perfectamente —dijo Tracy sin bajar la pistola—. Si no, ahora estaría usted en el suelo con una bala en la frente y dos en el pecho. Nolasco puso una mano en alto. —¿Quieres bajarla? Ella vaciló aún un momento antes de obedecer, aunque no volvió a enfundarla. Él tenía los ojos vidriosos y ella percibió olor a alcohol mal disfrazado con fragancia de gaulteria. Si Nolasco había estado comiendo chicle, se lo había tragado. —¿Qué quiere? —Saber por qué lo has hecho, nada más. —Ya lo he dicho. —Sabemos que ese no es el motivo. ¿Pensabas que te iba a permitir que me dejaras en evidencia? —¿Tan frágil es su ego que todavía está intentando recobrarse de algo que ocurrió hace veinte años? —dijo Tracy—. Es muy triste. www.lectulandia.com - Página 231
—¿Y tú qué pretendías hurgando en uno de mis casos cerrados? —Intentar dar caza a un asesino. Él sonrió con suficiencia. —Mentira. Estabas intentando ponerme en ridículo. En fin, pues ya has visto cuál ha sido el resultado. Dicho esto, se volvió y empezó a caminar hacia su vehículo. —¿Quién le dijo lo de Gerhardt? —preguntó ella. —Da igual. Ella elevó la voz. —¿No le quita el sueño que pueda haber un inocente en la cárcel mientras sigue suelto el tipo que está matando mujeres? Nolasco llegó a su Corvette y se volvió a mirarla. —Eso es una quimera: Gerhardt era nuestro hombre. Lo sabíamos desde el primer día. —¿Por eso hicieron que JoAnne Anderson creyera haberlo visto? —Lo vio. —En ese caso, ¿por qué acaba de mentir? ¿Por qué ha dicho que hablaron con los testigos cuando no es cierto? —Mañana me espera un gran día —dijo Nolasco sonriendo—: tengo que exponer a la prensa las circunstancias de tu expulsión de la unidad especial. Y tú también deberías dormir bien esta noche: supongo que tendrán muchas preguntas para ti… y no solo los de la Oficina de Responsabilidad Profesional.
El Tahoe de Dan estaba estacionado en el lugar que había ocupado las cuatro noches previas el coche patrulla. Aquello también debía de haber sido obra de Nolasco: como Tracy no pertenecía ya a la unidad especial, tampoco había ya necesidad de protegerla. Dejó su camioneta en el garaje, se apeó y sacó la caja con sus pertenencias. Dan estaba allí sosteniéndole la puerta y tuvo que ver por su expresión cuál era su estado de ánimo. —¿Qué ha pasado? —dijo—. ¿Qué te ocurre? Ella pasó a su lado y puso la caja en la encimera de la cocina. Roger se puso a su lado de un salto para saludarla y ella le acarició el lomo y lo oyó ronronear. —Tracy, ¿qué pasa? ¿Qué hay en esa caja? —¿No has visto las noticias? —Vengo de estar dos horas metido en un trastero. Ella abrió el frigorífico y sacó una lata abierta de comida para gatos. —Nolasco se ha enterado de lo de Gerhardt y se lo ha dicho a Vanpelt. Dan palideció. Ella pasó a su lado para sacar un plato del armario. —¿Mucho? www.lectulandia.com - Página 232
—Vengo de una reunión con los peces gordos. Me han expulsado de la unidad especial y me han asignado labores administrativas hasta que los de la Oficina de Responsabilidad Profesional lleven a cabo una investigación. —¿Qué significa eso? Vació el alimento en el plato con una cuchara esquivando a Roger hasta que hubo acabado de servirlo. —Significa que lo más seguro es que me echen también del cuerpo. Dejó la cuchara en el fregadero y la lata en el cubo de basura antes de dirigirse a las puertas de cristal, pero desechó salir a la terraza al ver que había empezado a llover. Dan se acercó a ella y la rodeó con los brazos. —¿Estás bien? Ella contempló las vistas. Eran hermosas, sin duda, pero había pasado muchas noches disfrutando de ellas en soledad. —Una vez me preguntaste si podría volver a ser feliz en Cedar Grove. —Al ver que no respondía, prosiguió—: Esa era la vida que deseé tener en otro tiempo y creo que podría volver a desearla. —Tracy, no sabes cuánto me gustaría que lo estuvieses diciendo en serio. —Pues lo digo en serio. —Se volvió para mirarlo. Él sonrió, pero su expresión tenía algo de tristeza. —Ahora tu vida es esta. Esto es lo que te hace feliz y se te da muy bien. Te encanta. —También se me daba bien enseñar química. Además, estaba haciendo algo útil. —¿Por qué no te tomas unos días…? —Me he tomado veinte años, Dan. ¿No es bastante? —¿Seguro que estás hablando en serio? —dijo él en tono cauto. Ella puso los brazos en torno a su cintura y le dio un beso prolongado. —Sí, estoy hablando en serio. Roger saltó a la mesa del comedor y les dedicó un gruñido. —¿Lo has hablado con él? —preguntó Dan—. Porque dudo mucho de que le vaya a hacer ninguna gracia. —Se acostumbrará —dijo ella—. ¿Cuánto tiempo necesitaste tú cuando volviste? Él lo pensó un instante y recorrió el cuello de ella con la mano. —No tanto como pensaba. Quiero decir que, aunque llevaba fuera tanto tiempo como tú, no lo sentía todo tan diferente. Creo que nunca llegamos a sacar del todo nuestra ciudad natal de nuestro interior. Cedar Grove forma parte de nuestro ADN. —Ojalá estuviera Sarah allí todavía —dijo Tracy—. Sigo echándola de menos, Dan. Pienso en ella a diario y tengo la impresión de que no voy a dejar de hacerlo nunca.
Tracy subió la temperatura del agua hasta un extremo casi insoportable y se metió en www.lectulandia.com - Página 233
la ducha para dejar que los chorros se clavaran en su piel. Sintió que los músculos se le relajaban poco a poco y la tensión del cuello y los hombros se le disipaba. Sintiéndose débil, tal vez abrumada, apoyó la cabeza contra los azulejos de la pared y dejó que la calmara el agua. Veinte minutos después, cerró el grifo, se envolvió en una toalla de color amarillo vivo y salió al suelo de mármol de su dormitorio. Roger se había tumbado en su edredón y Tracy dedicó unos segundos a hacerle mimos, rascándole el cuello, la cabeza y las orejas. Él rodó hasta quedar boca arriba con las zarpas levantadas con gesto sumiso, ronroneando suavemente mientras ella le recorría la panza con los dedos. —Tienes suerte de ser autosuficiente —le dijo—, porque tu dueña es un desastre. Las luces del patio se encendieron en ese instante. Irritada, se ajustó la toalla y se acercó a la puerta de cristal. El viento había cobrado fuerza y hacía que la lluvia cruzase oblicua los dos haces de luz. El césped estaba vacío. Dan cruzó la habitación y se unió a ella frente a la puerta. —¿Todavía saltan los focos? —Eso parece —dijo ella mirando al patio desierto. —Si puse los sensores al mínimo… —¿Cuándo? —El otro día, antes de irme. Eso explicaba que Roger se hubiera quedado encerrado en la planta de abajo. —Quizá debiera apagarlas sin más. ¡Si vives en un fortín! —No —dijo ella—. No me molestan. —Era cierto que le gustaba tenerlas. Era como tener un perro que ladrase: un sistema de aviso precoz. Dan la abrazó. —¿Te encuentras mejor? —Mucho mejor. —Perfecto. ¿Tienes hambre? —Pues sí —respondió ella sorprendida. Él sonrió. —Entonces será mejor que me vaya, porque con esa toalla eres mucho más tentadora que el pollo a la Alfredo. —Se besaron lentamente hasta que él se apartó—. No me creo que esté diciendo esto, pero me voy de la habitación. Tras salir él, Tracy sacó una camiseta de la cómoda y estaba a punto de ponérsela cuando tuvo una idea. Envuelta aún en la toalla, se dirigió a la puerta del dormitorio. —¿Cómo va la cena? —Casi lista. Dan estaba de pie ante la isla central, echando los tallarines en una olla de agua hirviendo de la que se veía salir vapor. —Estaba pensando en la copa de tinto que me habías prometido… Dan tomó la botella, sirvió una copa y la miró a través de los cristales empañados www.lectulandia.com - Página 234
de sus gafas. Tracy se apoyó en el marco de la puerta con una pierna doblada para dejar a la vista buena parte del muslo. Dan se quitó las gafas. —No es justo —dijo—. Acabo de poner los tallarines. —Lo que nos da doce minutos, ¿no es verdad? Dan se hizo con la caja de la pasta y le dio la vuelta para estudiar las instrucciones del dorso. —Nueve, me temo. Tracy bajó la pierna y se enderezó. —¿En serio? Dan se echó a reír, arrojó la caja vacía por encima de su hombro y se sacó la camisa por la cabeza mientras atravesaba corriendo la sala de estar y la abrazaba. —Hazme el amor, Dan. Él la besó con fuerza en la boca y luego de forma más suave por el cuello y los hombros mientras sus manos daban con la toalla, que cayó dulcemente al suelo. Tracy sintió que su contacto, tan calmante como el agua tibia, la llevaba a la deriva. Se le aflojaron los brazos y las piernas y se sintió aturdida. Se las ingenió para ayudar a Dan a quitarse los pantalones, pero no llegaron a la cama. Dan la apoyó contra la pared del dormitorio y ella le envolvió la cintura con las piernas. Aún tenían la respiración agitada cuando Dan volvió la cabeza para mirar el reloj de la mesilla de ella. —Nunca habría imaginado que me iba a sentir orgulloso de decir que he culminado el acto sexual en el tiempo que tardan en hervir unos tallarines. —Y nos han sobrado tres minutos —dijo ella. Los dos se echaron a reír. —Más me vale salir de aquí si no quieres comer pasta pasada. —Recogió la ropa, se puso los calzoncillos y una camiseta, le dio otro beso y se fue a la cocina. Tras volver a la ducha, Tracy se colocó una sudadera y se cepilló el cabello. La lluvia caía con fuerza. Tanto que sonaba como el rugido de los vehículos que recorren la autopista e hizo saltar las luces del patio trasero. Tracy se acercó a las puertas de cristal y vio que, esta vez, el césped no estaba desierto: bajo los focos había, de pie, una figura encapuchada, envuelta en lluvia y con el rostro desdibujado por las sombras. Entonces se apagaron las luces. Con el pulso acelerado, Tracy cruzó la habitación a la carrera, tomó su Glock y se precipitó en dirección a las escaleras de la sala de estar. Dan levantó la mirada al verla salir del dormitorio. —¿Quieres una copa…? La vio correr escaleras abajo. —¿Tracy? Ella descorrió el cerrojo y abrió la puerta. —¿Qué pasa? —gritó Dan. Tracy atravesó la planta baja a oscuras hasta llegar a la puerta que daba al patio, www.lectulandia.com - Página 235
abrió el pestillo y salió al césped como una exhalación bajo el azote de la lluvia, con la pistola en alto y volviendo la cabeza a izquierda y a derecha mientras lo recorría todo con la mirada. Los focos se encendieron e iluminaron un patio que había quedado vacío. Movió el arma a un lado y a otro siguiendo el perímetro de luz mientras avanzaba hacia el espeso matorral. Sus pies, descalzos, se hundieron en la hierba empapada de agua. La lluvia le empañaba la visión y sacudió la cabeza para despejarla. —¿Dónde estás? —exclamó—. ¿Dónde demonios te has metido? —¿Tracy? —gritó Dan desde la puerta que había abierto ella—. ¿Tracy? Al llegar al borde del matorral, lo estudió en busca de ramas rotas, alguna senda desgastada o pisadas en el suelo encharcado. Dan su puso a su lado de improviso y alzó la voz para que lo oyera pese a la lluvia. —¿Qué estás haciendo? —Estaba aquí. —¿Qué? ¿Quién? Ella siguió buscando, recorriendo en el sentido de las agujas del reloj el confín de la hierba mientras apuntaba con el arma al matorral. —Había alguien de pie en el césped. Ha sido él el que ha hecho saltar la luz. —¿Estás segura? —Sí, estoy segura. Lo he visto de pie aquí mismo, mirándome. —Vamos adentro. Podemos llamar… Ella se volvió. —¿A quién, Dan? ¿A quién voy a llamar? Yo soy la policía, ¿vale? Yo soy la puñetera policía y ese hijo de puta estaba aquí de pie, en medio de mi patio. ¡Mi patio! Miró de nuevo el matorral y vislumbró algo en el follaje. Se metió en él y sintió que el ramaje le pinchaba la piel que tenía protegida con la sudadera y le arañaba los brazos desnudos. Recogió un trozo mojado de papel y vio otros más en la tierra y pendientes de las ramas. —¿Qué es eso? —preguntó Dan. —No lo sé. —Siguió internándose en la espesura, con cuidado de no pisar ninguna huella ni estropear ninguna otra posible prueba y recogiendo trozos de papel. Mientras los reunía comenzó a entender con más claridad de qué habían formado parte. Una fotografía.
Colocó los fragmentos sobre la mesa del comedor y los fue disponiendo en orden, con más o menos dificultad, como quien monta un rompecabezas. Dan entró en la sala y le tendió una toalla. Ella se enjugó el agua del rostro mientras cambiaba frenética de lugar los trozos de papel hasta que, poco a poco, fue cobrando forma la www.lectulandia.com - Página 236
imagen. El estómago le dio un vuelco mientras se apartaba de la mesa. —Eres tú —anunció Dan. Era un primer plano de su cara tomado con un teleobjetivo. La capucha del chaquetón le enmarcaba las facciones y la protegía de la nieve que caía. —¿Dónde la han sacado? —preguntó él. Ella recordó enseguida aquel momento: estaba en el porche de la clínica veterinaria de Pine Flat mientras Dan atendía a Rex. Había estado hablando por teléfono mientras observaba un vehículo estacionado en una extensión cubierta de nieve que, pese a la intensa nevada, tenía el parabrisas recién despejado y en el que le pareció ver a alguien que la observaba en el interior. —En Pine Flat —respondió—. En el veterinario. —¿Qué? Ella corrió a la sala de estar, donde había dejado el bolso, y sacó el teléfono. Dan la siguió. —¿Pine Flat? Pero ¡eso fue hace más de un mes! Seis semanas. —Puede ser que haya dejado alguna pisada en el barro o un jirón de ropa o pelo enganchados en las ramas. Algo. Llamó a la centralita, dio su nombre y su número de placa y pidió que le pusieran con la científica. —¿Te refieres al día en que dispararon a Rex? —preguntó Dan, que parecía estar tratando de hacerse aún a la idea. Al perro le habían llenado el costado de postas y lo habían tenido que llevar de urgencia a la clínica. —Vi un vehículo —dijo ella— y pensé que lo habían dejado bajo la tormenta de nieve hasta que me di cuenta de que tenía limpio el parabrisas. Volví a verlo más tarde, por la noche, estacionado en la puerta del motel. —¿Por qué no me dijiste nada? —No estaba segura de que tuviese importancia. Pensé que podía ser un periodista. Levantó la mano, pero Dan siguió hablando. —O sea, que es él. Es el mismo fulano que dejó la cuerda con el nudo. ¿Lleva semanas siguiéndote? Se acercó a la puerta corredera y miró al patio que se extendía a sus pies. Tracy se reunió con él al concluir su llamada a la científica. —Creo que llevaba ropa de camuflaje. Tampoco estoy segura, pero creo que llevaba uno de esos sombreros de ala ancha. Llovía demasiado y las sombras le tapaban la cara. Luego, se apagaron los focos. Se apartó del vano y fue a sentarse en una de las sillas del comedor. Entonces sintió un estremecimiento repentino y se echó a temblar. Dan tomó la toalla que tenía ella en la mano y le envolvió los hombros con ella. Después se dirigió al dormitorio de Tracy. —Tienes que quitarte la ropa mojada —dijo, pero ella no tenía claro que estuviera www.lectulandia.com - Página 237
tiritando por ese motivo.
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CAPÍTULO 48
Kaylee Wright fue la última inspectora en salir de la casa. Tracy la acompañó a la furgoneta gris de la científica. La tormenta se había convertido en llovizna. Wright formaba parte del equipo de «rastreadores de personas» de la sección de operaciones especiales de la comisaría del sheriff del condado de King. Experta en investigación sobre el terreno y en reconstrucción de los hechos, había participado en la búsqueda de los restos de las víctimas que había ido abandonando Gary Ridgway en bosques y humedales y a lo largo del río Green. Wright decía que había encontrado pisadas en el matorral a varios palmos del borde del césped y ramas rotas en el punto de la marcada pendiente del terreno que delimitaba el patio de Tracy por el que había entrado y salido. El torrente de agua había borrado muchas de las huellas y Wright no estaba segura de que fuese a poder identificar el dibujo de la suela para determinar la marca de la bota, aunque sí tenía claro que la talla debía de encontrarse entre el 46 y el 47. Cuando se marchó la furgoneta de la científica, Kins y Tracy se quedaron solos en el camino de entrada. —¿Seguro que estarás bien? —le preguntó él. —Sí. Tengo conmigo a Dan y la Glock. —Llámanos si ves algo. —Sabes que sí lo haré. —Voy a intentar que te vuelvan a poner un coche patrulla en la puerta. Tracy dudaba de que Nolasco autorizase algo así. —Vete a casa y gracias por venir, Kins. —No pasa nada. —Echó a andar hacia su automóvil y, de pronto, se detuvo—. Oye, todavía no te lo he dicho, pero quiero que sepas que no estoy enfadado: sé que lo único que pretendías era protegerme. Tracy asintió con un gesto. —¿Amigos, pues? —dijo él. —Amigos. Tracy cerró la verja de forja y la agitó para comprobar que no se abría. Observó el BMW de Kins hasta que desapareció tras una elevación de la calzada. Llevaban más de seis años viéndose casi a diario, entre ocho y diez horas cada día, y sabía que lo iba a echar de menos. Una vez dentro, cerró la puerta principal y oyó el cierre automático. Dan subía las escaleras de la planta baja. —Todo está cerrado a cal y canto —le dijo—. He comprobado todas las puertas y ventanas. ¿Has cambiado el código de seguridad de la verja y la puerta principal? Ella dijo que sí con la cabeza. www.lectulandia.com - Página 239
—Voy a traerme a Rex y a Sherlock para dejarlos aquí cuando yo no esté. —Miró el reloj, lo que hizo que ella dirigiera la vista al de la pared de la cocina. Acababan de dar las dos. Ya no se iría pronto a la cama. —Dudo mucho de que vaya a poder dormir —dijo Tracy, que se dirigió al armario que sostenía la encimera de la cocina y sacó una botella de whisky escocés y dos vasos. Sirvió dos dedos en cada uno y le tendió a él uno. Fueron a sentarse a la mesa del comedor. —Así que tenemos una cuerda y una fotografía —dijo Dan—. ¿Qué puede significar todo esto? Ella había estado meditándolo mientras la científica registraba el patio de atrás. —Creo que lo primero fue para llamar mi atención, para hacerme conocer su existencia. Aquella misma noche mató a Angela Schreiber. —¿Por eso dejó la fotografía? Tracy vaciló antes de decir: —Las cortinas del dormitorio estaban abiertas y las luces encendidas. Dan dejó la bebida en la mesa. —O sea, que nos ha visto. Tracy asintió. —Me fijé cuando bajé con los de la científica. Desde donde dice Kaylee que estaba escondido se ven el dormitorio y el comedor. Dice que, por la posición de las pisadas, que estaban más hundidas por la parte más ancha que por el talón, debía de estar en cuclillas, como haría un ornitólogo que observara el cielo con binoculares.
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CAPÍTULO 49
A la mañana siguiente, extenuada física y mentalmente, se dirigió al Centro de Justicia con la misma agitación que la había invadido el día que se incorporó a la Sección de Crímenes Violentos como una de las primeras mujeres inspectoras de homicidios de Seattle. Sin embargo, a diferencia de aquella mañana, en la que fueron a recibirla el personal y la mayor parte de los demás inspectores, esta vez, al salir del ascensor solo vio al ayudante de Nolasco, quien le anunció que le habían asignado el puesto de quinta rueda del equipo D y una mesa al fondo de la séptima planta con el resto del personal administrativo. Si el capitán quería tenerla fuera de la vista, lo había conseguido: su nuevo escritorio se encontraba en un rincón, rodeado, literalmente, de cajas apiladas. Evitó ver las noticias matinales y leer The Seattle Times. Por la tarde le habían programado una reunión con la Oficina de Responsabilidad Profesional para tratar tanto su agresión a Bradley Taggart, que de pronto había vuelto a cobrar relevancia, como la negligencia de compartir un expediente policial con un abogado ajeno al cuerpo. Había llamado a su representante sindical para pedir representación legal y el letrado debía ponerse en contacto con ella para informarla de si podía o no diferirse dicho encuentro. Pasó la mañana leyendo en línea artículos sobre los asesinatos del Cowboy. A continuación introdujo en Google los nombres de Wayne Gerhardt y Beth Stinson y tuvo ocasión de sorprenderse al topar con varias páginas de resultados. Los miró uno a uno de forma metódica y no miró el reloj de la pantalla hasta que le empezaron a sonar las tripas. Eran casi las doce. Llamó al teléfono de Kins. —Es solo para saber cómo van las cosas. Él bajó la voz. —Nolasco nos ha hecho volver al Centro de Justicia y está usando tu mesa. Me da la impresión de que tiene ojos en todas partes. Tenemos todos los ánimos de funeral. Ha convocado una reunión a mediodía. ¿Y a ti qué te han puesto a hacer? —Me tienen mano sobre mano. —¿Sabes algo de Melton? —Todavía no. ¿Quieres un café? —Te llamo si consigo escaparme. Cuando colgó, Tracy alzó la mirada y vio a Preston Polanco, uno de los integrantes del equipo D, doblar la esquina que formaba una de las pilas de cajas con un montón de documentos en las manos. Los dejó caer sobre la mesa para anunciarle sonriente: —Nolasco nos ha dicho que te demos algo para tenerte entretenida. Necesito alguien que repase estos testimonios y haga una cronología. Te advierto que no es tan www.lectulandia.com - Página 241
interesante como tu Cowboy: no es más que un tiroteo entre un par de pandilleros, pero a todos nos toca a veces hacer el trabajo aburrido, ¿verdad?
Dan trotó colina abajo en dirección a la grada para embarcaciones de Don Armeni, sintiendo el impacto del pavimento en las tibias y las rodillas y sospechando que aquel ejercicio no era el mejor para unas articulaciones que ya tenían cuarenta y dos años. Aunque seguía haciendo fresco, pues apenas se habían alcanzado los diez grados, había salido el sol y sentía en la cara su calor reconfortante. Una vez que hubo llegado a la carretera de Harbor Way y se le habituaron los pulmones, mantuvo un ritmo enérgico en dirección a su destino único: el faro de punta Alki. Correr siempre había tenido en él efectos terapéuticos al brindarle el tiempo necesario para meditar sobre algún problema o despejar sin más la mente. Tracy le había dado mucho en lo que pensar al apuntar la posibilidad de irse a vivir de nuevo a Cedar Grove y compartir con él una nueva vida. Sabía que la decisión se debía en parte al desengaño que había supuesto el verse fuera de la unidad especial y por eso había querido, en un principio, que se tomara el tiempo necesario para recapacitar. Sin embargo, después de lo que había ocurrido a continuación (la aparición del asesino en el patio trasero de ella), deseaba verla regresar cuanto antes a Cedar Grove, donde podría protegerla y tenerla a salvo. Estaba preocupado. Siempre le había inquietado que ella no acabase de superar la muerte de su hermana. No había tenido tiempo de hacerlo como era debido. Las cosas se habían sucedido de un modo tan rápido como doloroso en Cedar Grove y, al volver a Seattle, Tracy se había visto metida en una locura no menos grave con los asesinatos de las bailarinas. Dan sospechaba que Tracy se sentía responsable de aquellas víctimas, como de su hermana, y lo afligía la tensión que generaba esa culpa. Llevaba cuarenta y cinco minutos corriendo cuando se encontró de nuevo al pie de la colina que llevaba a casa de Tracy. El recorrido no tenía mucho más de diez kilómetros, pero las pendientes hacían que parecieran quince. A Sherlock y a Rex les habría encantado la carrera paralela al agua, pero también les habría bastado una mirada a la colina para posar sus gordos traseros en el cemento y dejarle bien claro que no iban a salvarla si no era montados en la parte de atrás del Tahoe. Aquella mañana, con la adrenalina desbordada, Dan no vaciló y enfiló con fuerza el camino en cuesta. Cuando llegó a lo alto, estaba jadeando y empapado en sudor. Entrelazó los dedos por detrás de la cabeza y recorrió la manzana en dirección a la entrada de Tracy, donde se detuvo para hacer una serie de inspiraciones profundas. Cuando pudo volver a respirar con normalidad, marcó la nueva clave en el teclado y empujó la verja para acceder al jardín.
Tracy pasó una hora leyendo los documentos que había dejado Polanco en su mesa, www.lectulandia.com - Página 242
subrayando fechas y horas para empezar a hacer un resumen cronológico. Aunque muerta de tedio, se alegraba de tener algo con lo que matar el tiempo. Con todo, se sintió aliviada al oír sonar el teléfono de su mesa y pensar que debía de ser Kins. —Inspectora Crosswhite, soy el sargento Rawley, de la Oficina de Responsabilidad Profesional. Teníamos una reunión a la una y media. Tracy miró el reloj de su pantalla y descubrió que eran ya las dos menos veinte. —Me habían dicho que esperase hasta saber de mi abogado. —Su abogado está aquí. —No lo sabía. Voy para allá. Colgó, recogió la chaqueta y el bolso y estaba dejando atrás su mesa cuando sonó su teléfono. Lo sacó del bolso y vio el número del laboratorio criminalista. —¿Mike? —dijo, mirando a su alrededor mientras se dirigía al rellano de delante del ascensor. —En la Primera Avenida existe un lugar llamado Hooverville, lo bastante al sur y lo suficientemente zarrapastroso como para que no lo conozca más que la gente que vale la pena. Invítame a una cerveza y te lo cuento todo. Tracy miró el reloj. —Espérame allí de aquí a diez minutos. Al sargento Rawley no le iba a hacer ninguna gracia.
Acercó la furgoneta al bordillo y miró el reflejo del retrovisor lateral. Alcanzaba a ver la valla rematada en pinchos que circundaba el jardín del domicilio de Tracy Crosswhite. Una medida de seguridad tan sutil como los focos activados por movimiento del patio trasero. Nada que no pudiese salvar con una dosis extra de ingenio. Sabía que el abogado había salido a correr porque lo había visto trotar por la orilla del agua. Si se ceñía a aquella ruta, estaría de vuelta en menos de una hora, lo que le daría tiempo más que de sobra para organizarlo todo. Salió de la furgoneta, se puso un chaleco reflector naranja y un casco amarillo, sacó un nivel topográfico y lo montó sobre un trípode de tal modo que la lente quedase mirando al edificio en un ángulo de cuarenta y cinco grados. El abogado era diestro. Regresó al vehículo, tomó una lata de aerosol fluorescente naranja, y pintó sobre el pavimento una serie de líneas y números aleatorios antes de ponerse a esperar. El abogado enfiló la manzana unos minutos antes de lo previsto, pero con las manos detrás de la cabeza y afanándose en recobrar el aliento. Tal vez no estaba en tan buena forma, aunque no había duda de que tenía lo que quería Tracy. No podía negarlo, porque lo había visto por sí mismo. Se sentía estúpido. Ella lo había hecho parecer un imbécil redomado. Resultaba que había tenido novio todo aquel tiempo. Aplicó el ojo a la lente y ajustó el enfoque mientras apuntaba cantidades al azar www.lectulandia.com - Página 243
en una libreta de papel de escaso tamaño por disimular y fingía estar ajustando el nivel. El abogado se volvió a mirarlo mientras se dirigía a la entrada, aunque fue solo de manera fugaz. Enfocó con la lente el teclado de la cerradura digital. El abogado no hizo nada por ocultarla. Presionó cuatro cifras (5, 8, 2 y 9) y a continuación el signo de la balanza. Como había sospechado, Tracy había cambiado la combinación. Al fin y al cabo, era una inspectora inteligente y bien adiestrada. El recién llegado abrió la puerta, la cerró tras sí y atravesó el jardín. Cambió el nivel y corrió a ajustar el enfoque para ver con claridad el teclado de la puerta de entrada, donde el abogado introdujo los mismos cuatro dígitos antes de limpiarse los pies y entrar. Si ella era lista, él lo era más.
Melton no se había excedido encomiando el local: aunque Hooverville no era gran cosa desde fuera, donde no tenía más decoración que un cartel verde y blanco sobre la puerta en el que no se leía más que «Bar». Las dos ventanas que daban a la acera estaban cubiertas por rejas de metal. Dentro, las botas de Tracy aplastaron alguna que otra de las cáscaras de cacahuete que alfombraban el suelo. Sobre las mesas de aire antiguo pendían lámparas de techo clásicas. Melton se encontraba ante una máquina del millón situada en una esquina, accionando resortes y agitando el conjunto entre destellos de luces y tañidos de campanitas. Tracy esperó a que un error de coordinación mandase la bola al agujero y pusiera fin a la partida. —Odio este juego —dijo él—. Vamos a sentarnos. Llevó su pinta de cerveza a un sillón corrido de cuero cuarteado y se sentó a pelar frutos secos y tirar las cáscaras. Se acercó a atenderlos una muchacha vestida con una camiseta blanca que lucía un número considerable de tatuajes. —Té helado —pidió Tracy. Melton dio unos golpecitos en su vaso. —Tráele mejor una de estas, Kay. La joven se marchó y poco después apareció otra mujer con una bandeja de lo que parecían tacos que dejó en una mesa pegada a la pared antes de salir sin decir nada a nadie. —¡A comer! —dijo Melton, que ya había abandonado su asiento—. Corre. Esto lo hacen a veces para los clientes habituales. Hazte con uno antes de que se acaben. Tracy siguió su ejemplo y volvió a la mesa con una tortita que apenas podía contener el relleno de ternera, queso y tomate. No pudo menos de agradecer el taco, porque no había comido nada en todo el día. Mordió la tortita y se inclinó sobre su plato al ver salir parte del relleno por el lado opuesto. Melton se limpió la barba con una servilleta de papel. —Me han contado que anoche te dieron un buen susto. www.lectulandia.com - Página 244
Tracy tragó lo que tenía en la boca, dejó el taco en el plato y se secó los dedos. —Se presentó en mi casa, Mike. —Le tenías que haber volado las posaderas de un disparo. —¿Has podido hacer algo con aquello? Melton metió la mano en el bolsillo de su abrigo y arrastró por la superficie de la mesa una hoja doblada de papel hasta dejarla delante de Tracy. —El ADN de Beth Stinson. Ella la recogió y se puso a leer. —Ni rastro de Wayne Gerhardt —resumió Melton. Eso ya lo sabía. —¿Qué más? —Lo siento: lo que hay no coincide con ninguna de las personas registradas en el sistema. Se reclinó y estudió la información. Había llegado a soñar con que Melton le daba un nombre y ella acudía a comisaría para decir a Johnny Nolasco que se metiera el trabajo por donde le cupiese. —Me habría facilitado las cosas, pero, como dice Faz, no es «casi nada». —Tengo entendido que ya no es cosa tuya —repuso Melton—. Nolasco me llamó para decirme que no analizara la muestra por no gastar dinero. —Pero ya lo habías hecho. —No —dijo mientras volvía a limpiarse la barba—. Solo necesitaba un buen motivo para ponerme a ello.
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CAPÍTULO 50
Tracy se reunió con Kins a primera hora de la mañana siguiente en una cafetería del barrio de Madison Park. Hacía lo posible por sobreponerse a una resaca. Había salido a cenar con Dan y se había permitido tomar dos martinis. Con las dos cervezas con que había acompañado la conversación con Melton aquella misma tarde, sumaban más de lo que había bebido en varios meses. Ni siquiera se atrevió a decir nada a Kins al respecto, pues sospechaba que aquella noche también habría tenido que trabajar hasta tarde. —Deberías centrarte en Nicole Hansen y Gabrielle Lizotte —le aconsejó sintiendo la cabeza a punto de estallarle—. Averigua si informaron a alguien de que tenían una cita aquella noche. —¿De veras crees que ese fulano conocía a sus víctimas? —Melton ha analizado el ADN encontrado en la cuerda de Beth Stinson. —Pensaba que Nolasco le había dicho que no lo hiciese. —Sí, pero ya lo había hecho —mintió—. No coincide con el de Gerhardt. Piénsalo: ¿tiene sentido que la casa estuviese llena de huellas suyas, pero no hubiera ADN? —Además, dado que ha pasado en prisión los últimos nueve años, podemos estar razonablemente seguros de que no es nuestro Cowboy. —En efecto. —¿Ha encontrado Melton alguna coincidencia? —En el sistema, no. —Lo que descarta a Bankston, a Gipson, a Taggart y a Tomey —dijo Kins: todos ellos habían sido condenados por algún delito, habían servido en el ejército o habían proporcionado voluntariamente una muestra de ADN—, pero no a Nash. —Eso mismo es lo que yo he pensado. Kins se recostó en su asiento mientras envolvía con los dedos la taza de café que tenía ante sí. —Nolasco tiene algo entre manos. Deja el edificio sin decir a nadie adónde va. Amanda Santos llamó ayer para preguntar por él. Al parecer, le había dejado un mensaje diciéndole que la llamase cuanto antes, pero no ha dicho para qué. También dice que ha pedido al FBI que participe de forma más activa. Está empezando a andarse con más secretos: nos hace toda clase de preguntas, pero no revela gran cosa. —Kins miró el reloj—. Voy a tener que irme. Ha convocado otra reunión. Si las ventanas del Centro de Justicia pudieran abrirse, Faz habría saltado hace días por una. Salieron juntos. Hacía fresco, pero, al menos, no llovía. El frío, además, le calmó un tanto el dolor de cabeza. —¿Has visto ya a los de la Oficina de Responsabilidad Profesional? —preguntó www.lectulandia.com - Página 246
Kins. —Tenía cita con ellos ayer, pero me la salté. —Ten cuidado. Tengo entendido que Rawley es un hueso duro de roer. Se toma todo esto muy en serio. —Le dije que tenía un problema propio de mi sexo y salí antes del trabajo. Kins sonrió. —¿Y no quiso saber más detalles? —¿Te imaginas? Hoy me he tomado el día libre solo por parecer convincente. —No habrás estado bebiendo sola, ¿verdad? —La conocía muy bien después de trabajar seis años con ella—. ¿Me tengo que preocupar por ti? Ella sonrió. —En fin —siguió diciendo él—. Me alegro de que al menos uno de los dos esté teniendo sexo. —Yo no he dicho que haya tenido sexo. —Ni falta que hace.
Johnny Nolasco sacó el teléfono desechable cuando se hallaba a una manzana del Centro de Justicia. Maria Vanpelt respondió a la primera. —Esta tarde nos ponemos en marcha. —¿Tan pronto? —El jefe quiere que hagamos algo grande, ¡y vaya si va a ser grande! —¿Tan claro tienes que es el Cowboy? —He estado hablando largo y tendido con la psicóloga del FBI. Encaja en el perfil: policía frustrado y antiguo soldado, sabe hacer nudos y tiene acceso a toda la cuerda que quiera. Hemos hecho nuestros deberes. La que se usó procedía de aquel almacén de The Home Depot. No superó la prueba del polígrafo y eso garantiza sin duda una orden de registro. —Entonces, ¿cuándo va a ser? —Los agentes del FBI están listos. Solo tengo que hacer una llamada. —¿Por qué no la policía de Seattle? —Porque hay alguien que está filtrando información. —No pudo evitar sonreír—. ¿Cómo voy a poder confiar en el equipo de Tracy Crosswhite si uno de ellos puede ser el responsable? —Y así te llevas todo el mérito. —Te llamaré cuando nos pongamos en marcha. Será importante coordinarse. ¿Has pensado cómo vas a decir que conseguiste la información? —Mejor todavía: he ido a ver a mi jefe y le he dicho que, ahora que se ha constituido una unidad especial nueva, quería hacer un reportaje que dé cuenta de lo que se tiene hasta el momento y que incluya una entrevista contigo. Parece que he ido a elegir el mismísimo día en el que se va a llevar a cabo el registro. www.lectulandia.com - Página 247
—Estate atenta al teléfono —dijo Nolasco.
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CAPÍTULO 51
Kins se retiró de su mesa, aburrido y loco por moverse para algo más que para ir al servicio o a por café. Nolasco le había dado trabajo de oficina (introducir en el sistema informático los datos proporcionados por los ciudadanos, elaborar gráficas, revisar declaraciones…) con la simple intención, sospechaba, de tenerlo atado a su mesa y que no tuviese nada de interés que compartir con Tracy. En la sala de descanso encontró a Faz vaciando lo que quedaba de café en la jarra manchada en una taza que tenía escrito G-taza por un lado y lucía un retrato suyo por el otro. —Toma. —Su compañero le tendió la taza al verlo entrar—. Tienes cara de necesitarlo más que yo, que no es poco. El recién llegado declinó la oferta con un gesto de la mano. —¿Qué quieres? ¿Que renuncie al tiempo impagable que puedo matar mientras hago otra taza? Ni soñarlo, Fazzio. Este es el momento más memorable del día últimamente. —¿A qué diablos está jugando Nolasco? —preguntó Faz—. ¿Cómo quiere que atrapemos a ese fulano si nos tiene haciendo el imbécil con el trasero clavado a la silla? —No lo sé, pero Santos ha vuelto a llamar preguntando por él. Dice que le pidió las notas sobre el perfil que había hecho y la evaluación de cada sospechoso. —¿Para qué? —Nolasco no se lo dijo: solo que las quería cuanto antes. —¿Dónde está ahora? —Ni idea. —En fin, lo bueno que tiene que esté fuera del edificio es precisamente que no está aquí. Al regresar a su mesa, la necesidad —que aún no había satisfecho— de despejar la mente lo llevó a tomar el mando a distancia y encender el televisor. Seguía sintonizado Channel 8, donde habían estado viendo las noticias la víspera. Mientras, de pie, bebía el café que acababa de hacer, leyó el rótulo que apareció en la parte inferior de la pantalla: «Noticias de última hora sobre el caso del Cowboy». Kins sintió que se le encogía el estómago. Ante él tenía una toma aérea captada desde un helicóptero que se cernía sobre una vivienda blanca de una planta dispuesta en medio de una exuberante extensión de césped verde con lo que parecía media docena de frutales y un cobertizo de metal. —Faz —dijo. —Dime. —Creo que ya sé a qué está jugando Nolasco. www.lectulandia.com - Página 249
El teléfono la sacó de un sueño profundo. Estaba tumbada bocabajo en la cama, donde se había desplomado vestida de pies a cabeza al llegar a casa después de encontrarse con Kins. La pantalla del aparato se iluminó a escasos centímetros de su cara, pero, cuando fue a alcanzarlo, tuvo la impresión de que el brazo derecho se le hubiera vuelto de plomo. Se había dormido sobre él y le había cortado la circulación, de modo que no sentía nada desde el hombro hasta los dedos. Rodó hasta quedar apoyada en la espalda y sintió un hormigueo punzante por toda la piel. Sarah y ella llamaban «brazo muerto» a aquella sensación, que podía causarse también con un puñetazo certero dado con los nudillos por encima del bíceps. Intentó incorporarse, pero la cabeza le pesaba tanto como el brazo. Reconoció el número y respondió sin levantarse de la cama. —Hola. —Al ver que le fallaba la voz, se aclaró la garganta y volvió a intentarlo —. Hola. —¿Te he despertado? —preguntó Dan en un tono de sorpresa que no pasó por alto Tracy. —¿Qué hora es? —Casi las cuatro y media. Ella, incrédula, giró la cabeza lo suficiente como para ver el reloj de la mesilla de noche. —Mierda. —Había tenido la intención de dormir solamente una hora. Dan soltó una carcajada. —¿Cuánto ha durado la siesta? —Unas siete horas. —Lo necesitarías. Ella bostezó y se miró los pies. —Ni siquiera me he quitado las botas. —¿Va todo bien? —Sí, sí. ¿Sigues en el trastero? —Estoy a punto de acabar. —¿Ha habido suerte? —Todavía no. En realidad, estoy a mitad de camino, pero ahora, por lo menos, he encontrado un sistema que me ofrece la falsa esperanza de estar progresando. Estaba pensando que, ya que estoy tan al norte, no sería mala idea acercarme a casa y recoger a los muchachos. Así podría asegurarme también de que el edificio sigue en pie. —Estoy deseando verlos. —¿No ha pasado nada raro? ¿Estás segura? —Estoy bien, Dan, de verdad. Es lo que tú decías: vivo en un fortín. —Debería estar allí alrededor de las ocho. —Haré la cena. —¿Que vas a hacer la cena? www.lectulandia.com - Página 250
—Oye, que yo sé cocinar. —Sorpréndeme entonces. Tracy colgó, dejó caer el teléfono sobre la cama y se tomó otro par de minutos para levantarse. Estando allí tumbada, paró mientes en que tenía hambre. También sentía que necesitaba una ducha. ¿Qué debía hacer primero? Comer, sin duda. Se levantó con cuidado y fue a la cocina. Sacó del frigorífico un cartón de comida china a medio terminar y fue metiendo en él los palillos mientras caminaba hasta la puerta corredera de cristal. Hizo pequeños estiramientos con el cuello y los hombros mientras dejaba que acabaran de despertarse su cuerpo y su mente y miró al punto del patio en el que había visto de pie al desconocido aquella misma noche. En el césped vio una bola negra correr hacia los arbustos. Roger.
Kins seguía de pie contemplando la pantalla, incapaz de creer lo que estaba viendo. —¿Quién es? —preguntó Faz. —Imagino que el FBI. Eso es lo que ha estado haciendo Nolasco: encargar a los Famosos Bastante Incompetentes que nos pusieran en evidencia. No tuvieron que esperar mucho para averiguar a quién más había puesto a trabajar su superior: Maria Vanpelt sostenía un micrófono mientras apoyaba un dedo de la otra mano en su auricular. Parecía ser la única periodista de toda la escena. —Ha sido él quien ha dado el soplo —dijo Faz. —No ha podido ser otro —convino Kins. —Estoy en directo en el lugar en que se va a producir lo que nos han dicho que será un avance significativo en la investigación del caso del Cowboy. —Señaló a la casa de una planta situada a escasos metros de donde estaba ella—. Hace unos instantes, los agentes del FBI han irrumpido en el domicilio de David Bankston, a quien tienen por sospechoso de los asesinatos. —¿Bankston? —dijo Kins. Vanpelt prosiguió: —Bankston, operario de un almacén de Kent, incurrió en las sospechas de los investigadores después de que se hallara su ADN en el lugar en que se había cometido uno de los asesinatos. —Eso no fue así —apuntó Kins. Faz se había puesto a echar pestes y no paraba de repetir: —Nos la ha jugado. Nolasco nos la ha jugado. —El registro está siendo dirigido por el capitán Johnny Nolasco, quien se ha hecho cargo recientemente de la unidad especial del caso del Cowboy. En ese momento se abrió la puerta de entrada de la casa y Vanpelt reanudó su relato. www.lectulandia.com - Página 251
—Los agentes del FBI están escoltando ahora a una mujer y a una niña fuera de la casa. —En la pantalla apareció entonces un cobertizo de grandes dimensiones—. Otros agentes están usando lo que parece una cizalla para romper el candado del cobertizo situado tras el edificio principal. La cámara acercó la imagen. Hombres y mujeres con chaquetas azules en cuya espalda podía leerse en letras doradas FBI usaban entonces una palanca para hacer saltar el cierre del cobertizo. A continuación se reagruparon y entraron con su equipo táctico y pistola en mano. —¡Serán imbéciles! —dijo Kins—. Si estuviera ahí dentro, ¿cómo iba a haber cerrado el candado? —Cambiamos de imagen un instante —dijo la periodista— para hablar con el capitán Johnny Nolasco. Este cruzaba el césped de la casa vestido con vaqueros y una chaqueta azul similar a la de los otros que, sin embargo, llevaba escritas en blanco las iniciales del cuerpo de policía de Seattle: SPD. Vanpelt lo llamó a voz en cuello. —¿Capitán Nolasco? —Se detuvo—. ¿Nos puede decir qué está ocurriendo? Él levantó una mano, haciendo ver que no podía distraerse, y siguió caminando. La cámara lo siguió hasta el cobertizo, donde parecía estar hablando con los agentes antes de agacharse para entrar. —Tengo que llamar a Tracy —dijo Kins. Corrió a la mesa y, tomando de ella su teléfono personal, marcó el número mientras regresaba al cubículo. Cuando saltó el contestador, dejó el siguiente mensaje breve—: Tracy, llámame. Pon la tele en Channel 8. No te lo vas a creer. Nolasco salía en ese instante de la caseta con algo en la mano. —Parece que el capitán Nolasco ha encontrado un objeto de interés en el cobertizo —dijo Vanpelt mientras la cámara acercaba la imagen—. Es un rollo de cuerda. Kins sintió que se le helaba la sangre. La periodista volvió a gritar: —¿Capitán Nolasco? Esta vez no hizo nada por rechazar la pregunta. Se acercó con la cuerda amarilla en la mano. Llevaba puesta su cara de poli, severa y resuelta. —¿Puede decirnos si se trata de la misma cuerda usada en los asesinatos del Cowboy? —preguntó ella. —No puedo hacer comentarios sobre ninguna de las pruebas. —Y, entonces, ¿qué hace con ella en la mano? —preguntó Kins en voz alta. —¿Es David Bankston el Cowboy? —quiso saber Vanpelt. —Tampoco puedo decir nada ahora mismo. —¿Nos puede revelar qué los ha llevado a registrar esta propiedad? —Cuando hicimos cambios en la unidad especial, repasé las pruebas y, basándome en mi evaluación de esas pruebas, entendí que había que hacerlo. www.lectulandia.com - Página 252
—¿Han detenido a David Bankston? Nolasco vaciló un instante brevísimo que, sin embargo, bastó a Kins para saber lo que ocurría. —No lo han arrestado —dijo—. No saben dónde está. —¿Qué diablos me estás contando? —repuso Faz—. ¿Que no se han molestado en buscarlo antes de ir a su casa? —Esperamos detenerlo en breve —fue la respuesta de Nolasco. Kins miró el teléfono. —¿Qué pasa, Sparrow? —preguntó Faz. —Tracy no ha contestado. ¿Por qué no responde al teléfono? —A lo mejor lo ha apagado —dijo el otro. —Si no lo apaga nunca… —Volvió a marcar su número y saltó de nuevo el buzón de voz. Entonces lo intentó con el número de su domicilio y allí también obtuvo los mismos resultados—. Mierda —exclamó antes de correr a su mesa para hacerse con la cartera y las llaves. —Voy contigo —dijo Faz.
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CAPÍTULO 52
Dan cerró la persiana de metal y pasó el candado por la argolla. El de rebuscar en una caja tras otra había sido un proceso lento y tedioso. Había encontrado archivos y documentos de un negocio traspapelados en cajas pertenecientes a otros, así como carpetas que tenían cambiada la etiqueta, de manera que había tenido que estudiar el contenido de todas y cada una de las cajas y de los archivadores que contenían. En el momento de llamar a Tracy, ya había comprobado más o menos la mitad del trastero. Había pensado en dejarlo, pero la búsqueda se había vuelto adictiva y las probabilidades de dar con lo que estaba buscando habían ido aumentando con la eliminación de cada una de las cajas. Tres veces había retirado la tapa de una de ellas diciéndose que era la última del día y las tres había vuelto a abrir una después. Y tras la tercera había ocurrido lo que ya empezaba a parecerle imposible: había encontrado carpetas que, según la etiqueta, pertenecían al Dirty Ernie’s. Una rápida ojeada bastó para ver que se trataba de documentos financieros y de información sobre el personal. Dado que la luz había empezado a escasear, decidió llevarse la caja entera, que había colocado en la parte de atrás del Tahoe. En ello estaba cuando vio luces que doblaban la esquina de la manzana. Alita Gotchley salió del Jeep sin apagar el motor ni los faros, cuyo haz se mezcló con la neblina del crepúsculo. —¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó mirando hacia la caja. —Espero —dijo él—. No he tenido ocasión de estudiar bien el contenido. ¿He hecho mal dando por supuesto que podía llevármelo todo? —Toda para ti, ¡y que te aproveche! He venido a ver si te apetecía comer algo antes de salir para casa. A estas horas, la carretera al sur tiene un tráfico de los mil demonios. —Te agradezco el ofrecimiento, pero, ya que me he quitado un buen tramo de viaje, me gustaría acercarme a Cedar Grove para recoger a mis perros. Llevo tanto tiempo fuera que seguro que se creen que los he abandonado. —A mí me encanta salir a buscar antigüedades y me ha dicho un amigo que hay por allí una fuente termal de morirse. ¿Crees que podré convencerte para que me acompañes cualquier fin de semana? No te molestes en meter el bañador. Dan sonrió. —Anita, dudo mucho que sea capaz de seguir tu ritmo. —Siempre me pasa lo mismo, pero, con ese físico, tenía que intentarlo. —Le dedicó otro guiño y volvió a adoptar acento irlandés para decirle—: En ese caso, imagino que toca despedirse, Dan O’Leary. Que el camino vaya a ti, que el viento sople siempre a tu espalda, que el sol te ilumine el rostro y la lluvia riegue dulce tus sembrados y que, hasta el momento de verte otra vez, te tenga Dios en la palma de su mano. www.lectulandia.com - Página 254
—Amén —dijo él y la abrazó.
Johnny Nolasco volvió a meterse en el cobertizo. El estómago y la cabeza no dejaban de darle vueltas. El FBI había mandado a dos de los suyos al almacén de The Home Depot para arrestar a David Bankston, quien, al decir de su supervisor, tenía turno de tarde. Sin embargo, al llegar los agentes, Bankston había volado. Nadie lo había visto irse, pero su furgoneta no estaba en el estacionamiento. Cuando Nolasco lo supo, tuvo que enfrentarse a una decisión crítica. Ya había avisado por mensaje de texto a Vanpelt, que se hallaba de camino al domicilio de Bankston. Habían planeado que toparía como por casualidad con el operativo y llamaría al helicóptero de la cadena. Era de vital importancia elegir el momento adecuado. Nolasco dio la orden de seguir adelante, suponiendo que lo más probable era que encontrasen a Bankston en su domicilio o de camino. Sin embargo, no había sido así y tenía un problema que solventar. En la parte trasera del cobertizo, Bankston había levantado un tabique con una puerta interior cerrada también con candado. Al entrar Nolasco, lo primero que vio fue la cuerda de polipropileno que descansaba sobre la mesa. Se sintió eufórico ante el convencimiento de que su instinto lo había llevado por el camino acertado: había dado con el Cowboy. También había un cuaderno en espiral con entradas escritas a mano, como un diario, y un buen número de álbumes con artículos y fotografías recortados con esmero y pegados con cola a sus páginas. Daba la impresión de que no se hubiera dejado atrás una sola de las noticias relativas a los cuatro asesinatos, en las que había subrayado palabras y destacado párrafos enteros. Aquello fue a confirmar la certidumbre de que había dado con su hombre. Lo que le preocupaba eran las docenas de fotografías que tenía dispuestas en una pared lateral, una colección que parecía haber compuesto con gran meticulosidad. Y en todas ellas aparecía tachado con una cruz negra el rostro de Tracy Crosswhite.
Tracy sacó del armario una lata de comida para gatos y golpeó la parte superior con una chuchara, sonido que nunca había fallado a la hora de llamar la atención de Roger. La tarde caía con rapidez y en el matorral que se extendía tras el patio trasero vagaban de noche mapaches y algún que otro coyote. Roger no tenía temperamento guerrero: en caso de encontrarse con un depredador, lo más probable era que se limitara a tumbarse sobre el lomo. Y si se aventuraba colina abajo para visitar Harbor Way, acabaría bajo las ruedas de un vehículo. Bajó las escaleras sin pausa y abrió la puerta del rellano inferior. Las cortinas que cubrían las ventanas que daban al este dejaban la sala tan en penumbra como si fuese ya de noche, de modo que Tracy tuvo que llegar a la salida trasera y tender la mano para abrirla para darse cuenta de que ya tenía el cerrojo quitado. www.lectulandia.com - Página 255
El BMW de Kins salió de un salto del estacionamiento subterráneo a las calles de Seattle con la luz de la sirena portátil tiñendo de azul y rojo el ocaso. Faz se aferraba con una mano al asidero que había sobre la ventanilla del pasajero mientras sostenía con la otra el teléfono y hablaba con la centralita de urgencias. Kins esquivó un todoterreno que acababa de asomar el morro a la calzada, rebajó la velocidad para dejar que se despejara el tráfico y siguió colina abajo hasta la rampa de acceso al viaducto de la avenida de Alaskan Way.
—Esto no me gusta —dijo el conductor—. Nolasco le ha quitado el coche patrulla. Ya no hay nadie vigilando la casa. Haz que le manden otro vehículo desde la comisaría del suroeste. Faz transmitió la petición. —Y diles que vayan con el ariete —añadió Kins. Su compañero repitió también aquello antes de colgar. —¿Cuánto podemos tardar en llegar allí? —Va a depender del tráfico —respondió Kins al llegar al viaducto y pisar el freno. A lo largo de aquella angosta carretera elevada serpeaba una larga fila de pilotos rojos. Faz accionó la sirena, pero los tres carriles y la ausencia de cuneta no dejaban mucho espacio para que los otros vehículos se apartasen. No tuvieron más remedio que esperar a avanzar poco a poco. —Bankston no la miró ni una sola vez —dijo. —¿A quién? ¿A Tracy? —Santos la sustituyó cuando vino a hacer la prueba del polígrafo y se ve que a él no le sentó muy bien. No hacía más que preguntar por Tracy y decir que tenía información para ella. Ni siquiera miró a Santos. Faz volvió a accionar la sirena, que iluminó con sus luces el interior de los automóviles que se afanaban en hacerse a un lado. Kins fue avanzando lentamente en zigzag. —De acuerdo, no la miró. ¿Y qué? —Tú no has visto a Santos: a la mayoría le costaría más bien quitarle los ojos de encima. Sin embargo, Bankston ni siquiera llegó a cruzar la mirada con ella. Encima, no superó la prueba del polígrafo. —Pero no las preguntas sobre si las mató. —Santos dicen que estos fulanos pueden engañar a la máquina porque no tienen conciencia: no creen haber hecho nada malo ni sienten remordimientos. Así que puede ser que encaje. Tal vez fue incapaz de ocultar el hecho de que las conocía, pero no sentía nada por haberlas matado o no cree estar matándolas. —No te sigo. www.lectulandia.com - Página 256
Kins tuvo que volver a detenerse mientras un todoterreno trataba de quitarse de su camino sin demasiado éxito. —Santos dice que el complicado sistema de estrangulamiento que usa el Cowboy puede ser un modo de distanciarse del acto en sí de matar. Así no es él quien las mata, sino ellas mismas. ¿Quieres moverte? —exclamó mientras golpeaba frustrado el volante. —Pues a mí todo eso me suena a palabrería de psicólogos. —Vuelve a llamar a centralita y averigua si han arrestado ya a Bankston. E intenta localizar otra vez a Tracy. A ver si hay suerte y hemos montado todo este dispositivo para nada.
Tracy se dio la vuelta y echó a correr. De reojo lo vio salir de un salto de las sombras. Se aferró al pasamano de madera y subió de dos en dos los escalones. Estaba a punto de llegar al superior cuando sintió que la agarraba por el tobillo derecho. Se escurrió, cayó de rodillas y dio una patada hacia atrás, pero el intruso se impulsó en el sentido opuesto y la inmovilizó contra la escalera. Pesaba mucho y estaba fuerte. Tenía la mano puesta sobre la parte posterior de la cabeza de ella y le aplastaba la cara contra el escalón. Tracy le asestó un golpe con el codo en el costado y lo oyó gruñir. Tras un segundo codazo, echó la mano hacia atrás y, agarrándose a un mechón de pelo, tiró con fuerza. Él gritó airado, pero le soltó la cabeza para asirle la mano. Ella había dejado caer la lata, pero no la cuchara, que usó para atacarle como con un puñal por debajo de la caja torácica. En cuanto consiguió que se echara hacia atrás, giró para quedar de frente a él. Era David Bankston. Y tenía un lazo en la mano. Le dio una patada con las dos piernas y le hizo perder el equilibrio. Sin embargo, mientras caía hacia atrás, logró aferrarse a ella y ambos cayeron escaleras abajo, rebotando en las paredes. Tracy trató de aferrarse al pasamano para frenar el descenso y oyó el crujido de la pieza que, astillándose, se desprendió del muro. Volvió a rodar de cabeza y cayó con violencia sobre su estómago. Bankston fue a caer sobre ella, que oyó un golpe y sintió un dolor agudo en la clavícula. El impacto la dejó sin aliento y le hizo levantar la cabeza para tragar aire. En ese instante, David Bankston pasó la gaza por la cabeza de Tracy y apretó.
Rex y Sherlock se pusieron a ladrar y a aullar de gozo en cuanto Dan metió el Tahoe en el camino de entrada. Los pudo ver uno al lado de otro en el ventanal con las patas delanteras apoyadas en el alféizar, los pechos en alto, las orejas de punta y las colas como látigos. Cuando salió del vehículo se emocionaron más aún. —Hola, chicos. Yo también me alegro de veros —les dijo, tratando de calmarlos mientras se acercaba a la casa. www.lectulandia.com - Página 257
Lo difícil iba a ser saludarlos sin llevarse un pisotón. El amor incondicional era algo fabuloso, pero esperaba no salir perjudicado por su culpa. Por eso decidió dejar en el automóvil la caja de los documentos. Mientras se acercaba a la puerta principal, los dos se echaron a brincar y a golpear con las uñas el cristal y el alféizar. Su vecino los había sacado a pasear a diario y los había dejado correr por el parque de Cedar Grove. Prefería no pensar siquiera cómo habrían podido estar si no hubiesen hecho ejercicio. Probablemente habrían atravesado la ventana en aquel instante. Cuando abrió el cerrojo, bajaron al suelo las patas y corrieron hacia la puerta. Sus empeños en sosegarlos seguían sin tener efecto. —Sí, sí: ya estoy en casa. Yo también os he echado de menos. Tranquilos, tranquilos. Se afanó en abrir la puerta con ciento treinta kilos de perro al otro lado. Cada uno trataba de ser el primero en saludarlo, batiendo el canto de la puerta hasta que la abrieron y salieron como una exhalación. Dan perdió el equilibrio, aunque se las compuso para recobrarlo y no acabar en el suelo. Les frotó el pelaje y les rascó la cabeza mientras ellos daban vueltas a su alrededor gimiendo de alegría. Tras un minuto, Dan salió al césped y les dijo: —¡Venga, a correr! Los dos corrieron de un lado a otro del jardín, topando entre sí y rebotando como autos de choque. Dan los animaba con tal de hacer que dieran salida a toda su energía contenida antes de volver a entrar en la casa. Por suerte no estaban hechos para resistir y les bastaron unos minutos para volver con la lengua fuera y de medio lado. Les dio unos segundos más de atenciones antes de llevarlos de nuevo al interior. Entonces cerró la puerta y volvió a llamar al teléfono de Tracy. Lo había intentado durante el viaje, pero siempre había acabado hablando con el buzón de voz. Volvió a pasar lo mismo. Miró el reloj y se preguntó si no habría salido a correr. Con todo, a esas alturas debía de haber hecho una carrera muy larga y dudaba mucho de que, dadas las circunstancias, hubiese salido tan tarde sin compañía. Llamó al teléfono fijo de la casa, pero también saltó el contestador. Estaba preocupado, aunque no en exceso: había hablado con ella poco antes y le había dicho que estaba encerrada en la casa y se encontraba bien. Entonces, ¿por qué no contestaba? Dejó el teléfono sobre la encimera de mármol, encendió el televisor para ver las noticias locales y se dirigió a la cocina. Al fondo del frigorífico encontró una Coronita y un trozo de parmesano. Sacó una caja de galletas saladas de la despensa y un cuchillo de un cajón y se puso a comer y a beber cerveza. Estaba a punto de dar otro sorbo cuando prestó atención a la pantalla y leyó el rótulo inferior. Pensó en los focos que saltaban en el patio de Tracy y, luego, volvió a pensar en que no le contestaba al teléfono.
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Kins tomó la salida del puente del sector occidental, giró a la izquierda en la siguiente bifurcación y pasó como una centella al lado de la fila de vehículos que aguardaban en el semáforo. Aunque el número de los que regresaban a la otra orilla también era nutrido a aquella hora, la calzada ofrecía al resto de vehículos más carriles con los que jugar para hacerse a un lado. Faz colgó el teléfono después de que los operadores de la centralita le comunicaran que ya había unidades en camino hacia el domicilio de Tracy. —¿Han podido comunicarse con ella? —preguntó Kins. —Todavía no. —A este paso nos los vamos a encontrar ya allí —dijo, cada vez más frustrado. La de Admiral Way era la primera salida del puente. Al final de la rampa, giró a la derecha y ascendió una pendiente marcada. Al llegar a lo alto, redujo la velocidad para tomar la curva, movió el pie para pisar el acelerador y de pronto tuvo que frenar en seco. El parachoques quedó a pocos centímetros de la parte de atrás de un camión de UPS que había estacionado en la angosta calzada.
Tracy estaba tumbada sobre su estómago, tenía a Bankston sobre ella y sentía en el cuello su respiración caliente y su baba mientras la cuerda la estrangulaba. Había podido meter los dedos de la mano izquierda bajo la cuerda en el preciso instante en que él apretaba el lazo y en aquel momento luchaba por no perder aquel centímetro precioso que impedía que él la dejase por completo sin oxígeno. Sintió algo que se le clavaba en las costillas. Con la derecha, palpó la zona y encontró el trozo desgajado del pasamano, apretado con fuerza entre su cuerpo y el suelo. Se aferró a él, concentró sus fuerzas en el tronco inferior y se elevó con los músculos del estómago y las caderas lo suficiente como para sacarlo. La gaza se tensó un poco. Comenzó a ver destellos de luz. Volvió a levantar la cintura, giró sobre sí misma y usó el trozo de madera a modo de porra golpeando con fuerza a Bankston en el lado izquierdo de la cabeza con un ruido sordo. El impacto lo hizo caer hacia la derecha y soltar la cuerda. Tracy corrió a abrir la lazada e inspiró con fuerza. Volvió a asestar un estacazo y luego otro más. Bankston se apartó rodando mientras trataba de esquivar los golpes. Ella se alejó y se puso de rodillas con dificultad, dolorida y afanándose aún por tomar aire. Se deshizo de la cuerda y la lanzó a un rincón de la sala. Trató de aspirar más oxígeno entre arcadas y resuellos. Tenía la impresión de que le estuvieran quemando el hombro con un hierro de marcar. Estaba mareada y sentía náuseas. Pero, sobre todo, estaba furiosa, muy furiosa. Se puso en pie con dificultad. Bankston también se levantó tambaleante, ensangrentado por el tajo que presentaba en la cabeza. www.lectulandia.com - Página 259
Ella levantó el trozo de pasamano. —Vamos —dijo con los dientes apretados—. Ven, hijo de perra. Bankston arremetió contra ella.
Kins no había visto nunca a un repartidor de UPS moverse con tanta rapidez. Con Faz gritando a voz en cuello para que apartase el camión, el hombre corrió a salvar la extensión de césped que lo separaba de él y casi fue a sentarse de un brinco tras el volante. Rechinaron las marchas y el vehículo arrancó con una sacudida y montó en la acera de un bote las ruedas delanteras. Kins lo rebasó con cuidado y aceleró calle adelante hasta frenar con un chirrido en frente de la casa de Tracy. Abrieron las puertas y se apearon de un salto. Kins corrió a la puerta y pulsó el botón del portero de un salto, aún con la esperanza de oírla responder. Pero no. —¿Dónde está el puñetero coche patrulla? —dijo mirando a la calle mientras volvía a presionar una y otra vez el botón. En ese momento doblaron la esquina de la manzana dos vehículos policiales con la sirena puesta. Se detuvieron a la mitad de la calle, detrás del BMW, para dejar salir a cuatro agentes. Uno de ellos llevaba un ariete consistente en una pieza tubular de acero con asas. Kins se apartó de la verja. —Echadla abajo. El más corpulento de los recién llegados agarró las asas del cilindro metálico, lo echó hacia atrás y lo estampó contra la puerta, por encima del teclado. La valla se agitó y se dobló, pero siguió cerrada. —Otra vez —indicó Kins. El agente volvió a asestar un golpe, otro y otro más. Con cada uno sacudía la verja y la doblaba, pero nada más. —Espera. Kins se inclinó para mirar el cierre más de cerca. El pasador, una pieza gruesa de acero, se introducía al menos seis centímetros en la pletina y, al haberse deformado el metal, resultaba imposible abrirlo. —Así no vamos a conseguir nada —concluyó—. Demasiado meneo. —Estudió la valla y dijo a continuación a dos de los otros agentes—: Juntad las manos y me impulsáis. —¿Cómo vas a hacer eso? —le advirtió Faz—. ¿Y tu cadera? —¿Tienes una idea mejor? —Que entre uno de ellos. —Juntad las manos —insistió Kins. Cuando obedecieron, puso un pie en lo alto —. A la de tres me levantáis y no soltáis hasta que ya os lo diga. Ya tengo hecha la vasectomía y no necesito otra. ¿Listos? Tres. www.lectulandia.com - Página 260
Los agentes lo elevaron. Él agarró la barra horizontal situada a unos quince centímetros de los extremos puntiagudos de los barrotes verticales, usó los brazos para afianzarse y balanceó la pierna derecha y la cadera buena para pasarla sobre ella. Quedó a horcajadas por encima de los pinchos, sosteniéndose como un gimnasta sobre el caballo con arcos. Los brazos le temblaban del esfuerzo. —De acuerdo: soltad —dijo. Kins contuvo el aliento, apretó los dientes e impulsó la pierna izquierda para salvar con ella la valla. Una vez al otro lado, se impulsó hacia atrás con los brazos, se dejó caer y rodó para suavizar el impacto. Un latigazo ardiente de dolor le recorrió toda la extremidad desde la cadera. —¿Estás bien? —preguntó Faz. Kins se puso en pie con cierta dificultad. El dolor le cortó la respiración. Con una mueca, dijo entonces: —Lanzad el ariete. El cilindro de acero cayó al suelo con gran estrépito y quebró una de las losetas. Kins lo recogió y fue cojeando hasta la puerta de entrada. Echó atrás un pie y la embistió justo por encima del teclado. Oyó crujir la madera, pero la puerta no cedió. La segunda vez, aunque astilló el paño, no hizo gran cosa por romper el cerrojo, que, sin embargo, reventó al tercer golpe. Tiró el ariete, sacó la Glock, entró a la casa y, tras pulsar el botón del panel que había a la derecha de la puerta para abrir la verja, corrió al interior llamando a Tracy.
El cámara de Maria Vanpelt guardó lo que faltaba del equipo en la furgoneta y se volvió hacia ella. —Espectacular —dijo—. No sé si has nacido de pie o has hecho un pacto con el diablo. Ella sonrió. —O las dos cosas. La reportera seguía invadida por la descarga de adrenalina. Acababa de emitir su primicia no solo en el resto de cadenas locales, sino también en las nacionales. La responsable de contenidos la había llamado para informarla de que todos los canales asociados iban a conectar con ella. El teléfono volvió a sonar. —¿Lo has visto? —dijo ella al descolgar—. ¿Había informado antes alguien en directo desde el lugar en que ha encontrado la policía el escondite de un asesino en serie? —¿Dónde estás? —dijo la responsable. —Recogiendo las cosas en la furgoneta. ¿Por qué? ¿Qué pasa? —Estamos recibiendo toda clase de noticias de que está ocurriendo algo en casa de Tracy Crosswhite, en el sector oeste de Seattle. www.lectulandia.com - Página 261
—¿Qué? —Vanpelt sintió que le daba un vuelco el estómago—. ¿Qué noticias? —No lo sé, pero está pasando algo gordo. Los escáneres de radio están desatados. Voy a enviar a alguien… —No, yo me encargo. —Estás demasiado lejos. —Es mi noticia y voy para allá. —Colgó y miró hacia el césped, más allá de las dos furgonetas de la policía científica. Johnny Nolasco se encontraba reunido con el equipo del FBI. Pese al hallazgo, ninguno parecía estar celebrándolo. Nadie chocaba la mano ni la estrechaba con nadie, ni se veían tampoco sonrisas de satisfacción. —¿Maria? —dijo el cámara. —Tenemos que ponernos en marcha ahora mismo.
Mientras David Bankston se precipitaba hacia delante, Tracy calculó el momento exacto. Entonces giró hacia un lado para asestarle un golpe con el brazo derecho. Él absorbió el impacto con el antebrazo y, estrellándose contra su cuerpo, la derribó y cayó encima de ella. Sintió un estallido de dolor en el hombro al recibir la acometida y al estamparse contra el suelo, pero consiguió atacarlo con patadas, arañazos y golpes hasta que él le arrancó el trozo de pasamanos. Sentado sobre ella con la respiración agitada, las gafas de medio lado y un lado del rostro y la barba ensangrentados, levantó el trozo de madera.
Kins corrió al dormitorio y al cuarto de baño de Tracy y, al no dar con ella, regresó a la escalera, rebasando a Faz y a los agentes, que entraban en la casa en ese instante. Oyeron un estruendo bajo ellos. Con la cadera ardiendo de dolor, Kins bajó cojeando a la planta de abajo seguido de cerca por Faz. En la penumbra gris vio dos siluetas. Tracy tenía a un hombre sentado a horcajadas sobre ella, dándoles la espalda y sosteniendo algo en las manos, que tenía levantadas. El inspector alzó la Glock y separó los pies sin mayor problema en posición de tiro mientras llevaba la mano izquierda adonde tenía la derecha y formaba un triángulo con el arma en el vértice. Al ver el diminuto punto rojo exclamó: —¡Quieto! El hombre se dio la vuelta. Era David Bankston. —Tira lo que llevas en la mano, David. Él no obedeció. —¡No! —gritó Kins. Bankston arrojó el objeto. Faz levantó un brazo para desviar el golpe, pero Kins no se inmutó: soltó el aire lentamente y descargó tres disparos. El ruido resultó ensordecedor y los tres tiros iluminaron la sala con destellos de luz argéntea. El olor a pólvora lo invadió todo. www.lectulandia.com - Página 262
—Llama a la centralita —ordenó Kins a uno de los agentes—. Vamos a necesitar una ambulancia y al médico forense. Diles que manden un equipo de la científica. Primero fue adonde yacía Bankston, bocarriba y con los ojos abiertos, derribado por el impacto de las balas. Echó con esfuerzo una rodilla a tierra y le buscó en vano el pulso y, a continuación, centró su atención en Tracy, que, sentada, se sostenía el brazo izquierdo pegado al cuerpo. —Creo que tengo rota la clavícula. —Su voz sonaba como si alguien le hubiese descarnado la garganta con papel de lija y aun en la penumbra era posible distinguir la línea roja que tenía al cuello. —Hemos llamado a una ambulancia. Tracy señaló al otro compañero. —Échale un vistazo a Faz. Este seguía con una rodilla en el suelo y tenía la mano puesta en la frente, que sangraba por el golpe recibido con el trozo de pasamanos. —Tranquilos, estoy bien —dijo—. He parado el golpe con la cara. —¿Puedes caminar? —preguntó Kins a Tracy. —Creo que sí. Ayúdame a levantarme. Él hizo lo que le pedía. —¿Cómo lo has sabido? —quiso saber ella. —Hemos visto las noticias y, como no respondías al teléfono… —¿Las noticias? —Primero vamos a hacer que te vea un médico y luego te pongo al día. —Te tenía que haber contado lo de Stinson. —Eso es agua pasada —dijo él. —¿Puedes hacerme un favor? —Lo que quieras. —Llama a Dan y dile que estoy bien. —Ahora mismo. Tracy se volvió hacia uno de los agentes que seguían allí de pie. —En algún lugar del suelo hay una lata de comida para gatos y una cuchara. Búscalos y golpea la lata, que mi gato sigue por ahí perdido.
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CAPÍTULO 53
Tracy estaba sentada en la parte de atrás de la ambulancia con el brazo izquierdo en un cabestrillo negro. La garganta le quemaba al tragar y también le costaba respirar hondo, porque le dolían las costillas con cada inspiración. Las furgonetas de la policía científica y el médico forense habían ido a congestionar aún más la calle sin salida en la que vivía y había sacado de sus casas a los vecinos, que se mezclaban en las extensiones de césped y las aceras. Tras la cinta que había colocado la policía al fondo podía ver el resplandor de los focos de los reporteros. Mientras el personal sanitario le buscaba una vena en el brazo para abrirle una vía por la que suministrarle analgésicos, observó a los dos ayudantes del forense que sacaban por la puerta principal una camilla en la que llevaban el cadáver de David Bankston en una bolsa. Sacaron las ruedas al llegar a las losetas del patio de la entrada y la llevaron hasta la puerta trasera de una furgoneta azul. Kins y Faz iban detrás de ella, el segundo con un apósito de gran tamaño en la frente. —¿Cómo va esa cabeza? —preguntó Tracy. —Dicen que voy a necesitar un par de puntos. ¡Quién sabe si hasta salgo ganando! ¿Y tú cómo estás? —Como si me hubieran pisado la garganta. Faz sonrió. —Ahora tienes mi misma voz, profesora. —Agradéceselo al imbécil de Nolasco cuando lo veas —dijo Kins—. No se le ocurrió otra cosa que presentarse en casa de Bankston sin arrestarlo primero. —¿Por qué no esperó? —preguntó Tracy con una mueca de dolor. —Sospecho que quería salir en las noticias deteniéndolo en directo. Estaba allí la Vampirelt, en todo el meollo. Qué casualidad, ¿verdad? —Le dio el soplo —dijo Faz—. A nosotros nos deja fuera y a ella le da el soplo. Ya sabes quién es el topo. —El muy hijo de perra —convino Kins. —Ha hecho actuar al FBI para ponerse él la medallita. Así, él se convierte en el inspector que atrapó al Cowboy y nosotros quedamos como pardillos. —¿Qué han encontrado en el registro al domicilio de Bankston? —quiso saber Tracy. —No lo sé —dijo Kins—. Imagino que siguen procesándolo, pero por lo que he visto en la tele y por lo que me han dicho, encontraron un rollo de cuerda de polipropileno y todos los recortes de prensa que puedas imaginar sobre los asesinatos, además de docenas de fotografías tuyas. —¿Y la lazada? —preguntó ella, consciente de la importancia que revestía la www.lectulandia.com - Página 264
forma del nudo. Kins negó con la cabeza. —Que yo sepa, no. —Me refiero a la que ha usado conmigo. —Ah. La está estudiando la científica, aunque se parece a la que dejaron en el campo de tiro. —¡Tracy! Reconoció la voz de Dan, que agitaba los brazos desde el otro lado del cordón de seguridad. —¿Puedes hacer que lo dejen entrar? —preguntó a Faz. —Ahora mismo. Tracy miró a Kins. —Tenemos que buscar alguna conexión entre Bankston y Beth Stinson. —Puede que no la matara él, Tracy: el ADN no coincide. —Pues tuvo que ser él, Kins: son demasiadas casualidades. —Quizá fue solo que sacó la idea de ahí —dijo él—. A lo mejor lo leyó o lo vio en las noticias. —¿Y por qué esperó tanto tiempo? —Estaba fuera, en Irak. Cuando volvió, se casó y tuvo una criatura. Es lo que decía Santos: estos tipos pueden estar años sin matar, pero, cuando empiezan, no pueden dejarlo. —De todos modos, habría que estudiar su historial. —Está bien, pero, por el momento, hay que llevarte al hospital y tienes que cuidarte. Dan llegó corriendo a su lado. —¿Estás bien? Ella asintió. —Esto empieza a convertirse en una costumbre muy fea. —¿Qué te ha pasado en la voz? —Nada: esta es mi voz sensual. —Sonrió antes de volver a hacer una mueca. En ese momento llegó uno de los sanitarios. —Tenemos que llevarla al hospital para que la observen, inspectora. —Te sigo —anunció Dan. Tracy miró hacia su casa y vio a los inspectores de la científica entrando y saliendo por la puerta principal. —Yo me encargo de que quede todo bien cerrado —dijo Kins. —¿Han encontrado a Roger? —preguntó Tracy. —El agente dice que estaba escondido entre los matorrales. La comida para gatos lo hizo salir. Ahora lo encierro dentro. —Si le das de comer, tendrás un amigo para toda la vida —le dijo. —Eso significa que tiene que ser italiano —concluyó Faz. www.lectulandia.com - Página 265
CAPÍTULO 54
Tracy pasó la semana siguiente recobrándose en Cedar Grove, con el brazo en cabestrillo. Aunque se había partido la clavícula, no la tenía dislocada. Tenía las costillas magulladas, pero no fracturadas. El lazo le había dañado las cuerdas vocales y los médicos le dijeron que intentase hablar lo menos posible. —Me gusta esta Tracy callada —había aseverado Dan. —Pues no te acostumbres. El reposo y los cuidados de Dan le habían dado tiempo para pensar de nuevo en la idea de regresar a Cedar Grove, idea que ya no le producía la ansiedad que había sentido cuando había regresado a identificar los restos de Sarah. Podía imaginarse viviendo allí y conociendo de nuevo a todo el mundo. Pensó en regresar al instituto y hasta le entusiasmó la perspectiva de estimular aquellas mentes juveniles y dar un incentivo a sus vidas. Tendría que renovar su permiso docente y ponerse al día, pero podía hacerlo. En aquel momento se sentía capaz de hacer frente a casi todo y, si bien Cedar Grove podía no volver a ser jamás el lugar que había conocido de niña, se estaba viendo invadida por la sensación de que tal vez llegara a ser su hogar de nuevo junto a Dan, Rex y Sherlock, y, por supuesto, Roger. Quizá pudiera ser incluso el sitio adecuado para fundar una familia. Tenía solo cuarenta y dos años. Conocía a mujeres que habían tenido hijos más tarde aún y, aunque esa edad tenía sus inconvenientes, tampoco eran pocas las ventajas. Se había vuelto más paciente y más consciente de sus prioridades. Tendría más tiempo para dedicar a sus hijos. Con todo, pensó que sería mejor esperar para abordar el tema con Dan, porque tenía la sensación de que todo aquello también estaba yendo demasiado rápido para él.
El lunes siguiente regresó al Centro de Justicia. Kins, Faz y Del —y también Mayweather, que la había sustituido en calidad de compañero de Kins— se volvieron locos al verla, pero ella seguía condenada a trabajar en un escritorio situado al fondo de la planta destinada al personal administrativo. Ya no le importaba. Metida en aquel recinto diminuto se hallaba a resguardo de preguntas y miradas. Aunque mientras estaba fuera había conseguido eludir la investigación de la Oficina de Responsabilidad Profesional, su abogado la había llamado a primera hora de la mañana para comunicarle que el sargento Rawley estaba deseando celebrar la sesión que tenían pendiente. Ella le había dicho que, dado el efecto de los analgésicos, necesitaría al menos otra semana. Además de dicha institución, se había puesto en contacto con ella la oficina responsable de las finanzas municipales, que había emprendido una investigación en torno a la solicitud que había presentado sin autorización en lo tocante al caso de www.lectulandia.com - Página 266
Wayne Gerhardt y la posible malversación de fondos públicos que tal cosa suponía. No le cabía la menor duda de que era Nolasco quien había instigado semejante indagación. También parecía que el jefe Clarridge estaba teniendo dificultades para conservar el puesto, pues cada vez era mayor la presión de quienes pedían que dimitiera. En The Seattle Times abundaban los artículos críticos con él y con su administración y los editoriales opinaban que había perdido el control institucional del cuerpo y el respeto de sus subordinados. Nolasco, por su parte, había salido de todo aquel asunto convertido en todo un héroe, colmado de elogios y de honores por haber llevado al Cowboy ante la justicia. Había concedido entrevistas a programas de noticias locales y nacionales y corría el rumor de que iba a protagonizar un número de cierta revista sobre los cuerpos de seguridad. Se decía también que el alcalde iba a sacar partido de su fama para nombrarlo jefe de policía interino mientras una comisión entrevistaba a otros candidatos. Faz decía que el capitán estaba tan envanecido y pagado de sí mismo que no entendía cómo se las ingeniaba para meter la cabeza en el ascensor una mañana tras otra. Eso era lo único que, en realidad, la fastidiaba en aquel momento: saber que Nolasco se había salido con la suya. Había tardado veinte años, pero al fin había conseguido quitársela de en medio. Por más que quisiera odiarlo, solo conseguía verlo como un ser pequeño, insustancial y triste.
Maria Vanpelt presentó un informativo especial de una hora sobre el caso del Cowboy en KRIX Undercover. Aunque Tracy no lo vio, Faz decía que había asegurado que la investigación había empezado a tomar buen rumbo en el momento en que se había encargado Nolasco de ella. Tampoco había dejado pasar la ocasión de darse bombo a sí misma: Faz había contado al menos nueve veces en las que se había referido a su propia persona como «la reportera que dio la primicia» y «la reportera que estuvo en el lugar de los hechos» cuando registraron el domicilio del Cowboy y descubrieron las pruebas incriminatorias. Daba la impresión de que, superado el desastre, todo el mundo hubiera preferido centrarse en lo positivo. Casi nadie ponía de relieve que Nolasco había metido la pata hasta el fondo al no asegurarse de tener a David Bankston bajo arresto antes de llevar a los efectivos a su casa, ni que semejante error había estado a punto de costar la vida a Tracy. Kins había permanecido en Seattle hasta que la Oficina de Responsabilidad Profesional había dado el visto bueno al uso que había hecho de su pistola en la muerte de David Bankston y, a continuación, harto y frustrado, había llevado a Shannah a México con la esperanza de reavivar su relación durante unas vacaciones que ambos necesitaban desde hacía tiempo. —Como se te ocurra enviarme una postal con palmeras, playas de arena blanca y cielos azules, te arranco las cejas la próxima vez que te vea —le había dicho Tracy. www.lectulandia.com - Página 267
El viernes de la semana de su incorporación, cuando empezaba a pensar que había tenido la suerte inmensa de no topar con su jefe en toda la semana, llamó su ayudante para decirle que quería verla en su despacho. Mientras atravesaba la Sección de Crímenes Violentos, apreció el sonido habitual de teléfonos sonando, conversaciones animadas y, por supuesto, la voz inimitable de Faz. —¿Quién tiene mi taza? ¿Nadie ha pensado que si lleva mi foto será por algo? Consiguieron arrancarle la primera sonrisa de verdad en varios días. Había echado de menos ser parte de todo aquello. Nolasco tenía la puerta abierta. Estaba sentado a su mesa, estudiando una serie de papeles. Levantó la mirada y la invitó a tomar asiento con un gesto sin atisbo alguno de emoción. —Siéntate. Tracy obedeció y apoyó el brazo, todavía en cabestrillo, en el regazo. Él daba la impresión de no tener prisa alguna. Siguió leyendo y, tras un minuto largo, posó el documento en la mesa para decir: —Los de la Oficina de Responsabilidad Profesional dicen que les estás dando largas. —Estoy tomando analgésicos y el médico me ha recomendado que no asista a ninguna reunión con ellos hasta que los haya dejado. Que hablen con mi abogado. Nolasco se reclinó. —Hay que acabar de cerrar el expediente del Cowboy y limpiar la sala Bundy, empaquetarlo todo y mandarlo al almacén y he pensado que tú tendrías tiempo… Aquello era echarle sal en las heridas, pero, si suponía ausentarse unos días del Centro de Justicia, lo aceptaría encantada. —Sin problema —repuso. —Perfecto. Ponte con ello de inmediato, ¿quieres? Se puso en pie y se encaminó a la puerta. Estar cerca de Nolasco le hacía sentir que necesitaba una ducha. —Tenías que haber sabido que no iba a acabar bien —dijo el capitán. No esperaba menos: sabía que no iba a poder resistirse. Su ego era demasiado grande, como si estuviera destinado genéticamente a ser un imbécil. Cuando se dio la vuelta, él seguía sentado, reclinado en su asiento. No era más que un pobre infeliz, un perdonavidas con tendencias quizá sociopáticas. Casi sentía lástima por él, pero, en aquel momento, lo que la asaltó sobre todo fue una punzada de duda, la misma que había experimentado a veces mientras se recobraba: la sensación de que había algo que no encajaba del todo. Consiguió dibujar una sonrisa. —Tenga por seguro que lo avisaré cuando acabe —dijo.
Destinó el fin de semana a relajarse con Dan en Cedar Grove. Prepararon cenas www.lectulandia.com - Página 268
dignas de la alta cocina, vieron películas tumbados en el sofá, comiendo palomitas y otras golosinas, y se acostaron tarde. La mañana del lunes, cuando tuvo que levantarse temprano para regresar a Seattle, la apenó tener que partir. El trabajo no le despertaba ya la emoción de antaño. Estaba dispuesta a cambiar su situación, dejar la policía de Seattle y volver para siempre a Cedar Grove. Pensó en decírselo a Dan, pero decidió que era mejor esperar para hacer especial aquel momento. Dedicó el lunes y el martes a meter en cajas los informes de colaboración ciudadana, los libros de notas y los calendarios de la sala Cowboy, así como a despejar las mesas. No le resultó nada fácil con un solo brazo, pero tampoco tenía ninguna prisa por acabar el trabajo. Cuando llegó a su fin el segundo día, había llenado una docena de cajas para que las recogieran y las llevasen al archivo. Al colocar la tapa de la última de todas, dedicó un segundo a estudiar la estancia. Las paredes volvían a estar desnudas, con más agujeros de chincheta donde habían pinchado fotografías y diagramas. Las mesas estaban desiertas a excepción de los equipos informáticos y los teléfonos, que no tardarían en desconectar de nuevo. Pese a la espantosa historia que encerraba aquella sala, recordó con afecto la cena italiana que les había preparado Vera Fazzio y el brindis de Faz, por el que se comprometieron a aunar esfuerzos en cuanto unidad especial. No pudo evitar pensar que los había defraudado. Su único objetivo había sido demostrar que Nolasco se equivocaba y atrapar al Cowboy. Apagó las luces y se disponía a cerrar la puerta cuando sonó el teléfono de su escritorio. Estuvo a punto de no hacer caso, suponiendo que sería Nolasco, pues era el único que sabía que estaba allí, pero decidió no darle la satisfacción de pensar que lo estaba evitando. Volvió a iluminar la sala y entró de nuevo para contestar. —Inspectora Crosswhite —dijo, y, al ver que no le respondían de inmediato, insistió—: ¿Hola? —Perdón —dijo una voz balbuceante—: no me esperaba que fuese usted quien contestara. No era Nolasco ni Faz. —¿Con quién hablo? —Preferiría no decirlo. —De acuerdo. ¿A qué se debe la llamada? —Es sobre el Cowboy. —Si está pensando en la recompensa… —No, no tiene nada que ver con la recompensa. —Entonces, ¿de qué se trata? —Creo que es posible que hayan matado ustedes al hombre equivocado. Tracy se sentó en el borde de la mesa. Durante la investigación habían recibido tantas llamadas de personas que aseguraban conocer la identidad del asesino que estaba acostumbrada a tomarlas con cautela. Su interlocutor podía ser, sin más, cualquier loco, uno de los que pensaban que habían resuelto el crimen, algún www.lectulandia.com - Página 269
espiritista de los que aseveraban haberse comunicado con los muertos… Sin embargo, había algo en el tono calmo de la voz que llegaba del otro lado de la línea que le hizo pensar lo contrario. Eso y que la llamada procediera de un teléfono del cuerpo de policía de Seattle. —De acuerdo. ¿Me podría decir por qué? —No quiero revelarlo por teléfono. —¿Cómo ha conseguido este número? —¿No es el de la unidad especial? Sí que lo era, pero no el de la línea de colaboración ciudadana que habían difundido los medios de comunicación: hacía falta pertenecer al cuerpo para tener acceso al número de su mesa o para saber cómo conseguirlo. —Dígame dónde y cuándo. —Elija usted —dijo él. —¿Conoce un bar de la Primera Avenida llamado Hooverville? —No, pero lo encontraré. Quedaron para aquella noche. —¿Cómo voy a reconocerlo? —preguntó ella. —Yo la conozco —dijo él.
Hooverville estaba ya atestado de hinchas de los Mariners. Jugaban en casa y el bar estaba situado en la misma calle que el estadio de béisbol, en el que, a principios de la temporada, la esperanza seguía siendo lo último que podía perderse. Resultaba extraño que el público estuviera viendo el partido por televisión cuando los jugadores se hallaban a poco menos de un kilómetro de allí. Tracy recorrió la sala con la mirada en busca de su informante. Había dos hombres en las máquinas del millón. Los taburetes estaban ocupados, como la mayor parte de las mesas. Al ver que nadie le hacía señas ni daba muestras de reconocerla, se sentó en un sillón corrido que daba a la puerta y pidió una Coca-Cola light sin dejar de mirar a los rostros por ver si topaba con alguien que pareciese distraído, poco interesado o nervioso. Unos minutos más tarde, miró hacia ella desde el final de la barra un hombre flaco de pelo rapado que hizo girar su taburete y se dirigió hacia ella. Le calculó poco menos de treinta años. Tenía complexión de escalador o de ciclista tenaz y unos ojos juntos y de mirada intensa que hacían pensar en la actitud implacable necesaria para competir en dichos deportes. Advirtió que llevaba alianza en la mano izquierda y un anillo universitario en la derecha, en la que sostenía una pinta de cerveza a medio acabar. —Inspectora Crosswhite, gracias por reunirse conmigo. Tracy lo invitó a sentarse con un gesto. Bajo la mesa tenía la mano derecha posada sobre la Glock. www.lectulandia.com - Página 270
—Un lugar interesante —dijo él. —Me lo enseñó un amigo. Está lo bastante alejado del centro para atraer solo a los tipos que valen la pena. —De haberlo conocido hace algunos años, tal vez lo hubiese frecuentado yo también. —¿Ya no? —Tengo dos hijas. Esos días se acabaron para mí. —Se echó hacia atrás y volvió a incorporarse como si le estuviera costando ponerse cómodo. Miró al televisor, a la barra y de nuevo a ella. Tamborileó con la mano derecha en el borde de la mesa. —Siento haber quedado de un modo tan clandestino. —¿Por qué no me dices tu nombre? —Izak Casterline. —¿Cuánto tiempo lleva en el cuerpo, Izak? Él dejó escapar una bocanada de aire en algo que ni siquiera podía calificarse de risa. —Muy observadora. —No tanto: ha usado un número interno que solo posee la policía. —Dieciocho meses. Trabajo en la comisaría norte. Era la que patrullaba la Aurora Avenue. —Relájate —dijo Tracy—. He venido a escuchar. Casterline dio un trago a su cerveza. —Mi mujer está embarazada. —Enhorabuena. Otra media sonrisa. —Gracias. Es maestra de preescolar. O, mejor dicho, era, porque ha tenido que dejarlo: le salía más barato quedarse en casa que pagar la guardería. —La vida está muy cara. Lo entiendo. —Mucho. —¿Y por qué crees que hemos atrapado al tipo equivocado? Casterline bebió de su cerveza. —Yo estaba haciendo el turno de noche cuando mataron a la tercera bailarina, Veronica Watson. —Sí. —Estaba haciendo mi patrulla habitual por Aurora, a la altura de la calle 85, la esquina en la que encontraron el tercer cadáver. —De acuerdo. —Giré y vi un vehículo delante de mí. Tenía un piloto fundido. —¿A qué hora? —Entre las dos y media y las tres. Más o menos a la hora a la que dice el forense que mataron a la joven. Miré el informe en línea. —¿Hiciste detenerse al conductor? www.lectulandia.com - Página 271
Casterline asintió. —Le pregunté qué hacía en la calle tan tarde y me dijo que, de hecho, aquello era temprano para él, porque iba al trabajo después de un rato de ejercicio matinal. Estaba sudando y llevaba una bolsa como de gimnasio en el asiento de atrás. Un tipo grande. De todos modos, también estaba de patrulla gatuna. —¿Patrulla gatuna? —Me dijo que se había perdido el gato de su hija y que, como la niña estaba destrozada, estaba repartiendo octavillas por la zona. Me dio una. —Casterline metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un trozo de papel, lo desplegó y se lo dio a Tracy. Ella lo miró. Tenía una fotografía en blanco y negro del gato en el centro. —Angus —dijo. —Como le he dicho, yo tengo dos hijas. Para ellas sería una tragedia perder a su gato, así que le pedí una de las octavillas y le dije que estaría pendiente. —Casterline señaló a la dirección que había bajo la fotografía—. Hace dos días resultó que me encontré en este barrio. Llevaba todavía la información y, como la gata de un vecino acababa de parir, se me ocurrió parar para averiguar si habían llegado a encontrar a Angus y, si no, preguntarles si querían alguno de los gatitos. Pensé que sería un punto a mi favor si llamaban a mi sargento para contárselo. —¿Qué pasó cuando fuiste a verlo, Izak? —Me abrió la puerta y le enseñé la octavilla. Al principio se quedó sorprendido, pero luego me dijo que no habían llegado a encontrar el gato. Me agradeció el detalle y me pidió el número de mi vecino para poder ir a ver los gatitos. —Casterline volvió a beber—. No era él, inspectora. La dirección era la buena, pero el tipo que salió a abrir no era el mismo que paré aquella noche. Ahí fue cuando empecé a encajar las piezas. —¿Y no puede ser que acabase de tener un encuentro con una prostituta o fuera traficante de drogas? —conjeturó Tracy. —Lo dudo. Estaba relativamente tranquilo y muy bien preparado. ¿Con cuántos camellos y puteros se ha encontrado que tuviesen la precaución de llevar una octavilla preparada como coartada? Creo que lo hizo para despistarme, para sacarme del procedimiento habitual. —Bien pensado. —Tuvo que conseguir la octavilla donde fuese e hizo copias. Recuerdo que estaba muy tranquilo y, si hubiese tenido droga en el vehículo, no lo habría estado tanto, ¿verdad? —¿Tomaste la matrícula? Casterline apretó los labios y negó con la cabeza. —Qué va. No la hice comprobar. Sé que debería haberlo hecho, pero me dije que no era necesario, ¿sabe? Solo le advertí que hiciese arreglar la luz. —Casterline empezó a moverse con nerviosismo—. Debería haberla comprobado. Sé que tenía www.lectulandia.com - Página 272
que haber hecho que la mirasen y ahora lo estoy pasando fatal, porque, si tengo razón… —Tranquilo —dijo ella—. Dadas las circunstancias, son muchos los policías que habrían hecho lo mismo. ¿Qué recuerdas del vehículo? —Era un híbrido, pero no uno de los baratos, sino un Lexus. —¿De qué color? —Azul oscuro o negro. Tracy pensó en el que grabaron las cámaras de seguridad recorriendo la calle paralela al Pink Palace. —¿Puedes describir al conductor? —Eso fue lo otro que me escamó: no parecía ningún drogadicto. Un tipo grande, fortachón, con el flequillo de punta. El pulso de Tracy se aceleró. —Si lo vieses otra vez, ¿serías capaz de identificarlo? —¿Se refiere a una rueda de reconocimiento? —Me refiero a si lo volvieras a ver. —Claro que sí. Seguro. —Entornó los ojos—. ¿Cree que podría ser él? —¿Con quién más has hablado de esto? —Con nadie. —Pues no se lo digas a nadie. ¿Me entiendes? —Por supuesto. No puedo perder mi empleo, inspectora: no sé qué haría… ¿Me entiende? —No vas a perder tu empleo. —Pero, si tienen al tipo equivocado, quiere decir que sigue por ahí suelto. El Cowboy. Y después de aquello volvió a matar a una muchacha… —Se le cortó la voz y tomó otro trago de cerveza. —No ha sido culpa tuya, ¿de acuerdo? Casterline, mírame. No ha sido culpa tuya: si tienes razón y es él, tienes que saber que mata porque quiere y lo iba a volver a hacer. Si llegas a comprobar la matrícula, lo más seguro es que no hubieses averiguado nada sospechoso ni le hubieras dado la menor importancia. ¿Me entiendes? Casterline asintió sin palabras. —Voy a necesitar un número de teléfono donde localizarte. Necesito poner algunas cosas en orden y hacer unas cuantas llamadas. Voy a protegerte en lo que me sea posible, Izak, pero vas a tener que colaborar conmigo en esto. —Lo haré —dijo. Tracy le alcanzó una servilleta y un bolígrafo que sacó del bolso. Él apuntó su teléfono y se lo tendió deslizándolo por la mesa. —¿Qué tengo que hacer? —Vuelve a casa con tu familia y espera a que te llame.
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Tracy regresó de inmediato a su casa del sector oeste y corrió adonde había dejado Dan la caja con los documentos de Dirty Ernie’s que había encontrado en el trastero. Tenía el corazón acelerado y le sudaban las palmas de las manos. En la cabeza le hervían las preguntas. Era lo que le habían dicho los de la unidad especial del caso Ridgway sobre cómo atrapaban en muchas ocasiones a aquellos tipos. A veces había que agradecérselo a una pista procedente de la fuente más insospechada, algo insignificante, un error mínimo que hacía que, de pronto, reparasen en que habían tenido al asesino delante de las narices desde el principio. Precisamente porque era eso lo que hacía esta clase de personas: confundirse con su entorno. —Tranquilízate —se dijo en voz alta—. No te precipites. Cabía la posibilidad de que Casterline estuviera equivocado y, pese a todas las meteduras de pata que se habían dado en el procedimiento, fuese David Bankston el Cowboy. Sin embargo, algo le decía que no era así. Tracy arrastró la caja hasta el comedor y echó una rodilla a tierra para ponerse a estudiar el contenido, sacando una carpeta tras otra para hojearlas con prisa. Así estuvo casi diez minutos hasta dar con lo que más le interesaba: la nómina. Sacó los folios, ojeó los nombres y llevó el documento a la mesa para seguir examinándolo hasta que su dedo fue a dar con uno que reconocía.
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CAPÍTULO 55
Tracy se levantó poco después de las 4:30 de la mañana del miércoles y se dirigió al Centro de Justicia. Dejó el vehículo en el estacionamiento protegido y tomó el ascensor hasta la planta séptima, donde llegó unos minutos más tarde de las 5:30 lo bastante temprano para que la mayoría de inspectores no hubiese llegado aún. A excepción de un proverbial madrugador. La habían dejado sin acceso a la red informática cuando Nolasco la había relegado a hacer labores administrativas. Cuando entró en el cubículo del equipo A, se encontró con que Faz no estaba, pero tenía encendido el equipo informático, así que se sentó y se dispuso a teclear. —¡Dios santo, profesora! —dijo él al entrar con el periódico doblado por la sección de deportes—. ¿Qué haces aquí tan temprano? —No tenía claro que estuvieras aquí —respondió—. Nolasco me ha hecho limpiar la sala Cowboy. —Sí, ya lo había oído. Lo siento. —Pensaba hacer una copia del vídeo que grabaron en el Pink Palace para archivarlo con el resto del material. Faz la miró con gesto incrédulo. —Y se te ha ocurrido que el mejor momento para hacerlo eran las cinco y media de la mañana. ¿Qué pasa, profesora? No se engaña a un mentiroso. Aguardó a que pasara un inspector de robos. —¿Está todavía en el sistema, Faz? —No lo sé. Tengo entendido que lo han enviado todo al país de Nunca Jamás para dejarlo limpio como una patena. —Me refiero a tu equipo. —¿Qué pasa? Que no es Bankston, ¿verdad? —No lo sé, pero cada vez me parece más probable que no, Faz. ¿Lo tienes todavía en tu equipo? —Parece mentira que no me conozcas, profesora. ¡Si no sé cómo se borra nada! Tracy le cedió el sitio y miró por encima de los tabiques del cubículo para ver a quién más tenían alrededor. Faz se sentó y se puso a navegar entre carpetas. —Todavía está aquí —anunció. —Ponlo. —No se lee la matrícula, profesora. Por más que mejoró Melton la imagen, es imposible. —Ponlo de todos modos. Faz reprodujo la grabación, que el equipo Melton había conseguido aclarar y dejar con menos ruido. Walter Gipson y Angela Schreiber doblaban la esquina del edificio en dirección al vehículo del primero. Tracy mantenía la vista clavada en la www.lectulandia.com - Página 275
porción de calzada que aparecía en el ángulo superior izquierdo de la pantalla a la espera de ver aparecer el automóvil. Pasó por la calle y salió de plano. Gipson salió del estacionamiento y se internó en el tráfico. —Ahora ponlo más lento —dijo ella. Faz pulsó un par de botones e hizo avanzar la película fotograma a fotograma. Tracy esperó y, cuando vio entrar el vehículo en el plano, dijo: —Páralo. Se inclinaron hacia la pantalla. —Nada —sentenció Faz—. Todavía es ilegible la matrícula. —Déjame. —Tomó el ratón para ampliar la imagen. —Demasiado ruido. No se ve nada. Ella, sin embargo, no se estaba fijando en la matrícula, sino en la rejilla delantera, debajo justo del capó, donde podía distinguirse el círculo con la L inclinada de los Lexus.
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CAPÍTULO 56
El jueves por la noche, Tracy se hallaba sentada en la cabina de su camioneta, tomando un café que hacía mucho que se había enfriado. El reloj de su teléfono marcaba la 1:27. Tres minutos exactos más tarde, desde donde estaba apostada, en la manzana del Pink Palace y perpendicular a la fachada principal del local, vio a Izak Casterline salir del edificio. Llevaba puesta una gorra de béisbol bien calada en la cabeza. Caminó con calma hacia su monovolumen, entró, arrancó el motor y tomó la salida del estacionamiento. Tracy lanzó los restos del café por la ventana, puso en marcha su vehículo y lo siguió sin dejar de mirar por el retrovisor. A dos manzanas del Pink Palace, entró en el estacionamiento de un restaurante IHOP, se dirigió a la parte trasera y se detuvo al lado del monovolumen. Casterline salió de este y subió a su camioneta. —Es él —dijo—. Es el tipo al que paré. Estoy segurísimo. Sin ningún asomo de duda.
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CAPÍTULO 57
Tracy se quitó los auriculares y se dio un masaje en los lóbulos de las orejas, que le resultaron cálidos al tacto. Era la única parte del cuerpo de la que podía decir tal cosa, pues, aunque no hacía un frío excesivo (calculaba que debía de hacer poco menos de diez grados), lo peor de hacer vigilancia era estar sentado. Después de un rato no había un solo centímetro del cuerpo que no se resintiera ni engarrotara. No era posible salir del vehículo para estirarse o hacer una serie de saltos de tijera o de flexiones en la calle. Al final se aprendían pequeños trucos para combatir el frío y la rigidez: flexionar dedos y manos, rotar tobillos, aislar, tensar y relajar ciertos músculos… Todo eso ayudaba, aunque no eliminaba el frío, sobre todo si era húmedo y, como aquel, se colaba hasta el tuétano y hacía que le doliese la clavícula. Se había descargado un surtido de rock clásico de los ochenta (Aerosmith, Van Halen, Springsteen, algo de Journey y hasta AC/DC) a fin de pasar el rato. A pesar de no haber dormido mucho desde la conversación que había mantenido con Izak Casterline, no necesitaba la música para mantenerse despierta. En los tres días con sus noches que habían pasado desde entonces, había procedido de forma sistemática. Llegaba a casa poco después de las cinco, lo cual no era ya un problema, ya que en el trabajo dedicaba la mayor parte del tiempo a no hacer nada, cenaba muy temprano, veía un rato la televisión y, a continuación, trataba de dormir un par de horas, casi siempre sin demasiado éxito. Acudía al Pink Palace a medianoche y localizaba el Lexus. A veces estaba estacionado en una bocacalle y, otras, en el estacionamiento. Solía ocultarse tras un todoterreno de tamaño mediano que no le impedía la visión. El número de automóviles comenzaba a escasear después de la una, cuando los clientes iban regresando a sus hogares. Las bailarinas salían del edificio por la puerta de atrás unos minutos después de las dos y el resto del personal no tardaba mucho más en dejar el local. El Cowboy solía ser uno de los últimos. Hasta aquel momento había vuelto a casa todas las noches, aunque no siempre por la misma ruta. Temiendo llamar la atención con la camioneta en caso de que estos cambios fuesen intencionados, Tracy dejaba de seguirlo a unas calles de su domicilio y bordeaba la manzana para confirmar que había dejado el Lexus en el camino de entrada. Aun así, todas las mañanas se levantaba con un pellizco en el estómago, convencida de que daría en el periódico con los titulares que más temía. Con todo, no albergaba la menor duda de que estaba haciendo lo correcto. Los únicos inspectores en los que confiaba eran Kins, que seguía en México, y Faz, que sabía que ocurría algo, pero, por el momento, se contentaba con saber solo lo imprescindible. No podía acudir a Nolasco. Había pensado recurrir directamente a Clarridge, pero, dadas las circunstancias —la carrera de él corría peligro y Tracy había quedado desacreditada—, lo más probable es que no estuviera dispuesto a www.lectulandia.com - Página 278
aceptar el argumento de que David Bankston no era el Cowboy sin tener pruebas de peso. Por el momento, las únicas que poseía eran circunstanciales, además de la palabra de cierto agente joven temeroso de que pudieran expulsarlo del cuerpo e impedirle mantener a una familia cada vez más numerosa y eso no bastaba. La comisaría del sheriff del condado de King tenía cajas llenas de pruebas así que apuntaban a que Gary Ridgway era el asesino del río Green, pero había necesitado veinte años para confirmar la presencia de su ADN en los lugares de los hechos. Se decía que los inspectores que lo vigilaban no habían podido detenerlo hasta que, en cierta ocasión, se deshizo de un chicle y ellos lo recogieron. Aunque Tracy sabía que esta historia podía ser solo una leyenda, lo que no dudaba era de que necesitaba tener algo más sólido. También temía que, si transmitía a Clarridge sus dudas acerca de Bankston y este se mostraba de acuerdo en reabrir la investigación, la noticia llegase a oídos de la prensa. Iba a resultar muy difícil mantener cierta discreción acerca de semejante primicia. En el momento que figurase en los periódicos o en la televisión, el Cowboy podía huir, cambiar de nombre y seguir matando en cualquier otro lugar. Quedaba por resolver lo que hacer con Dan: los secretos no constituían el mejor modo de construir una relación, sobre todo si tenía intención de dar un paso más y mudarse con él, pero lo cierto es que la cuestión había quedado resuelta en parte por una cuestión de intendencia. Él había pasado la semana en Cedar Grove tratando de ponerse al día con los asuntos que tenía pendientes después de tanto tiempo fuera. Cuando la llamaba por teléfono, Tracy no le decía exactamente la verdad, aunque tampoco mentía: simplemente se abstenía de ofrecer detalle alguno sobre lo que había averiguado o sobre cómo pasaba las noches. Sabía que Dan iba a poner en duda la que ella sabía que era la mejor opción: montar guardia en la puerta del Pink Palace y esperar. No sabía cuánto tiempo iba a tener que hacerlo, pero Amanda Santos le había dicho que, una vez que se despertaba, el deseo de matar resultaba demasiado poderoso como para que pudiera sobreponerse a él ningún asesino en serie. El Cowboy querría hacerlo de nuevo: solo faltaba saber cuándo y Tracy no estaba dispuesta a dejar que ocurriese. Se arrellanó en el asiento y volvió a ponerse los auriculares. La voz gemebunda de Springsteen hablaba de una pequeña cuyo padre la ha dejado sola en casa y de otro hombre poseído por un «deseo maligno». —Profético —dijo en voz alta. Había dado la una cuando comenzaron a caer gotas en el parabrisas. El hombre del tiempo había anunciado llovizna de madrugada y un viento intenso pero efímero. Tracy fue a activar el limpiaparabrisas cuando pensó en el del vehículo nevado de Cedar Grove y descartó la idea. Recorrió la lista de reproducción de su teléfono mientras observaba las gotas congregarse hasta formar una película de agua. A medida que se acercaba la hora del cierre, se sintió más nerviosa que las noches anteriores. Tal vez era por la www.lectulandia.com - Página 279
acumulación de cafeína o por haber pasado tantos días seguidos sin hacer ejercicio, pero tenía un presentimiento muy marcado de que estaba a punto de ocurrir algo. No podía explicarlo, como tampoco le había sido posible entender, siendo agente de patrulla, por qué todo lo malo parecía ocurrir en noches de luna llena. Había desarrollado esa clase de instinto tras más de dos décadas trabajando en la calle y años haciendo turnos de noche. Podía predecir cuándo un control de tráfico ordinario no lo iba a ser tanto, cuándo iba a desmadrarse una situación en apariencia sencilla y cuándo había llegado el momento de confiar en su intuición y ponerse a cubierto.
Detectó imágenes borrosas de bailarinas que salían por la puerta de atrás del edificio y corrían hacia sus vehículos a fin de protegerse de la lluvia constante. El personal salió poco después. Su objetivo debía de estar haciendo caja. La lluvia arreció de pronto y le dificultó aún más la visión. La tromba de agua era de las que hacían pensar que Dios debía de haber quitado el tapón de alguna bañera celestial. Entonces se abrió la puerta trasera del edificio, pero, al no ver salir a nadie, imaginó que debía de estar esperando a que escampara el diluvio. Al comprobar que no escamparía pronto, se alejó corriendo del local con pasos ligeros, tratando en vano de evitar charcos que no dejaban de hincharse. Entró deprisa en el Lexus, pero, una vez más, no arrancó de inmediato, y las noches previas había salido del estacionamiento sin vacilar un instante. Los focos tardaron aún unos minutos en abrir dos conos de luz en la cortina de lluvia. El Lexus salió hacia el camino de entrada, se detuvo un instante y giró a la izquierda, hacia la Aurora Avenue. A casa.
Tracy arrancó el motor y llegó a la intersección. Giró a la derecha al llegar a la esquina y se situó a una distancia prudente de él. Los limpiaparabrisas golpeaban con ritmo constante. En el cruce, el Lexus giró a la derecha para continuar por Aurora en dirección sur, aún con rumbo a casa. La altura de la cabina de su camioneta permitía a Tracy ver con claridad los automóviles que tenía delante. Él recorrió otra manzana y tomó el carril de la derecha. A ella le impidió seguir su ejemplo un vehículo situado en aquel lado, de modo que redujo la marcha para dejarlo pasar y se colocó dejando dos entre el suyo y el Lexus. El Cowboy continuó hasta el siguiente semáforo. Los conductores levantaban abanicos de agua como colas de gallo al pisar los charcos de tamaño colosal que se habían formado en la carretera por la saturación de las alcantarillas. Dos manzanas más allá brillaron las luces de freno del Cowboy, que se metió en una gasolinera dotada de una tienda de veinticuatro horas. Aquello no lo había hecho nunca. Tracy rebasó la estación de servicio y observó los retrovisores laterales y el www.lectulandia.com - Página 280
central. El Lexus no se detuvo en el surtidor, sino que rodeó el edificio y Tracy temió que pudiera dirigirse a una de las calles laterales. Entonces vio iluminarse de nuevo las luces de freno cuando el vehículo estacionó. Ella giró a la derecha en la intersección, hizo un cambio de sentido y se introdujo en la explanada de un centro comercial situado en la diagonal de la tienda desde el que podía ver el Lexus. Apagó las luces y el limpiaparabrisas, pero dejó el motor en marcha.
Tenía que matar, matar el tiempo. Le encantaba esa frase. Le gustaba lo que tenía de irónico. Estaba convencido de haber oído algo semejante en alguna película como American Psycho o alguna de las raras de Woody Harrelson. Últimamente hacía cosas de ese estilo, como Asesinos natos o Zombieland. Le costaba creer que en otro tiempo hubiese sido Woody sin más, el cabeza de chorlito que atendía la barra en Cheers, lo cual daba fe del talento interpretativo de Harrelson. Le gustaba pensar que él podía haber pertenecido a aquella misma clase de actor, lo bastante versátil como para encarnar papeles muy diferentes, en caso de que le hubiesen dado la oportunidad de aspirar en serio a tal cosa. Entró en la estación de servicio y estacionó en el extremo más alejado del edificio, apartado de las luces situadas sobre los surtidores, pues era allí donde debían de estar enfocando las cámaras que pudiese haber instaladas. Seguía cayendo la lluvia, aunque, al menos, la tromba de agua en la que se había visto envuelto al salir del trabajo parecía haberse calmado. El agua le había calado los zapatos y los calcetines y la camisa se le había adherido a la espalda. Resultaba molesto y, sin embargo, no había hecho nada por atenuar el hormigueo que le recorría palpitante todo el cuerpo, el mismo que le había invadido antes de salir al escenario en cada actuación y que lo hacía sentirse vivo. Se bajó la visera de una gorra de béisbol como tantas de los Mariners y corrió a meterse en la tienda, agachando la barbilla al pasar por las puertas de cristal que se abrieron con un zumbido accionadas por una célula fotoeléctrica. Por los altavoces instalados en el techo se filtraba música de jazz. Saludó con una inclinación de cabeza al hombre del mostrador, cortés pero indiferente, fácil de olvidar, y se dirigió al frigorífico. Necesitaba una dosis de cafeína. Aquel había sido un día muy largo y la madrugada prometía ser aún más larga. Las chicas se habían calmado desde que habían tenido noticia de la captura del Cowboy, pero eso no las había hecho más dóciles. No eran más que un hatajo de divas, una panda de putas exigentes. Puso sobre el mostrador dos latas de una bebida energética junto a un cartón de leche y un paquete de media docena de huevos, alimentos básicos que no se salían de lo habitual. —¿Qué, trasnochando? —le preguntó el dueño de la tienda. —Madrugando —dijo él—. Un paquete de Camel. Turkish Silver, por favor. www.lectulandia.com - Página 281
—¿Largos o extragruesos? —Extragruesos. —¿Va para el trabajo? —Por desgracia. —Dejó un billete de veinte dólares sobre el mostrador—. En cuanto deje todo esto en casa. ¿Puede darme una bolsa? —¿Dónde trabaja a estas horas? —quiso saber el dependiente mientras metía las cosas en la bolsa. —En el aeropuerto —respondió él. Miró el reloj—. Y más me vale darme prisa si no quiero llegar tarde. El otro le devolvió el cambio. —¿Puede darme una caja de cerillas? El dueño sacó dos de debajo del mostrador y las echó con el resto de la compra. —Gracias. La verdad es que no sirven de nada si no puedes encenderlos —dijo—. Tal vez sería mejor para mí. —Estaba a punto de salir cuando oyó en su interior la frase perfecta con la que acabar aquel diálogo: tan buena que no pudo resistirse a la tentación de ponerla en práctica—. Debería dejarlo, pero hoy me aprietan demasiado las ganas.
Tracy vio al Cowboy salir de la tienda con una bolsa de papel marrón. Sacó una lata, la abrió y la inclinó para tomar un sorbo prolongado antes de correr a su vehículo. Esta vez no aguardó: arrancó de inmediato y se dirigió a la salida. Tracy creyó verlo mirando al sur, observando el tráfico que avanzaba hacia el norte y esperando el momento de cruzar la doble línea amarilla. Y no se equivocaba. El Lexus llegó al carril de giro y aguardó a que pasara un vehículo de los que iban al norte. En ese momento se incorporó: el Cowboy no iba rumbo a casa. Sintió una descarga de adrenalina y pisó el acelerador, aprovechando un hueco que había dejado el tráfico para tomar los carriles que seguían la misma dirección del Cowboy. Se irguió en su asiento y soltó un largo suspiro. No podía perderlo de vista. Aunque el tráfico era fluido, había suficientes vehículos como para poder mezclarse con ellos, pero también para impedirle reaccionar a tiempo si él daba un giro inesperado. El viento había cobrado fuerza y hacía que las farolas que pendían de cables tendidos en sentido transversal a la carretera bailasen y se agitaran con cada ráfaga y que la lluvia golpease con violencia el parabrisas. El Cowboy se estaba aproximando a una intersección cuando se puso en ámbar el semáforo. Supuso que se detendría por no correr el riesgo de que lo multaran, pero, en lugar de eso, aceleró para pasar. Tracy hizo otro tanto, pero a continuación no tuvo más remedio que frenar cuando se detuvo el vehículo de delante. —Mierda —dijo. www.lectulandia.com - Página 282
Siguió con la mirada el Lexus mientras este avanzaba hacia el norte, con la esperanza de verlo detenerse en el próximo semáforo. Mientras aguardaba, se detuvo en la intersección una furgoneta de reparto que le tapó la vista. El conductor estaba esperando ver despejarse el tráfico para poder girar a la izquierda. —Muévete —lo instó—. Haz ya el condenado giro. La furgoneta se adelantó unos centímetros al ver que el semáforo se ponía en ámbar. El de Tracy cambió de rojo a verde, pero la furgoneta seguía en el cruce. Hizo sonar la bocina en el instante en que aceleró la furgoneta. El Lexus había desaparecido.
Siguió por Aurora. La cabeza le daba vueltas mientras observaba frenética los estacionamientos de los moteles en busca de cualquier indicio del Lexus. Entonces recordó que podía ser que el Cowboy hubiese dejado el vehículo en una bocacalle, tal como había podido deducir cuando Izak Casterline le había contado que lo había hecho detenerse a dos manzanas del motel. Giró a la derecha en el siguiente cruce y redujo la marcha al llegar a la siguiente intersección. Estudió los automóviles que había estacionados en las calles residenciales flanqueadas por hileras de árboles. La lluvia y la oscuridad no ayudaban a mejorar la pésima iluminación urbana y el número de vehículos presentes no era insignificante. En ese momento recordó que Amanda Santos les había dicho que el Cowboy era un asesino organizado, listo y cuidadoso: no deseaba que lo atrapasen. No quería que lo vieran ni lo oyesen y ese era, probablemente, el motivo por el que conducía un híbrido. Era un hombre dado a tomar precauciones. Dobló a la derecha y se obligó a avanzar con lentitud. No habría dejado el Lexus ante una casa ni bajo una farola, tampoco en una calle bien iluminada: a fin de pasar inadvertido, habría buscado un lugar poco llamativo, pero oculto. Sintió que se azoraba. Por sus sienes corrían regueros de sudor y sentía el estómago como en un puño. En el siguiente cruce, miró a izquierda y derecha y escrutó la calle por entre los limpiaparabrisas. Vio un sedán azul oscuro estacionado en el bordillo izquierdo a mitad de manzana, pisó el acelerador y se colocó a su lado.
Se colocó la sudadera con capucha y se caló la gorra de béisbol hasta las cejas antes de echarse a andar por la acera con la bolsa de deporte en la mano como cualquier persona que se dirigiese a hacer su sesión matinal de ejercicio, lo que, en el fondo, no era del todo mentira. El arte de actuar se basaba por completo en la representación. Había leído una docena de libros acerca del método y tomado media docena de clases sobre el particular y había aprendido a usar el cuerpo para convencer a su mente de que era el personaje que pretendía encarnar. Stanislavski era uno de sus favoritos, aunque también le gustaba Lee Strasberg. Una vez había abrigado la intención de www.lectulandia.com - Página 283
presentar la solicitud para entrar en el Actors Studio neoyorquino. Tenía el talento necesario, pero no el dinero. Sintió que le empezaba a hacer efecto la bebida energética, si bien reparó enseguida en que podía ser también la emoción de los instantes previos a la actuación. Llevaba la segunda lata en la bolsa de deporte, junto con los cigarrillos y las cerillas. «Debería dejarlo —sonrió al recordarlo—, pero hoy me aprietan demasiado las ganas». Le gustaba tanto aquel texto como el de «Tenía que matar, matar el tiempo». Se había dicho a sí mismo que Gabby —así había llamado a Gabrielle Lizotte— sería la última durante una buena temporada. Se había dicho que quizás había llegado el momento de mudarse, tal como había hecho tras lo de Beth Stinson: cambiar de ciudad durante un tiempo. La policía se había puesto a investigar en serio: lo supo sin lugar a dudas cuando crearon la unidad especial. Aquello mismo era lo que habían hecho con Bundy y Ridgway, que estaban entre los grandes. Tampoco podía quejarse del sobrenombre que le habían buscado: el Cowboy. Tenía gancho. Quizá no tanto como Cowboy de ciudad o Cowboy de medianoche, pero no estaba nada mal. —El Cowboy —dijo en voz alta. Había dejado pasar nueve años entre Beth Stinson y Nicole Hansen, casi una maldita década. Stinson había sido la primera. Nunca olvidaría aquella experiencia. Fue como el estreno de un espectáculo nuevo que hubiese esperado el público durante años. Le había procurado una emoción muy intensa después de haber sentido durante años el impulso y no haberlo puesto en práctica hasta entonces. Al principio no había tenido claro qué hacer para trabar contacto con las mujeres. Más tarde había leído un artículo sobre pederastas que se dejaban caer por los lugares a los que iban los niños y, aunque el texto le resultó muy desagradable, le dio la idea de entrar a trabajar en un club nocturno. ¿Qué mejor lugar para conocer a prostitutas? ¿Qué mejor lugar para hacer que se sintieran cómodas a su lado, que confiaran en él? ¿Qué mejor lugar para ocultarse a plena vista? Conque acudió a un local nuevo, un lugar en el que nadie iba a conocerlo llamado Dirty Ernie’s Nude Review cuyo propietario, una mujer —cosa que le sentó como un tiro—, tuvo a bien contratarlo. Dos meses después le había dado el puesto de encargado. No era para menos: había sido siempre puntual y trabajador. Aprovechaba el tiempo tratando de determinar qué bailarina sería la primera. Entonces habían llegado al club Beth Stinson y su amiga. La última no duró mucho, pero Stinson parecía haber nacido para aquello. Su nombre artístico, Betty Boobs, «tetas», le venía que ni pintado. Su cuerpo era una verdadera obscenidad. Perfume penetrante en frasco pequeño. También era ingenua: apenas había salido del instituto. No escatimó tiempo en conocerla, hacerse su amigo y ganarse su confianza. Hablaba con ella cuando tenía tiempo entre las actuaciones en el escenario y los pases privados. Cuando lo dejó su amiga, Stinson quedó necesitada de un confidente y no tardó en encontrarse con él lo bastante cómoda como para revelarle los detalles más www.lectulandia.com - Página 284
íntimos de su vida, como, por ejemplo, el hecho de que se prostituía, tal como él había imaginado. Como su madre. Ella aseguraba que era para ganar un dinero extra con el que pagar las facturas, pero a él no lo iba a engañar: era una puta y eso era precisamente lo que hacían las putas. Después de conseguir que Stinson confiase en él, había tenido que hacer un esfuerzo para ocultar su repugnancia, pero en este sentido le habían sido de gran utilidad las clases de interpretación. Además, su revelación le había resultado inspiradora para idear el modo de evitar que lo descubrieran. Se trataba de esperar hasta una noche en la que supiese que estaba con uno de los hombres. Así habría huellas de él y de los demás a los que hubiese llevado a casa por toda la habitación. Lo mismo cabía decir del ADN. Fue en ese momento cuando comenzó a elaborar su plan. Averiguó dónde vivía y estudió el lugar, una calle residencial tranquila sin farolas en la que los vecinos daban la impresión de vivir sus vidas sin meterse en las del resto. El único momento en el que pareció ir a torcerse su plan fue cuando la dueña le dijo que más le valía ir buscando otro trabajo, porque el ayuntamiento se había propuesto cerrarle el local y era solo cuestión de tiempo que lo consiguiera. Poco después de aquello, llegó tarde Stinson durante el turno del sábado. Cuando le preguntó a qué se debía el retraso, dijo que se le había atascado el inodoro y había tenido que esperar al técnico de Roto-Rooter. Dijo que había pasado horas trabajando en su casa para desatrancarlo y hasta había llenado de pisadas la moqueta. Tenía que actuar de inmediato. En el mundo de la interpretación había aprendido que para alcanzar el éxito era necesario recibir la oportunidad estando muy bien preparado. Para triunfar había que estar listo cuando llegase el papel perfecto. Aquel era su papel perfecto, su oportunidad. Se acercó a Stinson poco antes de que acabara su turno y le preguntó si podía acercarse a verla tras el trabajo. ¿Le parecería bien? Ella le sonrió coqueta y le advirtió que la jefa los iba a despedir si se enteraba, pero había un deje inquisitivo en su voz. Él le dijo que no tenía que preocuparse por eso: necesitaba demasiado el trabajo para decir nada. Además, los dos tenían que ir pensando en buscarse otra cosa de todos modos. Ella lo invitó a su casa. Una racha de viento hizo que la lluvia le diese en la cara cuando estaba a punto de llegar al final de la manzana. La marquesina del motel brillaba roja en medio del caótico paisaje urbano que conformaban las farolas y las vallas publicitarias de la Aurora Avenue, cuya luz se reflejaba en el brillo del pavimento empapado. Se acercó a la parte de atrás del motel y siguió un sendero de cemento que atravesaba un arco para llegar al estacionamiento.
Lo de Stinson no había salido exactamente como había planeado. Era algo muy habitual en los estrenos. Desde entonces hacía tiempo que había perfeccionado el www.lectulandia.com - Página 285
lazo, aunque no había llegado a dar con el modo de matar sin tener que tocar a su víctima. De pequeño odiaba que lo tocase su madre, pues estaba al tanto de las cosas asquerosas que hacía con los hombres a los que llevaba a casa, de cómo los tocaba y cómo la tocaban ellos. Cuando llamó a la puerta de Stinson, sintió la misma emoción que al salir al escenario metido por completo en su personaje, como una persona distinta por entero, sin que el auditorio tuviese la menor idea de quién era en realidad. La interpretación no había estado mal, aunque tampoco había sido la mejor de su vida. Enseguida sintió el deseo de tener la ocasión de arreglarlo, pero sabía que no estaba preparado. Era consciente de que una mala actuación podía destrozar en poco tiempo una carrera. Sabía que tenía que estudiar más y mejorar, sobre todo con el nudo. Aunque lo del técnico de Roto-Rooter había salido tal como lo planeó, había considerado que era preferible dejar la zona. ¿Por qué no? A fin de cuentas, al cerrar el Dirty Ernie’s se había visto en la necesidad de buscar trabajo. Y si de veras quería ser actor, ¿qué podía haber mejor que Los Ángeles para desarrollar su carrera de actor y buscar su oportunidad? En Los Ángeles se había consagrado en cuerpo y alma a su profesión y, por lo tanto, le había resultado más fácil hacer caso omiso de sus impulsos. A veces pasaba semanas, y aun meses, sin pensar siquiera en Beth Stinson. Conoció a su mujer en una representación local de Alguien voló sobre el nido del cuco. Había interpretado a McMurphy, el protagonista. El director había alabado su talento natural y le había asegurado que estaba hecho para encarnar aquel papel. Ella había hecho de la enfermera Ratched. Juntos habían incendiado las tablas. La primera vez que ensayaron la escena en la que McMurphy la estrangula se había sentido más poderoso que nunca, más vivo que en toda su vida. Había estado a punto de consumarlo, de apretarle el cuello hasta matarla allí mismo, delante de todos. El director decía que había estado espectacular, tan real… Tres meses después, cuando acabaron las representaciones, contrajeron matrimonio en una ceremonia civil en un juzgado del centro y durante un tiempo también habían incendiado el lecho conyugal. Se hizo fotografiar, encontró una representante artística y hasta hizo un anuncio de dentífrico. Sin embargo, aquella representante resultó ser un timo: en realidad, lo único que quería era asegurarse un alumno para sus clases de interpretación. Le pagaba más de lo que ganaba y, cuando se negó a recibir más clases, dejó de llamarlo para hacer audiciones. Cuando la presionó, ella le dijo que no valía para ninguno de los papeles que se proponían. Se desengañó con todo el mundo de las artes escénicas, con aquel ambiente de adulones, con las puñaladas que daban por la espalda para hacerse con un papel. Su mujer había empezado a darle la lata para que buscara un trabajo de verdad, porque les hacía falta el dinero. Estaba embarazada y no quería vivir en Los Ángeles. Así que hicieron la maleta y se mudaron a Seattle. Todo había empezado a desatarse. Nada estaba yendo como lo había planeado. Empezó a aborrecer a su mujer, a sentir por ella la misma rabia que por su madre. Sin www.lectulandia.com - Página 286
actuaciones que canalizaran su energía, sin la emoción de las representaciones, volvió su impulso y esta vez fue incapaz de obviarlo. No quería obviarlo. Empezó a practicar durante el día, estudiando en páginas web de sadomasoquismo cómo atar a una mujer, cómo hacer una gaza y ligarle con la misma cuerda las manos y los tobillos. Investigó sobre sustancias inhibidoras de la voluntad y se decantó por el Rohypnol. Cuando sintió que estaba listo, comenzó a buscar a una puta para su siguiente representación y a frecuentar un club nocturno llamado Dancing Bare. No le preocupaba que alguien pudiese recordarlo: la mayoría de los parroquianos no era más que escoria. Se decidió por Nicole Hansen cuando uno de los habituales dijo que estaba disponible tras la hora del cierre y que, de hecho, tenía una cita con ella aquella misma noche. Salió temprano y esperó en su automóvil. Cuando salió aquel fulano, lo siguió hasta el motel y aguardó a que se fuera. Entonces llamó a la puerta, alzó una botella de vodka y dijo: «Gary dice que te gustan las fiestas». No necesitó más. Habían pasado tantos años que tuvo la impresión de que aquella era su primera vez, su estreno, aunque en esta ocasión sin errores ni obstáculos. Se dio cuenta de que no le costó nada meterse en el personaje y, al acabar, se encontró con que no se sentía satisfecho: quería hacerlo de nuevo.
En el Pink Palace tenía muchas más mujeres entre las que elegir. Angela Schreiber empezó a llevar a su novio al club. Se lo puso demasiado fácil. Veronica Watson se convirtió en la siguiente elegida cuando su pareja dejó caer que por la noche seguía trabajando después de salir del club. Aquel tipo había estado a punto de arruinar la representación al presentarse en el motel sin avisar porque necesitaba dinero. Él se escondió en el cuarto de baño hasta que se fue. Al final, aquello resultó positivo, porque la policía lo tomó por sospechoso. Como si aquel rufián de poca monta pudiese aspirar a ser el Cow boy. Con todo, aquel trance le había resultado perturbador. Aquella mañana, de hecho, había salido del motel convencido de que Watson sería su última víctima, al menos durante un tiempo. Pensó en volver al teatro y dedicarse tal vez a la improvisación o los monólogos, pero trabajando como trabajaba de noche, le iba a resultar imposible. Entonces fue cuando se presentó la ocasión de Gabby. El hombre al que las bailarinas llamaban el Abogado le había pedido un pase privado. Aquello no era normal, porque ella era una muchacha menuda y a aquel hombre le gustaban con más carne en los huesos. Cuando Gabby salió del reservado, estaba sonriendo de oreja a oreja. Él le había preguntado si todo iba bien y ella se había limitado a ampliar aún más la sonrisa. Luego supo que el cliente le había dado un billete de cincuenta dólares e imaginó que no se trataba sin más de una propina generosa: esperaba algo a cambio. Lo único que tenía que hacer era acudir al motel y esperar a que el Abogado www.lectulandia.com - Página 287
saliera de la habitación. Tras aquella actuación, la mejor que había hecho hasta entonces, dejó de pensar en ponerle freno. De hecho, empezó a considerar cuál sería su próxima víctima. Una vez más, fue la ocasión la que llamó a su puerta cuando se presentó a trabajar una muchacha llamada Raina. En realidad, su nombre se escribía Rayna, pero le gustó el parecido que tenía la otra ortografía con rain. —Como llueve tanto en Seattle… —le había dicho. Procedía de una ciudad modesta de Texas y no tardó en hacerse popular entre los clientes, que apreciaban su cuerpo menudo de gimnasta y aquellos pechos que había realzado mediante cirugía. Se teñía el pelo de rubio con mechas doradas, lo que resultaba ridículo en contraste con las cejas oscuras y le recordaba a su madre, que había gustado de llevar peluca clara y perfilarse las cejas con lápiz negro. Sabía que iba a ser ella la próxima desde la primera vez que había hablado con ella. Raina le había dicho que tenía una habitación en la parte de atrás del motel, en la primera planta. La 17. —Es mi número de la suerte —le había dicho. La muy ilusa. Le había dicho que le enviaría un mensaje de texto cuando saliera su primer cliente, pero él le había contestado que era preferible que colocase en la ventana una de las tarjetas del Pink Palace con las que hacían promoción del club las bailarinas. No quería que la cita dejase rastro alguno en su teléfono. Aunque algunas de las muchachas no eran precisamente lumbreras, suponía que, si en algún momento llamaba a la puerta y seguía dentro el hombre con el que se había citado, no tenía más que improvisar y dar por concluida la misión. Ni corría peligro ni quedaba mal. Cuando llegó a la habitación 17 vio la tarjeta en la ventana. Llamó con discreción y ella salió a recibirlo con una camisola transparente de color rosa que no hacía gran cosa por ocultar la forma de sus pechos ni el tono más oscuro de sus pezones o su pubis. —Hola —dijo ella. Él dejó la bolsa de deporte encima de la cama. —¿Qué llevas ahí? —preguntó ella con un ligero deje texano. —Una muda —dijo él— y un par de juguetitos. —¡Oh! —exclamó ella con gesto exagerado—. ¿Puedo verlos? Tendió la mano para alcanzar la bolsa, pero él la tomó de la mano. Tendría que recordar que la había tocado. De hecho, ya sentía la necesidad de lavarse. —Prefiero que sea una sorpresa. No te preocupes. No es nada demasiado excéntrico: nada de látigos ni cadenas. Voy a usar la cabeza. Solía pedirles que estuvieran desnudas para cuando volviese, porque eso le ahorraba tiempo, pero lo cierto es que ella estaba ya casi desnuda. Miró al televisor que había en un rincón y vio que tenía reproductor de cinta y DVD integrados. —¿Te importa encender la tele? He traído una película. —Abrió la bolsa y le dio la cinta—. Puedes meterla, pero no la empieces todavía. Quiero estar aquí para verla www.lectulandia.com - Página 288
entera contigo. Sacó una botella de vino. —¿Te apetece una copa? Ella sonrió. —Me gusta la idea. —Voy a lavar los vasos ahí dentro. Uno no sabe nunca quién ha podido estar en estas habitaciones. Metió la bolsa en el cuarto de baño y la puso en el suelo, con cuidado de no tocar ninguna superficie. Se puso un par de guantes de látex y sacó el frasco de Rohypnol. Echó una pastilla en uno de los dos vasos de plástico y sirvió el vino. Entonces se miró al espejo, cerró los ojos y respiró hondo varias veces mientras se metía en el personaje. Estaba a punto de culminar el proceso cuando oyó voces procedentes de la habitación. Se le aceleró el pulso. En ese momento reconoció la música: ese era el preludio, la música de cabecera. Sintió que lo invadía la adrenalina. Raina había puesto la cinta. Sacó el cuchillo de la bolsa, abrió la puerta de golpe y salió a la carrera del baño. Ella se volvió y lo miró asqueada. Estaba de pie cerca del televisor, con el mando en la mano. —¿Qué diablos es esto? —le preguntó. Entonces le vio las manos y abrió los ojos de par en par. Le arrojó el mando a distancia y echó a correr hacia la puerta, pero él esquivó el objeto, se precipitó hacia ella y la dominó. Le tapó la boca con una mano para ahogar sus gritos y le colocó el cuchillo en el cuello. —Vas a hacer exactamente lo que yo te diga —la amenazó—. Esta puede ser una noche divertida o la última de tu vida. ¿Nos estamos entendiendo? Ella hizo un gesto de asentimiento. —Perfecto, porque no me haría ninguna gracia tener que rajarte el pescuezo. La cabecera había acabado. Había llegado el momento del espectáculo.
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CAPÍTULO 58
Tracy estampó una mano en el volante al darse cuenta, antes incluso de ver el distintivo de la rejilla frontal, de que no era un Lexus. Pisó el acelerador y corrió hasta la intersección. Estaba a punto de cruzarla cuando vio una señal amarilla de gran tamaño que indicaba una calle sin salida. La estudió más de cerca. Había una farola solitaria y casas solo en una acera. En la otra había una malla metálica de las que tienen planchas de madera destinadas a proporcionar cierta protección frente a los curiosos. Siguió adelante, mirando entre las tablas a la fachada trasera enlucida de un centro comercial y una serie de contenedores azules rebosantes de cajas de cartón. Y el Lexus. Había dado con él. Él tenía que estar cerca: a esas horas no podía correr el riesgo de alejarse mucho. Dio media vuelta, se dirigió de nuevo al cruce y torció a la izquierda para enfilar la Aurora Avenue. El hotel más cercano se encontraba en la esquina. Entró en el estacionamiento, se apeó de un salto de la cabina y corrió a la oficina de recepción. Su clavícula se resintió del esfuerzo. El encargado estaba viendo la televisión detrás del mostrador. Era un hombre obeso al que no resultó fácil levantarse de la silla. —¿Puedo ayudarla? Ella sacó la placa. —¿Ha venido una mujer sola para alquilar una habitación durante esta última hora? El hombre se ajustó la visera de la gorra roja de publicidad de un taller mecánico que llevaba puesta y respondió: —No. —La vida de esa mujer corre peligro. Si ha venido, tengo que saberlo. —No ha venido nadie —dijo él adoptando de pronto un gesto preocupado—. Aparte de una familia que llegó a medianoche, no ha habido movimiento. ¿Cómo es? Tracy no lo sabía. De todos modos, había empezado a observar, a través de las puertas de cristal, el motel de la otra acera. —Gracias —dijo antes de salir. Dio la vuelta a la camioneta en el estacionamiento y corrió a cruzar la calle. Uno de los vehículos que transitaban por los carriles que iban al norte pitó al verla aparecer ante él haciendo botar la rueda delantera izquierda en el bordillo. Tracy corrigió la dirección y entró en el otro motel. Un cartel indicaba que la recepción se encontraba a las espaldas del edificio. En el mostrador la saludó una señora fornida a la que faltaba un diente. Tracy le mostró la placa. www.lectulandia.com - Página 290
—Busco a una mujer que debió de llegar sola hace una hora. Puede ser que pidiera una habitación de las de atrás por tener intimidad. —Sí —dijo la recepcionista con acento de Europa del Este—. Hace cuarenta y cinco minutos. —¿Qué habitación? —La 27. —Necesito entrar allí. La mujer tomo una tarjeta de plástico que pendía de un gancho mediante un cordón. —Venga, que la llevo. Tracy la siguió. La mujer se movía con agilidad para su tamaño. Subieron con rapidez la escalera exterior y giraron a la izquierda al llegar al rellano de la segunda planta. Tracy se fijó en los números de las puertas: 24, 25, 26… Cuando llegaron a la 27, la mujer fue a llamar, posiblemente por costumbre, antes de que pudiese detenerla. La inspectora le quitó la tarjeta y la pasó por la cerradura. Se encendió una luz roja. Dio la vuelta a la tarjeta y lo intentó otra vez, pero el piloto volvió a ponerse rojo. —Despacio, despacio. —La recepcionista tomó la tarjeta y la pasó. El sensor se puso verde. —Quédese detrás de la pared —le dijo Tracy. Abrió la puerta con el brazo sano y después asió la pistola. En la cama había una mujer incorporada, con la sábana subida hasta la barbilla y los ojos abiertos de par en par. A su lado descansaba una bolsa y una colección de juguetes sexuales. —¿Dónde está? Ella señaló al cuarto de baño. Tracy se colocó a un lado de la puerta y alargó el brazo para tomar el pomo. Estaba cerrada. Llamó una vez y vio que era hueca. —Policía. Abra. Al no oír movimiento, dio un paso atrás y asestó una patada al pomo antes de volver a colocarse tras el muro cuando se hundió la puerta. No se oyó disparo alguno. Dentro solo había un hombre que gritaba: —¡Está bien! ¡Está bien! Tracy giró en torno al marco de la puerta y apuntó. El hombre estaba agazapado en la bañera, desnudo y con las manos en alto como un niño que pide clemencia ante la tanda de azotes que se le viene encima. —Lo siento. Lo siento.
No era el Cowboy. Había vuelto a hacer la cama, eliminado cada arruga de la colcha y doblado con cuidado las prendas de ella antes de ponerlas en una esquina. A www.lectulandia.com - Página 291
continuación se había sentado a ver sus dibujos animados. «Haz las tareas de la casa y podrás ver tus dibujitos». Miró el reloj y sacó un cigarrillo del paquete. —¿Fumas? Es una costumbre asquerosa, pero tiene sus utilidades. —Otra frase memorable. Iba a tener que apuntarla para que no se le olvidase. Raina murmuró algo que hizo ininteligible la mordaza que tenía en la boca. Sin el Rohypnol estaba más alerta, más atenta. Tenerla sometida y atada presentaba no pocas ventajas. Era como una función improvisada y, por el momento, la descarga de adrenalina era increíble. Encendió el cigarrillo, se inclinó hacia delante y posó la punta en la planta del pie de ella, que tenía mirando hacia arriba. Ella dio un respingo y apretó el nudo. Al sentir el lazo estrecharse alrededor de su cuello, abrió los ojos de par en par. ¡Dios! Le encantaba que abrieran así los ojos. Era como ver en lo más profundo de su alma, revelar quiénes eran de verdad sin pretensiones, maquillaje ni vestidos. Desnudas y sin adornos. Putas. Ella gimió mientras la piel se enrojecía y echaba humo. Los músculos de las piernas se le crisparon y él tuvo la sensación de que aquella iba a ser rápida. Quizá demasiado: no era eso lo que quería. Tal vez no necesitara los cigarrillos. Tomó la cuerda tendida a lo largo de su columna y tiró de ella hacia su cabeza para aligerar cierta tensión. —¡Chist! —dijo—. Relájate. Relájate y respira. Así. ¿Mejor? Ahora, disfruta del capítulo. Este es uno de mis favoritos y no me gustaría que te lo perdieses.
Tracy salió corriendo de la habitación al rellano de la segunda planta. Desde allí se veían mejor los dos sentidos de la Aurora Avenue. El siguiente motel estaba al norte, a mitad de la manzana que tenía delante. Los escalones se agitaron y la barandilla de hierro traqueteó mientras se abalanzaba escaleras abajo, apenas consciente de los rostros que la observaban desde detrás de las cortinas de las ventanas. Sin molestarse siquiera en cerrar su vehículo, echó a correr hacia la calle. Se detuvo al llegar al bordillo para evaluar el tráfico y a continuación cruzó a la carrera, esquivando por poco una camioneta. El conductor la miró como si estuviera loca. Un automóvil del carril contiguo hizo sonar con estrépito la bocina mientras frenaba de golpe. —¿Adónde vas, guapa? —gritó uno de los ocupantes. Tracy saltó por encima del capó. Llegó a la acera balanceando un brazo y con el otro pegado al cuerpo para atenuar el dolor. Siguió las indicaciones para llegar a la recepción y tiró de la puerta de cristal, que se sacudió sin abrirse. Soltó un reniego y golpeó el cristal con fuerza. Entonces reparó en el timbre que había a la derecha y una tarjeta del tamaño de las de visita en la que podía leerse: «Después de la 1:00 a.m., pulse». Llamó y se acercó al cristal tintado ahuecando las manos para ver el interior. De www.lectulandia.com - Página 292
detrás de un muro apareció un hombre descalzo en camiseta y abrochándose los pantalones cortos, que corrió a abrir cuando Tracy pegó la placa a la puerta. —Estoy buscando a una mujer —dijo ella aún sin aliento—. Debió de llegar hace una hora u hora y media y tuvo que pedir una habitación para una hora o dos. —¡Eh! Yo la conozco: usted es esa inspectora que ha salido en las noticias y que buscaba a un asesino en serie. ¡El Cowboy! —¿Ha venido alguna mujer en la última hora más o menos? —Tengo entendido que al fulano lo atraparon al final, ¿no? —Escúcheme, por favor: está en peligro la vida de una joven y necesito encontrarla. ¿Ha alquilado alguna habitación a una mujer…? —Sí, sí, ha venido una mujer —respondió él aturdido—. Hace una hora, más o menos. Bajita. Rubia. —¿A qué habitación? —No… No lo recuerdo. Lo… lo tendría que mirar. —Hágalo. —Tracy lo siguió hasta la parte de atrás del mostrador, llena de papeles, notas adhesivas y secciones sueltas de periódico. El hombre se puso a revolver aquel desorden. —¿En qué habitación está? —insistió ella. —No… No lo… —Se dio la vuelta para seguir buscando frenético entre los papeles que se acumulaban también a su espalda—. ¡Aquí! En la 17: está en la 17.
Las piernas le habían empezado a temblar. Tenía los músculos tensos como cuerdas de arco bajo la piel brillante por el sudor mientras se afanaba en mantener la postura y no tensar la cuerda. No iba a tardar en desmoronarse. —Mira este —dijo él—. El pájaro es un halcón, de modo que, aunque ni siquiera tiene la décima parte del tamaño del gallo, este sigue siendo su presa. Es cuestión de instinto. No puede evitarlo: está programado para matarlo, porque… En fin, porque es así. Bajó el extremo encendido del cigarro a la planta ampollada de su pie y lo presionó con fuerza contra una zona que ya había quemado. Ella se tensó y gruñó, aunque lo amortiguó la mordaza. Extendió las piernas y, de pronto, empezó a dar espasmos. Él presionó más aún la punta al rojo vivo del pitillo y las contracciones de ella se volvieron más violentas. De su garganta brotó un gorjeo al mismo tiempo que de debajo de la cuerda surgía un hilo delgado de sangre. No iba a aguantar hasta el final del capítulo. —¿Quieres saber cómo acaba? —le preguntó.
Tracy volvió corriendo al exterior tan pronto arrebató la llave al encargado. Era de las www.lectulandia.com - Página 293
antiguas, con dientes. Recorrió las puertas del edificio con la mirada y fue a posarla en una situada al final y metida en un hueco que se abría tras una señal de salida. Aquella era la que buscaba. Apenas era consciente de que la seguía el recepcionista mientras atravesó a la carrera el estacionamiento. Del interior de la habitación llegaba parpadeante el fulgor de la televisión a través de la cortina de la ventana. Pegó un oído a la puerta y oyó música. Metió la llave sin hacer ruido, giró el pomo y empujó la hoja, que se resistió: el Cowboy había echado el pestillo interior. Sacó la Glock y dio un paso atrás. Apuntó, disparó y abrió la puerta de una patada. Él estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y tenía un cuchillo dentado de quince centímetros apoyado en la garganta de la joven, que seguía atada y a punto de ahogarse. Tracy apuntó. —Deja el cuchillo, Nabil. El jefe de sala del Pink Palace sonrió. —Para que puedas disparar en cuanto lo haga. Tracy miró al encargado del motel, que seguía de pie en el exterior y echó a correr en dirección a la oficina. —Suéltala, Nabil. —No puedo —dijo—. La función no ha acabado todavía. Nunca puede dejarse a medias una interpretación. La inspectora dirigió la vista al televisor, en el que se reproducía un episodio de Bugs Bunny, y a continuación a la mujer, cuyo pecho se agitaba con impulsos rápidos. De su boca escapaban sonidos sibilantes a través de la mordaza, que parecía estar empapada en saliva. —Quítale por lo menos eso para que pueda respirar. —¿Cómo me ha encontrado, inspectora? ¿Cómo lo ha sabido? —Kotar no daba señas de estar preocupado ni asustado. Hablaba con voz pausada, sin altibajos. Tomó la cuerda y alivió parte de la tensión. La joven respiró con más calma. —Gracias al agente que te hizo parar y al que dijiste que estabas buscando a un gato perdido. Kotar sonrió. —Angus, el gato. Me dijo que tenía una hija que se sentiría destrozada si perdía el suyo. Hasta se llevó una de las octavillas. ¿Qué hizo? ¿Llamó al número? —Fue a la casa. Él soltó una risita. —Topé con un buen samaritano. ¡Vaya! Nunca me lo habría imaginado. ¿Cómo no informan los periódicos ni las cadenas de esa clase de noticias? Parece que lo único que quieren últimamente es criticar su trabajo. ¿No se cansa? —Sí —respondió, consciente de que tenía que lograr que siguiera hablando y no www.lectulandia.com - Página 294
perdiese la calma. Tenía la sensación de que debía dejar que creyese que aquel era su espectáculo. Sin dejar de apuntarlo, preguntó—: ¿Puedo sentarme? —En la cama no, que la acabo de hacer —pidió él—. Use la silla. Ella retiró la silla del escritorio y la puso en el umbral para que la pudieran ver desde el estacionamiento. Fuera seguía cayendo la lluvia. —Es muy duro, ¿verdad? —dijo Kotar—. Uno hace su papel y los críticos no quieren más que desacreditarlo. Ese zorrón rubio de Channel 8 la tiene tomada con usted. —Eso parece, ¿verdad? Tracy movió el brazo con una mueca de dolor. —Lo he leído en la prensa —dijo Kotar—. ¿El hombro? —La clavícula. —Eso tiene que doler. —Más de lo que te imaginas para un hueso tan pequeño. La mujer miró a Tracy con gesto suplicante. —¿Por qué no la sueltas, Nabil? —No puedo. No puedo parar. —Pues ya lo has conseguido antes. —¿Cómo lo sabe? —Porque mataste a Beth Stinson hace ya casi una década. Kotar sonrió. —Es usted buena. Muy buena. —Pues estoy pensando en dejarlo —dijo, preguntándose por qué tardaban tanto en enviar refuerzos y si el encargado habría llamado o no al 911. Buscó un hueco en el que disparar. —¿Por qué iba a dejarlo? —Porque estoy harta de tanta imbecilidad, Nabil. De los mecanismos del poder. —Sé lo que se siente. Yo dejé de actuar por lo mismo. ¿Y a qué se va a dedicar? —A la enseñanza. —Eso también lo había leído. ¿Qué era? ¿Biología? La mujer empezó a ahogarse y a dar arcadas. Kotar, contrariado por la interrupción, aflojó un tanto más el nudo y ella pareció recobrar el aliento. —Química. —No debería dejarlo. Si lo hace, ganarán esos imbéciles. —Quizá. ¿Y tú? ¿Qué harías si no estuvieras de encargado de un club nocturno? —Eso es fácil: sería actor. —¿En serio? ¿De cine? —A veces. Pero volvería al teatro. Esa es mi pasión. —¿Eras bueno? —Sí, tenía una facilidad tremenda para meterme en el personaje, ¿sabe? El director decía que era muy real, muy convincente. www.lectulandia.com - Página 295
—¿Cuál era tu papel favorito? —Otra pregunta fácil: McMurphy, de Alguien voló sobre el nido del cuco. —Buen papel. —Sí, estaba convencido de que iba a ser el que catapultase mi carrera. —¿Y qué pasó? La mujer parecía más calmada. —Que me jodieron, eso pasó. Los Ángeles es una mierda: allí todo es un fraude. Hay que estar en lo más alto para ganar dinero. Ahora tengo que trabajar de noche para pagar mis facturas. ¿O no? —Tienes razón. —Miró por la ventana, pero seguía sin ver refuerzos. Recordó que Santos le había dicho que algunos asesinos creaban toda una escena en su cabeza y se preguntó si Kotar no consideraría que aquella era la de su vida—. Pues ahora tienes que decidir algo más, Nabil. —¿De veras? ¿Qué? —Cómo quieres que te recuerden. —¿Lo dice para apaciguarme, inspectora, o solo está jugando con mi enorme ego? Eso es lo que dicen en los libros sobre asesinos en serie. ¿No lo ha leído? Todos tenemos un ego descomunal. —No tenía ni idea, Nabil. Apenas me da tiempo a leer nada. Lo estaba viendo desde un punto de vista mucho más práctico. ¿Quieres salir de aquí teniendo la opción de contar tu historia al mundo y, quizás, hacerte famoso como Bundy? Kotar sonrió y miró al televisor. —¿Y si soy yo quien te dice cuándo se ha acabado el espectáculo? Ya no queda mucho.
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CAPÍTULO 59
Los vehículos de la policía y el furgón del SWAT llegaron al fin y llenaron como un enjambre el estacionamiento. Los agentes se desplegaron por toda la planta baja y la primera. Comenzaron a vaciar las demás habitaciones sacando del edificio al resto de clientes asustados. Las luces de los coches patrulla teñían todo de un azul y rojo intermitente. Tracy se puso en pie y caminó hacia la puerta con la pistola y la mirada apuntando aún a Kotar. —Tracy Crosswhite, inspectora de homicidios de la policía de Seattle —gritó—. La escena es mía. Díganles a todos que no hagan nada. —Su escena magistral, inspectora —dijo Kotar—. Eso es. —En realidad, Nabil, yo no soy más que una actriz secundaria. El papel protagonista es tuyo. —Señaló la puerta con un movimiento de cabeza—. Los actores que no están aquí vienen de camino. Vas a tener pendiente a toda la prensa. Como si hubiese estado esperando a que le diese el pie, oyó el zumbido martillador de las alas del helicóptero. Un foco iluminó el estacionamiento y los ojos de Kotar se dirigieron a la ventana. —Ya están aquí los de las noticias —anunció Tracy. Él sonrió. —Luces, cámara, acción. —El público espera, Nabil. ¿Qué clase de representación le vas a ofrecer? — Estaba improvisando con la esperanza de que Kotar no hubiese concebido una escena final en la que todos acabaran muertos. Lo dudaba: tenía la impresión de que prefería los aplausos y los galardones. Kotar comenzó a cantar entre dientes. Ella no reconoció al principio la melodía hasta que, de pronto, hizo saltar en su interior una parte de su infancia. Bugs Bunny: estaba cantando la música de cabecera de los dibujos animados. —Nos la sabemos de memoria —dijo Kotar. —Bugs Bunny. Él arqueó las cejas. —¿La conoce? —¿Estás de broma? Mi hermana y yo lo veíamos juntas todos los sábados por la mañana. —¿Sí? —Kotar se quedó pensativo—. He oído hablar de lo de su hermana. Ese tipo parecía un psicópata de los de verdad. —Lo era. —Y usted lo mató de un tiro. —No me dio otra opción, Nabil, pero esta situación es totalmente distinta. —¿Por eso está haciendo todo esto? ¿Por eso se preocupa tanto? ¿Por lo que le www.lectulandia.com - Página 297
ocurrió a su hermana? —Podría ser —reconoció ella—. Nunca me he parado a analizarlo. —¿Porque es demasiado doloroso? —Tal vez. Kotar bajó la mirada y Tracy tuvo que resistirse al impulso de apretar el gatillo. No le cabía la menor duda de que podía alojarle una bala en el centro mismo de la frente, pero temía que él se estremeciera y le rebanase a ella la garganta. Él volvió a clavar en ella la vista para decir: —No pudo usted evitarlo, ¿verdad? Que hiciera lo que hizo. Quiero decir, que no puede culparse de lo que le ocurrió a su hermana. —Eso es muy fácil de decir. —No —dijo él con cierto tono de crispación—. No lo entiende. —Pues explícamelo, Nabil. —Él tenía que hacerlo. Tenemos que hacerlo. Por lo tanto, tampoco es culpa nuestra. Es así y ya está. Yo soy así. Nos han hecho de esa forma. —Kotar miró a la muchacha y a continuación a Tracy. La señaló con un movimiento de mentón—. ¿Se le está cansando el brazo de sostener esa pistola, inspectora? —El hombro, más bien. —Los músculos empiezan a acumular ácido láctico hasta que al fin se agarrotan. El único modo de aliviar el dolor consiste en cambiar de postura, en tensar y destensar los músculos. —¿Has desarrollado ese sistema tú solo? —Con el tiempo. —¿Y tu brazo cómo está? —preguntó ella—. ¿Te ha empezado ya a pesar? ¿Qué te parece si cortas la cuerda y bajas el cuchillo para que yo pueda bajar la pistola y salgamos todos juntos de aquí? —Y el estado me condena a muerte. —¿De aquí a veinte años? —Tracy meneó la cabeza—. ¿Sabes cuántos abogados van a querer representarte solo por la fama, por tener la ocasión de decir que han tenido como cliente al Cowboy? —Ese nombre me encanta, por cierto. ¿Se le ocurrió a usted? —No, a mi compañero, pero los que le sacaron provecho fueron los medios de comunicación. —Kinsington Rowe. Eso sí que es un nombre. —Kotar echó atrás la cabeza para apoyarla en la pared, con un gesto que, de pronto, le pareció de extenuación—. De todos modos, voy a morir. Ahora o a la vuelta de veinte años. —Nadie va a salir de aquí con vida, Nabil. Kotar dejó escapar una risita y se incorporó. —Me gusta: una frase muy buena para el teatro. Nadie va a salir de aquí con vida. Es muy buena. ¿Quién la dijo? —No lo sé. www.lectulandia.com - Página 298
—¿Fue en el cine? —Lo dudo. —Nadie va a salir de aquí con vida —repitió. Parecía estar saboreando cada una de las palabras. —Pero no tiene por qué ser hoy. —Pero no tiene por qué ser hoy —dijo con una sonrisa aún más amplia—. Nadie va a salir de aquí con vida, pero no tiene por qué ser hoy. —Miró a Tracy, más animado de pronto—. ¿Y qué me dice de usted, inspectora? Podría ser una heroína. Podría ver reparada su reputación: la inspectora que mató al Cowboy. —Yo ya he tenido mis quince minutos de fama, Nabil. La verdad es que eso está sobrevalorado. Él se echó a reír. —Esto parece un guion, inspectora. Es usted muy buena. ¿Ha hecho teatro alguna vez? —¿Yo? Me muero de vergüenza si tengo que hacer algo delante de mucha gente. —¡Qué va! Eso es la adrenalina. Ahí está la gracia. Es como la vida misma. Puede ocurrir cualquier cosa. ¿Cree que algún día querrán escribir un guion sobre nosotros, sobre este momento? —No me extrañaría: parece que a los escritores les va este tipo de cosas. A los de Hollywood también. Seguro que quieren entrevistarte. Para conocer tu punto de vista. Kotar estaba ilusionado como un niño. —¡Sería una escena espectacular! ¿Verdad que sí? ¿Quién cree que interpretará a su personaje en la película? —¿El mío? Ni idea. —Charlize Theron —dijo él. —No seas adulón, Nabil. —No, en serio. Me lo estoy imaginando: ella es alta, como usted, y de constitución atlética. Y usted es una mujer hermosa. ¿Sabe lo que decía Nash de usted? —Prefiero no saberlo. —Decía que habría sido una bailarina de campeonato, que tiene piernas para ello. —Eso no me suena mucho a Nash. —Es verdad, he omitido la parte más vulgar. —Te lo agradezco. —Ahora le toca a usted. ¿Quién haría mi personaje? Tracy no tenía la menor idea, pero quería seguirle el juego, porque tenía aún la esperanza de convencerlo de que podían salir juntos de aquella habitación. —Pues no sé. —Miró a la joven, que tenía los ojos cerrados, el rostro contraído en una mueca y las piernas temblorosas—. Hace mucho tiempo que no voy al cine. —Yo estaba pensando en Rami Malek. Tendría que ir al gimnasio, eso sí, para ganar unos diez kilos de músculo. www.lectulandia.com - Página 299
—No sé quién es. —¿En serio? Aparece en una de las de Crepúsculo y en Noche en el museo. —Esas me las he perdido. —Trabaja usted demasiado. Tiene que tomarse más tiempo libre. —Últimamente has sido tú quien más ocupada me ha tenido. ¿Te importa si me vuelvo a sentar? Kotar la invitó a hacerlo con un movimiento de la mano que tenía libre. Tracy tomó asiento. Se estaba quedando sin temas de conversación y tenía la sensación, ahora que los dibujos animados llegaban a su fin, de que no tenía mucho tiempo. Las luces azules y rojas seguían girando. —Mi primera opción habría sido Woody Harrelson, pero se está haciendo demasiado viejo. —Esa sería una buena opción —convino—. Entonces, ¿qué me dices? ¿Estás dispuesto a salir ahí conmigo y vivir lo suficiente para ver quién va a ser tu doble en la gran pantalla?
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CAPÍTULO 60
Johnny Nolasco dejó su Corvette en la acera y se apeó de inmediato. Las furgonetas de la prensa estaban ya alineadas en el bordillo y las cámaras habían empezado a grabar. Sobre sus cabezas se cernía un helicóptero de noticias que sumaba al ruido ensordecedor de sus aspas la intensidad de un foco cegador. Las radios de los coches patrulla escupían su parloteo incesante. El capitán enseñó la placa a uno de los agentes que trataban de contener a la muchedumbre y gritó para hacerse oír sobre el ruido del helicóptero: —¿Quién está al cargo de la escena? El interpelado señaló a un hombre de pecho fuerte y grueso que espetaba órdenes en medio de aquella vorágine. Nolasco se acercó a él para presentarse. —Michael Scruggs —dijo el otro—, del SWAT de Seattle. —¿Cuál es la situación, sargento? —Capitán —corrigió Scruggs—. Se trata de una inspectora de su comisaría: Tracy Crosswhite. Está tratando de manejar una situación con una rehén. Hay un hombre en la habitación que ha retenido a una mujer a punta de cuchillo. Nos ha dicho que esperemos. —Llame por radio y haga que saquen de aquí ese helicóptero. —Ya lo he hecho. Con una noticia así, la cadena de televisión va a preferir pagar la multa. Si quiere usted probar, siéntase como en su casa. —¿Y el equipo de negociadores? —preguntó Nolasco. —Acaba de llegar y va camino de la puerta. Nolasco se abrió paso entre la multitud en dirección a la habitación. Aunque se mantuvo a una distancia considerable, el lugar se encontraba iluminado como si fuera de día. En el umbral, sentada en una silla, estaba Tracy Crosswhite. —Inspectora —la llamó. Tracy no volvió la cabeza. —Dígame, capitán. —¿Cuál es la situación? —Tengo a un cowboy delante de mí. Nolasco oyó una segunda voz, masculina, corregirla en voz alta: —A un cowboy no: al Cowboy. —Pues tengo al Cowboy. Nolasco sintió que se le revolvía el estómago. —Están aquí los del HNT. —De momento estamos bien —repuso ella—: nos hemos puesto a charlar de libros y películas. —¿Necesitas que traigamos algo? ¿Agua mineral? www.lectulandia.com - Página 301
—Que no entre nadie —gritó el hombre. —Ya le digo que estamos bien, capitán. —Que no entre nadie —repitió Kotar incorporándose y recolocando el cuchillo. La mujer gimió. —Calla —le ordenó él. —Tranquilo —dijo Tracy—. No va a entrar nadie, Nabil. Supongo que preferirán matarnos de hambre hasta que nos rindamos. Él pareció relajarse, aunque estaba sudando con profusión. —¿Qué es el HNT? —El equipo de negociadores que entra en escena cuando hay rehenes. —Eso son palabras mayores, ¿no? Tracy miró los dibujos animados. No tenía la menor idea de cuánto iba a durar el episodio, pero, por lo que recordaba de su infancia y por lo que podía deducir acerca del tiempo que es capaz de mantenerse concentrado un niño, estaba convencida de que en total no debían de ser más de quince minutos. Kotar supo interpretar su mirada. —Ya solo quedan unos minutos —dijo con calma, tal vez haciéndose cargo de la realidad del brete en que se hallaba—. ¿Usted no tiene la formación necesaria? —¿Para esta clase de situaciones? En realidad, no. He hecho ejercicios de intervención en momentos críticos, pero no es lo mismo. —Pues, si mi opinión sirve de algo, creo que está usted haciendo un trabajo magnífico. —¿Sabes, Nabil? Esta es una de esas situaciones en las que el resultado final dice mucho de cómo lo he hecho. —Supongo. —Volvió a guardar silencio. —¿Por qué las atas? —No quiero hablar de eso. —De acuerdo. ¿Por qué tienen que ser bailarinas? Después de unos instantes, en los que dio la impresión de estar pensando cómo responder o decidiendo si lo hacía, dijo: —Porque ella bailaba. —¿Quién? —Mi madre. Me dejaba solo de noche con los dibujos animados y, si no me portaba bien o no limpiaba el apartamento, me pegaba con un cable eléctrico o me ataba a una silla. —¿Qué fue de ella? Kotar apoyó la cabeza en la pared y clavó la mirada en la cortina. —La estrangularon. —Lo siento —dijo Tracy—. ¿Llegaron a descubrir quién lo hizo? Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza. —Uno de los fulanos a los que traía a casa. www.lectulandia.com - Página 302
Tracy no pudo menos de preguntarse si Beth Stinson había sido de verdad su primera víctima. —Vaya. Lo siento. —Pues no lo sientas. —Kotar apretó el cuchillo contra la garganta de la joven. El dedo de Tracy se tensó sobre el gatillo, pero algo la impulsó a no disparar. Él sonrió. —¡Qué autodominio, inspectora! Ella hacía lo posible por parecer calmada. Tenía el corazón acelerado y la estaba asaltando la sensación de que aquello no iba a acabar bien. Volvió a mirar al televisor. —Corta la cuerda, Nabil. Vamos a salir juntos de aquí. Los ojos de él también se clavaron en la pantalla. —Se acabó —dijo Kotar—. El episodio termina aquí. En efecto, apareció Porky partiendo la membrana de papel de un bombo para despedir el capítulo. —¡Eso es to…! ¡Eso es to…! —tartamudeó Kotar con él—. ¡Eso es todo, amigos! Y, a continuación, levantó el cuchillo.
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CAPÍTULO 61
Nabil Kotar cortó la cuerda de un tajo. Las piernas de la mujer se desplomaron como movidas por un resorte y golpearon el suelo con un ruido sordo. La cabeza cayó hacia delante como la de una muñeca de trapo. Tracy disminuyó la presión sobre el gatillo. Unos milímetros más y le habría metido a Kotar una bala entre los ojos. Él empujó a la mujer para apartarla de sí haciéndola rodar. Ella cayó bocarriba, con los tobillos y las muñecas aún atados, entre jadeos y ataques de tos. Kotar dejó el cuchillo sobre la moqueta y apoyó la cabeza contra la pared, debajo justo del cartel de no fumar. Levantó la vista para mirar a Tracy con ojos cansados y le dedicó una sonrisa. Tracy respiró hondo por primera vez desde el momento en que había entrado en la habitación. —Tengo que esposarte, Nabil. Él asintió con la cabeza y su sonrisa cambió a un ceño de resignación. —Lo sé. Tracy lo llevó hasta la puerta con las manos a la espalda. Aunque había cesado la lluvia, el pavimento seguía conservando un brillo que lo hacía semejante a la superficie de una masa de agua. —¿Ha visto usted Rambo: acorralado? —preguntó él. —De Sylvester Stallone, ¿no? —Esa era una de las películas favoritas de Kins. —¿Recuerda la escena en la que sale acompañado de su comandante y tiene ante él un montón de coches patrulla, con todos los policías esperando la ocasión de matarlo? —Yo no voy a dejar que pase eso, Nabil. —De pronto la asaltó el miedo a que aquella fuese una escena de suicidio. —Solo estaba pensando que la situación es muy similar. —Todo va a pasar tal como lo hemos planeado. ¡Vamos a salir! —gritó a los que estaban fuera—. Necesito paso libre y un coche patrulla con la puerta trasera abierta. —Miró a Kotar—. ¿Algo más, Nabil? ¿Quieres que te suba la capucha de la sudadera? Él la miró, pero solo un momento antes de volver la cabeza para contemplar a la multitud de agentes de policía de uniforme, de paisano y vestidos con el equipo táctico del SWAT. —¿Está de broma? —Sonrió—. Yo nací para interpretar esta escena. Uno de los agentes apostados en el exterior repitió las órdenes de Tracy. Empezaron a oírse motores y los vehículos policiales dieron marcha atrás y salieron hacia delante para dejar el paso despejado en el estacionamiento a uno solo, que tenía www.lectulandia.com - Página 304
la puerta de atrás abierta. Tracy vio a los del SWAT tumbados en el rellano de la planta segunda y el tejado con los fusiles apuntando a la puerta. Por más que quisiera creer que Nabil Kotar se había rendido, que era inofensivo con las manos esposadas a la espalda, una parte de ella seguía temiendo que el detenido estuviese haciendo realidad una película y tuviera en mente un final de dramatismo paradójico de los que dan que pensar. Podía imaginarlo concibiendo un aciago desenlace de película de acción fatal para ambos. —Tal como lo hemos planeado. ¿De acuerdo, Nabil? Despacio y sin sobresaltos. Nada de movimientos bruscos. Déjame que te guíe yo. Caminaremos directos hacia el coche y yo te ayudaré a acceder al asiento trasero. ¿Está claro? —Clarísimo: somos muy buenos —dijo, dirigiendo la mirada a izquierda y derecha. —¡Vamos a salir! —gritó mientras lo tomaba de la manga de la sudadera para llevarlo hasta la puerta. Nabil dio tres pasos y se detuvo de improviso. —Espere. Tracy alzó la mirada hacia los tiradores de precisión. —No hay prisa, Nabil. Esta escena es tuya. —¿Estoy bien? —Muy bien, inigualable. El foco del helicóptero fue a posarse sobre ellos y la inspectora percibió las gotas de sudor que corrían por la cara de él. —Ahora, sin prisa, pero sin pausa —dijo. Echaron a andar de nuevo en dirección al automóvil. Ella lo miró para asegurarse de que no tenía un ataque de pánico. Kotar estaba sonriendo. —¿Cómo era esa frase que me ha gustado tanto? La que ha dicho en la habitación. —¿La de que nadie va a salir de aquí con vida? —Sí, esa. —Se detuvo en el preciso instante en que llegaban al coche patrulla y miró las cabezas de la multitud. A Tracy no le cabía la menor duda de que, en su imaginación, se hallaba de pie en un escenario, mirando al auditorio. Proyectó la voz como si fuera un actor en una representación callejera. —Nadie va a salir de aquí con vida —dijo—, pero no tiene por qué ser hoy. —A continuación se volvió hacia ella—. ¿Cómo he estado? —Lo has clavado —aseveró la inspectora—. Fundido en negro. Le posó la mano en la coronilla y lo ayudó a introducirse en el asiento de atrás. Cuando él acomodó las piernas, Tracy cerró la puerta. Solo entonces sintió que se le relajaba el cuerpo y la empezaba a abandonar la tensión. Solo entonces reparó en la magnitud de la respuesta. El estacionamiento estaba atestado de coches patrulla del cuerpo de policía de Seattle y furgones del SWAT, de ambulancias y camiones de www.lectulandia.com - Página 305
bomberos. El personal sanitario entraba y salía de la habitación para atender a Raina. Sobre sus cabezas, al primer helicóptero habían ido a sumarse dos más pertenecientes a la prensa y otro de la policía. Los medios de comunicación habían invadido la calle, que tenían iluminada con profusión. Johnny Nolasco fue a su encuentro para pedir cuentas: —¿Qué diablos ha ocurrido? ¿Cómo has acabado en esta situación? En aquel momento no estaba de humor para aquello. —Haciendo mi trabajo. —Pero ¿no te había puesto a hacer labores administrativas? Tracy dio un paso hacia él. —Apártese, capitán, tengo que fichar a un sospechoso. —Esto todavía no ha acabado. Estaban frente a frente, tocándose casi. —Sí que se ha acabado. ¿Recuerda que me preguntó cómo pensaba que iba a terminar este asunto? Pues creo que nada bien para usted, capitán. —Yo tenía pruebas sólidas. —Eso dígaselo a la mujer y a la hija de David Bankston. Abrió la puerta del copiloto y estaba a punto de entrar cuando vio a Izak Casterline de pie entre los demás agentes. Él la saludó con un movimiento sutil de cabeza que ella le devolvió antes de meterse y cerrar. El conductor dio marcha atrás para situarse y enfilar la salida. —Oiga, inspectora —la llamó Nabil Kotar desde el asiento de atrás. —Dime, Nabil. —Tengo la primera frase del libro. ¿Quiere oírla? —Claro. —El Cowboy tenía que matar, matar el tiempo. ¿Qué le parece? «Ya no —pensó ella—. Por suerte, ya no». —Me parece que vas a tener mucho tiempo para refinarla.
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CAPÍTULO 62
La detención de Nabil Kotar, el Cowboy, ocupó la primera plana de los periódicos bastantes días, aunque no es que Tracy leyera los artículos ni viera los reportajes que dedicó la prensa al caso. Tal como había ocurrido con el infierno que había sufrido en Cedar Grove, tuvo bastante con haberlo vivido como para, encima, poder desear leer sobre el asunto. Dan se ocupó de mantenerla informada compartiendo con ella lo sustancial. Los periodistas no se cansaban de hablar de ello: escribieron sobre Beth Stinson y la investigación que había culminado en la condena improcedente de Wayne Gerhardt; sobre el día en que Gerhardt había comparecido ante un tribunal del condado de King y el juez había ordenado su puesta en libertad, y sobre el despropósito de la orden de registro que se había ejecutado en el domicilio de David Bankston.
La curiosidad relativa a lo que podía haber llevado a este último a conducirse de tal modo había llevado a Tracy a pasar una tarde con Amanda Santos, a quien había querido invitar a comer para ofrecerle sus disculpas, pues, aunque había mostrado no poco escepticismo ante la ayuda que podría brindar una experta en psicología criminal, tenía que reconocer que el retrato que les había dado del Cowboy había sido muy acertado y no menos útil. Se encontraron en el centro, en un restaurante tailandés escondido que frecuentaban Kins y ella en Columbia Street, debajo del viaducto. Santos llamaba la atención hasta con el atuendo informal de unos vaqueros y una cazadora de cuero. Mientras tomaba té verde servido en una taza diminuta de porcelana, le ofreció su teoría relativa a Bankston. —Los acosadores desean interactuar con la persona a la que han convertido en objeto de su deseo. Lo que pasa es que no siempre saben cómo. En esta clase de situaciones, en las que la persona se obsesiona no con una persona a la que conoce, sino con una fantasía, es frecuente que se sienta demasiado intimidado como para acercarse a ella o mantener cualquier tipo de contacto. Para David Bankston, tú eras más que Tracy Crosswhite: te habías convertido en el personaje que presentaban las noticias, de modo que lo que hizo fue tratar de dar con un modo de formar parte de la vida de esa persona. —Por eso coleccionaba todos los artículos del periódico y notas relativas a la investigación. Santos posó su taza en la mesa de formica de diseño clásico. De la angosta cocina que tenían a sus espaldas, abierta al público, llegaban las órdenes que daba una mujer a voz en cuello y el sonido metálico de ollas y sartenes mientras el vapor desdibujaba www.lectulandia.com - Página 307
las facciones de dos cocineros que se movían como en una coreografía. —Si tengo que hacer alguna conjetura, diría que veía al Cowboy como un competidor a la hora de atraer tu atención y pensaba que podía acercarse a ti si resolvía los crímenes o, cuando menos, se convertía en parte de ellos. Por eso iba a los lugares en que se habían cometido y se mezclaba con la multitud de curiosos para hacer fotografías: todo eso lo ponía más cerca de ti. —Entonces, ¿por qué me dejó el lazo en el campo de tiro? —Al ver que tú no correspondías a sus atenciones, o al menos a las que él entendía que te estaba consagrando, se desesperó y se volvió más arrojado. Una vez más, yo diría que lo hizo con la intención de que encontrases su ADN. A fin de cuentas, había recibido formación de policía: tenía que saber que era muy probable que ocurriese así. Aquella era su manera de llevarte hacia él. Sin embargo, la noche que te vio con tu novio, su obsesión cambió. A su parecer, tú lo habías traicionado a pesar de todo lo que estaba haciendo por ti. Los acosadores, en su mayoría, no suelen pasar de ser un incordio, hasta que el amor obsesivo se transforma en odio obsesivo. —¿Por eso decidió matarme y hacerme pasar por otra de las víctimas del Cowboy? —Eso parece. —¿Y lo del polígrafo? ¿Cómo lo explicas? —Creo que conocía tan bien todos los detalles más íntimos de los asesinatos que, en efecto, había acabado por convencerse de que conocía a las víctimas. Sin embargo, puede ser que esté equivocada: esta no es una ciencia exacta y esta clase de conjeturas es precisamente una de las cosas que nos dan a los criminólogos la mala reputación que tenemos. —Santos sonrió mientras volvía a llevarse a los labios la taza de té. Tracy dejó escapar una risita. —Sí, perdón. —Invítame y estamos en paz.
La prensa también había rescatado artículos antiguos y la ficha policial sobre la muerte de la madre de Nabil Kotar en un mísero apartamento de Boston. El hombre al que habían condenado, un viajante de comercio, había muerto dos años después de su ingreso en prisión. Curiosamente, a pesar de su disposición a hablar con toda clase de detalles acerca de las cinco bailarinas, Kotar se negó a hablar de este asunto y a admitir responsabilidad alguna en él. Santos decía que, en su fuero interno, el asesino estaba convencido de no haber acabado con ella como lo estaba de no haber matado a ninguna de las cinco mujeres. Estaba convencido de que eran ellas quienes habían acabado con su propia existencia por las decisiones vitales que habían tomado. Kotar dijo a Santos que quería a su madre y lo cierto es que hablaba de ella con afecto, pero, al mismo tiempo, odiaba a la mujer que llevaba hombres a casa de noche, www.lectulandia.com - Página 308
borracha y oliendo a cigarrillos. Aquella era a la que quería ver muerta, tal vez por pensar, en su demencia, que su desaparición liberaría de un modo u otro a su madre. Los medios escribieron también sobre Walter Gipson, el desdichado maestro al que se había referido Faz como «el hijo de perra con menos suerte de todo el planeta». Según contó a un periodista, el desenlace había hecho que, al fin, se sintiera con derecho a salir de su apartamento sin necesidad de evitar las miradas de los demás, aunque seguía culpando a la policía de la ruptura de su familia y de haber arruinado su vida. Su esposa no había regresado jamás ni en la universidad popular en la que trabajaba le habían querido renovar el contrato. —¡Sí que le han salido caras cuatro noches de sexo! —sentenció Kins. Tracy, que no profesaba ninguna simpatía a nadie que engañase a su cónyuge, repuso: —Eso es lo que pasa cuando uno decide entrar en el club de los idiotas. Lo que no transmitió la prensa fue la historia de cómo acabó Tracy Crosswhite en la habitación de aquel motel con Nabil Kotar. Los peces gordos le habían dado órdenes de mantenerlo en secreto —si bien ella no tenía la menor intención de hablar con los periodistas al respecto— y, por una vez, la noticia no llegó a filtrarse. Durante una reunión mantenida en privado con el jefe Clarridge, le reveló que nunca había tenido del todo claro que David Bankston fuese el Cowboy y que, cuando Izak Casterline le comunicó sus sospechas de que su encuentro con aquel conductor había sido mucho más de lo que parecía, se había decidido a comprobarlo. Al final, el joven agente había estado en lo cierto y Clarridge, cuyo puesto pendía de un hilo, no pensaba mirarle el diente a aquel caballo regalado ni tenía interés en atraer ninguna atención negativa a lo que los medios de comunicación consideraban fruto de una tenaz labor policial.
Tres semanas después del episodio de la habitación del motel, Tracy se encontraba esperando en la puerta contigua a la sala de prensa del cuerpo de policía de Seattle con Sandy Clarridge, Stephen Martínez, Andrew Laub y Billy Williams. Todos iban de uniforme de gala y Johnny Nolasco no se encontraba entre ellos. El jefe había pedido que prescindieran de él. Desde luego, en aquel momento, el capitán no tenía demasiado tiempo libre como para asistir a ruedas de prensa: la Oficina de Responsabilidad Profesional estaba estudiando de cerca la investigación relativa al asesinato de Beth Stinson y corrían rumores de que pretendía reabrir otros casos de Nolasco y Hattie. Dicho organismo había sometido también a escrutinio el malhadado asalto al domicilio de David Bankston. Tracy, sin embargo, no abrigaba la esperanza de librarse al fin de Nolasco. Aquel hombre era como un gato, cosa que no decía con la intención de ofender a dichos animales, sino porque estaba convencida de que aún le quedaban al menos varias vidas para atormentarla. —¿Ha repasado con alguien el guion de lo que hay que decir, inspectora www.lectulandia.com - Página 309
Crosswhite? —Sí, señor. Con Billy. —Pues cíñase a él y sea breve en el turno de preguntas. Tracy sonrió. —No se preocupe por eso, señor. Bennett Lee abrió la puerta y se inclinó para anunciarle: —Estamos listos. —Los hizo entrar y, cuando Tracy pasó a su lado, le dijo—: La sala está a rebosar. El estrado se hallaba un tanto elevada respecto a la multitud que ocupaba el espacio sin asientos. Las filas de delante se habían reservado a las familias de las víctimas de Nabil Kotar: madres, padres, abuelos y hermanos. Shirley y Lawrence Berkman estaban presentes, pero de Bradley Taggart no podía decirse lo mismo. Dan se encontraba en la segunda fila, con su traje gris de raya diplomática, contemplando a Tracy como un alumno de último curso del instituto que mirase a su novia en secreto, tratando de reprimir una sonrisa, y a su lado estaba Wayne Gerhardt. Los periodistas estaban sentados en las filas situadas tras las de las familias o de pie a lo largo de la pared del fondo. Tracy buscó sin éxito a Maria Vanpelt. Había oído por ahí que le habían buscado un sustituto en KRIX Undercover. Pegada al muro occidental se encontraba la docena aproximada de los integrantes de la unidad especial encargada del caso del Cowboy, incluidos Kins, Faz, Del y Ron Mayweather. Tracy había insistido en que debían estar presentes. El primero, a quien aquellas dos semanas en México lo habían dejado moreno y con un aspecto envidiable, la saludó sonriente inclinando la cabeza. Clarridge subió al estrado e hizo un gesto a Tracy para que se colocara a su lado. Las cámaras emitían su ronroneo característico y el destello de sus flashes. Clarridge fue breve en sus comentarios y elogió el valor, la fortaleza, el juicio y las dotes de negociación de Tracy antes de decir: —Si, por lo común, otorgamos la Medalla al Valor a los agentes que la merecen durante la ceremonia anual que se celebra en octubre, en esta ocasión no hay motivo alguno para esperar hasta entonces. Bennett Lee le entregó un estuche que parecía de joyería, que Clarridge abrió para mostrar la condecoración y su cinta a la prensa antes de sacarla y prenderla al uniforme de Tracy. Estrechó la mano derecha de la inspectora, quien se volvió con él hacia las cámaras. Ella hizo cuanto pudo por sonreír, aunque tanta atención hacía que se sintiera muy incómoda. Una vez que dejaron a los fotógrafos el tiempo necesario para cumplir con su cometido, el jefe le soltó la mano y le cedió la tribuna. Aquel era el momento que tanto había temido. Se aclaró la garganta, que todavía le dolía a ratos, sobre todo cuando, como en aquel instante, la tenía seca. Aunque la declaración que había preparado descansaba en el atril, no bajó la mirada, pues sabía de sobra lo que quería decir. —Esta medalla pertenece a todos los agentes de la unidad especial del caso del www.lectulandia.com - Página 310
Cowboy, aquí presentes. Yo no estaría aquí ante ustedes de no haber sido por su dedicación y su profesionalidad. —Miró a las familias de las víctimas—. Su búsqueda incesante del Cowboy es lo que ha permitido hacer justicia a Nicole Hansen, Angela Schreiber, Veronica Watson y a Gabrielle Lizotte, así como a Beth Stinson. —Miró a sus compañeros y alzó el estuche—. Esta medalla es vuestra. Dicho esto, dio un paso atrás para dejar el sitio a Bennett Lee. —¿Hay alguna pregunta para la inspectora Crosswhite? —dijo él. La primera la formuló un periodista de The Seattle Times. —Inspectora Crosswhite, corren rumores de que podría usted estar pensando en retirarse. ¿Puede hacer algún comentario al respecto? Ella, tras un instante de reflexión, volvió a mirar a los parientes de las víctimas de Nabil Kotar. Sabía bien lo que significaba ver destrozada toda una vida por culpa de un psicópata perturbado. Había experimentado aquel dolor persistente y la culpa impotente y angustiosa que provocaba la sensación de no haber hecho nada por evitarlo. Conocía la magnitud del vacío que iban a tratar en vano de llenar. Y sabía que no estaba dispuesta a abandonarlos. Miró a Dan, quien debía de haberle leído el pensamiento, dado que, sin dejar de sonreír, respondió con un sencillo movimiento de aprobación con la cabeza. —Por el momento, soy policía —dijo—. Me dedico a esto. Los asistentes del fondo de la sala aplaudieron, con calma al principio y, después, con más fuerza y entusiasmo. Faz levantó una mano como quien alza una copa y los otros lo imitaron.
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EPÍLOGO
Tracy descargó el arma desde el puesto de tiro de madera, situado a algo más de veinte metros de distancia del lugar en el que pendía el blanco lleno de agujeros. Llevaba casi una hora disparando. La fractura de clavícula le había impedido hacerlo durante un mes, un mes que había pasado deseando volver al campo de tiro. Bajó la pistola, volvió a enfundarla, se quitó los auriculares y estaba a punto de recoger el blanco cuando oyó decir: —No está nada mal. A su lado vio a Katie Pryor con otra agente que también estaba observando a Tracy. Las dos llevaban blancos y cajas de munición y Pryor sostenía asimismo un rollo de cinta azul. —He oído que aprobaste el examen de aptitud —dijo la inspectora. —Gracias a ti —respondió ella antes de volverse para hacer las presentaciones—. Te presento a la agente Theresa Goetz. Está teniendo ciertas dificultades con su puntería. —Pues estás en buenas manos —dijo Tracy a la desconocida. Pryor sonrió. —Me ha preguntado para qué queremos la cinta y le he dicho que lo va a averiguar enseguida. Tracy le devolvió la sonrisa. —Ten por seguro que sí. —¿Te importa quedarte con nosotras y darle algún consejo? —preguntó su amiga. —A mí me ha dado la impresión de que lo tienes dominado —respondió ella—. Además, tengo que irme a casa. Acaba de llamarme mi novio: me está preparando la cena, hoy toca pasta, lo que significa que tenemos doce minutos antes de que estén listos los tallarines.
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AGRADECIMIENTOS
Como siempre, son muchas las personas a las que debo dar las gracias. Yo no soy policía ni he servido nunca en los cuerpos de seguridad ni en el ámbito del derecho penal. La serie de Tracy Crosswhite no existiría, pues, sin la generosidad de muchísimos profesionales que me han brindado su tiempo con la esperanza de que sea capaz de entender al menos un par de cosas. Me he servido de su experiencia en Murder One, La tumba de Sarah, la presente novela y el tercer volumen de esta serie, y, por lo tanto, no voy a volver a repetir sus nombres. Dado que, a diferencia de un servidor, son todos expertos en sus respectivos ámbitos, los errores que pueda hallar el lector son achacables, exclusivamente, a mi persona. Gracias, pues, a Kathy Taylor, antropóloga del departamento de medicina forense del condado de King, por toda la información relativa a la excavación de una fosa de décadas de antigüedad en terreno boscoso y escarpado, y también a Kristopher Kern, científico integrante del Crime Scene Response Team de la policía estatal de Washington, por los datos concretos que ha puesto a mi alcance. Gracias a la doctora Jeni Gregory, supervisora del Western Regional Medical Command’s Care Provider Support Program de la Joint Base Lewis-McChord, y al doctor David Embrey, coordinador del programa de investigación de la Children’s Therapy Unit del Good Samaritan Movement Laboratory. David se puso en contacto conmigo durante la Pacific Northwest Writer’s Conference cuando compartí con el auditorio la idea general de mi siguiente novela y me puso en contacto con Jennifer Gregory. Ambos me ofrecieron datos tan fascinantes como pavorosos sobre la mente de los sociópatas y los psicópatas. También he tenido la suerte de conocer a un buen número de integrantes maravillosos del gremio policial, siempre dispuestos a prodigar su tiempo y sus conocimientos. Me habría sido imposible escribir esta novela sin la ayuda de Jennifer Southoworth, inspectora de la Sección de Crímenes Violentos de la unidad de homicidios de la policía de Seattle. Me brindó ayuda por primera vez cuando trabajaba en la unidad científica. Desde entonces, la han ascendido a homicidios y me ha servido de inspiración para el presente volumen. Gracias también al detective Scott Thompson, integrante de la Major Crimes Unit de la comisaría del sheriff del condado de King. Su eterna disposición a mantenerme informado con sus conocimientos o a ponerme en contacto con quienes puedan proporcionarme los datos que necesito en cada momento no tiene precio. Uno de estos últimos ha sido Tom Jensen, de quien algunos dicen que en determinado momento fue el único agente activo de la unidad especial destinada a investigar el caso del asesino del río Green, que, después de veinte años de dedicación, logró por fin dar con las pruebas necesarias para condenar a Gary Ridgway. www.lectulandia.com - Página 313
Gracias también a Kelly Rosa, supervisora de la Unidad de Crímenes Violentos de la fiscalía del condado de King y amiga mía de toda la vida. Kelly me ha ayudado en casi todas las novelas que he escrito y es única a la hora de darles publicidad. Gracias asimismo a Sue Rahr, en otro tiempo sheriff del condado de King y hoy directora ejecutiva de la academia de policía de Washington. Aunque en el momento de escribir la novela no era consciente de ello, Tracy tiene también atributos de Sue: su dureza, su determinación y su sentido del humor. Gracias por dedicar parte de tu tiempo a informarme de lo que comporta una trayectoria como la tuya en lo que sigue siendo una profesión dominada por hombres. En este sentido, estoy también en deuda con Dana Duffy, inspectora de la Sección de Crímenes Violentos de la policía de Seattle, quien hace años tuvo la paciencia necesaria para hablar conmigo con total franqueza de su carrera profesional y su puesto de trabajo, así como para situarme en el punto de vista necesario para escribir sobre ello. Leo mucho a fin de documentar mis novelas y lo cierto es que no suelo hacer reconocimiento alguno a estas fuentes escritas. Con todo, me gustaría relacionar aquí cuando menos algunos de los libros, manuales y artículos que me han resultado útiles: Godwin, Maurice, y Fred Rosen, Tracker: Hunting Down Serial Killers (trad. esp.: El rastreador: el perfil psicogeográfico en la investigación de crímenes en serie, Alba, Barcelona, 2006). Reichert, David, Chasing the Devil: My Twenty-Year Quest to Capture the Green River Killer. Yancey, Diane, Tracking Serial Killers. Keppel, Robert D., y William J. Birnes, The Psychology of Serial Killer Investigations: The Grisly Business Unit. Morton, Robert J., Serial Murder: Multi-Disciplinary Perspectives for Investigators, Behavioral Analysis Unit, National Center for the Analysis of Violent Crime. Brooks, Pierce, «Multi-Agency Investigative Team Manual», United States Department of Justice, National Institute of Justice. Gracias a la superagente Meg Ruley, acuario como yo, y a su equipo de la Jane Rotrosen Agency, en particular a Rebecca Scherer y a Michael Conroy, lectores agudos que no han dejado pasar error ni incoherencia algunos. La señora Meg, como me gusta llamarla, sigue obrando maravillas para mí. Me considero muy afortunado por haber sido uno de sus autores durante casi una década. Siempre sabe hacer que tenga la impresión de ser su prioridad. Eres, sin más, una de las mejores personas que he tenido el placer de conocer. Sin ti no podría seguir adelante. ¡Solo nos queda aprender a jugar al cribbage!
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Gracias a Thomas & Mercer por creer en La tumba de Sarah y hacer de la novela un número uno de ventas en Amazon. El entusiasmo que han mostrado por Su último suspiro no ha sido menos espectacular. Gracias sobre todo a Jeff Belle, vicepresidente de Amazon Publishing; Charlotte Herscher, directora; Kjersti Egerdahl, editora de adquisiciones; Jacque Ben-Zekry, director de márquetin; Tiffany Pokorny, directora de relaciones con los autores; Sean Baker, director de producción, y Gracie Doyle, mi fabulosa publicista. Gracias en particular a Alan Turkus, director editorial. Tus ideas en lo tocante a Tracy y tus sugerencias no podían haber sido más acertadas y te agradezco de corazón el tiempo que dedicas a responder mis preguntas y ofrecerme orientación. Si olvido a alguien de Amazon Publishing, que sepa que tiene también mi reconocimiento. Gracias a Tami Taylor por el espléndido trabajo que hace con mi página web; a Sean McVeigh, de 425 Media, maestro de los medios sociales que me guía con paciencia en dicho mundo; a los lectores que analizan mis esbozos y me ayudan a mejorar el original, y a Pam Binder y la Pacific Northwest Writers Association por el apoyo ingente que brindan a mi obra. Gracias también a todos los lectores leales que se ponen en contacto conmigo para hacerme saber cuánto disfrutan con mis libros y con cuánta impaciencia esperan la aparición del siguiente. Vosotros sois el motivo por el que estoy siempre buscando grandes historias que contar. Deseo dedicar este libro a quienes conforman las fuerzas del orden. Siempre invito a todo el mundo a ponerse en el lugar de esos agentes de policía y dedicar una semana a hacer frente a cuanto tienen que afrontar ellos a diario. Cierto periodista me preguntó en una ocasión si los escritores tenemos la obligación de suavizar las novelas policíacas. No sé si lo hacemos o no, pero sí que ni la más gráfica de todas, por bien escrita que esté, podrá capturar jamás la brutalidad y el horror de un crimen violento real. Sin embargo, estos hombres y mujeres los ven con demasiada frecuencia y se sumergen de manera voluntaria en investigaciones que permitan a las familias de las víctimas hacer justicia, si no superar tan traumáticos episodios. Las gentes con las que me he encontrado en este ámbito son funcionarios públicos consagrados cuya remuneración es ínfima en relación con la importancia de su labor. Deberíamos ser más cautos a la hora de criticarlos y más pródigos en nuestro reconocimiento por sus servicios. Me alegra que estén ahí para protegernos a mí y a mi familia. Por último, quiero exponer mi nuevo mantra de gratitud al que trato de dar expresión a diario: «Tengo una mujer extraordinaria. Tengo unos hijos extraordinarios. Tengo una vida extraordinaria». Es cursi, lo sé, pero funciona. Cristina es mi apoyo, mi ancla, mi alma gemela y el amor de mi vida. Joe y Catherine… Es verdad: hablo mucho de vosotros, pero solo porque me llenáis de orgullo. Ninguno de vosotros deja nunca de maravillarme. www.lectulandia.com - Página 315
Como suele decir mi suegro, el doctor Bob: «Cuando el noventa y cinco por ciento de tu vida va sobre ruedas, ¿qué sentido tiene preocuparse por el cinco por ciento restante?». Un gran hombre, cargado de sabiduría. Por último, aunque no por ello menos importante, quiero mencionar a mi madre, Patricia Dugoni. Siempre has sido mi inspiración, además de la mujer más fuerte que he conocido, también a los ochenta y dos años. Dios rompió el molde de las damas irlandesas tenaces después de hacerte a ti. A diario pienso en ti y te doy las gracias por la infancia maravillosa que nos diste a todos. ¿He dicho ya que somos diez hermanos? Sí, y todos de la misma madre. En efecto, es única. Repetid conmigo de carrerilla y sin comas: AileenSusieBillieBonnieBobbyJoAnn TommyLaurenceSeanMichael. Os quiero, muchachos.
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ROBERT DUGONI nació en Idaho y creció en el norte de California. Aunque estudió comunicación, periodismo y escritura creativa en la Universidad de Stanford, dedicó su vida profesional a la abogacía. Hasta 1999, cuando se despertó un día decidido a dedicarse a escribir. Tras apartarse de la jurisprudencia, pudo completar tres primeras novelas con las que ganó el premio literario de la Pacific Northwest Writer’s Conference. Desde entonces sus obras han encabezado las listas de éxitos editoriales de The New York Times, The Wall Street Journal y Amazon. Es autor de la serie de Tracy Crosswhite: My Sister’s Grave (La tumba de Sarah), Her Final Breath (Su último suspiro) y A Clearing in the Woods (mayo de 2016); así como de la saga de David Sloane, que ha gozado de una acogida excelente: The Jury Master, Wrongful Death, Bodily Harm, Murder One y The Conviction. Ha figurado en dos ocasiones entre los aspirantes al Premio Harper Lee de ficción jurídica, fue finalista de los International Thriller Writers Awards de 2015 y ganador, ese mismo año, del Premio Nancy Pearl de novela. Sus libros se venden en más de veinte países y se han traducido a una docena de idiomas, incluidos el francés, el alemán, el italiano y el español.
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