2. Dark triumph - Robin LaFevers

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DARK TRIUMPH His Fair Assasin 2 Robyn Lafevers

Sinopsis Me inclino hacia delante, empujando mi cuerpo más allá de las almenas. El viento tironea de mi capa, se zarandea contra mí, como si pudiera alzarme en vuelo, igual que las aves o el alma del caballero. Déjate llevar, grita, te llevaré muy, muy lejos. Quiero reirme ante la sensación estimulante, yo te atraparé, silba seductoramente. El convento ha regresado a Sybella a una vida que casi la volvió loca. La ira y brutalidad de su padre son aterradoras, y el amor de su hermano es igualmente monstruoso. Cuando descubre un aliado inesperado prisionero en los calabozos, ¿una hija de la Muerte encontrará algo más que venganza por lo que vivir?

A mis propios santos patrones:

Nancy Warner, por parcharme una y otra vez Para que pudiera regresar a la refriega;

Erin Murphy, quien a veces veía esta historia más claramente que yo;

Kate O’Sullivan, por su apoyo y entusiasmo inconmovibles;

Y Mary Hershey, por crear un lugar seguro donde todos podíamos tener las conversaciones duras y atemorizantes.

Dramatis Personae LADY SYBELLA, doncella de la Muerte ISMAE RIENNE, doncella de la Muerte ANNITH, una novicia de Mortain ABADESA DE SAN MORTAIN ALAIN D’ALBRET, un noble Británico con extensas propiedades en Francia PIERRE D’ALBRET, su hijo JULIAN D’ALBRET, su hijo CHARLOTTE D’ALBRET, su hija de diez años LOUISE D’ALBRET, su hija de siete años BERTRAND DE LUR, capitán de la guardia de d’Albret JAMETTE DE LUR, su hija TEPHANIE, doncella de Lady Sybella MADAME FRANÇOISE DINAN, la antigua gobernanta de la duquesa JEAN RIEUX, mariscal de Bretaña y el antiguo tutor de la duquesa TILDE, una doncella ODETTE, su hermana menor BARON JULLIERS, un noble británico

BARON VIENNE, un noble británico BARON IVES MATHURIN, un noble británico BENEBIC DE WAROCH, la Bestia de Waroch y un caballero del reino YANNIC, el carcelero GUION, un granjero británico BETTE, su esposa JACQUES, su hijo ANTON, su hijo

Los Carbonarios: ERWAN, su líder GRAELON, un hombre de los carbonarios LAZARE, un hombre de los carbonarios WINNOG, un joven de los carbonarios MALINA, una mujer de los carbonarios

La corte y la nobleza británica ANNE, Duquesa de Bretaña, Condesa de Nantes, Montfort, y Richmont ISABEAU, su hermana DUQUE FRANCIS II (Padre de Anne, fallecido)

GAVRIEL DUVAL, un noble británico JEAN DE CHALON, Príncipe de Orange MICHAULT THABOR, comandante de la guardia de la ciudad de Rennes CAPITAN DUNOIS, capitán del Ejército británico PHILLIPE MONTAUBAN, Canciller de Bretaña OBISPO DE RENNES CHARLES VIII, rey de Francia ANNE DE BEAUJEU, regente de Francia MAXIMILIANO DE AUSTRIA, El Santo Emperador Romano, uno de los pretendientes de Anne SIR DE BROSSE, hombre de armas SIR LORRIL, hombre de armas SIR LANNION, hombre de armas SIR GAULTIER, hombre de armas ABADESA DE SAN MER SAMSON, un hijo de herrero CLAUDE, un hijo de leñador

Capítulo Uno Traducido por Azhreik

NANTES, BRETAÑA, 1489

NO LLEGUÉ al convento de San Mortain como una imberbe verde. Para cuando me enviaron allí, mi cuenta de muertes ascendía a tres, y además había tenido a dos amantes. Aun así, hubo algunas cosas que fueron capaces de enseñarme: la Hermana Serafina, el arte del veneno; la Hermana Thoine, cómo blandir una espada; y la Hermana Arnette, dónde era mejor golpear con ella, expuso todos los puntos vulnerables en el cuerpo de un hombre como un astrónomo cartografiando las estrellas. Si tan solo me hubieran enseñado cómo ver morir a inocentes tan bien como me enseñaron cómo matar, estaría mucho mejor preparada para esta pesadilla en la que me han arrojado. Me detengo al pie de los escalones serpenteantes para ver si me están observando. La fregona que talla el pasillo de mármol, el paje somnoliento que dormita contra el marco de la puerta… cualquiera de ellos podría ser un espía. Incluso si a ninguno lo han asignado a vigilarme, alguien siempre está dispuesto a hablar con la esperanza de ganar unas migajas de favores. La precaución prevalece y decido utilizar las escaleras del sur, entonces vuelvo por el salón para aproximarme a la torre del norte desde ese lado. Soy muy cuidadosa de pisar precisamente donde la doncella acaba de lavar, y la escucho murmurar una maldición entre dientes. Bien. Ahora puedo estar segura que me ha visto y no lo olvidará si la interrogan. En el salón, hay pocos sirvientes. Aquellos a los que no han sacado están ocupados con sus deberes o se han escondido como ratas astutas y sabias.

Cuando al fin alcanzo el ala norte del palacio, está vacía. Acelero el paso y me apresuro hacia la torre norte, pero estoy tan ocupada mirando detrás de mí que casi me tropiezo con una pequeña figura sentada al pie de las escaleras. Me trago un juramento de molestia y fulmino con la mirada para ver que es un crío. Una niña pequeña. —¿Qué estás haciendo aquí? —espeto. Mis nervios ya están al límite, y esta nueva preocupación les hace poco bien—. ¿Dónde está tu madre? La niña levanta la vista hacia mí con ojos como violetas húmedas, y un verdadero temor me aprieta las entrañas. ¿Nadie ha pensado en advertirle lo peligroso que es para una niña bonita deambular por estos pasillos sola? Quiero estirarme y sacudirla (sacudir a su madre) y gritarle que no está a salvo, no en estos escalones, ni en este castillo. En su lugar, me fuerzo a respirar profundamente. —Mamá está muerta. —La voz de la niña es alta y temblorosa. Miro a las escaleras, donde yace mi primer deber, pero no puedo dejar a esta niña aquí. —¿Cuál es tu nombre? —Odette —dice, insegura de si temerme o no. —Bueno, Odette, este no es lugar para jugar. ¿No tienes a nadie que te cuide? —Mi hermana. Pero cuando está trabajando, debo ocultarme como un ratoncito. Al menos su hermana no es una tonta. —Pero este no es un buen lugar para ocultarte, ¿verdad? ¡Mira la facilidad con la que te encontré! Por primera vez, la niña me dirige una sonrisa tímida, y en ese momento, me recuerda tanto a mi hermana más joven, Louise, que no puedo respirar. Pensando rápidamente, tomo su mano y la conduzco de vuelta al salón principal.

«Deprisa, deprisa, deprisa» mordisquea a mis talones como un sabueso resollante. —¿Ves esa puerta? —Ella asiente, observándome insegura—. Atraviesa esa puerta, entonces baja las escaleras. La capilla está allí, y es un escondite de lo más excelente. —Y ya que d’Albret y sus hombre nunca visitan la capilla, ella estará bastante a salvo—. ¿Quién es tu hermana? —Tilde. —Muy bien. Le diré a Tilde dónde estás para que pueda venir por ti cuando termine su trabajo. —Gracias —dice Odette, entonces se va saltando por el pasillo. Anhelo escoltarla allí en persona, pero ya me arriesgué a llegar tarde para lo que debo hacer. Me doy la vuelta y subo los escalones de dos a la vez. La gruesa puerta de madera en el descansillo tiene un nuevo cerrojo, rígido por la falta de uso. Lo levanto lentamente para asegurarme que no crujirá. Cuando entro en el brillo del sol del frío invierno, un viento cortante me agita el cabello, arrancándolo de la red que lo mantiene en su lugar. Toda mi precaución me ha costado un tiempo precioso, y rezo que no me hayan atraído aquí solo para ver masacrados a los que amo. Me apresuro a la pared almenada y miro hacia el campo debajo. Una pequeña partida de caballeros montados espera pacientemente mientras una partida aún más pequeña conferencia con ese imbécil resollante del Mariscal Rieux. Reconozco a la duquesa inmediatamente, su figura delicada está posada sobre su palafrén gris. Luce imposiblemente pequeña, demasiado pequeña para cargar el destino de nuestro reino sobre sus hombros esbeltos. Que haya conseguido mantener a raya una invasión francesa durante tanto tiempo es impresionante; que lo haya hecho a pesar de ser traicionada por la mitad de sus consejeros, es casi un milagro. Detrás de ella y a la derecha está Ismae, hermana de mi corazón y, posiblemente, mi sangre, si lo que las monjas en el convento dijeron es

verdad. Mi pulso empieza a acelerarse, pero ya sea por alegría de que no llegué tarde o de pánico de saber lo que se avecina, no puedo determinarlo. Manteniendo la mirada fija en Ismae, reúno todo mi temor y miedo y se los arrojo, como piedras en una catapulta. Ella ni siquiera mira en mi dirección. Desde lo profundo de las entrañas del castillo, hacia el este, proviene un débil rugido cuando levantan el rastrillo. Esta vez cuando lanzo mi advertencia, también elevo los brazos, como si estuviera ahuyentando una parvada de patos. Espero (rezo) que algún vínculo aún exista entre nosotras que le permita a ella percibirme. Pero sus ojos permanecen fijos en la duquesa enfrente de ella, y casi grito de frustración. Huye, grita mi mente. Es una trampa. Entonces, justo cuando temo que deba lanzarme de las almenas para atraer su atención, Ismael levanta la cabeza. Huye, ruego, entonces agito los brazos una vez más. Funciona. Ella aparta la mirada de mí hacia la puerta este, entonces se gira para gritarle algo al soldado junto a ella, y me pongo flácida del alivio. El pequeño grupo en el campo cobra vida, gritando órdenes y llamándose entre sí. Ismae señala de nuevo, esta vez al oeste. Bien. Ha visto el segundo brazo de la trampa. Ahora solo debo esperar que mi advertencia no haya llegado demasiado tarde. Una vez que el Mariscal Rieux y sus hombres se percaten lo que sucede, azuzaran sus monturas a que den la vuelta y galoparan de vuelta a la ciudad. La duquesa y su grupo se mueven para acomodarse en una nueva formación pero aún no han abandonado el campo. ¡Huyan! la palabra late frenéticamente contra mi pecho, pero no me atrevo a emitirla, temerosa de que aunque estoy parada en esta torre aislada, alguien del castillo podría oírme. Me inclino hacia delante, sujetando la fría piedra áspera de las almenas con tanta fuerza que se clava en mis dedos sin guantes.

La primera fila de las tropas de d’Albret cabalga hasta mi vista, mi medio hermano Pierre está a la vanguardia. Entonces, justo cuando estoy segura que es demasiado tarde, el grupo de la duquesa se divide en dos, y una ínfima docena de los hombres de la duquesa se giran en sus monturas para encontrarse con la masacre que se avecina. Doce contra doscientos. Se me escapa una risa hueca ante la futilidad de sus acciones, pero se la lleva el viento antes que nadie pueda escucharla. Mientras la duquesa y otros dos se alejan galopando, Ismae vacila. Me muerdo el labio para evitar gritar. ¿No puede estar pensando que puede ayudar a los caballeros condenados? Su causa es desesperada, y ni siquiera nuestras habilidades pueden ayudar a los doce que tan valientemente cabalgan a sus muertes. —Huye. —Esta vez sí pronuncio la palabra en voz alta, pero igual que mi risa, la atrapa el frío viento afilado y se lo lleva hacia arriba, donde nadie puede escucharla. No a quien debería advertir, ni a quienes me castigarían por la traición. Pero tal vez algo ha transportado mi advertencia a Ismae igual, porque finalmente gira su montura y galopa tras la duquesa. La banda de hierro que aprieta mis pulmones se relaja un poco, porque aunque es duro ver a estos hombres encontrar su muerte, no podría soportar ver a Ismae morir. O peor, ser capturada. Si eso sucediera, la mataría yo misma en vez de dejársela a d’Albret, porque él no le concedería piedad. No despues que ella arruinó sus planes en Guérande y casi lo destripó como un pescado. Él ha tenido muchos días para afilar su venganza como navaja. Es tonto que me quede. Debería marcharme ahora mientras no hay posibilidad de que me descubran, pero no puedo darme la vuelta. Como el agua corriente de un río crecido, las fuerzas de d’Albret abruman la guardia de la duquesa. El estruendo resonante es como un trueno cuando las armaduras se estrellan contra otras armaduras, las lanzas rompen escudos y las espadas se encuentran.

Estoy impresionada ante la ferocidad de los hombres de la duquesa. Todos luchan como si hubieran sido poseídos por el espíritu de San Camulos en persona, cortando entre sus atacantes como los granjeros cortan entre las briznas de grano. Por algún milagro, retienen a la primera fila, y sus esfuerzos retrasan a las fuerzas de d’Albret lo bastante para que el grupo de la duquesa alcance la seguridad de los árboles. El mayor número de hombres de d’Albret tendrá menos ventaja si todos deben agacharse y evitar ramas y helechos. Desde el este, suena una trompeta. Frunzo el ceño y miro en esa dirección, temiendo que d’Albret haya pensado en arreglar una tercera fuerza montada. Pero no, el estandarte negro y blanco de la guarnición de los Rennes se alza en descarnado contraste contra el cielo azul despejado conforme una docena adicional de hombres cabalgan a la batalla. Cuando la duquesa y los otros finalmente desaparecen más allá del horizonte, me permito respirar hondo por primera vez. Pero incluso con la infusión de nuevas tropas, es una derrota aplastante. Los guardias de la duquesa no tienen oportunidad, no contra tantos. Mi mano anhela un arma, pero los cuchillos que llevo no servirán de nada desde esta distancia. Una ballesta funcionaría, pero son practicamente imposibles de ocultar, así que observo impotente. D’Albret solo había planeado una trampa: una rápida entrada y salida, golpear y esquivar, y luego regresar con el premio. Una vez que se percata que la presa ha escapado y ya no tiene el elemento sorpresa, da la señal para que sus soldados retrocedan tras las murallas del castillo. Mejor disminuir sus pérdidas que desperdiciar más hombres en esta apuesta perdida. La batalla de abajo casi acabó. Solo un soldado continúa luchando, un gran hombre como buey que no tiene el sentido común de morir rápidamente como los otros. Su casco fue derribado de su cabeza, y tres flechas atraviesan su armadura, que está dentada en una docena de lugares. Su cota de malla está desgarrada, y los cortes debajo sangran profusamente, pero aun lucha con fuerza casi inhumana, tambaleándose hacia delante hacia la masa de sus enemigos. «Está bien» anhelo decirle. «Tu joven duquesa está a salvo. Puedes morir en paz, y entonces también tú estarás a salvo.»

Su cabeza se levanta bruscamente por el golpe que acaba de recibir, y a través de la distancia nuestros ojos se encuentran. Me pregunto de qué color son y lo rápido que se velaran una vez que la Muerte lo reclame. Entonces uno de los hombres de d’Albret se lanza hacia delante y corta el caballo del caballero de debajo de él. Él lanza un largo y desesperado rugido mientras cae, entonces como hormigas inundando un trozo de carne, sus enemigos se lanzan sobre él. El grito de muerte del hombre alcanza hasta la torre y se envuelve alrededor de mi corazón, llamándome para que me le una. Una feroz oleada de anhelo me atraviesa, y estoy celosa de ese caballero y el olvido que lo reclama. Él ahora es libre, igual que los buitres que se reúnen volando en círculos en el cielo. Con que facilidad vienen y van, cuán lejos del peligro vuelan. Yo no estoy segura de poder regresar a mi propia jaula, una jaula construida con mentiras y sospechas y miedo. Una jaula tan llena de oscuridad y sombra que bien podría ser la muerte. Me inclino hacia delante, empujando mi cuerpo más allá de las almenas. El viento tironea de mi capa, me agita, como si pudiera llevarme a volar, igual que las aves o el alma del caballero. «Suéltate», grita. «Te llevaré muy, muy lejos.» Quiero reírme ante la sensación estimulante. «Yo te atraparé», silba seductoramente. ¿Dolería? Me pregunto, mirando a las rocas dentadas de abajo. ¿Sentiría el momento de mi aterrizaje? Cierro los ojos y me imagino arrojándome a través del espacio, cayendo a toda velocidad, abajo, abajo, abajo, a mi muerte. ¿Funcionaría siquiera? En el convento, las hermanas de Mortain eran tan avaras con su conocimiento sobre nuestras habilidades letales como eran miseras con su dinero. No entiendo completamente todos los poderes que la muerte me ha concedido. Además, la Muerte ya me ha rechazado dos veces. ¿Qué tal si Él lo hacía una tercera vez y tenía que pasar el resto de mi vida rota e inútil, siempre a merced de aquellos a mi alrededor? Ese pensamiento hizo que temblara violentamente, y retrocedí un paso lejos de la muralla. —¿Sybella?

El pánico florece en mi pecho, y mi mano alcanza la cruz acunada entre los pliegues de mi falda, porque no es un crucifijo ordinario sino un cuchillo diestramente oculto diseñado por el convento para mí. Incluso mientras me giro, abro los ojos como emocionada y curvo las comisuras de mi boca en una sonrisa descarada. Julian está parado en el umbral. —¿Qué estás haciendo aquí afuera? — pregunta. Dejo que mis ojos chispeen de placer; como si estuviera feliz de verlo en vez de alarmada, entonces me giro hacia la almena para recomponerme. Empujo mis verdaderos pensamientos y sentimientos a lo profundo de mi interior, porque aunque Julian es el más amable de todos ellos, no es un tonto. Y siempre ha sido hábil en leerme. —Observando la derrota. — Tengo cuidado de hacer que mi voz ronronee de emoción. Al menos no me encontró hasta después que advirtiera a Ismae. Él se me une en la muralla, tan cerca que nuestros codos se tocan, y me lanza una mirada de irónica admiración. —¿Deseabas mirar? Ruedo los ojos con desdén. —No importa. El ave evitó la red. Julian aparta su mirada de mí y mira hacia el campo por primera vez. —¿La duquesa escapó? —Eso me temo. Él mira rápidamente en mi dirección, pero mantengo la mirada de desprecio en mi cara como un escudo. —Él no estará feliz —dice Julian. —No, no lo estará. Y el resto de nosotros pagará el precio. —Lo miro como apenas notando ahora que no está vestido para la batalla—. ¿Por qué no estás en el campo con los otros? —Me ordenaron que me quedara atrás. Un breve espasmo de temor aprieta mi corazón. ¿Entonces d’Albret me tiene vigilada tan de cerca?

Julian me ofrece su brazo. —Necesitamos regresar al salón antes que él regrese. Le muestro mis hoyuelos y me acurruco contra su brazo, dejando que roce muy ligeramente contra mi seno. Es el único poder que tengo sobre él… otorgando favores con la suficiente frecuencia para que él no necesite tomarlos. Cuando alcanzamos la puerta de la torre, Julian mira por encima de su hombro hacia las almenas y gira su mirada ilegible hacia mí. —No le contaré a nadie que estabas aquí arriba —dice. Me encojo de hombros, como si no hiciera diferencia para mí. Aun así, temo que me hará pagar por esta amabilidad suya. Ya lamento no saltar mientras tenía la oportunidad.

Capítulo Dos Traducido por Azhreik

ME APRESURO AL LADO DE JULIAN, REHUSÁNDOME a que mi mente se desquicie ante las posibilidades. Llevo la cabeza en alto, mi desprecio por aquellos a mi alrededor es patente en mi cara. En verdad no es una actuación, porque aborrezco casi a todos aquí, desde los aduladores y cortesanos de d’Albret hasta los señores débiles británicos que no mostraron resistencia cuando se apoderó del castillo de la duquesa como propio. Cobardes lacayos lamebotas, todos ellos. Julian se detiene apenas fuera del gran salón, espera que un grupito de siervos pasen, entonces se desliza detrás de ellos, minimizando las oportunidades de que noten nuestra entrada. Y aunque me alegra que esté dedicado a mantener mi secreto, solo puedo preguntarme qué pago exigirá por hacerlo. Dentro del salón, los sirvientes silenciosos se apresuran de aquí para allá, cargando jarras de vino, atizando el fuego, intentando anticipar cada necesidad antes que los regañen o castiguen por no ocuparse con la bastante rapidez. Pequeños grupos de gente están esparcidos por el salón, hablando furtivamente entre ellos. Claramente, les ha llegado la noticia de que la maniobra de d’Albret ha fallado y él no regresará triunfante. La única persona en el salón que no parece tener el sentido común de cubrirse de precaución es el idiota Mariscal Rieux. Se pasea frente a la chimenea, gritando a Madame Dinan que d’Albret ha destruido su honor al preparar una trampa mientras la duquesa estaba bajo la bandera de tregua de Rieux. Es el colmo que hable sobre honor ya que él era el propio tutor y guardián de la duquesa… hasta el día que la traicionó y unió fuerzas con d’Albret, seguro de que su voluntad combinada convencería a la joven duquesa de que no tenía opción más que hacer lo que ellos deseaban.

Pero ella los sorprendió a todos. Hay un traqueteo ensordecedor de cascos de caballos en el patio cuando los hombres regresan, seguido por el sonido del caos de los soldados, el traqueteo de armas descartadas, el crujido del cuero, el repiqueteo de cotas de malla y armaduras. Usualmente hay gritos de victoria y risas roncas, pero hoy no. Hoy los hombre están extrañamente silenciosos. Hay un golpe seco cuando una puerta se abre. Unas pisadas rápidas y pesadas recorren el pasillo acompañadas por el tintineo de espuelas. La habitación entera (incluso Rieux) se queda en silencio mientras esperamos la tormenta que se aproxima. Los sirvientes se desvanecen, y unos cuantos de los siervos más cobardes encuentran excusas para abandonar el salón. El deseo de estar en cualquier otro lugar es abrumador. Hago todo lo posible por mantener mis pies anclados al piso y no dar media vuelta sobre los talones y correr de vuelta por las escaleras a la seguridad de los aposentos de la planta superior. Pero mi culpabilidad requiere que me quede y le muestre a d’Albret que no tengo nada que ocultar. En lugar de huir como desearía, me inclino hacia la oreja de Julian. —¿Crees que Madame Dinan y el Mariscal Rieux son amantes? Aunque Julian sonríe con diversión, también le da a mi brazo un apretón de ánimo. Frunzo el ceño con molestia y aparto mi brazo de él. Me conoce muy bien. Demasiado, demasiado bien. Y entonces la fuerza de la presencia de d’Albret está sobre nosotros, entrando en la habitación con todo el calor y destrucción de una tormenta de fuego. Con él llega la peste de sangre y lodo y sudor. Su cara está blanca de furia, hace que su barba luzca mucho más sobrenaturalmente negra. Siguiéndolo de cerca está su lacayo principal, Bertrand de Lur, capitán de la guardia, seguido por una docena de señores y siervos. Dos de ellos, los barones Julliers y Vienne, eran los vasallos de la duquesa, pero estaban tan ansiosos por probar su lealtad a d’Albret que aceptaron cabalgar con él para tender esta trampa, aunque sabían plenamente lo que él tenía en mente para su señora feudal.

Por lo tanto me trae una gran alegría ver que Mortain los ha marcado a ambos para la muerte; cada uno tiene un manchón ensombrecido sobre la frente. Entre eso y el que la duquesa huyera, este día no ha resultado tan malo. —¿Por qué estás sonriendo? —pregunta Julian. Aparto mi mirada de los dos hombres. —Porque esto debería ser entretenido —murmuro, justo antes que la voz de d’Albret se estrelle por el salón como un látigo—. Lleven hombres a todas las torres. Vean si allí hay alguien que no debería estar. Si enviaron una advertencia, es más probable que proviniera de la torre norte. Presiono la espalda contra la pared y deseo que las monjas nos hubieran enseñado un cantrip para invocar la invisibilidad. —¡Tráiganme a Pierre! —continua d’Albret—. Su carga desde la puerta oeste debería haber llegado antes. Su pereza tal vez me haya costado mi premio. —Extiende las manos, y su escudero se lanza hacia delante y remueve su guantelete derecho. Antes que el chico pueda retirar el izquierdo, d’Albret se gira para gritar otra orden. El escudero salta fuera del alcance y espera precavido, temeroso de acercarse más pero incluso más temeroso de no estar allí cuando se le necesite—. También quiero que un destacamento de hombres cabalguen tras la duquesa y reporten sobre sus movimientos y las fuerzas que la protegen. Si se presenta una oportunidad para secuestrarla, háganlo. Cualquier hombre que me la traiga se encontrará espléndidamente recompensado. Mientras de Lur repite estas órdenes a sus hombres, un segundo escudero yace a la espera cerca, listo para colocar un cáliz de vino en la mano de d’Albret antes que él tenga que pedirlo. Sin mirar, d’Albret estira la mano hacia él, entonces todos esperamos con anticipación tensa mientras él calma su sed. Madame Dinan se adelanta como para calmarlo, pero entonces se lo piensa mejor. Cuando el conde ha vaciado el cáliz, lo mira fijamente durante un largo momento, entonces lo arroja a la chimenea. El violento destrozo de cristal hace eco en el salón silencioso. Lentamente, él se gira hacia la habitación,

blandiendo el silencio con tanta habilidad y astucia como su espada, lo deja crecer hasta que está más tirante que la piel de un tambor. —¿Cómo es que los soldados de Rennes consiguieron llegar justo entonces, eh? —Su voz es engañosamente suave y mucho más atemorizante que sus gritos—. ¿Cómo es eso posible? ¿Tenemos un traidor entre nosotros? La habitación está en silencio, cada uno de nosotros sabe muy bien que no debemos arriesgarnos a contestar esa pregunta. Sabemos que tenemos muchos traidores entre nosotros, pero es bastante fácil traicionar a una chica joven. Si alguno de ellos se atrevió a traicionar a d’Albret es otra cuestión. El Mariscal Rieux aprieta los puños y da un paso hacia d’Albret. Dinan estira la mano para detenerlo, pero él es demasiado rápido. Mon Dieu, es el hombre más valiente que haya conocido o el más grande tonto. —¿Cómo puedes tener un traidor cuando nadie conoce tus planes? — pregunta Rieux. La mirada de d’Albret viaja perezosamente a los puños apretados de Rieux. —Fue una decisión de último minuto. —Aun así, debió habérseme comunicado. Di mi palabra de que se le concedía a la duquesa un parlamento seguro. —Merde. ¿El idiota no siente las arenas de su vida deslizándose por el reloj de arena mientras molesta a d’Albret? D’Albret gira toda su atención a Rieux. Junto a mí, Julian se tensa. — Precisamente por eso no se te informó. Habías dado tu palabra y habrías chillado y regañado como una anciana. Rieux no dice nada. O está asombrado por la respuesta de d’Albret o porque finalmente es consciente del peligro, no lo sé. —Además —… la voz de d’Albret adopta un tono burlón—, mira lo bien que tus argumentos la convencieron. Sería un pobre comandante el que tuviera solo una táctica para ganar una guerra. —Entonces, más rápido que el mercurio, la expresión en la cara de d’Albret cambia y ya no es

meramente desdeñosa, sino terrible—. No descubriste este plan y le advertiste, ¿verdad? ¿Para proteger tu honor? Rieux retrocede. Lo que sea que vea en los ojos de d’Albret finalmente le ha hecho detenerse. —No —dice bruscamente. D’Albret le sostiene la mirada durante un largo momento antes de girarse hacia la habitación. —¿Cómo la guarnición de Rennes vino cabalgando a su rescate? ¿Por qué ahora? ¿Por qué hoy, a esta hora? —Los ojos del conde titilan peligrosamente—. La única explicación es que tenemos a un traidor entre nosotros. Al menos la llegada de las tropas de Rennes lo ha distraído de la torre norte. Por ahora. —La duquesa y Dunois trajeron noticias de los franceses. —Rieux cambia el tema abruptamente. D’Albret inclina la cabeza, esperando. —Dicen que los franceses han cruzado la frontera hacia Bretaña y se han apoderado de tres ciudades británicas, Ancenis entre ellas. Ancenis es la propiedad del Mariscal Rieux. D’Albret frunce la boca, estudiando al mariscal. —Sin duda Dunois deseaba distraer tu atención. — D’Albret llama a Bertrand de Lur—. Envía a una partida de reconocimiento para confirmar este reporte. De Lur asiente, pero antes que pueda dar la orden, d’Albret enuncia instrucciones adicionales. —Cuando eso esté hecho, interroga a los hombres. Ve si alguno ha marchado a Rennes en la última semana. Si es así, asegúrate de traérmelos para interrogarlos cuando regresen. Los hombres de armas se quedan en silencio (unos cuantos se ponen pálidos) porque los métodos que d’Albret utiliza para interrogar son bien conocidas cosas de pesadillas. De Lur asiente bruscamente, entonces se marcha para cumplir las órdenes de su señor. En su camino fuera del salón, me mira y guiña el ojo. Finjo no ver y en su lugar me enfoco en mi hermano

Pierre mientras pasa junto al capitán que se marcha. Su casco está bajo su brazo, tiene la barbilla levantada y tiene una expresión fea en la cara. La cicatriz blanca que le cruza la ceja izquierda resalta como una marca. — ¿Qué sucedió? —grita mientras se despoja de los guantes—. ¿Cómo huyo ella? D’Albret levanta la cabeza bruscamente. —Llegaste tarde con tus hombres. La acusación detiene a Pierre en seco, y el acelerón de emociones conflictuadas que aletean por su cara sería humorística si esta situación no fuera tan delicada. —Nos retrasaron ciudadanos que intentaron trabar las puertas para evitar que nos uniéramos a ustedes en el campo. D’Albret lo estudia durante un largo momento, intentando ver si está mintiendo. —Debiste haberlos matado. —Lo hice. —dice Pierre con la boca carnosa fruncida. —Debiste matarlos más rápido —murmura d’Albret y una risa amarga casi se me escapa de la garganta. Mi hermano no asesina lo bastante rápido para él. Al final, sin embargo, d’Albret da un brusco asentimiento, lo que es lo más cercano a un halago que da. Una conmoción rompe el momento tenso mientras los soldados que regresan arrean a media docena de hombres en el salón, nada más que los más humildes de los sirvientes, por su apariencia. D’Albret se golpetea los labios con un dedo. —¿Los encontraron en la torre? De Lur patea a uno de los hombres, que no es lo suficientemente servil. — No, pero no estaban en servicio y no tienen testigos que declaren dónde estaban durante el ataque. D’Albret inclina la cabeza como un buitre curioso. Lentamente, se acerca al grupo de los sirvientes de la duquesa. —¿Entonces son hombres muy leales? —pregunta, su voz es tan suave y gentil como el terciopelo más fino.

Cuando nadie responde, él sonríe. Eso envía escalofríos por mi espalda. — Pueden contarme, porque soy un gran admirador de la lealtad. El mayor de ellos se esfuerza por mantenerse erguido, pero está claro que lo han golpeado y su pierna no funciona apropiadamente. —Sí, mi lord —dice orgullosamente—. Hemos servido a nuestra duquesa desde el momento que nació y no tenemos intención de parar ahora. —¿Los franceses no pudieron comprarlos con su oro? Cierro los ojos y rezo brevemente que el viejo tonto cuide su lengua y se preocupe por su seguridad, pero está demasiado enfocado en su honor. — Nosotros no, señor. D’Albret se acerca un paso, su constitución robusta se alza sobre el hombre, su mirada barre el grupo. —¿Cuál de ustedes descubrió nuestra pequeña sorpresa de bienvenida y salió para advertir a la duquesa? —Ninguno de nosotros lo sabía —dice el anciano, y empiezo a respirar un suspiro de alivio. Pero el tonto aún está cabalgando en su gran lealtad y añade—. Pero le habríamos dicho si lo supiéramos. Molesto, d’Albret mira a Pierre. —¿Cómo pasaste a este por alto? Mi hermano se encoge de hombros. —Incluso las mejores trampas no atrapan a todas las ratas la primera vez, milord. Sin advertencia, d’Albret echa atrás su mano enguantada en acero y golpea al anciano en la cara. El cuello del sirviente se tuerce hacia atrás con un crujido audible. Julian aprieta mi mano (con fuerza), advirtiéndome permanecer en silencio y quieta. Y aunque deseo correr hacia d’Albret, no me muevo. Igual que ese último caballero valiente mantuvo su posición, yo debo conservar la mía. Como una doncella de la Muerte, debo estar en mi lugar para poder golpear cuando el tiempo llegue. Especialmente ahora, cuando la traición descarada de d’Albret le ha otorgado la marca que he estado esperando ver durante seis largos meses.

Además, el anciano está muerto; mi ira no servirá de nada. Emito una oración por su alma viajante. Es lo menos que puedo hacer, aunque no es suficiente ni de cerca. El mariscal Rieux se adelanta con una mirada de indignación en la cara, pero antes que pueda hablar, d’Albret ruge: —Perdoné sus miserables vidas. —Su voz reverbera por la habitación como el trueno, y los otros sirvientes finalmente tienen la sensatez de encogerse de miedo—. ¿Y así es como me pagan? —Hay un anillo de acero cuando desenfunda su espada. Mi estómago se encoge en un nudo e intenta reptar por mi garganta, pero antes que pueda gritar una advertencia siquiera, la espada corta entre los hombres reunidos. La sangre se salpica por el piso, entonces un segundo golpe despacha al resto. Ni siquiera me doy cuenta que he dado un paso al frente hasta que el brazo de Julian me rodea la cintura como una serpiente para mantenerme en mi lugar. —Cuidado —murmura. Cierro los ojos y espero que la agitación en mis entrañas pase. Julian me da un codazo, y abro los ojos, con una expresión cuidadosamente neutral en mi cara. La mirada astuta de d’Albret está sobre nosotros y curvo el labio, como ligeramente divertida por la carnicería que acaba de hacer. —Tontos —murmuro. Es algo bueno que ya no tenga corazón, porque si lo tuviera, seguramente se rompería. —¡Julian! —grita d’Albret y siento que Julian se sobresalta. Se aparta de mi lado—. ¿Sí, mi señor padre? —Supervisa la limpieza aquí. Y tú, hija. —Los ojos negros llanos de d’Albret se enfocan en mí y me fuerzo a encontrar su mirada con nada más que diversión en la cara—. Encárgate de Madame Dinan. Temo que se ha desmayado. Mientras me aparto de la seguridad de la pared de piedra para hacer como ordena mi padre, deseo de nuevo (con muchísimas ganas) que Julian no me hubiera encontrado en esa torre. Si nuestro padre descubre lo que hice, me matará tan fácilmente como mató a esos hombres.

Aunque tal vez no tan rápido.

Capítulo Tres Traducido por Azhreik

SIGO A LOS LACAYOS QUE CARGAN A Madame Dinan a su habitación, mis pensamientos y movimientos son retardados, como si me estuviera moviendo a través de lodo. Requiere cada migaja de la disciplina que poseo para mantenerme calmada. No me atrevo a andar con mis capacidades a medias ahora. Cuando alcanzamos los aposentos, hago que los lacayos la coloquen en la cama, entonces les ordeno salir de la habitación. Miro fijamente a la mujer mayor. No somos aliadas, Madame Dinan y yo; solamente compartimos los secretos de la otra, lo que es algo totalmente diferente. Ella entra en nuestras vidas solo ocasionalmente, cuando escapa de sus deberes como gobernanta para la duquesa, la misma duquesa que ha traicionado tan completamente. D’Albret se apoyó en ella para supervisar la crianza de su hija. Mucha de esa supervisión fue hecha a distancia, con cartas y visitas esporádicas, excepto cuando alguna tragedia acontecía… entonces ella hacía un esfuerzo por venir en persona y tranquilizar las cosas. Luce mayor en reposo, su cara está carente de la falsa alegría que lleva como una máscara. Le desato el corsé para relajar su respiración, entonces remuevo el pesado y estorboso tocado que lleva. No porque haya contribuido a su desmayo, sino porque sé que carcome su vanidad el que tenga el cabello blanco como una anciana. Es un castigo bastante pequeño, pero es el único que me puedo permitir. Estiro la mano y la abofeteo en la mejilla… tal vez más duro de lo necesario, para despertarla. Se le atora el aliento en la garganta cuando se despierta con un sobresalto. Parpadea dos veces, orientándose, y entonces empieza a sentarse. Vuelvo a empujarla a la cama. —Tranquila, madame.

Abre mucho los ojos cuando ve quién la atiende. Su mirada vaga por la habitación y nota que estamos solas. Esa mirada aterriza una vez más en mí, entonces se aparta rápidamente como una alondra nerviosa. —¿Qué sucedió? —pregunta. Su voz es baja y ronca, y me pregunto si esa es una parte de lo que atrae a D’Albret a ella. Algunos dicen que su unión empezó cuando ella estaba en la flor de su juventud, dos años menor de lo que yo soy ahora. —Te desmayaste. Sus largos dedos esbeltos se tocan el corsé. —Se puso muy caliente allí. Su mentira rápida y fácil aguijonea mi temperamento. Me inclino y pongo mi cara cerca de la suya, forzando mi voz a ser tan ligera y dulce como si estuviéramos hablando sobre la última moda. —No fue el calor lo que ocasionó que te desmayaras, sino la masacre de inocentes. ¿No lo recuerdas? Ella cierra los ojos de nuevo, y su cara pierde el poco color que le quedaba. Bien. Sí lo recuerda. —Sencillamente fueron castigados por su deslealtad. —¿Deslealtad? ¿Qué hay de tu deslealtad? Además, ¡tú conocías a esas personas! —siseo—. Ellos eran sirvientes que te atendieron durante años. Abre los ojos de golpe. —¿Qué crees que debería haber hecho? No es como si hubiera podido detenerlo. —¡Pero ni siquiera lo intentaste! —Nuestras miradas furiosas se sostienen durante un largo momento. —Tampoco tú. Sus palabras son como una patada a mis entrañas. Temiendo abofetearla, me pongo de pie bruscamente, me acerco a su baúl de madera y empiezo a rebuscar entre sus tarros de maquillaje, frascos de crema y viales de cristal. —Pero yo no soy la favorita de él, la única voz a la que escucha. Ese rol te ha pertenecido solo a ti hasta donde puedo recordar. —Al fin encuentro un

trapo de lino. Lo humedezco con agua de la garrafa y regreso a su lado y prácticamente se lo aplasto en la frente. Ella hace una mueca y me fulmina con la mirada. —Tus gentiles cuidados podrían matarme. Me siento y me entretengo con mi falda, temerosa de que vea lo cerca de la verdad que ha estado. Nuestros secretos se asientan pesados en la habitación, no solo los que compartimos, sino también aquellos que nos ocultamos la una a la otra. Ni ella ni Rieux están marcados, y eso me atormenta casi tanto como la falta de marca de d’Albret. Cuando hablo de nuevo, puedo mantener mi voz tranquila. —¿Y qué hay de la duquesa? Te has ocupado de ella desde que estaba en pañales. ¿Cómo pudiste dejar que d’Albret le tendiera esa trampa? Ella cierra los ojos a la verdad y desdeña mis palabras con un rápido movimiento de su cabeza. —Él solo estaba reclamando lo que se le prometió. Su rápida negación es como pedernal sobre aserrín, y mi temperamento se desata de nuevo. —Él iba a secuestrarla, violarla, declarar que el matrimonio fue consumado, entonces haría la ceremonia de matrimonio después. —No por primera vez, me pregunto si él es tan duro con Madame Dinan como lo es con otros, o si hay alguna clase de emoción más suave entre ellos. Ella levanta su pequeña barbilla afilada. —¡Ella lo traicionó! ¡Le mintió! El padre de ella se la prometió. Él solo estaba haciendo lo que cualquier hombre haría cuando se rompen esas promesas. —Siempre me he preguntado qué te dices para poder dormir en la noche. — Temerosa de decir algo que quiebre nuestra tregua precaria, me pongo de pie y me dirijo a la puerta. —¿Es la verdad! —La normalmente elegante y refinada Dinan chirria como una pescadera. Aunque afectarla no es una hazaña pequeña, hace poco para lavar la amargura del día de mi lengua.

No es fácil ni placentero examinar a d’Albret en busca de una marca. Ismae dice que es la forma del dios de mantenernos humildes, marcando a hombres donde no podemos ver fácilmente. Yo digo que es el propio sentido del humor pervertido del dios, y si alguna vez estoy cara a cara con Él, me quejaré. Pero después de la espectacular muestra de traición, d’Albret al menos debe estar marcado para la muerte. Es la única razón por la que permití que me enviaran de vuelta, porque la abadesa me prometió que él sería marcado y que yo podría ser la que lo matara. Por una vez, la suerte está conmigo: la criada no es otra que Tilde, la hermana de Odette. Lo que significa que tengo algo con lo que negociar. La encuentro en la cocina, llenando odres con agua caliente para el baño de él. Cuando le digo lo que necesito, ella me mira con los ojos asustados de un ciervo acorralado. —Pero si el conde la ve… —protesta. —No me verá —le aseguro—, no a menos que me delates mirando hacia mi escondite. No seas tan estúpida como para hacer eso, y ambas estaremos bien. Ella empieza a mordisquearse el labio, que ya está maltratado por su preocupación constante. —¿Y llevará a Odette lejos de aquí? ¿Tan pronto como sea posible? —Sí. La sacaré mañana por la mañana cuando la primera entrega llegue a las cocinas. Estará escondida en la carreta cuando se marche. —Sacaré a la niña incluso si Tilde y yo no alcanzamos un acuerdo. La niña me recuerda demasiado a mis propias hermanas, quienes, si no fuera por mis desesperadas maquinaciones, estarían en este nido de víboras conmigo ahora. Fue la discusión más grande que tuve con mi padre desde que el convento me forzó a regresar a su finca hace seis meses. El otoño anterior cuando

hizo preparaciones para viajar a Guérande para exponer su caso ante el consejo de barones, estaba planeando llevar a todos sus hijos. Los deseaba cerca, donde podría utilizarlos para sus propios fines y necesidades. Discutí largo y tendido que la pequeña Louise era demasiado joven, y enferma, para hacer el viaje. Y que Charlotte estaba demasiado cerca a convertirse en mujer para estar cerca de tantos soldados. Él me ignoró e hizo que su enfermera les administrara una tremenda paliza a cada una (sencillamente para castigarme) entonces ordenó que empacaran sus cosas. Pero yo haría cualquier cosa para mantener a mis hermanas lejos de las influencias oscuras de d’Albret. Incluyendo envenenarlas. No demasiado. Aunque yo no soy tan imune a los venenos como Ismae, sí presté cuidadosa atención a las lecciones de venenos de la Hermana Serafina y utilicé solo lo suficiente para hacer que mis hermanas y su enfermera estuvieran demasiado enfermas para viajar. Lo achaqué a la tarta de anguila. La pequeña Odette está en tanto peligro como mis hermanas pero no tiene nada de la protección brindada a ellas por virtud de su sangre noble. Así que sin importar nada, la llevaré a un lugar seguro, aunque no le cuento a Tilde eso. —Muy bien —dice Tilde al fin, sus ojos observan mi atuendo y cofia de sirvienta prestados—. Ciertamente se ha disfrazado para interpretar el papel. Le dirijo una sonrisa de ánimo cuando lo que deseo hacer es retorcerle su delgado cuello para que deje de hablar y se ponga en acción. Sin embargo, eso no la animará. Me tiende bruscamente un recipiente de cobre. Está lleno de agua caliente y tan pesado que casi lo dejo caer antes de poder sujetarlo por las agarraderas. Juntas empezamos a subir las escaleras posteriores a los aposentos de d’Albret. no encontramos otros sirvientes en el camino. De hecho, desde que d’Albret se ha apoderado del palacio, la mayoría de ellos permanecen

fuera de la vista todo lo posible. Son prácticamente invisibles, como sirvientes encantados en un cuento junto a la chimenea. Una vez dentro de la habitación, coloco mi recipiente junto a la tina enfrente de la chimenea y busco un escondite. Dos de las paredes están cubiertas en paneles de madera grabados y dos están cubiertas de colgaduras carmesí y dorado. Me dirijo a las colgaduras de la pared, un lugar justo detrás de un cofre tallado con ornamentos, lo que debería ocultar mis pies de la vista si se ven debajo de las cortinas. — Recuerda, no mires hacia aquí, sin importar lo que suceda. Tilde levanta la vista, una nueva llamarada de alarma aparece en sus ojos. —¿Qué pasará, señorita? Dijo que nada pasaría, que solo deseaba… —Sencillamente quería decir que no importa lo nerviosa que te pongas o lo que haga el barón, no mires hacia aquí. Podría significar la muerte de ambas. Abre mucho los ojos durante un momento que creo que perderá las agallas completamente. —Por el bien de tu hermana —le recuerdo, esperando que fortalezca su resolución. Funciona. Da un firme asentimiento y regresa a la tarea de llenar la tina. Me deslizo en mi escondite detrás de las colgaduras de seda y rezo para que no sirvan como mi mortaja. La pared de piedra es fría contra mi espalda, y las cortinas están separadas apenas un poquito. Si doblo la rodilla un poco, ni siquiera necesito tocar la seda para ver en la habitación. No he estado en mi lugar más que unos momentos antes que haya un ruido en la puerta. Tilde se congela, entonces vuelve a verter agua del aguamanil a la tina. La puerta de los aposentos se abren bruscamente y el conde d’Albret entra a zancadas, seguido por un puñado de siervos, mis medio hermanos Pierre y Julian entre ellos. Aunque comparten los mismos padres, no se parecen.

Pierre se parece a nuestro padre, de constitución robusta y modales bruscos, mientras que Julian favorece a su madre, con apariencia y modales más refinados. D’Albret desabrocha su espada y Bertrand de Lur se adelanta para tomarla de sus manos. —Quiero que otra partida de hombres cabalguen a Rennes esta noche —le dice d’Albret a su capitán—. Quiero que lleguen a la ciudad tan pronto como sea posible, que se oculten entre los ciudadanos. Necesitaré ojos y oídos confiables allí si vamos a vengarnos de la traición de ella. Mi pulso se acelera. —Como desee, milord. —De Lur toma la espada y la coloca sobre uno de los baúles. D’Albret encoge sus inmensos hombros como de toro, y mi hermano Pierre se adelanta para tomar su manto antes que pueda caer al piso. —Quiero que reporten sobre el ambiente de la ciudad, las tropas, las provisiones. Quiero saber si la ciudad puede soportar un asedio, y durante cuánto tiempo. Deben descubrir quién es leal a la duquesa, quien es leal a los franceses y la lealtad de quien está a la venta. —Considérelo hecho, milord —dice de Lur. Pierre se inclina hacia delante, con los ojos sombreados brillantes. —¿Y qué hay de su mensaje a la duquesa? ¿Cuándo deberíamos enviarlo? Como una serpiente al ataque, d’Albret se estira y lo golpea en la boca. — ¿Te di mi venia para hablar del asunto, mozalbete? —No, milord. —Pierre se toca la sangre del labio partido, pareciendo resentido y malhumorado. Casi podría sentir lastima por él, pero se ha esforzado tanto por convertirse en d’Albret que no siento más que desprecio. La habitación se queda en silencio y acomodo la mirada para ver mejor a d’Albret. Él está estudiando a Tilde, que está concentrándose muy cuidadosamente en el aguamanil de agua caliente que está vertiendo en la tina. —Déjenme con mi baño —dice d’Albret a los otros.

Con una o dos miradas conocedoras en dirección a Tilde, se dispersan rápidamente. Puedo ver el liso velo de lino de Tilde sacudirse cuando ella tiembla de miedo. D’Albret da dos zancadas hacia ella y entra completamente en mi visión por primera vez. Le sujeta la barbilla entre los dedos y tira de su cabeza hacia arriba para poder mirarla a la cara. —Sabes bien que no debes hablar de lo que oyes en mis aposentos, ¿verdad? Ella mantiene apartada la vista. —Lo lamento, milord. Tendrá que hablar más alto. Mi padre me golpeaba en los oídos con tanta frecuencia que soy dura de oído. ¡Oh, chica astuta! Mi estima por Tilde aumenta, pero este engaño no será suficiente para salvarla. D’Albret la estudia durante un largo momento. —Muy bien —dice él, y Tilde inclina la cabeza a un lado como forzándose para escucharlo. Él la estudia otros segundos antes de soltarle la barbilla. D’Albret extiende los brazos a los lados, una orden silenciosa para remover su camisa. Cuando Tilde se adelanta para levantarla por encima de su cabeza, los ojos de d’Albret vagan por el esbelto cuerpo de ella, y veo el momento exacto en que su deseo despierta. El asqueroso puerco la encamara antes de ordenar su muerte. Ahora deberé encontrar una forma de sacar a Tilde del palacio a hurtadillas igual que a su hermana. A menos que tenga la oportunidad de matar a d’Albret antes de eso. Tilde remueve la camisa de él y se parta. El pecho de d’Albret tiene la forma de un enorme barril de vino, su piel es de la palidez blanca de un pescado, pero en lugar de estar cubierto por escamas, está cubierto de rígido vello negro. Ignoro mi asco y me fuerzo a escrutar su cuerpo. Mortain debe haberlo marcado para la muerte.

Pero en ningún lugar entre todo ese vello hay una marca que yo pueda ver. Ni un manchón, ni sombra, nada que me permita matar a este monstruo con la bendición de Mortain. Mis manos aprietan las colgaduras de seda y las aplasto en mis puños. Sería muy peligroso atacarlo directamente. Tal vez Mortain pretende que lo apuñale por la espalda o atraviese su nuca con una espada delgada como aguja. D’Albret desamarra sus calzas y se las retira y entra en la tina. Estiro el cuello para intentar echar un vistazo a su espalda, pero no puedo verla desde este ángulo. Cuando Tilde empieza a retirarse, él estira la mano y sujeta la suya. Ella se queda quieta, temerosa de moverse. Lentamente, con los ojos en la cara de ella, tira de su mano hacia la tina, al agua, y sus labios se aflojan por el placer anticipado. ¡Por favor, Mortain, no! No puedo observar esto, o lo mataré, con marca o no. Como una parvada de palomas alteradas, todas las advertencias de las monjas atraviesan mi cabeza: matar sin una marca es matar sin la gracia de Mortain y arriesgaré mi alma inmortal. Se desgarrará de mí para siempre y se verá forzada a vagar perdida por toda la eternidad. Pero no puedo quedarme aquí parada y observarlo violarla. Aun insegura de lo que tengo intención de hacer, empiezo a salir de mi escondite y alcanzo mis cuchillos. Un golpe brusco en la puerta detiene mis pasos. —¿Quién es? —gruñe d’Albret. —Madame Dinan, milord. D’Albret deja caer la mano de Tilde… ¿eso que sonó fue mi suspiro de alivio o el suyo?, entonces asiente hacia la puerta. La doncella se apresura a abrirla y deja entrar a Madame Dinan. La mirada de ella muestra molestia hacia la sirvienta más joven y bonita. — Márchate —ordena a la chica—. Yo atenderé al conde.

Tilde no espera a que d’Albret acceda, sino que se desliza en silencio de la habitación, probando una vez más que tiene agallas. Cuando los dos están solos, d’Albret se levanta de la tina y tengo una clara visión de su espalda. El agua chorrea sobre el vello negro hirsuto como un riachuelo corriendo sobre rocas, pero no hay marca. Ni siquiera un manchón o sombras que pueda fingir que es una. La decepción me golpea como un puño, y me siento enferma. No es meramente amargura en mi estómago, sino dolor en el corazón. Verdadera desesperación. Si este hombre no está marcado, entonces ¿cómo puede existir Mortain? Tras ese pensamiento viene una comprensión más bienvenida. Si Mortain no existe, entonces ¿cómo puede haber algún peligro en salir de la gracia de Él? Pero ¿estoy segura que Él no existe? ¿Lo bastante segura para arriesgar mi alma eterna en eso? Antes que pueda decidir, la puerta del aposento se abre intempestivamente y d’Albret levanta la cabeza bruscamente. —¿Quién está allí? La voz del Mariscal Rieux tiene una nota de leve disgusto. —Me disculpo por los inconvenientes. Pero los exploradores han regresado de Ancenis. —¿Y no podía esperar hasta la mañana? —pregunta d’Albret Estoy segura que d’Albret derribará a Rieux por su grosera insolencia al interrumpir, pero no lo hace. O Rieux nació bajo una estrella de la suerte o d’Albret necesita al hombre y no desea destruirlo aún. —No, no podía. Lo que el capitán Dunois nos dijo es verdad. Los franceses han tomado Ancenis. Debemos enviar tropas inmediatamente para ayudar a defenderla. —¿Debemos? —pregunta d’Albret y hay otra pausa que envía una esquirla de hielo a mis entrañas.

—¡Pero por supuesto! A través de mi rendija de la cortina, veo una mueca en la cara de Madame Dinan mientras alisa su falda una y otra vez, aunque no hay ninguna arruga a la vista. D’Albret inclina la cabeza. —Muy bien. —Permite a Dinan que lo ayude a ponerse su bata, entonces se gira hacia Reiux. —Tu espada. —D’Albret extiende su mano, y mi corazón empieza a acelerarse. Ahora el tonto lo ha logrado. Ha molestado a d’Albret demasiadas veces. El mariscal Rieux vacila. D’Albret se lleva un dedo a los labios, como compartiendo un secreto. No puedo soportar observar, porque aunque no me importa Rieux, el hombre al menos ha intentado aferrarse a los estándares del honor. Aparto los ojos, cambiando mi mirada a la izquierda, lejos de la ranura en las cortinas a través de la cual he estado observándolos a todos. Recuerdo la sangre… Quiero ponerme las manos sobre los oídos como una niña, pero no estoy dispuesta a soltar mis cuchillos. Hay un repiqueteo de acero cuando Rieux desenfunda su espada, seguida por un suave golpe carnoso cuando d’Albret la toma en su mano. Un momento de silencio, entonces un débil silbido cuando la espada hace un arco a través del aire. Es seguida por un sonido de desgarre cuando la cortina de seda a mi derecha se parte en dos. Un silencio sorprendido llena la habitación cuando la parte inferior se arremolina lentamente al piso. Me quedo lo más quieta posible, apretada a la izquierda y rezando que no puedan verme detrás del trozo restante de cortina. Mi corazón amenaza con galopar fuera de mi pecho. Tan cerca. Muy, demasiado cerca. —¿Qué pasa, milord? —Creí escuchar algo. Además, detesto esas colgaduras. Asegúrense que sean retiradas para cuando regrese. Ahora, vamos, escuchemos lo que los

exploradores tienen que decir. Entonces, tan repentinamente que casi me deja sin aliento, todos abandonan la habitación y me quedo acurrucada detrás de la cortina restante mirando fijamente una tina llena de agua que se enfría. Cierro los ojos y me estremezco ante lo cerca que estuve de la muerte. Al menos habría sido rápido.

Aún estoy temblando cuando me dirijo a los cuartos de los sirvientes y empiezo a buscar entre los cuerpos dormidos en el suelo. La habitación huele a sudor frío de los nervios y aliento rancio de tanta gente amontonada, aunque la muchedumbre los ayuda a mantenerse calientes. Elijo mi camino entre ellos, buscando a Tilde, pero hay tantas jóvenes envueltas en mantas y tocados… y cualquier otra cosa que puedan encontrar para mantenerse calientes, que es una tarea casi imposible. Odette, entonces. Pero solo hay un puñado de niños aquí, y todos son varones; los pajes que el palacio utiliza para recoger y llevar mensajes. Lo que signirfica que Odette no está aquí. Tal vez aún está en la capilla. Por favor no permitas que llegue demasiado tarde. rezo mientras me retiro de los cuartos de los sirvientes y me apresuro por los pasadizos de piedra para buscarlas allí. En el momento que entro en la capilla, sé que no estoy sola. Dos pulsos laten en algún lugar cerca. Pero esa no es mi única compañía. Hay un sudario frío como hielo que yace sobre la habitación. Un revoloteo inquieto de polillas se mueve silenciosamente sobre mi piel. Fantasmas. Atraídos a la calidez de la vida como las abejas atraídas al néctar. De hecho, ni siquiera necesito buscar a Odette y Tilde; los fantasmas flotan hambrientos sobre su escondite. Me apresuro y espanto a los fantasmas con la mano. Tilde está apretando a la dormida Odette, y lentamente, levanta la vista. Su cara, fruncida y blanca,

se relaja de alivio cuando ve que soy yo. —Temía que no viniera —susurra. Arde que ella no creyera que yo haría lo que prometí, y frunzo el sueño. — Dije que lo haría, ¿no? Primero fui a los cuartos de los sirvientes. Toma. Yo sostendré a la niña mientras tú te vistes. Tilde frunce el ceño confundida. —¿Por qué? Coloco el montón de ropa de hombre (obtenida de los sirvientes masacrados, aunque no comparto eso con ella) sobre el atrio y aparto a la dormida Odette de sus brazos. —No sobrevivirás a esta noche —le digo, cuidadosa de mantener la voz práctica—. No ahora que has escuchado los planes de d’Albret. Debo sacarlas a ambas inmediatamente. Su cara se suaviza y le tiembla la boca y temo que rompa a llorar. — ¡Deprisa! —siseo—. Y bien podrías maldecirme antes que la noche termine. Se retira su atuendo y se pone la ropa que he traído. Cuando termina, despertamos a la dormida Odette y la obligamos a entrar en el atuendo desconocido. Es demasiado grande, y cuando saco el cuchillo para cortar las calzas, tanto ella como Tilde retroceden temerosas. —¡Débile! —gruño—. No he llegado tan lejos ni he arriesgado tanto para matarlas. Quédate quieta. —El temor la mantiene en su sitio, Odette se queda quieta mientras me ocupo de sus pantalones hasta que son lo bastante cortos para que no se tropiece con ellos. —Ahora quédate muy quieta —le advierto. Antes que ella o Tilde puedan protestar, estiro la mano y coloco el borde de mi cuchillo contra sus rizos exuberantes y los rebano. —¡Mi cabello! —grita, una de sus manos vuela a su cabeza rapada. —No seas tonta —la regaño—. Solo es cabello y volverá crecer, pero esta noche solo te entorpecerá. Debes hacer creer a la gente que eres un niño. ¿Qué paje te gusta más?

Ella arruga la nariz. —Ninguno. «Buena chica», pienso. —Entonces ¿a cuál encuentras más molesto? —Patou —dice, sin vacilación. —Perfecto. Finge que eres Patou. Haz todas las cosas molestas que él hace, camina como él, escupe como él. Todas esas cosas debes hacerlas esta noche. Me mira con precaución. Me inclino hacia delante. —Es un juego. Un truco que debes hacer en todo el palacio. Para probar que una niña es mejor que un niño. ¿Puedes hacer eso? Ella mira a Tilde, quien asiente, entonces se gira de nuevo hacia mí, y me alivia ver que algo de su miedo ha abandonado su cara. —Sí —susurra, tan suave y bajito que nadie podría confundir su voz con la de un niño. Me giro hacia Tilde. —Intenta asegurarte que no hable. Su voz la delatará. —Entonces levanto el cuchillo—. También debo cortarte el tuyo. La sirvienta no vacila sino que se acerca más para que yo la alcance. —No podré nunca pagarle —susurra. —Solo tienes que ser libre —le digo mientras le corto el cabello—. Ese pago es suficiente. Una hora después, están acomodadas en el asiento de la carreta de desechos nocturnos. Odette protesta enérgicamente al principio. —¡Pedo apedta! — dice, apretándose la nariz. Miro perversamente a Tilde. —Te advertí que tal vez no me agradecieras, pero es el único carro que se marcha durante la noche y puede llevarlas a la ciudad sin preguntas. —Está bien —dice Tilde detrás de la bufanda que se ha llevado a la cara para cortar el olor. Nos miramos fijamente a los ojos durante un latido, y la gratitud que veo allí me calienta, me hace pensar que queda una pequeña

trama de bondad dentro de mí. Estiro la mano y le sujeto la mano. Se la aprieto. —Sé fuerte. Una vez dentro de la ciudad, vayan al convento de Santa Brigantia. Diles… diles que la abadesa de San Mortain ha pedido que les concedan santuario. Tilde abre mucho los ojos ante eso, pero antes que pueda decir nada, el hombre de los desechos nocturnos grita: —¿Van a parlotear toda la noche o puedo seguir con mis asuntos? —Shush… recibiste tu pago —le recuerdo. Escupe a un lado. —No valdrá nada si no salgo de aquí. Bastante cierto. Mientras las observo marcharse, me llena una necesidad casi abrumadora de seguirlas. Seguirlas fuera del patio de los establos, más allá de la torre de guardia, hacia las calles de la ciudad, donde puedo perderme entre las multitudes de gente. Doy un paso, y otro, luego me detengo. Si voy con ellas, d’Albret enviará un contingente tras nosotras. Las posibilidades de Tilde y Odette para huir son mucho mejores sin mí. Además, me enviaron aquí para hacer un trabajo, y como ese último caballero que retuvo a los hombres de d’Albret esta tarde, no dejaré este campo hasta que esté hecho.

No he estado en la cama más que la mitad de un giro del reloj cuando el rasguño en mi puerta empieza. Es suave al principio, no más que el susurro de hojas en el viento o el crujir de las ramas contra la pared. Me quedo quieta en mi cama, escuchando más atentamente. Allí está de nuevo. Esta vez más evidente. Mi corazón empieza a golpetear, y levanto la cabeza de la almohada.

Rasguño, rasguño, pausa, Rasguño, rasguño, rasguño. Es Julian, utilizando el código secreto que ideamos cuando éramos niños, hace una docena de vidas. Pero no es un juego de niños lo que quiere jugar esta noche. Me acurruco más en el colchón y tiro de las mantas por encima de mis orejas, entonces escucho el traqueteo amortiguado cuando levanta el cerrojo. Me quedo muy quieta y mantengo tranquila la respiración, rezando para que cierre la puerta y siga adelante, aliviada cuando lo hace. Aun así, ese rasguño me sigue a mis sueños y los convierte en pesadillas.

Capítulo Cuatro Traducido por Pandita91

ME DESPIERTAN EN LA mañana mis dos doncellas cuando entran de golpe en la habitación. Jamette de Lur lidera el camino, pausando sólo lo suficiente para apenas sostener la puerta a Tephanie Blaine, quien lucha con una bandeja. —¿Escuchó? —pregunta Jamette. Es una chica vanidosa entregada al drama y con aires de superioridad que toma demasiado placer de la pérdida de confianza de d’Albret hacia mí — Buenos días a ustedes también —digo, arrastrando las palabras. Recordando su lugar, se sonroja ligeramente, luego hace una reverencia de mala gana. —Buenos días, milady. —¿Cuáles son esas noticias por las que tanto chillan? Se muestra dividida entre negar que estaba chillando y lanzarse directo al drama. Gana el drama —¡Ayer descubrieron a un grupo de traidores y rebeldes! De no haber sido por sus rápidas acciones, todos pudimos haber sido asesinados en nuestras camas. Así que esa es la historia que están contando d’Albret y los demás. Hay un débil traqueteo mientras Tephanie coloca la bandeja sobre un mesa. — También desapareció una sirvienta durante la noche. Lanzo las sábanas a un lado y me pongo de pie —Cielos, el castillo estuvo ocupado mientras dormía! ¿Seguro no se habrá escapado esta sirvienta para encontrarse con su amante?

Tephanie me mira con los ojos abiertos como platos y me doy cuenta de que está realmente asustada. —Buscaron por todo el castillo, arriba y abajo, y no encontraron rastro de ella. Jamette sacude su cabeza y me pasa mi ropa de recamara. —Algunos dicen que cooperaba con los traidores. Débile! Tuve que haber previsto eso. Estaba tan preocupada por alejarlas lo más rápido posible que no me detuve a considerar el momento apropiado. —Escuché que había sido asesinada por ver algo que no debía —dice Tephanie mientras me acerca una copa de vino tibio. Mi cabeza se levanta de golpe para estudiarla más de cerca, pero no parecía estar insinuando algo. —¿Dónde escuchaste eso? Se estremece. —Los sirvientes estaban hablando cuando traje su bandeja. No digo nada y tomo un sorbo de vino, tomándome un momento para componerme. Los ojos de Jamette se abren ampliamente. —Tal vez los fantasmas la atraparon. Contengo un suspiro. ¿Debo sacrificar dormir por completo para poder estar al día de todo lo que sucede en este castillo? —¿Qué fantasmas? — pregunto. —Los de la torre antigua. Está realmente embrujada. Muchos han escuchado a los fantasmas gemir, lamentarse y hacer sonidos terribles. Tephanie se persigna, luego se gira hacia mí. —Aquí está su camisa limpia, milady. Bajo la copa de vino y me despojo de mi bata. Las mejillas de Tephanie se sonrojan por vergüenza, mientras me ayuda a cambiarse. —Milady está adelgazando —murmura—, debe intentar comer más.

Aunque no puedo evitar desear que fuera menos observadora, de forma inexplicable me conmueve que lo note. —No ayuda para nada que insista en usar todas estas prendas oscuras — dice Jamette, sosteniendo un vestido con patrones de brocados negros—. La hace ver extremadamente pálida. —Lo que le irrita es que tengo una complexión más favorable que ella. —Temo que mi tiempo en el convento de Santa Brigantia ha disminuido mi amor por los lujos materiales —le digo. Desde mi reincorporación a la casa de d’Albret no he usado otra cosa más que colores sombríos; no por alguna piedad recién descubierta, sino por respeto a todos los que d’Albret ha asesinado. Tephanie me pasa la cadena de plata de la cual cuelga mi crucifijo especial y me ayuda a abrocharla en mi cintura. La cadena sostiene también nueve cuencas de vidrio de un rosario, una por cada uno de los antiguos santos y todas llenas de veneno —Si nos apresuramos —dice—, podemos asistir a la misa de la mañana. Le lanzo una mirada —¿Quieres ir a misa? Se encoge de hombros. —Parece un buen día para hacerlo. —Tephanie, mi ratoncita, ¿Por cuál perdón debes orar tú? —Sus pecados solo pueden ser aquellos de un niño pequeño: querer un dulce o un nuevo vestido. Pero se sonroja avergonzada, y me lleno de culpa por haberla molestado—: Ve —le digo—, ve a misa. Su cara se paraliza. —¿Quiere decir, sola? —Yo no deseo orar por perdón. —Aunque el Padre Celestial lo sabe, usted lo necesita más que nadie — murmura Jamette. Finjo no escucharla pero lo añado a su larga lista de transgresiones.

—Espera —le digo a Tephanie—. Tienes razón. Con rebeldes y fantasmas merodeando en cada rincón, no es seguro deambular por los pasillos de este castillo. —No captan mi ironía, pero la verdad es que tenemos más que temer de aquellos que aclaman protegernos que de cualquier rebelde o espíritu. Me acomodo la falda y me apresuro hacia uno de mis baúles. Saco dos de mis cuchillos pequeños y me volteo hacia ellas. Los ojos de Tephanie se amplían —¿De dónde sacó eso? —pregunta. —De mis hermanos, tonta, ¿de dónde crees? Toma —le paso uno a ella—. Llévalo en la cadena de tu cintura. Tú también —le doy el segundo a Jamette—. Ahora, apúrate o te perderás la misa. —le digo a Tephanie. —Pero… —Cuando termines, reúnete con nosotros en el solar. —Dándome cuenta de que nunca se iría hasta que se lo ordenará, añadí—. Te puedes retirar. Después de un momento de duda, suelta una reverencia y luego, aun aferrándose a su cuchillo, sale apresurada de la habitación. Cuando ya no está, me siento para que Jamette pueda acomodar mi cabello. La verdad es que yo puedo hacer un mejor trabajo, pero le fastidia tener que servirme, así que disfruto darle esa tarea. Casi no vale la pena, ya que, intencionalmente, no es cuidadosa, y hay algunos días, como hoy, cuando temo que arrancará todo el cabello de mi cabeza. Me hace añorar a Annith e Ismae, sus manos gentiles y gestos calmantes. Sin mencionar su agudo ingenio. Mi corazón se tuerce con añoranza, caliente y amarga. Al mirar su reflejo en el espejo con resentimiento, veo que lleva un nuevo anillo en su dedo, hecho de perlas y un rubí. Un premio, sin duda, por entregar reportes de mis movimientos y acciones a mi padre. No puedo evitar odiarla por eso; ya me siento atrapada y sofocada. Saber que ella vigila cada uno de mis movimientos me hace casi imposible respirar.

Después de vestirme y romper mi ayuno, no hay nada más que hacer que unirse a las otras señoritas en el solar. No me atrevo a espiar hoy, ya que mi padre y sus hombres estarán sin duda extra alertas en los días por venir. Debo estar contenta con lo que logré ayer, ya que logré mucho, me recuerdo a mí misma. Salvé a la duquesa de la trampa de d’Albret y puse a Tilde y a Odette a salvo. Hay muchas semanas en las que no se me conceden tales victorias. Con un suspiro resignado, tomo mi cesta de bordar. Al menos tendré algo entretenido en lo que ocupar mi mente: planear cómo asesinar a los dos barones marcados. Sonriente, abro la puerta de mi recamara y casi me choco con —¡Julián! —digo, toda la alegría que había sentido se convierte en polvo—. ¿Qué haces aquí tan temprano? —He venido a desearte un buen día, bella hermana. —Mira hacia Jamette, quien lo mira con ojos de becerrito—. Debemos hablar en privado por un momento, si me lo permites. Decepcionada, ella hace una cortesía y antes de que pueda pensar en alguna excusa para mantenerla cerca, se va. —¿Que sucede? —pregunto. Mi rostro es el retrato de la preocupación. El rostro de Julian permanece cuidadosamente en blanco. —¿Dónde estabas anoche? Mi corazón retumba dolorosamente contra mis costillas. —Estaba aquí en mi cuarto, ¿dónde estabas tú? Ignora mi pregunta. —¿Entonces por qué no contestaste cuando toqué la puerta? —Tome una infusión para dormir por el tremendo dolor de cabeza que tenía. El rostro de Julian se suaviza y levanta su mano para acomodar un mechón suelto de mi cabello. —Pude haberte ayudado a calmar el dolor, de haberlo sabido.

Con todos mis secretos que él mantiene en la balanza, le sonrío y le golpeo juguetonamente el pecho. —Entonces, la próxima vez, toca más fuerte. Cuando él sonríe de vuelta, sé que me cree. Mientras levanta mi mano y deposita un delicado beso sobre ella, me pregunto (por enésima vez) cómo diantres permití que el convento me convenciera de regresar a mi familia.

Capítulo Cinco Traducido por Pandita91

DESPUÉS DE UNA SEMANA DE LLUVIAS y de estar atrapada dentro del castillo con d’Albret y sus fuertes sospechas, estamos todos con la paciencia al límite. Yo incluso más que los demás, ya que tengo dos asesinatos que estoy ansiosa por realizar, y es imposible hacerlo con tanta gente alrededor. Ya que no he tenido más que tiempo en mis manos, he considerado mis opciones cuidadosamente. La hermana Anette cree que armarme fue un gran desafío, ya que pocas de las Doncellas de la Muerte han tenido que mantener un papel tan engañoso por tanto tiempo. Me dio casi una docena de cuchillos, la mayoría delgados y largos, fáciles de ocultar. He perdido cuatro de ellos en el camino, teniendo que dejarlos con sus víctimas. También tengo un brazalete grueso de oro que sostiene un alambre de garrote, pero no tengo ballesta ni rondeles arrojadizos, ya que son muy difíciles de ocultar o explicar. Dado a que estos barones son aliados de mi padre, debo ser sutil. Si dejo un rastro de hombres asesinados detrás de mí, d’Albret pondría patas arriba su casa buscando al responsable. Una puñalada podría ser culpa de alguna pelea de soldados en el cuartel o un ladrón en la noche, pero un garrote nunca lo sería. Y dos incidentes como ese pondrían a d’Albret suspicaz y cauteloso. Aunque el veneno es mi arma menos favorita, a menudo es la mejor opción cuando la sutileza es requerida. Además, con la plaga llegando tan pronto desde Nantes, sería fácil hacerlo parecer como si estos hombres simplemente enfermaron y murieron.

Hacerles llegar el veneno es más difícil de lo que debería. No puedo simplemente esconderlo en su comida ya que comen con el resto de los miembros de la casa, y por más que me desagraden, no estoy dispuesta a envenenarlos a todos. Al menos no aún. Podría colocar una vela llena de susurros nocturnos en cada una de sus recamaras, pero había una gran probabilidad de que algún pobre sirviente las encendieran para ellos y respirar sus humos mortales, y no tenía deseo de ver más inocentes morir. Sería posible visitar a uno de ellos llevando una jarra de vino envenenado y seducción prometedora, pero no funcionaría para ambos. También sería difícil de preparar, ya que Jamette se adhiere a mí como espina enterrada en carne magra. Julián también me observa más de cerca que lo normal, desde que me encontró en la Torre Norte. Entonces sería la trampa de San Arduinna, pero tendría que ser cuidadosa al escoger cuál de sus objetos personales envenenar; debía asegurarme que solamente las víctimas las tocaran. Al final, es Julliers quien me da la solución a mis problemas. Es delicado con sus manos y tiene más guantes que yo vestidos. Temprano, una noche, encuentro bastante fácil salir del gran salón y escabullirme dentro de los cuartos de los dos barones mientras ellos y sus escuderos cenan y aplicar el veneno en el interior de sus guantes de caza. Aun así, es algo arriesgado ya que me encuentro con Jamette en mi regreso al gran salón. —¿Dónde has estado? —pregunta. —Fui al baño —le digo secamente—. ¿Debo invitarte a acompañarme la próxima vez? Arruga su nariz y empieza a caminar a mi lado. El pequeño envase de veneno pesa en mi bolsillo, un peso que prefería haber llevado a mi cuarto lo más pronto posible. En vez de eso, con Jamette descubriéndome, no tengo más opción que regresar al pasillo con la evidencia de mi crimen aún encima de mí.

Dos días después, al fin cesa la lluvia, y todos estamos ansiosos por salir del palacio, el cual había empezado a sentirse como una prisión. Julián, Pierre y algunos barones, Julliers y Vienne entre ellos, han programado una cacería, y no fue difícil hacer que nos invitaran a mí y a mis chicas a ir con ellos. Por supuesto, no necesito estar en la cacería para que el veneno funcione, pero prefería ver el trabajo culminar. Además, siento que me volvería loca otra vez si no salgo del castillo, aunque sea por algunas horas. Los cazadores cabalgan al frente, seguidos por los ayudantes y sus perros, quienes se agitan, ladrando y aullando en su ansiedad por ser soltados de sus cadenas. Me aseguro de estar cerca de Julliers y Vienne, pero evitando cuidadosamente poner atención alguna sobre ellos y que alguien note mi actitud. Pierre había estado ansioso por un venado, pero el rastreador fue incapaz de encontrar su rastro. Lo que quizá es bueno, ya que el suelo está denso y lodoso después de más de una semana de lluvias, y los caballos podrían ceder fácilmente y arriesgarse a romperse una pata si nos dispusiéramos a perseguir venados. En su lugar, cazaremos presas pequeñas, para eso han traído a nuestros halcones. Mi ave está posada en mi muñeca, con su pequeña capucha de cuero y sus brillantes plumas rojas y azules cubriendo sus ojos y manteniéndola calma durante toda la conmoción. Julián me la regaló en mi doceavo cumpleaños. Cuando huí al convento, él cuidó de ella durante los tres años en los que no estuve, como si supiera que regresaría. Cuando regresé, se había acostumbrado tanto a él que primero se posaba solamente en su muñeca, y no en la mía. Justo en las afueras de los muros de la ciudad, mi halcón se agita, girando su cabeza de un lado a otro causando un tintineo con las pequeñas campanas en sus cadenas. Hemos llegado al mismo lugar donde los hombres de la duquesa encontraron su muerte algunos días atrás. El desgarrador bramido del último hombre cayendo aún hace eco en mis oídos, desconcertándome.

—¿Está todo bien? Levanto la mirada y veo que Julián ha acercado su caballo al mío. Le lanzo una mirada, con cuidado de ocultar mi agitación y llenar mi expresión con fastidio. —¿Además de que la mitad de nuestro grupo sean unos tontos? Sí, a excepción de eso, todo bien. Sonríe. —Me alegra que decidieras venir. Me habría muerto de aburrimiento de lo contrario. Incluso habría sido capaz de dispararle a uno de los barones, solo para entretenerme. Estarían todos agradecidos si supieran que tu presencia los ha librado de tal destino. Sus palabras golpean como un látigo de inquietud. ¿Está indagando? ¿Sospecha que estoy involucrada en las muertes dispersas en nuestro grupo durante los meses pasados? Doblo mi boca en una sonrisa cruel. —No sientas que debes resistir dispararles por mi culpa. Podría disfrutar algo de entretenimiento también. Julián se ríe, un sonido tan rico en calma que alivia gran parte de mis preocupaciones. —Ver a Pierre seducir a la esposa del Barón Vienne debajo de sus narices debe ser lo suficientemente entretenido. Volteo mi mirada hacia Pierre. Coquetea descaradamente con una dama en terciopelo bermellón. No puedo evitar preguntarme qué ve en él. Es de músculos gruesos y de torso cuadrado como nuestro padre, lleva el pelo negro y lacio. Su boca es gruesa y roja, como la de una chica. No hay amor entre Pierre y yo. Cuando tenía doce años, quería probar a todos que no era un chico, sino un hombre, y así lo hizo forzando mi primer beso cuando yo tenía tan solo nueve años. Estaba tan sorprendida por el beso, tan ofendida y anonadada por la violación hacia mi persona, que tomé represalias de la única forma que sabía: le devolví el beso. No fue tan simple como devolvérselo cuando me

besaba. No, en vez de eso, esperé hasta que estuviera ocupado limpiando la armadura de nuestro señor padre, acercándome a él como había visto a Marie, la criada del piso de arriba, hacer con uno de los hombres de armas, tomé sus suaves mejillas y lo besé de un golpe y de forma sonora en los labios. La cicatriz que adorna su ceja izquierda es donde lo golpeé con la vaina de nuestro padre cuando intentó forzar un segundo beso. Pero aunque raramente me siento agradecida con Pierre, hoy lo estoy. Si Pierre corteja a la esposa de Vienne, cualquier sospecha de la muerte de su esposo caerá en sus hombros y no en los míos. Volteo hacia Julián con una sonrisa maliciosa. —¿Cuánto tiempo le tomará al barón Vienne darse cuenta de lo que hace Pierre? Julián sonríe de vuelta. —No mucho, ya que Pierre no disfrutará realmente hasta poder restregarlo en sus narices. Ahora que hablamos del barón, permito a mi mirada dirigirse hacia él y a Julliers. Puedo sentir el pulso acelerado de sus corazones —como si dos caballos galoparan a la distancia, más allá del verdadero sonido. Gotas de sudor han empezado a formarse en la frente de Julliers, pero Vienne no muestra señales de angustia. Es más pesado que Julliers, así que sin duda necesitará más tiempo para absorber más veneno antes de que sus síntomas comiencen a presentarse. Antes de que Julián o yo podamos decir algo más, el cazador suena su cuerno. Es hora de cazar. Le quito la capucha a mi halcón y sacude sus alas a la espera, su agudo ojo escanea todo el campo. La lanzo de mi brazo, dolorosamente celosa de su libertad mientras se eleva alto en el cielo, dando una vuelta tras otra, buscando a su presa. Pero yo tengo mi propia presa. Ambos barones han ido decayendo, el brazo izquierdo de Julliers cuelga inútil a su lado. Si está experimentando entumecimiento en sus extremidades, ya no falta mucho.

Entonces el cazador suena su cuerno de nuevo, y los sabuesos son liberados de sus correas, el enjambre de perros corre hacia la parte más baja de la maleza para movilizar a las presas. Un golpeteo frenético de alas los sigue. Como pesadas piedras lanzadas en una cubeta, los halcones caen en picada del cielo y se lanzan hacia su presa. Una serie de golpes suaves empieza a sonar. Pero un halcón —el mío— aún se mueve; un conejo solitario también ha salido huyendo del arbusto. El chillido moribundo de la pobre criatura es doloroso en el silencio del bosque, y cada nervio de mi cuerpo se eriza, ya que el sonido hecho por un conejo moribundo es sorprendentemente parecido al hecho por un hombre moribundo. Al retornar el halcón, extiendo mi brazo y contengo mi aliento, a la espera de ver a qué brazo regresa. Cuando aterriza en el mío, decido que es un presagio de buena fortuna. Observo una vez más a los dos barones, y me pregunto de nuevo por qué Mortain los ha marcados para morir y no a d’Albret. Sus pecados y traiciones son más pequeños comparados con los de él. Me estaría cuestionando la existencia misma de Mortain si no necesitara desesperadamente creer en Él. Ya que si no es mi padre, d’Albret lo es, y eso no lo podría soportar.

Cargados de placer por nuestra cacería matutina, nos devolvemos al castillo. Julliers le ha dado su halcón a su mozo para que lo cargue, y Vienne se tambaleaba como borracho sobre su silla. Aunque me alegra mucho que el veneno funcione, siento una pizca de arrepentimiento por no poder usar mis cuchillos. Ellos ofrecen una muerte más rápida y limpia, y no tengo apetito por las largas muertes de barones blandos y mimados.

Todos están felices por la mañana, excepto Jamette, cuyo pequeño azur atrapó nada más que un campañol. —Es bueno que no tengamos que comer solo lo que atrapamos —le digo en broma. Me mira fijamente, lo que me hace reír a carcajadas. Estamos cerca de los muros de la ciudad cuando siento algo observándome. No es Julián, ya que Jamette está ocupada tratando de sacarle conversación. Tampoco es Pierre, quien se ha aprovechado completamente de la decaída de salud de Vienne y prácticamente le hace el amor a su esposa a plena vista de todos. Miro sobre mi hombro, pero no hay nadie ahí. Veo sobre mi hombro una vez más. Cuando lo hago, un cuervo revolotea desde un árbol lejano a uno más cercano. Su ala izquierda está doblada, como si hubiera estado rota alguna vez. «Merde.» Me volteo de regreso. Es mi propio cuervo. Al que la Hermana Widona había rescatado y mantenido en una jaula cuando llegué la primera vez. Ella había usado a la herida y asustada criatura para sacarme del pantano en el que mi mente había caído. Sin ese cuervo, quizá aún estaría ahí. El convento me ha enviado un mensaje. Han pasado cuatro largos meses desde la última vez que escuché de ellas y casi había perdido la esperanza de que lo hicieran de nuevo. Pero ahora hay un mensaje. Mi espíritu vuelve como lo habían hecho los halcones momentos atrás. Quizá la vieja Hermana Vereda ha visto lo que yo no pude: la muerte de d’Albret. —Luces inquieta. —La voz de Julián me trae de vuelta de mi ensueño. El cuervo no podía haber aparecido en peor momento. —Para nada —digo. Siempre celosa de la atención que Julián me presta, Jamette mete su larga nariz—. ¿Por qué la sigue ese cuervo? —pregunta.

—Alucinas —me burlo—. No me sigue. Creo que está detrás de ese campañol que atrapaste. —No, no —dice ella, y mi mano pica por cachetear su tonto rostro—. La está siguiendo ¡Mira! El cuervo revolotea a otro árbol más cercano. —Tss ¿No se da cuenta el humilde cuervo que está muy por debajo de la atención de mi hermana? Aquí —Julián mueve su mano hacia las cadenas de su halcón—. Despacharé a la grosera criatura por ti. —¡No! —digo, bruscamente. Levanta una ceja hacia mí, y me da una fría sonrisa. —¿Qué he de hacer con un cuervo? ¿Ponerlo en un pastel junto al campañol de Jamette? Además —añado con todo aburrido—, está herido o trastornado. Ningún cuervo sano estaría así de cerca de halcones. ¿Ves cómo sostiene su ala? Déjalo en paz. O —digo, con una sonrisa desafiante—, mejor aún, intenta atraparlo. Así podré regresar al castillo primero y vencerte. Con la propuesta del desafío, golpeo con mis talones al caballo y salgo disparada. Una décima de segundo después, me siguen los demás. Incluso dejo ganar a Julián.

Cuando llegamos al castillo, le entrego mi halcón al mozo, luego me bajo del caballo. Mi mirada escanea el horizonte buscando al cuervo, casi temiendo que aterrice en mis hombros frente a todos. Debo pensar en una forma de obtener el mensaje sin la mitad del castillo observando. Jamette permanece cerca del establo aun intentando coquetear con Julián, y Tephanie no está por ningún lado. Quizá pueda robarme unos minutos a solas en mi cuarto y sobornar a la desdichada criatura para que venga a mi ventana lo suficiente para remover el mensaje que lleva consigo. Dejando a

los otros para su propio entretenimiento, abandono los jardines, entro al palacio y me dirijo a las escaleras. Nadie me sigue. Mi suerte se mantiene, y cuando llego a mi recamara, está vacía. Me dirijo directamente a la ventana y la abro; pero no hay señales del cuervo. Espero unos segundos más, esperando que me encuentre, y escucho un graznido y veo un aleteo de alas negras. Pero es muy tarde. Puedo escuchar a Jamette y a Tephanie en la puerta de la recamara. Cierro la ventana de golpe y también las gruesas cortinas de terciopelo. —¿Qué está haciendo? —pregunta Jamette mientras entra a la recamara—. Ahora está muy oscuro aquí. Coloco mi mano en mi sien. —Tengo dolor de cabeza —digo de mal humor. Una mirada de genuina preocupación aparece en la redonda cara de Tephanie mientras se apresura a mi lado. —¿Debo traerle una tisana? ¿Agua de lavanda? Podría enviarlas a buscar algo de tisana o vino caliente, pero eso requeriría solamente a una de ellas. Además, Jamette permanecería en el pasillo con su larga oreja contra la pared. —Estaba bien momentos atrás —señala ella. Atravieso a Jamette con una mirada cruel. —¿Lo estaba realmente? ¿Estabas prestando atención para saberlo? Se ruboriza al recordar lo poco que me había atendido. Entonces tomo una decisión. —Voy a salir. Jamette me mira boquiabierta. —¡Pero le duele la cabeza! —Sí que me duele. Creo que es tu voz chillona y el vil perfume que portas, por lo que necesito aire fresco.

Su boca se cierra de golpe, y siento un pequeño toque de culpa, porque su esencia está bien. Luego recuerdo que reporta cada uno de mis movimientos a mi padre, y mis arrepentimientos se evaporan. Afuera, el día se ha puesto tempestuoso, el viento demuestra que febrero si es el mes de los torbellinos. Al igual que las hojas y ramas que bailan en remolinos sobre el patio, la esperanza baila dentro de mí. Quizá d’Albret está marcado de alguna manera que no puedo ver, pero la hermana Vereda con su habilidad de vidente sí puede ver. El pensamiento de finalmente ser capaz de moverme en contra de él me llena de oscura alegría. Si al fin soy capaz de asesinarlo, la duquesa y el reino estarán a salvo de su asfixiante ambición y brutales costumbres. Quizá incluso puedo arreglar que mis hermanas vengan al convento a culminar su educación. No para entrenarlas en el arte de asesinar, sino porque la mayoría de las cosas que las monjas nos enseñan son muy parecidas a la educación que reciben las mujeres nobles. Incluso estarían a salvo de Pierre y Julián. Aunque no creo que Julián les haría daño. Al menos no intencionalmente. Los jardines están desiertos, ya que nadie es tan tonto como para aventurarse en este lugar crudo y estéril. Respiro lentamente y me deleito en la soledad. Siempre me está atendiendo alguien; mis doncellas, mis hermanos, algunos enganchados de la corte de mi padre, y ansío soledad. Eso y libertad. Echo un vistazo hacia arriba y trato de evocar la sensación que tuve cuando mi halcón despegó de mi muñeca, pero no puedo. En cambio, un sonido irritable me trae de vuelta a la tierra cuando Monsieur Crow aterriza sobre una rama frente a mí, luego inclina su cabeza, como si se preguntara por qué he tardado tanto. —Mira quién lo dice —le regaño, pero él sabe que no lo digo en serio y se acerca de un salto. A medida que avanzo hacia la rama, veo que la nota se envuelve con fuerza alrededor de su tobillo y está cubierta con cera negra, así solamente alguien que esté demasiado cerca podría ver que llevaba un mensaje. Deslizo mi cuchillo fuera de su vaina, y el ave objeta. —No tengo otra forma de quitártelo criatura tonta. —Un rápido desliz de cuchillo después, la cera se hace pedazos y puedo desenredar la nota de su pata. Mientras la

introduzco en la funda de mi cuchillo en mi muñeca, el cuervo me observa esperando una recompensa—. No tengo nada para ti hoy; lo siento, ahora vete. ¡Rápido! Antes de que hagas que nos asesinen a los dos. —Sacudo mis manos hacia él y solo salta un arbusto más allá—. ¡Sshh! —digo, y con un graznido de reproche, se lanza hacia el cielo y desaparece sobre el muro del castillo. —¿Hablando con cuervos, milady? La profunda voz de Bertrand de Lur casi me hace saltar. En su lugar, utilizo el movimiento de sobresalto para voltear con gracia y enfrentarlo. —Eso te hará ganar una reputación de brujería —dice. Inclino mi cabeza y le sonrió burlonamente. —¿No dicen eso ya? Inclina su cabeza, estando de acuerdo. —Aun así, no es seguro para usted estar aquí sola, milady. —Si bien su voz es rica y cultivada, hay algo en la forma en la que dice milady que hace que las palabras se sientan como un insulto. O tal vez solo se siente así porque su lujuria es tan espesa que se extiende y me envuelve como un manto. ¿Cuánto tiempo se ha sentido así? —¿Dónde están sus asistentes? —pregunta, con voz dura. Aunque no me preocupo por Jamette, no puedo entregarla a la amenaza que veo acechando en su mirada. —Les ordené dejarme sola. Tengo dolor de cabeza y necesitaba aire fresco. Echa un vistazo alrededor de esa sección aislada del jardín, sin perder nada de vista —Habría pensado que la belleza de milady atraería a un ruiseñor o a un pardillo, no a un cuervo desaliñado. —Se acerca más y, por primera vez, desconfío. ¿Piensa que soy un bien dañado y que por eso puede tomar libertades sin temer una represalia por parte de mi padre? —No es seguro estar sola aquí, no con todos los hombres de armas que hemos puesto de guardia. Cualquiera de ellos podría acercarse a usted y ser tentado a aprovecharse de su soledad desatendida. —Da otro paso más hacia mí.

Debido a que deseo alejarme de él, me obligo a avanzar hasta que solo nos separa un estrecho espacio. Miro fijamente a sus ojos —¿Realmente cree que alguno de estos hombres sería tan tonto para arriesgarse a recibir la ira de mi padre de tal manera? Seguramente no desearían ver sus tripas guindando de las paredes del castillo, ¿no? Hay un largo momento de silencio, finalmente asiente. —Tiene un buen punto, milady. Venga, la escoltaré hacia su señor padre. Un frío goteo de miedo se desliza en mi vientre —¿Mi señor padre desea verme? —Me odio a mí misma por preguntar, porque muestra mi debilidad, pero no lo puedo evitar. Nunca es prudente vagar por la guarida de d’Albret sin estar preparado. —No compartió sus razones conmigo, no. Pero él lo sabe. Puedo verlo en su mirada. Y luce precisamente como si se estuviera regodeando. Recuerdo la orden del convento escondida en mi funda y me permito una pequeña sonrisa secreta cuando él toma mi brazo y empezamos a caminar hacia el palacio. El viaje hasta los aposentos de d’Albret dura una eternidad y me recuerda a cómo debe sentirse un hombre caminando hacia la horca. ¿Cuánto tiempo estuvo De Lur mirándome antes de hacerme notar su presencia? ¿Pensó quizás que estaba espantado a un cuervo, o alimentándolo, quizás? ¿O me vio tomar el mensaje de la pata de la criatura? ¿Y qué hay de d’Albret? ¿Ha encontrado alguna razón para vincularme a la huida de la duquesa? Fui muy cuidadosa. Muy, muy cuidadosa. Debo seguir haciendo todo lo que esté a mi alcance para asegurarle que estoy comprometida con su causa para que no tenga la guardia alta cuando por fin pueda actuar. Para alejar mi mente de su incesante preocupación, anticipo todas las formas en que podría matar a d’Albret. Sería tan satisfactorio ahogar la vida en su interior con un garrote alrededor de su gordo cuello. O filetear su gran barriga blanca como a un pez. Pero hay un peligro en esos métodos, ya que requieren que esté muy cerca de él, y tiene una fuerza extraordinaria por lo que podría superarme. Veneno o una ballesta serían lo más seguro.

Demasiado pronto, llegamos a nuestro destino, y el capitán De Lur anuncia mi llegada. Manteniendo mi cabeza en alto y deseando que mi corazón deje de latir de forma salvaje y errática, entro a la habitación.

Capítulo Seis Traducido por Alfacris

TAL ES LA FUERZA DE LA PRESENCIA DE D'ALBRET, que ha logrado manchar incluso la rica opulencia del elegante palacio del duque Francis. Todo, desde los frescos de las paredes hasta las cabezas de ciervo talladas que brotan de las estructuras ornamentales sobre la repisa de la chimenea, parece morboso y levemente amenazante. Me doblo en una profunda reverencia. —Mi señor padre, ¿cómo puedo servirle? —Debido a que mostrar demasiada humildad y obediencia ciega sonaría falso, levanto los ojos y permito que se llenen con una pizca de burla al encontrarse con su fría y sosa mirada. —Mi hija pródiga se ha dignado a hacerme una visita. ¿Dónde estaba? —pregunta d'Albret al capitán, sus ojos nunca dejan los míos. —En el jardín, hablando con un cuervo. D'Albret arquea una espesa ceja negra y me encojo de hombros como algo avergonzada. —Mi tiempo en el convento de Santa Brigantia me ha dado un aprecio por las cosas salvajes, mi señor. —Porque esa es la mentira que la abadesa y yo inventamos para explicar mi larga ausencia de la casa de d'Albret: que me había retirado con las hermanas de Brigantia para curación y entrenamiento. D'Albret bufa con disgusto. —Te han ablandado. —Se dirige a uno de los guardias en la puerta—. Ve a ver si puedes encontrar ese cuervo y atraparlo. Tal vez se lo dé de comer para su cena. —Un débil aleteo de consternación se mueve en mi pecho, pero ojalá el tonto pájaro ya se haya ido. Si me veo obligado a comer mi cuervo, seguro que lo volveré a verter, y lo haré en las botas de cordones de d'Albret. Pensar en eso me da un poco de coraje y puedo encontrar su mirada con verdadera diversión en la mía.

El guardia se inclina una vez, luego se va. —Revísala —ordena d'Albret a De Lur. El capitán mira con incertidumbre a D'Albret. Ante el asentimiento del conde, De Lur lentamente sonríe, luego se mueve para pararse frente a mí. El cerdo sonríe poniendo sus manos sobre mis hombros y luego los baja por mis brazos, sintiendo cada centímetro de mi piel debajo de la tela de mis mangas. Me rehúso a darle la satisfacción de estremecerme ante su toque. En cambio, me divierto preguntándome si De Lur intentará evitar que cumpla la orden del convento de matar a d'Albret. Si lo hace, quizá tenga que matarlo también. Cuando su mano se conecta con la funda atada a mi muñeca izquierda, sus cejas se levantan sorprendidas. —¿Qué es esto? —No es más que mi cuchillo, mi señor. ¿No esperará que un d'Albret vague desarmado? Él comienza a levantarme la manga. —Cuidado —le advierto—. Es muy filoso. Eso le da un momento de pausa. Mientras él todavía está tratando de decidir si lo he amenazado, busco mi cuchillo. Cuando mis dedos se cierran alrededor del mango, deslizo cuidadosamente la pequeña nota enrollada contra mi palma antes de desenvainar la hoja. Mira cautelosamente el filo, luego mete dos dedos en la funda de cuero de mi muñeca y comienza a hurgar. Echo una mirada molesta a d'Albret. — ¿Es apropiado que él disfruta ésto tanto? —Te dije que la revisases, no que le hicieras el amor —dice d'Albret —. ¿Te gustaría si le hiciera lo mismo a tu hija, eh? —La amenaza es inconfundible y los movimientos de De Lur se vuelven mucho más circunspectos.

Sin embargo, cuando llega a mi trasero, no puede resistir la tentación de pellizcar mis nalgas. Entonces me doy cuenta de que todavía estoy sosteniendo mi cuchillo y ejerzo toda mi fuerza de voluntad para no hundírselo en las entrañas. Muevo mi mano, en cambio, como para devolver el cuchillo a su funda, pero no levanto la hoja lo suficiente. La punta de ésta rasga su mejilla. Maldice y me empuja mientras se lleva la mano a la cara. —Le advertí que estaba afilada. Sus fosas nasales brillan con furia y mira a d'Albret. —No lleva nada —dice—, más que una pequeña daga y un corazón aún más pequeño. Sonrío como si sus palabras me hubieran complacido mucho. D'Albret le hace un gesto para que retroceda. —Te alegrará saber que finalmente he encontrado una utilidad para ti, hija. Mi corazón da un lento latido de terror, porque sé que D'Albret cree que las mujeres solo tienen dos propósitos: tener hijos y aplacar su lujuria. Con sus propias hijas, a regañadientes, se permite una tercera: ser utilizada como una pieza de negociación en matrimonios que aumentarán su riqueza y poder. Es la nota del convento lo que me da el coraje de levantar el mentón y sonreír dulcemente. —No puedo pensar en nada que me genere mayor placer, milord, que servirle. —Todavía tengo que descubrir quién reveló nuestros planes a la duquesa y darle su escarmiento. Deseo observar a los barones de Nantes más de cerca. Tal vez uno de ellos finge lealtad hacia mí y luego les informa todos mis planes. Con esta sospecha en mente, te relacionarás íntimamente con el Barón Mathurin. Mantengo mi rostro perfectamente inmóvil. Este es un nuevo descenso, incluso para él: prostituir a su propia hija con fines políticos. — ¿El gordo con el mentón doble? No estoy segura de que tengamos que convertirnos en íntimos para poder extraerle sus secretos —digo a la ligera.

D'Albret se inclina hacia adelante, con su negra barba rizada. —¿Te niegas? —Por supuesto que no. —Mi corazón late más rápido ahora, porque soy muy consciente de lo que les sucede a quienes lo rechazan. D'Albret ladea la cabeza hacia un costado. —No me digas que tienes escrúpulos de doncellas, porque todos sabemos qué eso es mentira. Sus palabras son como una bofetada en mi cara y me hacen tambalear por un largo y doloroso corredor de recuerdos. Recuerdos tan terroríficos que mi visión se oscurece antes de que mi mente se aleje de ellos. — Simplemente estoy señalando que hay muchos métodos disponibles para extraer la información que desea tener. Satisfecho con mi respuesta, él se reclina en su silla. —Te sentarás a su lado en la cena. Antes de que pueda darme más instrucciones, llega su mayordomo, escoltando a un mensajero cansado y manchado por el viaje. D'Albret agita su mano hacia el capitán y hacia mí. —Déjennos —ordena y el capitán De Lur me saca de la habitación. La desesperación y la frustración amenazan con sublevarse dentro de mí, pero las aplasto. Aunque d'Albret está casi anunciando a sus hombres y vasallos que estoy tan mancillada que no garantiza su protección, no necesito entrar en pánico todavía. Coloco mi mano sobre la funda de mi muñeca, sacando consuelo de lo que se esconde allí y me apresuro a llegar a mis habitaciones.

Llego a mi habitación, donde Tephanie y Jamette se alborotan, cotillean y se sienten terriblemente aliviadas de verme. Irracionalmente, las culpo por lo que me ha sucedido esta tarde. —Preparen un baño, enseguida —ordeno bruscamente.

Cuando comienzan esta tarea, me meto en el guardarropa y retiro la nota de su escondite. Mi mano tiembla mientras desenrollo el mensaje, con cuidado de mantenerlo sobre el orificio de la letrina para que no se puedan encontrar rastros de cera negra y se usen como evidencia en mi contra. Espero que estas sean las instrucciones que anhelo. Por supuesto, la nota está en código. Reteniendo mi impaciencia, rápidamente cuento la secuencia necesaria, pero no tengo tinta ni pergamino, así que me toma demasiado tiempo descifrar el mensaje. —¿Milady? Su baño está listo. ¿Está enferma? —Estoy bien —respondo a la preocupada pregunta de Tephanie—. Excepto que no puedo encontrar privacidad. —Le ruego me disculpe, milady —dice mansamente, y vuelvo a la nota.

Querida hija, Creemos que Lord d'Albret ha tomado prisionero al Barón de Waroch. La duquesa tiene gran necesidad de la Bestia de Waroch si quiere tener alguna esperanza de levantar un ejército contra d'Albret o los franceses. Por lo tanto, te ordenamos que determines si está vivo realmente y de ser así, busques la manera de asegurar su liberación y velar por que lo lleven a Rennes inmediatamente. Abadesa Etienne de Froissard

La incredulidad se agita dentro de mí, y todo mi cuerpo se vuelve caliente, luego frío y luego caliente otra vez. Le doy la vuelta a la nota, esperando haberme perdido algo, luego vuelvo a trabajar con el código una vez más. El mensaje es el mismo. Y no es una orden de matar a d'Albret.

La ira se levanta, tan grande que deja sin aliento mis pulmones. Me prometió que sería un instrumento de venganza divina: que la retribución de d'Albret sería entregada por su propia hija. Esa misma promesa me impidió reír en la cara de la abadesa cuando me contó sus intenciones de enviarme de vuelta a su casa. Esa promesa me hizo redoblar mis esfuerzos para aprender tantas habilidades para matar como pude en mis últimas semanas de entrenamiento antes de dejar el convento. Pero más que eso, su promesa le había dado sentido a todo lo que he sufrido y soportado. Sin ese propósito divino de dar forma a mi vida, no soy más que una víctima desventurada. La ira dentro de mí surge a través de mí una vez más, tan oscura y abrumadora que temo sofocarme bajo su peso. Renunciaré al convento. Ella no puede obligarme a quedarme aquí. Escondida en su pequeña isla, ella ni siquiera sabrá que me he ido. Pero d'Albret sí. Y ningún lugar está a salvo de él, porque su brazo es largo y podría arrebatarme de cualquier lugar de Bretaña o Francia. Ningún lugar es seguro, excepto quizás detrás de las murallas de Rennes y ni siquiera allí si D'Albret decide trasladarse a la ciudad. Y entonces debo quedarme aquí como una crédula sin cerebro. Mi futuro se extiende ante mí, sombrío e interminable. El convento me ha engañado y ahora estoy a punto de ser prostituida por D'Albret mientras teje sus trampas malévolas para sus enemigos. No. Aprieto los puños, arrugando la nota y luego lanzándola al retrete. «No.» Cuando salgo del guardarropa, ignoro las miradas de preocupación de mis doncellas y me quito la ropa antes de que puedan ayudarme. Me paso la siguiente hora fregando de mi piel los esquemas sucios de mi padre y de la abadesa.

No sé cómo voy a sobrevivir a la cena. No puedo evitar preguntarme cuántos saben del papel que d'Albret me ha dado. Tampoco puedo evitar preguntarme a quién me asignará a continuación. ¿Ese tonto Mariscal Rieux? ¿El silencioso y serio Rogier Blaine? Tan pronto como entro al comedor, la mirada de d'Albret está sobre mí, tan fría y muerta como la carne en su plato. Mantengo la cabeza en alto y charlo tontamente con Tephanie mientras me acerco al estrado, luego hago una reverencia. Mi sonrisa es tan quebradiza como el cristal, y tan frágil. Pero perdido en su propio estado de ánimo oscuro, me conduce hacia el Baron Mathurin. Mientras me dirijo a la mesa, me pregunto: ¿cómo se mata a un monstruo como D'Albret, alguien con una fuerza y una astucia casi inhumanas? ¿Se puede hacer eso si el dios de la Muerte no lo desea? ¿Cómo podría acercarme a él? ¿Hacer que baje la guardia? Especialmente cuando no puedo, no quiero usar la seducción, una de mis armas más efectivas. Mientras tomo asiento junto al barón, sus ojos se iluminan. —La fortuna me sonríe, demoiselle. ¿A qué le debo el honor de su hermosa compañía? Quiero sacudirlo y advertirle que no es un honor, sino un reloj mortal. En cambio, le sonrío tímidamente. —Soy yo la afortunada, milord —le digo, luego levanto mi copa de vino y vacio la mitad. Espero que su atención se concentre tanto en mis pechos que él no note que debo emborracharme para soportar su compañía. —¿Se ha recuperado de la cacería de hoy? —pregunta. La pregunta casi me hace escupir. —¿Recuperado, mi señor? — Necesité de toda mi fuerza de voluntad para quitar el desprecio de mi voz

—. Una cacería no es tan agobiante como todo esto. Él se encoge de hombros. —Lo fue para los Barones Vienne y Julliers. Se excusaron de cenar esta noche y los llevaron a sus aposentos. —Bueno, no soy tan débil como ellos. —Ni yo —dice—. De hecho, la tarde me ha agitado la sangre — agrega y no hay error en su significado. Perfecto, ni siquiera tendré que esforzarme para atrapar a este estúpido ganso. Un ruido a risa atrae mi atención al otro lado de la mesa, donde Jamette cuelga de Julián como una pulga de un sabueso. Sintiendo mi mirada en él, Julián levanta la mirada, y nuestros ojos se encuentran. Él me dedica una sonrisa burlona y levanta su copa hacia mí. ¿Lo sabe? Me pregunto. ¿Sabe lo que nuestro padre me pidió que hiciera? Debe sospechar algo, porque sabe que no me gustan los bufones hinchados o los engreídos como Mathurin. Jamette nota que ya no le está prestando atención y sigue su mirada. Sus ojos se entrecierran y es entonces cuando veo que lleva un broche nuevo, un resplandor dorado con un rubí en el centro y me pregunto qué secreto mío ha compartido para ganárselo.

Capítulo Siete Traducido por Pandita91

HE DECIDIDO MANTENER mis encuentros con Mathurin. Incluso interpretaré el papel que me han asignado hasta cierto punto. Luego, cuando haya aprendido todo lo que pueda, le pondré fin a todo esto. Si protesta demasiado o piensa en forzarme a continuar, mucho mejor, ya que podré matarlo por defensa propia. Estoy desesperada por asesinar algo. Cuando llego a la recámara acordada, me detengo el tiempo suficiente para bajar un poco el corpiño de mi vestido y soltar mi cabello. El muy ansioso Baron Mathurin ya se encuentra adentro, su pulso latiendo tan fuertemente con lujuria que apenas puedo escuchar mis pensamientos —¿Te vió alguien? —pregunta cuando entro a la habitación. —No —le aseguro, luego me acerco un poco sacudiendo mi cabello suelto sobre mi hombro. Estira su mano para capturar uno de los rizos —Como seda color ébano — murmura, frotándolo entre sus dedos. Su deseo es un perfume embriagador, ya que sé precisamente que hacer con el deseo. Recorro delicadamente con mi dedo la parte delantera de su jubón, y cerca de su boca, su aliento se le atora en la garganta. Luego lo rodeo con mis brazos y empiezo a jugar con el cabello sobre su nuca. —Apuesto que le dices eso a todas tus conquistas. Parpadea sorprendido, como si nadie lo hubiese acusado antes de tener una lista de conquistas. Me inclino hacia delante y empiezo a acariciar su gran quijada— ¿Sabes qué puso a mi señor padre de tan mal humor esta noche? —pregunto—. Estaba de muy buen humor cuando lo vi en la tarde.

Y aunque el barón y yo estamos solos, sus ojos se pasean por la habitación antes de responder. No es tan tonto como aparenta. —Recibió un reporte que decía que la duquesa fue coronada hoy en Rennes. A pesar de que esta es una buena noticia para la duquesa, me temo que la corona no la salvará de la agresión de d’Albret. Lo único que lo lograría es un esposo fuerte con un ejército de miles para defender su proclama. Me pregunto si el mensajero que le trajo el reporte aún vive, ya que mi señor padre no cree en perdonar al mensajero. —¿Confías en d’Albret para reinar Bretaña? —pregunto, luego me estremezco—. Ya que él me asusta lo suficiente con el poder que posee. No lo puedo imaginar a cargo del ducado completo. Mientras pronuncio estas palabras, puedo sentir el deseo de Mathurin empezar a debilitarse, así que cambio de tema rápidamente para distraerlo. —No tenemos mucho tiempo antes de que mis doncellas vengan a buscarme. Esto lo lanza a la acción, se desenlaza su jubón, luego su delgada camisa de lino. Cuando veo una sombra oscura cubriendo su pecho, mi corazón se eleva. ¡Está marcado! Eso lo simplifica todo. Sonrío, entonces, la primera sonrisa honesta que ha tocado mis labios en todo el día , y doy un paso hacia él, acorralándolo contra la pared para que no caiga todo su peso sobre mí cuando lo asesine. Pero antes de que pueda hacer algo más que sacar el cuchillo escondido en mi manga, jadea, una mirada desconcertada, casi de dolor, atraviesa su rostro. —¿Qué? ¿Qué sucede? —murmuro, sin querer arruinar el ambiente. No responde; en cambio, eleva su mano a su pecho como si le doliera, luego aparece sangre en sus labios. ¡Dulce Mortain! ¿Le está dando un ataque o algo parecido? Como hombre ahorcado al que le cortan la cuerda, colapsa, todo su peso cae sobre mí y casi me hace caer de bruces. Una cosa grande y oscura sale de él.

Esta es la parte que más odio de matar. Tener que soportar la intimidad forzada del alma de la víctima sobre mí, tocando la mía al abandonar su cuerpo. Es tan impactante e indeseado como mi primer beso. Me endurezco y permito a la oleada de imágenes caer sobre mí. El brazo grueso de d’Albret sobre los hombros del barón, atrayéndolo hasta una equivocada sensación de seguridad. Una sensación de satisfacción. De que yo lo elegí a él en vez de a Julliers o a Vienne. Y muy al fondo de todo, un retorcijo de conciencia, por haber traicionado a la pequeña duquesa, muy enterrada por debajo de falsas promesas de que d’Albret le haría un buen esposo. De repente el cuerpo sin vida del barón es lanzado a un lado, y me veo cara a cara con una figura alta y oscura sosteniendo una espada que aún gotea con sangre. —¡Julian! —susurro, asustada hasta la médula. Da un paso adelante, su boca trazada en duras líneas, su rostro entre sombras. —¿Lo has olvidado, hermana? Eres mía. Sus palabras me estremecen hasta los huesos, y cruzo mis brazos sobre mi cintura y sostengo mis codos para evitar que mis manos tiemblen. —Solo mía —dice suavemente, susurrando con la pasión de un amante—. Nadie pondrá su asquerosa boca o torpes manos sobre ti. —Mira hacia el cuerpo y lo golpea con su bota—. Y de seguro no esta cobarde criatura. Ahora entiendo la mirada que me envió durante la cena. No era una promesa de reprimenda. Me adentro rápida y fácilmente en el papel que debo actuar. En efecto, soy tan habilidosa como cualquier alquimista, pero en vez de convertir plomo a oro, convierto mi miedo a osadía, y ciertamente ese es un truco más sorprendente. La sonrisa que le doy es despreciable y llena de fastidio, sacudo mi cabello para el efecto completo. —¿Es eso lo que creíste que estaba pasando, Julian? ¿No me conoces tan bien como aseguras? La furia arremolinada dentro de él se calma un poco. —¿Entonces qué haces aquí?

¿No se ha enterado? Inclino mi cabeza —Nuestro padre me asignó usar mis encantos femeninos para averiguar si Mathurin planeaba traicionarlo con los franceses. Un músculo en su quijada se tensa. —¿Y habrías llegado hasta el final? Como respuesta, levanto el cuchillo que sostengo en mi mano. Sus ojos queman los míos, como si pudiera sacar la verdad desde sus profundidades. —¿De verdad? Me río. No lo puedo evitar. —¿Crees que deseaba perder el tiempo con ese débil, grueso ganso? Julian, ten un poco de fe, al menos en mis gustos. Lanza su espada al suelo, pasa por encima del cuerpo y agarra mis hombros. Mi corazón golpea contra mis costillas mientras me da la vuelta y empuja contra la pared. Se inclina hacia mí. —¿Lo juras? Mi corazón late muy rápido… no debe oler ese miedo. Tomo el miedo y lo uso para aumentar el fuego de mi ira. Lo empujo fuertemente. —Actúas como un tonto. Lo juro por Dios y sus nueve santos. Ahora suéltame, me haces daño… De un momento a otro, su humor cambia. Atrapa mi mano libre y la lleva a su boca. —No debí haber dudado de ti. —Su cálido aliento cae sobre mi mano, voltea mi mano y presiona su boca contra mi muñeca. —No, no debiste. —Jalo mi mano, aliviada cuando la suelta. Para asegurarme de que no la vuelva a tomar, empiezo a recoger mi cabello de vuelta a su lugar—. ¿Cómo le explicaré esto a Padre? Julian cambia su mirada al cuerpo de Mathurin. —Diremos que era culpable, justo como Padre lo sospechaba, y que lo atrapaste en el acto. No tuviste otra opción más que matarlo antes de que le enviara otro mensaje a la duquesa. —¿Otro mensaje?

Los ojos de Julian son ilegibles. —Por supuesto, ya que descubriste que fue el quién advirtió a la duquesa de nuestra trampa fallida. De mala gana admiro la forma hábil en la que Julian ha usado esto para nuestra ventaja. Para mi ventaja, ya que de nuevo, ha encontrado una forma de protegerme de la ira de d’Albret. Pero esto presenta también un nuevo peligro, porque ahora debo asumir que Julian sospecha de que fui yo quien emitió esa alerta. —Me encargaré del cuerpo —añade. Levanto una ceja hacia él y resoplo. —Es lo menos que puedes hacer por tu falta de fe en mí. Toma mi mano. —Un beso —suplica—. Para probar que no estás molesta conmigo. Considero negarme, pero soy una cobarde y no me atrevo, no cuando él podría saber la mayoría de mis más peligrosos secretos. El pánico se sacude por mis venas mientras se inclina y coloca su boca sobre la mía. Le permito a mi mente alejarse de mi cuerpo al igual que el alma de Mathurin al dejar el suyo. Es la única forma en la que puedo tolerar el toque de Julian. No es mi hermano, no es mi hermano. Esa es otra razón por la cual me aferro a mi quebrada creencia en Mortain. Si Él es mi padre, entonces Julian y yo no compartimos ni una gota de sangre.

Julian me envía de vuelta a mi cuarto mientras se queda a limpiar su desorden. Me muevo con dureza, como marioneta atada a sus cuerdas, sintiéndome tan vacía y destripada como el pescado que habíamos cenado. Cuando por fin llego a mi habitación, está vacía, excepto por una criada que prepara la fogata para la noche. Me ve y se aleja, asustada de que una

mirada mía la convierta en sapo, o que le grite por atreverse a respirar el mismo aire que yo. Sirvientes de mi padre han sido castigadas por menos. Me acerco inmediatamente al confort de las brillantes llamas amarillas y me paro tan cerca de su calor como me atrevo. Mis manos tiemblan, cada uno de mis huesos se estremecen, y cada fibra de mi ser me grita que huya. Pienso en el apuro del alma de Mathurin al dejar su cuerpo. Quiero —deseo — dejarme ir de la misma forma con profundas ganas, tan agudas que cortan como cuchilla. Recuerdo estar de pie sobre las murallas y sentir un fuerte sentimiento de libertad mientras sentía la promesa del viento de llevarme muy, muy lejos. ¿Es eso lo que sienten las almas cuando son liberadas de su cuerpo terrenal? Tephanie entra en ese momento. Con sus torpes pies tropezando por el camino. Hace una reverencia apresurada, y se coloca rápidamente a mi lado. —¡Milady! Siento mucho haberla dejado sola. Creí que estaba… — Sacude su mano sin elegancia. Estoy muy cansada y dolida del corazón como para al menos fingir enojarme con ella. —Procura que no vuelva a sucede. —digo, cansada. Su ceño se levanta, preocupada —Si, milady —dice—. ¿Está usted enferma? —No, sólo cansada. —¡Pero está temblando! Un momento, permítame traerle una bebida caliente. Le permito ocuparse de mí, y una vez que me entrega el cáliz, se dirige a colocar la cobertura sobre la cama y a calentar las sabanas. Mientras se mueve silenciosamente por la habitación, me ubico junto a la chimenea y bebo mi vino a sorbos, esperando parar de temblar. Deseo, desesperadamente, darme un baño, pero es demasiado tarde y llamaría

mucho la atención. Aun así, entre la sangre de Mathurin y el beso de Julián, me siento extremadamente tentada. —¿Milady? Cuando levanto la mirada, Tephanie sostiene mi bata para dormir. —¿La ayudo a desvestirse? —Si lo deseas. Sus manos son gentiles mientras me ayuda a quitarme la ropa. A diferencia de Jamette, sabe cómo mantener silencio, y encuentro reconfortante su compañía silenciosa. Mientras hace a un lado mi vestido, llevo mi copa de vino hasta un pequeño cofre de joyas y lo abro. Después de colocar el cáliz en la mesa, saco una pequeña ampolla de cristal de la caja. Es una poción de sueño que me dio la Hermana Serafina como regalo de despedida cuando me fui del convento. No lo dijo, pero pude ver que no estaba feliz con la orden del convento de enviarme tan pronto y sabía que necesitaría ayuda si quería dormir en algún momento. Por un corto momento, considero vaciar todo su contenido dentro de mi vino. Si lo bebo todo, nunca despertaré. Pensar en ir a dormir y nunca tener que enfrentarme más a d’Albret o a la Abadesa o a Julián, es tan seductor como el canto de una sirena. Pero, ¿y que si la Muerte me rechaza de nuevo? Entonces estaré forzada a postrarme, débil y vulnerable, a la merced de otros mientras me recupero. Un pensamiento más aterrorizante. Además, y si el caballero esta de verdad con vida… ¿qué pasará con él si estoy muerta? Echo dos gotas en mi vino, regreso la ampolla a la caja y la cierro. Incluso aún más importante, si estoy muerta, ¿Quién asesinará a d’Albret? Ya que debe morir, marcado o no. Tephanie ha terminado de calentar la cama y viene a soltar mi cabello. Empieza a peinarlo con sorprendente delicadeza, dado lo torpe y extraña

que es. Cierro mis ojos y dejo que sus suaves caricias calmen algo del miedo en mí. Su minuciosidad me recuerda a como Ismae y Annith solían tomar turnos para peinarse y vestirse una a la otra en el convento. Dulce Mortain, como las extraño. Abruptamente, me doy la vuelta —Dormirás aquí hoy. —le digo. Detiene lo que está haciendo y me mira sorprendida. —¿Milady? No le puedo decir que la necesito, que deseo su compañía, así que en su lugar digo: —No me siento bien y requiero a alguien que me atienda durante la noche. Se ve sorprendida, pero a gusto. La boba piensa que este es un gran honor, no un desesperado acto de cobardía, y no deseo arrebatarle esa sensación. Esa noche, cuando Julián llega raspando mi puerta, Tephanie se levanta y va a ver quién es. No escucho lo que dice, ya que mi cabeza da vueltas por la poción de la Hermana Serafina, pero su presencia es suficiente para alejarlo. Ella regresa a la cama y se arrastra de nuevo bajo las sábanas. —Su hermano deseaba saber cómo estaba. Dijo que usted tenía dolor de cabeza durante la cena y quería asegurarse de que ya no lo tuviera —No lo tengo —digo, y me arrimo para que ella tenga el lado más tibio de la cama. Se merece eso, al menos, por espantar a los monstruos.

Capítulo Ocho Traducido por Shiiro

CUANDO ME DESPIERTO por la mañana, en lo primero que pienso es en el caballero que la abadesa desea que libere. Su angustioso gemido de derrota mientras lo derribaban me ha perseguido en sueños. Incluso en el convento, habíamos oído hablar de la poderosa Bestia de Waroch y de cómo su habilidad para congregar a sus hombres—nobles y campesinos por igual—por la causa del duque nos había permitido vencer en las tres batallas pasadas. Mientras escucho los suaves ronquidos de Tephanie, me pregunto por qué el caballero caído se ha apoderado de mi imaginación de esta forma. ¿Ha sido porque luchó con tanta valentía contra un hado tan desfavorable? ¿Por su devoción hacia su joven duquesa? ¿O simplemente porque lo miré a los ojos justo antes de que muriera? Porque está muerto. Vi cómo lo alcanzaban con mi propio… ah, pero Julian llegó justo entonces. Nunca vi el cuerpo sin vida del caballero. Y se dice que los hombres poseídos por el furor de la batalla pueden sufrir mucho daño, pero sobrevivir. Cuando me fui a la cama anoche, juré ignorar el mensaje de la abadesa. Pero ahora, ahora lo único en lo que puedo pensar es en ese noble caballero pudriéndose, o algo peor, en la mazmorra de d’Albret. Pongo uno de mis pies fríos sobre Tephanie y ella se revuelve por fin, la gran babosa. Parpadea un par de veces para deshacerse de la confusión en sus ojos, y luego se acuerda de dónde está y con quién. —¡Milady! Le ruego que me disculpe. He dormido demasiado.

—¿Sabías que roncas? —digo, divertida ante las manchas de color rojo brillante que le surcan las mejillas. Ella desvía la mirada. —Lo siento de veras. Debería haberme tirado de la cama, o haberme despertado de alguna manera. —No he dicho que me molestase, solo que lo haces. No sabe cómo responder a esto, así que se levanta de la cama de un salto, hace una reverencia, y luego se apresura a coger mi túnica de cámara. Justo cuando está a punto de ayudarme a ponérmela, Jamette entra en la habitación hablando a borbotones como un riachuelo. —Los barones Vienne y Julliers han sido hallado muertos en sus cámaras esta mañana… —Cierra la boca de golpe cuando nos encuentra de pie, juntas, sin nada más encima que nuestra ropa interior. Parpadea, abriendo y cerrando la boca mientras busca algo que decir. Como me molesta tanto, alargo el brazo, poso un dedo bajo la barbilla de Tephanie y giro su cabeza hacia mí con delicadeza. —Gracias, Tephanie —digo—. Por todo. —Las mejillas de Tephanie cobran un tono rojo encendido, y me falta poco para reírme y arruinar el efecto que he creado con tanto cuidado. La pobre Jamette parece incapaz de decidir si está impactada o celosa. —Así que ¿quiénes son esos barones cuyas cámaras visitaste anoche? —pregunto con languidez. —No fui yo —replica—. Fueron los sirvientes los que comunicaron que han muerto por la plaga mientras dormían. —¿Podrías traerme el agua? Me gustaría lavarme —digo, con un bostezo adormilado.

—¿Crees que nos contagiaremos? —pregunta Tephanie—. La plaga, quiero decir. La mirada que le echa Jamette a Tephanie rezuma tanto veneno que me sorprende que la otra chica no se marchite de inmediato. Aun así, sí que parece muy avergonzada, y se retira apresuradamente para terminar de vestirse en la intimidad del guardarropa. El enfado de Jamette la vuelve descuidada, y lo salpica todo de agua. —Ten cuidado con lo que estás haciendo —le advierto—. O haré que lo limpies con esa lengua afilada tuya. Nos miramos a los ojos, y puedo ver todos los insultos y acusaciones que le gustaría ladrarme. En lugar de pronunciarlos, murmura para sí misma: —Por lo menos ahora sé por qué ignora a los pocos hombres que le prestan atención. Acaricio con el dedo el brazo de Jamette. —¿No me digas que estás celosa, pequeña? —He encontrado una forma completamente nueva de irritar a Jamette, y pasar horas de diversión sin fin. Ella retira el brazo. —¡Por supuesto que no! —Se gira y cruza la habitación hacia la cómoda—. ¿Qué vestido quiere hoy? —El de satén gris oscuro con la enagua negra. Me ayuda a vestirme, pero sus movimientos son rígidos, y me toca tan poco como puede. Cuando me ata el corpiño, tira con tanta fuerza que casi me parte las costillas. Me aparto violentamente y le agarro la mano. —Con cuidado. Tu deber es asistirme, no hacerme daño. Ella me mira, y puedo sentir cómo se le enciende la sangre en las venas. Tephanie elige ese momento para volver a la habitación con pasos

torpes, ajustándose el cinturón y enganchándose en él el cuchillo que le di. —Suficiente —digo—. Tengo en mente algo más entretenido para nosotras esta mañana. —D’Albret y la mayor parte de la guarnición planean ir a Ancenis hoy para recuperar las tierras del Mariscal Rieux de manos francesas. Lo cual quiere decir que es el día perfecto para sacar a la luz unos cuantos secretos—. ¿De dónde decías que venían los ruidos de los fantasmas? Me gustaría oírlos yo misma. Porque aunque los fantasmas no hacen ruido, los prisioneros sí.

Resulta que se rumorea que los fantasmas han decidido vagar por la vieja torre, el mismo lugar desde el que presencié la batalla. También es el sitio más lógico para encerrar a un prisionero, ya que está bastante lejos de las dependencias y de las áreas más confluidas del castillo. Ninguna de mis doncellas desea verse cara a cara con fantasmas, y ambas deciden esperarme en la capilla al lado de la torre mientras rezan por los barones que acaban de morir. Esto se ajusta a mis propósitos a la perfección, ya que preferiría hacer mis pesquisas lejos de sus ojos inquisitivos. La vieja torre fue construida hace casi doscientos años. Las piedras se han quedado ásperas con el paso del tiempo, y el tejado necesita una reparación. Intento empujar la pesada puerta de madera, y me encuentro con que está cerrada. Se me acelera el corazón por la emoción, ya que cuando estuve aquí por última vez no estaba cerrada. No hay ningún guardia apostado, así que echo un vistazo a través de uno de los agujeros en las gruesas paredes. La torre está embrujada; puedo sentir la presencia gélida de los fantasmas deslizarse a través de las ventanas. Pero los fantasmas no rechinan, ni hacen ningún tipo de ruido.

Miro por encima del hombro hacia el patio. Hay suficientes sirvientes y hombres en armas como para que no me atreva a forzar la cerradura. Ignorando el frío fantasmagórico, busco algún indicio de pulso, pero no importa lo mucho que lo intente, porque mi poder para detectar ese tipo de cosas no puede atravesar tres metros y medio de piedra maciza. Subo por la retorcida escalera externa hasta la pasarela, y me pongo de puntillas para mirar a través de otro agujero. El pequeño rayo de luz apenas disipa la oscuridad. No veo a nadie. Ni guardias, ni prisionero, ni ningún signo de vida. Pero un momento. Un débil eco se despereza, como si llegase desde las entrañas de la tierra mismas, seguido de un gemido. O un susurro. O quizá sea el viento. Pero como es lo único que tengo de momento, decido que es un gemido. Y aunque es apenas perceptible, me da fuerzas. Tendré que encontrar una manera de forzar la cerradura o robar la llave cuando la oscuridad pueda protegerme mientras actúo. La tarea continúa siendo imposible. Pero si tengo que sentarme y no hacer nada mientras espero órdenes que no me darán, me volveré loca sin duda alguna. Otra vez. Además, me gustaría pensar que soy capaz de hacer algo más que matar y actuar como una fulana.

Cuando regreso a la capilla para recoger a los demás, encuentro a Tephanie sola, arrodillada delante de la nave. Bajo el crucifijo en el frente de la iglesia hay nueve nichos pequeños, y cada uno muestra una imagen de uno de los nueve antiguos santos: San Mortain; Dea Matrona y sus hijas, Amourna y Arduinna; San Mer; San Camulos; San Cissonius; y uno de mis favoritos, San Salonius, el santo patrón de los errores. Me pregunto brevemente si debería dejar una ofrenda para Mortain. ¿Sospechará que mi fe es algo superficial? ¿Una protección delgada y

endeble contra la idea, aún más terrorífica, de que Él podría no existir en absoluto? ¿Y qué le pediría, de todos modos? Liberación. Eso es por lo que rezaría. «Querido Mortain, por favor, libérame de esta pesadilla oscura de la cual no puedo encontrar la salida.» Entonces resoplo, sobresaltando a la pobre Tephanie. He murmurado esa misma plegaria durante casi seis meses, y mira adónde me ha llevado. No, lo cierto es que Mortain se ha olvidado de mí. O eso, o en realidad no existe. Pero si ese es el caso, entonces d’Albret es mi padre. Así que resulta más reconfortante pensar que Mortain se ha olvidado de mí.

Capítulo Nueve Traducido por Shiiro

YA QUE TODOS LOS hombres se encuentran hostigando a los franceses en Ancenis, las damas del complejo de d’Albret cenan en el comedor de invierno en lugar del gran comedor. Es una sala más pequeña, y más íntima. Y bastante más cálida. Madame Dinan desempeña con orgullo su papel de dueña de la hacienda, de pie en la cabecera de la mesa mientras espera a que lleguen todas. Me gano un ceño fruncido con desaprobación por estar a punto de llegar tarde, pero no le presto atención. En lugar de ello, mi mirada se detiene en la gruesa arandela con llaves que cuelga de su cintura. Las llaves de d’Albret. Aparto los ojos antes de que pueda advertir mi interés, y paso el resto de la cena charlando con las demás damas. Pero, durante toda la comida, mis pensamientos vuelven una y otra vez a esas llaves, y a que sería mucho más fácil registrar la torre antes del regreso de d’Albret.

Espero una hora entera a que todo el mundo se haya acostado. Mientras espero, abro el joyero con incrustaciones donde guardo las pocas cosas que traje conmigo del convento. La Hermana Serafina se encargó de que tuviera reservas decentes de veneno, artísticamente disimuladas. Hay un vial de cristal que contiene lo que parece la misma belladona que las mujeres emplean para maquillarse, pero la mía es mucho más potente. Tengo una pequeña cajita de oro llena de polvo de arsénico, y una urna de trampa de Santa Arduinna camuflada como ungüento para quemaduras.

También hay una redecilla de oro para el pelo decorada con docenas de perlas; cada una contiene un veneno llamado venganza. Tomo un sobre de papel lleno del fino polvo blanco que la hermana Serafina llama susurros nocturnos . Un paquetito es suficiente para matar a un hombre corpulento. La mitad hará caer a una mujer. Solo hace falta una pizca para asegurarme de que madame Dinan duerme toda la noche. Guardo el paquetito en la funda del cuchillo que llevo colgada de la cintura, y luego me calzo las botas que el convento me hizo a medida. Son del cuero más blando, y me permiten moverme tan silenciosa como una sombra. Abandono la seguridad de mi habitación y me dirijo a la cámara de madame Dinan. Una vez, cuando tenía diez años, d’Albret se enfadó tanto con su sabueso de caza favorito por no derribar a un venado de doce puntos que disparó a la criatura con su ballesta. Tras un aullido ahogado de dolor, la leal Bestia comenzó a arrastrarse hacia d’Albret, con la flecha encajada en sus cuartos traseros, gimiendo suavemente y buscando su perdón. D’Albret terminó por transigir, y disparó una segunda vez para poner fin a su miseria. Disgustada, me doy cuenta de que soy exactamente como el sabueso: incluso cuando el convento me ha hecho tanto daño, sigo cumpliendo la voluntad de las hermanas como un perro. No, me recuerdo. Hago esto no por el convento, sino por el caballero. La lealtad y la determinación del hombre mientras se enfrentaba a una suerte terrible es la cosa más noble que he visto. Si vive, se merece un destino mucho mejor del que encontrará en la mazmorra de d’Albret. Cuando llego a la habitación de Dinan, me detengo y pego la oreja a la puerta, aliviada al oír tan solo un pulso dentro. Las bisagras están bien engrasadas, y no hacen ruido cuando abro la puerta. Una vez dentro, me arrastro por el suelo hasta la cama y aparto con cuidado el grueso dosel de terciopelo. Ya que madame Dinan ni siquiera se mueve, echo mano del saquito, tomo un pellizco de los susurros nocturno, y

lo soplo en silencio sobre su cara. Moviéndome rápido para no respirar nada del polvo letal, cierro las cortinas de la cama de un tirón. Los siguientes momentos pasan lentos, ya que no hay nada que hacer más que estar de pie y esperar a que el veneno surta efecto. Al final, su respiración se vuelve más profunda. Cuando empieza a roncar levemente, sé que el polvo ha surtido efecto. A continuación me acerco a las ventanas y descorro las gruesas cortinas para que entre suficiente luz de luna para iluminarme mientras busco. Por suerte, las llaves de d’Albret no están escondidas, sino a plena vista sobre una mesita tallada junto a la cama. Sería más rápido cogerlas todas, pero no sé qué voy a encontrar o cuánto tardaré. Es más inteligente llevar solo la llave que necesito, por si se despierta antes de que yo regrese. Apretando las llaves contra la palma de la mano para que no hagan ruido chocándose, busco la que me parece más probable que sea la que necesito. Casi todas las llaves son brillantes y nuevas, como el propio palacio, pero hay una vieja hecha de hierro. Es más grande que las demás, y está cubierta en óxido que bajo la luz de luna parece sangre oscura. Segura de que es la llave que busco, la saco, y luego devuelvo las otras a la mesa. Regreso a la ventana, corro las cortinas para que la habitación quede una vez más sumida en la oscuridad, y salgo de la habitación. Me muevo con ligereza, casi conteniendo la respiración, mientras recorro el pasillo y bajo las escaleras hacia la planta baja. No me permito un solo suspiro de alivio hasta que llego a la puerta que lleva al patio. Incluso entonces, me obligo a esperar durante largos, preciosos minutos que me permiten asegurarme de que no hay guardias patrullando en rondas regulares. Solo entonces entro. El silencio llena el patio como el vino denso llena una copa, y la piedra blanca del palacio brilla de forma extraña bajo la luz de la luna. Me lanzo hacia delante, rodeando la larga escalera y maldiciendo toda la blancura que hace destacar vivamente mi figura oscura. La sangre me late en las venas, y cada músculo de mi cuerpo está tenso por los nervios. La necesidad urgente de tener precaución me cosquillea en la lengua, como si hubiera bebido plata burbujeante.

Pero al final no hay nada que temer. Casi todos los soldados han acompañado a d’Albret a Ancenis, y a todos los sirvientes los han aterrado tanto que apenas hay necesidad de guardias o centinelas. Cuando llego a la puerta de la torre, tengo una sensación aleteante fría y oscura, como si me hubiera tropezado con un nido de murciélagos invisibles; pero el aleteo es demasiado intenso, y demasiado frío, para algo tan vivo como los murciélagos, y demasiado silencioso para los búhos. Su frío me cala en los huesos, y hace que me tiemble tanto la mano que me lleva tres intentos encajar la llave en la cerradura. Las bisagras de la puerta, que deberían rechinar por el tiempo y el óxido, son tan silenciosas como las alas de polilla. Me cuelo y cierro la puerta detrás de mí. En la débil luz de luna que se cuela por el agujero de flecha, las sombras oscuras titilan y flotan con suavidad en el aire. Las que no se amontonan junto a mí se deslizan hacia abajo. Tiene que ser hacia abajo, entonces, porque a los fantasmas los atraen la calidez y consuelo de la vida. Las escaleras descienden en una espiral estrecha, así que poso las manos sobre la pared para guíame. No me gustaría caerme y romperme el cuello. Aquí la piedra es más áspera, y está húmeda debido al río que fluye cerca; los escalones han quedado algo desgastados por el tiempo. Al pie de las escaleras hay otra puerta cerrada. «Merde!» ¡Debería haberme traído todas las llaves! Pero no, esta llave también encaja en la cerradura de la segunda puerta. Mis dientes amenazan con castañetear, y finjo que es por el frío, y no por el miedo, mientras giro la llave y abro la puerta lentamente. Lo primero que me alcanza es el olor. Una mezcla rancia de moho, sangre seca e inmundicia humana. Me preparo para lo peor, pero solo encuentro una antesala. En el lado opuesto hay una puerta más, esta con una ventana alta cubierta de estrechos barrotes de hierro. Desde dentro brilla una luz débil. Silenciosa como uno de los fantasmas que me siguen, cruzo el pequeño espacio.

Cuando llego a la tercera puerta, me pego a la pared para que no me puedan ver a través de los barrotes. Espero una docena de latidos, pero no viene nadie. Despacio, con el corazón martilleándome contra las costillas, me acerco a la reja y echo un vistazo. Una antorcha solitaria proyecta luz débil en la cámara oscura, y las sombras rebotan y titilan contra la pared de piedra. Alguien se está moviendo y haciendo ruidos extraños y sin sentido para sí mismo. La verdad es que parece un pequeño gnomo o enano de algún cuento tradicional, pero entonces descubro que es tan solo un hombre encorvado. Al principio pienso que está bailando y sofocando una carcajada, pero me doy cuenta de que cojea de una pierna y así es como se arrastra por la sala. Y la risa ahogada es porque está masticando un trozo de pan rancio. Asqueada, aparto la vista de él e inspecciono el resto de la habitación. Hay una jarra vacía, un orinal, un taburete para dormir y sentarse. Y otra maldita puerta en la pared opuesta. Me aparto, de nuevo contra la pared. ¿Es esto todo lo que mantiene prisionero al caballero? ¿Cuatro puertas cerradas, de las cuales por lo menos dos se abren con la misma llave, y un anciano decrépito? «¿Sigue vivo el prisionero, siquiera?», me pregunto, y luego frunzo el ceño ante lo estúpido de mi propia pregunta. Por supuesto que sigue vivo, porque nadie colocaría a un guardia, ni siquiera a uno como la pequeña gárgola que hay ahí, para vigilar un cadáver. A menos que quisiera asegurarse de que nadie descubriera que está muerto. Conteniendo la respiración, permito que mis sentidos exploren la habitación cerrada. Siento el retorcido corazón del hombrecillo latiendo con fuerza y regularidad. Más allá de la otra puerta, más débil y más lento, oigo un segundo pulso. El caballero sigue vivo, por lo menos de momento. Casi como si sintiera mi mente escarbando en la suya, el prisionero gruñe.

El pequeño guardia se acerca a la puerta del prisionero y produce un ruidito gutural a través de los barrotes. El prisionero gime más alto, y al sonido lo sigue el traqueteo de cadenas pesadas. Está encadenado, pues, y esas cadenas son el origen de los rumores sobre fantasmas. Me quedo y vigilo durante un rato más, intentando sentir el ritmo del guardia: cuándo duerme, con cuánta profundidad, y si alguna vez se marcha. Pero no lo hace. Orina en una jarra que hay en una esquina. Hay una pequeña pila de provisiones contra la pared de la derecha, y un barril de cerveza. Se para para gruñirle al prisionero de vez en cuando, pero no sé distinguir si es una amenaza o una muestra de apoyo. Cuando ya me he retrasado todo lo que me atrevo, me aparto de la puerta. No me servirá de nada volverme descuidada ahora y darle una patada a una piedra o tropezarme con mis propios pies. Mientras empiezo a subir por las escaleras, decido que he hecho un trabajo decente para esta noche. Sé dónde está el caballero, que está vivo, y cómo lo están guardando. Lo que no sé es cómo voy a sacarlo de ahí sin que nos maten a ambos en el proceso.

Capítulo Diez Traducido por Carol02

CUANDO REGRESO A MI habitación, en lugar de dormir, voy hacia la mesa y tomo de los soportes dos velas blancas gruesas. Coloco una al final del atizador cerca de la chimenea, luego lo sostengo cerca a las flamas. Es difìcil, no quiero que la candela la derrita, sólo suavizarla lo suficiente para poder moldearla. Cuando considero está lista, la retiro del calor. Trabajando rápidamente antes de que se enfríe, coloco la llave de la torre en la cera, presiono hasta conseguir una impresión profunda. Suavizo la segunda vela de la misma forma, luego la presiono encima de la primera. Una vez está listo, uso un cuchillo para remover la cera extra para que así mi molde sea lo más pequeño posible. Tiro el sobrante en el fuego y oculto el resultado en uno de mis bolsos rojos. Es un largo, tenso camino de regreso a la habitación de Madame Dinan; pero a medida que avanzo, un plan comienza a formarse, tan frágil y tenue como una red de araña. He seguido los deseos de Mortain y los del convento hasta ahora, y no ha traído nada más que tragedia. Incluso peor, d’Albret está todavía vivo y dispersando su maldad a través de la tierra. Ha pasado demasiado tiempo para que cumpla el rol que la superiora trazó para mí, con o sin sus órdenes. Lo mataré, lo haré deje o no una marca. Pero intentaré liberar primero al prisionero. Si, como sospecho, está demasiado herido y roto para hacer el viaje a Rennes, le concederé una pequeña misericordia y lo sacaré de su miseria, porque ciertamente es lo que desearía si estuviera en su lugar. Ni siquiera lo haré suplicar.

En la mañana, convenzo a Tephanie y Jamette sobre ir al pueblo. No puedo marchar hasta donde el herrero y demandar que me haga una llave sin levantar muchas sospechas. Entonces, le digo a mis acompañantes que debo encontrar un platero para reparar uno de mis cinturones favoritos. Jamette quiere saber porqué, si es uno de mis favoritos, nunca antes lo ha visto. Tephanie llega a rescatarme. —¡Porque está roto, tú boba!— Ella está tan emocionada como una niña pequeña al pensar en una salida y comienza a charlar sobre el mono que vio a uno de los soldados en la ciudad. A pesar que la impaciencia me hace desear apresurarme, por Jamette y nuestra guardia de escoltas, me fuerzo a mirar los tenderetes. Me detengo para tocar un satín de color rojo brillante a través de mis dedos y admirar las ricas y densas fibras de una pieza terciopelada de color verde. Oliendo dinero, los tenderos se acercan a nosotros como moscas a la miel. Yo observo y finjo que estoy considerando seriamente una pieza de color azul damasco. Todo mientras, Jamette me mira demasiado de cerca, como si estuviera memorizando cada uno de mis movimientos, cada palabra que sale de mis labios. Casi espero que se quite un trozo de pergamino de la manga y comience a tomar notas, y no tengo ninguna duda de que lo haría, si pudiera escribir. Al fin llegamos a la calle de los plateros, el suave sonido de los rápidos golpes de martillo como una distintiva granizada. Finjo buscar una chuchería de plata, pero estoy buscando un encargado que parezca corpulento y confiable y no alguien inclinado a correr al castillo diciendo todo con la esperanza de obtener un favor con el nuevo Lord. Encuentro justo a ese hombre — o al menos eso espero— en la tercera tienda que visitamos. El platero descansa su martillo a medida que nos acercamos y se acerca realizando una reverencia. Es de mediana edad, con un rostro impasible y fuertes manos que están arrugadas por una cantidad de cicatrices producto de una vida entre metal caliente y plata, que trazan las ranuras de su piel.

Una mujer que se encontraba barriendo; su esposa, sin dudas, se apresura a unírsele. A medida que el encargado se acerca, alcanza a visualizar a los hombres detrás de nosotras. Su mirada agradable de bienvenida se convierte en una de sospecha cautelosa al reconocer los colores de la casa D’Albret en el estandarte de nuestros escoltas. Su esposa lo empuja suavemente con el codo y mantiene su rostro sonriente y agradable firmemente en su puesto. — ¿Cómo podemos servirla, milady?— . La voz fría y distante del encargado no coincide con sus palabras. — Tengo un cinturón que tiene roto uno de sus enlaces, pero está hecho de oro. ¿Trabaja usted con oro? — Lo hago —dice suavemente, como si tuviera recelo al admitir tal cosa o como si yo pudiera causar alguna desgracia a su tienda. La mujer es menos recelosa. —El oro es demasiado valioso para colocarlo a la vista, milady, pero mi esposo es tan hábil como cualquier otro herrero en la ciudad. —La seguridad y orgullo con lo que dice esas palabras me conmueve en una forma que no puedo explicar. El encargado, sin embargo, le lanza una mirada lastimera, y es cuando sé que él desea que vayamos a cualquier otra parte. Lo que lo hace inmediatamente perfecto para el trabajo que tengo en mente. —¿Puedo ver entonces su trabajo? —pregunto. —Ciertamente, milady. Permítame traer una bandeja de muestras. Levanto mi mano —Espere. Deseo ver el área de trabajo antes de tomar una decisión. No dejaré mis joyas en cualquier parte. La buena esposa lo mira, pero abre media puerta que da paso al taller y reverencia. —Ahora mismo regreso —digo a los demás.

El encargado y yo nos movemos al área de trabajo más lejana, y su esposa se excusa para acercar una bandeja con lo mejor del trabajo de su esposo. Entrego al hombre mi cinturón. Con su ojo experto y manos seguras mueve la pieza, probando las uniones y cierres, me controlo mientras estoy de pie con mi cuerpo bloqueando la entrada para que no vean lo que hacemos. El hombre me mira con expresión de duda. —No hay nada malo con... —Shhh —digo lo más calmada posible. Me acerco como si estuviera viendo algo que trata de enseñarme. —Este no es mi verdadero encargo para usted. Tengo una llave que necesita ser copiada. —Deslizo el saco pequeño con la cera del cinturón de mi cartera y lo acerco a mi cinturón y mano del encargado. Manteniendo los ojos en mí, abre el pequeño saco para ver las impresiones—. Milady, no soy un herrero... Sonrío y digo de forma afilada. —¿Usted cree que no puedo leer el letrero de su tienda? Esa llave es un regalo para alguien, Alguien especial. — Sonrío esta vez tímidamente para que su mente crea precisamente lo que quiero. Frunce su mirada en señal de desaprobación y abre la boca para rehusarse, pero saco una segunda bolsa, más pequeña de mi cartera—. Haré que el trabajo… y su silencio valgan la pena. Justo entonces, su esposa regresa con una bandeja de cinturones, anillos, tazas talladas y otras joyas de oro finamente trabajadas. Cuando ve la bolsita, su rostro se ilumina. Le entrego a ella la bolsita, antes que el encargado rechace el trabajo, sabiendo que una vez lo tome, ella como cualquier otra buena esposa, no dejará ir el pago. —Oh, y una última cosa —digo, como si apenas lo recordara. El encargado me mira claramente enfadado y deseando que simplemente me vaya lejos de él y su tienda. —Regresaré en tres horas por el… cinturón. —¡Milady! —protesta—. Ese no es de cerca el tiempo suficiente. —Ah, ¿pero hará que sea el suficiente, no? —Nuestras miradas se encuentran.

—Por supuesto milady. Lo haré en ese tiempo.

Pasamos el resto del día visitando alrededor de las tiendas de Nantes. Jamette compra un lazo color rosa y un cordón trenzado color dorado para su cabello, un cordón con el que no puedo evitar soñar estrangularla. Tephanie mira todo con su mirada hambrienta y actitud infantil, por lo que termino comprándole una bonita peineta para su cabello. Y me convenzo de que sólo lo hago para poner celosa a Jamette. Tres horas después, las campanas de la catedral de Nantes llama a todos para las oraciones de la tarde. Incluso Jamette trajo su manto a las compras, y los guardias ruedan sus ojos del aburrimiento, por lo tanto regresamos donde el platero. Él y su esposa nos esperan, y ella me mira ahora llena de censura y sospecha. El encargado no dice nada, sin dudas contando los minutos hasta lograr deshacerse de mí. Una vez más, cuidadosamente me ubico bloqueando con mi cuerpo la mirada hacia su taller—¿Está mi cinturón listo? —pregunto con una voz clara. —Justo como solicitó, milady. —Me entrega la pequeña bolsa roja al mismo tiempo que me entrega el cinturón. La bolsa está aún caliente por el metal caliente de la nueva llave. Mientras los tomo de su mano, mis dedos tocan los suyos. Hago una pausa y le digo — Si le dice esto a alguien, mi vida; y la suya, no valdrán ni las cenizas de su chimenea. Sus ojos encuentran los míos y luego los gira apartando la mirada. —Eso bien lo sé —murmura—. Pero eso no es la llave de una habitación. — Comienza a alejar su mano, pero la apreto fuerte. No sé por qué, pero estoy llena de una necesidad urgente de hacer que este simple y honesto hombre sepa que soy capaz de tener decencia. —No todos

en palacio soportan al barón. —Dejo que la mentira salga de mi rostro para que vea la verdad detrás de mis palabras. Me estudia cuidadosamente un momento, luego asiente una vez en reconocimiento. —Gracias. —Le regalo una sonrisa genuina en esta oportunidad y aprieto su mano. Pestañea—. No le pondré en peligro a usted ni tampoco a su familia nuevamente. Lo juro. El alivio recorre su rostro, deslizo la llave en la bolsa de mi cintura y me voy.

Capítulo Once Traducido por Carol02

D’ALBRET Y SUS HOMBRES no regresan aún desde Ancenis cuando nos retiramos a dormir. Esperar se siente como una eternidad mientras Jamette y Tephanie me desvisten y preparan la cama. El hecho de que Jamette converse como una urraca nerviosa no ayuda a que el tiempo pase más deprisa. Por fin terminan con su agitación y se marchan. Cuando finalmente estoy sola, voy hacia mi baúl y reviso entre mis pocas pociones por una que es tanto rápida como misericordiosa, pero no tengo una. Algunas son gentiles pero trabajan lentamente y aquellas que son rápidas, causan demasiado dolor y molestia para ser usadas para una muerte piadosa. En su lugar, retiro mi cuchillo favorito y lo afilo, luego me siento junto al fuego y comienzo a afilar la espada. Aún no sé si el prisionero puede sentarse en un caballo o cabalgar, o si incluso está consciente. Si no lo está, no será de ningún uso para la duquesa. Sin embargo ella puede usar su muerte, martirizar su cuerpo para incitar a los leales a tomar las armas. Él no estará marcado, pero ya no me importan esas cosas. Solía asustarme la idea de matar sin la marca de Mortain para guiar mi mano, pero ahora, estando fuera de Su gracia no tengo más miedo. Especialmente sabiendo que lo poco que sé de esa gracia es dura. Mi mayor miedo siempre fue que una vez comenzara a matar por mi cuenta, no sería mejor que D’Albret. Pero luego de los últimos días, he comenzado a preguntarme si siendo la hija de la Muerte es diferente de ser la hija de un cruel y sádico asesino. Sólo hay una pequeña diferencia que pueda ver, mejor tomar mi propia decisión sobre esto, la que creo generará el mayor bien.

Las advertencias de las monjas sobre el destino de mi alma se alzan de nuevo en mi mente, pero que tontas fueron al no percatarse de que mi vida ya era un infierno, entonces cambiar de una forma a otra no es un gran impedimento. Cuando ha transcurrido una hora, me visto y recojo las provisiones que seleccioné. Además de los susurros nocturnos y el cuchillo recién afilado, me armo con otros dos cuchillos y un brazalete de garrote, así como mi crucifijo letal. El caballero tiene que morir esta noche, entonces iré inmediatamente de la mazmorra a la cámara de D’Albret, donde será bastante fácil acceder sin él. Una vez allí, simplemente lo esperaré. Incluso él debe dormir alguna vez. Y cuando lo haga, haré mi movimiento. Lo más probable es que yo no sobreviva al intento, pero al menos lo intentaré, y seguramente eso probará que la oscuridad que vive en él no vive en mí. No es el tipo de escape por el que he orado, pero es un escape. Cuando llego a mi puerta, me detengo el tiempo suficiente para sentir un leve latido de un corazón que late constantemente en el otro lado. ¿Es Jamette con su espionaje constante? ¿O algún guardia nuevo que mi padre ha puesto? Preparo rápidamente media docena de mentiras y excusas, luego abro la puerta. Es Tephanie. Enrollada con fuerza en su capa, como una salchicha en su envoltura, durmiendo afuera de mi puerta. La miro con el ceño fruncido, niña tonta, pero si bien su presencia es desconcertante, es bastante fácil tratar con ella si me descubre. Cierro la puerta suavemente detrás de mí, luego paso por encima de ella y camino por las escaleras hacia el piso principal. Sin sentir a guardias o centinelas cerca, salgo a la noche. La luna está casi llena y brilla sobre el patio del palacio como la luz de mil velas. Mi corazón golpea contra mis costillas cuando una sombra vuela por encima, luego se abalanza entre los árboles en el patio exterior. Un buho. Es solo un búho, cazando para su cena.

Espero un momento para asegurarme de que el movimiento no haya llamado la atención de nadie, luego me desvío por la pared del palacio hacia la antigua torre. Estoy llena de una calma desconocida. Sé en mi corazón que lo que estoy planeando es lo correcto. La sensación es tan bienvenida como desconocida. Esta vez, mis manos están firmes mientras saco la llave de la pequeña bolsa que tengo en la cintura y luego la coloco en la cerradura. Hago un resoplido satisfactorio a medida que gira y envío un sincero agradecimiento al cauteloso platero y su habilidad. Tan pronto como entro, me invaden los espíritus de la torre, su presencia helada me enfría hasta los huesos. Abrazando la pared desmoronada en busca de apoyo, desciendo hasta que llego a la segunda puerta. La llave también funciona aquí, y luego estoy parada frente a la puerta final. Me muevo hacia un lado, fuera de la línea de visión del carcelero. Puedo escucharlo arrastrarse por el suelo, murmurando ininteligiblemente para sí mismo. Cuando estoy segura de que no está cerca de la puerta, levanto lentamente la cara hacia la rejilla y miro hacia adentro. Si pudiera acercarme lo suficiente a su jarra de cerveza, podría dejar caer algo de mi poción en ella, pero está demasiado lejos de la puerta. Mi única opción es llamarlo y usar el polvo de susurros nocturnos. Con la capucha baja, no podrá reconocer mi cara cuando se despierte. No puedo evitar preguntarme si realmente le estoy haciendo un favor al no matarlo de plano. Existe una buena posibilidad de que la ira de D’Albret caiga sobre él si el prisionero es encontrado muerto, y el castigo será rápido y brutal. A menos que el prisionero esté lo suficientemente bien como para viajar. Entonces todo lo que tendrá el carcelero es una cabeza aturdida. Al menos hasta mi próxima visita para sacar al caballero. Justo cuando saco el saquito de los susurros de la noche de la funda de mi muñeca, hay un rasguño de una bota en las escaleras detrás de mí. Miro alrededor de la antecámara, pero no hay lugar para esconderme. Empujo el paquete de nuevo en su escondite, agarro el mango de mi cuchillo y me giro para mirar las escaleras.

La figura alta y oscura frunce el ceño con incredulidad. —¿Sybella? «¡Merde!» No es un simple guardia o centinela, sino Julian. Da tres pasos silenciosos hacia mí y me agarra del brazo. —¿Qué estás haciendo aquí? — Detrás de la ira, veo verdadero miedo en sus ojos. —Estás de vuelta. —La alegría en mi voz es tan convincente que incluso casi lo creo. Sonrío coquetamente—. ¿Cómo supiste dónde encontrarme? —Busqué hasta que pensé en revisar el lugar donde no deberías estar. —Él me sacude un poco el brazo—. No puedes imaginar el peligro en el que te has puesto. —No podía dormir por el ruido y los traqueteos de los fantasmas. ¿Sabías que esta torre está encantada? —¿Podías escuchar los sonidos de los muertos desde tus aposentos? —Sus ojos están muy abiertos de incredulidad. —Por supuesto que no. —Lo miro por debajo de mis pestañas—. Vine a la capilla a orar por tu regreso seguro. Fue entonces cuando escuché el traqueteo. Los duros planos de su rostro se relajan un poco. —Si bien aprecio tus oraciones, te has puesto en peligro, fisgoneando en donde no debes. —¿Cómo iba yo a saber que mis oraciones serían contestadas tan rápidamente? —Sonrío, como con verdadera gratitud. Entonces vuelvo a ponerme en seria—. Fantasmas, Julian. ¿Puedes sentirlos? —Dejo que mi cuerpo tiemble con escalofrío; bastante fácil con el escalofrío de todos los muertos inquietos que se aferran a mí como un manto y tanto miedo que me recorre. Me aseguro de poner un brillo de emoción en mis ojos—. Fantasmas de todos los prisioneros que murieron aquí, sin ser reconocidos. —En ese momento se oye un leve traqueteo de cadenas, el primero que escucho del prisionero toda la noche. Me aferro a su brazo—. ¡Ahí! ¿Lo escuchaste? Podrían colarse en nuestras habitaciones por la noche y chupar las almas de nuestros cuerpos. —Hago la señal de la cruz sobre mi frente como una buena contramedida.

Me estudia por un largo y silencioso momento, luego parece tomar una decisión. —Mira. Déjame mostrarte estos fantasmas. —Me suelta el brazo y luego golpea una vez la puerta enrejada. Mientras unos pasos se arrastran hacia nosotros, me mira—. ¿Cómo entraste? Parpadeo, como si no entendiera su pregunta. —Abrí la puerta y entré. —Imposible —susurra. Un ojo oscuro mira a través de la rejilla. Levanta la vista para que su cara sea visible, luego se escucha un sonido de traqueteo cuando se levanta el pestillo. Es interesante que el carcelero abra la puerta con tanta facilidad para mi hermano.¿Qué tan profundamente está Julian en la confianza de D’Albret? Pensé que estaba involucrado periféricamente en los planes de D’Albret, lo suficiente para no llamar la atención, pero ahora debo repensar eso. La puerta se abre, y el hombrecito extraño hace una torcida reverencia. — Eso —digo, mirando a la criatura—, no es un fantasma, sino un anciano lisiado. O una gárgola. Julian me lanza una mirada exasperada, me agarra del brazo y me arrastra por la pequeña habitación hasta el centro. Me cubro la nariz con la mano. —Y eso definitivamente no es un hedor de otro mundo —le digo. —Contempla. —Julian me empuja hacia una segunda puerta que también tiene una ventana enrejada en la parte superior—. A tu fantasma". Julian toma una antorcha de la pared y la empuja entre las barras. —Dulce Jésus —susurro. El hombre gime y trata de alejarse de las llamas brillantes. Su rostro está golpeado y deforme, con bultos y costras de sangre. Está medio desnudo, con nada más que trapos que lo cubren, y de dos grandes heridas en su brazo izquierdo mana sangre oscura. No puedo creer que esta sea la misma criatura que luchó tan valientemente contra los atacantes de la duquesa hace quince días. D’Albret ha tomado otra cosa brillante, noble y la ha arruinado—. ¿Quién es él? —No es un gran truco poner repugnancia y disgusto en mi voz, porque el prisionero ha sido tratado como el más vil de los criminales, una violación de todos los

estándares decentes de petición de rescate. No trataríamos tan mal a nuestro perro más viejo. —Solo un prisionero del campo de batalla. Ahora ven. Si alguien más se entera de que has estado aquí, no creo que ni siquiera yo pueda salvarte de la ira de nuestro padre. —Con eso, Julian coloca la antorcha de nuevo en la pared y luego me saca de la mazmorra. Una vez fuera de la celda, tomo grandes respiraciones del aire dulce y frío. —¿Nuestro padre está planeando pedir rescate por él? —No. —¿Por qué no lo mata él, entonces, y termina con eso? —Creo que hay una vieja historia entre los dos, y nuestro padre ha planeado una venganza especial. Creo que pretende usar al hombre para enviarle un mensaje a la duquesa. Mantengo mi voz clara. —El hombre no parece capaz de transmitir un mensaje a través de su celda, y mucho menos hasta Rennes. —Me malinterpretaste. El caballero será el mensaje. Cuando su cuerpo ahorcado, desgarrado y descuartizado sea entregado a la duquesa, servirá como una advertencia de que incluso sus hombres más fuertes y leales no pueden oponerse al nombre D’Albret. La vileza de este plan hace que mi estómago se enrede. Sonrío y toco a Julian juguetonamente en las costillas. —Dios mío, pero ahora estás plenamente en las confidencias de nuestro padre. ¿Te has elevado tan alto a su favor? Hemos llegado a la cima de las escaleras. Julián ignora mi pregunta y se vuelve hacia mí. —¿Cómo entraste, Sybella? —Su voz es más seria, es la que siempre usa cuando se preocupa de que estemos en peligro. —La puerta estaba abierta —le digo—. ¿Se suponía que era de otra manera? Si es así, lo mejor es consultar con los guardias y ver quién fue el

último en servicio, ya que así no fue como la encontré. Todavía no se ve convencido. Me acerco a él e ignoro la aguda oleada de repulsión que se eleva desde lo más profundo de mí. Coloco mis brazos alrededor de su cuello y me levanto para que mis labios toquen su oreja. — Estoy diciendo la verdad, pero puedes registrarme si quieres. Sería un juego muy bueno. —Mi corazón late con fuerza en mi pecho, es una maravilla que él no lo escuche. Temiendo que lo haga, hago lo único que se me ocurre para distraerlo. Pongo mi boca sobre la suya. Sus ojos se abren sorprendidos, y luego envuelve sus brazos alrededor de mí, acercándome más para que nuestros corazones se golpeen entre sí y pueda sentir toda la longitud de su cuerpo contra el mío. Se aleja lo suficiente como para suspirar mi nombre. «Él no es mi hermano, él no es mi hermano.» Cuando se acerca para besarme otra vez, retrocedo bruscamente, lo golpeo en el pecho con el puño y frunzo el ceño. —La próxima vez, no me dejes por tanto tiempo —digo con un puchero. Si él piensa que estoy jugando un juego, él también jugará. Si él piensa que lo estoy rechazando, se volverá contra mí. Espero, aguantando la respiración, preguntándome cuál será. Cuando parpadea con leve sorpresa, sé que el momento de peligro ha pasado. —¿Cómo fueron las cosas con Mathurin? —le pregunto para distraerlo completamente—. ¿Nuestro padre estuvo satisfecho con la explicación que le diste? —Sí. De hecho, le complació que actuaras tan rápido para atender sus intereses. —Julian casi sonríe, porque sabe lo mal que eso me sienta. —Y los demás. ¿Ya regresaron? —No. Yo venía al frente. Apresurándome a volver contigo. —Su voz contiene una nota de acusación y sus ojos son piscinas de oscuridad en este espacio de luz. Me pregunto si me está diciendo la verdad o si está mucho más involucrado en los juegos de mi padre de lo que pude adivinar.

Pero no, no Julian. Él es el único en toda mi familia que odia a nuestro padre tanto como yo. Pero también ha cambiado en los tres años que estuve lejos en el convento, y me preocupa no conocerlo tan bien como antes. Además, él me ha traicionado antes. No hay nada que asegure que no lo hará de nuevo.

Capítulo Doce Traducido por Chimichanga01

NUESTRO VIAJE DE REGRESO AL cuarto es largo, tenso y no hablamos en lo absoluto. Le dirijo una mirada de soslayo, pero su rostro se encuentra oscurecido por las sombras. ¿Habrá creído mi explicación? ¿Habrá adivinado mi verdadero propósito para ir al calabozo? No, no podría haberlo hecho; ni siquiera yo estaba segura de mi verdadero propósito. Aunque ahora que he visto lo débil y herido que se encuentra el prisionero, estoy aún menos segura de que se le pueda salvar, mucho menos segura de que sea capaz de viajar las veintiséis leguas hasta Rennes, donde la duquesa lo espera. Cuando llegamos al ala residencial del palacio, Julian asiente con la cabeza al nuevo centinela colocado a la puerta. Mientras subimos las escaleras hacia el piso superior, el desesperado beso para desviar las sospechas de Julian yace en el aire a nuestro alrededor. Temo que lo ha tomado como una atrevida invitación. ¿Qué hará una vez que lleguemos a la habitación? Nos detenemos en la puerta de mis aposentos y aunque soy consciente de que Julian espera que la abra, me vuelvo para darle las buenas noches. — Me da gusto que hayas regresado sano y salvo —murmuro. Él se acerca y se inclina para susurrar contra mi pelo. —Sabes que odio estar separado de ti. Volví tan pronto como pude. Pongo mis manos sobre su pecho y jugueteo con la trenza dorada en su jubón para evitar que se siga acercando. No funciona. Ignora las manos entre nosotros y retira los labios de mi cabello para llevarlos a mi boca. La desesperación me llena y me apresuro a pensar en una manera de volver su

propio deseo contra él, pero no puedo; no ahora que estoy cansada, helada y los restos del pánico causado por el descubrimiento aún corren por mis venas. Entonces, bendito sea Mortain, la puerta a mis espaldas se abre y casi caigo hacia atrás en la habitación. Julian levanta la cabeza, con oscura furia en sus ojos. Doy media vuelta para ver quién nos ha interrumpido, deseando poder mantenerme firme frente a él hasta que controle su temperamento. Es Tephanie. ¡Querida, torpe y dulce Thepanie! Su mirada se detiene brevemente en Julian y luego vuelve a mí sin vacilar. —Me pidió que esperara por usted, milady. —Lo hice… gracias, Thepanie. —Mi voz es calma, firme y contiene la tenue nota de desprecio que Julian esperaría. Le dirijo una mirada de disculpa por la gran obediencia de mi doncella. Su mal humor se ha disipado y en su lugar yace una leve expresión burlona. — Es tarde y estoy seguro de que a tu doncella le gustaría dormir un poco antes de que termine la noche —se gira hacia Tephanie—. Puedes retirarte —le dice. Escondida detrás de mi falda, alcanzo su brazo con mi mano y lo aprisiono, manteniéndola en su lugar. Ella hace una reverencia y murmura: —No es inconveniente, milord, es un gran honor poder servirle a milady en lo que ella desee. Inclino mi cabeza hacia Julian. —¿Escuchaste eso, milord hermano? Es un honor para ella servirme en todo lo que pueda. Él me mira, después a Tephanie y puedo ver en sus ojos el momentos exacto en el que se retira de la batalla. —Entonces soy incapaz de argumentar contra tal devoción. Les deseo a las dos buenas noches. Después de que Julian se despide, tropiezo dentro de la habitación y casi me caigo al suelo. Mis rodillas se debilitan, mis entrañas se vuelven agua y no puedo dejar de temblar.

—¿Milady? —La sencilla cara de Thephanie está nublada por la preocupación—. ¿Se encuentra bien? —Estoy bien. —Insegura de mi habilidad para controlar mis expresiones, no levanto la mirada. Thepanie, ignorando mis palabras, se apresura a mi lado y me preparo para su aluvión de preguntas, pero me sorprende con su silencio. Toma una de mis manos heladas entre las suyas y comienza a frotarla, calentándola. Algo en su toque, algo en en ese simple y nada demandante toque me provoca ganas de llorar. O tal vez es una reacción causada por el miedo. Una vez más, Julian ha interferido, arruinando mis planes y destruyendo mi resolución duramente conseguida. Aún peor, sospecho que su confianza en d’Albret se ha afianzado aún más. ¿Hasta dónde llegará su lealtad? ¿Cuál es su mayor deseo: mantenerme a salvo o servir a nuestro padre? ¡Y el caballero! ¡Dulce Jésu!, ¡lo que han planeado para él! Ser ahorcado, ahogado y descuartizado es la tortura más espantosa que puedo imaginar. Lo colgarán por el cuello, pero no lo suficiente para que muera, no, lo bajarán antes de que pueda escapar a ese dulce olvido. Luego lo abrirán y le sacarán las entrañas mientras observa… encontrarán infinitas maneras de mantenerlo vivo y consciente mientras lo hacen. Cuando esté hecho, lo tirarán al suelo, atarán fuertemente cada una de sus extremidades en diferentes caballos y los harán galopar en direcciones opuestas hasta que no queden más que pedazos. Con temor a sentirme enferma, empujo la imagen fuera de mi mente. Sintiéndome tiritar, Thepanie se retira para ir a buscar mi camisón y me ayuda a desvestirme rápidamente junto al fuego. Desliza el limpio vestido por mi cabeza, coloca una taza con vino caliente en mis manos y se va a calentar la cama. Una vez que ha terminado hace una reverencia, aún sin mirarme a los ojos. —¿Eso será todo, milady? Estudio su cabeza inclinada y sus mejillas sonrosadas y me pregunto qué le hace serme tan leal cuando todos los demás se deleitan en mi caída en

desgracia. Oh, pero ella es leal, y resuelta también, con su obstinada insistencia en servirme ante el desagrado no insignificante de Julian. — Quédate. —Lo pretendo como una orden pero temo que suena más como una súplica. Ella parpadea sorprendida y después hace una reverencia. Mientras se prepara para irse la cama, yo me arrastro entre las cobijas. Ni siquiera el calor que emana de los ladrillos es capaz de eliminar el temblor de mis extremidades. ¿El prisionero tendrá frío en el calabozo? ¿O se encontrará tan perdido en la inconsciencia que es incapaz de sentir algo? La cama se hunde cuando Thephanie se monta en ella. Le permito un momento para acomodarse, luego me deslizo hacia su calidez, hambrienta como cualquier fantasma por el calor que produce su cuerpo. Cuando finalmente dejo de temblar y empiezo a caer en la inconsciencia del sueño, siento un par de suaves y tiernos labios presionados contra mi cabello. O tal vez no es nada más que un sueño; de cualquier manera, parece una promesa de absolución.

Capítulo 13 Traducido por Chimichanga01

MI PADRE Y EL RESTO DE sus hombres están de regreso a medio día para el almuerzo. No se han tomado el tiempo para lavarse y apestan a caballo, sudor y sangre seca, pero no es esa la razón por la que mi apetito desaparece de inmediato; es la imagen de d’Albret de tan buen ánimo, porque él solo está así de alegre cuando está planeando algo verdaderamente atroz. Al tomar mi lugar en la mesa, , Julian me dirige una mirada de advertencia: «vete con cuidado.» Cuando Julian me descubrió en la mazmorra de la torre, todos mis buenos planes se convirtieron en cenizas; no hay manera ahora de que pueda liberar a La Bestia, o salvarlo del destino que han planeado para él. Probablemente han duplicado la seguridad en la torre, y además, Julian sabría a quién culpar. Aunque, ya que las posibilidades de no sobrevivir el intento son bastante altas, supongo que esa última parte no importa demasiado. Mis dedos se mueven hacia mi mano derecha, hacia el anillo negro de obsidiana que oculta una dosis de veneno. Una sola dosis, destinada solo para mí. Con su extraño sentido de oportunidad, d’Albret dirige su aguda mirada hacia mí justo en ese momento, sus ojos bailando con un brillo depredador. —¿Qué estuviste haciendo mientras estuve fuera? Hago todo lo que puedo para no mirar a Julian. Seguro que no ha hablado con d’Albret de mi visita al calabozo, ¿o sí? No, por supuesto que no lo ha hecho. Si lo hubiera hecho, la barba de d’Albret no estaría erizada de buena voluntad. Decido que lo mejor es proceder humildemente, al menos hasta que sepa de que se va esto. —Me entretuve con las damas del castillo y fui a la ciudad para ver qué pasatiempos tenía para ofrecer.

Toma un sorbo de vino, sin dejar de estudiarme y permitiendo que el silencio; y mi aprensión, se acumulen hasta que siento que mis nervios se romperán. —También tenía un cinturón que necesitaba ser arreglado —le digo, sin saber si se trata de una prueba para ver si mi explicación coincide con la de Jamette. —¿Y bien? —pregunta, gesticulando con su copa—. ¿Qué pensaste de la ciudad? ¿Te trataron bien? ¿Merecedora de tu estatus? Su expresión es ilegible y no puedo saber si estoy caminando directo a una trampa o si en realidad siente curiosidad. —Los pueblerinos fueron circunspectos, aunque la ejecución del trabajo de los herreros no fue como a lo que estábamos acostumbrados. Él asiente, como si no esperara nada más. —¿Y cuál era el ánimo del pueblo? Siempre están malhumorados cuando pasan mis soldados, pero esa es la actitud que la gente de pueblo tiene hacia los soldados. El cómo te recibieron a ti es un mejor indicio de su verdadera lealtad. A mi mente vienen el herrero y su renuencia a atendernos, las miradas nerviosas del vendedor de pastel y el cómo los tenderos nos miraban con sospecha. Me encojo de hombros. —Fueron lo suficientemente complacientes. Jamette se gira y me mira sorprendida. Es entonces que veo su nuevo adorno —una perla redonda y rosada que baila en medio de su frente de una delicada cadena de oro. —¿No el herrero casi se rehusó a atenderla? —ella dice. No puedo decidir cuál deseo arrancarle primero: su lengua floja o sus ojos demasiado observadores. No creo que haya estado lo suficientemente cerca de mí y el herrero como para distinguir las palabras que cruzamos. —Me temo que estás equivocada. Él simplemente no estaba seguro de poder tener el trabajo listo en el tiempo requerido. —Oh —dice ella, luciendo ligeramente avergonzada.

Me vuelvo hacia mi padre, buscando asegurarme de que el herrero no cayó en su desgracia. —Fue cortés, si en algo poco provincial. Y su esposa fue de lo más servil. —Que lástima —dice mi padre. El Mariscal Riex lo mira con sorpresa. —¿No es eso algo bueno? Mi padre sonríe, verdaderamente una de sus más horribles expresiones. — Tenía muchas ganas de dar un ejemplo por su falta de respeto. Un escalofrío me recorre la espalda y trato de pensar en algo para desviar su atención del herrero. La ayuda llega de un lugar inesperado. Pierre, quien ha tenido demasiado vino ya, levanta su copa. —En su lugar, deberíamos imitar a la duquesa ¡y cabalgar hacia Rennes! —La esposa del Baron Vienne se sienta a su lado, ignorada y olvidada. Luce como si hubiera envejecido diez años en los últimos días, ya sea por la reciente muerte de su esposo o por las atenciones de Pierre, no puedo decirlo con certeza. Julian lo mira de reojo. —Excepto que están muy bien provistos y pueden fácilmente resistir un asedio. Nos quedaremos parados en el campo de batalla luciendo como unos tontos. —No con nuestro poder —balbucea Pierre. Julian le hace señas al paje que está esperando a rellenar la copa de Pierre para que se aleje. —El poder no nos vale de nada si no podemos entrar en las murallas de la ciudad. La expresión de d’Albret se torna astuta y comienza a jugar con el tallo de su copa. —Ah, pero qué pasaría si tuviéramos ayuda desde adentro —dice, y mi corazón cae. ¿La duquesa no ha purgado su consejo de todos los traidores? A mi entender, no queda ninguno. Todos los traidores están sentados aquí, frente a esta mesa. —¿Ayuda? —inquiere Riuex, claramente perplejo.

D’Albret disfruta el momento, termina su copa de vino y espera a que el mayordomo la vuelva a llenar antes de continuar. —He enviado hombres a infiltrarse en las filas de los mercenarios que el Capitán Dunois ha contratado para aumentar las tropas de la duquesa. Se les ha ordenado asegurarse de ser asignados a las partes más vulnerables de la ciudad: las puertas, los puentes, las alcantarillas... cualquier lugar que pueda proporcionar un punto de entrada. Una vez en posición, tendremos varias grietas en la armadura de la duquesa para usar a nuestro favor. Cuando el tiempo llegue, serán capaces de abrir la puerta de la ciudad para nosotros. Una vez que nuestras fuerzas entren, será bastante fácil vencer a sus guardias y remplazar a los guardias en la muralla con nuestros hombres. El santuario de la duquesa rápidamente se convertirá en su prisión. —Sonríe, sus dientes brillantemente blancos en contraste con la negrura de su barba. Es claro que la desenfrenada ambición de d’Albret no detendrá ante nada más que la muerte. La imagen de sus fuerzas descendiendo sobre Rennes e invadiendo la ciudad causa un nudo amargo en mi estómago. Pierre levante su copa en señal de saludo. —¿Es el momento de enviarle nuestro mensaje, mi señor? D’Albret se mantiene inmóvil, y por un largo momento temo que le arroje su copa a Pierre. En su lugar, sonríe. —Mañana, cachorro. Mañana le enviaremos nuestro mensaje. Parece que el caballero herido acaba de quedarse sin tiempo.

Capítulo 14 Traducido por Pamee

DEJO A JULIAN TUMBADO en una silla junto al fuego. Tiene la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta. Casi parece muerto. Claro que pensé (brevemente) en matarlo, pero al final no pude hacerlo, ni siquiera después de todo lo que ha hecho. Hemos sobrevivido demasiadas cosas juntos, hemos sido aliados cuando nadie más nos apoyó. Además, es una de las pocas personas que me ha amado y ha sobrevivido. Se sentirá atontado y algo enfermo por la sobredosis de poción para dormir que le di, pero es lo mínimo que se merece por venir a mi recámara sin invitación. Solo la idea de que no tendré que soportar sus arañazos nocturnos en mi puerta me basta para aligerar mi paso. Una vez armada con todas las armas que poseo ―los cuchillos, las dagas, y los garrotes― salgo de mi habitación. Me siento como un hojalatero andante con tantas pociones, armas y herramientas que llevo. Tengo suerte de no repiquetear mientras bajo las escaleras. Me quedan pocas opciones, y no hay lugar para errores. Por fin cumpliré mi deseo de matar a d’Albret… o al menos lo intentaré. Si fallo, y hay una gran posibilidad de que eso suceda, entonces es incluso más importante que viva el caballero, porque debe escapar el destino que d’Albret le tiene planeado y advertir a la duquesa lo más pronto posible. Soy la única en posición para detener a d’Albret, e incluso mis probabilidades son bajas, ya que mi plan depende de un caballero gravemente herido y mis propias habilidades limitadas. Casi todos los sirvientes y los hombres de armas en el palacio están dormidos mientras recorro el camino de mi recámara al patio. No fue fácil,

y me tomó cada gota de veneno en las perlas de la redecilla y las cuentas de mi rosario. Las puse todas en la cena de los hombres mientras el estofado seguía burbujeando en la olla colgando sobre el fuego. Esa dosis tan diluida hará dormir a la guarnición completa, pero solo por unas horas. Cuando despierten sentirán como si una estampida los hubiera pisoteado, pero al menos estarán vivos. Me hubiera encantado envenenarlo a todos, porque si son leales a mi padre, no tienen ni un hueso inocente en su cuerpo. Pero matar a tantos hombres se parece demasiado a una de las maquinaciones de d’Albret. En cambio, me complazco con saber que estarán en problemas en la mañana cuando se descubra el completo impacto de mis actividades nocturnas. Solo los guardias de turno en la puerta este serán problema, porque aún no han cenado. Tendré que encargarme de ellos para llevar al prisionero al carro preparado. El carro me costó caro, pues el hombre que retira deshechos era reacio a perder su fuente de ingresos, pero cuando le ofrecí joyas suficientes, finalmente aceptó vaciar el carro y conducir su carga misteriosa por la puerta este. Por supuesto, no le pagué con mis propias joyas, sino con las de Jamette. Fue bastante fácil escabullirme en su habitación y tomar un puñado de las chucherías que obtuvo al traicionarme. A medida que me acerco a la torre, el peso de los secretos y movimientos cuidadosos, de ilusiones mantenidas y mentiras susurradas de forma convincente cae de mis hombros, dejándome tan ligera que me pregunto si floto por el patio. Llego a la vieja torre e inserto la llave en la cerradura. La sangre me recorre las venas tan desenfrenada que casi no noto los espíritus expectantes cuando se lanzan hacia mí, su presencia escalofriante apenas penetra el calor del momento. Al pie de las escaleras, me detengo para cerrarme la capucha y ocultar mi rostro, luego casi me río del gesto. Después de esta noche ya no importa. Aun así, los hábitos no desaparecen fácilmente, y me dejo la capucha puesta.

He pensado mucho en qué hacer con el carcelero. Me siento sorpresivamente reacia a matarlo, pues cada muerte que cometa sin el consentimiento de Mortain es un paso más cerca a aceptar la misma maldad que desprecio en d’Albret. Pero no puedo arriesgarme a que arruine mis planes, puesto que, si el caballero está demasiado herido para viajar a Rennes, no tendré otra alternativa que sacarlo de su miseria, ya que sin duda ha sufrido lo suficiente. Además, si fallo y d’Albret sobrevive esta noche, cualquier castigo que le imparta al carcelero hará el que el hombre desee haber muerto. Al verlo de esa forma, es claro que le estaré haciendo un favor al matarlo. Cuando miro por la rejilla pienso que quizá algún dios aprueba esta aventura después de todo, porque el viejo carcelero está en el suelo, profundamente dormido. Si puedo caminar hacia él sin despertarlo, debería ser bastante fácil lidiar con él. Entro silenciosamente al calabozo. No se escuchan sonidos desde la celda del prisionero, y la gárgola no se mueve. Perfecto. Me acerco más y levanto mi cuchillo, lista para cortarle la garganta al hombre. Antes de hacerlo, el pequeño demonio se levanta de un salto e intenta golpearme con su jarra de metal vacía. Siseo y esquivo el golpe. El carcelero gruñe y luego me enfrenta, y ya no tengo oportunidad de sorprenderlo. ―Ríndete y termina con esto ―le digo, cuidándome de hablar con voz grave―. No puedes detenerme. Me lanzo hacia él, pero él se hace a un lad; ¿cómo alguien tan torpe y desastroso puede moverse tan rápido?, y se lanza frente a la puerta de la celda. Con la vista fija en su rostro retorcido, cambio mi plan. —No te mataré, solo te pondré a dormir por un rato, el tiempo suficiente para liberar al prisionero. Tendrás un bulto del tamaño de huevo de ganso

en la frente y podrás explicarles a los otros que te vencieron y que no pudiste prevenir el escape. Ante la palabra escape el hombrecito se queda inmóvil y ladea la cabeza. Hace una larga pausa, luego cuidadosamente se aleja de la puerta y me hace un gesto para que avance. Frunzo el ceño. ¿Qué truco es este? El hombrecito me gesticula que abre la puerta mientras asiente y sonríe. Al menos creo que es una sonrisa, pues es difícil de discernir en su rostro arrugado y deforme. ―¿Quieres que lo libere? ―le pregunto. Él asiente vehemente, luego retrocede otro paso. No puedo comprender qué pretende, pero el tiempo no está detenido esperando a que lo averigüe. D’Albret debe estar en camino a la recámara de Madame Dinan, si es que ya no está allí, y eso me dará mi mayor oportunidad para atraparlo desprevenido. ―Muy bien, ven conmigo. —Hago un gesto a la celda. No me arriesgaré a que me encierre con el prisionero y que después pida ayuda. Él asiente feliz y se escabulle como una araña. Vigilándolo con un ojo, extraigo la llave nuevamente y abro la puerta de la celda. El hedor acre me hace pestañear, pero lo ignoro y me apresuro a la esquina donde el prisionero yace en el suelo. Es del porte de un gigante. Cualquier esperanza de arrastrarlo a algún lado, menos aún por un tramo de escalera, se evapora. No se mueve cuando me acerco, pero tampoco la pequeña gárgola, así que sigo en guardia. Cuando sigue sin moverse después de unos momentos, le doy un empujoncito con la punta de mi bota. Nada. Escucho un sonido a mi espalda, me giro de golpe con una daga lista, pero es solo la gárgola, observándome. Entrecierro los ojos.

―¿Está muerto? ―Sacude la cabeza, enfático, luego se pone las manos contra la mejilla como si estuviera durmiendo. Ah, pienso―. ¿Puede caminar? ―pregunto bruscamente. El viejo vacila, luego extiende una mano y la mueve de un lado a otro. Un poco. Tal vez. El corazón me da vuelco. No hay forma de que pueda arrastrarlo. «Merde.» ¿Cómo se lo haré saber a la duquesa? Me arrodillo junto al caballero para ver qué tan herido está. Un corte largo le cruza el lado izquierdo de la cara; creo, pero no puedo estar segura, que es una cicatriz vieja en vez de una nueva. El resto de su rostro está golpeado, y aún tiene costras de sangre vieja en algunos lugares. También es de un extraño color amarillo verdoso; al principio pienso que puede ser carne putrefacta, pero luego me doy cuenta de que su rostro completo es un gran moretón. Tiene una enorme herida infectada en su pierna izquierda, y otras dos en su brazo izquierdo. Tomo aliento profundo, luego poso una mano en su hombro. ―¡Psst! Despierta, tenemos que irnos. ―Se mueve, luego gruñe. Murmurando una serie de maldiciones, lo intento otra vez, esta vez lo sujeto del brazo con un agarre como tenazas y lo tiro―. Vamos, buey, no puedo sacarte cargando. Su enorme cabeza rueda a un lado, luego se levanta unos centímetros del suelo. Abre los ojos y me escudriña. No sé si tiene la visión nublada por la herida en la cabeza o si puede verme siquiera. Miro sobre mi hombro al carcelero que no es carcelero. ―Ven y ayúdame. Avanza escabulléndose, salta al otro lado del caballero y lo sujeta del brazo. Con muchos gruñidos, ruegos y maldiciones, nos arreglamos para enderezar al prisionero y sentarlo, pero eso es todo. La desesperación comienza a inundarme, más escalofriante que el toque de los espíritus revoloteando cerca. Las heridas del hombre están inflamadas y él mismo está febril. Si logro sacarlo de aquí, no estoy segura, para nada segura, de que no morirá de fiebre de camino a Rennes. Aun así, debo intentarlo. Le asiento a la

gárgola y los dos nos ponemos de pie, intentando levantar al prisionero con nosotros, pero es inútil, es como intentar mover el calabozo. Casi lloro de frustración. Si tuviera más confianza en mi habilidad para matar a d’Albret esta noche, simplemente sacaría de su miseria al prisionero, pero no la tengo. D’Albret tiene un instinto de supervivencia asombroso, y si fallo, alguien debe advertirle a la duquesa de sus planes. Además, ¿qué clase de dios cruel le roba a un hombre una muerte gloriosa en el campo de batalla y lo deja pudrirse, o peor, en un calabozo? Si cierro los ojos, puedo verlo en su magnífico caballo antes de que lo derribaran. Qué valiente fue al luchar, nunca se detuvo, no siquiera cuando las probabilidades eran abrumadoras. ¡Eso es! Debo encontrar una forma de canalizar su sed de batalla. Lo que lo lleva a tan infames logros en el campo de batalla es lo único que lo sacará de aquí. Miro al carcelero, asiento para tranquilizarlo, luego me vuelvo a girar hacia el hombre herido. ―Levántate ―siseo―. La duquesa está en peligro. ―Levanta la cabeza de golpe―. Si no te levantas ahora mismo, la atacarán en unos minutos. Levántate. ―Lo tiro del brazo y él gruñe―. ¿Te acobardarás aquí en el suelo como un bebé llorón mientras tu duquesa está en peligro? El carcelero me mira, horrorizado, y sacude la cabeza, pues la Bestia está despertando en nuestro caballero. Se sonroja de golpe y el fuego se enciende en sus ojos. ―Nunca te hubieran elegido para proteger a la duquesa si hubieran sabido lo débil que eres ―le susurro en el oído. Y entonces sucede: como una gran ola alzándose desde el fondo del océano, el caballero se pone de pie. Se tambalea por un momento, recupera el equilibrio, luego emite un poderoso rugido y se lanza hacia mí.

Me alejo de su alcance ágilmente. En cuanto me aparto de su lado, él casi se desploma de rostro, pero el carcelero, pequeño como un gnomo, se mete bajo el brazo del caballero y evita que se caiga. Furioso y confundido como un toro en un coso, el prisionero nos mira, no sabe a quién atacar primero. ―Vamos ―le digo antes de que recupere el juicio—. La duquesa está en esta dirección, si nos apresuramos la alcanzaremos a tiempo. ―Y en realidad, no es una mentira lo que le estoy diciendo. Las palabras actúan como una lanza en su lomo. Da un paso adelante, luego gruñe mientras su rostro palidece por el dolor. Cuando se le doblan las piernas, me doy cuenta de que no tengo alternativa excepto ayudarlo otra vez, y espero que no me mate en el acto. Regreso a su lado y me inserto bajo su brazo para enderezarlo, pero es enorme, y pesa al menos veinte rocas y casi me arrastra al suelo con él. Trabo las rodillas y la espalda, y entre el carcelero y yo, lo mantenemos derecho. Pero cuando se cae contra nosotros, sé que no podremos llevarlo todo el camino, pero es como si toda la fuerza lo hubiera abandonado. Ya tengo adormecidos los hombros y los brazos por su peso. Moriremos aquí como ratas en trampas si no podemos moverlo. El miedo y la rabia le dan urgencia a mi voz. ―¿Dejarás que se lleven a tu duquesa mientras descansas? ¡Muévete! Con un profundo gruñido, el hombre arrastra los pies y da un gran paso adelante que nos lleva casi a la puerta. Saco la antorcha de la pared con mi mano libre y rezo para no prenderme fuego… o al prisionero. Pero la necesitamos, ya que en las escaleras hay oscuridad total y no hay forma de que podamos subirlo solo por medio del tacto. Aunque claro, cuando llegamos al primer escalón, no creo que podamos subirlo en absoluto. La gárgola murmura y gruñe, y me hace un gesto para que vaya al frente. Cuando los rodeo y alzo la antorcha para que puedan ver dónde poner los pies, veo que el carcelero se ha insertado bajo el brazo de la Bestia, una muleta humana para que se apoye el prisionero. Su pierna derecha está fuerte y puede subir la escalera, aunque su brazo izquierdo cuelga inservible

a su lado. Apoya el brazo derecho contra la pared y salta al escalón siguiente, y el peso que no soporta su brazo lo recibe el carcelero. El rostro del prisionero se retuerce de dolor y rezo para que no se desmaye antes de llegar al carro. ―Apresúrate ―susurro con urgencia―. La están rodeando ahora mismo. La agonía de no poder alcanzar a su duquesa es visible en su rostro, y me duele el corazón al verlo, pero me obligo a ser dura; la suavidad no nos servirá a ninguno de nosotros ahora. Hace un pausa, el sudor le perla el rostro, sus pulmones suenan como el bramido de un herrero. Solo cuatro escalones más. ―¿Cómo matarás a esos hombres que han amenazado a tu duquesa? ―le pregunto con suavidad. Él sube otro escalón―. Mi sugerencia es con las manos desnudas, para que puedas ver sus ojos saltones mientras les quitas el aire de los pulmones. ―Bajo el brazo del gigante, el pequeño carcelero me mira con leve horror, pero no me importa, pues hemos avanzado otro escalón y puedo sentir el aire frío de la noche a mi espalda―. Quizás desgarrarlos miembro a miembro. Con un débil gruñido sube el último escalón. Alzo una mano para detenerlos a ambos, temerosa de que la Bestia salga volando por la puerta y se tropiece con algún centinela. Pero se apoya contra la pared y cierra los ojos mientras el carcelero le acaricia el brazo. Me asomo al patio. No hay nada salvo oscuridad. —Debemos dirigirnos a la puerta este. Solo hay dos guardias ahí, y una vez que me haya encargado de ellos, podremos cruzar el puente sin ser vistos. Un carro con caballos nos espera ahí para llevarte con la duquesa. ―La gárgola abre mucho los ojos por la sorpresa, luego sonríe. Al menos, creo que es una sonrisa. Se parece demasiado a una mueca para estar segura.

―¿Puedes hacerlo? ―le pregunto; odio tener que confiar en este misterioso carcelero con algo tan importante―. ¿Puedes llevarlo a Rennes? Asiente con tanta fuerza que temo que se le quiebre el cuello. Es más fácil salir. Por un lado, ya no hay escaleras, y por el otro, hay una pared sólida y gruesa en la que se puede apoyar el caballero. Avanzamos lentamente, la piel en mis hombros me urge a que nos apresuremos, pero no podemos hacerlo. Sin duda es un milagro que hayamos llegado tan lejos. Miro detrás de mí una vez, una luz brilla en una de las recámaras más altas. Bien. D’Albret sigue con Madam Dinan. Me pregunto a quién tendrá resguardando la puerta esta noche, pues siempre asigna dos centinelas cuando visita su recámara. Espero que uno de ellos sea el capitán Lur; me encantaría una excusa para matarlo. Cuando llegamos al final de la pared, veo la pequeña portería y a los dos guardias adentro. No están en posición firmes, sino que están conversando en voz baja. ―Toma. ―Le paso un trocito de tela amarilla y negra a la gárgola―. Necesitarás esto para salir de la ciudad. Hay algunas provisiones en el carro, y también algunas joyas que puedes usar para comprar lo que necesiten. Pon la bandera de la plaga en el carro y nadie te detendrá ni te revisará, ¿entendido? Cuando asiente que entiende, le hago un gesto para que se quede ahí hasta que le dé la señal, luego avanzo lentamente. Los centinelas están quejándose porque los otros no han llegado para cambiar de guardia, y están intentando decidir si deberían quedarse aquí o ir a buscar al capitán. Aferrándome a la pared como una sombra, me pongo en posición detrás del primer guardia. Debo matarlo, no puedo arriesgarme a que den la alarma y no tengo idea de cuánto durará la poción para dormir o qué tan profundo están durmiendo los otros.

Me recuerdo que estas muertes son necesarias, no hay forma sacar al caballero delante de estos centinelas, y si son hombres de d’Albret, sin duda son culpables de algún crimen terrible. El punto débil de mi plan es matar al primer centinela sin alertar al segundo de mi presencia. Rapidez y sigilo son mis mejores armas, pues si el segundo centinela me ve, hay una buena posibilidad de que suene la alarma antes de que pueda silenciarlo. Una cosa a la vez, me recuerdo, luego salgo silenciosamente de mi escondite. Me saco la cuerda de la cintura y me la envuelvo en los puños mientras avanzo hacia el primer centinela, le doy una vuelta, dos vueltas, para asegurarme de que no se me suelte. Cuando estoy justo detrás de él, hago mi movimiento. Cuando me siente, el centinela comienza a girarse en mi dirección, pero doy un paso al frente y rápidamente le deslizo la cuerda por el cuello y tiro con toda mi fuerza. El hombre se sacude sorprendido, y su arma cae traqueteando al suelo mientras araña la soga en su garganta. Tiro con más fuerza, le apoyo una rodilla en la espalda para hacer palanca y esquivo su codo cuando intenta darme en las costillas. Pero el traqueteo de su arma llama la atención del otro centinela. Abre mucho los ojos cuando me ve y se lleva una mano a la espada mientras avanza un paso. Suelto una maldición, porque el primer hombre se está tardando demasiado en morir. Ni siquiera puedo sacar uno de mis cuchillos arrojadizos y defenderme. El centinela alertado saca su espada y se lanza hacia mí. Pongo al guardia agonizante entre nosotros para tener algo de protección. Se escucha un golpe, y el centinela que estaba por atacarme se vuelve rígido, y luego cae como un árbol cortado. Alzo la vista y veo a la gárgola; tiene una honda colgando de su mano derecha y una expresión de satisfacción en su cara retorcida. Justo entonces, mi víctima por fin se desploma, muerto. Hago mi mejor esfuerzo para bloquear mi mente mientras su alma repta de su cuerpo, y suelto la cuerda de su cuello. El carcelero asiente como diciéndome, «de nada» (aunque no he dicho gracias), luego me hace un gesto para que siga moviéndome, como si él estuviera dirigiendo el rescate.

Reprimo mi molestia y ambos nos apresuramos hacia el caballero, que apoyado contra la pared, tiene los ojos cerrados y el rostro pálido por sus esfuerzos para llegar hasta aquí. No sé si su sed de batalla lo ha abandonado o si sigue hirviendo a fuego lento en sus venas. Ruego a Mortain que sea la segunda opción, o de otra forma no podremos hacer que cruce el puente. Aun así, ahora que su mente ya no está nublada, es el mejor momento para darle mi mensaje. ―Escúchame, esto es importante. Cuando llegues a Rennes, debes hacérselo saber a la duquesa. D’Albret tiene hombres dentro de las paredes de la ciudad, hombres que le abrirán las puertas cuando llegue el momento. ¿Puedes recordar decirle eso? «¡Merde!» No sé si asiente que entiende o si su cabeza se cae hacia el lado. Frustrada, me giro a la gárgola. ―¿Entendiste todo lo que dije? ―Él asiente y yo suspiro. Tendrá que bastar con eso. Me pongo el brazo enorme sobre los hombros, luego comienzo el largo y tortuoso viaje a través del patio. En el puente, el caballero me quita el brazo de encima y usa el lado del puente como muleta. No discuto con él, en cambio camino adelante para asegurarme de que el carro prometido está ahí y para darle al conductor las instrucciones y el resto del pago que le prometí. Al principio no veo el carro y el corazón me da un vuelco de preocupación, pues no podemos engatusar a este hombre para que avance mucho más. Pero cuando vuelvo a mirar, ahí está, oculto en lo profundo de las sombras contra el muro de la ciudad, con dos mulas de aspecto decrépito dormitando en sus arneses. Sin embargo, el conductor no está. Debe haber decidido que la mitad del pago era mejor que el monto completo, porque al menos viviría el tiempo suficiente para gastarlo. Me vuelvo para ver el progreso de los hombres a través del puente, pero se han detenido a la mitad. ¿No se dan cuenta de que nos hemos salvado por un pelo? No tenemos tiempo para detenernos a admirar el paisaje. Vuelvo a mirar las ventanas del palacio y veo que la luz en la recámara de Madam

Dinan está apagada, y una urgencia renovada me llena. Debo ir pronto, mientras sigue enredado en sus sábanas y distraído. Me apresuro hacia los otros. ―¡De prisa! Tenemos que meterlos al carro antes que nos vean. Pueden llegar centinelas nuevos en cualquier momento. El carcelero me mira con su carita triste y sacude la cabeza. No cree que el prisionero pueda dar otro paso. Lo fulmino con la mirada, deseando que pudiera hablar para que pueda convencer al caballero para que avance. No creía posible poder odiarme más de lo que ya lo hacía, pero las cosas infames que le he dicho a este caballero torturado han demostrado que me equivoco. ―Despierta. ¿Cómo te atreves a dormir mientras tu duquesa está en peligro? ―Sus párpados revolotean, pero eso es todo. Me invade verdadera preocupación, debo usar el arma más cruel en mi arsenal―. Ahora mismo la están rodeando esos hombres, hombres de d’Albret. ¿Sabes lo que dicen de d’Albret? ¿Cómo trata a sus mujeres? ―El carcelero me señala, a mi cara. Hay una gentileza en su mirada que no comprendo. Me vuelve a hacer el gesto y me llevo una mano a la mejilla. Está húmeda. Lo fulmino con la mirada mientras me restriego la humedad—. Si no puedes molestarte en ponerte de pie por ella, entonces él la atacará con sus manos peludas y ásperas, violará su piel… Con un rugido que hace rebuznar a uno de los burros a la espera, el caballero se aparta de la pared y da un paso. El pequeño carcelero intenta guiar su pesada carga hacia el carro, pero el caballero se resiste, y en cambio se lanza hacia mí. Sorprendida, alzo la mirada y nuestros ojos se encuentran. Me doy cuenta de que los suyos son de un azul plateado pálido, justo antes de que su puño conecte con mi mandíbula y todo se vaya a negro.

Capítulo 15 Traducido por Carol02.

LENTAMENTE ME DOY CUENTA QUE estoy soñando, me siento tan segura y cómoda como un bebé en su cuna. O quizás un bebé en un bote, balanceándose en el mar. Un muy agitado mar, recibiendo golpe tras golpe en todo el cuerpo. Intento abrir los ojos, pero es como si estuvieran cosidos. Cuando finalmente logro abrirlos, todo lo que puedo ver es un cielo oscuro lleno de estrellas que comienzan a desvanecerse. ¿Dónde en el nombre de los Nueve Santos estoy? Trato de pensar, revisando a través de mis recuerdos como un banquero a través de paquetes de monedas. El caballero. Estaba llevándolo al carro y luego.. ¿qué?. Tengo un presentimiento de lo sucedido. Lucho por llegar a sentarme, con el movimiento mi estómago se siente como un nido de anguilas. Justo a tiempo me inclino a un lado y vomito. Cuando he terminado, el latido en mi cabeza disminuye lo suficiente como para que pueda comenzar a dar sentido a lo que me rodea. Un fuerte olor a estiércol llena mi nariz, haciéndome pensar en vomitar nuevamente, y veo una alegre bandera amarilla ondeando en la brisa nocturna. Frenética, miro alrededor. El caballero permanece quieto y sin vida a mi lado mientras nos sacudimos y tropezamos a lo largo del camino. No hay casas, ni tiendas, ni murallas en ninguna parte. No hay nada más que un suave paisaje de campo y granjas hasta donde puedo ver. ¡Estoy en el maldito carro! El caballero... él me pegó. Me golpeó con su gran puño en forma de jamón y, por alguna razón, él (y el carcelero) me han traído con ellos.

¡No, no! Miro a mi alrededor una vez más para tratar de orientarme. ¿Cuánto tiempo he estado fuera? ¿Minutos? ¿Horas? Más importante aún, ¿a qué distancia estamos de Nantes? Quizás no sea demasiado tarde para volver. Pero no importa lo duro que me enfoque y mire, no puedo ver los muros de la ciudad. Lo que significa que todos mis planes, —y la dura decisión que había tomado—, se han convertido en cenizas. El ogro gigante a mi lado le ha dado a la rueda de Fortuna un giro tan fuerte que se ha salido de mi alcance por completo. El prisionero que está a mi lado no hace sino agitarme a tal punto que un juramento sale de mi boca, pero el carcelero, que conduce, mira por encima del hombro y se inclina la gorra. Ese gesto alegre me enfurece aún más y me pongo de pie, ignorando la ola de náuseas que sigue. Cuando golpeamos un bache en la carretera, casi me caigo. Agarrándome por la parte de atrás del banco, me coloco sin gracia en el frente al lado del carcelero, luego espero que pase el mareo antes de comenzar a atacarlo.—¿Qué has hecho? —finalmente logro decir—. ¡No se suponía que fuera contigo! ¡Has arruinado todo! El pequeño gnomo se encoge de hombros y apunta con el pulgar al caballero inconsciente. Echo un vistazo a la enorme figura tendida en la cama de carro. ¿Como se atreve? ¿Qué pensamiento adicional cruzó su cerebro febril y causó que me trajera con ellos? Quiero saltar a la parte trasera del carro y golpear mi frustración contra su pellejo grueso y descabellado. En su lugar, convierto mis manos en puños, presiono mis uñas en mis palmas, y espero que el dolor de esto aclare mi cabeza. Se me ha hecho casi insoportable que se me haya negado mi deseo de llevar a cabo la venganza con d’Albret durante tanto tiempo, solo para que me la arrebaten cuando estaba finalmente a mi alcance. Requiere todas mis fuerzas no lanzar mi cabeza hacia atrás y rugir mi furia contra Dios y todos Sus santos. Entonces, de repente, como una caldera hervida en seco, mi ira se ha ido y me siento tan vacía como un tambor. Mi única oportunidad, la que he

esperado meses, ¡no, años! Se ha perdido irrevocablemente. Nunca más estaré en tal posición para exigir venganza en D’Albret. «Nunca más.» Las palabras vibran en mi cabeza como dos piedras en un cubo. Pero eso también significa que no puedo regresar, no puedo devolverme, ya que incluso la abadesa de corazón frío reconocerá lo imposible que sería para mí ganarme la confianza de D’albret de nuevo. Lo que significa... Me he escapado. Trato de recordar. En mis diecisiete años, ¿alguna vez he sabido de algo, — alguien, que pudiera escapar de D’Albret? Ni sus esposas, ni sus hijos, ni sus enemigos. Sólo la duquesa, y lo hizo dos veces, una en Guérande y la segunda vez hace casi quince días. Si bien tiene sentido que los dioses envíen bendiciones a la duquesa, no puedo creer que se dieran para mí. Nunca lo han hecho antes. Escapar. La palabra es tan madura y seductora como la primera fruta del verano, tanto que debo alejarme de ella y recordarme que la esperanza no es más que la forma en que Dios se burla de nosotros, nada más. Me doy un momento, luego otro, para componerme, luego me dirijo al carcelero que está a mi lado. Pretendo que no he asaltado, arremetido y echado humo durante el último kilómetro y pregunto con calma: —¿Cómo está nuestra carga? El alivio cruza su cara arrugada, y asiente con entusiasmo. Miro por encima del hombro, insegura de que el estado del caballero amerite tal entusiasmo, pero no digo nada. Con todas mis otras opciones descartadas, parece que mi mejor curso de acción es llevar al caballero a Rennes. Vivo, si es posible. Y con ese pensamiento viene un recordatorio. Nada de eso importará una pizca si D'Albret nos encuentra, ya que incluso ahora es probable que esté reuniendo fuerzas para perseguirlo. Afortunadamente, todos sus soldados

estarán aturdidos y enfermos por unas horas más, y no creo que él cabalgue solo. En algún lugar en la distancia, un gallo canta. Pronto, los granjeros adormilados saldrán de sus casas y comenzarán a cultivar sus campos. Y nos verán. No podemos arriesgarnos a eso. —Debemos encontrar refugio —le digo al carcelero. Él asiente con la cabeza, como si ya hubiera pensado en esto. —Habrá una persecución —le advierto—. Así que nuestro refugio debe estar bien escondido de la carretera—. Lo que nos ha llevado toda la noche para viajar podría ser cubierto en cuestión de horas por uno de los hombres de mi padre en un caballo fuerte y veloz. El carcelero asiente de nuevo, señala un grupo de árboles en la distancia y luego dirige el carro en esa dirección. Estudio su cara torcida y arrugada. ¿Puedo confiar en él? Por centésima vez me pregunto por la extraña relación entre el caballero y su carcelero. ¿Inspira la Bestia de Waroch el coraje y la lealtad incluso de los que lo vigilan? Porque seguramente mi padre asignó solo al más leal de sus hombres para que atendiera a su valioso prisionero, y sin embargo, el carcelero no solo no trató de evitar nuestra fuga sino que se unió a nosotros. Con algo de suerte, no se ha arriesgado tanto y ha llegado tan lejos solo para traicionarnos ahora. Justo cuando el verdadero amanecer aparece, se puede ver un antiguo pabellón de piedra. Está lejos de la carretera principal, de hecho, de cualquier carretera, me doy cuenta cuando el carro se topa con una roca, y está bien aislado en un pedazo de bosque. La gárgola detiene el carro y espera justo dentro de los árboles. Es una pequeña casa señorial construida en piedra gris y, por todas las apariencias, desierta. No hay actividad en el patio, no hay pollos rascándose ni balidos de cabras , y no sale humo de la chimenea. Es casi demasiado esperar que este lugar oculto esté vacío y esperándonos. Aún sin estar completamente segura de los motivos del carcelero, sacudo la cabeza hacia la casa. —Ve a ver si hay alguien dentro.

Su rápido asentimiento de conformidad me asegura sobre que esto no es una trampa. Aun así, alguien debe explorar el lugar para estar seguro de que está despejado. Hasta que el anciano haya demostrado ser plenamente confiable, tal vez sea él quien lo haga. Mientras mira alrededor, dirijo el carro a la parte de atrás de la cabaña y me preocupo una vez más por mi situación. ¿Debo intentar regresar a Nantes y terminar mi tarea auto designada? Una vez que estoy comprometida con un propósito, no es fácil para mí alejarme. Podría afirmar que la Bestia me secuestró. Excepto que saben lo débil y herido que estaba, y mi participación es la única explicación para los guardias drogados. Temo que mi participación en esto sea fácil de descubrir. «Tal vez», una pequeña voz dentro de mí susurra, «Mortain simplemente ha respondido a tus oraciones». ¿No puede ser tan simple como eso? Pero, por supuesto, nada, —nada—, nunca ha sido simple.

Nuestro refugio es una de los cotos de caza menores del difunto duque, del tipo a donde se retiraría con un puñado de sus hombres más confiables o una de sus amantes menos favoritas. Es perfecto para nuestros propósitos: robusto y oculto para el viajero ocasional. Lo más importante es que nunca he oído hablar a D’albret ni a ninguno de sus hombres sobre él, lo que me da alguna esperanza sobre que no sepan de su existencia. Justo cuando el carcelero regresa de la revisión, indicando que no hay nadie en casa, las gruesas nubes sobre nuestras cabezas liberan su carga y comienza la lluvia. Sin embargo, incluso herido, enfermo y desmayado, el caballero es un hombre gigante. —No podemos cargarlo dentro —digo al carcelero.

Él nos alcanza y sacude al caballero, pero ni siquiera sus ojos se mueven en respuesta. Preocupada de que haya muerto en el camino hacia acá, reviso su pecho, me tranquilizo al ver que sube y baja con su respiración. El carcelero comienza a sacudirlo fuertemente, pero lo detengo. Miro hacia la lluvia, grandes y gruesas gotas golpean mi cara. Limpiar al prisionero puede ser una faena que implique cubos y cubos de agua. —Dejaremos que la lluvia haga una parte del trabajo duro por nosotros. No es una lluvia congelante, dejemos que lave algo de la podredumbre de prisión en él antes de llevarlo dentro. El carcelero frunce el ceño, como si se tratara de un gran insulto o lesión que se le ha ofrecido a su maestro, pero lo ignoro, agarro dos de los bultos que están contra el costado del carro y me dirijo a la cabaña. Él puede seguirme o no, no me hace ninguna diferencia. Mientras el carcelero se queda para cuidar al caballero, hago una exploración rápida de el coto para ver con mis propios ojos que no hay nadie aquí. La puerta trasera se abre directamente a una gran cocina con chimenea. Hay un pasillo más allá, y tres cámaras en el segundo piso. Todas están vacías de todos los muebles, excepto los más básicos, y nada más que cenizas frías se asientan en los hogares. Desde que llevar al caballero por las escaleras está fuera del panorama, tendremos que preparar un bastidor en la mesa de cocina. Voy hacia la puerta y miro al carcelero escurriendo al lado del carro, como si empaparse de alguna manera pudiera disminuir la incomodidad de su prisionero. Le pido que se acerque. Cuando está lo suficientemente cerca, le doy un paño áspero para que se seque. —Necesito establecer una mesa aquí, pero no puedo moverla por mi cuenta. Junto con muchos gruñidos y juramentos, conseguimos el bastidor en la cocina y lo cubrimos con dos mantas viejas que encontramos. El esfuerzo ha eliminado cualquier escalofrío restante de mis huesos. —Vamos a ver si podemos traerlo aquí —le digo con un suspiro de resignación, ya que será tan fácil como tratar de maniobrar un buey engrasado.

En el exterior, la lluvia no solo ha limpiado parte de la suciedad del paciente, sino que lo ha sacado de su sueño. Cuando el carcelero y yo lo miramos por encima de los lados del carro, nos parpadea, el agua pinchando sus gruesas pestañas. Cuando me ve, sus ojos se nublan con confusión, y de repente la ira se eleva en mí otra vez, una furia candente por haberme robado mi premio, la única cosa que habría justificado todo lo que he soportado en los últimos seis meses. . Me inclino y acerco mi cara a la suya. —Me han enviado por orden de la duquesa para que le ayude, ¿y cómo me paga? Arruinando todos mis planes cuidadosamente establecidos. Sus ojos se abren de sorpresa. —De ahora en adelante, hasta que lo lleve seguro a Rennes, hará exactamente lo que te digo y nada más, ¿entiende? De lo contrario, le dejaré aquí para que se pudra con la lluvia. —¿Qué arruiné? —Su voz es áspera, como una lluvia de rocas cayendo cuesta abajo. —Planes que trabajé seis largos meses para poner en marcha. ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? —pregunto. —¿Hacer qué? Levanto la mano y toco mi tierna mandíbula. —Llevarme con usted. Sacude la cabeza, como si intentara aclararla. —Lo último que recuerdo es una voz insistente y desgarradora que escupía veneno y mentiras. —Esa era yo —digo bruscamente. —¿Usted? —Se ve completamente desconcertado, como si no pudiera reconciliar esa voz con lo que ve ante él. —Sí, gran buey. Era la única forma en que podía hacer que subiera las escaleras y subiera al carro. —¿Intentó traer la lujuria de batalla sobre mí? ¿Tiene plumas en vez de cerebro?

—Nadie tuvo una mejor idea sobre cómo sacarlo de esa mazmorra. Simplemente utilicé las herramientas a mano. —Tiene suerte de que solo obtuvieras un gran golpe en la mandíbula. —Él me mira de nuevo, como si tratara de darle sentido a algo en su mente—. Además, parecía asustada —murmura. Lo miro boquiabierto. —Ahora, ¿quién tiene plumas en el cerebro? Tenía una misión, no había miedo involucrado. —Pero eso es una mentira. Estaba aterrorizada, y odio que él lo haya visto.

Capítulo Dieciséis Traducido por Carol02

PÁLIDO COMO UN CADÁVER Y respirando pesadamente, el caballero se apoya en el bastidor de la mesa, luego el carcelero lo ayuda a recostarse. Cierra los ojos, y está claro que incluso esta pequeña cantidad de actividad le ha costado mucho. «Merde»/. Practicamente es seguro que no regresaré a Nantes porque este hombre necesitará cada gramo de mis miserables habilidades de curación, —y un poco de la propia suerte de los dioses—, para llegar a Rennes. Si él muere en el camino, entonces no tendré nada bueno y verdadero por todo mi trabajo y sacrificio. Agarro un cubo de un gancho en la pared y lo empujo hacia el carcelero. —Toma. Necesitaremos agua para terminar de lavarlo. Y trae los dos paquetes que quedan en el carro. Sin preguntarme, toma el cubo y se dirige a la lluvia. Tomo una caja de yesca de uno de los paquetes que traje y me muevo a la chimenea para iniciar un fuego. Las nubes en lo alto probablemente enmascararán cualquier humo que logre pasar de las copas de los árboles. Aun así, solo hago un pequeño fuego, lo suficiente para calentar un poco de agua para las cataplasmas que debo colocar en las heridas del caballero. Cuando el carcelero regresa, coloca los dos paquetes junto a los otros, y luego se ocupa de echar el agua del cubo en una olla vieja y maltratada. Le meto un trozo de tela en la mano. —Termina de lavarlo para que pueda atender sus heridas. Quítale la ropa si tienes que hacerlo. —Nuevamente el carcelero hace lo que le pido, y comienzo a relajarme un poco. Por un poco más, trabajamos en un silencio agradable, el carcelero lavando al prisionero, el prisionero reuniendo fuerzas para hacer todas las preguntas que puedo sentir girando en su cabeza, y yo mezclando la corteza de olmo

en polvo y la mostaza con el agua hirviendo y rezando para que el daño de su cuerpo no sea mayor que mi habilidad. Cuando terminan mis preparativos, me levanto lentamente. Es hora de ver cuán grave es su situación. Los pies del hombre sobresalen sobre el borde de la mesa, y su rostro, todavía ceniciento bajo los moretones negros y verdes, es tan alegremente feo como cualquiera que haya visto nunca. Sus mejillas están marcadas, y una larga cicatriz arruga un lado de su cara. Se ha roto la nariz, más de una vez, y tiene una muesca en una oreja. Nada de lo cual mejorará una vez que la hinchazón y los moretones bajen. Su cuerpo es tan grueso como el de un jabalí, con cuerdas abultadas de músculos y tendones. Si un escultor quisiera darle vida a la fuerza bruta, tallaría un cuerpo como este. Casi todo está cubierto de cicatrices, las rojas y recientes enojadas que se mezclan con el blanco plateado de las más viejas. A pesar de mis deseos, estoy fascinada, tal vez incluso impresionada, por el daño que este hombre ha sufrido. Y sobrevivió. Me acerco y, por su propia voluntad, mi mano se acerca a él, mis dedos rozando con tanta suavidad su carne maltratada y devastada. —¿Cómo es que todavía está vivo? —me pregunto. —Soy casi imposible de matar. —El profundo retumbar de su voz llena la habitación hasta las vigas. Mi mirada se acerca a su cara; no me había dado cuenta de que había hablado en voz alta. Sus ojos, aunque llenos de dolor, son ferozmente inteligentes y me recuerdan a los de un lobo, con su coloración pálida y misteriosa. —Ah —digo—, es bueno saberlo. Ahora no necesito preocuparme tanto mientras atiendo sus heridas .

Sus cejas se alzan. —¿Usted? —Esos fieros ojos azules suben y bajan por todo mi cuerpo, no con un gran interés sino en una evaluación distante. Hago un gran espectáculo mirando alrededor de la cocina vacía. —¿Tiene a alguien más en mente? ¿Su carcelero, tal vez? Seguramente si hubiera podido, ya lo habría atendido. Extiendo mi mano hacia el carcelero, que ha estado observando nuestro intercambio con ojos nerviosos, y muevo mis dedos. Después de un momento de incertidumbre, me entrega el paño y, a pesar de mi amenaza de aspereza, comienzo a limpiar suavemente la cara del paciente, eliminando otra capa de mugre. No ayuda en nada a su apariencia, pero me siento aliviada al ver que no hay cortes o roturas graves debajo de la tierra. Dirijo mi atención a la larga herida que corre a lo largo de la carne de su antebrazo. No va al hueso, ni se cortaron los tendones ni los ligamentos, pero necesitará una limpieza profunda, que no será agradable para ninguno de los dos. Las dos heridas punzantes de las flechas en su hombro izquierdo están infectadas e inflamadas. Cubriendo mis dedos con la tela, presiono suavemente contra ellas, buscando cualquier trozo restante de madera o hierro. El paciente respira bruscamente, pero eso es todo. —No hay astillas, entonces, así que eso será fácil de manejar. Y las flechas parecen haber evitado ligamentos vitales. Él asiente, pero no dice nada. Hay más moretones e hinchazón a lo largo de su torso. Me extiendo y presiono suavemente. Jadea, luego toma mi mano con la buena, sorprendiéndome, ya que la suavidad de su toque es incongruente con su tamaño y volumen. —No es necesario que me golpee las costillas para que le diga que están rotas. —Muy bien. No queda nada más que hacer que examinar su pierna, y esa es la lesión que más me asusta. El carcelero era demasiado perezoso, —o modesto—, para quitar los pantalones de montar del hombre, así que saco el pequeño cuchillo de la

cadena de mi cintura y rápidamente corto el cuero empapado y sucio. Cuando alcanzo a tirar a un lado, él golpea mi mano. Desconcertada, levanto la vista para encontrar sus mejillas rosadas y no puedo evitar sonreír. La Bestia de Waroch está avergonzada. —Agh —le digo a él—. No es nada que no haya visto antes. —Sus ojos se abren con sorpresa, pero me estiro y aparto el cuero de su muslo. El carcelero se queda sin aliento, ¿conmocionado, tal vez? Y yo también. — ¿Tan malo? —dice el caballero. Todo el muslo está enrojecido e hinchado y caliente al tacto. Cosas asquerosas brotan de la herida en sí, y las rayas rojas han comenzado a subir y bajar por la pierna. Miro hacia arriba para encontrar una leve sonrisa en su rostro y, no por primera vez, me pregunto si todo lo que él ha soportado le ha hecho perder el juicio. Vuelvo mi mirada hacia el corte. —Es malo — estoy de acuerdo—. Afortunadamente para usted, no soy un cirujana, así que no puedo cortarlo si lo quisiera. —Tampoco la dejaría. —No estoy segura de que esté en condiciones de detenerme —murmuro, luego levanto mi mano antes de que pueda comenzar a discutir—. No lo cortaré, pero lo que debo hacer tampoco será agradable. La Bestia me estudia. —¿Quién es usted que sabe tanto sobre el cuidado de las lesiones de batalla? No había llegado a conocer a una mujer noble que atienda heridas como un médico de campo. Para darme algo de tiempo para pensar, vuelvo al fuego y traigo la cerveza caliente de la olla burbujeante. ¿Qué le digo al hombre? Me pregunto cuando empiezo a poner las hierbas y el barro en los paños de lino que he preparado.«Soy la hija de D’albret, y usted acaba de asegurarse de que nos seguirá hasta los confines de la tierra.» Pero me doy cuenta de que no estoy dispuesta a pregonar mi verdadera identidad. De hecho, deseo dejarla muy lejos, detrás de mí, enterrarla como un cadáver y no volver a hablar de ella. Además, si se entera de quién soy, nunca confiará en mí para ponerlo a salvo. Aun así, debo decirle algo.

Recuerdo la primera vez que lo vi, en el campo con la duquesa y su fiesta. —Soy amiga de Ismae. —¡Ismae! —Trata de apoyarse en un codo, luego se estremece y vuelve a apoyarse en la mesa—. ¿Cómo conoce a Ismae? Puedo sentir sus ojos sobre mí, evaluando, sopesando, pero me concentro muy cuidadosamente en doblar el cuadrado de lino suave alrededor de las hierbas hervidas. —Nos entrenamos en el mismo convento. Hay un momento de silencio durante el cual creo que dejará así el asunto, pero no. —Si es una asesina entrenada, ¿por qué me está cuidando? Incapaz de evitarlo, doblo mi boca en una sonrisa amarga cuando regreso a su lado. —Es una pregunta que me he hecho muchas veces, puede estar seguro. Mis órdenes fueron garantizar que llegara a salvo a Rennes para poder seguir sirviendo a la duquesa. —Levanto la vista y encuentro su mirada—. Así que esa parte de mi burla era cierta. Nos miramos fijamente a los ojos por un largo momento, antes de que el caballero haga un pequeño asentimiento de comprensión o perdón, no estoy segura. —Bien, entonces. —Sonríe, con una sonrisa absolutamente encantadora y devastadora que me da ganas de sonreírle. En cambio, pongo la cataplasma caliente sobre su muslo. Aspira tan fuerte que me temo que se haya tragado la lengua. Su cara se enrojece por el calor, el dolor y el esfuerzo por no gritar. —Pensé que había dicho que no estaba aquí para matarme —finalmente dice con un jadeo. —Lo siento —le digo—- Es la única forma de extraer el veneno para que no muera de la fiebre de sangre. —Sólo avíseme la próxima vez. —Muy bien, ahora estoy poniendo uno en su hombro. Él jadea de nuevo, pero no es tan contundente como antes. Bueno. La herida es menos sensible, entonces, y esperamos que sea mucho más rápida

de curar. Lo miro para ver cómo está. —Debería, con toda probabilidad, estar muerto debido a estas heridas. Un breve destello de dientes blancos. —Un regalo de San Camulos. Nos curamos rápidamente. A medida que las cataplasmas extraen los malos humores de su cuerpo, vuelvo mi atención a su brazo. —Esto debe ser limpiado —le advierto—. Vigorosamente. Mi paciente hace una mueca. —Haga lo que deba para que pueda tener el uso completo del brazo. La siguiente hora no es agradable. Pongo un paño húmedo en el corte para ablandarlo, luego reemplazo las cataplasmas con unas nuevas. —¿Quiere un poco de vino o licor de algún tipo para aliviar el dolor? —pregunto, pero él sacude bruscamente la cabeza. Cuando la costra es lo suficientemente suave, tomo un paño y empiezo a limpiar suavemente la suciedad, la mugre y el barro viejo que cubre la herida. —Nunca dijo cómo sabe tanto sobre el tratamiento de lesiones —dice el caballero. Lo miro con molestia. —¿Por qué aún no se ha desmayado por el dolor? —Doy la bienvenida al dolor; me deja saber que estoy vivo. Aunque no puedo evitar admirar su espíritu, me recuerdo a mí misma que es un esfuerzo inútil que me agrade alguien que probablemente morirá de sus heridas de todos modos. —Está tan loco como sugiere su reputación. Él sonríe. —¿Ha oído hablar de mí? Ruedo mis ojos. —He oído hablar de un loco que tiene fiebre de combate como la mayoría de los hombres con armadura y carga en el campo matando a cientos de almas.

Se instala más cómodamente sobre la manta. —Usted ha oído hablar de mí —dice, la satisfacción espesa en su voz—. ¡Ay! —Perdón, pero la grava y el barro están muy profundos. —Trabajp en un silencio bendito durante un rato, maravillándome de que un hombre tan feo pueda tener una sonrisa encantadora. Molesta porque estoy pensando en esas cosas, me levanto a buscar un cuchillo. La herida está infectada y deberá ser drenada. —Aún no me ha dicho cómo llegó a saber tanto sobre el tratamiento de lesiones. —Habla demasiado. Quédese quieto y trate de curarse rápidamente, ¿quiere? —digo, volviendo a su lado con el cuchillo—. Tenemos un largo camino por recorrer y su condición nos ralentizará considerablemente. De hecho, es probable que nos capturen si no se mejora pronto. La Bestia de Waroch frunce el ceño, y puedo sentir al carcelero estudiándome. Me pregunto cuánto ha reconstruido de mi visita a la mazmorra con Julian. —¿Quizá está escondiendo algo? «Sólo la verdad de quien soy.» —No, prefiero trabajar en silencio. Sin embargo, como insiste, me entrenaron en el convento en medicamentos pequeños como este. La incredulidad es clara en su rostro. —Esto no es una medicina pequeña. Pongo la hoja de mi cuchillo afilada a lo largo de la costra que rezuma. Se separa fácilmente, como una flor que se abre ante el sol. —Mis hermanos también eran caballeros. A menudo tenían lesiones como estas que necesitaban ser tratadas. —¿Por su hermana? —pregunta entre dientes. —Éramos cercanos. —Además, mi padre no tenía un médico en el personal, y mis hermanos estaban demasiado avergonzados de buscar al cirujano de los hombres de armas para las palizas y los azotes que mi padre

les había otorgado—- Sin embargo, ahora que he respondido a su pregunta... Él resopla —Eso no fue una respuesta. —Debe responder una de las mías. —Me mira con cautela—- ¿Quién es su mascota gárgola y cómo es que el propio carcelero del Conde d’Albret es más leal a usted que al conde? Porque no solo le permitió escapar, sino que también me ayudó. De repente, toda la ligereza y el buen humor desaparecen de la cara de la Bestia. —Tal vez no deseaba quedarse atrás y aceptar el castigo de d’Albret. —Tal vez no —digo, decepcionada, porque sé que esa no es la razón, o al menos, es solo una parte de ello. —¿Qué sabe de d’Albret? —pregunta la Bestia. —Más de lo que me importa —murmuro mientras coloco otra cataplasma en su brazo para sacar la infección. —Hace bien en temerle. Incluso para alguien con sus habilidades, no es seguro estar cerca del hombre. Lucho contra la necesidad de reírme en su cara por atreverse a advertirme de los peligros que presenta d’albret. —Usted no tiene que preocuparse. Lo sé todo sobre el Conde d’Albret. Las historias circulaban por toda su sala más rápido que la plaga anual. De hecho, era uno de los pasatiempos favoritos de las ancianas, aterrorizándonos con la historia de la primera esposa de d’Albret. ¿La ha oído? —Miro hacia arriba, con los ojos muy abiertos e inocentes. Él da un brusco movimiento de cabeza. —Oh, la..., todos saben la historia de su primera esposa. De hecho, se ha convertido en leyenda, contada por esposos y matones cansados cuando deseaban que sus esposas o jóvenes cargos fueran más flexibles. «¿Alguna vez te conté la historia de la primera esposa del conde D’Albret, Jeanne?»,

preguntaban. «Ella pensó en escapar de sus deberes de esposa y huyó a la casa de su familia, donde suplicó santuario con su hermano. Bueno, su hermano fue tonto, debería haber sabido que no debía interponerse entre un hombre y su esposa, pero él tenía un corazón blando y aceptó albergarla contra la crueldad que ella afirmaba de su propio marido». »Pero D’Albret, decían, a menudo con admiración en su voz, no dejó que nadie tomara lo que era legítimamente suyo y, ciertamente, no un barón de Morbihan. Montó con un completo batallón de hombres directamente a la propiedad del barón, donde irrumpió por las puertas y mató a cada uno de los hombres de armas mientras corrían por sus armas. Montó su caballo en el vestíbulo principal y mató al barón que estaba en su mesa, y luego d'Albret le dio una paliza a su propia esposa incluso cuando ella pedía misericordia. —Al contar la historia, siento que los anteriores zarcillos de esperanza comienzan a marchitarse. ¿Qué estaba pensando? No puede haber escape de d’Albret. Todo lo que he hecho es retrasar lo inevitable. —Para estar seguro de que se hizo valer su demostración —continúo—, d'Albret mató a la esposa del barón, a sus dos hijos pequeños y al bebé recién nacido que ella amamantaba en su pecho. —Mi corazón se retuerce dolorosamente al pensar en ese bebé—. Las esposas usualmente hacían lo que sus esposos les pedían después de que se contara el cuento. —Miro hacia arriba para ver que la cara de Bestia es dura como la piedra—. Así que sí, sí sé de qué es capaz d’Albret. Quito la cataplasma, aliviada de ver que la hinchazón ya se ha reducido. A continuación, alcanzo el frasco de espíritus. —Esto va a doler un poco —le digo. Es una mentira, porque arderá como fuego, pero ya no puedo hablar con este hombre. Sé por larga experiencia que la esperanza no es más que una burla de los dioses, y odio que de alguna manera este hombre me haga sentirla. La Bestia abre la boca para hablar, justo cuando inclino el matraz. —Mi hermana fue su sexta esposa... —Los espíritus golpearon su carne cruda y él se levanta sobre la mesa, rugiendo de dolor, antes de finalmente desmayarse.

Capítulo Diecisiete Traducido por Azhreik

IMPRESIONADA, MIRO FIJAMENTE al gigante inconsciente frente a mí. ¿Su hermana fue la esposa de d’Albret? ¿Cómo es eso posible? ¿Qué desquiciada y enredada telaraña han tejido los dioses a nuestros alrededor? Estudio la cara amoratada e hinchada, buscando señales de Alyse, la sexta esposa de d’Albret. Ella hablaba de tener un hermano, pero es difícil imaginarlos saliendo del mismo vientre. Sabiendo que no seré capaz de dormir con la admisión de Bestia plagándome como las mordidas de moscas en pleno verano, le digo a la gárgola que tomaré el primer turno de vigilancia. Aunque este coto de caza está bien oculto, no nos atrevemos a bajar la guardia. Él no discute y se hace un ovillo cerca del fuego moribundo y se duerme con una tranquilidad que no puedo evitar envidiar. Solo entonces, cuando nadie puede verme, me permito pensar en Alyse. Su cabello era del rubio rojizo del pelaje de un zorro, y su cara estaba cubierta de pecas que mis hermanos proclamaban que eran la viruela pero yo pensaba que sencillamente eran poco atractivas. Siempre traía flores a la casa, no solo de nuestro jardín formal, sino también de las praderas. Incluso ramas cargadas de los árboles frutales en nuestra huerta, lo que hizo pensar a los sirvientes que ella era tarada. Incluso más vigorizador, ella trajo sonrisas y risa. Era como si el sol finalmente hubiera emergido de las nubes en nuestra casa, o al menos al principio. Mis hermanos mayores se regocijaron cruelmente en atormentarla y molestarla. Y Julian, bueno, creo que le tenía rencor por mi afecto, porque cada minuto que yo pasaba con ella era uno que no pasaba con él. E incluso con todo eso, ella fue amable conmigo hasta el final.

La Bestia es su hermano… bueno, claramente los dioses están teniendo una broma muy graciosa a mi costa. O… el pensamiento me llega lentamente… tal vez me están dando una oportunidad de equilibrar la balanza de la justicia. Porque si soy capaz de salvar a este hombre de los calabozos de d’Albret y entregarlo a salvo en Rennes, habré pagado una pequeña parte de la deuda que tengo con su familia. Desesperada por distraerme de la verdad que acabo de descubrir, me aparto del caballero durmiente y recojo la ropa sucia y los harapos mugrosos. Tendremos que enterrarlos. O tal vez enviaré afuera a la gárgola para que los queme. Si puede prender el fuego a una distancia lo bastante grande, tal vez dirigirá la búsqueda de d’Albret lejos de nosotros. Cuando he limpiado lo mejor que puedo, saco una piedra de afilar de uno de los morrales y voy afuera. La lluvia se ha detenido, lo que facilitará escuchar si se aproximan caballos. Aparto uno de mis cuchillos de su funda y paso la piedra por su filo. El débil sonido de rozar es tan tranquilizante como una nana para mis nervios alterados. Como un carroñero ansioso por recoger la carroña, mi mente inquieta sigue regresando a la única cosa sobre la que no quiero pensar. En verdad, los dioses se han superado esta vez, porque hay pocas personas en este mundo con las que tenga una deuda más grande que con Alyse. Hay pocas personas a quienes mi familia ha tratado más horrorosamente. ¿Es posible que me hayan dado una oportunidad para corregir esos errores? No que importe, porque llevar a Bestia a Rennes con vida y entero y sin ser descubiertos por los exploradores de d’Albret no es más sencillo solamente porque sea el hermano de Alyse. Sin embargo, es mucho más vital que lo haga, porque a pesar de que el futuro del reino cuelga de la balanza… mi única oportunidad de redención también.

Cuando se me acaban las tareas que me mantengan afuera, es tiempo de regresar a la cocina. Hay mucho que hacer… nuevas cataplasmas que preparar, vendajes que cortar, fuegos que atender. A esas tareas no les importa un comino la recién descubierta timidez que siento hacia Bestia. ¿Mencionará el tema de su hermana cuando despierte? Y si lo hace, ¿cómo puedo evitar que todas las preguntas que yo tengo se desborden? Dentro, veo que los ojos de Bestia están abiertos y está mirando el techo por encima de él. —Aún está vivo —digo—. Es más de lo que me atrevía a esperar. Él gira su cabeza en mi dirección. —Le dije que era difícil de matar. —Me lo advirtió, sí. —Puedo sentir sus ojos sobre mí mientras me ocupo en poner más agua a hervir. ¿Recuerda siquiera que habló de Alyse? ¿Y qué desearía una simple asesina saber de esa conexión? Nada, muy probablemente—. ¿Por eso no fue masacrado en el campo de batalla? — pregunto—. ¿Algún don de San Camulos? ¿O fue porque d’Albret tenía otros planes para usted? —San Camulos no nos protege de la muerte. —La voz de Bestia es seca—. Ni los hombres se dieron cuenta de a quién habían tirado del caballo. Sin embargo, una vez que d’Albret vio quién era yo, digamos que no es del tipo que desperdiciaría una oportunidad. —Se queda callado un momento, entonces habla de nuevo—. ¿Sabe qué tenían planeado para mí? Incapaz de evitarlo, levanto la vista y me encuentro con su mirada. —Así es. Él asiente. —Entonces entiende la deuda que tengo con usted. Incómoda con la gratitud que veo en sus ojos, regreso la vista a la olla de agua. —No esté muy agradecido. Si no hubiera podido subir su pesada carcasa por esas escaleras, lo habría matado yo misma y ahorrado a d’Albret los problemas.

—Entonces le habría debido una deuda aún más grande, porque no todos reconocen la piedad en una muerte rápida y limpia. —Se detiene entonces, estudiándome—. ¿Cómo lo habría hecho? Su pregunta me sorprende. —¿Se refiere a cómo lo habría matado? —Sí. ¿Tiene un método favorito para semejantes cosas? Ya que sabe que soy una asesina, no hay necesidad de ser esquiva. — Prefiero un garrote. Me gusta la intimidad que me permite cuando susurro recordatorios de venganza en sus oídos mientras mueren. Pero en su caso, había afilado mi cuchillo favorito especialmente para la ocasión. Sus cejas se elevan. —¿Por qué no el garrote para mí? Miro concienzudamente a su cuello grueso, hinchado de músculos y tendones. —No tengo uno lo bastante grande —murmuro—. Además, la suya era una muerte piadosa. Un cuchillo es más rápido y menos doloroso. —Si creí que mi confesión lo conmocionaría para poner algo de distancia entre nosotros, estaba tremendamente equivocada, porque el gran torpe se ríe. Frustrada por su amabilidad (una que no merezco) coloco la nueva cataplasma en su muslo, y su risa rápidamente se torna en gruñidos de dolor.

Poco tiempo después de eso, suavemente despierto a la gárgola, porque si no descanso pronto, temo sujetar a Bestia por los hombros y forzarlo a responder todas las preguntas que se acumulan en mi lengua. No le tomaría mucho tiempo descubrir mi conexión con d’Albret si hiciera eso. El carcelero salta rápidamente para ponerse en pie, revisa una vez a su prisionero (ahora su paciente) y entonces va a sentarse junto a la puerta. Me

estiro junto al fuego y rezo por no soñar con Alyse. De hecho, no deseo soñar en absoluto.

Me despierto con un sobresalto, sorprendida de haber dormido. Está casi oscuro afuera, y las cenizas están frías en la chimenea. He dormido casi todo el día. Mientras me siento, se me ocurre que está demasiado silencioso. ¿Eso s lo que me despertó? Y entonces lo escucho. El débil repiqueteo de un arnés y el suave relincho de un caballo. El pánico crece en mi pecho y me pongo en pie de un salto. La gárgola merodea en el umbral, asomado al jardín. Con una mano levanta tres dedos, y en la otra sostiene su resortera y una gran roca redonda del tamaño de un huevo de codorniz. Hay un crujido cuando Bestia se mueve. Me apresuro a ir a su lado, desesperada por mantenerlo callado. Él abre los ojos, pero cuando me ve llevarlo los dedos a los labios, él hace un asentimiento brusco, y entonces me hace un gesto para que me acerque. —Deme un arma —susurra ronco. —Está demasiado enfermo para pelear —susurro en respuesta. Me sujeta el brazo, sus ojos arden de determinación. —No regresaré allí vivo. —Un momento de completo entendimiento pasa entre nosotros. Asiento, entonces recupero uno de los cuchillos atado a mi tobillo y se lo tiendo. Cuando lo acepta, su mano se envuelve brevemente alrededor de la mía y le da un firme apretón—. ¿Cuántos? —pregunta. —Tres —le digo—. Con caballos. Sus ojos se iluminan y sonríe. —¿Caballos? Me apresuro a la puerta y me asomo. Los hombres han alcanzado el patio y puedo escuchar sus voces. —Sigo diciendo que deberíamos dirigirnos a Nantes. Estaremos allí poco tiempo después del anochecer.

—Con las manos vacías —señala otro—. Y no anhelo ser el que le diga d’Albret que se escaparon y no tenemos nada que reportar. El pequeño carcelero me lanza una mirada taimada. —Diablos, ni siquiera sabemos qué estamos buscando. ¿La chica? ¿El prisionero? ¿Qué tan lejos pudo haber llegado cualquiera de los dos? —Yo digo que sencillamente deberíamos continuar cabalgando y no regresar —murmura uno de ellos oscuramente—. Quién sabe dónde recaerá su ira. Mientras los hombres desmontan, me irrito ante la teología del convento. No está lo bastante ajustada al mundo real para mi gusto. Se me permite matar en autodefensa, pero ¿el peligro que estos hombres representan es suficiente para calificar como autodefensa? A pesar de que he decidido que ya no me importa lo que el convento o Mortain piensen, sus enseñanzas no son tan fáciles de descartar como un vestido viejo. Pero estos son hombres de d’Albret, no inocentes. Y si no los mato, Bestia no llegará a Rennes. Lo que significa que sus muertes son necesarias para que yo siga las ordenes más recientes del convento. Si a Mortain no le gusta, puede encararse con la abadesa misma. —Encárguense de los caballos —dice el líder, retirando la alforja de su montura—. Yo iré a encender un fuego. —¡No te bebas todo el vino! La sonrisa del líder destella blanca en la penumbra. Los otros desmontan y se dirigen a los establos. La gárgola y yo intercambiamos una mirada. Nuestra presencia será conocida una vez que vean las mulas y el carro. Un minuto después, un grito se alza, y uno de los hombres asoma la cabeza por la puerta del establo. El capitán se detiene. —Alguien está aquí —grita.

El capitán asiente. —Les diremos que necesitamos alojamiento por la noche. —Su mano va a la empuñadura de su espada—. Y los desanimaremos de discutir al respecto. Capturo la mirada de la gárgola y levanto mi garrote, dejándole saber que yo me encargaré del capitán. Él asiente en comprensión y señala al establo. Él se encargará del primero que salga. El tercero queda a la suerte… quien sea que llegue a él primero. Mi cuchillo sería más rápido, pero en la penumbra no puedo estar segura de un golpe mortal, y no quiero arriesgarme a que grite una advertencia. Sujeto los extremos de mi garrote firmemente en mis manos y espero. El capitán se aproxima, gritando un saludo. —¿Hola? Los de adentro. Necesitamos de su hospitalidad. Cuando no hay respuesta, su mano se aparta de su espada. Mientras se acerca más, una calma desciende sobre mí. Cuando está a la distancia de un brazo, me aparto rápidamente de las sombras, envuelvo el cable alrededor de su cuello, entierro mi rodilla en sus riñones y rezo por fuerza. Mis movimientos son tan rápidos y certeros que ni siquiera hay un susurro o un gorgoteo. Pero el hombre es fuerte y se agita contra mí, intentando alcanzar su espada. Inclino el peso de mi cuerpo contra él y azoto su mano contra la pared de piedra del coto. El segundo hombre emerge del establo. Abre mucho los ojos cuando ve a su capitán y a mí enredados en nuestro abrazo mortal. Antes que pueda alcanzar su espada, hay un suave golpe cuando la piedra de la gárgola le parte la frente. Pero el tercer guardia debe haber escuchado algo porque sale del establo con su ballesta inclinada y cargada. Maniobro al capitán que se agita para que su cuerpo pueda escudar el mío, entonces me preparo para el violento mordisco del proyectil de la ballesta. En su lugar, hay un débil susurro, como si un ave ágil acabara de pasar volando, y entonces un cuchillo (mi propio cuchillo) sobresale de la garganta del hombre. Volteo para encontrar a Bestia colgando de la ventana. Está tan pálido como la leche y se inclina pesadamente contra el descansillo de la ventana, pero

me envía una sonrisa. —Yo me quedaré con el castaño castrado —dice, justo antes que sus ojos rueden hacia atrás y se azote contra el piso. «Merde». Espero que no se haya soltado los puntos de sutura.

Una vez que volvemos a estar adentro, el carcelero empieza a dirigirse a la Bestia caída. Le digo que lo deje en paz, entonces cojo una manta de la cama de caballete y cubro al gigante desmayado. Excepto por la palidez de su cara, luce como si durmiera pacíficamente. No puedo decidir si deseo patearlo o agradecerle. Será imposible mantenerlo con vida si no cuida su cuerpo herido. Levanto la vista para encontrar a la pequeña gárgola observándome, su cabeza está inclinada como si estuviera descifrando algo. —Ve a conseguirle a tu amo nueva ropa de los hombres caídos —le digo—. Y armas. Colecta todas las armas que lleven. Nos serán necesarias muy pronto. La cara del pequeño hombre se ilumina y se dirige afuera. —¡Y revisa sus alforjas por cualquier provisión! —grito tras él. Empaqué solo suficiente para dos, y solo por tres días. Temo que necesitaremos el doble de eso para llegar a Rennes. Si Ismae estuviera aquí, diría que el Bendito Mortain nos ha entregado una solución a nuestras manos aguardantes, pero yo digo que acabo de hacerme adepta a arrancar la providencia de las mandíbulas del desastre. Regreso a la chimenea para revivir el fuego para poder preparar otra tanda de cataplasmas. A pesar de lo dolorosas que son para Bestia, tampoco son divertidas para mí. Mis manos están rojas y en carne viva por el calor y lodo. Al menos ya no luciré como una noble por mucho más tiempo. El hombrecito regresa cargando una pila de ropa, y reviso su colección, buscando las que quedarán mejor a Bestia. El soldado que recibió el cuchillo en la garganta es el más grande por mucho, pero ahora hay

manchas de sangre en su jubón. Aun así, utilizamos la mayor parte de su ropa, y retiro un jubón del segundo soldado más grande. El resto lo utilizaré para vendajes. —Nos llevaremos sus caballos cuando nos marchemos —le digo a la gárgola—. Luego podremos intercambiar las bestias de tiro del carro, lo que debería permitirnos hacer un mejor tiempo. —No me arrastrarán como una fanega de nabos rumbo al mercado. —La voz de Bestia retumba detrás de nosotros—. Yo montaré uno de los caballos. Lentamente, me giro. —Está despierto. —Así es. Todas mis preguntas sobre Alyse se amontonan en mi lengua y casi salen de mi boca. En su lugar, pregunto: —¿Cómo planea permanecer en la montura cuando ni siquiera puede asomarse por la ventana sin desmayarse? Hay veinte leguas entre aquí y Rennes. —No me desmayé. Y ser cargado en un carro es como ser agitado por el camino en un saco lleno de rocas. Llegaré a Rennes con los huesos hechos polvo. En su lugar, atenme a uno de los caballos. De esa forma, incluso si pierdo la consciencia, no me caeré. Y es entonces cuando finalmente veo un débil parecido entre él y su hermana: en la obstinación de su mandíbula. —Ni siquiera está lo bastante bien para sentarse, mucho menos montar un caballo durante los siguientes días. —Estoy mejor —dice obstinadamente, esta vez recordándome demasiado a mi hermana Louise cuando tenía fiebre pulmonar y no deseaba perderse las festividades de Navidad—. ¿Ve? —Mueve su mano herida más libremente que antes. Me arrodillo junto a él; para inspeccionar sus heridas más de cerca, me digo. Pero incluso mientras pongo el dorso de mi mano contra su frente, mis ojos escrutan los suyos, buscando ecos de Alyse. Las pestañas

de ella no eran tan oscuras o gruesas, pero sus ojos son casi del mismo tono claro de azul. —Aún tiene fiebre —le digo. —Pero no es tan alta. —Es cierto. —A continuación, examino su brazo. La rojez e infección han disminuido a la mitad—. Pero sus otras heridas. Sus costillas. —Atará fuertemente mis costillas para que no se muevan. Puedo montar con solo una mano en las riendas. Miro en sus ojos azules fríos que no son fríos en absoluto. —¿Y qué hay de su herida de lanza? —Estiro la mano hacia la manta para poder mirarla. La herida aún está roja, la carne está hinchada y rezumante. —Dolerá como el mismo diablo —concede—. Pero el dolor me ayudará a mantenerme alerta. El hombre está verdaderamente desquiciado, poseído por la fiebre de batalla incluso cuando no hay batalla. —Todo lo que sé sobre envenenamiento de la sangre dice que el paciente debe descansar para ser lo bastante fuerte para luchar con la infección. —Ponga otro saco de lodo encima —dice, como si eso hiciera su plan más razonable. —Planeo hacerlo —digo, molesta de que la persona por la que arriesgué tanto para rescatar ahora me esté dando órdenes como si fuera una sirvienta. Se inclina más, abogando por su caso. —Sabe que estoy en lo cierto. Nos moveremos a paso de caracol en un carro y seremos un blanco fácil para cualquier perseguidor. O bandidos y forajidos al azar, para el caso. Y por supuesto, tiene razón. Echo un vistazo detrás de mí a la puerta al patio, donde los tres hombres de armas yacen muertos, un estremecimiento me cruza los hombros ante lo cerca que d’Albret estuvo de descubrirnos. —

Muy bien —concedo. D’Albret ha arrojado su red, y si no continuamos moviéndonos, nos encontrará.

Pasamos la siguiente hora planeando. Dormiremos una noche más aquí y entonces nos marcharemos tan pronto haya suficiente luz para ver. Enciendo otro pequeño fuego en la chimenea y dispongo el lodo y las hierbas para otra cataplasma para hervir. Cuando la mezcla está casi lo bastante caliente para sacar ampollas, lleno un cuadrado de lino con el lodo y hierbas, envolviéndolo tan rápidamente como es posible para que el calor no escape, casi quemándome los dedos en el proceso. Mientras me aparto de la chimenea, el carcelero entra desde el patio, donde ha recolectado todas las armas que los hombres de d’Albret llevaban. Las coloca junto a Bestia, entonces se mueve para remover las brasas en un intento de preparar algo para nuestros estómagos vacíos. Bestia sisea cuando coloco la cataplasma sobre su hombro. —Quédese quieto —le digo. —Lo estoy —dice entre dientes apretados, luego sisea de nuevo cuando coloco la segunda cataplasma en la herida infectada de su pierna. Me fulmina con la mirada. —No necesita disfrutarlo tanto. Le lanzo una mirada mordaz. —Está perturbado si cree que disfruto estando atrapada en un coto de caza abandonado con un ogro y una gárgola como mis únicos acompañantes. —Me giro para recolectar las tiras de lino que hice de las camisas limpias de los soldados, sorprendida de percatarme que estoy disfrutando esto. No hay víboras deslizándose entre mis pies ni pesadillas acechando en las sombras. Cuando vuelvo a encararlo, me aseguro que ninguno de mis pensamientos se muestre en mi cara. —¿Puede sentarse para que le amarre las costillas? —Si no puede sentarse, será mejor que lo sepamos ahora para poder alterar

nuestros planes. Gruñe un asentimiento, los músculos en su abdomen se agitan como olas cuando se fuerza a sentarse. Cierra los ojos durante un momento. —¿Va a desmayarse de nuevo? —Me apresuro a rodearlo para bloquear su caída para que no se estrelle en el piso. Aunque probablemente sencillamente me llevaría al piso con él. —No —gruñe. Espero un momento para asegurarme que no se esté engañando, y entonces regreso a recoger la tira de lino y empiezo a envolverla alrededor de su torso. Incluso tras estar encerrado más de una quincena, es tan grueso como un tronco de árbol. —Para una mujer con una lengua afilada, tiene manos sorprendentemente gentiles —dice. —Creo que sus heridas han causado que pierda la sensación en el cuerpo, porque aunque soy muchas cosas, ninguna de ellas es gentil. Él no dice nada pero me observa, como intentando escrutar más allá de mi piel y huesos, hasta mi alma. Bajo su escrutinio, mis movimientos se vuelven torpes. —Tome —digo cortante—. Sostenga eso. —Me giro y cojo otro trozo de lino. —¿Esos hermanos suyos sufrían costillas rotas con frecuencia? —pregunta. —Una o dos veces —murmuro, ocupándome con la segunda tira—. Eran muchachos torpes y se caían constantemente de sus caballos. —No encuentro su mirada, porque por supuesto no fue así. Las costillas de Pierre se rompieron cuando, a los doce años, lo derribaron de su caballo con un golpe de una lanza en una práctica de torneo. Mi padre lo pateó hasta que se puso de pie y volvió a montar su caballo. Sufrió mucho más por las patadas de mi padre que por la caída. Y Julian… ah, Julian. Sus costillas se rompieron mientras intentaba protegerme de la ira de mi padre.

—¿Qué sucede? —pregunta Bestia bajito. —Nada —le digo, tirando del vendaje con tanta fuerza que gruñe en protesta—. Solo me preocupa cómo volveremos a montarlo a su caballo si se cae. Bestia no dice nada hasta que la gárgola hace un gesto de que nuestra merienda está lista. Aseguro el último vendaje y le tiendo a Bestia el tazón de lo que parece ser papilla con algo inapetente flotando encima. — Entonces —digo, tomando mi propio tazón—. Su hombre no puede atender heridas, ni siquiera lavarle la cara apropiadamente, ni es un cocinero. ¿qué es exactamente para usted? —pregunto. Bestia me ignora y engulle la papilla tan rápido como puede. Si su apetito ha regresado completamente, es una buena señal. O tal vez sencillamente teme que si se enfría, será incomible. Ciertamente ese es mi temor. Cuando termina, coloca el tazón en la mesa y gira su mirada firme hacia mí. —Yannic fue alguna vez mi escudero. Cuando mi hermana se marchó a la finca de d’Albret, le ordené que la acompañara y me enviara reportes regulares de su bienestar. Lo miro con la boca abierta, entonces me giro a mirar a Yannic. Estoy segura que nunca lo vi en nuestra finca, aunque eso no sería inusual. Mi padre tiene cientos de sirvientes y miles de vasallos, muchos de los cuales nunca he conocido. —¿Podía hablar entonces? —Me temo que ya conozco la respuesta. —Sí —dice Bestia sombrío—. Y también escribir. Miro la mano derecha de Yannic para ver que la parte superior de sus tres dedos de en medio ha sido removida para que no pueda sostener una pluma. No dispuesta a mirar a ninguno de ellos a los ojos, finjo estar ocupada pescando un trozo de salchicha en mi tazón. ¿D’Albret recordó esta conexión entre su prisionero y el sirviente de su sexta esposa y lo utilizó para echar sal a la herida? ¿O Yannic era el único disponible que carecía del poder de hablar así que constituía un carcelero

ideal? Nunca se podía estar seguro con d’Albret. —¿Eso significa que a Yannic no le importaría si le pidiéramos que apilara los soldados muertos en el carro y les prendiera fuego? Sería mejor no dejar rastros de nuestra estadía. Los dos hombres intercambian una mirada oscura, entonces Bestia responde. —No, no le importaría en absoluto. —Bien, porque no deberíamos desperdiciar una oportunidad para alejar a nuestros perseguidores de nosotros. El humo de un fuego tan grande debería atraer su atención, y los cadáveres les harán preguntarse cuántos somos en nuestro grupo. Si Yannic puede conducir el carro a tres o cuatro kilómetros al este de aquí, el fuego también los conducirá en la dirección equivocada. Bestia sonríe. —Si alguna vez se cansa de ser una doncella de Mortain, estoy seguro que San Camulos estaría más que feliz de aceptar su servicio. Ruedo los ojos ante la mera idea de algo semejante, pero igual sus palabras me complacen.

Capítulo Dieciocho Traducido por Shiiro

INTENTAMOS SALIR PRONTO al día siguiente, pero entre el pequeño gnomo del carcelero, el gigante herido y ¿cuál sería mi papel?, ¿auriga?, parecemos una farsa cómica. Al fin preparamos los caballos, empaquetamos el equipaje y, lo más difícil de todo, sentamos a Bestia, torpe y cojo, en su silla de montar. Estoy agotada antes de salir del patio siquiera, pero cuando por fin partimos, dejo escapar un suspiro de alivio. Diga lo que diga Bestia, está muy lejos de encontrarse en condiciones para viajar. Deberíamos quedarnos un día o dos más en el coto de caza, y así darle más tiempo para recuperarse, pero no nos atrevemos. Aunque el coto está lejos del camino principal y no es muy conocido, no me cabe duda de que los hombres de d’Albret lo encontrarán enseguida. Por suerte, no creo que sea el primer lugar en el que echarán un vistazo, porque asumirán que queremos poner más tierra de por medio con nuestros perseguidores. Y tienen razón. Me cosquillea la nuca debido a un mal presentimiento. Las nubes de lluvia se han disipado gracias a enérgicas rachas de viento, y el cielo que queda al descubierto está despejado y es azul. Todo ese cielo abierto constituye un fondo perfecto para la delgada columna de humo que se eleva desde los restos humeantes del carro de transporte de desechos y sus ocupantes a casi dos kilómetros de distancia. «Por favor, Mortain, haz que esto nos consiga un poco de tiempo.» Pero, por si acaso no es así, cada uno va armado con armas escamoteadas a los hombres de d’Albret. Con ayuda de Yannic, Bestia ha alterado una vaina para poder llevar la espada a la espalda, y echarle mano rápido si procede. Yo también porto una espada, pero está sujeta a mi silla junto a la ballesta que cuelga de ella. Bestia, además, ha cogido el hacha

para la leña de su sitio cerca del montón de madera del refugio. Cuelga del lado izquierdo de su montura, cerca de su brazo herido. Aunque no sé cómo planea manejarla. Cabalgamos en silencio. Bestia se reserva sus energías con sabiduría, y yo tengo demasiado en lo que pensar como para malgastar tiempo con conversaciones vacías. Si todo va bien, deberíamos llegar en cuatro días. Si la fiebre no devora el cuerpo debilitado de Bestia, y si se mantiene sobre la silla, y si los rastreadores de d’Albret no nos encuentran. Mi mente continúa repasando lo que sé del campo, intentando pensar en la mejor ruta que podemos tomar. El área alrededor del refugio de caza es un bosque no muy poblado, que nos sirve de momento; pero terminaremos alcanzando unos campos, un camino o, a lo peor, una ciudad. ¿Cuántos hombres habrá enviado d’Albret, y dónde concentrarán su búsqueda? ¿Y cuánto va a durar Bestia en la silla? Ya empiezan a pesarle los párpados, y parece estar cabeceando. O quizá se ha vuelto a desmayar. Acerco mi caballo al suyo para comprobarlo, sorprendida cuando alza la cabeza de golpe, con los ojos fijos en los árboles ante nosotros. —¿Oye eso? Ladeo la cabeza. —¿El qué? Continuamos cabalgando, pero más despacio. —Eso —dice, inclinando la cabeza—. Gritos. Lo miro con desconfianza, porque mi oído es tan fino como el de cualquiera y no he oído ni una mosca. —Quizá no es más que un zumbido en sus oídos, por las heridas. Sacude la cabeza con rigidez, y espolea a su caballo.

—¡Espere! —Intento coger sus riendas, pero fallo—. Para evitar complicaciones —le recuerdo—, nos alejamos del ruido, no vamos hacia él. Gira la cabeza, y me clava con todas sus fuerzas una mirada intensa. —¿Y si esos son más hombres de d’Albret? ¿Vamos a permitir que más inocentes tengan que pagar por nuestra libertad? —Por supuesto que no —replico—. Pero no me acostumbro a esta idea de que su dios le permite matar con total libertad. Bestia entrecierra los ojos de esa forma suya que parece ver más allá de mi piel, hasta mis huesos. —Mi dios me permite salvar a los inocentes —dice—. ¿El suyo no? Me avergüenza admitir que mi dios no permite nada de eso. —No hay inocentes en los asuntos de la Muerte —le digo, y luego me adelanto. Continuamos aproximándonos, avanzando con los caballos hasta que tenemos una buena visión del lugar del que viene el ruido. Es un molino, y sus aspas giran rápidamente bajo un riachuelo que ha crecido tras las últimas lluvias. Tiene un aspecto tan pacífico como el de un cuadro. —¿Ve? No era nada. Podemos continuar nuestro camino sin ir de listos. Justo cuando Bestia asiente, de acuerdo, un hombre sale del molino y se acerca a nosotros. Cuando está a unos pasos, se detiene. —Hoy el molino está cerrado —anuncia—. Roto, y necesita reparaciones. —Algo no cuadra —murmura Bestia—. El hombre está pálido, y tiene la frente cubierta de sudor. —Mi trabajo es llevarlo hasta Rennes de una pieza, no detenerme a ayudar a todos los campesinos en apuros que nos encontremos. ¿Y si solo ha estado trabajando duro toda la mañana? Además, una vez lo desmonte,

no estoy segura de que podamos volver a subirlo al caballo. —Pero algo no va bien. El corazón del hombre late a un ritmo frenético. —Para empezar, es un molinero, no un campesino. Y para seguir… — Bestia me ofrece una sonrisa tan contagiosa como la plaga—. Puedo matar sin desmontar del caballo. Adelantando a mi animal con pequeños pasos inofensivos, me permito acercarme. —No necesitamos el molino —le respondo—. Solo pasábamos por aquí, y se nos ocurrió rellenar las botas de agua. El molinero se retuerce las manos. —No es el mejor lugar para eso. La orilla está en pendiente muy inclinada. Hay un lugar mucho más llano si siguen un poquito más el camino. Hago que mi caballo dé otro paso, y otro más, y entonces siento más pulsos cerca. Uno de ellos es más ligero que los demás, pero está tan acelerado como el del molinero. —Ah, pero tenemos sed ahora. —Me deslizo de mi silla de montar al suelo—. Y el dulce sonido de todo ese agua tan cerca es una tortura para nuestras gargantas resecas. Mantengo la voz y los movimientos controlados mientras me giro y desengancho una bota de la silla. Mientras mi cuerpo cubre mis movimientos, también cargo y monto la ballesta, meto un proyectil extra a través de la tela de mi túnica, y desengancho el arco. Le echo una mirada de advertencia a Bestia, y él asiente. Escondiendo entre mis faldas la ballesta, me giro y me dirijo hacia el molinero. Él se adelanta, prácticamente bailoteando por el estrés. —No, no. No debe…

Me llevo una mano al estómago, como si estuviera enferma, y me dejo caer contra él. —¿A quién tienen? —susurro—. ¿Su hija? ¿Su esposa? Abre los ojos de par en par por el pánico y parece enfadarse consigo mismo, pero luego asiente. —Todo irá bien —le digo, y espero no estarle mintiendo. ¡Ahí! Hay un destello acerado tras la puerta del granero. Otra en las ramas del árbol del patio—. ¡El granero! —le grito a Bestia mientras saco la ballesta y apunto al hombre del árbol. Oigo cómo gruñe cuando lo alcanza mi proyectil. Antes de que su cuerpo caiga al suelo, pongo el siguiente proyectil en su sitio. Una chica chilla y sale disparada del molino al jardín, perseguida por un soldado. Éste alza la ballesta en mi dirección, pero yo ya le estoy apuntando y lo alcanzo en el pecho antes de que pueda dispararme. La chica vuelve a chillar cuando el hombre cae al suelo, a punto de arrastrarla con él. El hombre del árbol no se mueve, y no oigo ningún latido en el granero, así que la puntería de Bestia debe de haber sido tan buena como la mía. Solo para estar segura, desenvaino un cuchillo antes de acercarme a la chica y el soldado caído. Bestia se acerca con el caballo al molinero. —Paz —dice—. No le haremos daño. Solo queríamos deshacer el entuerto. El molinero templa su alivio con recelo, y comienza a hablar muy deprisa, proclamando su inocencia, contando cómo estos soldados, estos bribones, aparecieron en su puerta y empezaron a golpearlos e interrogarlos. —Acababan de meterse en el molino para abrir todos los sacos de grano cuando los oyeron llegar a ustedes. Admito que sería un buen lugar para ocultarse. Dejo que sea Bestia quien lidie con el hombre furioso, y me giro hacia su hija. Tiene la blusa rasgada y respira rápido, demasiado rápido, como si hubiera corrido una

larga distancia, y aún puedo sentir cómo late su corazón bajo su pecho, como un pajarillo aterrorizado. —¿Te han hecho daño? —pregunto con voz queda. Me mira, con los ojos muy abiertos por el terror, y luego niega con la cabeza. Pero sé que eso es mentira, incluso si ella no. Esos hombres han destrozado su sensación de seguridad para los meses venideros, e incluso años. Incapaz de detenerme, estiro la mano y le aprieto el hombro. —No ha sido culpa tuya —susurro con fiereza—. Ni tu padre ni tú hicieron nada para merecer esto, excepto estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. No ha sido un castigo de Dios ni de ninguno de Sus santos; solo unos rufianes brutos que se cruzaron en su camino. Algo en sus ojos aterrados cambia, y puedo ver cómo se aferra a mis palabras como el hombre ahogado que se aferra a una cuerda. Asiento, y luego me giro para recuperar mi ballesta y mis proyectiles. No tardamos mucho. Entre Yannic, el molinero y yo, ponemos los cadáveres sobre sus caballos, y nos llevamos los caballos cuando nos marchamos. —Tendremos que desviarnos más hacia el oeste si queremos evitar a los hombres de d’Albret —le digo a Bestia mientras nos alejamos. Bestia asiente, de acuerdo, y luego sonríe. —Nunca había conocido a una dama a la que le gustase su trabajo tanto como a mí el mío. —¿Mi trabajo? —Matar. Asesinar. —¿Qué me está queriendo decir?

Parece confuso ante el enfado que desprende mi voz. —Que es muy buena en lo que hace. Era solo un cumplido, nada más. Por supuesto, para él es un cumplido. —¿A cuántas asesinas más ha conocido? —¿Aparte de usted? Solo a Ismae. Y parecía obedecer a su deber con más seriedad que otra cosa, mientras que usted revive cuando tienes un cuchillo en la mano. Muy incómoda con su valoración, me quedo en silencio. Me gusta matar? ¿Es el acto en sí lo que me alegra? ¿O es la sensación de que me da un propósito más grande? ¿O es que, simplemente, me gusta ser excelente en algo, porque poseo muy pocas habilidades? Sea como sea, si de verdad me gusta matar, ¿qué me diferencia de d’Albret? Solo Mortain, su guía y Su bendición, nos separa. Y yo he rechazado eso. Pero Bestia también mata, eficiente y experto, y no parece manchado por la misma oscuridad que nos tiñe a d’Albret y a mí. Nunca he visto a nadie matar con tanta alegría o buena disposición, y aun así es de corazón noble. —¿Cómo acabó sirviendo a su dios? —pregunto, rompiendo el largo silencio. Bestia se queda callado, e incluso parece circunspecto. Justo cuando pienso que no me va a responder, habla. —Dicen que cuando un hombre viola a una mujer mientras sigue ebrio del fragor de la batalla, cualquier niño que nazca pertenecerá a San

Camulos. Yo fui uno de esos niños. Milady madre fue violada por un soldado mientras su marido estaba ausente, luchando contra el Rey Charles. —¿Y, a pesar de ello, lo quiso y lo crio como a cualquier otro hijo suyo? —pregunto, enternecida por su naturaleza caritativa. Bestia suelta un resoplido divertido. —¡Santos, no! Intentó ahogarme dos veces, y asfixiarme otra más, antes de que cumpliera un año. —Se queda en silencio—. Fue Alyse quien me salvó, por lo general correteando cerca justo en el momento adecuado. —¿Tiene recuerdos de cuando era tan pequeño? —No, pero milady madre estaba encantada de restregármelo por la cara cada vez que podía. Tenía miedo de explicarle mi presencia a su señor marido, pero al final, él nunca volvió de la guerra. Lo mataron en los campos de Gascony, atravesándolo con una lanza. >>Para entonces, tenía casi dos años, y la pequeña Alyse se había encariñado conmigo. Durante todos esos años, apenas se apartó de mi lado. Creo que temía lo que sucedería si lo hacía. —Se queda callado un largo momento antes de seguir hablando—. Le debo a Alyse mi propia vida, y le fallé. Me atrevo a hacerle la pregunta que lleva obsesionándome desde que me enteré de que Alyse era su hermana. —¿Por qué quería su madre ese matrimonio? ¿O porqué d’Albret, para el caso? —D’Albret hizo presión para casarse porque parte de las tierras de la dote de Alyse colindaban con uno de sus terrenos menores, que quería expandir. Y era joven y estaba sana, así que podía darle muchos hijos. O eso le prometió nuestra señora madre. Y así selló la muerte de su hija cuando Alyse no podía. ¿Qué clase de mujer promete ese tipo de cosas?

—Yo no quería que se casaran —dice con suavidad—. No me fiaba de él, ni del hecho de que antes que Alyse había habido cinco esposas. Pero a nuestra señora madre la cegaron sus títulos y su riqueza, y la propia Alyse intentaba hacer feliz a nuestra madre. Su voz se apaga, y el silencio que sigue está tan lleno de sufrimiento que soy incapaz de romperlo. Dejando a Bestia con sus dolorosos recuerdos, pienso en nuestra ruta. ¿Cuánto tendremos que desviarnos hacia el oeste para evitar a los hombres de d’Albret? ¿Y cuándo deberíamos soltar a los caballos con los cadáveres de los soldados? Me temo que seguimos estando demasiado cerca del molinero y su hija, y no querría que se encontrase a los muertos cerca de ellos. Aunque a través de los árboles no podemos verlo, nos estamos acercando a un riachuelo grande que, a juzgar por cómo suena, ha crecido hasta alcanzar el tamaño de un río con las últimas lluvias. El agua furiosa que salta sobre las rocas es casi ensordecedora, y tengo que gritar para que me oiga Bestia. —Tenemos que buscar un punto por el que cruzar. Él asiente, y giramos a nuestros caballos en esa dirección, vadeando matorrales hasta que los árboles comienzan a escasear y logramos pasar a la orilla del río. Donde hay soldados con los colores de d’Albret dando de beber a sus caballos.

Capítulo Diecinueve Traducido por Guanguguo

HAY DOCE HOMBRES JUNTOS. Dos arrodillados a la orilla del agua, llenando sus cantimploras. Otro está aseando a tres de los caballos y un cuarto está orinando junto a un árbol. Esa es la única cosa que nos salva con números tan desiguales: que la mitad de ellos han desmontado y están tomando su tiempo libre. Eso y los reflejos rápidos de Bestia. Antes de que haya registrado por completo mi sorpresa, Bestia saca su espada y carga contra el grupo de hombres asustados antes de que puedan reaccionar. Apunta directo hacia los tres jinetes más cercanos. El arroyo explota en actividad mientras los soldados buscan sus armas. Mientras Bestia cabalga hacia la batalla, mi cuerpo reacciona sin un pensamiento consiente. Dejo caer mis riendas y jalo mis cuchillos de mis muñecas. El primero le da a uno de los soldados montados más cercanos a mí, dándole en la garganta. Mi segundo cuchillo le da en el ojo al siguiente soldado montado, haciéndolo caer de espaldas mientras su caballo salta hacia adelante. Algunos días, como hoy, mi puntería y disposición es tan real que me quita el aliento y me siento segura que la mano de Mortain guía la mía. Mientras alcanzo mi ballesta, Bestia da un grito de batalla que prácticamente me coagula la sangre. Su espada forma un arco por el aire, decapitando a un soldado y luego rebanando a un segundo hombre cercano en dos en su revés. Antes de que Bestia pueda reagruparse, un tercero alza su espada, luego se tambalea sorprendido cuando una piedra de la honda de Yannic golpea a través de sus dientes, dándole tiempo a Bestia de terminarlo.

Mi ballesta cargada y amartillada, giro hacia los jinetes por el arroyo y tomo uno. Otros dos van por sus ballestas, pero no lo suficientemente rápido. El proyectil atrapa a uno y lo manda tropezando hacia el segundo, lo que me da tiempo de tomar otro de mis cuchillos y lanzarlo, la hoja plateada batiendo rápido y segura a través de la distancia para hundirse en la cuenca de su ojo y mandarlo tambaleando a la corriente. Uso el tiempo que me consigue para recargar mi ballesta, pero uno de los hombres montados se aleja de Bestia y carga en mi dirección antes de que pueda tenerla amartillada. Dejo caer la ballesta y saco mi espada de su vaina, teniéndola entre mi atacante y yo. ―Lady Sybel… ―Es solo cuando vacila lo suficiente para que pueda pasar su guardia y cortar el resto de sus palabras cuando me doy cuenta de que les ordenaron llevarme con vida. Lo que me da una pequeña ventaja, ya que no me importa si los mato. De hecho, rezo por hacerlo. Uno de los hombres restantes recarga su ballesta, la cual apunta directo hacia mí. No me quedan cuchillos, y Bestia está muy lejos para ayudar. Grita, atrayendo la atención del hombre, y luego veo con la boca abierta mientras Bestia lanza su espada hacia él. Retengo el aliento mientras gira por el aire. La empuñadura le da al soldado por completo en la cara, aturdiéndolo en lugar de matarlo. Pero es suficiente para darle tiempo a Bestia, que se lanza hacia adelante blandiendo su hacha, y arremete un golpe increíble a la cabeza del soldado. Yannic termina con los últimos dos de ellos con piedras bien tiradas. La orilla del arroyo está inundada de almas saliendo, impactadas por su frialdad, como si el invierno hubiera regresado repentinamente. Algunos se apresuran hacia arriba, ansiosos de escapar la carnicería, aunque ya no podía dañarlos. Otros se ciernen, como niños desolados, perdidos, a la deriva, sin estar seguros de lo que acaba de pasar. Me enferma que de alguna forma logro sentir simpatía por ellos. Para ahuyentar los sentimientos no deseados, me giro para atacar a Bestia. ―¿Qué en el nombre de los Nueve Santos fue eso? ¿Lanzar su espada? ¿Es ese un truco especial de San Camulos?

Sonríe, y me sorprende lo salvaje que se ve, todos los brillantes dientes blancos y ojos pálidos en una cara salpicada de sangre. De hecho, no creo que sea muy humano en ese momento. ―Lo frenó, ¿no? ―Por mera casualidad ―señalo. Fue lo más tonto, y ridículo que he visto, y estoy impresionada a pesar de eso.

Un poco después, miro hacia abajo a los cuerpos de los seis hombres que acabo de asesinar, no puedo evitar pensar: ¿Me gusta matar? Ciertamente, me encanta la manera que mi cuerpo y armas se mueven como uno; me deleito en el conocimiento de dónde golpear para máximo impacto. Y ciertamente, soy buena en eso. Pero también lo es Bestia. Tal vez es mejor que yo en eso, y a pesar de eso, se siente tan brillante y dorado como un león quien ruge en la cara de sus enemigos y los persigue a plena luz del día. Mientras que yo… yo soy una pantera negra, deslizándome invisible entre las sombras, silenciosa y mortal. Pero ambos somos grandes felinos, ¿verdad? ¿Y las cosas brillantes no también proyectan una sombra? ―¿Estaban esperando a los hombres del molino? ―pregunto―. ¿O son un grupo separado de exploradores? ―Un grupo separado, creo. ¿Lo ve? ―Bestia apunta a una serie de huellas de cascos en la orilla enlodada donde los hombres habían cruzado el arroyo―. Estaban de camino de regreso. Mi corazón se hunde. ―Lo que significa que tienen todas las rutas al oeste cubiertas. Tendremos que dirigirnos hacia el este y acercarnos a Rennes desde esa dirección. Nos arriesgamos a cabalgar a los brazos de los franceses, pero al menos ellos simplemente tratarán de matarnos y no llevarnos de regreso con

d’Albret. A decir verdad, prefiero arriesgarme con los franceses.

Para cuando paramos por la noche, Bestia está gris con cansancio y fatiga y apenas puede hacer algo más que gruñir. Mientras levantamos el campamento, es difícil saber cuál es la amenaza más grande: d’Albret y sus malditos exploradores o la fiebre de sangre corriendo por las venas de Bestia. Al final, decido que debemos arriesgarnos a un pequeño fuego por las cataplasmas, pero para cuando están listas, Bestia está durmiendo. Ni siquiera se agita cuando las coloco en sus heridas. Mientras observo su quieta y fea cara, me encuentro rezando que no me quede sin nada más que su flácido cadáver cuando llegue ante la duquesa.

Por algún milagro o por terquedad de constitución, Bestia está mejor en la mañana. Aun así, insisto que viajemos a un paso lento, lejos de los caminos. Cuando nos detenemos por un descanso de mediodía, casi decido levantar el campamento para la noche allí mismo, para que Bestia pueda descansar, pues está exhausto otra vez, y sangre fresca corre por su herida en el muslo. Él hace a un lado mis preocupaciones; ―Es algo bueno, ya que eliminará los malos humores de la herida. ―Insiste en seguir, ya que entre más nos alejemos de nuestros perseguidores, mejor. Poco después, nos acercamos a la carretera principal hacia Rennes. La aprensión me llena, porque estoy segura de que d’Albret la tendrá vigilada, pero debemos cruzarla. Además, incluso d’Albret no tiene suficientes soldados para cubrir todo el camino. Nuestra esperanza es encontrar una sección no vigilada. Acechamos, observando a los viajeros desde nuestro escondite en los árboles. Un granjero que lleva gallinas con un palo sobre los hombros pasa, seguido por un hojalatero quien suena y chirria. Ninguno de ellos se demora

o detiene o aparenta ir muy lento, así que dudo que sean espías. Un poco después, un mensajero manchado de sudor corre montado sobre un caballo, y solo podemos preguntarnos qué noticias lleva, y a quién. Como no está siendo seguido-o reconocido- nos parece seguro cruzar. Espoleamos nuestros caballos y nos apresuramos hacia el otro lado antes de que alguien más venga. Bestia atrapa mi mirada y me lanza una sonrisa, la primera que he visto hoy, luego nos dirige hacia los arbustos y árboles delgados en el lado este del camino, donde giramos hacia el norte. Miro sobre mi hombro para ver cómo le va solo para encontrarlo mirándome. ―¿Qué? ―preguntó, incomoda bajo el peso de su mirada; el hombre tiene una forma de mirarme como si pudiera ver bajo las capas de mi engaño. Es lo más inquietante. ―Uno de los soldados la reconoció ―dice. «¡Merde!» Con todo lo que pasó, ¿cómo pudo haber oído eso? ―Claro que me reconoció ―me burlo, como si él tuviera paja en lugar de cerebro―. He estado en la casa de d’Albret por algún tiempo. ¿De qué otra manera cree que estaba en una posición para rescatarlo? ¿Es solo mi imaginación o su cara se aclara de alguna forma? Frunce el ceño como si estuviera tratando de resolver un rompecabezas. ―¿Cómo le aseguro el convento un puesto en el sequito de d’Albret? En todo lo que le concierne, él es más sospechoso y más desconfiado que la mayoría. ―La abadesa tiene muchas conexiones políticas entre los nobles de las familias de Bretaña. ―Uso mi voz más altiva con la esperanza de que disuada otras preguntas. No parece que lo vaya a hacer, ya que Bestia abre su boca una vez más, luego-¡alabado sea Mortain!... Hace una pausa e inclina su cabeza a un lado, una mirada de alerta en su cara. ―¿Ahora qué? ―pregunto.

Bestia levanta su mano para que nos detengamos. Mientras refreno en mi montura, lo escucho: no es es exactamente el sonido de una pelea, sino gritos y voces de hombres. ―Oh, no ―le susurro―. No vamos a jugar al rescate otra vez. Hoy tiene apenas la fuerza suficiente para mantenerse en su montura. Ignorándome, le da un comando silencioso a su caballo, quien se mueve hacia adelante, serpenteando por el camino entre los árboles y acercándose a los sonidos. Esperando evitarlo, lo sigo mientras Yannic se queda atrás con la manada. Hay cinco hombres con caballos detenidos frente a una granja. Dos están sentados sobre sus destreros con grandes y esponjosos bultos blancos enfrente de ellos. Me toma un momento reconocer los bultos como ovejas. Dos de los otros están tratando frenéticamente de acorralar a un ganso, el cual está haciendo lo mejor para evadirlos, graznando con irritación todo el tiempo. Sería casi cómico excepto por el granjero y su esposa parados en el patio con una lanza apuntándoles por el quinto hombre. ―Franceses ―escupe Bestia. ―No parece que estén lastimando al granjero o a su esposa. ―No, solo solo allanando sus alacenas para alimentar a sus propias tropas. ―Se gira hacía mí y sonríe―. Los detendremos. Me le quedo viendo con incredulidad. ―No, no lo haremos. ¡No podemos pelear con cada soldado que veamos entre Nantes y Rennes! ―No podemos solo dejar a esta pobre gente para ser acosados por nuestros enemigos. Además. ―Lanza su sonrisa maniática hacia mí―, esos son cinco soldados franceses que no tendré que matar luego. ―No podemos arriesgar a que algo le pase por unos alimentos ―siseo de regreso. En un callejón sin salida, nos quedamos viendo. Luego su caballo levanta su pierna y pisa rompiendo una pequeña rama bajo su casco. Un alto

chasquido resuena a través del aire, y los gritos paran. ―¿Quién está ahí? ―llama una voz. Miro a Bestia. ―Hizo eso a propósito. Él frunce el ceño con fingida molestia. ―Fue el caballo. Pero ahora que nuestra presencia es conocida, no tenemos otra elección. ―Retira la ballesta del gancho de la silla y saca tres flechas del carcaj. Me resigno a nuestro destino y decido terminar con esto tan pronto como sea posible. ―Debo acercarme. Cuando esté en posición, ululare como búho. Ahora es Bestia quien comienza a fruncir el ceño. ―No estoy seguro de que sea prudente. Pongo mis ojos en blanco mientras desmonto. ―No es mi niñera. Recuerde, yo lo estoy rescatando a usted. ―Amarro las riendas alrededor de una rama cercana y empiezo a moverme silenciosamente a través de los árboles hacia la casa. El líder está ordenando a uno de los hombres-persigue-ganso que vaya en busca del sonido que acaban de escuchar. La mujer está retorciendo sus manos y llorando por su nueva almohada de plumas, pero bloqueo todo eso mientras elijo mi sitio junto a un árbol que está cubierto parcialmente por un arbusto grueso. Saco mis cuchillos y apunto cuidadosamente al soldado más cercano del granjero y el más probable de lastimarlo. Mientras ululo como un búho, arrojo el primer cuchillo. Con cuchillos, las dos mejores opciones para un tiro asesino a esta distancia son la garganta o el ojo. Mi puntería es perfecta y el cuchillo le da en la garganta. La campesina está hecha de algo más fuerte que la hija del molinero, ya que no grita, simplemente salta fuera del camino de la salpicadura de sangre. Mi segundo cuchillo y la tercera flecha de Bestia hacen el trabajo rápido con el resto de ellos. Cuando están todos muertos, los tres de nosotros emergemos de los árboles. El granjero y su esposa se acercan a nosotros, su

agradecimiento es efusivo. ―¡Alabada sea Matrona! Ella nos los ha mandado para salvarnos de semejante desastre. ―Bueno, no estaban en peligro mortal ―señalo. La esposa se eriza ante esto. ―¿No en peligro mortal? ¿Qué es morirse de hambre, entonces, si no un peligro mortal? El granjero mira incómodo hacia el camino. ―¿Creen que vienen más en camino? Bestia sigue su mirada. ―No inmediatamente, no. Pero mejor saquemos a los caballos y los cuerpos de la vista. ―Usted no va a hacer tal cosa.―Giro mi caballo para bloquear el suyo. Cuando comienza a protestar, apuro mi caballo más cerca y bajo mi voz―. Si no se cuida, entonces al menos piense lo que me harán la duquesa y mi abadesa si llego con nada más que un cuerpo sin vida. Una extraña expresión de dolor cruza su cara y pienso que al menos entiende mi peligro, si no el suyo. ―Además, requerirá la ayuda de todos bajarlo del caballo y dejarlo en algún lugar donde pueda atender sus heridas. La mano de la campesina vuela a su mejilla. ―¿Fue herido? ―Esta es una vieja herida, pero una mala. ¿Hay algún lugar donde podamos recostarlo? La campesina asiente. Dejo a Yannic y al granjero ayudar a Bestia bajar de su caballo y dejo que la campesina me guie a su casa. Al entrar, miro alrededor sorprendida, desde afuera, la granja me parecía algo pobre y descuidada. Dentro, la casa no lo espara nada. La campesina me mira a los ojos. ―Esto no es por accidente. Vivir tan cerca de la frontera, y con tantas guerras y peleas a través de los años, hemos aprendido a esconder nuestra prosperidad. Cuando somos lo suficientemente suertudos para tenerla.

Ella para en una pequeña despensa, toma una llave del anillo alrededor de su cintura, y abre la puerta. Dos niños salen, con una miradas intensas. ―La próxima vez déjanos quedarnos y pelear ―dice uno de ellos. Esta en la cúspide de la verdadera hombría, todo largas extremidades, pies torpes, y una nariz muy larga. ―Cuida tus modales y saluda a nuestra invitada. Por primera vez, ambos se dan cuenta de mí. Aun cuando llevo tres días de mugre del viaje en lugar de mis mejores joyas, su admiración asombrosa hace maravillas a mi ánimo. La campesina chasquea la lengua. ―Vayan ahora, ayuden a su padre y a los otros de deshacerse de los cuerpos. ―¿Cuerpos? ―Saltan, luego se apresuran fuera de la casa. ―Mi esposo es viejo y no una amenaza a los soldados, pero no puedo confiar en que estos impulsivos no hagan algo tonto. ―La campesina pone los ojos en blanco, pero no oculta el orgullo que siente por sus hijos. La granja tiene una cocina grande y una sala con una larga mesa y bancos. Mientras busco por un lugar para que Bestia descanse, también trato de ubicar las salidas. Tal vez tengamos que irnos de repente, porque no hay garantía que los franceses no manden a otros para verificar a sus camaradas. Y si los franceses pueden tropezar con este lugar, también puede d’Albret y sus hombres. Además de la puerta de enfrente, las tres ventanas con cierres de madera son la única entrada y salida. Y ciertamente no hay lugar suficientemente grande que oculte a Bestia. Asiento al área frente a la hoguera. ―Eso funcionará. El fuego lo mantendrá caliente y me dejará mezclar las cataplasmas que necesito para su pierna. Su cara se arruga con preocupación. ―¿Qué tan malo es?

Encuentro su mirada inteligente de ojos cafés. ―Suficientemente malo. Si tuviera algunas habilidades quirúrgicas, consideraría cortársela, pero afortunadamente para él, no las tengo. Una oración o dos en su nombre no irían mal. Ella asiente. ―Toda esta familia rezará por él ―dice, y sé que puedo considerarlo prácticamente hecho.

Capítulo Veinte Traducido por Dvc34

LA FAMILIA ESTABA TAN AGRADECIDA y asombrada por nuestra aparición al haber sido salvada por la poderosa Bestia de Waroch , que una vez que las compuertas de su gratitud se abren, es imposible cerrarlas. Insisten en matar un ganso para recompensarlo con un festín digno de un héroe del reino. («Podría empezar a trabajar en esa almohada», señala la campesina) Ya que hace tiempo que necesitamos una buena noche de descanso y no rechazaría una buena comida, aceptamos su amable oferta. En medio de los murmullos y gruñidos, la Bestia está siendo atendido en el interior y se vio obligado a acostarse donde yo pueda cuidar de él. Le irrita tener que descansar mientras que otro hombre se ocupa de los restos de los soldados franceses. —Déjelo estar —le digo—. Cualquiera puede esconder o deshacerse de esos cuerpos pero solo usted puede ayudar a la duquesa, y ella tendrá mi cabeza si no cumplo con entregarlo sano y salvo. Afortunadamente , está tan fatigado que una vez que lo tienden en el suelo y la cataplasma es puesta en su pierna, se duerme. Los moratones se han desvanecido por el momento, y la hinchazón de la cara comienza bajarle. Aun así sigue pareciendo igual de feo y grande que un ogro. —No ganaría ningún concurso de belleza, cierto? Echo una ojeada hacia arriba para encontrarme a la campesina parada detrás de mí mirando a la Bestia.—Tiene otras habilidades —le digo bruscamente. —Eh, no tiene porque gritarme. No dije que no valiera su peso en oro, además apostaría que es muy habilidoso con la espada.—La tenue burla en su voz deja patente el significado real y sus suposiciones sobre qué tipo de relación tenemos yo y la Bestia.

Mi mordaz respuesta es interrumpida por sus ruidosos hijos que vienen haciendo ruido blandiendo las armas que le quitaron a los soldados.—Papá dijo que bien podríamos beneficiarnos de los apestosos franceses —dice el más joven , a punto de decapitar a su hermano con una espada que mide más que él. —Beneficiarnos, si pero no lastimar físicamente a tu hermano. Vamos, deja eso ahí. Los críos suben la escalera hacia sus habitaciones, y yo sigo a la campesina mientras se dirige a la cocina para preparar la comida pero rápidamente me ahuyenta. —Fueron sus cuchillos los que atravesaron a dos de esos brutos. ¿Qué clase de agradecimiento le daría si la hago cocinar? Tome. —Empuja un cubo de agua hacia mi luego le añade agua caliente de la caldera—. Ande, vaya a darse un baño. Estoy segura de que le hará sentir mejor después de estar en el camino. Debería sentirme insultada, pero estoy demasiado agradecida por la oportunidad de poder limpiarme. Cojo el cubo y subo las escaleras hacia el ático, para sacarle provecho a este inesperado regalo.

La cena está deliciosa como cualquier otro banquete en el que haya comido. No solo el ganso está cocinado a la perfección, la piel crujiente y la carne jugosa y suculenta, también hay abundante guiso de cordero , puerro, repollo, pan de centeno y queso, vino tinto fino y sidra de pera así como manzanas al horno con crema. La cena tiene ese aire de fiesta , con el granjero y su esposa, Guion y Bette , llenos de la alegría que sigue a una casi muerte. Incluso Yannic sonríe y asiente alegremente, aunque quizás eso se deba a que su barriga está finalmente llena. Los hijos del granjero titubean entre el asombro por el héroe con el que están cenando la Bestia de Waroch y sus torpes intentos de impresionarlo. O al menos, avergonzar al otro.

—Anton chilló cuando los soldados llegaron —dice Jacques. Enrojeciendo , Anton le da un codazo en las costillas. —No. Mi voz se quebró, eso fue todo. Jacques se ríe.—De la fuerza del chillido. —Bueno, al menos yo no intenté usar un jamón como arma. Además, — Levanta el brazo y blande su daga robada—, la próxima vez estaré armado y los franceses no se zafarán tan fácilmente. —No sé si yacer muerto en medio del estiércol de vaca en su establo podría llamarse zafarse fácilmente —señalé. Para mi sorpresa , todo el mundo rio. —Cierto —dice Guion, levantando su vaso. Luego se pone serio—. ¿Qué está pasando con los franceses, Sir Waroch? Estamos en guerra con ellos otra vez? —No pinta bien — dice la Bestia—. La mitad del consejo de la duquesa renunció. El Mariscal Rieux se unió al conde d'Albret, y tienen a Nantes en contra suya. —Los franceses han estado buscando una excusa para invadir nuestro reino y han cruzado nuestras fronteras para perseguir ese objetivo. —Se gira hacia mí—. ¿Han conseguido entrar en otra ciudad aparte de Ancenis? —No que yo haya oído. Ni que d'Albret se haya rendido en su plan de obligar a la duquesa a casarse con él. —Miro hacia Bette y Guido—. Por poco escapó de una trampa que el barón le tendió, gracias en gran parte a Sir Waroch. Así es como consiguió sus heridas. El granjero y su esposa levantan sus vasos hacia él, lo que hace que agache la cabeza avergonzado. La cara del granjero se arruga con preocupación. —¿Así que nuestras opciones son esas? ¿Ser gobernados por los franceses o por el conde d'Albret?

Bette se estremece. —Me quedo con los franceses —dice, luego bebe todo el contenido de su vaso. Es interesante que los cuentos de terror sobre d'Albret hayan llegado tan lejos. —Sabremos más una vez lleguemos a Rennes —digo—. La duquesa está allí con sus consejeros y sin duda están haciendo un plan incluso mientras hablamos. —Y yo —dice la Bestia—, uniré a la buena gente de Bretaña a su causa. Tan pronto como pueda montar—añade eso último como queja. La cara del joven Anton se ilumina con pensamientos de valentía, y levanta su cuchillo.—Lucharé por la duquesa —dice. Hago todo lo que puedo para no suspirar. La Bestia ni siquiera tiene que preguntar, los campesinos prometieron unirse a él. —Puede que sea necesario, chico, y si lo es, la duquesa estaría agradecida por tu apoyo. El tuyo, también —le dice a Jacques. Ambos miran a su madre, que se debate entre orgullo por que están dispuestos a pelear y desaliento porque no son lo suficientemente mayores para ello. El granjero mira a su esposa y dice: —Suficiente de charla seria, ¿eh? Seguro que un hombre como usted tiene una historia con la que entretenernos. El resto de la noche la pasamos contando historias. Bestia tiene más que unas pocas historias sobre acampadas y peleas, que hicieron que los ojos de Anton y Jacques resplandecieran con promesas de gloria. Es fácil imaginar lo que están pensando. Cuando todos los platos han sido lavados y todo el mundo está lleno, es la hora para la última ronda de tareas de la casa antes de ir a la cama. Yannic se ha quedado dormido en la mesa, así que simplemente lo acostamos en el banco para que este más cómodo. El retumbar de los platos no hace nada más que se revuelva.

Me doy cuenta de que estoy reacia a que esta noche se acabe. He comido cenas más finas, cenado en sitios mucho más elegantes, y sido entretenida por compañía más ingeniosa. Y aun así hay un calor y alegría en este lugar que se me sube a la cabeza igual que un vino fuerte . Hace dos años me habría mofado de su vida tan simple. Hoy la envidio. —Aquí, yo me encargo de esos —dice Bette—. Usted vaya a atender las heridas de su hombre. Quiero decirle que no es mi hombre, pero insiste así que le agradezco y por última vez voy arreglar sus cataplasmas mientras Anton y Jacques ayudan a la Bestia a incorporarse a su lugar junto al fuego. Para cuando las cataplasmas están listas, todos los demás ya se han ido a la cama. Uno de los chicos murmulla algo para burlarse de su hermano, lo cual es seguido de un puf después de que la parte ofendida le arrojase algo. —Hágalo de nuevo —dice la Bestia. Lo miro confundida.—¿El qué? —Sonreír. Nunca antes la había visto sonreír. —Está loco. Por supuesto que sonrío. —Incomoda bajo su mirada, me giro y comienzo a retirar el vendaje de su pierna. —¿Por cuanto tiempo estuvo escondida en la casa de d'Albret? Mi corazón se para en seco. ¿Se habrá dado cuenta de quién soy? —¿Por qué querría saber eso? —le pregunto, esperando. Mira hacia otro lado mientras quito el vendaje de su brazo. —Me preguntaba si tal vez estuviese allí cunado Alyse todavía estaba viva? Y con eso, me quedo completamente deshecha. Sus palabras perforan mi corazón y erosionan la última defensa que me quedaba. Pongo la

cataplasma en su pierna y la miro como si fuera la cosa más fascinante en este mundo. —Sabía de las otras esposas de d'Albret —se apresura en decir—, pensé que tal vez también sabría de Alyse. Cíñete a la verdad lo máximo que puedas, eso es lo que aprendimos en el convento acerca de contar mentiras. —Sí —digo, y espero que mi renuencia no se escuche en mi voz—. La conocí, pero no mucho. —Hábleme de ella. —Me mira fijamente, como si fuera a arrancar las respuestas que busca de mi piel. Miro hacia otro lado, mi mirada divaga por la habitación, el fuego, cualquier cosa antes que su devastadora mirada. ¿Qué debería contarle sobre Alyse? ¿Que adelgazó a causa de los nervios y del miedo? ¿Que era una mujer tranquila y calma hasta que se convirtió en una que saltaba cada vez que era tocada y se sobresaltaba con los ruidos fuertes? ¿Que Julian y Pierre cruelmente se burlaban de ella por eso, haciendo cualquier ruido que pudieran siguiéndola furtivamente por los oscuros pasillos? ¿Que comió poco los últimos meses antes de su muerte? ¿O tal vez le deba contar los pocos momentos de felicidad que tuvo? Nuestros paseos para recoger moras, su dulzura estallaba en nuestras bocas y luego el jugo se escurría por nuestros mentones haciéndonos reír? ¿O como los peces pequeños mordisqueaban nuestros pies cuando los hundíamos en el arroyo? —Era buena y piadosa —digo finalmente—. Siempre se acordaba de honrar a Dios y a sus Santos. Las campanillas eran sus flores favoritas, y había un prado lleno de ellas detrás del arroyo. El sabor de la miel le taponaba la nariz. Bestia sonríe, una sonrisa desconsoladamente melancólica. —Recuerdo eso —dice suavemente. Por supuesto que sabía eso. Intento pensar en algo que le pueda confortar. —Era fuerte de espíritu y reía mucho.

Al menos al principio, eso fue lo que me hizo bajar la guardia y hacerme su amiga, a pesar de todas mis promesas de no acercarme a otra esposa de d'Albret de nuevo. Se hace el silencio en la habitación, alimentado por nuestros propios recuerdos. —Volví a por ella. —¿Qué? —le pregunto , segura de que no oí correctamente. —Volví a por ella —repite casualmente , como si haber ido a por ella fuera la cosa más normal del mundo. Pero no lo es. Porque a pesar de todas las esposas de d'Albret que ha usado, de todos los vasallos e inocentes que fueron maltratados, nadie, nadie se ha aventurado a hablar por cualquiera de ellos o a pedir justicia en su nombre. Mi mundo se acaba de descolocar por esta revelación, lo que me lleva un minuto para encontrar mi voz. Un millón de preguntas se cuelan en mi mente, pero ninguna de ellas son algo que una hija de Mortain debería saber. —¿Qué pasó? —pregunto finalmente, cuidadosa de mantener mi voz neutral y mis ojos en el vendaje que estoy preparando. —Cuando le envié tres cartas y no recibí respuesta , supe que algo estaba pasando, así que pedí un permiso y fui a buscarla. Cuando llegué a Tonquédec, no me dejaron entrar. Estaba a punto de insistir cuando de repente aparecieron doce soldados. —Su mano divaga por la cicatriz que divide la parte izquierda de su cara—. Buscaban mejorar mi apariencia supongo. —¿Pero lo dejaron con vida? Bestia me mira despectivamente. —No hay un dejaron. Luché por salvarme. —¿Contra doce hombres de d'Albret?

Se encoge pero se estremece por el dolor de su hombro. —No tomó mucho tiempo para que la fiebre de la batalla me encontrara. —Esboza una sonrisa que es en parte humor y en otra muerte—. Maté a ocho y dejé a cuatro para que volvieran donde d'Albret y le explicaran lo que pasó. —La sonrisa desapareció, la profundidad de desesperación y dolor que veo en su mirada me deja sin aliento—. Tan pronto como este asegurado el trono a favor de la duquesa y en contra los franceses, le haré otra visita a d'Albret y arreglaremos cuentas. Pienso que fue una buena idea no decirle que Alyse murió intentando ayudarme.

Capítulo Veintiuno Traducido por Dvc34

A LA MAÑANA SIGUIENTE, NOS DESPERTAMOS listos para marcharnos. Anton y Jacques están ansiosos por ensillar los caballos de los franceses muertos, coger sus armas y seguirnos a Rennes, pero rechazamos su oferta. Había por lo menos doce leguas de aquí a Rennes y todas ellas repletas de hombres de d'Albret. Necesitaremos la ayuda de los dioses para llegar allí. Lo que significa que es muy peligroso que viajen con nosotros. —Mejor nos vemos en Rennes dentro de quince días —les dice Bestia. Así que se conforman con preparar el desayuno. Guion, Anton y Jacques ensillan los caballos de los franceses . Cogen el tabardo que Yannic le cogió a un hombre de d'Albret y lo atan alrededor de uno de los brazos del soldado muerto. —Tal vez esto estanque a los franceses y a los hombres de d'Albret y así ustedes consigan un poco de tiempo —dice Guion. Es un pensamiento agradable, pero por mi experiencia, los dioses están lejos de ser de tal ayuda. Guion y los chicos llevan a su espeluznante séquito hacia el sur, mientras que la Bestia, Yannic y yo vamos hacia el norte. Nuestro camino hacia Rennes será como enhebrar una aguja, tejiendo nuestro propio camino mientras que hay hombres de d'Albret al oeste, y Châteaubriant al este con lazos en la familia Dinan y por tanto con d'Albret. Para dar más vida al asunto, hay soldados franceses dispersos por todas las salidas. Pero no tenemos otra opción. Debemos seguir, sobre todo si no queremos que d'Albret se tope con esta familia inocente. Bueno , no del todo inocente, no después de su encontronazo con los franceses. Siento como si estuviéramos a punto de caer en una trampa, y eso me tiene retorciéndome en mi silla de montar. Como no deseo asustar a mi

caballo, me obligo a mantenerme tranquila, un arte que he dominado durante mis largos años con d'Albret. Miro hacia la Bestia. Sigue pálido, parece como si no se sentara en la silla como lo hacía antes. No importa cuán fuerte sea un hombre, si solo es humano. O al menos, en su mayoría humano. Es un milagro que haya aguantado tanto, solo espero que mantenga su fuerza hasta que lleguemos a Rennes. Guion nos habló de una pequeña abadía dirigida por los hermanos San Cissonius donde podemos refugiarnos por la noche. A menos que d'Albret haya pensado en poner guardias en lugares como esos. Espero que tengan suministros médicos, porque mis reservas de hierbas curativas se están acabando. Si bien la fiebre de la Bestia no ha empeorado, tampoco ha mejorado. Por una vez está siendo listo y no está malgastando la poca energía que le queda. Al menos, no de momento. Quién sabe lo que pueda hacer si nos encontramos con una cabra perdida o con un niño vagabundeando. «Volví a por ella». Esas palabras hacen eco en mi mente. No tiene sentido que cuatro simples palabras cambien todo tan bruscamente, pero lo hacen. Es como si hubiera despertado en un mundo completamente distinto al que era ayer como lo es la primavera del invierno. Esa es la diferencia entre un mundo con esperanza de uno sin ella. Desearía volver con mi yo pasado y darle eso, una pequeña chispa de luz, y ver cómo cambiaría su percepción de la oscuridad que la rodea. ¿O sería más cruel, ese destello de esperanza que ocasione que busque un rescate que nunca llegará? Cuanto más nos alejamos de Nantes , más dudas tengo. Aunque esta muestra de libertad es tan dulce, igual que en mis sueños. No puedo evitar preguntarme cuánto me costará. Por mucho tiempo, estuve convencida de que mi destino era matar a d'Albret. Me alivia el haberlo evitado, pero me temo que he eludido mi deber predestinado. Me recuerdo a mí misma que no hay otra solución. Tengo que volver, drogar a los guardias y liberarme, pero Bestia se asegurará que mi muerte sea lenta y dolorosa.

Tampoco puedo evitar preocuparme por el convento y mi papel allí. Fue el único sitio en el que me sentí a salvo de d'Albret, a cientos de leguas en una isla habitada por asesinas. Pero fui en contra de sus enseñanzas, reglas, desafié la voluntad de Mortain y la reemplacé con la mía. Si me echan, ¿qué haré? Justo antes del mediodía, el camino de cabras que hemos estado siguiendo se abre hacia un pequeño prado. En el lado opuesto del prado se encuentra el camino principal y al otro lado el bosque. Va a ser lento, pero los soldados de d'Albret no pueden rastrear cada centímetro de bosque entre aquí y Rennes. Con suerte puede que ni nos vean. A medida que nos acercamos al camino, escucho a alguien aproximarse. Me paro para escuchar cascos a lo lejos. Son unos pocos y se están dando prisa. No se trata de comerciantes ni viajeros casuales. No pueden venir en peor momento. Miro hacia atrás , hemos cruzado la mitad del prado y el bosque está demasiado lejos. —Tenemos que cruzar el camino. ¡Rápido! —les ordeno. El olor del peligro ha sacado a la Bestia de su ensimismamiento y guía su caballo hacia el camino dejando atrás el bosque. Yannic brinca tras él como un saco de grano del molinero y yo voy pisándoles los talones , instándolos a que se muevan más rápido. Somos afortunados, hay una curva pronunciada en el camino, y aunque el tintineo de los arneses y el ruido de las armas se hace más fuerte no hay ni rastro de ellos. Lo que significa que tampoco nos pueden ver. Cogemos el camino a todo galope y lo cruzamos rápidamente. Bestia es el primero en alcanzar la cobertura de los árboles, luego Yannic. En el momento en que mi caballo sale del camino, se escucha un grito. Hemos sido vistos.

—¡Deprisa! —les grito, pero el bosque es un enredo de ramas caídas y raíces nudosas, lo que hace que vayamos más despacio. Bestia se da la vuelta hacia mí—. Vuelva al camino y siga cabalgando. Yannic y yo los alejaremos. —¡Está loco! —le digo, esquivando una rama baja—. No dejaré que un hombre herido y un lisiado se enfrenten solos a tantos hombres. —Ahora es usted la loca. ¿Pudo ver cuantos eran? —Veinte, tal vez más, ¡por aquí! —Llegamos a un claro con un circulo de piedras antiguas, algunas de ellas lo suficientemente anchas y altas para escondernos. Al menos hasta que estemos listos para reanudar la marcha. La boca de la Bestia se aprieta severamente mientras le indica a Yannic que vaya hacia una de las piedras. Aprieta la mandíbula, al principio creo que es por el dolor pero luego me doy cuenta que está furioso. —¡Vaya! —Poniendo toda su fuerza de mando en su voz baja—. ¡Yo los detendré Lo miro con incredulidad. —La fiebre debe de haberse comido su cerebro si cree que me iré. Se inclina fuera de su silla como si fuera a agarrarme pero se detiene como si le dolieran las costillas. —Esto no es una pelea. —Lo sé. —Dirijo mi caballo hacia una de esas piedras. La espada no es mi arma favorita, pero su alcance mayor será valioso aquí. Cuando tenga oportunidad sacaré unos cuanto de mis cuchillos arrojadizos. —¡No! —Bestia intenta agarrar las riendas de mi caballo, pero falla y casi se cae del caballo—. No me quedaré aquí mirando mientras la hieren delante de mí. —Sus ojos llameaban con furia, pienso ,hasta que veo que también tiene miedo. Miedo por mí. Su preocupación hace estallar mi temperamento, porque no merezco semejante consideración , y precisamente no de él. No abandonaré al

hermano de Alyse como la abandoné a ella. —Y yo no me quedaré de brazos cruzados para verlo morir por segunda vez. Para entonces los hombres de d'Abret ya están demasiado cerca. Resignado , saca la espada de su espalda con su mano derecha mientras que con la izquierda aprieta el hacha. —No dejaré que la cojan con vida. De todas las cosas que pudo haber dicho, lo que dice me hace sentirme tranquila. —Ni yo a usted —digo a pesar de un extraño bulto que se ha formado en mi garganta. Luego sonríe con su gran y maníaca sonrisa justo cuando nuestros perseguidores saltan de los árboles y los cascos de sus caballos revuelven el suelo del bosque. Yannic hace el primer movimiento, lanzando una de sus rocas con su habitual habilidad y golpeando a uno de los hombres más adelantados en la sien. Levanto la ballesta y apunto al líder entre los ojos. Mientras aún está cayendo por la fuerza de la flecha, dejo caer el arco y cojo mis cuchillos. Bestia se mantiene con su espalda contra la roca y se para para balancearse ante cuatro jinetes que lo rodean. Aunque mis tres primeros cuchillos los golpean, me doy cuenta que son demasiados. Busco la espada atada a mi silla, pero antes de que pueda alcanzarla, uno de los hombres me ataca. Me lanzo hacia la izquierda cuando él vuelve a atacar y falla. Antes de que pueda volver a atacar , se escucha un fuerte ruido, y se desploma sobre su caballo. Le envío un gracias silencioso a Yannic, hasta que veo una flecha en la espalda del hombre. Yannic no tiene ballesta. No tengo tiempo para buscar al arquero mientras lucho por desenvainar mi espada. Media docena de hombres tienen a Bestia acorralado contra una de las piedras. El brazo con el que blande la espada se mueve rápidamente pero su izquierdo apenas puede mover el hacha. Impulso mi caballo hacia él, lanzándome con la espada. Es un torpe empuje, pero hace su trabajo. Excepto que el caballo del soldado se sacude , llevándose al muerto y mi espada con él. «Merde». Saco las últimas dagas de mis muñecas. Echo un vistazo hacia Bestia. ¿Debería guardarlas para nosotros o atacarlos con ellas? Antes de que pueda decidir , caen flechas desde los árboles, haciendo que me sobresalte. Aunque me preparaba para que me alcanzaran, cinco de los hombres d'Albret se dan la vuelta para enfrentarse a este nuevo ataque

mientras se suelta una segunda tanda. De repente , el pequeño claro cobra vida con el movimiento de los árboles y el suelo del bosque se abre escupiendo criaturas de antiguas leyendas. O demonios engendrados en el infierno. Son de piel oscura y deformes. Uno tiene la nariz de cuero, otro parece tener un brazo de madera, y el tercero tiene mitad de la cara derretida. Cualesquiera que sean sus dolencias, terminan con el resto de los hombres de d'Albret con una eficiencia despiadada, arrancando a los hombres de sus caballos y despachándolos con cuchillos o retorciendo sus cuellos. En el lapso de una docena de latidos, todos los soldados de d'Albret están muertos y nosotros rodeados.

Capítulo Veintidós Traducido por luagustina

Bestia alza su espada curva, pero la orden brusca de un hombre con la nariz de cuero detiene la acción de su mano. Levanta su cabeza hacia las ramas que están sobre nosotros. Sigo su mirada y veo una docena de arqueros que están ahí escondidos apuntándonos con sus flechas. Nos miramos los unos a los otros con cautela. El hombre con la nariz de cuero da un paso adelante. Él es pequeño y nervudo y viste una túnica oscura y un jubón de cuero sobre bombachos emparchados. Mientras sale de las sombras, veo que su piel no es oscura como pensé—está bañado en mugre. No, no es mugre. Polvo. O cenizas, quizás. A medida que se va acercando, veo una bellota colgando de un hilo de cuero alrededor de su cuello, y ahí lo comprendo. Estos son los misteriosos carbonarios, los quema-carbón que viven dentro de los bosques y de quienes se rumorea que sirven a la Madre Oscura. Sin otro ruido más que la brisa haciendo crujir las hojas, el resto de los carbonarios emerge de sus escondites. Son veinte, contando a los arqueros en los árboles. Le echo una mirada a Bestia. No podremos salir de esta luchando. Haciendo un esfuerzo, Bestia se endereza en su montura. —No queremos hacerles daño. En nombre de Santo Cissonius y por la gracia de Dea Matrona, solo queremos pasar la noche en el bosque. —Era una apuesta audaz e inteligente, porque mientras que la Madre Oscura no es aceptada por la Iglesia, los Nueve son sus dioses hermanos, y no haría daño invocar su bendición. Uno de ellos, un tipo delgado con su nariz y su quijada puntiagudas como una espada, escupe hacia las hojas. —¿Por qué no pasan la noche en una

posada, como la mayoría de los ciudadanos? —Porque algunos nos desean el mal, como acaban de ver. —Mientras Bestia habla, otro de los carbonarios, un tipo joven, larguirucho y extremadamente delgado, avanza furtivamente hacia el líder y le susurra algo en el oído. El líder asiente con la cabeza y su mirada se agudiza—. ¿Quién es? —Soy Benebic de Waroch. El hombre que había murmurado en el oído del líder asiente con satisfacción, y susurros de “la Bestia” se escuchan entre los carbonarios. Las proezas de Bestia lo hicieron famoso incluso entre los marginados. —¿Y a quién desea evitar la poderosa Bestia? —Los franceses —dice Bestia—. Y aquellos quienes los apoyan. Al menos hasta que pueda curarme y combatir en una pelea justa. Contengo el aliento. Los carbonarios odian a los franceses casi tanto como los británicos, y espero que al tener un enemigo en común tengamos una causa en común. Uno de los ancianos, el que tiene un brazo de madera, le da un empujón a un cuerpo con su pie. —Estos hombres no son franceses. —No, no lo son. Pero han traicionado a la duquesa e intentaron arrestarnos. —Bestia sonríe salvajemente—. Hay lugar de sobra para ustedes en la guerra contra los franceses, si así lo desean. Estaría honrado de tener a luchadores tan dotados a mi lado. Hay un largo silencio, lo que me hace pensar que los carbonarios reciben pocas invitaciones como esa. —¿Qué ganamos nosotros? —pregunta el hombre con el rostro puntiagudo, pero el líder le hace una señal para que se mantenga en silencio. Bestia sonríe. —El placer de derrotar a los franceses. —Para él, cualquier pelea ya es excusa suficiente.

El líder alza su mano y se rasca su nariz de cuero, sugiriendo que es un nuevo reemplazo. —Pueden pasar la noche en el bosque, pero bajo nuestra supervisión. Vengan. Sígannos. —Le hace una señal al resto, y media docena de ellos nos rodean. Hay un silencio sepulcral mientras nos guian dentro del bosque, y el ruido que hacen las pezuñas de nuestros caballos es acallado por una gruesa capa de hojas secas en el suelo. El joven larguirucho no puede dejar de mirarme, y cuando lo descubro mirándome fijamente, se sonroja hasta las raíces de su cabello. Aquí los árboles son antiguos, altos, gruesos y retorcidos como ancianos encorvados por la edad. Aunque aún quedan horas de día, es poco el sol que atraviesa la gruesa enredadera de follaje sobre nuestras cabezas. Finalmente llegamos a un gran claro rodeado de media docena de montículos de tierra, cada una tan grande como una pequeña casa. El humo borbota desde agujeros en las colinas, que son cuidadas por hombres que se encuentran cerca. Mujeres con ropa anodina vigilan el fuego para cocinar mientras que niños morenos y valientes juegan a sus alrededores. Cuando entramos al claro, todos se detienen y se voltean a vernos. La niña más joven camina de lado hacia a su madre y desliza sus dedos hacia su boca. El líder —su nombre es Erwan— refunfuña y señala a una sección del claro lejos de los montículos de tierra. —Acampen ahí. Todos observan como Yannic y yo desmontamos y aseguramos nuestros caballos, luego ayudamos a Bestia a bajar del suyo. Toma bocanadas rápidas y superficiales de aire para respirar. —¿Se ha lastimado otra vez? —pregunto por lo bajo. —No. —Su gruñido es seguido de un corto mugido de dolor. Para cuando lo bajamos de su caballo, todo el campamento ya se ha dado cuenta de su condición. Yannic y yo somos capaces de llevarlo por unos pocos metros cuando él se detiene completamente—. Creo que este es un buen lugar para acampar —dice, luego se agarra de un árbol que está cerca para no caer al suelo.

—No estoy seguro de que él sobreviva la noche —murmura el hombre con el brazo de madera, y yo lo fulmino con la mirada. El larguirucho encuentra mi mirada. —Oh, no se preocupe por Graelon, señorita. Es su forma de ser. —Le da una mirada traviesa al anciano, luego se inclina hacia mí—. Él era así incluso antes de que el fuego consumiera su brazo. —El encanto del joven es contagioso. —Soy Winnog, milady. A su servicio. —Como si te quisiera —alguien murmura. Ignorando a quien murmuró, le regalo a Winnog mi sonrisa más radiante. —Gracias. —Voltearme para volver al lado de Bestia es todo lo que puedo hacer para evitar chocar mis manos hacia los espectadores y gritar «¡largo!» Pero ellos definitivamente lo considerarían como una forma grosera de pagarles su hospitalidad, por más precaria que sea. Siento un movimiento detrás de mí y siento el latido de un solo corazón. Aún desconfío de estos carbonarios, por lo que giro rápidamente, llevando mi mano al cuchillo oculto en mi crucifijo. La mujer que veo se detiene y baja su mirada en un gesto de sumisión. Tiene puesto un vestido oscuro y su cabello está firmemente atado en una especie de peinado como el resto de las mujeres. —Para su herida —dice—. Esto le ayudará. Luego de un momento, tomo la bolsa de sus manos y echo un vistazo adentro. —¿Qué es? —pregunto. —Corteza de roble del suelo para prevenir una infección. Y cenizas de piel de serpiente quemada para acelerar su cicatrización. —¿Cuál es su nombre? —pregunto. Alza su mirada hacia mí y luego vuelve a bajarla. —Malina. —Gracias —digo con sinceridad. Me estoy quedando sin ideas para evitar que las heridas de Bestia lo sobrepasen antes de llegar a Rennes.

—¿Necesita ayuda? —pregunta tímidamente. Aunque estoy segura de que Bestia odiará que otros lo vean débil, parece prudente aceptar cualquier tipo de ayuda que ofrezcan, un intento de forjar algún vínculo endeble entre nosotros. —Sí, gracias. ¿Tiene agua caliente? —Ella asiente, luego se escabulle para buscarla. Mientras no está, huelo rápidamente la corteza de roble y las cenizas, luego pongo una pizca sobre mi lengua para asegurarme de que no hará daño. —Mi invitación para que peleen junto a nosotros no fue una broma —la voz de Bestia retumba hacia mí —. ¿Ha visto lo feroces que eran? ¿Qué inesperadas eran sus tácticas? —Estaba tan entusiasmado como un escudero con su primera espada—. Podrían ser valiosos aliados. —Si no nos clavan un puñal por la espalda —murmuro—. ¿No son conocidos por ser cerrados y poco confiables? Bestia lo considera por un momento. —Cerrados, sí, pero no es lo mismo que ser indignos de confianza. Malina regresa en ese momento, deteniendo nuestra conversación. Ella y yo atendemos las heridas de Bestia mientras él yace y pretende dormitar, pero su mentón se tensa mientras nos ocupamos de él. Para cuando terminamos, la cena está lista, y, para mi sorpresa, somos invitados a participar. Parece ser que seremos tratados como invitados y no como prisioneros. Con la intención de acentuar esto, tomo uno de los quesos y dos de los pollos rostizados que Bette nos dio para contribuir a la comida. Los ojos de los carbonarios se abren con placer al ver la inesperada recompensa, y cuando me siento a comer, entiendo por qué. La cena es una especie de puré—creo que son bellotas. Mientras doy un bocado, no puedo evitar recordar que llamé a la comida del convento porquería de cerdos y cómo la Hermana Thomine amenazó con hacerme tragarla a la fuerza. Un bulto se forma en mi garganta, uno que no tiene nada que ver con el puré y sí con una profunda nostalgia, porque a pesar de que me rebelé contra el convento, aquél era el lugar más seguro en el que había vivido. Extraño a Ismae y a Annith más de lo que creía posible.

Yannic engulle incesantemente sus gachas hacia su bocaza silenciosa, y, a mi lado, Bestia come con mucho gusto. —¿Le gusta? —pregunto en voz baja. —No. Pero no deseo insultar su hospitalidad —dice esas palabras dando una mirada significativa a mi porción que apenas he tocado, por lo que vuelvo a prestar atención a la comida mientras está caliente. Cuando la cena termina, los carbonarios merodean alrededor del fuego. Algunos murmuran entre ellos, pero la mayoría simplemente nos mira fijamente. Uno de los chicos trae una pequeña flauta de madera y comienza a tocar una melodía suave e inquietante. Erwan se inclina sobre una roca, dobla sus brazos, y nos estudia en la luz parpadeante. —Cuéntennos sobre esta guerra contra los franceses —dice. Bestia toma un sorbo de cualquiera sea la bebida espirituosa que nos han dado. Probablemente sea rocío fermentado que fue recolectado de los árboles. —Nuestra joven duquesa es asediada desde adentro y desde afuera. Desde la muerte del padre de la duquesa, los franceses intentaron declararla de su propiedad. Ella se rio en sus rostros de narices largas, por supuesto. —Toma otro sorbo—. Pero esos franceses no se rinden. Saben que ella es joven e inexperta, y que aún no contrajo matrimonio. Ven a nuestro país listo para ser arrebatado y están a la espera de cualquier chance para hacerlo. Erwan parece indiferente. —¿Qué hay para nosotros si peleamos? —Libertad del dominio francés —dice Bestia con sencillez. Pero está claro que estos cautelosos hombres necesitarán más que eso para convencerlos. —Su modo de vida —agrego, atrayendo sus ojos hacia mí—. Nosotros los británicos al menos respetamos sus derechos al bosque silvestre. Los franceses no lo harán, y reclamarán todos los bosques y la madera que hay en ella. Los forzarán a pagar muy caro lo que ahora tienen gratuitamente. Erwan nos estudia en silencio por más tiempo, luego suelta una carcajada y se inclina hacia adelante para poner sus manos sobre sus rodillas. — Libertad, ¿eso dice? ¿Libertad para hurgar en el bosque siendo denigrados

por todos? ¿Libertad para vender nuestra mercancía a personas que les gustaría fingir que no existimos y que su carbón es dejado en sus puertas por algunos pequeños duendes de cuentos folclóricos? Bestia se encuentra con su mirada, sin pestañear —Los franceses no honrarán su derecho a sus viejas costumbres, su derecho de madera y hábitat. En Francia, los hombres deben pagar un alto precio por esos derechos; no les son concedidos por nacimiento. Y mientras que sus vidas no son fáciles, tengo entendido que ustedes la eligieron, que eligieron seguir a su dios a este exilio. El resto de los hombres se mueven inquietos en sus asientos y Erwan aparta la mirada de Bestia para mirar fijamente a las llamas. —Elección. Es una palabra rara. El padre del padre de nuestro padre eligió por nosotros, ¿no es así? ¿Y cuánto tiempo más debemos vivir con esa elección? —Voltea para mirar a la pila de niños despatarrados y dormidos debajo de sus cobijas—. ¿Cuánto tiempo más deberán hacerlo ellos? —pregunta, su voz suavizándose. —¿Qué desearía que fuera diferente? —pregunto. Se sorprende por la pregunta, pero antes de que él pueda contestar, Malina lo hace. —No escuchar murmullos cuando caminamos entre las personas; que no hagan la señal contra el diablo cuando piensan que no estamos mirando; no ser echados de pueblos o mercados cuando todo lo que queremos es comprar peines para los cabellos de nuestras hijas o ruedas nuevas para nuestros carros. —Me mira desafiante, con la cabeza en alto. —Respeto —digo—. Quieren ser respetados y no denigrados. Nuestros ojos se encuentran en un momento de perfecto entendimiento, luego asiente —Exactamente. —Quizás si la gente los viera peleando por la causa de la duquesa y del país, ellos los verían de otra manera —sugiere Bestia. —Probablemente no —dice Graelon con severidad—. Y perderemos nuestras vidas para nada.

—Toda acción conlleva algo de riesgo —señala Bestia—. Podrían perder buenos hombres sin hacer nada. —Hace un gesto hacia aquellos que están reunidos alrededor de la hoguera, sin alguno de sus miembros y con rostros arruinados, heridas que recibieron mientras se ocupaban de los pozos de carbón. —Cuéntenme sobre la Matrona Oscura —digo en voz baja, dando tiempo para que la verdad en las palabras de Bestia sea asimilada y haga su trabajo —, porque no he escuchado mucho sobre Ella. Erwan bufa. —Eso es porque la Iglesia no la acepta. Malena continúa con la historia. —Se dice que cuando Dea Matrona y el resto de los Nueve no tienen la fuerza suficiente para responder tus plegarias, es momento de pedirle a la Madre Oscura, porque Ella es una diosa feroz y amorosa que favorece especialmente a los caídos, los marcados, los heridos y los marginados. »Gobierna sobre aquellos lugares donde hay vida que crece de la oscuridad y la putrefacción. El primer brote verde en un bosque devastado por el fuego, la pila de cenizas que aún mantiene una brasa, las pequeñas criaturas que nacen en un gran muladar. »Por esa razón la Iglesia no la invitó a su religión. Los sacerdotes pensaron que competiría con su Cristo y Su promesa de resurrección. Malina levanta su mano y acaricia la bellota en su cuello. —Las horas más oscuras de la noche, justo antes del amanecer, le pertenecen a Ella. Ese momento cuando ya no hay esperanza, pero todavía te atreves a esperanzarte una vez más. Ese es el poder de la Matrona Oscura. »Es Ella quien nos dio el regalo del carbón. Cuando éramos simplemente unos residentes del bosque, nos descuidamos con nuestras hogueras, y el bosque entero ardió en llamas. Ardió durante días, destruyendo cada árbol, cada arbusto, cada matorral y cada pedazo de pasto, hasta que sólo quedaron cenizas y polvo. O eso pensábamos.

»Pero entre las cenizas había pedazos de madera parcialmente quemados y que aún contenían el calor de las llamas. Ese carbón fue Su regalo para guiarnos a un nuevo sustento. Malina aparta sus ojos de las llamas y se encuentra con mi mirada. — Entonces por supuesto que aún la honramos, Ella proveyó cuando más lo necesitábamos y nos dio la esperanza cuando todo estaba perdido. Durante el silencio que le sigue a su historia, todo lo que se puede escuchar es el chasquido y el crujido de los leños en la hoguera. Sin saber el porqué, me conmueve la idea de que la esperanza; la vida, puede brotar de la oscuridad y la putrefacción. Es algo que jamás había considerado. —¿Y si esta es otra oportunidad que Ella les está ofreciendo? —pregunto. Malina pestañea sorprendida. —Perdieron la esperanza de ganar respeto o camaradería, y sin embargo aquí estamos, ofreciéndoles esa oportunidad. Bestia se inclina hacia adelante. —No hay mucho que podamos hacer para persuadir a la Iglesia, pero las personas pueden ser persuadidas, y suelen aceptar cosas que la Iglesia preferiría que no aceptaran. Por eso les pregunto: ¿se unirán a nosotros? Sostienen sus miradas por sobre el fuego; la de Bestia es desafiante pero con una invitación. La de Erwan está llena de preguntas y dudas. Antes de que alguno de ellos hable, Malina dice: —Déjennos consultarlo con el Hermano Roble. Hay un murmullo de consenso entre los carbonarios, luego un anciano se pone de pie renqueando y se acerca al fuego. Sus manos temblorosas y torcidas desatan un morral de su cintura y saca un gran bulto marrón y deforme. Primero pienso que es un enorme hongo oscuro, pero cuando él se acerca al fuego, puedo ver que es la agalla de un roble. El anciano la coloca cuidadosamente sobre una de las rocas que rodean el fuego, luego toma una pequeña hacha que cuelga de su cintura. Cierra sus ojos y sostiene el hacha por encima del fuego, sus labios murmuran en

alguna lengua antigua que no logro comprender. El resto de los carbonarios murmuran con él. Cuando dejan de murmurar, el anciano toma el hacha y, con una fuerza sorprendente, la lleva hacia abajo para romper la agalla. Como estoy cerca, puedo ver una pequeña larva blanca retorciéndose entre los escombros. Luego de un momento, la larva extiende sus alas—no es una larva, entonces—y vuela. El anciano levanta la mirada a los carbonarios expectantes. —La Madre Oscura dice que luchemos. Y entonces la decisión está tomada.

Comenzamos a cabalgar con la luz del alba, acompañados por un cuadro repleto de carbonarios. Por suerte, tienen montones de carbón para llevarle a un herrero en Rennes. Estoy disfrazada de una de sus mujeres, y Bestia se sienta en la parte trasera de los carros y finge ser un simplón. Yannic encaja perfectamente. Ni siquiera d’Albret, con todas sus sospechas y desconfianza, pensaría en buscarnos aquí.

Capítulo Veintitrés Traducido por Carol02

A PESAR DE TODAS SUS PROTESTAS ANTERIORES de que se convertiría en pulpa si viajaba en una carreta, Bestia duerme todo el camino hasta Rennes, tendido en la parte trasera de uno de los tres carros de los carbonarios. Dos veces los exploradores de D’Albret nos pasan por el camino, y las dos veces apenas miran a los carbonarios, y mucho menos piensan en buscarnos entre ellos. Y lo mejor de todo, para cuando vemos las murallas de la ciudad, Bestia está mejor, ya sea por el descanso o por las hierbas que proporcionó Malina, no estoy segura. Las campanas de la catedral están sonando el llamado a las oraciones de la tarde cuando nos acercamos a la puerta de la ciudad. Aunque no conozco a todos los hombres de D'Albret de vista, estudio a los centinelas y a todos los que están en la multitud en las puertas de la ciudad. Ignoro el encorvamiento de los campesinos y el paso seguro de la guardia de la ciudad; miro por encima de la ropa que usan y estudio sus caras, porque si yo puedo ponerme un disfraz, ellos también pueden. No puedo creer que hayamos hecho lo imposible. No solo hemos escapado de D´Albret, sino que también hemos evitado una recaptura, y eso es difícil de entender. La Bestia de plano se niega a ser transportado a la ciudad con una carga de carbón, por lo que nos detenemos el tiempo suficiente para subirlo al caballo. Un zumbido de urgencia vibra en mi cabeza como un enjambre de mosquitos, y hay una picazón entre los omóplatos que es casi insoportable. Cuatro hombres y muchos gruñidos más tarde, el gran Lummox está a horcajadas sobre su montura. Pronto, me lo prometo. Pronto ya no será mi responsabilidad sino la de alguien más, alguien mucho más capaz que yo. El pensamiento no me anima tanto como antes.

Mientras nuestro pequeño grupo se prepara para acercarse a las puertas, trato de no agitarme. Estamos fuertemente cubiertos de polvo negro de los quemadores de carbón y sus productos, lo que ayuda a nuestro disfraz de alguna manera, pero nada puede disfrazar el tamaño o el rumbo de la Bestia. —Encórvese un poco —le digo. Me mira con curiosidad, pero cumple con mi pedido, inclinando los hombros hacia adelante e inclinando la columna vertebral para que se desplome en su silla de montar. —¿Por qué? —pregunta. —Es difícil de esconder, y mientras más tiempo mantengamos en secreto su llegada, mejor. Sería prudente evitar que D’Albret y sus fuerzas sepan que estamos en Rennes el mayor tiempo posible. Y luego estamos en la caseta. Erwan informa a los soldados de sus entregas de carbón y le indican que pase. Uno de los soldados mira a Bestia con cautela, pero la verdad es que, entre el tiempo que el caballero ha estado en el camino y su estadía en la mazmorra, sin mencionar las graves lesiones que aún sufre, no es difícil para él parecer un gigante simplón. Respiro profundamente cuando estamos dentro de la ciudad. De hecho, cada uno de mis músculos parece aflojarse ahora que hay paredes de tres metros y medio de espesor, veinte leguas y una guarnición de la ciudad entera entre nosotros y D’Albret. Al igual que mi propio estado de ánimo, la ciudad desborda de júbilo, embriagados por su propia importancia de ser el lugar de refugio de la duquesa, del mismo modo que yo estoy casi embriagada con la emoción de completar mi misión. Pero también hay cautela aquí, en la forma en que las personas que hacen su trabajo analizan a los recién llegados, evaluando. Nos quedamos con los quemadores de carbón el mayor tiempo posible, pasando por la curtiembre conduciendo su negocio de mal olor por el río, y luego subiendo por la calle que conduce a la sección de la ciudad donde se encuentran los herreros. Consumen suficiente carbón en sus hornos para mantener a los carbonarios en el potaje durante todo el invierno. Nos despedimos de los carbonarios y Bestia se compromete a avisar cuando

hable con la duquesa y sus asesores de su plan para usar a los quemadores de carbón contra los franceses. Cuando él y yo comenzamos a caminar hacia la parte más agradable de la ciudad, me quito la distintiva gorra de carbonario de la cabeza y me paso los dedos por el pelo, luego me quito el chal de los hombros. Utilizo una esquina limpia para retirar el polvo de carbón de mi cara, por lo que ya no soy una de las despreciadas carboneras, sino simplemente una amable, aunque sucia, sirviente. Cuando llegamos al palacio, el atardecer está cayendo y los centinelas apenas están encendiendo las antorchas. No es como Guérande, donde las personas iban y venían como les gustaba. Los guardias en la puerta hablan con todos los que desean entrar. —Eso es nuevo —dice la Bestia. —Al menos alguien tiene un ojo en la seguridad de la duquesa. —Es una barrera más entre los espías de D’Albret y la duquesa, y les dará una pausa si deben detenerse y presentarse—. Sin embargo, es probable que los guardias no nos concedan una audiencia con la duquesa cuando nos veamos así, al menos no sin una explicación completa de quiénes somos, y no deseo anunciar su llegada a estos hombres. Bestia se detiene en limpiar el polvo de carbón de su cara. —¿No confía en ellos? —Es más exacto decir que no confío en nadie. Me pregunto si Ismae todavía está asignada a la duquesa. Tal vez pueda enviarle un mensaje a ella. Bestia mira a los centinelas. —No estoy seguro de que le concedan una audiencia con Ismae, incluso si ella está aquí. Hago una mueca, porque lo más probable es que esté en lo correcto. Bestia piensa un momento, luego busca una bolsa oculta en su ropa y saca algo. —Tome.

Me da un pequeño broche, las hojas de roble plateado de San Camulos. — Ismae debería reconocer esto, y si no lo hace, el capitán Dunois lo hará. Al igual que los guardias. Honrarán a cualquiera que lleve este símbolo. Sosteniendo el broche con fuerza en mi mano, desmonto, dejando que él y Yannic se queden con los caballos. Me acerco al palacio y espero a que el guardia termine de interrogar a un burgués que está allí para reunirse con el canciller y quejarse de la última ronda de impuestos. Después de que se le haya dicho al burgués que el canciller tiene asuntos mucho más importantes por hacer, como evitar que la ciudad sea atacada por los franceses, lo despiden y luego me enfrento al centinela. Frunce el ceño ante mi pobre ropa y la mugre de la que estoy cubierta. Aun así, inclino mi cabeza y le doy mi sonrisa más atrayente. Él parpadea, y su ceño fruncido se suaviza. —¿Qué quieres? —pregunta—. Si estás buscando trabajo de cocina, debes ir a las cocinas. Echo un vistazo al puñado de pajes que están apenas más allá de la puerta. —Deseo enviar un mensaje a una de las doncellas de la duquesa. El segundo centinela se acerca. —¿Qué negocio podrías tener con una de las doncellas de la duquesa ? —pregunta, como si la mera idea fuera una gran broma. Decido que un pequeño misterio ayudará a mi causa. —Ismae Rienne no es una simple doncella —le digo—. Dele esto y dígale que venga tan rápido como pueda. No sé si fue la mención de Ismae o la vista de las hojas de roble plateado que la Bestia me entregó lo que llama la atención del guardia. Sea lo que sea, toma el broche, lo pasa a una paje y murmura algunas instrucciones. Cuando el chico se escabulle, me recuesto a esperar junto a la pared, intentando parecer importante pero inofensiva, una combinación sorprendentemente difícil. Después de unos momentos, el centinela decide que no intentaré entrar, así que relaja un poco la guardia. Apoyo mi cabeza contra la piedra y permito que la sensación de júbilo fluya a través de mí. Bestia sigue viva y estamos tan seguros aquí como en cualquier lugar de todo el reino. Con la abadesa escondida en el convento al

otro lado del país, no sabrá que he llegado a Rennes hasta que reciba un mensaje. Ella no puede enviarme una nueva tarea. Al menos no por un tiempo. Eso me da algo de tiempo para averiguar qué es lo que me gustaría hacer a continuación. De repente, el mundo se vuelve grande, lleno de posibilidades y de libertad. Y nadie, nadie, aquí en Rennes conoce mi verdadera identidad, por lo que mis secretos estarán a salvo. Ante el leve murmullo de voces que se acercan, cuidadosamente me retiro de mi momento de triunfo y avanzo hacia la calzada. —No, no puedes matarlo. Él es el primo de la duquesa —señala la voz de un hombre con ironía. —Con mayor razón para no confiar en él —dice una mujer. Es Ismae, y la alegría y el alivio que siento al escuchar su voz son casi abrumadores. —Si algo le sucediera a la duquesa —continúa él—, él heredará el reino. Además, ha sido invitado por el regente francés durante el último año. ¿Cómo sabemos dónde está su verdadera lealtad? —¡Estaba preso! —La exasperación del hombre es casi palpable. Cuando Ismae habla de nuevo, suena agraviada. —¿Por qué no te quedaste con el consejo? El mensaje fue para mí, no para ti. —Incapaz de detenerme, sonrío. Porque es una cosa muy del carácter de Ismae decir eso. —Porque el mensaje era el sello de San Camulos, a quien yo sirvo, no tú. Luego ella y el caballero salen de la entrada y se apresuran hacia el centinela. —¿De dónde sacaste esto? —pregunta el noble. Es alto, con el pelo oscuro y la gracia bien musculosa de un soldado. El guardia me señala. La cabeza del hombre se gira y me veo atravesada por una mirada gris que es tan fría y dura como la piedra en mi espalda.

Da un paso en mi dirección. —¿Quién eres? —pregunta con voz baja y enojada. Antes de que pueda responder, Ismae lo empuja a un lado. —El mensaje fue para mí, Duval. Oh! ¡Sybella! —Luego se arroja hacia mí y me encierra en un feroz abrazo. Le devuelvo el abrazo, sorprendida de lo mucho que quiero llorar en su hombro. Ella está viva. Y está aquí. Por un largo momento, eso es suficiente, y simplemente saboreo la sensación de sus brazos familiares sobre mí. Ella se aleja para mirarme con cuidado. —¿Realmente eres tú? Sonrío, aunque puedo decir que es un esfuerzo desequilibrado. —En carne y hueso. —¿Las hojas de roble? —La impaciencia del noble se derrama en oleadas mientras aprieta el broche de plata en su mano. Duval, lo llamó Ismae, lo que significa que es el hermano bastardo de la duquesa. —Les he traído algo —les digo—. Ahí. —Asiento con la cabeza hacia donde Bestia y Yannic esperan en sus caballos. La cara de Duval se ilumina igual que la de Ismae cuando me vio, pero antes de que pueda acercarse a él, lo agarro del brazo. —Está gravemente herido. Una vez que lo saque de ese caballo, necesitará hombres y una camilla para moverlo. Y debes hacerlo tranquilamente. Traigo muchas noticias y ninguna de ellas buena. Duval frunce el ceño y le da una orden a los guardias para que pidan ayuda, y para que se callen, luego se apresura a saludar a su amigo. —¡Lo hiciste! —Ismae susurra ferozmente—. Lograste liberarlo. Sabía que podías hacerlo. La miro fijamente. —¿Sabías de mis órdenes? Ella agarra mis manos. —¡Fue mi idea! La única forma que podía pensar para sacarte de allí. Cada vez que te vi en Guérande, temía por tu seguridad

y tu cordura. Ahora, aquí estás, y ese brillo atormentado y loco ha desaparecido de tus ojos. No sé si besarla por sacarme de la casa de D’Albret o abofetearla por todos los problemas que me ha causado su idea. En cualquier caso, sus palabras suenan verdaderas. Ya no me siento como si bailara al borde de la locura. Ismae pone su brazo en el mío y comenzamos a caminar hacia los demás. —Nunca perdonaré a la reverenda madre por asignarte a D’Albret. Ella bien podría haberte enviado al inframundo mismo. Una leve ola de pánico amenaza, luego retrocede. Ismae no sabe, nunca ha sabido, mi verdadera identidad, por todo lo demás somos como hermanas. Me he salvado de una conversación posterior cuando escucho a Bestia bramar: —¡Por los dientes del Santo! ¿Estás vivo? ¿Cómo es eso posible? Es Duval quien responde. —Por el mismo lote de milagros que te tiene a horcajadas sobre ese caballo, gran buey. Entonces, Ismae y yo debemos saltar para esquivar a como media docena de hombres que vienen trotando llevando una camilla vacía. Ismae los apunta hacia Duval y Bestia. —Ven —le digo. Suelto su brazo y corro tras la litera —. Debo darles instrucciones sobre el cuidado de Bestia. Ante las fuertes protestas de Bestia de que está bien, le advierto a Duval que, además de tener fiebre, Bestia no puede poner ningún peso sobre su pierna. Duval y los hombres tienen una conferencia rápida entre ellos. —Lo llevaremos al convento dirigido por las hermanas de Santa Brigantia. Si alguien puede atender sus lesiones, serán ellas. — Me lanza una mirada que me hace saber que pronto deseará respuestas, luego dirige a sus hombres para que ayuden a Beastia. Pero no es fácil retirar de su caballo a un hombre herido que pesa como veinte piedras, y no se puede hacer sin algunos empujones y golpes. La Bestia aprieta los dientes y su cara se vuelve blanca cuando murmura algo acerca de ser arrojado como un saco de cebollas. Entonces uno de los

hombres pierde su agarre, y el caballo se sobresalta, golpeando la pierna herida de Bestia entre su flanco y el guardia, y la Bestia se desmaya. Yo suspiro. —Me temo que se ha convertido en un nuevo hábito suyo — murmuro a los demás—. Aunque probablemente sea para mejor. —Le pido a Yannic que desmonte para que él y yo podamos mostrar a los malditos soldados cómo sacar a Bestia del caballo sin matarlo.

Está claro que Duval está dividido entre la preocupación por su amigo y su deber hacia su hermana. Al final, le aseguro que Yannic es tan capaz como cualquiera de nosotros de cuidar de Bestia, por lo que les da a los hombres instrucciones severas sobre qué decirles a las hermanas de Santa Brigantia, con promesas de que él estará allí en breve. Luego se vuelve hacia mí. — Venga ahora. Nos gustaría escuchar su versión de lo que ha sucedido. —Pero por supuesto, milord. —De hecho, no puedo esperar para descargar lo que sé. Es como si hubiera estado llevando una brasa caliente en lo profundo de mi cuerpo que lentamente está convirtiendo mis entrañas en cenizas. No será difícil deshacerse de esa carga. Ismae pasa su brazo por el mío mientras seguimos a Duval hasta la puerta del palacio. —¿A dónde nos está llevando? —pregunto en voz baja. —A la cámara de la duquesa, donde tiene un consejo con sus asesores. —¿A esta hora? Ismae se pone sombría. —A todas horas, me temo. —¿Son confiables, estos asesores de ella? —No me impresionó la firmeza de sus guardianes, el mariscal Rieux y madame Dinan. Ella hace una mueca. —Sí, es por eso es un grupo tan pequeño.

Mientras Duval nos guia a través del laberinto de pasillos del palacio, me permito ajustarme a la cacofonía de los corazones palpitantes y los golpes de martillo. Es como si cientos de juglares hubieran decidido tocar sus tambores al mismo tiempo. También estudio las caras de las personas a las que paso: sirvientes, vasallos, incluso los pajes, tratando de tener una idea de sus personajes. Duval nos lleva a una pequeña cámara custodiada por dos centinelas, que se adelantan para abrir la puerta y admitirnos. La duquesa se encuentra en una gran mesa flanqueada por tres hombres que miran fijamente el mapa frente a ella. Uno está vestido con ropa manchada de viaje y está claro que acababa de llegar. El segundo hombre está vestido con una túnica de obispo y flota cerca de la duquesa como un gordo sapo escarlata. El tercero es delgado y serio, su frente arrugada por sus pensamientos. Con alivio, me doy cuenta de que no reconozco a ninguno de sus asesores, lo que significa que no me reconocerán a mí. Es la primera vez que veo de cerca a la duquesa. Es joven y de baja estatura, de piel fina y frente alta y noble. A pesar de que solo tiene trece años de edad, hay algo real en ella que exige respeto. Al sonido de nuestra entrada, todos miran hacia arriba, con preguntas en sus ojos. La sonrisa de Duval transforma su rostro. —La Bestia está aquí. En Rennes. La duquesa junta sus manos como si estuviera rezando y cierra los ojos, con la alegría iluminando su joven rostro. —Alabado sea Dios —dice ella. —Prefiero pensar que deberíamos estar alabando a Mortain —dice Duval secamente—, ya que es su mano la que lo guio hasta aquí. —Hace un gesto en mi dirección y todos los ojos se vuelven hacia mí. —Entonces, usted y su santo tienen mi más sincero agradecimiento y la más profunda gratitud —dice ella. Me sumerjo en una profunda reverencia. —Fue un placer para mí, Su Excelencia. Sin embargo, le traigo no solo su noble caballero, sino también información vital sobre el Conde D’Albret y sus planes.

—¿Quiere decir que el hombre no se contenta con robar mi ciudad y sentarse en ella como una gallina? —No, su Excelencia. Incluso ahora ha puesto en marcha una serie de planes, cualquiera de los cuales podría dar muy buenos frutos. El hombre grueso como un oso, a mano derecha de la duquesa hace un gesto impaciente. —De cualquier manera, comparta con nosotros estos planes. —El conde D’Albret, el mariscal Rieux y madame Dinan sostienen la ciudad en su contra, y aunque hay muchos que permanecen leales a su Excelencia, el conde D’Albret hace todo lo posible dificultando todo para ellos y así lograr... Evitar que ellos sigan siéndole leales. —Espere, espere. Empiece por el principio. ¿Cómo pudieron quitarle la ciudad a los sirvientes y vasallos que todavía estaban allí? Antes de que pueda responder, hay un susurro detrás de mí, un sonido que me recuerda a una serpiente deslizándose en la hierba seca. En ese momento, reconozco por qué me siento incómoda: percibo ocho pulsos pero solo veo siete cuerpos delante de mí. Lentamente, como si estuviera en un sueño, me doy vuelta y veo a la abadesa de Santo Mortain detrás de mí. Se esconde en el rincón más alejado, como una araña, por lo que no la vi cuando entré. Sus ojos azules me estudian fríamente y mi corazón se desploma como una piedra. No he escapado a mi pasado; me ha estado esperando aquí todo el tiempo.

Capítulo Veinticuatro Traducido por Carol02

—SALUDOS, HIJA. —Si bien sus palabras son lo suficientemente amables, su voz es fría y el beso de bienvenida que me da es tan frío e impersonal como la misma Muerte—. Excelente trabajo. Nos complace que hayas podido realizar tus tareas tan admirablemente. Hago una profunda reverencia, mis ojos la miran con recelo. Ismae y Annith siempre se llevaron bien con la abadesa, y parecía existir entre ellas un genuino cariño. De hecho, Annith era tratada como una de las favoritas de la corte la mayor parte del tiempo, e Ismae siempre vio a la mujer como su salvadora, como si fuera la propia mano de la abadesa la que la había levantado de su vida monótona como campesina. La abadesa y yo teníamos otro tipo de relación. Una basada en la aversión y la desconfianza mutuas, unida solo por nuestras necesidades compartidas: la mía por un santuario, la de ella por un arma finamente afilada que podía soltar como Mortain quería. Confío en ella tanto como en una víbora. Ella me hace un gesto para que me levante, luego se dirige a los demás en la habitación. —Les recuerdo que Sybella ha viajado lejos y con gran incomodidad y riesgo. Sin duda, le gustaría ponerse presentable antes de contar el resto de su historia. Por sus palabras, de repente me doy cuenta de cuán sucia y manchada del viaje debo lucir, como si fuera un gusano que ha salido de debajo de una roca. La duquesa se apresura a disculparse por su falta de hospitalidad e insiste en que me tome un tiempo para refrescarme antes de informar al consejo. Me había preocupado tanto por compartir mis noticias que no había pensado en

mi aspecto hasta que la abadesa lo señaló. La vaca malvada. Probablemente lo hizo a propósito, para hacerme perder el equilibrio. Mi inquietud aumenta cuando la abadesa insiste en acompañarme a mi cámara. Ismae me envía una mirada nerviosa cuando hago una reverencia a la duquesa y luego sigo a la reverenda madre fuera de la habitación. Mientras caminamos, ella no dice nada, excepto para ordenar a un sirviente que vaya a buscar cosas para bañarme y preparar la habitación. Ella mantiene su cabeza alta, su postura rígidamente recta mientras se desliza por el pasillo. No sé si su silencio es porque teme ser escuchada o si es otra manera de desconcertarme. Llegamos a una cámara que tiene un fuego alegre en la chimenea. Colocaron una tina frente a ella y dos sirvientas están vaciando hervidores de agua caliente en el baño. La abadesa los despide rápidamente. Una vez que estamos solas, ella se vuelve hacia mí, su hermoso rostro se contorsiona con ira. —¿Qué estás haciendo aquí, Sybella? —sisea ella—. Solo debías liberarlo, no escoltarlo personalmente a Rennes. Agito mi cabeza ante su ira, tanto para fortalecerme como para molestarla. —¿Y cómo habría llegado hasta aquí, prácticamente teniendo que cargarlo desde las mazmorras? Fue solo después de días de curarle las heridas que él incluso pudo mantenerse en un caballo, y solo atado. Las aletas de la nariz de la abadesa se inflaman de irritación, por mucho que ella no puede discutir con mi lógica. Ella se mete las manos en las mangas y comienza a pasearse. —Pero ahora no tenemos a nadie en Nantes. —No importa, Reverenda Madre, porque ninguno de los traidores estaba marcado. Ni el mariscal Rieux, ni madame Dinan, ni D’Albret. —La observo atentamente para ver si ella reconoce que su promesa hacia mí, de que yo sería capaz de matar a D'Albret, se rompió. No lo reconoce. —Todavía hay un gran valor en tenerte allí. Alguien tendrá que mantener informada a la duquesa.

Y de repente estoy furiosa. Furiosa porque a ella no le importa que me haya traído de vuelta al infierno en la tierra con una promesa falsa y que durante un lapso de tiempo, la muerte fue más atractiva para mí que la vida que me obligaron a vivir, la vida que ella me había obligado a vivir, usando mentiras y un señuelo que sabía que me resultaría irresistible. Doy un paso hacia ella, mis manos se cierran en puños para no golpearla. —¿Gran valor? ¿Gran valor? ¿Para quién? ¿Y a qué costo? Me prometió que podría matarlo. Me prometió que Mortain lo había marcado y me estaba esperando, no a ninguna de sus doncellas, sino a mí, para volver allí y matarlo. Me mintió. Ella inclina su cabeza y me estudia. —Algo tan insignificante como la falta de permiso de Mortain no detendría a la Sybella que conozco. Quizá al final, tus vínculos con d’Albret son más fuertes que tus vínculos con Mortain. Después de todo, tú lo has conocido y lo has servido por mucho más tiempo. Sus palabras sacan todo el aire de mis pulmones como si me hubiera golpeado y estoy tan sorprendida por una sensación de violación que no puedo desenterrar nada que decir y me quedo boquiabierta como un pez. Ella me da una mirada desdeñosa. —Hazte presentable para poder reportarte a la duquesa —dice ella, luego se levanta las faldas y sale de la habitación.

Mientras estoy en la habitación vacía, las palabras de la abadesa hacen eco en mi cabeza y se establecen como un nido de gusanos en un cadáver podrido. Me siento pequeña y contaminada, como si no debería estar en esta habitación, este palacio, esta ciudad. Empiezo a frotarme los brazos y luego me detengo, porque mi piel se siente desollada por su acusación. Entonces, alabado sea Dios y todos sus santos, viene la ira, una oleada de furia dulce que quema el dolor que siento hasta las cenizas. He hecho lo que

me dijeron que hiciera, lo que prometí hacer. Me arriesgué mucho y me aventuré a regresar a mis peores pesadillas, todo porque creí a la abadesa; creí que, aunque yo no le agradaba, su servicio a Mortain aseguraría que fuera sincera conmigo, que me viera como una herramienta útil, al menos. Pero claramente me ha engañado y me he permitido ser el peor tipo de peón. Peor aún, no pude lograr la única cosa que hubiera hecho que todo valiera la pena: matar a D’Albret. La ira surge en mi cuerpo, tan poderosa que la sacudo. Miro alrededor de la cámara, desesperada por algo que romper, que tirar, que destruir, justo como la abadesa me ha destruido. Pero no hay nada. Ni espejo ni cristal, solo las velas, que iniciarían un incendio si las lanzara, y mientras estoy enojada, no estoy lo suficientemente enojada como para derribar el mismo castillo que nos aloja. Que es algo, supongo. En lugar de eso, me dirijo a la cama, tomo un puñado de las gruesas cortinas de damasco color burdeos, las doblo sobre el puño, luego me meto la almohadilla en la boca y grito. El alivio de toda la ira y la furia que deja mi cuerpo es tan dulce que lo hago una y otra vez. Solo entonces dejo caer la tela aplastada y arrugada de mi mano, y vuelvo a la habitación, un poco más calmada. Dejaré este lugar, dejaré el servicio de Mortain. He advertido a la duquesa de los planes de D’Albret. Una vez que les diga a todos que sé sobre su intención de infiltrarse en sus defensas, mi deber está cumplido. ¿Y mi deber para con Mortain? Resoplo como uno de los cerdos de Guion. Mira lo que mi servicio a Él me ha llevado hasta ahora. Alentada por esta decisión, me pongo la mano atrás y comienzo a desatarme la bata, emocionada de poder salir de su desolada monotonía. Camino desnuda a la bañera y me complace encontrar el agua perfumada con lavanda y romero. La duquesa, al menos, no es tacaña con su hospitalidad. Lentamente, y con un gran suspiro de satisfacción, me meto en el agua.

Las pesadas cortinas están cerradas contra los fríos vientos invernales, y la habitación está iluminada sólo por el fuego que arde en el hogar y un par de velas de cera de abeja. Mientras estoy sentada allí, me imagino que toda mi ira saldrá de mí y la dejaré fluir hacia el agua caliente y perfumada, ya que no podré hacer planes efectivos si mi visión se ve empañada por mi propia ira. Me inclino hacia delante y agacho toda la cabeza para poder lavarla también. ¿Quién sabe qué bichos he recogido en los viajes de los últimos días? Justo cuando levanto mi cabeza hacia atrás y me estoy quitando las gotas de los o jos, alguien toca suavemente la puerta. —¿Sybella? Al sonido de la voz de Ismae, digo: —Adelante. La puerta se abre, luego se cierra cuando Ismae se apresura a entrar en la habitación. —Te he traído algo de ropa limpia —dice ella, sin mirarme a mí, desnuda en la bañera. Su modestia familiar me anima, y me inclino hacia atrás y coloco mis brazos a lo largo de los lados de la tina, exponiendo mis senos completamente, solo para enojarla. Sin embargo, ella me conoce demasiado bien y simplemente pone los ojos en blanco. —¿Quieres que te lave el pelo? Me encuentro con que lo quiero, sorprendida de lo mucho que extraño el toque amable y gentil de la amistad. Porque lo quiero tanto, solo me encojo de hombros. —Si lo deseas. —No creo que ella se engañe, ya que saca una palangana vacía de una de las mesas y se mueve detrás de mí. Ambas estamos en silencio mientras el agua caliente se escurre por mi cabeza y cae sobre mi espalda. —He estado muy preocupada por ti — susurra ella—, Annith revisó los cuervos diariamente para saber de tu paradero y seguridad, pero no había nada. Y no importa tras cuántas puertas escuchó, no pudo captar ningún indicio de adónde te habían enviado o cuál era tu asignación. Cuando no regresaste por meses, comenzamos a temer lo peor. —Y ahora ya lo sabes. Me enviaron a D’Albret.

Detrás de mí, siento un escalofrío recorriendo el cuerpo de Ismae. —No entiendo cómo la abadesa podría pedirle eso a nadie. Por un momento, un momento breve e imprudente, considero decirle a Ismae la verdad, que fue a mi propia familia a la que me enviaron de vuelta, pero no estoy segura de que esté dispuesta a arriesgarme, ni siquiera con ella. —Debo escribirle a Annith. Ella estará tan aliviada de saber que estás a salvo. Ha revisado todos los mensajes que han llegado al convento desde que te fuiste, desesperada por noticias tuyas. Mejor aún, una vez que hayas descansado lo suficiente, deberías escribirle tú misma. —Lo haré —digo, sin entusiasmo, porque la verdad es que estoy celosa de Annith, segura y cómoda detrás de los muros del convento. Nunca he envidiado su lugar especial en el corazón del convento más de lo que lo hago ahora—. ¿Ya la han enviado, o sigue esperando en vano su primera asignación? Ismae me entrega una toalla de lino para secarme. —¿Cómo adivinaste que todo este tiempo, nunca tuvieron la intención de dejarla salir del convento? Recibí un mensaje de ella justo después de que te fueras a Nantes. —Ella se acerca un paso más hacia mí—. Sybella, quieren convertirla en la nueva vidente del convento. La hermana Vereda está enferma y quieren que Annith ocupe su lugar. ¿Es por eso que no había orden de matar a D’Albret? No solo yo no pude verlo, sino que tampoco la hermana Vereda. —Al menos ella estará a salvo —le digo, pensando en la frecuencia con la que yo deseaba estar detrás de esas gruesas paredes enclaustradas. —¿Segura? —Ismae pregunta bruscamente—. ¿O asfixiada? Si recuerdas de forma correcta, no podías soportar que te retuvieran detrás de esos muros durante tres años, y mucho menos el resto de tu vida. Me estremezco ante el recuerdo y no puedo evitar maravillarme de lo duro que trabajé para escapar del convento cuando llegué por primera vez. Recuerdo a Nantes, D'Albret matando a esos leales sirvientes, la mirada de

terror en los ojos de Tilde y el rasguño en mi propia puerta. —Soy bastante tonta —le digo en voz baja. Mientras me ayuda a ponerme un vestido limpio, la expresión de la cara de Ismae se suaviza. —Asignada a la casa de D’Albret, te has enfrentado a más horrores que cualquiera de nosotros. Pero, en serio, Sybella, no creo que entiendas lo difícil que es quedarse atrás, sentir que nunca se te dará la oportunidad de demostrar tu valía o de hacer una contribución. Especialmente para alguien como Annith, que se ha entrenado para esto toda su vida. —Ella no sobreviviría una quincena fuera de esas paredes —le digo, mi voz áspera. Ismae me lanza una mirada decepcionada. —Ella nunca lo sabrá ahora, ¿verdad? Como no tengo el corazón para discutir con ella, cambio de tema. —¿Qué hay entre tú y Duval? Ella se pone muy ocupada sirviéndonos una copa de vino. —¿Qué te hace pensar que hay algo entre nosotros? —La forma en que se miran entre sí. Eso y el hecho de que lo escuchaste cuando te dijo que no podías matar de quien le estabas hablando. Entonces, ¿lo amas? Ismae casi deja caer la copa que me está entregando. —!Sybella! —Estás enamorada. —Tomo la copa y sorbo el vino, tratando de decidir lo que pienso de eso. —¿Qué te hace decir tal cosa? —pregunta ella. —Te estás sonrojando, por ejemplo. Ella juguetea con el tallo de su copa. —Tal vez me avergüence que hagas preguntas tan atrevidas.

—Oh, no seas tan pegajosa como el lodo. Además, recuerda quién te enseñó a besar. Duval tiene mucho que agradecerme. Incapaz de contenerse, Ismae toma la toalla mojada y me la tira. —Es complicado —dice ella. Por alguna razón, pienso en Bestia. Agito el vino en mi copa. —Siempre lo es —le digo, luego drena la taza. —Me ha pedido que sea su esposa. Esto me sorprende, pero también me gusta más el hombre. —¿Todavía estás casada con el criador de cerdos? —No. Nunca se consumó, y la reverenda madre la anuló el segundo año que estuve en el convento. —¿Qué le dijiste? —Que tenía que pensarlo. Porque, aunque lo amo y lo haré siempre, es muy difícil dar a alguien ese tipo de poder sobre mí de nuevo. —¿Qué dijo la reverenda madre? Ismae arruga la nariz y vuelve a llenar su copa. —Es solo una de las razones por las que he caído tan lejos de su favor. —¿Tú? Pero junto a Annith, eras su favorita. —No. —Ismae sacude firmemente su cabeza—. No era yo quien era su favorita, sino la acólita ciega y adoradora lo que ella amaba. Y ahí es cuando sé cuán completamente ha cambiado Ismae. Antes de que podamos hablar más, hay un golpe en la puerta. Ismae responde, y se produce una conversación urgente y susurrada antes de que cierre la puerta y se vuelva hacia mí. —La reunión del consejo no se reanudará hasta mañana. La hermana de la duquesa ha empeorado, y la duquesa desea que mezcle una pócima para dormir para ella.

Arqueo una ceja. —Eres una amante de los venenos, no una curandera a sueldo. Ismae me da una sonrisa triste. —Es un baile con la Muerte, aun así.

Capítulo Veinticinco Traducido por Shiiro

YA QUE LLEVO PUESTO uno de los hábitos de Ismae, el guardia del palacio saluda con respeto y no hace amago de impedir que me marche. Cuando salgo me recibe el frío aire nocturno, y me dirijo hacia un puente iluminado por una escasa hilera de antorchas cuya luz se refleja en las aguas oscuras de debajo. También lleva hacia el convento donde está retenido Bestia. Necesito asegurarme de que no lo he traído hasta aquí solo para que expire mientras está al cuidado de las hermanas de Santa Brigantia. Alcanzo la puerta principal del convento, y me la encuentro cerrada. Justo a la derecha hay un fardo grande de lo que parecen harapos. Me lleva un momento darme cuenta de que es Yannic durmiendo, tan leal como el mejor de los sabuesos y, sin duda, expulsado del convento por ser un hombre con salud razonablemente buena. Solo los enfermos o los heridos pueden atravesar esas puertas. Me planteo hacer sonar la campana y anunciar mi presencia al convento entero, pero luego rechazo la idea. ¿Y si no quieren dejarme pasar? O peor, ¿y si me preguntan por qué estoy aquí? Por un momento, la incertidumbre se apodera de mí. Seguro que Bestia no me necesita. Ahora no, estando rodeado de las sanadoras más hábiles de nuestras tierras. Me detengo. ¿Por qué estoy aquí? Está a salvo. Y pronto estará en una posición que le permitirá ayudar a la duquesa. He cumplido mi papel en su vida. Lo salvé de d’Albret, de la forma en que no pude salvar a Alyse. Debería ser suficiente. Así que ¿por qué siento esta necesidad de quedarme? ¿Por qué esta reticencia a marcharme?

Si fuera cualquier otra persona sintiendo esto, lo llamaría amor pero… Pero soy lo suficientemente lista como para volver a entregar mi corazón. Sobre todo cuando hacerlo equivale a una sentencia de muerte para quienes me importan. El viejo y conocido torbellino de pánico intenta asomar. En lugar de luchar contra él, intento abrirme a él, dejar que venga. «Recuerdo los gritos. Y la sangre.» Solo llego hasta ahí antes de que el recuerdo se desvanezca, dejando dolor. Frustrada, me giro y sigo las murallas que rodean la abadía, buscando una parte más baja o una puerta trasera con una cerradura que pueda forzar. Es entonces cuando veo la rama. Es delgada, demasiado delgada para soportar el peso de un hombre, que es probablemente la razón por la que las hermanas no la han cortado. Pero no es demasiado delgada para mí. Me echo la capa por encima del hombro, y luego busco algún nudo que pueda usar para apoyar los pies. Tengo que estirarme mucho para alcanzar la siguiente rama, que queda justo fuera de mi alcance, así que me toca sacudirme contra el tronco para ascender, arruinando probablemente el hábito de Ismae. Ya que pertenece al convento, tampoco es que me importe mucho. Agarro la rama, y me siento victoriosa mientras me alzo. La rama cruje y se dobla, pero no se rompe. Tumbada sobre ella para distribuir bien el peso, empiezo a arrastrarme, esperando que no se parta y me deje caer al suelo para que me rompa el cuello. Mortain no puede haberme traído tan lejos para tal final innoble. Por fin tengo la pared debajo de mí. Balanceo los pies hasta ella y suelto la rama, que vuelve a su lugar de golpe. Me detengo para supervisar mis alrededores. Este convento está distribuido como el de San Mortain. Distingo el edificio largo y bajo que es el dormitorio de las monjas, y el

refectorio, más grande. Y, por supuesto, la capilla. Pero ¿dónde tendrán a los enfermos y a los heridos? Un edificio apartado de los demás muestra una luz tenue a través de una de las ventanas. Es un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar mi búsqueda. Quizá sea una vela solitaria, o una lámpara de aceite, que permite a las hermanas ver a sus pacientes dormidos. Me deslizo de la muralla a un jardín lleno de flora. Aplasto las plantas con las botas, liberando el olor acre de las hierbas; las que las hermanas de Brigantia usan para sus famosas pociones y tinturas curativas. Las mismas que usamos en el convento de San Mortain para mezclar nuestros venenos, igual de infames. Voy al camino, intentando aplastar el menor número de plantas posible, y luego sigo las piedras redondas y planas hasta lo que espero que sea la enfermería. Cerca de la puerta, me detengo y me pego al edificio, usando las sombras para ocultar mi presencia. Cierro los ojos e intento sentir cuánta gente hay dentro. Siento de inmediato un pulso fuerte y retumbante, y casi sonrío ante lo reconocible que es Bestia. Hay otros pulsos débiles y quedos; pacientes, quizá. El segundo pulso lento y regular es, probablemente, el de la hermana que los cuida. Tengo la esperanza de colarme sin ser vista, ver cómo va Bestia, y luego escaparme otra vez sin más. El plan queda arruinado, de todas formas, por la anciana monja sentada cerca de la puerta, mezclando algo con su mortero y la mano. Estoy segura de que no hago ruido, y de que las densas sombras cerca de la pared esconden mi presencia. Pero algo la alerta, porque se sobresalta y alza la mirada. Ya que no tiene sentido fingir, me alejo de la pared, preparada para explicar por qué estoy aquí. Abre mucho los ojos al ver el hábito que visto, y la mano con la que sujeta el mortero se torna blanca. —¿Quién? —susurra—. ¿A por quién has venido?

No logro decidir qué me molesta más, si su miedo o su certeza de que vengo a matar a uno de sus pacientes. —Nadie, anciana. Solo vengo a ver cómo está aquel llamado Bestia. Lo escolté hasta aquí desde Nantes, y me gustaría ver con mis propios ojos que no lo hice solo para que pereciera en sus manos. Se enfurece, olvidándose del miedo. —Por supuesto que no perecerá en nuestras manos. —Su expresión se suaviza—. ¿Eres aquella llamada Alyse? Porque dice ese nombre en sueños. —No, esa es su amada hermana, muerta desde hace tres años. —La profunda decepción al oír que no es mi nombre el que dice me pilla del todo por sorpresa. —Ah —dice la anciana con simpatía, como si supiera de alguna forma lo que siento—. Entonces quizá eres Sybella. Ese es el nombre que dice cuando está despierto. Un aleteo de alegría me acelera el pulso. Frunzo el ceño para que no lo vea. —De todas formas, ahora está dormido —continúa—. Tuvimos que darle una tintura de opio y valeriana para calmarlo. Insistía en que podía marcharse de aquí y ser útil a la duquesa, aunque su cuerpo decía lo contrario y apenas podía mantener los ojos abiertos, mucho menos incorporarse. —No lo despertaré —prometo— Solo deseo asegurarme de que está bien. La monja asiente, y yo empiezo a alejarme, pero me detiene. —Por cierto, quienquiera que atendiese sus heridas en el camino hizo un trabajo excelente. El hombre le debe no solo la vida, sino también la pierna.

Sus palabras me complacen mucho más de lo que deberían, saber que mis manos pueden curar además de matar, y me toma todo mi autocontrol ocultar mi placer. Me giro y comienzo a caminar hacia donde está Bestia. Un tercio de las camas de la enfermería están ocupadas, sobre todo con ancianos y frágiles. Hay un silencio inquietante. Nadie se revuelve, ni gime, ni da débiles gritos pidiendo ayuda. Quizá los ha sedado a todos. Es bastante fácil adivinar la forma encorvada de Bestia, incluso envuelta en sábanas de lino blanco, porque es el doble de grande que cualquier otro paciente. Me complace ver que las camas a sus lados están vacías. Eso debería darme un poco de privacidad. Yace tan quieto como si estuviera esculpido en mármol, y su cara ha perdido el color habitual bajo la luz trémula y el peso del cansancio. Su rostro es aún más feo debido a los planos y sombras que proyecta la luz titilante de las escasas lámparas de aceite en la habitación. Sus pestañas, gruesas y puntiagudas contra sus mejillas, son quizá lo único bonito en él. Me maravilla este hombre que me sacó de mi pesadilla despierta, decidido a no dejar que cayera víctima de la horrible retribución de d’Albret. Incluso cuando no hice nada más que escupirle acusaciones viles para enfadarlo, no me dejó atrás. ¿Qué ve cuando me mira? ¿Una bruja? ¿Una arpía? ¿Una noble malcriada jugando a salvar su país? Miro hacia atrás a la monja, y veo que ha bajado la luz de la lámpara de aceite y está echada en su catre, descansando hasta que uno de sus pacientes la necesite. Sin nadie que pueda verme, me dejo caer al suelo y me apoyo contra la cama. Hay silencio. Mucho silencio. Puedo oír cómo respira Bestia, cómo fluye la sangre por sus venas, su pulso, fuerte y regular y vivo. Lentamente, parte del terror por la persecución de d’Albret comienza a filtrarse hacia fuera. Bestia elige ese momento para revolverse en sueños, y su mano buena se desliza de debajo de sus sábanas para colgar por el lado de la cama. Observo su mano, sus dedos gruesos y romos y las múltiples cicatrices y cortes.

Incapaz de resistirme, me inclino hacia ella, preguntándome cómo sería sentir esa mano sobre mi hombro. —Sabía que me echaría de menos. Solo toda una vida de entrenamiento me impide ponerme en pie de un salto al oír la voz de Bestia. Resoplo para disimular el ruidito de sorpresa que se me escapa. —No le echaba de menos. Solo quería asegurarme de que el esfuerzo que hice para traerlo aquí no fue un malgasto. —Me han drogado —dice, indignado. —Porque es demasiado estúpido para quedarse quieto y dejar que su cuerpo sane. —Usted no me drogó —señala. —Porque tenía que llevar su cadáver agusanado de una punta del país a la otra. Cuando llegásemos, créame, yo también le habría drogado. —Bah. —Ambos nos quedamos callados un momento, y luego pregunta—. ¿Sabemos algo de la duquesa? —Vendrá a visitarlo ella misma, sin duda. Como Duval y el consejo entero, probablemente. Se revuelve, incómodo, y pellizca las sábanas de su cama. —No deseo recibirlos así. Atado como un niño fajado.[1] —Para ellos es un héroe, y quieren agradecerle su sacrificio. Deja escapar otro ruido descortés. —¿Seguro que no es un buey disfrazado? —pregunto. A modo de respuesta, gruñe otra vez.

—Me sorprende que no le hayan enviado a rescatar a algún otro caballero estúpido mientras dormía. —Todavía no. —Si no tienen cuidado, pronto tendrán a sus hombres encerrándose en mazmorras para que usted los rescate. —Entonces morirán, sin duda, porque no volvería a pasar por eso. —¿Dónde está Yannic? —Acampando justo al otro lado de las paredes del convento. A excepción de los pacientes, ningún hombre puede entrar. Espero para oír su siguiente pregunta, pero luego oigo un rumor débil desde su pecho. Se ha quedado dormido. Me permito una sonrisa diminuta, porque si está lo suficientemente bien como para meterse conmigo, entonces está lo suficientemente bien como para sobrevivir. Me acomodo en el suelo, y me prometo que solo me quedaré unos pocos instantes más.

Me despierto algo después, sin haber soñado. Mientras parpadeo, veo que la llama de las lámparas está encogiéndose a medida que se acaba el aceite. Aún no es por la mañana. Siento el peso de la mano de Bestia aún sobre mi hombro, y me aparto poco a poco de ella, sin querer despertarlo. Sin querer que sepa exactamente dónde y cómo he pasado la noche. Me detengo fuera del convento y me giro hacia las puertas de la ciudad. Podría irme. Podría bajar esta calle hasta la entrada, cruzar el puente, e irme de este sitio para siempre. No más abadesa. No más amenazas de d’Albret. Pero la cruda verdad es que no tengo adónde ir. No tengo un hogar al que volver, ni familia con la que quedarme, y sin duda el convento no me

abrirá sus puertas más. Podría trabajar como doncella en una taberna, si me contratasen. En tiempos complicados como este, la gente es reacia a confiar en extraños. Podría, incluso, buscar a Erwan y pasar el resto de mi vida con los quemadores de carbón. O volver a Bette y casarme con uno de sus hijos, dulces y deseosos. Podría controlar a cualquiera de ellos con total libertad. Excepto porque han jurado luchar al lado de Bestia en la guerra. La amarga realidad de mi situación casi me hace reír. Soy bonita, y educada, y tengo todo tipo de habilidades útiles y letales, pero todo eso junto vale menos que un cubo de bazofia. Me arrebujo en la capa para protegerme de la brisa gélida y sigo cruzando el puente. Mientras me acerco a la caseta de la entrada, reordeno mis armas deprisa, asegurándome de que se vea la daga que llevo en el cinto y de que las hojas que llevo en las muñecas asomen por debajo de las mangas. Prefiero que piensen que estaba cumpliendo un trabajo para Mortain a que sospechen que he pasado la noche acurrucada a los pies de la Bestia como un perro. El guardia de servicio asiente, observando mi hábito y mis armas, y me permite pasar con un saludo. Los conventos de los viejos santos parecen recibir el debido respeto aquí, en Rennes. Llego a mis dependencias y me alivia encontrarlas vacías. Demasiado cansada para quitarme la túnica, me limito a aflojar los lazos, encaramarme a la cama, y cerrar las cortinas de la cama para bloquear la luz matinal. Rezo para que nadie me necesite en las próximas horas, porque hasta que no duerma un poco no serviré para nada.

Capítulo Veintiséis Traducido por Pamee

POCO TIEMPO DESPUÉS, alguien me despierta golpeando a la puerta. Entra una pequeña sirvienta cargando agua fresca para lavarme y la noticia de que esperan que asista a la reunión del consejo de la duquesa. La convocatoria hace que me levante de la cama y me vista como ninguna otra solicitud, pues la verdad es que estoy ansiosa por descargarme de todo lo que sé y liberarme de ello. Cuando suena un segundo golpe en la puerta, me apresuro a abrirla y me encuentro a Ismae y a Lord Duval esperando afuera. No puedo decidir si sentirme halagada o preocupada ante la naturaleza de esta escolta, pero Ismae me saluda afectuosamente y la mirada de Duval es lo bastante amistosa, lo que de cierta forma me tranquiliza. Duval se inclina formalmente ante mí. ―Nos gustaría oír un informe completo de lo que sucedió en Nantes, si puede soportar contarnos. ―Pero por supuesto, milord ―le digo, luego salgo al pasillo. Ismae me guiña el ojo para tranquilizarme. Duval nos guía a una sala más formal que en la que estuve anoche. Los dos centinelas inclinan la cabeza cuando lo ven, y dan un paso adelante para abrir la puerta. Aunque me he bañado y ahora llevo ropa limpia, me sigo sintiendo sucia de una forma que no puedo describir, como si la mancha de ser una d’Albret nunca me fuera a dejar. Han guardado los mapas y en su lugar en la mesa hay cántaros de vino además de cálices de plata.

Inmediatamente dirijo la vista a una esquina de la habitación cerca de la cabeza de la mesa del consejo. Bestia está aquí. Lo trajeron en una litera e instalaron una especie de silla con un taburete para que pueda sentarse con la pierna elevada. No está nada contento con esto y da intentos por ponerse de pie. ―No debería estar sentado en presencia de la duquesa ―refunfuña. La monja, vestida con el hábito azul de Santa Brigantia, señala con paciencia que los demás consejeros y asesores están sentados. ―Pero yo soy un mero caballero, no un consejero. ―Bueno ―dice la duquesa misma, zanjando el asunto―, ahora lo es. Lo designo, sir Benebic Waroch, a mi alto consejo para que me asesore en cómo ganar esta guerra. ¿Qué dice? La expresión de sorpresa en su rostro es casi cómica. ―Acepto humildemente, Excelencia. ―Hace el intento de ponerse de pie para inclinarse, pero la monja lo empuja de vuelta a su silla. La duquesa se gira hacia mí. ―Confío en que esté más cómoda ahora ―dice amablemente. ―Sí, Excelencia. Gracias por su consideración. ―Es lo mínimo que podía hacer por quien me ha servido tan bien. ―Le hace un gesto a Duval, quien me guía a una silla y me ofrece un cáliz con vino. Lo acepto, contenta de tener algo en las manos, y miro nerviosamente a los otros en la sala, algunos cuyos nombres ni siquiera conozco. Viendo hacia dónde van mis pensamientos, Duval dice: ―Tal vez deberíamos hacer presentaciones. —Curva los labios de forma encantadora―. Ya conoce a la abadesa y a la Bestia. Este es el canciller Montauban, quien luchó junto a mi padre en muchas batallas. Jean de Chalon, primo de la duquesa, recientemente liberado de su arresto por el

regente francés. El capitán Dunois, quien creo vio cargando a la duquesa en su caballo para ponerla a salvo, y el obispo de Rennes, quien puso la corona del ducado sobre la cabeza de la duquesa con sus propias manos. Al resto creo que ya los conoce, por lo que nos gustaría oír de los planes de d’Albret, milady. Tomo aliento. ―D’Albret no ha renunciado a su plan de desposar a la duquesa, y lo hará por la fuerza, si es necesario. El capitán Dunois suelta un bufido. ―Lo dejó claro cuando puso esa trampa a las afueras de Nantes. No puede creernos tan tontos para darle una segunda oportunidad de engañarnos. Su desestimación me irrita, pero Ismae se apresura a intervenir. ―Fue Sybella quien nos advirtió de esa trampa ―señala ella suavemente. Por el rabillo del ojo veo a la abadesa levantando las cejas, sorprendida. El capitán Dunois inclina la cabeza hacia mí. ―Entonces parece que le debemos más que las gracias, milady, pues nos salvó de un desastre inminente a todos. Pero de seguro ahora la duquesa está salvo de él. Sacudo la cabeza. ―No, no lo está, pues ese no fue el fin. Ahora mismo está haciendo planes de marchar a Rennes. Un momento de silencio llena la sala, y entonces el capitán Dunois frunce el ceño. ―No sería tan necio.

―Sin mencionar que es imposible ―señala el canciller Montauban―. Los muros son de tres metros y medio de grueso, protección más que suficiente contra cualquier ataque que pueda provocar. Me inclino hacia delante. ―No si el ataque es desde adentro. Otro silencio atónito llena la sala. Ahora tengo su completa atención. ―El conde d’Albret no solo es despiadado, sino también astuto. Ya ha comenzado a enviar pequeños grupos de sus hombres para infiltrar la ciudad. Entonces, cuando esté listo, marchará hacia Rennes, dará aviso para que le abran las puertas y permitirá que sus hombres rompan el asedio. ―Pero al saber esto podemos detenerlo. Tenemos más de ocho mil tropas apostadas aquí en Rennes, ventaja más que suficiente contra un puñado de los de él ―dice Dunois. ―¿Está seguro? ¿Conoce a cada uno de sus hombres de vista, capitán? ¿No es dentro de esos mismos números que muchos de los saboteadores de d’Albret podrían ocultarse? El capitán aprieta la mandíbula, pero no dice nada, así que prosigo. ―No creo que comprenda la verdadera naturaleza de su crueldad. No mostrará piedad. La guerra que libre pretende extraer el coraje del corazón de los hombres. No tomará prisioneros, no dará cuartel, no pedirá rescate. ―Eso va en contra de todas las normas de guerra y conducta honorable, demoiselle, y es una acusación de lo más grave ―dice el canciller Montauban―. Asumo que tiene buena razón para hacerla. Una decepción tan amarga como el ácido me revuelve el estómago. ¿Por qué pensé que me creerían? ―La tiene. ―Es la duquesa la que ha hablado, y todos en la sala se giran hacia ella―. No olviden que este hombre intentó atraparme cuando negociamos de buena fe con el mariscal Rieux. Esa no es la marca de un

hombre que respete las normas de combate. Es más, intentó abusar de mí en los pasillos de Guérande. Hubiera tenido éxito si Ismae no lo hubiera detenido. Esto deja perplejos a todos en la sala, a todos menos Ismae, Duval y Bestia. ―¿Está segura de que no malinterpretó sus intenciones, Excelencia? ―pregunta el obispo, y quiero abofetearlo. ―Estoy segura ―replica ella contundente. Mientras todos se recuperan de esta revelación, intento un nuevo enfoque. ―¿Puedo contarles cómo tomaron Nantes? ―pregunto con voz engañosamente dulce. ―Por supuesto, demoiselle ―dice el capitán Dunois―. Me encantaría oírlo. ―Muy bien. ―Tomo un sorbo fortalecedor de vino, luego comienzo―. Con el mariscal Rieux a la cabeza de nuestra columna, la ciudad nos dio la bienvenida con los brazos abiertos. Al principio pensaron que la duquesa había regresado, y si bien estuvieron decepcionados de que no estuviera en el grupo, no comprendieron la completa traición que se estaba llevando a cabo. »Una vez que d’Albret y Rieux obtuvieron el castillo, trancaron las puertas y les dieron a los sirvientes una opción, a punta de espada: podían renunciar a la duquesa y vivir. Esa fue su única opción. Miro las llamas ardiendo en la chimenea. ―Los lores Roscoff y Vitre murieron esa noche. Los lores Mathurin, Julliers, Vienne y Blaine renunciaron a la duquesa y juraron lealtad a d’Albret y al mariscal Rieux. ―Alzo la vista y encuentro la mirada afligida de la duquesa―. Sus sirvientes más humildes fueron más leales, Excelencia. La mitad de ellos perdió sus vidas ese día.

»Cuando un contingente de burgueses llegó de la ciudad exigiendo saber qué sucedía, se enviaron tropas al pueblo para violar a sus esposas e hijas, asegurando así su cooperación. No le tomó mucho tiempo a d’Albret imponer su voluntad y su estilo especial de terror sobre la ciudad completa. La duquesa está pálida como un cadáver. Cuando se lleva una mano a la sien, veo que está temblando. ―Mi pobre gente ―susurra―. Todas esas muertes están en mi conciencia. ―No ―espeta Duval―. Están en la conciencia de d’Albret, no en la tuya. Jean de Chalon habla por primera vez. —Tal crueldad puede ser una gran ventaja cuando se utiliza de nuestro lado. Dada su brutalidad y cuánto temen los franceses una alianza entre usted y el conde, tal vez esa alianza es su mejor esperanza para mantener el ducado independiente. La duquesa parece haberse encogido, se ve más pequeña y más joven. ―¿Qué tan injusto es que espere que mi gente sufra para que yo no tenga que hacerlo? No puedo dejar que tal violencia y muerte asole mi reino solo para evitar un matrimonio desagradable. ―¡No! ―Duval, Bestia y yo gritamos al mismo tempo. Ocurre un silencio incómodo y me observo las manos mientras Duval continúa―. No te casarás con un bruto. ―Habla como un hermano amoroso, Duval, no como un consejero con la vista clara ―señala el obispo―. Tal vez sea nuestra mejor forma de proceder. Quiero agarrar por los hombros a todos estos hombres y sacudirlos hasta que le traqueteen los dientes, preguntarles cómo pueden ser tan malditamente ciegos. Un estruendo comienza a elevarse en mi interior, furia porque estos hombres vayan a enviar de buen gusto a esta niña con un

hombre como d’Albret. Es como siempre han sido las cosas: los hombres de poder no están dispuestos a creer algo malvado de su propia clase. De repente, el peso de mis propios secretos casi me ahoga. Si alguna vez hubo una razón para romper años de silencio, esta es: evitar que una niña inocente se convierta en una de las víctimas más recientes de d’Albret. Evitar que este monstruo se convierta en gobernante del reino completo. Estoy tan desesperada de que entiendan la naturaleza malvada de este hombre que hago lo impensable: abro la boca y divulgo los secretos que he mantenido por años. ―¿Alguna vez se han preguntado qué sucedió con las esposas del conde? ―Se me aprieta la garganta, como si mi cuerpo se negara a pronunciar las palabras que ha mantenido encerradas todo este tiempo. La información que comparta también suscitará preguntas, preguntas que preferiría no contestar frente a Bestia. Pero no puedo mantener mis secretos si el precio es la joven frente a mí. ―D’Albret no solo es cruel en batalla y despiadado en la victoria. Es un verdadero monstruo. ―Busco mis próximas palabras en lo profundo de mi ser, pues están enterradas muy por debajo de la superficie de mis pensamientos diarios. De hecho, algunos recuerdos permanecen ocultos incluso de mí―. D’Albret asesinó a sus seis exesposas. De seguro no relegarían a su duquesa a tal destino. Durante el largo momento de silencio que sigue, la conmoción de lo que acabo de hacer me recorre el cuerpo. Me siento caliente, luego fría, luego caliente otra vez. Medio creo que de alguna forma d’Albret se enterará de lo que he dicho, y debo recordarme que está a veinte leguas de distancia. Por la mirada sombría en el rostro de Duval, sé que me cree, pero no los otros; sus rostros están llenos de incredulidad. —Podría ser que sus acciones hayan sido malinterpretadas o malentendidas y que estos no sean más que rumores descontentos comenzados por aquellos que han sufrido derrotas a la mano de d’Albret.

Cuando contesto, mi voz es más fría que el mar de invierno. ―Soy una asesina entrenada, milord canciller, no una doncella boba que se estremezca al hablar de guerra. ―Considero decirles que le pregunten a Bestia, pues él verificará la verdad de lo que digo, pero no es mi secreto para contarlo. Me arriesgo a echarle un vistazo y veo que está observando sus puños apretados. ―Creo que lo que dice es verdad ―dice Bestia al final―. El conde sin duda pretende causarle un grave daño a la duquesa, si no de inmediato, entonces tan pronto estén casados. Dunois se pone de pie y comienza a pasearse. ―Me es difícil creer tales acusaciones despreciables de un hombre que ha cubierto mi espalda y ha luchado valientemente a mi lado. Siempre ha luchado con honor. Chalon asiente, de acuerdo. ―La acusación que está haciendo va en contra de todo código de honor y caballerosidad que valoramos. ―Que ustedes valoran, no d’Albret ―aclaro―. Además, ¿están tan seguros de su honor en batalla? ¿Nunca se han cuestionado por qué sus tropas llegaron demasiado tarde a la batalla de Saint-Aubin-du-Cormier? Porque eso no fue un accidente, se los aseguro. ―¡Lo sabía! ―murmura Duval en voz baja. La duquesa le posa una pequeña mano en el brazo para calmarlo, o quizá se está sujetando en busca de apoyo, no puedo estar segura. Pero es el obispo a quien más he ofendido con mis acusaciones. ―Si esto es cierto, ¿por qué no lo hemos oído? ¿Por qué deberíamos creerle? ¿Tiene alguna prueba? En el nombre de Cristo, muchacha, ¡su hermano es un cardenal! Miro brevemente a la abadesa entonces.

―He estado en su residencia mucho tiempo y conozco bien la naturaleza del hombre. El obispo me presiona. ―Entonces ¿por qué no había hablado antes? Una ola de impotencia e inutilidad me inunda, pero antes de poder comenzar una nueva ronda de argumentos, la voz fría de la abadesa cae en la habitación como acto de gracia. ―Caballeros, pueden estar seguros de que lady Sybella ha dicho la verdad. Me siento sorprendida y a la vez agradecida de esta inesperada defensa. Justo cuando el alivio comienza a inundarme, se dirige nuevamente a ellos. ―Sybella es la hija de d’Albret y sabe de lo que habla.

Capítulo Veintisiete Traducido por Pamee

ESTOY TAN ESTUPEFACTA QUE apenas puedo respirar. No podría estar más sorprendida, o afectada, si la abadesa estirara una mano y me arrancara la piel de los huesos. Ciertamente me sentiría así de expuesta y en carne viva. De hecho, apenas puedo contener las ganas de ponerme de pie de un salto y salir corriendo de la habitación cuando todas las miradas se giran hacia mí. ¿Es ese un nuevo destello de cautela en los ojos del capitán Dunois? ¿Una débil mirada de asco en los del canciller Montauban? El obispo parece meramente enfadado, como si alguien le hubiera desordenado su mundo cuidadosamente armado, simplemente para fastidiarlo. El rostro de Chalon también es interesante, pues es una máscara cuidadosamente arreglada, y es claro que su interés se ha agudizado. Pero es la mirada de Bestia la que más se siente como un golpe. «No mires, no mires, no mires.» Si no miro, no tendré que ver el asco y el odio que expulsa como vapor de una tetera hirviendo. E Ismae. ¿Qué siente ahora mismo? Pues la he conocido por mucho tiempo y nunca he dicho ni una palabra de mi linaje. Miro al frente y golpeteo con mi pie, como si estuviera aburrida. La primera en hablar es Ismae. ―Disculpe, reverenda madre, pero ¿acaso Sybella no es hija de Mortain en vez de d’Albret? Apenas puedo contener las ganas de saltar de la silla y abrazarla. ―Pero por supuesto, muchacha. Fue engendrada por Mortain, que es cómo llegó a servir al convento. Pero d’Albret la crio en su hogar los primeros

catorce años de su vida. Con certeza, d’Albret la considera su hija. Duval se acomoda en su silla y mira a la abadesa con una expresión ilegible. Es ahí que me doy cuenta de que no confía en ella. ―Pensaría que la pregunta más importante sería de quién se considera hija Sybella. ¿Milady? Alzo la vista y miro sus amables ojos grises. Me está dando la oportunidad de responder a la acusación, y comienzo a entender por qué Ismae le tiene tanto cariño. ―El momento más feliz de mi vida fue cuando descubrí que no fui engendrada por d’Albret, milord. Sin importar lo oscuro que sea Mortain, Él es un faro de luz sagrada comparado con el barón. Por lo que sí, me considero hija de Mortain. La Bestia se remueve en su silla, y cada partícula de mi ser comienza a gritarme que no sea una cobarde y que lo mire. Pero sigo sin hacerlo, segura de que lo que vea romperá mi duro y marchito corazón. ―Entonces el asunto está zanjado ―dice la duquesa―. Y me parece que si lo que dice lady Sybella es remotamente factible, entonces no tenemos nada que perder si incluimos esa posibilidad en nuestros planes. Aunque esperamos un ataque desde el norte, de igual forma planificaremos una estrategia en el sur, en caso de que estemos equivocados. El capitán Dunois se acaricia la barbilla y asiente lentamente. ―Me parece sabio. ―No perdemos nada ―concede el canciller. Pero el obispo sigue reacio. ―Me temo que alejará nuestra energía y recursos de necesidades más urgentes.

―Aun así, actuaremos como si cada palabra que ella dice sea cierta―dice la duquesa. Se gira del obispo hacia mí―. Dígame, demoiselle, ¿tiene alguna sugerencia que deberíamos considerar? ―Tenemos un acuerdo de compromiso asegurado con el Santo emperador romano ―añade Duval―. Podríamos hacerlo público si cree que disuadiría a d’Albret. Pero si lo anunciamos, los franceses lo usarán como excusa para lanzar un ataque. Sacudo la cabeza. ―Me temo que la noticia solo haría que d’Albret actuara más rápido para evitar el matrimonio, en vez de detenerse. Pero sí concuerdo en que la duquesa solo estará a salvo una vez que esté casada. Deben encontrar una forma de que el matrimonio se efectúe ahora. Duval sonríe irónicamente. ―Eso será difícil con el Santo emperador romano luchando en Hungría. Sin tropas, sin un marido fuerte a su lado, está perdida. ―Demoiselle. ―Ante la voz suave de la duquesa, alzo la vista―. Se ve completamente agotada y le ordenamos que vaya a descansar para poder hablar mañana otra vez. Gracias nuevamente por el gran servicio que ha llevado a cabo en nuestro nombre. Me pongo de pie y hago una profunda reverencia. ―Fue un honor, Excelencia. ―Y, para mi sorpresa, descubro que las palabras son ciertas. Me deleito en tener algo que presentarle además de muertes. Incluso si ese algo ahora me mira con ojos furiosos y ardientes.

Con la reunión pospuesta, sigo a la abadesa al pasillo, con la mandíbula apretada. Cuando estamos fuera del alcance de los otros, nos sorprendo a

ambas cuando la sujeto del brazo. Ella se detiene de inmediato y mira mis dedos sobre su manga. Aunque el corazón me golpetea ante mi atrevimiento, espero un segundo antes de quitar mi mano. Al hacerlo, la abadesa levanta su fría mirada azul a mi rostro y alza las cejas. ―¿Por qué? ―le pregunto―. ¿Por qué les dijo quién soy? Ella frunce el ceño levemente. ―Para que supieran que pueden creerle. La examino de cerca. ¿Es así de simple? ¿Solo lo hizo para apoyar mi declaración? ―Si bien es verdad que el que ellos supieran de mi linaje ahuyentó sus dudas, no puedo evitar pensar que pudo simplemente haber confirmado mi declaración sin revelar mi verdadera identidad. ―Sin revelar que vengo de una familia renombrada por su crueldad y depravación… No importa que haya traicionado a dicha familia, que es como muchos verán mis acciones. Ella hace un gesto impaciente con la mano. ―No importa que sepan. De hecho, es bueno que se den cuenta de las poderosas herramientas que el convento tiene a su disposición y qué tan largo es nuestro alcance. Inclina la cabeza de forma cortante y luego se va del pasillo. Yo me quedo ahí, un cordero sacrificado para la elevación del convento. Sin pensar, me voy a la puerta del castillo. No tengo deseos de regresar a mi recámara y esperar a que me busque Ismae, con una mirada herida y confundida en los ojos. El frío aire nocturno hace poco por apaciguar mi furia. El cuerpo entero me escuece de ira, como si fuera a salirme de mi piel. Hago lo único que se me ocurre, comenzar a caminar. Lejos del palacio, lejos de la abadesa, lejos de la Bestia, a quien mis secretos han traicionado. Incluso con mi talento para

romper cosas, estoy atónita con la velocidad que destruí esta creciente amistad. Él sabe. Él sabe que soy la hija del hombre que mató a su adorada hermana. Él sabe que apenas abrí la boca sin mentirle. Es posible que ahora mismo esté repasando todas las preguntas que me ha hecho y que esté recordando todas las mentiras que conté. Él sabe que he sido moldeada de la misma sustancia oscura, con ese mínimo valor redentor. Se me cierra la garganta y me presiono los ojos con las manos. Siento que he arruinado una de las pocas cosas que de verdad me importaban. Al principio simplemente era reacia a admitir ante nadie, sobre todo ante un prisionero que d’Albret había tratado tan mal, que yo era una d’Albret. Luego, cuando me enteré de la conexión de la Bestia con la familia, nada en la Tierra me hubiera podido obligar a contarle la verdad de quién soy. ¿Qué más pude haberle dicho excepto mentiras? La primera vez que me preguntó estábamos a media legua de Nantes sin razón para confiar el uno en la otra. ¿Cómo podía ponerlo a salvo? Mi única oportunidad fue en la granja de Guion, cuando la Bestia me pidió que le contara de su hermana. Pero si bien soy fuerte para matar a un hombre a sangre fría, para jugar los juegos peligrosos de Julian, y rebelarme contra la abadesa, no fui lo bastante fuerte para matar ese algo misterioso y delicado que nació entre nosotros en ese momento. Y esa debilidad me ha costado todo con la Bestia. No. No pudo haber nunca nada entre nosotros. Me dieron la oportunidad de inclinar la balanza de la justicia, solo un poco, y eso fue todo. A pesar de lo agradable que fue que alguien me viera de una forma positiva, no era digna de su verdadero respeto. Y ahora, ahora sabrá que la persona que veía al mirarme no era real.

Como si una pequeña parte de mí buscara enfriar mi malhumor, mis pies me llevan por las calles oscuras de la ciudad hacia el río. Paso como un torbellino las elegantes casas de piedra y madera, más allá de la plaza de la ciudad hasta donde las calles son más pequeñas y las casas se inclinan unas sobre otras como soldados borrachos. Las calles están más transitadas aquí, mientras la escoria de la ciudad se ocupa de sus cosas al amparo de la noche: bandas pequeñas de pordioseros dividiéndose las ganancias del día; soldados ebrios evitando la guardia nocturna; ladrones al acecho en las sombras, esperando aprovecharse de aquellos demasiado débiles o demasiado borrachos para notar la extracción silenciosa de sus objetos de valor. Las tabernas siguen funcionando y las voces se derraman a la calle. Hay una energía salvaje y frenética en esta parte de la ciudad que hace juego con mi estado de ánimo. Alzo la cabeza y reto a los peligros acechando en las sombras a que intenten enfrentar sus habilidades contra las mías. Incluso disminuyo la velocidad de mis pasos para parecer vacilante, temerosa, pero no parece atraer a nadie. Tal vez aquellos que hacen presa de otros sienten mi deseo de convertirlos en presa a ellos. Frustrada, continúo hasta el río, donde merodea lo peor de la ciudad. De pie en el puente, mientras contemplo el agua oscura, la verdad de la que he estado huyendo por días se eleva como un madero podrido desde el fondo de un estanque. No era la buena opinión o el respeto de la Bestia lo que anhelaba, sino su afecto. El trozo marchito y mustio de cartílago que vive donde solía estar mi corazón se las arregló para enamorarse de él. El dolor y la humillación es como un puñetazo en la barriga. Me sujeto de la barandilla de piedra y miro el río. ¿Qué tan profundo será?, me pregunto. Sé nadar, pero mi traje y mi capa son pesadas y me arrastrarían al fondo en un instante. ―Milady. Molesta por la intrusión, alzo la cabeza de golpe. Un soldado ebrio se acerca a mí. Aquí está el alivio que busco. Es un tipo de rostro duro, un mercenario, creo, por su jubón de cuero hervido, y ni su

capa ni su broche tienen una insignia. Ha bebido lo suficiente para ser amistoso, pero no tanto para incapacitarlo. Me giro hacia él. ―¿Está perdida, milady? —me pregunta―. Esta parte de la ciudad no es para que deambule alguien tan bella como usted. ―¿Piensa que no estoy a salvo? ―No, creo que está en grave riesgo, milady. Hay muchos patanes y rufianes que se aprovecharían de usted. ―Pero no usted. Él sonríe entonces, una sonrisa voraz. ―Yo solo tengo su placer en mente. ―¿Ah, sí? ―Al principio no estoy segura si quiero luchar o acostarme con él, pero cuando me posa una enorme mano enguantada en el brazo para acercarme, y huelo su aliento agrio como el vino, me doy cuenta de que no ansío su lujuria, sino su sangre. Quiero enterrar mi furia y traición en su cuello grueso y carnudo, y observar su sangre saliendo a chorros con una furia al rojo vivo que iguale a la mía. Incluso podría llamarlo una ofrenda a Mortain, o a la Matrona Oscura, cualquier dios que esté escuchando a mis plegarias y me libre de esta pesadilla que habito. Él se inclina para besarme, pero da un grito de sorpresa cuando casi besa la punta de mi cuchillo. Se queda inmóvil y me observa con cuidado. Siento su pulso latiendo en su garganta, puedo ver su arteria pulsando con la sangre que fluye por ella. Lentamente acerco más mi cuchillo. Estoy tentada ―tan, tan tentada―, pero no ha hecho nada malo y no tiene ninguna marca. No ha invadido nuestro país, ni le sirve a d’Albret. Ni siquiera ha intentado hacerle daño a una inocente, pues no soy ninguna inocente. De todas las líneas que he estado dispuesta a cruzar en mi vida, esta no es una de ellas.

Justo cuando la punta de mi cuchillo toca la piel suave de su cuello, resuena un grito. Al principio, creo que alguien me ha visto y dio la alarma, pero el grito es seguido del sonido de golpes. El corazón se me acelera al pensar en una pelea de verdad, y me conformo con darle un cortesito en la barbilla al tipo frente a mí. Brota un goterón de sangre, luego cae a los adoquines asquerosos a nuestros pies. ―Vete de aquí ―le digo. Veo en sus ojos un destello de furia, y por un momento pienso que sacará su espada. ―Tenga cuidado con sus juegos, milady ―dice―. No todos serán tan indulgentes como yo. No digo nada. Cuando se gira y camina en la dirección en la que vino, me apresuro en la dirección del grito. Vino de río abajo, cerca de uno de los puentes de piedra. A medida que me acerco, los sonidos de una refriega me llegan a los oídos, y sujeto mi cuchillo con más firmeza. Avanzo, ahora con precaución. En la sombra de los cimientos de un puente de piedra, dos soldados luchan con un hombre y una mujer. El hombre tiene los labios delgados heridos e inflamados, y su nariz larga y puntiaguda está ensangrentada. La mujer está acorralada contra el puente, y uno de los soldados se está desatando los pantalones. Solo me toma un segundo darme cuenta de que las víctimas son carbonarios, lo que solo me sirve para avivar mi furia. Avanzo moviéndome silenciosa. Algo en los soldados me parece familiar, y cuando el que está sujetando al hombre se gira a observar a su amigo, siento una descarga al reconocerlo. Es Berthelot el Monje, llamado así porque nunca toca a una mujer. Lo que significa que el segundo hombre debe ser Gallmau el Lobo, llamado así porque no puede dejarlas en paz. Ambos son hombres de d’Albret, y siento en mis huesos que no puede ser un accidente haberlos encontrado.

Matar a dos hombres de d’Albret solo aliviará un poco mi corazón roto. Gallmau sigue mirando lascivamente a la mujer y se está tomando su tiempo, así que decido atacar a Berthelot primero. Ocultándome en las sombras, rodeo el pilotaje hasta que estoy detrás del monje. Será difícil cortarle la garganta mientras sostiene al carbonario, pero él puede sumergirse en el río para lavarse la sangre de ser necesario. Más rápida que una serpiente, doy un paso al frente, agarro al hombre del pelo y tiro su cabeza hacia atrás, luego le deslizo el cuchillo por la garganta, y le corto las cuerdas vocales además de las arterias. Cuando Berthelot cae al suelo, el carbonario se tambalea, pero alcanza a liberar los brazos justo a tiempo para no caer también. Lo siento mirarme, siento el momento en que me reconoce, pero estoy paralizada por la marca que veo en la frente de Berthelot. Sonrío entonces y me giro hacia Gallmau, que está tan absorto en sus actividades lujuriosas que no tiene idea de que la muerte va por él. Cuando estoy lo bastante cerca para abrazarlo, la mujer mira por sobre su hombro y me ve, y abre mucho los ojos. Me llevo un dedo a los labios para que se quede en silencio, y luego clavo mi cuchillo en la base del cráneo de Gallmau. A decir verdad, este no es el mejor cuchillo para este tipo de trabajo; un cuchillo más fino se hubiera metido con mayor facilidad entre los huesos de su cuello, pero logro hacerlo igual, además de evitar que la sangre arruine el vestido de la mujer. Hay que decir a favor de la muchacha que se traga el grito cuando Gallmau colapsa en sus brazos, y luego aparta el cuerpo de sí para que caiga al suelo. Miro hacia abajo más feliz de lo que puedo expresar al ver aparecer una segunda marca, pues eso debe significar que no me he alejado tanto de la gracia de Mortain para que Él ya me no revele Su voluntad. Limpio la hoja del cuchillo en la capa de Gallmau, luego lo regreso a su funda y me pongo de pie. ―¿Está bien? ―Reconozco al hombre de cabello oscuro como Lazare, el más enfadado de los carbonarios. Dudo que este incidente haya mejorado su temperamento. ―Debí haber sido yo quien matara a los cerdos ―espeta él.

―Puede ser el que los mate la próxima vez ―le aseguro, y luego le pregunto a la mujer si está bien. Ella asiente temblorosa. Me giro nuevamente a Lazare―. Vaya y límpiese la sangre en el río antes de que alguien lo vea. Si se encuentra con otros soldados o la guardia nocturna, simplemente dígales que bebió demasiado vino y se cayó al río. Él me observa por un largo momento, en sus ojos se mueven cosas tácitas: rabia al haber sido presa de alguien, incomodidad al haber sido salvado por una mera mujer, frustración de que no fuera él quién vengara su honor. Pero también hay gratitud, aunque sea a regañadientes. Inclina la cabeza bruscamente y hace lo que le indiqué. Mientras se está limpiando le pregunto a la mujer: ―¿Qué sucedió? ―Estábamos regresando de una última entrega, pues Erwan quería irse a primera hora, cuando estos dos nos atacaron. Tomaron nuestro dinero e iban a… iban a… y cuando Lazare intentó detenerlos, lo golpearon. Gracias, milady. Gracias por llegar justo en ese momento. La Madre Oscura nos estaba cuidando. ―O Mortain ―le digo―, pues ese es el dios al que sirvo, y fue Él quien me guio aquí con estos dos. La emoción de la cacería ha comenzado a desaparecer y me doy cuenta de que estoy cansada, muy, muy cansada. Aun así, me doy el tiempo de arrodillarme junto a los cuerpos, buscar cualquier moneda que estén cargando, y darle lo que encuentro a la mujer. ―Ahora váyase. Vaya a buscar a Lazare y vuelvan con los demás. Cuando me aseguro de que se han marchado, emprendo el largo camino de vuelta al palacio, vacía y hueca, nada más que una brasa apagada ahora que mi furia ha pasado.

Capítulo Veintiocho Traducido por Pandita91

CUANDO ALCANZO LA PUERTA DE MIS APOSENTOS, puedo sentir que alguien espera en el interior. Un chorro de pánico se desata por mi interior. ¿Es Bestia deseando confrontarme? Furiosa de que me importe siquiera, saco un cuchillo de mi muñeca y abro la puerta. Solo es Ismae, encorvada en una silla junto al fuego moribundo, y no puedo decidir si es alivio o decepción lo que siento. Ante el débil ruido de la puerta cerrándose detrás de mí, se remueve y entonces se despierta. — ¡Sybella! —Se pone de pie y da dos pasos hacia mí—. ¿Dónde has estado? No puedo decirle que había estado llorando con el corazón roto cuando me había esforzado tanto en convencerla de que no tenía corazón alguno, así que en vez de eso, le levanto una ceja. —¿Vas a gritarme por no habértelo dicho antes? —¡No! No me sorprende que la Abadesa te haya hecho callar. —El amor y la compasión que veo en el rostro de Ismae casi me deshacen. —No fue la Abadesa —digo. La verdad empieza a burbujear fuera de mí como vapores malos saliendo de una herida—. Nunca me prohibió decírtelo. Especialmente después de que conocieras a d’Albret en Guérande. Ismae recorta la distancia entre nosotros y toma mis manos en cada una de las suyas y les da un apretón. No puedo distinguir si lo hace para demostrar alivio o exasperación. Tal vez ambas. —Todos tenemos nuestros secretos. Y nuestras cicatrices. Annith me dijo eso en mi primera mañana en el convento. Yo tampoco te he contado todo mi pasado.

—¿No lo has hecho? Ismae sacude su cabeza, y la estudio para ver si esto no es más que una conspiración de su parte para consolarme. —Sé que estuviste casada, y que tu padre te pegaba. Parpadea ligeramente. —Ambas cosas son ciertas, pero hay más en mi historia. Nunca te conté sobre el veneno que mi madre le pidió a la herborista para expulsarme de su vientre. Ni de la larga y fea cicatriz que recorre mi espalda por donde quemó mi piel. Nunca hablé de mi hermana, quien me temía, o de los chicos de la aldea que me insultaban y llamaban crueles nombres. Como tú, estaba muy contenta de haber escapado, no tenía deseo alguno de hablar de ellos o de manchar mi nueva vida en el convento con esos recuerdos. Y así como si nada, me ha otorgado absolución, ha declarado mis crímenes contra nuestra amistad no ser crímenes en absoluto. No tengo palabras que le hagan saber cuánto significaba esto para mí. En vez de eso, sonrío. —¿Qué clase de insultos te lanzaban? Ismae arruga la nariz y suelta mis manos. —Ninguno que me importe repetir. —Así que, entonces —digo, cambiando el tema—. ¿Por qué estás aquí esperándome? —Estaba preocupada por ti. —¿Preocupada? ¿Qué es lo que temías? Se estremece, avergonzada. —Que la Abadesa te hubiera enviado a otro lugar de nuevo. Que hubieras huido. Las posibilidades parecían infinitas mientras estaba sentada aquí durante toda la noche. Algo en mi corazón se ablanda. —¿Me esperaste toda la noche?

—Una vez estuve aquí, no le vi el sentido a irme hasta saber qué había pasado contigo —Se da la vuelta y agarra una vara para revolver las brasas de la chimenea—. ¿Dónde has estado? —Necesitaba salir del palacio, lejos de la Abadesa y sus manipulaciones. —No te ayuda que estés exhausta. Ven. Ven a la cama. Necesitas dormir. Conociéndote, no habrás dormido más de seis horas en los últimos seis días. Que adivinara de forma tan acertada me hizo sonreír. —Aun así, no podré dormir. No aquí, no ahora. —Sí podrás. Esa es otra de las razones por la que vine a tu cuarto. Para traerte una bebida para dormir. Siento el picor de las lágrimas en mis ojos «Merde» ¡Sí que me estoy convirtiendo en una cosa suave y llorosa! Para que no pueda verme, le doy la espalda y le hago señas para que me desate el vestido. —¿Pero qué hay de la duquesa? ¿No necesitas atenderla? —No durante algunas horas. Parte de la tensión me abandona mientras permito que Ismae me desvista, como si fuera una pequeña niña, después me acuesta en la cama y sube los cobertores. Espero mientras sirve el caldo para dormir en una copa, y luego lo dreno. Nuestras miradas se cruzan. Ni siquiera sé cómo empezar a agradecerle. Y como es Ismae, ella simplemente sonríe y dice —De nada. Le devuelvo la sonrisa, luego la estudio mientras termina de guardar mis cosas. Una vez que empezamos a ir a las asignaciones para el convento, no tenemos permitido hablar sobre ellas con otros. Pero Ismae ya no está tan en deuda con el convento como solía estarlo, y estoy casi hambrienta de escuchar sobre sus experiencias para saber si tiene o no las mismas dudas que yo. Empiezo a estirar un hilo suelto de los cobertores —Dime —digo casualmente—. ¿Sabes si las Lágrimas de Mortain alguna vez desaparecen?

Deja de suavizar un vestido que tenía en sus manos. —No lo sé, las mías aún no lo han hecho. —¿Así que aún puedes ver la marca? —He podido ver la marca desde que era una niña. Solo que no sabía lo que era. —¿Entonces por qué te dieron las Lágrimas? —Aumentan mis otros sentidos. De repente era capaz de… esto sonará como una locura, sentir las chispas de vida de las personas. Estoy más consciente de sus cuerpos, vivos y respirando, incluso si no puedo verlos. —Ese es un don que yo he tenido desde que era pequeña —le digo. Y más de una vez me ha salvado. Me doy cuenta de lo inútil que habría sido el don de Ismae en mis circunstancias, no tenía necesidad de reconocer al moribundo, sino toda la necesidad de evadir al vivo, lo que sentir sus pulsos me permitía hacer. —¿Supongo que le permitiste a esa vieja mujer ciega casi sacarte ojos con su afilado tapón de cristal? —¿Tú no lo hiciste? —No, se lo arrebaté y lo hice yo misma. Ismae se queda boquiabierta, en shock. Por un momento es como si la antigua Ismae, la que adoraba todo sobre el convento y seguía cada regla, estuviera de vuelta. Luego se ríe. —¡Oh, Sybella! Habría amado ser una araña en esa pared para poder ver eso. —Ella estaba bastante ofendida. —¿Por qué querías saber si las Lágrimas desaparecen? —pregunta con amabilidad. Tomo una respiración profunda.

—Porque ha habido hombres que sé que son culpables de traición; ya que lo he visto con mis propios ojos, y aun así no están marcados. —Levanto la mirada y encuentro la suya—. Si Mortain le concede misericordia a d’Albret y al mariscal Rieux, entonces me cuesta encontrar ganas para servirlo. —No tenía la intención de confesarle eso a ella, pero las palabras salen solas de mí. Me estudia por un momento, luego se acerca y se arrodilla junto a mi cama —Sybella —dice, sus ojos brillan con una luz misteriosa—, he conocido a Mortain cara a cara, y la Abadesa, quizás incluso el convento, están equivocados sobre muchas cosas. La observo, con la mirada vacía, y mi corazón empieza a acelerarse. —¿Lo has visto? ¿Es real? —pregunto. —Lo he hecho, y Él es más amable y piadoso de lo que puedas imaginar. ¡Y Él nos ha dado tantos dones! —Mira sus manos—. No solo soy inmune a los efectos del veneno, sino que también puedo usar mi piel para succionarlo de otros. —¿De verdad? No hay ni una pizca de duda o incertidumbre. —Sí. Giro mi rostro hacia la pared y finjo que me acomodo para dormir para que ella no vea el hambre en mis ojos —Cuéntame —susurro—. Cuéntame de este padre nuestro. —Encantada. —Hace una pausa, como si recolectara sus pensamientos. Cuando habla de nuevo, es como si su voz estuviera llena de luz. —Hay tanta gentileza en Él. Y piedad. Todos los juicios y retribuciones que hemos sido entrenados a esperar de Él no estaban presentes. En Su presencia, me sentí completa y llena en una forma que nunca había sentido antes. Hay tanta certeza en su voz que noto que me estoy llenando de envidia.

—No solo somos Sus doncellas, invocadas para hacer Su voluntad. Él nos ama. —dice. La idea es tan extraña para mí que suelto un bufido. —¡Sí lo hace! Ya que Él está atrapado en el reino de la Muerte, y a Él le da mucha alegría saber que nosotras, nacidas de Su semilla, somos capaces de abrazar la vida. —Si eso es así, entonces, ¿por qué Él nos ha consignado a merodear en las sombras y cubrirnos bajo Su oscuridad? Ella no responde de inmediato. Echo un vistazo sobre mi hombro y veo que ella tiene el ceño fruncido hacia la ventana, como si buscara la respuesta de su pregunta aquí. —Creo que esos no son Sus deseos, más bien los del convento. Esas palabras son como una lluvia de granizo de invierno cayendo sobre mi espalda. Me siento y miro hacia ella. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir —Escoge sus palabras como si escogiera un camino a través de una corriente—, que creo que el convento malentiende tanto a Mortain como a Sus deseos hacia nosotras. Ya sea por ignorancia o a propósito, no lo sé. La magnitud de esto hace que mi corazón se apriete dentro de mi pecho. — Explica —dijo, alejando mi cabello de mis ojos para poder usar cada sentido que poseo para tratar de entender esta gran revelación que recién ha compartido conmigo. —Primero, Él no insiste que actuemos con venganza o juicio en nuestros corazones. Para Él, otorgar la Muerte, es un acto de gran piedad y gracia, ya que sin ella las personas se verían forzadas a luchar dentro de cuerpos frágiles y rotos, acribillados por dolor, débiles. Por eso Él nos ha dado la Misericordia. —¿La qué?

Ismae me mira, confundida. —¿Tú no tienes una? —Nunca he escuchado sobre tal cosa. Ismae alcanza los dobleces de su falda y extrae un cuchillo de apariencia antigua, su mango hecho de huesos y plata grabada —Es un instrumento de piedad —dice suavemente—. Solo una punzada causa que el alma salga del cuerpo, de forma rápida, certera e indolora. Pero no entiendo por qué la abadesa no te dio una. —Podría ser que ella sabía que nadie en la casa de d’Albret merecía piedad. —Y sin duda, ella sabía que yo no estaría interesada en repartirla. Hace eso a un lado por ahora. —Pero Sybella, lo que he aprendido es que Él no nos ama por los actos que hacemos en Su nombre… nos ama porque somos de Él. Lo que escogemos hacer o no, como escogemos servirlo o no, nunca alterará ese amor. —¿Te dijo eso? —No en palabras como las que usamos tú y yo para hablar, pero lo sentí. Sentí Su gracia y amor alrededor de Él y me sumergí como en un río, y me quitó la ignorancia de los ojos. —Casi como las Lágrimas de Mortain nos permiten ver Su voluntad mejor. —Precisamente como eso. Pero un céntuplo más. Me estiro hacia ella y agarro su brazo. —¿Así que hemos estado equivocadas todo este tiempo? ¿Cometiendo asesinatos de golpe cuando vemos Su marca? —No exactamente equivocadas —dice lentamente—. Pero diría que en su lugar, no es requerido de nosotras. Aquellos que van a encontrarse con la Muerte portan una marca, ya sea porque van a morir por nuestras manos, o por otros medios. —¿Cómo sabes de todo esto? —¿He estado asesinando hombres todo este tiempo, pensando que hacía Su voluntad, cuando de hecho solo seguía un

oscuro impulso dentro de mí? —Después de ser atacados en Nantes, regresé al campo para buscar sobrevivientes entre los caídos. —No había ninguno sobrevivientes.

—digo

firmemente—.

D’Albret

no

deja

—No, pero cada uno de los soldados llevaban alguna variante de la marca. Y los hombres que vi marcados cuando era niña… ninguno fue asesinado por la mano de otro. Creo que la marca aparece cuando la muerte de un hombre está a la vista, y eso incluye una muerte por nuestras manos. El error que creo que el convento está cometiendo es sobre la naturaleza de esas marcas. Son solo reflejos de lo que pasará, no comandos para actuar. —¿Sabe la abadesa de eso? —No lo sé —dice Ismae lentamente—. No puedo saberlo. Aunque ella estaba más que nada molesta cuando le sugerí tal idea. Ahora duerme. La mañana llegará pronto. Se acerca a la cama, se inclina, y deposita un beso en mi frente. —Todo lo que he dicho sobre Mortain, es verdad. No lo dudes. —Y luego se va, y me quedo con mi mundo patas arriba.

Capítulo Veintinueve Traducido por Pamee

INCLUSO CON LA POCIÓN QUE PREPARÓ ISMAE, duermo intranquila y de forma intermitente. Estoy demasiado consumida recitando todo lo que me acaba de contar, mi mente se esfuerza por reestructurar el mundo y mi lugar en él. No estoy segura de creerle, pues Ismae siempre ha sido propensa a ver a Mortain y al convento de la mejor manera. Aun así, le ha dado mucho que procesar a mi mente. Cuando despierto tengo la mente tan espesa y embotada que me toma un momento darme cuenta de que alguien golpea la puerta. La abro un centímetro y miro hacia afuera, donde espera un paje en librea. Hay que destacar que sus ojos solo se desvían una vez a mi apariencia desaliñada antes de regresar a mi rostro y quedarse ahí. ―La duquesa la invita cordialmente a unírsele en su salón, demoiselle. ―Muy bien. Dígale que iré enseguida. El chico hace una reverencia briosa, pero antes de que se marche le pido que envíe a una criada a ayudarme. La invitación aleja de mi cerebro las últimas telarañas del sueño y me preocupo por qué querrá la duquesa de mí. ¿Me expulsará de su corte ahora que conoce mi herencia o intentará extraerme más secretos? Y si es así, ¿le contaría? Pues ella, más que nadie, tiene derecho a saber las acciones de su súbdito más traicionero y la naturaleza de este hombre que algunos quisieran se convirtiera en su esposo.

Lo que sea que desee, sin dudas solo estarán ella y sus damas de compañía en el salón, por lo que no tendré que enfrentarme a Bestia aún. Si bien Ismae fue indulgente, mi familia no le ha hecho daño a ella ni a los que ama. Mi traición a Bestia es más profunda que un secreto no compartido entre amigas de infancia. Para cuando llega la sirvienta, ya me he lavado con el agua restante en el aguamanil y el agua fría me ha ayudado a aclarar la mente. Me visto con el segundo de los vestidos que me prestó Ismae, un vestido negro de seda simple y escueto con líneas severas. Fijo mi granate y crucifijo de oro en una cadena gruesa alrededor de mi cintura y me considero lista. Por lo menos, tan lista como puedo estar. La sirvienta me lleva al salón de la duquesa, dos pisos más arriba de mi propia recámara. Le murmura mi nombre al centinela de guardia, quien asiente y abre la puerta, para luego anunciarme. ―¡Adelante! ―exclama la joven voz de la duquesa. Entro con cautela a la habitación, parpadeando ante la luz del sol derramándose por las ventanas con parteluz. La duquesa está sentada cerca de un sofá, rodeada por tres damas de compañía. Cuando me observan furtivamente, no puedo evitar preguntarme si la noticia de mi ascendencia ha viajado a sus oídos delicados, a no ser que el consejo lo esté tratando como un secreto que hay que mantener guardado. Una niña joven de no más de diez años se reclina en el sofá, con aspecto frágil y demacrado. ―¡Lady Sybella! ―La duquesa me saluda con la mano. Me adentro más en el salón, satisfecha de que no haya usado mi apellido. Hago una profunda reverencia, y me consuelo al pensar que no es probable que me haya traído aquí para reprenderme en frente de su hermana menor. ―Venga, siéntese con nosotras. ―Le da golpecitos a la silla entre ella y el sofá, y comprendo que esta citación es una invitación, una declaración

abierta de aceptación, y me siento humilde por la gran amabilidad que me está demostrando. ―Por supuesto, Excelencia. Ignoro las miradas de las damas y cruzo para sentarme donde indica la duquesa. Cuando me siento, la duquesa me da otra sonrisa. ―Pensé en invitarla a bordar con nosotras, pero me di cuenta de que probablemente no empacó sus sedas de bordar cuando dejó Nantes. Sonrío ante su amable broma. ―No, Excelencia, no las empaqué. Una de las damas se inclina hacia adelante con el entrecejo fruncido. ―¿Qué le pareció Nantes, milady? La duquesa mira a su asistente y sacude la cabeza con una mirada en dirección de la niña. La mujer asiente al comprender. ―Es tan magnífica como siempre; un verdadero testimonio a la casa de Montfort ―respondo, y la duquesa se relaja ligeramente. ―Demoiselle, me parece que no ha conocido a mi hermana. Isabeau, querida, ella es lady Sybella, una gran aliada nuestra. Sus palabras hacen que me sonroje (yo, que nunca me sonrojo), y me giro para saludar a su hermana como corresponde. La piel de la niña parece casi translúcida, y sus ojos se ven muy grandes en su rostro pálido y demacrado. Y su corazón… ah, su corazón está latiendo lentamente, débil, como si en cualquier momento se fuera a dar por vencido. Me recuerda a mi hermana menor Louise, que también lucha con su corazón frágil. Una vez más me siento agradecida de que mis dos hermanas estén escondidas en una de las propiedades más remotas de nuestro padre, lejos de su influencia y sus intrigas políticas.

Ya que no me agradan los recuerdos que me trae la princesa, intento endurecer mi corazón hacia ella, pero al final, es tan pequeña, débil y encantadora, que no puedo evitar que me agrade. Su bordado está olvidado en su regazo, y se tira del corsé, como si tuviera dificultad para respirar. Para distraerla, le pido a la duquesa un trozo de seda roja y luego pongo a trabajar los dedos. Mi acción inmediatamente llama la atención de Isabeau. ―¿Qué está haciendo, milady? ―Se estira para ver mejor. ―Estoy haciendo un juego de cordel, un rompecabezas con hilos. ―Unos giros más con los dedos y la cinta roja forma un puente. El rostro de la princesa se ilumina y abre la boca de deleite. ―Sujete con los dedos donde se cruzan los hilos en cada lado ―le instruyo. Ella mira a la duquesa, quien asiente dándole permiso, luego estira dos dedos delgados y sujeta las cruces con indecisión. ―¿Lista? ―le pregunto. Ella alza la vista y luego vuelve a mirar los hilos. Asiente. ―Apriete con fuerza ―le digo―, mueva las manos hacia los lados, y luego páselas por debajo de las mías. Isabeau hace lo que le digo mordiéndose los labios, concentrada. Es algo torpe, pero cuando termina, tiene la cinta en sus manos pequeñas, y su rostro se sonroja por la emoción del triunfo. ―Oh, bien hecho ―murmura la duquesa. Le sonrío a Isabeau, quien me devuelve la sonrisa. Ya no se está tirando el corsé, y su corazón está latiendo más firme. Lo mismo sucedía con Louise; su enfermedad la volvía ansiosa, lo que a su vez la hacía sentirse peor. El pensamiento de que puede que nunca vuelva a ver a Charlotte o a Louise, no después de traicionar a d’Albret, me golpea como un martillo.

―¿Demoiselle? ―pregunta la duquesa, inclinándose hacia delante con el entrecejo fruncido de preocupación―. ¿Está bien? ―Sí, Excelencia. Solo intentaba recordar otro truco con la cinta. ―Guardo todos los pensamientos de mis hermanas en esa pequeña caja estrecha en lo profundo de mi corazón, la vuelvo a cerrar con cadenas, y le echo seguro. Paso la hora siguiente enseñándole a Isabeau cómo hacer los trucos mientras la duquesa habla en voz baja con sus damas. Intento estudiarlas, desapercibida. ¿Cuánto tiempo las ha conocido la duquesa? ¿Qué tan leales son? No reconozco a ninguna de ellas de Guérande, lo que sugiere que han sido seleccionadas de las familias nobles de Rennes. Esperemos que sean más leales que sus otros sirvientes y criados. Ellas a su vez me observan a mí. Sus miradas son como las mordidas de insectos pequeños. No sé si es mera curiosidad o si hay conocimiento y censura en su mirada. Cuando es hora de cenar, las damas guardan su bordado. A Isabeau le permitieron asistir esta noche, pues la duquesa ha aceptado que los juglares hagan una presentación que cree su hermana pequeña disfrutará. Dejamos el salón y la duquesa le pide a una de las damas que acompañe a Isabeau mientras ella camina junto a mí. Sus pasos son algo lentos, y debo alterar mi zancada para no salir corriendo y dejarla atrás. Cuando no hay nadie cerca para oírnos, ella se inclina ligeramente hacia mí.―Demoiselle, quiero que sepa que le agradezco su sacrificio, pues ir en contra de su familia, sin importar si es justificado, no es algo fácil. También quiero que sepa que no dudo de una sola palabra que nos haya dicho. Es más, se alinea precisamente con lo que mi señor hermano y yo hemos sentido hace mucho. Solo lamento que haya tenido que obtener este conocimiento de primera mano. ―Con eso, me aprieta el brazo con suavidad, luego se vuelve para hablar con los juglares y lo que ha oído de sus talentos. No oigo nada de lo que dice, estoy demasiado ocupada sosteniendo esta pequeña pepita de confianza que ha depositado en mí.

Si bien el gran salón de Rennes es más pequeño que el de Nantes, es muy opulento. El revestimiento tallado está decorado con gruesos y brillantes tapices, y la habitación está iluminada con el brillo de decenas de velas. La mezcla de fragancias de rosas, algalia, clavo de olor y ámbar gris flota en el ambiente, y siento el latido de una docena de corazones. Es, en todo el sentido de la palabra, un asalto a los sentidos. Aún peor, todos en el salón están infectados de un ánimo excelente, y la actitud alegre de los invitados me vuelve incómoda. No es sabio estar tan felices, pues los dioses sentirán la necesidad de humillarnos. Lo primero que hago es buscar a Bestia, pero el feo patán no está aquí. Mi cuerpo entero se hunde de alivio, pues no ansío una tarde completa intentando ignorar su furia, sin mencionar que estoy bastante segura de que su furia continua me quemaría la piel. No obstante, el resto del consejo está aquí. La abadesa y el obispo están susurrando con las cabezas juntas. Como si sintiera mi mirada, la abadesa levanta la vista e inclina la cabeza fríamente. Hago una reverencia, pero no me acerco a ella. El serio capitán Dunois está conversando seriamente con el canciller, su copioso entrecejo fruncido lo hace parecerse más a un oso. Queriendo ver su reacción hacia mí ahora que sabe quién soy, me acerco a él. Cuando me ve, asiente hacia mí distraído. O tal vez me saluda de forma fría, como la abadesa, una forma de disuadir mi acercamiento. No lo conozco bien para saber a ciencia cierta. Si bien no conozco más al canciller Montauban, no hay forma de malinterpretar el desagrado en su mirada; no hace ni un esfuerzo por ocultarlo. Al darles la espalda veo una pequeña figura encorvada oculta a la salida de la puerta. Es Yannic, a quien sin duda envió Bestia para espiar mis movimientos. Furiosa, me giro y observo el salón, buscando a alguien con quien conversar y demostrar que no estoy deprimida por él, y que tampoco soy la

paria que sin duda quiere que sea. El primo de la duquesa, Jean de Chalon, está a unos pasos de mí. Cuando nuestras miradas se encuentran él sonríe, lo que de cierta forma me sorprende, ya que la última vez que estuvimos juntos me pareció distante y reservado. Pero es apuesto y tiene un título, por lo que resultará una buena historia para que Yannic lleve de vuelta a su amo. Le sonrío a Chalon, una sonrisa llena de más misterio que chispa, pues no es un hombre que se pueda atraer con simples trucos. Él se acerca más y hace una reverencia. ―Parece solitaria, demoiselle. ―Ah, no solitaria, milord. Simplemente soy exigente con la compañía que elijo. ―Una señorita que piensa como yo, entonces. ―Coge un cáliz de un paje y me lo pasa. Cuando lo tomo dejo que mis dedos rocen los suyos, y siento que su pulso aumenta con interés. Rezo por que Yannic esté observando esto, porque es demasiado esfuerzo si no es así. Chalon me observa con anhelo, y no es un hombre poco atractivo. Es alto, de músculos flexibles y una arrogancia elegante que uno espera de un príncipe. Pero al mirarlo, coquetear con él, siento… nada. Es cruel de mi parte usarlo así, pues no deseo su afecto, solo su atención, y solo por el tiempo suficiente para causar una impresión en Yannic. Murmuro necedades por un rato más, luego reviso para ver si el escudero de Bestia está observando, pero ya no está. Por fin puedo terminar con este juego, pues Chalon tiene demasiada labia y es demasiado soso y una criatura demasiado apuesta para que mantenga mi interés. El único otro placer esta tarde es observar a la pequeña Isabeau y su adorable y simple placer en la música. Tiene las manos tomadas y los ojos brillantes. Pero mientras la observo, me vuelve a recordar a Louise y Charlotte y cuánto las extraño. No las he visto en casi un año, no desde que

mi terror por su seguridad me obligó a alejarlas de mi corazón, de mi mente. Isabeau es un doloroso recordatorio de todo lo que he tenido que abandonar, todo lo que he perdido. Aunque la habitación está llena de gente, de repente me siento rodeada por un foso de soledad. Busco a Ismae, la única amiga que tengo en este lugar maldito, pero ha dejado el lado de la duquesa y está disfrutando de un momento tranquilo con Duval. Y si bien no resiento el amor que ha encontrado, sí estoy llena de envidia, pues sé que tal oportunidad para mí está perdida.

Capítulo Treinta Traducido por Shiiro

A LA MAÑANA SIGUIENTE ME convocan para otra reunión del consejo; lo cual me incomoda, porque el único asunto que el consejo quiere tratar conmigo gira en torno a sonsacarme más sobre el tiempo que pasé en la residencia de d’Albret. Sin mencionar que aún me llena de pánico tener que ver a Bestia. Preferiría cualquier cosa a tener que enfrentarme a sus ojos acusadores; sufrir los azotes en la lengua de la abadesa, jugar a uno de los juegos sórdidos de Julian, o incluso someterme a uno de los castigos de d’Albret. Pero, aunque soy muchas cosas, ninguna de ellas es una cobarde. Con el corazón al galope salvaje en el pecho, cuadro los hombros, alzo la barbilla, y entro en la habitación con la cabeza bien alta. Saltar de las barbacanas de Nantes habría requerido menos valor. El rostro de Bestia muestra calma, y tiene los labios curvados en una sonrisa educada, pero sus ojos arden con el azul claro de la llama más caliente de un fuego, y la mirada que me echa tiene toda la fuerza de un golpe físico. Le sonrío con vaguedad, y luego me giro hacia los demás. Son los mismos consejeros de antes. Incluso están sentados en los mismos sitios, excepto la abadesa, que ahora está sentada a la mesa en lugar de acechar desde una esquina de la habitación. —Y aquí está lady Sybella. —La voz de la duquesa es cálida y agradable, y me da una pizca de seguridad mientras tomo asiento. —Me temo que las últimas noticias son funestas —dice Duval—. Los franceses están marchando. Han tomado Guingamp y Moncontour. La duquesa se aferra a los brazos de su silla, y los dedos se le ponen blancos.

—¿Qué hay de las bajas? —Por todo lo que puedo decir, los franceses no encontraron una resistencia demasiado organizada. Los burgueses locales, preocupados por su ciudad, la entregaron rápido, y se silenció con rapidez a los pequeños focos de protestas. La duquesa se queda mirando a la nada. —¡Están tan cerca! —dice—. ¿Y las tropas inglesas? ¿Están cerca ellas también? —Más malas noticias, me temo. —La voz de Duval suena lúgubre—. Una serie de tormentas en la costa de Morlaix ha impedido que los navíos ingleses lleguen a puerto. Esas seis mil tropas llegarán con retraso. —¿Cuánto tardarán las tropas británicas en llegar a Rennes cuando hayan alcanzado la costa? —Por lo menos una semana, Su Excelencia. —¿Alguna señal de si los franceses atacarán antes de que eso ocurra? Duval responde encogiéndose de hombros. —Es complicado decirlo. Parecen estar aguantando justo en la frontera, y están organizando misiones de combate y pequeñas partidas de reconocimiento, pero nada más. A excepción del ataque a Ancenis y el pillaje ocasional en busca de comida, no han llegado reportes de ningún enfrentamiento. El capitán Dunois se da golpecitos en la barbilla con el dedo. —Me pregunto, ¿a qué están esperando? —A que rompamos el Tratado de Verger, es todo lo que se me ocurre — dice Duval—. Hemos tenido mucha acritud entre el regente francés y nuestras políticas, pero hemos cumplido con los dictados del tratado. Por lo menos abiertamente —añade, con una sonrisa libertina.

—¿Crees que están informados de nuestras negociaciones con el Santo emperador Romano? —La duquesa frunce el ceño con preocupación. Duval se lo piensa. —Lo sospechan, Seguro. Pero ¿lo saben? No creo. Si tuvieran conocimiento del compromiso acordado, ya lo habrían usado para justificar un ataque. —Cierto —concede el capitán Dunois—. Supongo que es demasiado esperar que, si el conde d’Albret decide tomar Rennes, se encuentre con los franceses y se eliminen el uno a los otros. Duval ofrece una sonrisa triste. —Eso sería demasiado pedir. —Se detiene para mirarse las manos, y luego alza la mirada para encontrarse con la de su hermana—. Se dice que las malas noticias llegan de tres en tres, Su Excelencia. —Con aspecto de estar dispuesto a asesinar con alegría, Duval da el golpe de gracia—. Hemos recibido una carta del conde d’Albret. Todos los ojos en la habitación se giran hacia mí. Ignoro el aguijonazo de sus miradas y me concentro por completo en Duval y la duquesa, como si la conversación fuera privada. —¿Sabe que Bestia está aquí? —pregunto. —No, que sepamos. El propósito de la carta era pedir que la duquesa reconsiderase honrar su matrimonio concertado, porque si no se verá obligado a hacer algo que a ella no le va a gustar. —Asediar la ciudad —susurro. Duval asiente. —No lo ha dicho sin más, pero también yo asumo eso. La duquesa, que se ha puesto pálida con esta información, se recompone.

—¿Qué hay del Santo emperador Romano? ¿Ha sido informado del funesto aprieto? —Sí. Enviará dos asistentes para ayudarnos. —La voz de Duval suena más seca que los días centrales del verano. —¿Dos asistentes? —dice el capitán Dunois—. ¿En serio? ¿Tan pocos, y ni siquiera soldados profesionales? —Eso me temo. También sugiere un matrimonio por poderes para dejarlo resuelto. Jean de Chalon se revuelve en el asiento, incómodo; hablan de su generalísimo, y quizá sienta que sus lealtades están estirándose demasiado. —Estoy seguro de que está haciendo todo lo que puede. La guerra con Hungría lo tiene sitiado. Duval no responde a esto. La duquesa aprieta los labios con desaprobación, pero no contradice a su primo, aunque estoy segura de que ganas no le faltan. —¿Cuenta siquiera el matrimonio con poderes a ojos de la Iglesia? — pregunta al obispo. —Sí, sí que puede, si se hace bien. —Pero seguiremos sin contar con sus tropas para defender la alianza — señala el capitán Dunois. —¿Y los mercenarios? ¿Sería muy difícil traer compañías de mercenarios? —No es difícil. —La voz de Duval suena amable, como si desease poder borrar el pinchazo de las palabras que siguen—. El problema, Su Excelencia, es que no tenemos dinero para pagarles. Ella lo mira con estupor un momento. —¿Nada? —susurra, y luego mira a su canciller.

Este confirma lo que ha dicho Duval. —Me temo que no, Su Excelencia. Las arcas del ducado se han resentido mucho de las guerras contra los franceses estos últimos dos años. La tesorería está vacía. La duquesa se levanta de su asiento y comienza a pasearse frente al fuego. Está a punto de quedarse sin opciones, y lo sabe. —¿Qué hay de las joyas de mi familia? ¿La bandeja de plata? La corona… El obispo se queda sin aliento, espantado. —¡La corona no, Su Excelencia! —¿Nos dará eso suficientes monedas para pagarles? —¡Su Excelencia! Parte de sus joyas ha estado en su familia durante generaciones —dice Chalon. No puedo evitar preguntarme si lleva la cuenta de todo lo que heredaría si le pasase algo a la duquesa. —Las joyas pueden reemplazarse, primo. La independencia, una vez perdida, no. La habitación se queda en silencio mientras la compañía digiere sus palabras, y luego Bestia se inclina hacia delante para hablar por primera vez. —Hay quienes lucharían en nuestro bando sin pedir nada a cambio —les dice. —¿Quién? —preguntan el capitán Dunois y el canciller Montauban a la vez. —Los carbonarios. —No es momento para bromear —le reprocha el canciller. Bestia lo mira, manteniendo la compostura.

—No estoy bromeando. Además, ya han accedido a luchar de nuestro lado. —No son más que parias, rufianes que tienen que escarbar en el bosque para salir adelante. ¿Saben siquiera sostener una espada? —pregunta Montauban. —No luchan con tácticas convencionales, sino con el arte de la emboscada y la sorpresa. El canciller Montauban abre la boca para seguir discutiendo, pero Duval lo interrumpe. —No creo que estemos en posición de rechazar ninguna oferta —dice—. Bestia y yo hablaremos de esto más tarde. La abadesa de San Mortain rompe el silencio incómodo que sigue. —¿Qué hay de los hombres de d’Albret? —Solo años de práctica me impiden encogerme ante sus palabras, porque aunque dirige la pregunta al capitán Dunois, siento en los huesos que en realidad es para mí—. ¿Han logrado localizar a alguno de los saboteadores? —pregunta. El capitán sacude la cabeza. —No. Hay muchos hombres de armas en la ciudad, todos de partes muy distintas del país, y no los conozco a todos. He empezado a poner sobre aviso a los comandantes de guarnición para que estén alerta, pero hay más de ocho mil soldados, y dos docenas de lugares donde podrían ayudar a las fuerzas de d’Albret a vencer nuestras defensas. Llevará tiempo. Una vez más, siento el inmenso peso de la mirada de Bestia sobre mí. No sé si es esa mirada, las críticas veladas de la abadesa, o mi deseo de eliminar parte de la mancha de d’Albret en mí, pero antes de pensármelo dos veces, hablo. —Yo podría identificarlos. Todos los ojos se giran hacia mí. Una mirada en particular me parece más afilada que el cristal roto.

—¿Tú? —pregunta la abadesa. —¿Quién mejor? La duquesa se inclina hacia delante, con expresión seria. —No necesita hacer eso. Ya se ha puesto en demasiado peligro. —Mi hermana tiene razón. Además, en términos prácticos, si la vieran podría perjudicarnos —dice Duval. Asiento, de acuerdo. —Pero no necesitan verme para que yo los identifique. No es difícil disfrazarse. Bestia habla por primera vez, y su voz retumba en la pequeña habitación. —No estoy seguro de que sea recomendable —dice. Alzo la cabeza de golpe. Su disconformidad es como una patada en el estómago, porque aunque sé que está enfadado conmigo, no me había dado cuenta de que su desconfianza sería tan profunda. —No sé qué otra opción hay si queremos llevar ventaja en esto. —Siempre hay otras opciones. —Bestia aparta la mirada de mí y se dirige al resto—. Creo que esto es una mala idea. —¿Me cree incapaz, milord? Aprieta los brazos de la silla con tanta fuerza que es un milagro que la madera no se astille. —Sé muy bien que es muy diestra, milady. Lo que no sé es si el coste merecería los riesgos. —¿Y qué riesgos serían esos, milord? —Mis palabras gotean miel y dulzura, que son tan falsas como educadas.

No dice nada, pero me fulmina con la mirada desde el otro lado de la mesa. El odio que me muestra es tan doloroso como me temía. —Si no confía en mí… —¡Por supuesto que confía en usted, milady! Si no fuera por usted, seguiría pudriéndose en alguna mazmorra, o quizá algo peor. —Me alegro mucho de que alguien se acuerde de eso —murmuro. Respiro hondo, y cuando hablo de nuevo, sueno calmada—. Si no confía en mí, o le preocupan demasiado los riesgos, el capitán puede enviar a los hombres que guste para acompañarme. De hecho, el plan solo funcionará si lo hace, pues un hombre puede mantenerse cerca de los traidores y marcar sus movimientos pero yo no. —Bestia y yo nos sostenemos la mirada un largo instante. El capitán Dunois comienza a acariciarse la barbilla de nuevo, señal de que está pensándolo seriamente. —No veo cómo podría perjudicarnos. Y aunque detesto pedirle esto, es frustrante saber que sus agentes andan por ahí en la ciudad, esperando sus órdenes. Podríamos empezar con las compañías libres y los parásitos. Esos serían las formas más sencillas para colarse sin llamar la atención. —Estoy de acuerdo, capitán. Queda decidido, entonces. ¿Cómo deberíamos proceder? Pasamos casi una hora trazando un plan. Puedo sentir a la abadesa observándome todo el tiempo. Su desagrado me desconcierta, porque ¿acaso no he hecho lo que ella desea, mostrando que el convento puede ser de mucha ayuda en tiempos como estos? Pero quizá sea porque sólo ella puede ofrecer este tipo de ayuda. Para cuando terminamos por fin de detallar el plan, Bestia está pálido, no sé si por las heridas o de furia. Cuando nos levantamos para marcharnos, la abadesa da dos pasos hacia mí, con los labios apretados en una fina línea. Antes de que pueda decir nada, la duquesa me llama.

—¿Lady Sybella? —¿Sí, Su Excelencia? —¿Podría visitarme esta tarde? Hay varios asuntos que me gustaría hablar con usted. Mi corazón salta de alegría ante esta prórroga que me ha dado. —Pero por supuesto, Su Excelencia. Sin mirar de nuevo a la abadesa, sigo a la duquesa fuera de la sala.

Capítulo Treinta y uno Traducido por Brig20

—ME PARECE QUE SU ABADESA NO estaba satisfecha con el servicio que nos ofreció en la reunión. —Ella parecía muy infeliz. Perdóneme si me sobrepasé, Su Excelencia. Solo deseaba ayudar de alguna manera. Es mi familia, después de todo, quien está molestándola. Para mi sorpresa, la duquesa deja de caminar y me agarra la muñeca. —No —dice ella con fiereza—. No la responsabilizo por las acciones del Conde d’Albret. Si le hiciera responsable por ellas, ¿no sería yo responsable por lo que él hizo en mi nombre? La miro en silencio, ya que no tengo respuesta para darle. —Dígame —susurra ella, sus manos torciéndose juntas en un nudo—. Cuénteme de los que murieron en Nantes. Dígame para que pueda honrar su memoria y el sacrificio que hicieron. En ese momento, mi admiración en ciernes se une al respeto. Ella acepta no solo el poder y el privilegio de gobernar, sino también la dolorosa responsabilidad. —Los nobles fueron primero. Su senescal, Jean Blanchet, trató de organizar una verdadera defensa del palacio ducal, pero fue traicionado por Sir Ives Mathurin. Sir Robert Drouet cayó en esa batalla, así como dos docenas de hombres cuyos nombres no conozco. La gente del pueblo estaba confundida. Estaban inclinados a confiar en el mariscal Rieux cuando dijo que hablaba en su nombre. No fue hasta que los nobles se movieron contra él que la gente del pueblo se dio cuenta de su error, pero era demasiado tarde, ya que habían abierto la puerta de la ciudad y les habían permitido

entrar. D'Albret tenía a sus tropas acosando y aterrorizaba a los burgueses primero, para debilitar cualquier resolución que pudieran haber tenido y para sofocar cualquier deseo de levantarse contra él. Funcionó. »Los sirvientes eran los más leales. Le conocían y le habían servido desde que era un bebé. Allixis Baron, su contralor; Guillaume Moulner, el platero; Jehane le troisne, el boticario; Pierre el conserje, Tomás el portero, una lavandera, una docena completa de arqueros de la guardia; el maestro de la bodega; el cocinero; dos coperos; y la mitad de la guardia de palacio. Todos murieron con su nombre en sus labios y honor en sus corazones. Sus ojos están llenos de lágrimas y me sorprende que tenga solo trece años. Más joven que yo cuando llegué por primera vez al convento. No, nunca fui tan joven. Digo lo único en lo que puedo pensar para consolarla, y al final, no es mucho consuelo. —Los traidores Julliers, Vienne y Mathurin están muertos, Su Excelencia. Han pagado el máximo precio por sus crímenes. Ella mira hacia arriba, sus ojos brillando ferozmente. —Bien —dice ella—. Si Mortain le pidiera que matara a todos los traidores de esa manera, me sentiría muy satisfecha. Ella cree que los maté a todos por orden de Mortain. No le explico que uno se hizo por los retorcidos celos de mi propio hermano.

La abadesa sugiere que me disfrace como una prostituta para buscar a los saboteadores, pero el capitán Dunois, a pesar de todo, tiene un corazón caballeresco. Él no escuchará eso. Sugiere que me disfrace como lavandera y señala, razonablemente, que una lavandera tiene una excusa igualmente legítima para mezclarse con los soldados. Además, muchos de ellos trafican lavandería y favores, así que si es necesario, puedo jugar a la prostituta en caso de apuro.

La abadesa cuenta con una marca más contra mí ya que el capitán Dunois se opone a su plan, pero no fue mi decisión. Me inclino hacia el espejo plateado y aplico pequeños y finos trazos de carbón a mis cejas, haciéndolas gruesas y sin forma. Luego tomo una pieza aún más pequeña y creo líneas de fatiga en mi cara, después de lo cual pongo una leve mancha de polvo de carbón debajo de mis ojos para que me vea agotada por mi trabajo. Termino la transformación con un frotis de cera negra en los dientes. En verdad, no puedo esperar a ser otra persona por un tiempo, incluso una pobre y monótona lavandera. Alguien que no deja dolor, traición y angustia a su paso. Por supuesto, la oportunidad de frustrar a d’Albret es igualmente bienvenida. Tomo un puñado de cenizas del fuego y las froto en mi cabello, haciéndolo una sombra o dos más claro y mucho más grueso. Son mis manos las que presentan el mayor desafío, ya que incluso con mi trabajo reciente con las cataplasmas, son más lisas y suaves de lo que deberían ser las de una lavandera. Para corregir eso, las empapé en una solución de jabón de lejía fuerte durante casi dos horas. Ahora están rojas, crudas y agrietadas, y pican en consecuencia. Estoy muy contenta con mi disfraz. —Nadie te reconocerá nunca —dice Ismae desde donde se sienta en la cama. —Ese es el punto —digo con ironía. —Aun así, la transformación es más completa que cualquiera podría haber esperado. —Ella se levanta y me trae la cofia de lino para mi cabello. Está vieja y desgastada, pero demasiado limpia, así que la ensucio en cenizas del hogar. Cuando se hace eso, ella lo coloca en mi cabeza y me ayuda a meter mi cabello debajo de ella—. Listo. —Ella se aleja para ver el efecto completo. La preocupación arruga su frente—. Tendrás cuidado, ¿verdad? —Tengo casi media docena de cuchillas debajo de mi vestido de lavandera. —Dos atadas a mi cintura, una en cada muslo, y otra oculta a lo largo de mi espalda. Me siento casi desnuda sin cuchillos en mis muñecas, pero los soldados pueden ser un montón de personas y no puedo arriesgarme a que descubran acero grueso y sólido—. Estoy lista —le digo a ella.

Da un paso hacia mí, con las manos juntas delante de ella. —Cuídate, suplica. Tocada por su preocupación, ya que es una de las pocas personas quien realmente se preocupa por mí, le doy un rápido abrazo. —Lo haré, pero recuerda, estos no son más que los hombres de d´Albret, no el mismo d ´Albret. No serán rival para mí. Algo más tranquila, ella sonríe. —Muy bien entonces. Vamos a buscar al capitán Dunois. Encontramos al capitán esperándome en el pasillo principal. Duval y la abadesa están con él. Me enorgullece mostrarle a la abadesa lo bien que puedo hacer esta tarea y no desear exponerme a mí ni a mis talentos a ninguna de sus tramas e intrigas. —Dulce Jésu —murmura el buen capitán—. Nunca la habría reconocido. Dunois había querido acompañarme en la búsqueda, pero su presencia habría llamado demasiada atención. En cambio, le ha entregado la tarea al comandante de Rennes, Michault Thabor, y algunos de sus hombres más confiables. Quizás confío menos en ellos que él, pero es lo mejor que podemos hacer en estas circunstancias. Y entonces es hora de irse. Mi corazón late con anticipación, y la emoción de una nueva aventura tiembla a través de mis extremidades. Sintiéndome descarada, me dirijo a la abadesa. —¿No invocará las bendiciones de Mortain en nuestra aventura, Reverenda Madre? —Mientras que le pido a ella por despecho, me doy cuenta de que me gustaría recibir la bendición de Él, por todo lo que Él y yo estamos en desacuerdo entre nosotros en este momento. Sus fosas nasales se levantan en irritación, pero inclina la cabeza y coloca una mano en mi cabello. —Que Mortain te guíe y te mantenga en su oscuro abrazo —entona, luego retira su mano rápidamente. Aun así, me siento un

poco más tranquila, como si Mortain la hubiera escuchado a pesar de su mala gracia. Salimos del palacio a través de las dependencias de los sirvientes, pero como es tarde y la mayoría está abandonada, nuestro paso pasa desapercibido. En el exterior, un burro de dudosa apariencia aguarda con dos cestas, una a cada lado. Incluso están llenas de ropa. El comandante Thabor me habla en voz baja. —Hemos identificado todos los puntos vulnerables de la ciudad: las torres de las puertas, los puertos de salida, los puentes, la cisterna y las puertas a lo largo del río. —Excelente. ¿Qué de las patrullas? —Hemos duplicado la vigilancia a lo largo de las murallas de la ciudad y hemos aumentado el número de patrullas en su base. —¿Dónde sugiere que comencemos? —pregunto. —La puerta del este, luego nos dirigiremos hacia las otras puertas. —Muy bien. Dirija. Thabor asiente y camina con determinación hacia adelante mientras sus hombres se dispersan para que no parezca que estamos juntos. No me gustaría que me vieran con ellos, ¿qué asuntos tendría el capitán de la guardia de la ciudad con una lavandera? Sé que se supone que me da consuelo, que nos sigan los guardias, pero hace que la piel entre mis hombros se contraiga, lo que me obligo a ignorar. Las calles de la ciudad son tranquilas, ya que todos los ciudadanos inteligentes o respetables cerraron sus puertas y contraventanas y se acostaron hace mucho tiempo. Mientras nos movemos por calles llenas de casas inclinadas como borrachas una contra la otra, el chasquido de los cascos de los burros hace eco en los adoquines y suena fuerte en mis oídos.

Sin embargo, si la gente nos escucha, simplemente se acurrucan más en sus camas o se aseguran de que sus puertas estén cerradas. Los edificios se vuelven más pequeños y sórdidos a medida que nos alejamos del área del palacio. Entre estas casas más pequeñas se intercalan tiendas exiguas y pequeñas tabernas, y las calles son más ruidosas. Por fin llegamos al camino militar que recorre la muralla de la ciudad. Nadie, excepto los soldados, debería estar en este camino a esta hora de la noche. Pasamos tres pequeñas torres de vigilancia antes de que finalmente lleguemos a la puerta este. El comandante Thabor pasa caminando como si se apresurara en sus propios asuntos, pero encontrará alguna sombra en la que esperarme. Todavía guiando al burro, camino hacia la entrada y me detengo justo afuera de la puerta. El sonido de murmullos de voces me llega, mientras los hombres de guardia se divierten contando historias. Levanto una de las canastas de la espalda del burro, la coloco en mi cadera y me dirijo a la puerta. El centinela de guardia observa mi acercamiento con ojos perezosos. —¿Qué quieres? —pregunta. —Estoy buscando a Pierre de Foix. Es el nombre de un soldado que se ha enfermado con gripe y que ahora está en la enfermería. Definitivamente no estará de servicio. —Él no está aquí, así que puedes seguir tu camino. Mis ojos muestran irritación (ni siquiera tengo que fingir) y aplasto la cesta de ropa enojada. —Me debe cuatro sous por su ropa. No hago este trabajo agotador por lástima. —Me acerco un paso más a él, entornando los ojos con sospecha—. Ah, tal vez sea eso. Tal vez Pierre ha perdido todo su dinero en dados. ¿Cómo sé que no lo estás escondiendo, eh? Creo que ha gastado todo su dinero en juegos de azar y no me pagará por mi trabajo honesto. —Trabajo honesto —se burla el guardia. Como una verdulera, soy despiadada. —Me dijo que debía estar de guardia esta noche en este puesto. ¿Por qué me mentiría a menos que estuviera

tratando de engañarme? Se lo informaré a tu capitán. Antes de que pueda continuar, el guardia se acerca, agarra mi brazo libre y me acerca a él. —No me llames mentiroso, moza, de lo contrario tendré que castigarte. Aquí. Mira. —Con eso me empuja a través de la puerta de entrada de la casa y me mantiene allí—. Mira con tus propios ojos que el hombre que buscas no está aquí, entonces vete. Rezando para que los hombres de Thabor permanezcan en sus posiciones y no hagan algo tonto, rápidamente miro al pequeño grupo de hombres. Hay cinco de ellos, y ninguno me es familiar. Un sexto hombre se aparta del pequeño brasero de la habitación y agarra su entrepierna en un gesto grosero. —Tengo algo que puedes lavar para mí, ¿eh? Por un breve momento, todo dentro de mí se detiene. El cabello del hombre es tan marrón como una nuez, pero su barba es roja, y lo reconozco como Reynaud, uno de los hombres de mi padre. Rápidamente, sacudo la cabeza y me dirijo a la puerta para que no pueda ver mi cara. —No hago piezas pequeñas, solo grandes —llamo por encima de mi hombro. Eso deja la habitación a la risa, y aprovecho la oportunidad para alejarme del alcance del centinela y volver a la noche donde la cobertura de la oscuridad ocultará aún más mis rasgos—. Probablemente se está escondiendo en algún lugar —murmuro de mal talante. El centinela pone una mano en su espada, pero me alejo rápidamente. Mientras lo hago, veo dos formas oscuras, mis guardias, retrocediendo hacia las sombras. Regreso al burro; refunfuñando lo suficientemente fuerte como para que el guardia apostado pueda escucharme, y coloco la canasta en la espalda del burro. No es hasta que nos hemos movido a la siguiente calle que el Comandante Thabor aparece a mi lado. —¿Qué pasó ahí? ¿Por qué la agarró? —Pensó que lo estaba llamando mentiroso. Lo cual era cierto —digo con una sonrisa—. Pero me dejó entrar para ver, así que valió la pena.

—Tenga cuidado —me gruñe—, ya que soy personalmente responsable de su seguridad. —Reynaud. No sé si ese es el nombre que está usando aquí en Rennes, pero uno de los hombres de d’Albret está en guardia en esa caseta. El de cabello castaño y barba roja. —Thabor asigna a uno de sus hombres para quedarse atrás y lo siga, luego seguimos adelante. Estoy encantada con esta primera victoria, y de repente la noche promete mucho. La torre de agua tiene una guarnición más pequeña en su interior. Solo cuatro soldados esta vez, uno de los cuales ofrece comprar la ropa abandonada de Pierre, pero ninguno de ellos es un hombre de d’Albret. Y así va la noche, conmigo moviéndome de un puesto de vigilancia al siguiente. Algunos con una docena de hombres, otros con solo cuatro. Pero ninguno de ellos con más saboteadores potenciales. El desaliento sombrío me llena, porque si hay un hombre, sé en mis huesos que debe haber otros. Y tengo que encontrarlos para que no estemos sentados como pasmarotes esperando a que d’Albret salte su maldita trampa. Hemos patrullado solo las torres en el lado este de la ciudad, pero el cielo ya ha comenzado a aclararse. Mi disfraz no se mantendrá a plena luz del día. Con reticencia, permito que el Comandante Thabor nos dé la vuelta para que podamos comenzar a regresar al palacio. —No parezca tan desalentada —me dice—. Hemos encontrado uno. Encontraremos a los demás. —Sí, pero preferiría encontrarlos más temprano que tarde. —Justo en ese momento, un hombre sale disparado por una puerta cercana, sobresaltando a mi burro y causando que los soldados alcancen sus espadas. Pero es solo un trabajador de la cantera borracho, tropezando camino a casa. Yo paro. Pero por supuesto—. Deseo entrar —le digo a Thabor—. Porque si los hombres que busco no están de servicio, lo más probable es que se encuentren en una taberna o en una tienda de vinos. —Esas no fueron mis órdenes —dice con fuerza.

—Sus órdenes fueron acompañarme mientras yo expulsaba a los traidores entre nosotros. No estoy pidiendo su permiso, Comandante, sino que le digo lo que pretendo hacer. —Nuestras miradas se mantienen durante un tiempo largo y tenso, y no puedo evitar recordar la facilidad con la que Bestia aceptaba los riesgos que asumí. La desesperación levanta su cabeza oscura y dejo que su dolor alimente mi impaciencia—. ¿Bien? Finalmente, él asiente. —Pero uno de nosotros le acompañará. Anhelo discutir, pero me estoy quedando sin tiempo. —Muy bien. Usted. —Señalo al que se llama Venois—. Venga acá. Será mi compañero de la noche. —Mira a su comandante, quien asiente con la cabeza y luego se pone de pie ante mí. Levanto y aflojo los lazos en su garganta. A pesar de que una protesta comienza a formarse en sus labios, despeino su cabello, luego le tiro el cinturón de la espada para que cuelgue torcido—. Ha estado en una fiesta de borrachos conmigo esta noche a través de las tabernas de Rennes. Debe lucir como tal. Él mira de nuevo a su comandante, y la muda súplica en su mirada me da ganas de abofetearlo. ¿No se da cuenta de cuántos hombres me han suplicado por la oportunidad que le he brindado? Agarro su brazo, lo meto en el mío y comienzo a conducirnos descuidadamente hacia la puerta de la taberna. La taberna está casi vacía a esta hora; sólo quedan los restos de sus clientes. Tres hombres desplomados sobre las mesas, apenas sosteniéndose mientras beben lo último del vino de sus copas. Otro hombre se sienta en un rincón acariciando a una sirvienta, que está dormitando en su regazo. Media docena de hombres se agachan a la luz del fuego moribundo, jugando a los dados. Asimilo todo esto mientras me inclino pesadamente sobre Venois y nos tropezamos ambos hacia un banco. Venois está rígido, y solo puedo esperar que alguien lo suficientemente sobrio como para darse cuenta asuma que es su posición militar más que su inquietud. Un grito áspero sube entre los hombres que cortan en dados, y yo lo golpeo suavemente en las costillas. — Encórvese un poco —susurro por la comisura de la boca—. Y arrastre sus pies, luego pida vino en voz alta.

Él hace lo que yo ordeno, y una moza de aspecto molesto asiente en nuestra dirección. Dirijo suavemente a Venois a un asiento donde pueda ver mejor a los hombres que juegan a los dados. No reconozco a ninguno de los hombres en las mesas, y aunque no conozco de vista a todos los hombres de d'Albret, hay una cierta manera de ser que conducen—una manera malintencionada y beligerante de ver el mundo —y ninguno de esos hombres lo tiene. Los hombres de los dados son mi última esperanza para hacer algo de la noche. Espero a que la moza deje el vino ante nosotros y luego tomo un gran trago. Está regado y agrio y es todo lo que puedo hacer para no escupirlo. En cambio, me obligo a tragar, luego me inclino hacia Venois. — ¿Juega a los dados? El soldado se encoge de hombros, luego baja la mitad de su vino. —En alguna ocasión. Pero sobre todo, trato de no hacerlo. Espero medio latido, pero él no se ofrece voluntariamente. Justo cuando abro la boca para decirle que debe unirse a los hombres frente al fuego, otro grito sube entre ellos, esta vez acompañado por el sacar de acero. Se desata una pelea, y mi corazón se eleva cuando reconozco a Huon le Grande, que es casi tan grande como el propio d’Albret y posiblemente igual de desagradable. El hombre que agita su espada contra los otros dos, el que tiene la barba blanda y una nariz grande y solo tres dedos en su mano izquierda, es Ypres. Junto a él está Gilot, bajo, agazapado y medio como un tejón herido. Casi me río con placer de que son demasiado estúpidos para no llamar la atención. Me cubro con Venois y finjo que estoy acariciando su oreja. —Tres de los jugadores son los hombres que buscamos. Eso parece animarlo un poco, y él desempeña su papel con más entusiasmo, si no más habilidad, mientras señalo cuáles de los hombres son los de d’Albret. Pero la noche casi ha terminado, y el dueño de la taberna es un hombre grande y feroz que echa a todos los hombres de d’Albret antes de que

puedan arruinar su establecimiento. Él también nos saca a los demás, solo por si acaso. Estoy en peligro infinito cuando tropiezo por la puerta de la taberna prácticamente sobre los talones de los hombres de d’Albret, pero mi disfraz se mantiene, y sus miradas están borrosas por la bebida. Venois mantiene una mano firme en mi codo y la otra en su propia espada, dando a los hombres ruidosos ninguna posibilidad de ventaja. Es con un corazón ligero que los describo a Thabor y luego observo cómo tres de los hombres del capitán se escabullen en la oscuridad para vigilar a los saboteadores.

Capítulo Treinta y dos Traducido por Brig20

DESPUÉS DE HABER ENCONTRADO UNA MANERA DE convertir mi herencia d’Albret a un buen propósito, estoy muy emocionada por el éxito de la noche, ya que no hay nadie más en toda la ciudad que pueda descubrir a estos hombres. Sólo yo. Es difícil confiar en que los hombres del Capitán Dunois y el Comandante Thabor observarán a estos traidores de cerca ahora que han sido identificados, pero no puedo apostarme en la guarnición junto a ellos, así que no tengo otra opción. Llego a mi habitación y me sorprende, pero me complace encontrar a Ismae esperándome. Estoy menos emocionada de ver que la abadesa también está esperando, su orgulloso perfil se ve limitado por la luz del corazón de la cámara. Cuando entro por completo en la habitación, gira su cabeza, como un halcón que ha avistado una presa. —¿Y bien? —pregunta ella bruscamente. Me niego a dejar que ella me robe la victoria de esta noche. —Buenas noches a usted también, Reverenda Madre. Sus fosas nasales se abren, pero ella ignora mi burla. —¿Cómo te fue? —Muy bien. Encontramos a cuatro de los hombres de d’Albret. El comandante Thabor puso un guardia a cada uno de ellos para que sean seguidos y observados de cerca, cada uno de sus movimientos informados, pero ninguno sabe que estamos sobre ellos. La abadesa asiente con la cabeza, pero no me da el elogio que ansío, y me molesta enormemente que lo ansíe. En cambio, dice: —Mejor duerme un

poco para que tengas tu ingenio a punto en la reunión del consejo de mañana. Sin confiar en mi voz, agacho la cabeza y hago una reverencia. Sintiendo la ironía en mi gesto, ella bufa y luego sale de la habitación, cerrando la puerta detrás de ella. Cuando Ismae y yo estamos solas, se vuelve hacia mí con una expresión de molestia y diversión en su rostro. —¿Por qué debes burlarte de ella así? —¿Yo? Es ella quien se burla de mí. Ni siquiera me concede una palabra de elogio o agradecimiento. Ismae frunce el ceño y sacude la cabeza. —Es cierto que ella siempre te ha negado tales elogios o cumplidos. Me pregunto porquè. —¿Porque ella tiene una semilla en vez de corazón? —sugiero, levantando mis manos para sacar la cofia de lino sucio de mi cabeza. La boca de Ismae se contrae con humor. —Eso debe ser. Aquí. Déjame ayudarte. —Ella se apresura a mi lado y me quita el tocado, luego me quita el vestido. Cuando salgo del áspero vestido hecho en casa, me sorprende oírme decir—. En verdad, Ismae. ¿Por qué la abadesa me odia? —Mi voz suena joven y vulnerable a mis oídos, así que me río burlonamente—. Siempre ha sido así y todavía no logro entenderlo. Nos enfrentamos en el convento, pero simplemente pensé que era porque era su alumna más difícil y probé su paciencia. Sin embargo, aquí en Rennes, después de haber cumplido muchos de mis deberes de acuerdo con sus deseos exactos y aún no recibo ningún reconocimiento, me di cuenta de que debía ser más que eso. Ismae sacude la cabeza. —No lo sé. Annith intentó y trató de ver si podía aprender qué hay en el corazón del desagrado de la abadesa, pero fue en vano. Cualquiera que fuera la razón, no estaba escrito en nada que Annith pudiera encontrar. —Probablemente está en ese maldito librito que lleva consigo siempre.

—Probablemente ni siquiera está escrito, simplemente es una aversión que no tiene nada que ver con más que sus propios prejuicios. —¿Has oído hablar de Annith? ¿Hay alguna noticia de ella o de la hermana Vereda? —Es un momento muy espantoso para que la vidente del convento enferme, dejando solo a una vidente reacia y no probada que nos guíe a través de estos tiempos traicioneros. —¡Sí! Recibí una carta de ella esta mañana. —Ismae se acerca un paso más a mí y baja la voz—. Sybella, ella está planeando escapar del convento. —¿Escapar? —repito, no estoy segura de haber escuchado correctamente. La Annith que conozco nunca consideraría algo tan rebelde. Pero más que eso, no creo que sea seguro para ella estar sola fuera de los muros del convento. —Escapar. —Ismae asiente firmemente—. Ha decidido que preferiría irse antes que ser encerrada en el convento por el resto de su vida. —Irán tras ella, ya sabes. No solo no la dejarán irse cuando han invertido tanto en su entrenamiento. Además, ¿quién va a tomar su lugar? La siguiente novicia más antigua es Aveline, de once años. Ismae agacha su cabeza, recordándome mucho a Annith en ese momento. —Con todas las habilidades que le han dado, ella debería poder evadirlos con suficiente facilidad. Recuerda, la mayoría de las monjas no han estado fuera del convento en años. —Suficientemente cierto. ¿Pero a dónde irá? ¿Y quién verá los deseos de Mortain y nos los informará? Ismae abre la boca, luego la cierra. —No había pensado en eso —admite—. Es posible que ella se una a nosotras aquí en Rennes y sirva en la corte de la duquesa. —¿Y chocarse contra la abadesa misma?

Ismae frunce el ceño. —Me gustaría que la reverenda madre regresara al convento. Estoy cansada de vivir bajo su mirada crítica. —No tienes que decirme lo aburrida que es ella. Ismae sonríe, pero hay poco humor en ello. —No, no lo haré. Ahora, ven, déjame lavar las cenizas de tu cabello, de lo contrario arruinarás la ropa.

Pasé las siguientes dos noches recorriendo la ciudad con los hombres de Thabor, buscando en todos los rincones para encontrar a cada uno de los saboteadores de d’Albret. Encuentro diecisiete en total, y cada uno de ellos está ahora vigilado y custodiado de cerca por los hombres del Comandante Thabor. Mis actividades nocturnas tienen el beneficio adicional de mantenerme alejada de Bestia y la política de la abadesa, ya que debo dormir durante el día para realizar esta tarea de la ciudad que es tan importante para la seguridad de la duquesa. También es un gran placer ser vista como la heroína de la búsqueda, un rol con el que no estoy del todo familiarizada. En la tercera mañana, mi impertinencia hacia la abadesa es cobrada con una citación a su cámara que llega demasiado temprano. Me tropiezo fuera de la cama, con los ojos nublados y la cabeza pesada, y me preparo lo más rápido que puedo. Cuando estoy lavada y vestida y segura de que no hay ningún cabello fuera de lugar, me dirijo a su habitación. Fuera de su puerta, me detengo para respirar profundamente y alisarme el vestido. Me recuerdo a mí misma que no soy una inmadura novicia del convento a quien se le llama a la oficina por una pequeña rebelión inocente.

Porque fueron rebeliones inocentes, eso lo reconozco ahora. Me habían sacado de mi casa—por más oscura y opresiva que fuera, era el único lugar que había conocido durante catorce años—y me dejaron caer en una isla rocosa aislada que temía que fuera el destino de los misteriosos Remeros de la Noche, rumoreados balseros que te conducían al mismísimo inframundo. Estaba en un frenesí cerca de la locura. Esa comprensión; que estaba dañada y rota cuando la conocí por primera vez y merecía su simpatía, en lugar de su severo juicio, me llena de una ira justa que es completamente extraña para mí. Levanto la mano y golpeo la puerta. —Entra —dice la abadesa. Levanto mi barbilla, planto una sonrisa burlona en mis labios, luego entro a la habitación. La abadesa está recuperando una nota de un cuervo que acaba de llegar. Ella no levanta la vista cuando entro o reconoce mi presencia de ninguna manera. Es una táctica que recuerdo bien del convento, una calculada para aumentar la inquietud del visitante. Sin embargo, sus pequeños tormentos no son nada en comparación con todo lo que he pasado en los últimos meses, y mi sonrisa burlona se convierte en una de verdadera diversión. En lugar de esperar pacientemente —o con nerviosismo— cruzo hacia la única ventana que da al patio interior. No me importa particularmente lo que está ahí fuera; solo sé que no quiero que ella piense que sus juegos me han intimidado. Miro por encima de mi hombro a tiempo para ver su ceja temblar de molestia —solo una vez— mientras continúa leyendo la nota. Mi objetivo logrado, vuelvo a mirar por la ventana. Segundos después, hay un impaciente crujido de papel, luego la abadesa habla. —Sybella. Lentamente, me doy la vuelta y la miro, la luz brillante que entra por la ventana detrás de mí la obliga a parpadear. —¿Sí, Reverenda Madre? —Ven aquí para que no tenga un calambre en mi cuello por hablarte.

—Pero por supuesto. —Cruzo la habitación y me paro enfrente mientras ella coloca al cuervo en una de las dos perchas vacías detrás del escritorio. —Es bueno que tus pensamientos se hayan dirigido hacia la protección de la duquesa. Eso habla bien de tu entrenamiento. No de mí. Nunca de mí. Solo de la formación de la que ella y el convento son responsables. —Es por eso que te he llamado aquí. Deseo discutir tu próxima tarea. Mi corazón se salta un latido. —No me había dado cuenta de que ya había terminado con esta. Se aparta del cuervo que ha estado cuidando y me mira directamente a los ojos. —Debes volver a Nantes. A la casa de d’Albret. Por un momento, no estoy segura de haberla escuchado correctamente. Entonces, tontamente, digo lo primero que me viene a la mente. — Seguramente usted bromea. Su rostro se tensa de ira. —No bromeo. Debemos aprender más detalles de los planes de d’Albret, y tú eres la mejor preparada para la tarea. —¿Se da cuenta de que mi capacidad para hacerme pasar por su dócil y pródiga hija desapareció al mismo tiempo que su prisionero? —Algo por lo cual no recibiste órdenes —señala. —Algo que no pude evitar —le recuerdo, apenas capaz de aferrarme a mi temperamento—. En cualquier caso, d’Albret nunca me permitirá volver a su casa. Y ciertamente no en una posición de confianza en la que pueda escuchar información importante. Lo más probable es que él me mate cuando me vea. —No sería una muerte rápida o agradable, de eso estoy segura. —Por supuesto que no volverás como tú misma. Ha demostrado ser una maestra de los disfraces. Te vestiremos como sirvienta, lo que te dará una excusa para quedarte en las puertas.

Anhelo sacudirla por sus delgados hombros y luego abofetear su cara fría y tranquila. —¿No ha oído nada de lo que he dicho? d’Albret los vigila a todos y hace que otros también los vigilen. Ya ha matado a más de la mitad de los sirvientes en el palacio simplemente porque sospechaba que eran leales a la duquesa. Nunca dejaría entrar a un sirviente desconocido a su casa. La abadesa inhala bruscamente, sus fosas nasales se ensanchan. El hecho de que ella esté tan molesta visiblemente me da la esperanza de que esté tomando en serio mis palabras. Se mete las manos en las mangas y las cruza para mirar por la ventana. Me quedo donde estoy y trato de enmascarar el hecho de que estoy hirviendo por dentro. —Muy bien, entonces —dice ella—. Te enviaré de vuelta con un solo propósito: acercarte lo suficiente como para matar a d’Albret. Dulce Mortain. ¿Realmente ella cree que caeré en eso dos veces? —Si bien he deseado hacer eso, Reverenda Madre, ¿no va en contra de todos los preceptos que me han enseñado? Porque no está marcado. A menos que… —me detengo cuando se me ocurre un pensamiento—. ¿Annith lo ha visto? Los labios de la abadesa se adelgazan y saca las manos de las mangas. Por un momento, creo que me golpeará. —¿Qué sabes de Annith? ¿Has estado cruzando correspondencia con ella mientras estabas en Nantes? Eso estaba estrictamente prohibido. Estoy tan sorprendida por este arrebato que ni siquiera pienso decir nada más que la verdad. —¡No, Reverenda Madre! No he hablado con ella —ni siquiera con una nota—, desde que salí del convento. Lentamente, con dificultad visible, la abadesa calma su genio y se vuelve hacia la ventana. —¿Cómo es posible que d’Albret no sea marcado después de todo lo que ha hecho? —pregunta ella, como si el nombre de Annith nunca se mencionara

—. Tal vez simplemente no puedes verlo. O quizá no has mirado lo suficientemente duro. Tal vez tu miedo te haya hecho débil y cautelosa. La ira brota a través de mí y lucho por aplastarla. No servirá perder mi temperamento delante de ella. —Él no está marcado. Créame, lo comprobé a menudo. Lo vi en todo su desnudo esplendor dos días antes de dejar Nantes. —Me parece que hay una buena probabilidad de que haya aparecido desde entonces —dice tercamente. Ahí es cuando me doy cuenta de que no aceptará un no por respuesta. Ella está haciendo todo lo que está a su alcance para obligarme a volver a la pequeña caja fabricada por ella. Ha llegado el momento en el que debo elegir entre la cajita del convento o alejarme por completo de todo lo que he conocido. Intento un último acercamiento. —Si hago lo que me pide, podría ingresar al palacio, e incluso podría llegar a d'Albret, pero nunca saldré con vida. Los leales a él se encargarán de eso. Incluso mientras digo las palabras, puedo ver en sus ojos que ella ya lo sabe. Ahí es cuando me golpea: todo lo que he sido para ella es una herramienta, una herramienta tan dañada que no le importa si se destruye por completo. —Se nos pide a todos que hagamos sacrificios en nuestro servicio a Mortain. Y tú, en particular, has deseado la muerte desde que llegaste al convento. Tal vez esta es la forma en que Mortain responde a tus oraciones. Sus palabras perforan mi corazón como afiladas espinas negras, y la oscuridad familiar y la desesperación amenazan con abrumarme. ¿Alguna vez ha estado tan dispuesta a sacrificar cualquier otra de las novicias por la causa de Mortain? No, por su causa, porque se trata de traerle gloria y reconocimiento al convento… a ella. Pero, me doy cuenta, hay una libertad en tener tantos de mis secretos expuestos—eso le da mucho menos poder sobre mí. —Tal vez ya no sea apta para el servicio de Mortain, Reverenda Madre, porque no iré.

Su cabeza se levanta como si la hubiera abofeteado. Por extraño que piense en mí, no vio venir este desafío. Su pulso late con rabia en su cuello, y se gira de nuevo para mirar por la ventana. Ya me siento más ligera, preguntándome dónde iré y quién seré una vez que esté libre tanto del convento como de d’Albret. Ella respira hondo y luego se voltea para mirarme. No entiendo el débil regocijo de la victoria que veo en sus ojos. Hasta que ella habla. —Muy bien. Entonces enviaré a Ismae. ¡Dulce Jésu, no Ismae! La ira de d’Albret por el hecho de que Ismae frustró su ataque a la duquesa en el pasillo de Guérande aún arde caliente y brillante. D’Albret no sabe de mi participación o no estaría viva. —No puede enviar a Ismae. —Mantengo mi voz tranquila y despreocupada, como si simplemente estuviera señalando un defecto en su plan en lugar de intentar salvar la vida de mi mejor amiga—. Por un lado, d’Albret la ha visto. Su rostro está permanentemente grabado en su mente después de que ella frustró sus planes en Guérande. El hombre es sobrenatural en su capacidad de ver a través de disfraces y subterfugios. La abadesa no se deja engañar por mi actitud tranquila. Realmente me ha atrapado en su trampa y lo sabe. —Tenemos muchas formas de crear un disfraz. Podemos cortarle el cabello, cambiarle el color, manchar la piel. Podemos hacer que se vea vieja y demacrada en cuestión de horas. D’Albret nunca permitiría a nadie en su presencia, ni siquiera a un sirviente, que ofenda tan grandemente a sus ojos. Incluso si no la reconocieran y la mataran abiertamente, la usarían de la manera más vil, simplemente por deporte. —Todavía creo que la reconocería. Y no lo olvide, muchos de sus criados la han visto al lado de Duval. Si por alguna pequeña oportunidad el propio d’Albret no la notara, uno de sus criados estaría ansioso por señalarla, para ganarse el favor. La abadesa cruza las manos y apoya la barbilla sobre los dedos. —Ah, eso es una lástima, porque sería una solución excelente. —Sus palabras me

tranquilizan, porque no espero una capitulación tan pronto. Sin embargo, sus siguientes palabras convierten la sangre en mis venas en hielo—. Tal vez es hora de enviar a Annith en su primera misión. D’Albret nunca la ha visto; nadie fuera del convento la ha visto nunca, y ella es nuestra novicia más hábil de todos los tiempos. También puede enviar a un cordero al foso de los lobos, ya que si bien la habilidad de Annith es excelente, también es completamente buena y ni siquiera puede empezar a adivinar qué trucos y engaños usarían contra ella. ¿Es la abadesa tan despiadada que enviaría a Ismae o Annith a una muerte segura? Ella debe estar faroleando. Debe ser. Pero, ¿estoy lo suficientemente segura como para arriesgar la vida de mis amigas? Una calma fresca se posa sobre mí, y me encuentro con la mirada impersonal de la abadesa. —Eso no será necesario, Reverenda Madre. Voy a ir. Su cara se relaja un poco. —Excelente. Me complace ver que sabes dónde está tu deber. —¿Cuándo me voy? Dentro de uno o dos días. Sabré más después de la reunión del consejo de esta tarde.

Capítulo Treinta y tres Traducido por Shiiro

MAREADA Y ENTUMECIDA, ME TAMBALEO dependencias, desesperada por un rato de soledad.

hacia

mis

Parece que, al final, todos los caminos llevan a d’Albret. Corra hacia él con furia o huya de él aterrada, el camino se curvará para devolverme a él. ¿Por qué pensé que podría escapar? Cuando me di cuenta de que tendría que viajar con Bestia, supe que no había escapatoria, sino que tan solo podía posponer lo inevitable. Pero entonces, una vez aquí, he sido lo bastante estúpida para permitirme tener esperanza, aun cuando sé que se trata solo de los dioses divirtiéndose a mi costa. Casi olvido toda una vida de lecciones aprendidas por las malas en cuestión de días. Está claro que estoy destinada a morir a manos de d’Albret. La verdadera pregunta es, ¿está él destinado a morir por mi mano? Porque eso es todo lo que me queda: golpearlo rápida y certera y segura y encargarme de que muera, sin lugar a dudas, ante mí. ¿O no? ¿Qué pasaría si, sencillamente, me marchase? Seguro que Duval podría proteger a Ismae. Alguien llama a la puerta, interrumpiendo mis pensamientos. Temerosa de que Ismae se haya enterado de mi charla con la abadesa, corro a abrir, consternada al ver a Bestia en el pasillo con el brazo aún en alto para volver a llamar. Todas las palabras que conozco se me escapan de la cabeza, y lo miro boquiabierta. Ya no está teñido de gris o verde, y se ha cortado el pelo. Se

apoya en un bastón, pero aparte de eso, parece haber llegado hasta aquí por sus propios medios. Baja el brazo. —Así que está aquí. Creí que quizá estaba escondiéndose de mí. Aunque eso es exactamente lo que he estado haciendo toda la semana, me burlo. —¿Por qué debería esconderme de usted? Baja las cejas con ominosidad, y la mirada que me lanza está a punto de chamuscarme todo el pelo de la cabeza. —He enviado a Yannic cada noche para que la recoja y así hablar con usted. ¿Por qué lo ha estado evitando? ¿Por eso había mandado a la pequeña gárgola que me siguiera? Me encojo de hombros. —Pensé que no confiaba en mí para identificar a los hombres de d’Albret, y que lo enviaba para que viera cómo estaba. Fue muy claro con sus objeciones en la reunión del consejo. Haciendo un esfuerzo evidente, deja de apretar los dientes. —Me opuse porque era demasiado peligroso. —¿Oh? ¿Entonces no está enfadado conmigo por ser la hija de d’Albret? — No sé qué locura me impulsa a echar sal en las heridas que yo misma he causado, pero soy incapaz de detenerme. —Pensé que dijo que era hija de Mortain. —Sí, bueno, eso no es más que un mero tecnicismo, como se ocupó de clarificar la abadesa en esa misma reunión. Sacude su gran cabeza.

—No me fío de esa mujer, no del todo. Usted tampoco debería. El hecho de que esté en lo cierto no me ayuda a congraciarme con él. Su expresión se suaviza, y sus ojos pierden ese brillo enfadado. —Sybella, tenemos que hablar. Es esa suavidad la que provoca que contenga la respiración, porque en ninguno de mis sueños imaginé que lo vería mirarme de esa forma. Pero merde, no puedo permitirme su simpatía o su comprensión. No ahora, porque derruirá mi determinación más rápido de lo que puedo reunirla. —¿Qué hay que hablar? Soy hija del hombre que asesinó a su hermana y, lo que es peor, le mentí al respecto una y otra vez. —Pare —gruñe—. Hay mucho más que eso. Que se haya dado cuenta me llena de alegría, que aplasto sin miramientos. —Lo que sé es que se suponía que iba a quedarme y matar a d’Albret esa noche, y usted me lo impidió. Arruinó los planes que había hecho y me obligó a dejar la ciudad sin haber cumplido con mi cometido, y ahora tengo que volver para hacerlo. —Decirlo en voz alta hace que se me cierre la garganta, por lo que tengo que detenerme un momento antes de continuar —. Habría sido mucho más fácil en ese momento, antes de saber… —Me detengo de nuevo, insegura de qué es lo que quiero decir. La mirada fiera ha vuelto a su expresión, y da un paso hacia el interior de la habitación. —¿Cómo que va a volver? ¿Por orden de quién? —Las del convento porque, al igual que usted, juré servir a mi dios, y es ahí donde Él desea que vaya. —Pero mientras digo esto, sé que es la abadesa la que quiere que me enfrente a d’Albret. No sé si Mortain está de acuerdo con ella o no. Quizá este sea mi castigo por dar la espalda a Él y a las enseñanzas del convento.

Antes de que podamos seguir discutiendo, se acerca un paje. Pasea la mirada entre Bestia y yo, inseguro respecto a lo que está ocurriendo. —¿Tienes algún mensaje para uno de nosotros? —inquiero. Se aclara la garganta. —Sí, milady. Se les reclama a usted y a sir Waroch para atender la reunión del consejo en las cámaras de la duquesa. Estoy aquí para escoltarlos hasta ellas. —Por supuesto —respondo, porque esta interrupción me viene como anillo al dedo. No deseo tener esta conversación en absoluto—. Muéstranos el camino. —Salgo de la habitación, obligando a Bestia a retroceder para que no le pille la nariz con la puerta, y luego me giro y permito que el paje me guíe por el pasillo. Oigo el bastón de Bestia mientras nos sigue.

Somos los últimos en llegar a las cámaras del consejo. Al vernos entrar en la sala, la abadesa entrecierra los ojos con desaprobación, y no sé si es solo por mí o porque vengo junto a Bestia. Duval nos hace un gesto para que tomemos asiento mientras sigue hablando. —…tomado el consejo de lady Sybella al pie de la letra, y han adelantado la boda entre Anne y el Santo emperador Romano. Tendrá lugar esta tarde, por poderes. Con suerte, el matrimonio le granjeará a la duquesa cierta protección, sobre todo porque he recibido informes que afirman que d’Albret y sus fuerzas están preparándose para dejar Nantes y marchar hacia Rennes. Quizá incluso hayan partido ya, puesto que el último mensaje tenía unas horas. Aunque me esperaba este anuncio, me provoca un espasmo de miedo en la columna. Me rastreará como hizo cuando yo solo tenía ocho años y escondí uno de los cachorros mestizos a los que su perra de caza preferida había dado a luz.

Excepto porque no estaré aquí. Estaré yendo derechita a por él. Bajo sus mismas narices, quizá, sea el único sitio donde no se le ocurriría buscarme. El capitán Dunois es el siguiente en hablar. —Gracias a demoiselle Sybella, hemos encontrado al que esperamos que sea el último de los saboteadores, de forma que d’Albret no recibirá ninguna ayuda cuando llegue. Me pregunto, ¿cómo puede estar tan seguro? Hemos encontrado a diecisiete hombres, pero ¿y si hay más? ¿Y si se me ha escapado alguno? —¿Qué hay de las tropas españolas? —pregunta la duquesa, con rostro adusto y sombrío—. ¿Llegarán antes que d’Albret? —Llegaron esta mañana temprano, Su Excelencia —dice el capitán Dunois —. Mi mano derecha está en su acuartelamiento. Aunque son buenas noticias, todos sabemos que mil tropas españolas son casi insignificantes contra los números de d’Albret. —¿Y las compañías libres? —Han sido contratadas, Su Excelencia —le dice el canciller—. Deberían estar aquí en dos semanas. No es lo suficientemente pronto. La duquesa vuelve a girarse hacia el capitán Dunois. —¿Se ha despejado el tiempo lo suficiente para que desembarquen las tropas británicas? —Esas seis mil tropas son nuestra única esperanza para romper con el asedio a la ciudad de d’Albret. Dunois y Duval intercambian una mirada sombría. —Acaban de informarnos, Su Excelencia —dice con gentileza—. Los franceses han tomado Morlaix. —Un gemido de agobio se alza en la habitación.

—¡Pero las tropas inglesas…! —Precisamente. Tendrán que abrirse paso entre los franceses para llegar… —O las asesinarán en el momento —termina el capitán Dunois. Hay silencio mientras todos sopesamos este desastre de última hora. Es como si estuviesen apretando un lazo en torno al cuello de nuestro pobre reino. Duval se traga un juramento y se levanta para pasearse. Bestia, que ha estado sentado como una cazuela hirviendo a fuego lento durante los últimos segundos, habla por fin. —Me marcharé mañana, y me apuraré para llegar a Morlaix, llevándome conmigo a los carbonarios. —Mira a cada uno de los consejeros por turnos, como si los retase a objetar algo. El canciller Montauban frunce el ceño. —No puedes derrotar a mil tropas francesas con un puñado de quemadores de carbón —dice, y no puedo evitar preguntarme si conoce a Bestia en absoluto. —No, pero podemos montar una dolorosa distracción que les dará a los británicos una oportunidad para desembarcar. —Es posible —dice Duval, sonando esperanzado por primera vez en días. —Mientras viajamos, haré que el campo se alce contra estos intrusos que nos robarían nuestras tierras de debajo de las narices. Quizá algunos se unan a nosotros en Morlaix. —Sigo diciendo que no podemos poner toda nuestra confianza en los carbonarios —dice el canciller Montauban—. Son demasiado impredecibles, demasiado rebeldes. Me temo que huirán cuando más los necesitemos. Los ojos de Bestia, al encontrar a los del canciller, son tan fríos como un lago helado.

—Han dado su palabra, canciller. Y yo me inclino a creer en ella. —Pero no están versados en el arte de la guerra —señala Chalon—. No tenemos tiempo para entrenarlos para la batalla. Bestia se inclina hacia delante. —Esa es la belleza de los carbonarios. No luchan con técnicas convencionales. En lugar de ello, usan el sigilo, la astucia y el factor sorpresa. El engaño y la emboscada son sus mejores armas. —Pero eso no es honroso —protesta Chalon. —La derrota tampoco es honrosa —señala Duval—. No puedo evitar preguntarme si el movimiento de d’Albret está orquestado para coincidir con este último ataque francés. ¿Acaso sabía que la ayuda inglesa se retrasaría, y por eso marcha ahora? —Lo sabremos pronto. —La abadesa rompe el silencio—. La dama Sybella regresará a su puesto en el hogar de d’Albret, así que tendremos acceso a sus planes, con suerte antes de que los consume. La duquesa se gira hacia mí, impactada, y la cara de Ismae se torna blanca como la nieve. —¡Pero ella ya no está segura allí! Debe saber, o por lo menos sospechar, que ayudó a Bestia a escapar. —No es cuestión de seguridad, Su Excelencia, sino de cómo podemos servirles mejor y, a través de usted, a Mortain. —Su leal y dedicado servicio será tomado en cuenta, Madre Reverenda. — La nota irónica en la voz de Duval me confirma que él tampoco se fía por completo de ella. Hay un largo momento de silencio, y luego la duquesa vuelve a hablar. —Me temo que debo dar la razón a Bestia y el chambelán, señores míos — dice—. Nos quedan pocas opciones, Daremos a estos carbonarios una

oportunidad de demostrar lo que valen. No seré la única cabalgando hacia una muerte segura al alba. Bestia también.

Capítulo Treinta y cuatro Traducido por Shiiro

CUANDO LA REUNIÓN TERMINA por fin, me levanto y me dirijo hacia la puerta. Puedo sentir que Ismae me observa, suplicándome que me gire y la mire, pero no lo hago. No puedo. Ahora no. Bestia también me está agujereando la espalda con la intensidad de su mirada, pero lo ignoro a él también. Lo que más necesito ahora mismo son la privacidad y santidad de mi dormitorio. Llego a mi habitación y echo el cerrojo a la puerta, jurando no abrírsela a nadie. Pensar. Tengo que pensar. Esta información nueva hace que marcharme sea infinitamente más posible. La madre reverenda no lo sabría hasta pasados unos días. Incluso semanas. Y para entonces, d’Albret ya habrá o ganado o sido derrotado, y la dirección de la guerra y de nuestro país estarán determinadas. Duval protegerá a Ismae e impedirá que la envíen en mi lugar cuando la abadesa sepa que no fui. Y en ese momento será demasiado tarde para que Annith sea de utilidad. Es un buen plan. Un plan sólido. El simple hecho de pensar en él hace que la tensión en mi pecho se relaje un poco. Empiezo a empacar. Solo me llevaré las cosas que lleven a la madre reverenda a creerse mi engaño, así que serán solo las cosas que poseería un civil. El vestido de lavandera y mis armas, por supuesto. Todos mis cuchillos, pero no los elegantes brazaletes de garrote, ya que son demasiado finos para que los posea una simple civil. Además, puedo estrangular a un hombre usando su propio cinturón con la misma facilidad.

Mientras guardo con cuidado los cuchillos que llevaré, me maravillo ante cómo, una vez, el deseo de matar a d’Albret dio forma y significado a mi vida. Pero eso era antes de… ¿Antes de qué? ¿Cuándo se apartó mi corazón de su voluntad de morir si era necesario para matar a d’Albret? Quizá una vez que escapé, cuando ya no estaba en su órbita ni infectada con la lóbrega desesperanza que me envolvía mientras estuve en su hogar. O quizá el breve tiempo alejada de él me haya recordado que hay cosas por las que merece la pena vivir. Hay gente buena en este mundo, en este ducado. Aquellos que harán todo lo que puedan para detener a d’Albret. Viviendo entre sus paredes, era demasiado fácil olvidarse de ellos. Está la emoción de un caballo veloz, y el sol y el viento en el rostro. Los raros, y por ello mucho más preciosos, momentos para reír. La anticipación al ver la marca de Mortain y saber que la caza está a punto de comenzar. La mirada de alguien cuando te ve de verdad; no solo tu cara y tu pelo, sino la esencia de tu alma. Me resulta incómodo y crudo darme cuenta de que Bestia ha tenido que ver, en parte, con estas nuevas ganas de vivir. No por él, sino porque me recordó lo que la vida tiene que ofrecer. Vive la suya con tanta alegría que es imposible no querer esa dicha para uno mismo. Mis dedos se deslizan hasta el anillo que llevo en la mano derecha, mi último recurso en caso de que la situación se vuelva insostenible. De repente, mis pulmones no pueden aspirar aire suficiente y la cabeza no me pesa nada. No importa cuánto desee que sea diferente, porque a pesar de todos nuestros esfuerzos, a pesar de todos los topos a los que he descubierto, aún temo en mi corazón que d’Albret gane al final. Que tome la ciudad y la ponga de rodillas. Y a todos los que viven en ella. Oh, lucharán. Todos los nobles de Anne, y consejeros y soldados harán lo que puedan para protegerla. Y morirán intentándolo, porque la habilidad de d’Albret para matar es extraordinaria.

Puedo ver cómo se desarrolla en mi mente con tanta claridad. Se abrirá paso hasta Anne personalmente, atravesando a su guardia con su larga espada como si fueran queso blando. Es posible que mis hermanos estén a su lado, intentando una vez más ganarse su favor. Ismae y Duval protegerán a la duquesa con sus vidas, y eso es exactamente lo que les costará. Una vez hayan pagado con ellas, d’Albret descargará su venganza contra Anne. Puede que no le haga daño al principio. Lo más probable es que tome a Isabeau como rehén, porque sabe muy bien que ahí es donde está el corazón de Anne. Observo el pequeño montón en mi cama. ¿Y si yo pudiera detenerlo, pero no lo hiciera? ¿Qué precio en sangre habrá tenido mi libertad? ¿Acaso no se perderán las cosas por las que espero vivir? En ese momento, sé que debo hacer lo que me han ordenado. No por la abadesa, ni por el convento, ni siguiera por Mortain. Sino por aquellos a los que he terminado por amar.

Es tarde cuando abandono mi habitación para buscar a Ismae, pero aún hay mucha actividad mientras el palacio se prepara para la partida de Bestia y el asedio que viene. Ismae no está en sus dependencias, así que me dirijo a las de Duval en el palacio. Es el único lugar en el que se me ocurre mirar, aparte de las cámaras de la abadesa o las de la duquesa. Parece que estoy de suerte, porque cuando alcanzo su puerta, siento dos pulsos latiendo al otro lado. Llamo con suavidad. Duval abre la puerta. Un breve gesto de sorpresa cruza su rostro al ver que soy yo. —¿Milady?

Le ofrezco una sonrisa irónica. —En realidad vengo a buscar a Ismae —digo. Es difícil asegurar nada con tan poca luz, pero creo que una débil sombra rosa se extiende por sus mejillas. Es como si Ismae y él tuvieran solo trece años y estuvieran viviendo su primer episodio de amor de juventud. —Está aquí. —Abre la puerta para dejarme pasar, y luego hace una reverencia—. Les dejo para que hablen en privado. —No. —Estiro el brazo para agarrar el suyo—. Tiene que oír lo que debo decir. —Muy bien. —Se gira y me conduce hasta su habitación, donde encuentro a Ismae encorvada frente a la chimenea, dando sorbos a un cáliz de vino. Cuando me ve, deja el vino a un lado y se pone de pie de un salto. —¡Sybella! ¿Dónde has estado? Ninguno de los pajes que hemos enviado ha podido encontrarte. Sintiéndome culpable, recuerdo que han llamado varias veces a mi puerta. —Estaba recogiendo mis cosas. —¿Vas a ir? —susurra. Incapaz de hablar, asiento. Da un paso hacia mí. —No está bien —dice con fiereza—. Tiene que ser el turno de otra persona. Iré yo. Duval la mira, alarmado. —No irá nadie. No necesitamos esa información si les cuesta la vida.

—No estoy aquí para quejarme de mi destino. Estoy aquí para que me prometan algo. —Me quito el anillo del dedo y se lo tiendo a Duval—. Dele esto a su señora hermana. Que lo lleve. Si su última línea de defense falla, será su mejor vía de escape. Duval observa el anillo. —No puedo hacer lo que me sugiere. Cojo su mano, le meto el anillo dentro, y le cierro los dedos a su alrededor. —Tiene que hacerlo. Créame. Será preferible morir a que d’Albret le ponga las manos encima a su hermana. Ya ha tenido demasiado tiempo para planear todas las maneras en que puede romperla y humillarla, y causarle tanto dolor como piensa que ella le ha causado a él. Pase lo que pase, no puede permitir que se la lleve. Su muerte será larga y dolorosa. Parece algo enfermo, pero acepta el anillo. —¿Me lo promete? —pregunto. Me mira a los ojos. Sea lo que sea lo que ve en ellos, parece convencerlo. —Lo prometo. Algo dentro de mi pecho parece relajarse. —Gracias. —No, gracias a usted. Y por los horrores que ha sufrido, y los horrores a los que será sometida, lo siento de verdad. Quiero que sepa que mi hermana, y que todos nosotros, llevamos este sacrificio suyo en el corazón. Sus palabras provocan que afloren lágrimas a mis ojos, pero pestañeo para que no caigan y me pongo manos a la obra. —Ismae, he venido a ver si me puedes prestar tus arandelas. —Mi oferta iba en serio. Quiero ir en tu lugar.

—Sé que quieres. —Tomo sus manos entre las mías—. Es por eso que te quiero tanto. Pero tienes deberes que atender aquí. Espero de corazón que Duval y tú sean los últimos que se interpongan entre la duquesa y d’Albret, si la ciudad no resiste. Me abraza, y saboreo la sensación de tenerla tan cerca, atesorándome. Luego me aparto. —Ahora. Respecto a esas armas… Después de discutir un poco, Ismae me da sus arandelas y la mitad de sus reservas de veneno. Ahora todo lo que me queda por hacer es esperar hasta el alba para partir. Mientras abandono la habitación de Duval, la urgencia por buscar a Bestia es casi demasiado. Me prometo que me enfrentaré a él por la mañana, y se lo contaré todo. Una vez que le haya hecho mi confesión, podré morir con la conciencia tranquila.

Antes de que el sol despunte en el horizonte estoy vestida y me dirijo al establo. No paso por alto que, de todas las cosas que he temido en mi vida, decirle a Bestia esta verdad tan simple es una de las más terroríficas. Lo encuentro en los establos, supervisando la preparación de las monturas. En lugar de usar la gruesa vara que le han dado para que lo ayude a caminar, la está balanceando, señalando y dando órdenes con ella. Yannic está con él, y más carbonarios de los que puedo contar. Me late el corazón con tanta fuerza que me sorprende que no se giren todos para mirarme fijamente, pero están tan abstraídos en su trabajo que, al principio, ni siquiera me ven. Intento llamar a Bestia, pero abro la boca y no sale de ella palabra alguna. Debo haber hecho algún ruidito, aun así, porque Bestia se gira, abriendo los ojos por la sorpresa al verme, y cojea hasta donde me encuentro.

—Tenía la esperanza de que viniera a despedirnos. Si no habría tenido que ir a buscarla. Eso me infunde ánimo, saber que planeaba decirme adiós. —Tengo algo de lo que me gustaría hablar con usted en privado. Bestia arquea las cejas y me sigue fuera de los establos. Con miedo a perder el valor, me miro las manos, que están entrelazadas con tanta fuerza que se me han puesto los dedos blancos. Relajo mi agarre. —Hay algo que tengo que explicarle. He querido decírselo muchas veces, pero nunca era un buen momento. Ni siquiera parpadea, aunque sus ojos se me antojan tan indescifrables como el acero pulido. —Al principio no se lo dije porque temía que no confiara en mí, y necesitaba su confianza para llevarle a Rennes sano y salvo. Tenía la esperanza de que, al llegar aquí, nadie tendría que conocer mi identidad. No es algo de lo que esté orgullosa. Pero eso no… —¿Sybella? —¿Sí? —Por favor, recuerde que si hubiera alguna otra forma de hacer esto, la usaría. —¿Hacer qué? —pregunto, confusa. Me mira con ternura, y se me acerca, así que me pregunto si va a besarme. Entonces su mano desaparece, rápida y certera, y el mundo se vuelve negro.

Capítulo Treinta y cinco Traducido por Brig20

LO SIGUIENTE QUE SÉ, es que todos los demonios del infierno están martillando mi mandíbula, justo debajo de mi barbilla, pero no me importa tanto como debería, porque me siento segura. Parece que estoy en una cueva. Una cálida cueva de piedra que me rodea completamente, presionándose firmemente contra mi espalda, protegiéndome. Oigo un suave murmullo… ¿un caballo? y luego la voz baja de un hombre. —No nos dijo que podíamos traer a una mujerzuela. Una segunda voz. —No es una mujerzuela, tonto. El capitán nunca se rebajaría con una ramera. —Bueno, ¿qué es ella, entonces? —Que me cuelguen si lo sé. —Basta —gruñe una voz familiar. Una garganta se aclara. —Si no le importa que le pregunte, ¿qué le pasa a ella, capitán? —El tono es mucho más respetuoso ahora. Hay una pausa, y luego la pared de la cueva detrás de mi espalda retumba. —Se desmayó. Cierro los ojos con fuerza, luego los cierro cuando la brillante luz del sol penetra en mi cerebro y una ola de náuseas me cubre. Lentamente, mi mente se agudiza lo suficiente como para comprender que no estoy en una cueva sino que estoy sujeta entre brazos gruesos y fuertes. La firmeza en mi espalda no es un muro de piedra, sino un peto blindado. Nos estamos moviendo con un suave andar.

Lucho por sentarme, pero los brazos son como un tornillo y me mantienen firme. —Shhh —dice la voz familiar—. No se mueva así, asustará al caballo. Bestia. ¡El bastardo lo ha vuelto a hacer! El mundo gira cuando trato de sentarme y poner la mayor distancia posible entre nosotros, la cual no es tanta pues estamos compartiendo una silla. Furiosa, meto el codo en su muslo, complacida cuando él gruñe de dolor. — Si alguna vez me hace eso otra vez, le mataré. Lo digo en serio. —Y si bien lo digo en serio, las palabras no suenan tan amenazantes como deberían. Los otros jinetes se alejan, dándonos la ilusión de privacidad, ya que no tengo ninguna duda de que sus oídos se esfuerzan por escuchar cada palabra. Hay otro retumbo en su pecho y no puedo decir si son palabras o risas, y me duele demasiado la cabeza para voltearme y ver. Además, a pesar de que la ira y la molestia retumban en mis entrañas como un pez en mal estado, disfruto de la fuerza de estos brazos, aliviada de tenerlos entre el resto del mundo y yo. Entre d’Albret y yo. ¡Mierda! —¿Dónde estamos? —En el camino hacia Morlaix. La sacudida de alarma y consternación trae una nueva ola de náuseas, pero aprieto los dientes y los ignoro cuando trato de bajar del caballo. Los brazos de Bestia se aprietan dolorosamente. —¿Está loca? —dice—. Quédese quieta, de lo contrario caerá. —Tengo un lugar donde debo estar. Él no dice nada, pero sus brazos se aprietan aún más hasta que apenas puedo respirar. Sería fácil —tan fácil— rendirse a la fuerza en esos brazos. Porque quiero hacer precisamente eso, una risa burlona brota de mi

garganta. —Mi padre no pagará un rescate por mí, ni la abadesa, si eso es lo que espera ganar. Cuando habla, hay una nota extraña en su voz. —¿Es eso lo que cree que quiero? ¿Rescate? —¿Por qué otra cosa me secuestraría? El rescate o la venganza son las únicas razones que se me ocurren. —No la secuestré; ¡La rescaté! —Parece ofendido por mi falta de aprecio. —¡No pedí ser rescatada! Su mano enguantada se extiende y oh con tanta suavidad vuelve mi cara hacia la suya. —Sybella. —Mi nombre suena encantador y musical en su lengua—. No la dejaré volver con d’Albret. La ternura en sus ojos me deshace. Es estúpido, me digo a mí misma. No significa nada. Él rescata a todos los que pasan por su camino. Pero mi corazón falso no escuchará. Así como regresó por su hermana, ha venido por mí. Temiendo que vea el anhelo desnudo de mi corazón, aparto mi rostro de él y busco la indignación que sentí solo momentos antes, pero es un mero eco de lo que una vez fue. —Tengo que volver —le digo, tanto para convencerme a mí misma como a él—. Si no lo hago, la abadesa enviará a Ismae, o tal vez incluso a Annith, que nunca antes ha salido del convento. Ninguna tendrá una oportunidad contra d’Albret. —Estaba tan dispuesta a aceptar mi destino—esta vez por las razones correctas. Por amor, en lugar de venganza. Y una vez más este... hombre, esta... montaña... ha destruido mi decisión ganada con tanto esfuerzo con un movimiento descuidado de su muñeca. Y aunque ninguna de las razones desesperadas que me obligaron a comprometerme en ese curso de acción ha cambiado, me temo que no podré reavivar mi determinación.

—La abadesa no es tonta. Despiadada, quizá, y sin escrúpulos, pero no tonta. Ella no enviará a una de sus preciadas doncellas a una muerte segura. Ella las está utilizando para amenazarla. —No estoy dispuesta a arriesgar la vida de mis amigas en eso —le digo en voz baja—. Además, ¿qué pasa si es mi destino, mi sino, detener a d’Albret, y no lo hago? Él permanece en silencio por un largo momento, su alegría desaparece como la nieve del invierno pasado. —¿Podemos conocer nuestro propio destino? —pregunta—. Creía que el mío era rescatar a Alyse, pero fracasé, así que claramente no lo fue. Es posible que nuestros destinos no puedan conocerse hasta que estemos fríos en el suelo, y nuestras vidas se hayan acabado. Aunque me temo que tiene razón, no estoy dispuesta a rendirme. —¿Y si su misión en Morlaix falla? —Tendremos que estar seguros de que eso no pase. —Es un comandante tonto si pone toda su esperanza de victoria en una canasta. —Sybella. No puede detenerlo. No sola. Sus palabras son tan seductoras, me temo que tendré que colocar mis manos sobre mis oídos para evitar que me tienten. —Pero debo —le susurro. —Ah, pero no tiene otra opción, ya que ha sido secuestrada por alguien mucho más fuerte que usted y no hay escapatoria. Mejor piénselo y terminemos con eso. Además, he recogido sus pertenencias, por lo que la abadesa pensará que se ha ido a Nantes, tal como lo había planeado. No puedo evitar admirar su minuciosidad, y una pequeña parte de mí espera que funcione. ¿Estar libre no solo de d´Albret sino también de la abadesa? Así debió sentirse Amourna la primera vez que se le permitió irse del infierno.

Bestia coloca su gran mano sobre mi cabeza y la empuja hacia su pecho. — Duerma ahora —dice—. De lo contrario, tendré que derribarla de nuevo. Molesta, hago lo que me dice. Me aseguro que es solo porque quería hacerlo de todos modos.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, el caballo ha dejado de moverse y el sol está inclinado abajo en el cielo. Nos detendremos por la noche. Parpadeo cuando Winnog se acerca a nosotros y Bestia se prepara para entregarme de la silla. Al acercarse a Winnog, el caballo salta y patea el aire hasta que Bestia hace algo con los talones y murmura una orden, y luego el caballo se detiene el tiempo suficiente para que me resbale de la silla a las manos que esperan del carbonario. —¿Qué le pasa a su caballo? —pregunto una vez que estoy a salvo en el suelo. —Eso no es un caballo natural, milady —murmura Winnog—, sino una criatura asquerosa venida directamente del inframundo. Bestia muestra una de sus sonrisas lunáticas y luego dirige a la criatura hasta el borde del campamento donde están atados los caballos. —¿Milady? ¿Necesita descansar? —Winnog pregunta, y me doy cuenta de que todavía estoy agarrando su brazo. Lo suelto de inmediato. —No gracias. Prefiero estirar las piernas. Él menea la cabeza. —Entonces, si me disculpa, iré a ayudar con los caballos. Me quedo un momento, observando el enjambre de actividad mientras el grupo frena sus caballos y comienza a desmontar. Una docena de hombres del ejército de la duquesa se encuentran en excelentes corceles y sementales, y luchan por obtener una posición, tratando de sortear un número igual de carbonarios e en sus robustos rucios y ponis. Ninguno de

ellos parece estar dispuesto a ceder ante los demás, y en cuestión de minutos se trata de un caos de hombres que maldicen y lanzan caballos. «Mierda». Si este es el tipo de cooperación que Bestia puede esperar, es más que estúpido al evitar que yo sea el plan de contingencia. Tendremos suerte incluso de llegar a Morlaix, y mucho menos sacar a los franceses para que las tropas británicas puedan entrar. Una lenta realización se desliza sobre mí. Rennes está a solo un día de viaje, y el propio d'Albret no llegará hasta mañana en la tarde, como muy temprano. Si me voy ahora, puedo estar allí con tiempo suficiente para pasar inadvertida entre la multitud de seguidores del campamento que seguramente viajarán con él. Echo un vistazo alrededor del claro. Yannic está luchando contra el caballo demoníaco de Bestia para atarlo. Bestia ya ha sacado sus mapas y los está desplegando para discutir tácticas y estrategias con sus comandantes. Los carbonarios están ocupados lanzando miradas sombrías a los soldados, y los soldados están ocupados haciendo su desprecio claramente como el día a los carbonarios. Nadie me está mirando. La resolución que temía haber perdido para siempre aumenta una vez más. Empiezo a caminar hacia la hilera de caballos. A medida que me acerco, hay un susurro de movimiento en los árboles, y emergen media docena de cuerpos. Me paralizo, al igual que los soldados, y sus manos se dirigen a sus espadas hasta que Erwan les dice que esperen. Solo son las mujeres carboneras, quienes vienen a cocinar para el campamento. Durante la confusión que traen los recién llegados, elijo un castrado gris moteado atado lo más lejos del campamento y rápidamente pongo su gran grosor entre los demás y yo, con la esperanza de que me esconda un poco. Extiendo la mano para acariciar la sedosa nariz de la criatura y dejo que me huela, como si solo estuviera saludando. Mientras lo hago, miro a mi alrededor, buscando una silla y tachuela. Necesitaré una brida si debo dirigir a esta criatura de regreso a Rennes. Una silla de montar estaría bien, aunque puedo andar sin una si es necesario. —Ya vuelvo —le susurro al gris, pero

antes de haber dado dos pasos, una mano se cierra alrededor de mi brazo. Una mano grande y dura como el hierro—. ¿Debo manearla como Yannic ha maneado a los caballos? Maldito sea. ¿Puede el patán infernal solo atender sus asuntos para que yo pueda ocuparme de los míos? Doy un suspiro de molestia, pero también hay algo de alivio. Furiosa conmigo misma por sentirme aliviada, saco mi brazo del agarre de Bestia. —No. No necesita manearme; solo tiene que dejarme ir para que pueda completar mi tarea. Su cara normalmente abierta es dura y despiadada. Es la primera vez que veo su ferocidad enfocada en mí, y me obligo a sonreír para que no vea lo desconcertante que es. —Ya hemos discutido esto. Se queda aquí. Camulos sabe de esta misión, puedo usar sus habilidades. —Debería haber un plan de contingencia en caso de que este esquema a medio cocinar no dé frutos. Y por más que detesto a la abadesa y no me da confianza, ella tiene razón en que cuantas más oportunidades tengamos para golpear a d’Albret, mayores serán nuestras posibilidades de éxito. Él extiende su otra mano y agarra mi hombro. —No voy a dejar que se ponga en tanto peligro. —Durante unos breves segundos, la ira da paso a una mirada de absoluta desesperación, y luego desaparece. Su agarre en mis brazos se afloja, y lentamente, se inclina hacia mí. Con mi propio temperamento olvidado, me quedo muy, muy quieta. —Si me golpea otra vez, lo mataré —le susurro. —No es pegarle lo que tengo en mente. —Y luego sus manos se mueven hacia arriba para acunar mi cabeza, haciéndome sentir pequeña y frágil… no, no frágil, pero apreciada. Como si yo fuera un tesoro precioso. Cuando él se inclina más cerca, no me muevo, ni siquiera respiro. Observo sus labios a medida que se acercan a los míos, maravillándome de la forma de ellos, de cómo hay un hoyuelo más pequeño en la esquina izquierda de su boca, tan pequeño que no lo verías a menos que estuvieras lo

suficientemente cerca para… sus labios se encuentran con los míos. Cálidos y más suaves de lo que tienen derecho a ser. Estoy inundada de sensaciones que no tienen nada que ver con el alivio o la furia. Simplemente quiero. Lo quiero a él, su fuerza, su honor, su maldita ligereza de corazón. Quiero beber todas esas cosas como vino con miel de una copa y dejar que me llenen. Incapaz de resistir, cierro los ojos, me inclino hacia él y me dejo imaginar que algo entre nosotros es posible. Pero no es así, no con todos los secretos que todavía existen entre nosotros. Lentamente, con pesar arrastrándose por cada poro de mi cuerpo, me alejo. Sus ojos se abren, llenos de calor. —¿Cómo puede no estar enojado conmigo? —susurro—. Le engañé repetidamente; casi todas las palabras que pasaron por mis labios fueron una mentira. —Estoy desesperada por poner algún tipo de barrera entre nosotros o me temo que me arrojaré a él como una criada. Da un gran suspiro, luego se aleja para apoyarse en un árbol cercano y quitarle peso a su pierna mala. —Al principio, lo estaba. Furioso por ser engañado y mentido. Y por un d’Albret. Parecía como si los mismos dioses se estuvieran burlando de mí. Con la intención de avivar esa ira, repasé todo lo que había dicho, todo lo que había hecho. Y mientras sus palabras habían mentido, sus acciones nunca lo hicieron. La he visto en las circunstancias más duras, escoltando a un hombre herido por el campo mientras esquivaba soldados enemigos y exploradores hostiles sin pensar demasiado en su propia comodidad o seguridad. Pensóe más en la hija del molinero y en la situación de los carbonarios que en su propio bienestar. Y mató a los propios hombres de d’Albret con una sonrisa en su rostro y alegría en su corazón. Lo miro de reojo, incapaz de hablar, mientras él presenta esta nueva Sybella que apenas reconozco. Él pasa su mano sobre su cabeza. —Una vez que pasé de enfadarme, me indignó que no confiara lo suficiente en mí para decirme la verdad. Pero reaccioné exactamente como había temido, claramente no había garantía de

esa confianza. —Él se pone serio una vez más—. Pero Sybella, la he visto cuando hay elecciones difíciles ante usted, no estas falsas elecciones de memoria, y cada vez, ha elegido bien. Escogió el camino que ayuda a la mayoría de las personas y que menos lastima a los demás. Y por eso no le guardo rencor. Incapaz de evitarlo, puse mi mano en su mejilla, necesitando estar segura de que él es real y no de una visión que mi cerebro saturado ha inventado. Su piel es cálida, y sus bigotes ásperos bajo mis dedos. —¿Cómo creció su corazón tan grande? —pregunto. Un destello de algo… dolor y quizás un toque de amargura, brilla brevemente en sus ojos, luego desaparece. —Porque no he tenido a nadie con quien compartirlo desde que se fue Alyse. Un grito sube justo en ese momento, seguido de un sacar de acero. Una mujer grita. Bestia se aleja del árbol y se apresura a regresar al claro tan rápido como lo permite su pierna lesionada. Me levanto las faldas y lo sigo.

Hay una pelea cerca de uno de los fogones de la cocina. Dos mujeres carboneras están de pie con cautela. Reconozco a Malina, pero no a la más joven. Erwan, Lazare y Graelon se han plantado frente a las mujeres, como un escudo. Frente a ellos están dos soldados de Bestia, uno con la cabeza afeitada, los ojos fríos y una espada desenvainada. —Por los dientes de Dios —Bestia murmura mientras cojea hacia adelante—. ¿Que está pasando? El soldado con la espada desenvainada nunca aparta los ojos de los carbonarios. —Estos hombres nos han insultado sacando sus cuchillos. Solo les estoy instando a usar sus armas. —Su pecho está empujado hacia adelante, como el de un gallo enojado.

—¿Ofrecimos insultos? Fuiste tú quien calumnió a nuestras esposas y hermanas al tratar de arrastrarlas a los arbustos para aplacar tu lujuria. El segundo soldado; Sir de Brosse, se encoge de hombros con pereza. — Pensé que era una seguidora del campamento. No significa ningún daño. Bestia se acerca y lo golpea en la parte posterior de su muy grueso cráneo. —Mantén tu daga enfundada, idiota. No hay seguidoras del campamento aquí. Los ojos de De Brosse se deslizan en mi dirección y Bestia se acerca un paso más. —Ella es lady Sybella. Sirve a Mortain y, a menos que desees ser destruido como un pez, te sugiero que le muestres a ella; y a todas las mujeres en este campamento, el mayor respeto. De Brosse sonríe tímidamente y hace una disculpa, primero en mi dirección, y luego hacia las mujeres carboneras. —¡Gaultier! —Bestia le pega al otro soldado—. Guarda tu espada y vigila la instalación de las tiendas. Los ojos del hombre permanecen en los carbonarios hasta que Bestia lo agarra por el cuello y lo sacude. —Mis disculpas. Sir Gaultier es de mal genio, y Sir de Brosse tiene debilidad por las mujeres. Esto no volverá a pasar. No si quieren permanecer bajo mi mando. Una vez que Bestia ha escoltado a sus soldados errantes, hay un silencio incómodo. —Vamos —Erwan grita a los espectadores—. Todos ustedes tienen trabajo que hacer. Háganlo. Me retiro a uno de los árboles y me siento en la base de su tronco para pensar, aún incapaz de decidir qué debo hacer: quedarme o regresar a Rennes y dirigirme a d’Albret. No puedo dejar de preocuparme por no haber ganado este favor. Pero solo soy humana y no estoy segura de poder apartarme de tal regalo. Además, si fuera mi destino derribar a d’Albret, ¿no lo habría hecho ya en esos largos meses en su hogar? ¿Por qué ahora debería ser diferente?

Hace mucho tiempo que dejé de creer que las oraciones hacen algún bien, pero ahora se siente como si hubieran sido respondidas. Como si la mano de Mortain se hubiera metido en mi vida, me sacó de mis pesadillas y me colocó donde más quisiera estar: al lado de Bestia. Decido aceptar este regalo que me han ofrecido los dioses. En la distancia, aúlla un lobo. Déjalo venir, creo. Lo más probable es que Bestia simplemente aullé en respuesta, y la criatura gire la cola y corra o se alinee detrás de él, como el resto de nosotros.

Capítulo Treinta y seis Traducido por Brig20

EL SOL NACIENTE AÚN NO ha mostrado su rostro cuando estamos en camino, pero al menos ya no está completamente oscuro. Aun así, caminamos los caballos hasta que salga el sol sobre el horizonte, luego Bestia da la orden de galopar, la urgencia de nuestra misión presionando a nuestras espaldas. Bestia sube y baja en la línea, asegurándose de saludar a cada hombre con gusto o compartir una broma privada con él. Mientras lo hace, los hombres se sientan más rectos o encuadran sus hombros, sus corazones se alimentan de ese estímulo tanto como sus cuerpos se alimentan de pan. Pienso en mi padre, mis hermanos y en cómo mandan a los hombres. Usan el miedo y la crueldad para azorarlos hacia delante y obligarlos a hacer su voluntad. Pero Bestia no solo guía con el ejemplo, sino que hace que los hombres tengan hambre de verse a sí mismos como Bestia los ve. Justo como el hambre que tengo de creer que soy la persona que ve cuando me mira. Estoy aterrorizada de lo que está surgiendo entre nosotros. De lo mucho que quiero que pase. Mis propios sentimientos por él comenzaron mucho antes de llegar a Rennes, cuando me dijo por primera vez que había regresado por su hermana. Pero mi creencia de que él no debería —no podría— retornarme el cariño, creó un foso de seguridad alrededor de mi corazón, y no tenía nada que temer porque toda la situación era imposible.

Pero ahora—ahora lo miro a los ojos y veo que él cree que es posible. Seguramente eso solo porque no me conoce realmente. Todavía hay cosas —cosas trascendentales—que le he ocultado. Y mientras que Bestia es fuerte y su corazón generoso, no estoy segura de que sea lo suficientemente fuerte como para amarme con todos mis secretos. No puedo decidir si debo enterrar el resto de esos secretos tan profundamente que nunca volverán a aparecer o arrojárselos a la cara como un guante. Mejor que me odie ahora que tarde cuando me haya acostumbrado a su amor. Pero, ¿no han demostrado ya los dioses cuán inútil es para mí tratar de mantener mi pasado oculto? Lo que me deja con una opción clara… una que me tiene deseando haber decidido obedecer a la abadesa y prepararme para el campamento de d´Albret. —¿Por qué tan sombría, milady? Levanto la vista, sorprendida de ver a Bestia cabalgando a mi lado. ¿Cómo puede alguien tan grande moverse tan silenciosamente? Abro la boca para hacerle esa misma pregunta, pero me sorprendo al hacer otra pregunta. — ¿Sabe que he matado a más de treinta hombres? Sus cejas se disparan, ya sea por mi confesión o por el número de muertes, no puedo decirlo. —Y de esos, solo dieciséis fueron sancionados por Mortain. Cuando él no dice nada, agrego con cierta impaciencia: —No mato simplemente porque Mortain lo ordena, sino porque lo disfruto. —Así lo he visto —dice—. También me complace mucho mi trabajo. — Mira a nuestro alrededor—. ¿Hay alguien aquí a quien quiera matar? Sin saber si está bromeando o si está hablando en serio, resisto la tentación de cruzar el espacio entre nosotros y golpearlo. Claramente, para un hombre que se rumorea que ha matado a cientos de cientos en batalla, mi insignificante número de muertos no tienen mucho efecto. Quizá algo con lo que haya tenido menos experiencia personal. —Soy malvada y carnal y

he dormido con muchos hombres. Posiblemente incluso docenas. —Aunque en verdad, son solo cinco. Bestia no me mira, sino que observa la línea de caballos y carretas tendidos detrás de nosotros. —Se tiene en muy poca consideración, milady, porque no puedo pensar en un solo hombre que merezca un regalo como el que dice que ha dado. Sus palabras pican algo dolorosamente tierno, algo que no deseo reconocer, así que resoplo con burla. —¿Qué sabe de tales cosas? Probablemente soy una de las pocas doncellas que no ha huido de su fea cara. Se vuelve para mirarme, diversión brilla en sus ojos como la luz del sol sobre el agua. —Es cierto, milady. —Luego se va, montando a lo largo de nuestro grupo para asegurarse de que no haya rezagados, y me queda la convicción de que una avalancha sería más fácil de disuadir que ese hombre.

Hacia la tarde, llegamos a una pequeña área boscosa—un lugar aislado que los exploradores carbonarios nos han elegido. A los soldados no les gusta y se quejan, porque es una maraña oscura y primaria de árboles y maleza. De hecho, los árboles aquí son muy grandes, sus raíces han brotado del suelo y corren a lo largo de la superficie, como los huesos antiguos de la tierra. Aunque no puedo decir por qué, me siento cómoda en este lugar, como si la presencia de la Dea Matrona fuera fuerte. No. No la Dea Matrona, sino la Madre Oscura. Porque aunque no la adoro, puedo sentir Su presencia en el rico suelo franco y el moho de las hojas debajo de nuestros pies, y en la silenciosa podredumbre de los troncos caídos. Tal vez eso es lo que hace que los soldados se sientan incómodos. Nuestro grupo ha crecido a lo largo de nuestro viaje, como si Bestia fuera un gaitero loco cuya melodía llama a jóvenes ansiosos que desean luchar a su lado. Además de los hombres de armas y los carbonarios originales, nos han acompañado una docena más de los quemadores de carbón, dos

herreros, un puñado de leñadores y arrendatarios, y tres hijos de campesinos corpulentos. Uno de ellos es Jacques, el hijo mayor de Guion y Bette. Pronto, el claro está lleno del bullicio y el afán de casi cincuenta personas que hacen el campamento. Listos para la noche que viene. Me siento nerviosa en mi propia piel, como si la misma savia que corre a través de los árboles ahora esté corriendo por mis venas, dándome vida después de un invierno frío y duro. Deseando algo que hacer, ofrezco ayudar a Malina a preparar la cena, pero ella me aleja. —Es una dama, y demás una asesina. No pertenece a la olla de sopa. Me doy la vuelta y contemplo el campamento. Algunos de los carbonarios están construyendo carpas en el claro; otros están recogiendo agua de un arroyo cercano para que los caballos cansados puedan beber. Los soldados se han ido a cazar para nuestra cena, e incluso a los brotes los han enviado a recoger leña. Como me niego a sentarme ociosamente mientras otros hacen el trabajo, engancho una de las hondas para recoger madera y me dirijo a los árboles. Moverme entre los árboles me calma. En ese silencio y quietud, me encuentro contenta, un sentimiento que apenas reconozco. Me gusta esta vida—días llenos de paseos duros y las tardes llenas de tareas y necesidades, con poco tiempo para placeres ociosos o juegos retorcidos. Quizá pueda simplemente ir al lado de Bestia mientras él viaja por todo el reino levantando un ejército para la causa de la duquesa. Ese pensamiento me hace sonreír, porque es una idea fantasiosa que no me atrevería a disfrutar si no estuviera aquí sola sin nadie que lo vea. ¿Pero estoy sola? Voces y algunos ruidos de crujidos extraños llegan a mis oídos. Avanzo con cautela, con cuidado de no pisar ninguna hoja seca o ramita que pueda hacerme notar. Me topo con un claro y descubro que solo son los niños del campamento que se han detenido en su recolección de madera. Han tomado dos ramas y están jugando a la lucha de espadas. Son chicos fuertes, pero sus

movimientos son torpes y no están capacitados. Los carbonarios tiene razón al llamarlos brotes. Empiezo a sonreír ante sus travesuras, pero en cambio, un escalofrío me resbala por la espalda. No es un juego al que jugamos, y de repente me desespero ante nuestras posibilidades, no solo de éxito, sino de supervivencia. Salgo de entre los árboles. —¡Tontos! —les regaño—. ¡No están batiendo la paja de los colchones! Los chicos se congelan, sus caras se llenan de vergüenza y desafío. —¿Qué sabe de esas cosas? —pregunta el muchacho del leñador con tristeza—. Milady —añade como una ocurrencia tardía. —Más que tú, al parecer. No se golpean unos a otros como si estuvieran segando el trigo. Hay un ritmo de empuje y parada, ataque y contraataque que debes saber para no ser destruido como cerdos. El resentimiento brilla en los ojos del joven leñador. Les piqué el orgullo masculino y me froté la nariz ante su falta de privilegios, porque, por supuesto, no han tenido la oportunidad de presenciar peleas de espadas, y mucho menos de practicar con ellas. —No hay tiempo en los tres días antes de que lleguemos a Morlaix para enseñarles el arte de luchar con espadas. Eso lleva años. Agregue a eso que no hay espadas adicionales, y están perdiendo el tiempo. —¿Qué quiere que hagamos? ¿Recoger madera? —Uno de los muchachos del herrero patea una rama a sus pies con disgusto. —No —digo, acercándome—. Me gustaría que aprendieran algunas formas rápidas y mortales de matar a un hombre para que puedan servir a la duquesa en esta misión. Las caras de los brotes son mezclas de sospecha y esperanza. —¿Y quién se tomará el tiempo para enseñarnos estas habilidades? Milady. Sonrío. —Yo lo haré. —Tomo mis muñecas y saco mis cuchillos de sus fundas. El interés de los niños se acelera, excepto por el hijo del herrero, que todavía es escéptico.

—¿Qué podemos aprender de pelear con una doncella? —pregunta a los demás, y en sus caras aparecen dudas. Dos de ellos realmente se ríen. Quiero tomar sus cabezas gordas en mis manos y chocarlas como jarras vacías. Jacques habla. —No es una simple doncella, tonto. ¿No escuchaste al comandante ayer? Ella sirve a Mortain. —Él baja la voz—. Ella es una asesina. El herrero parpadea. —¿Es esto cierto? En respuesta, tomo uno de los cuchillos y lo lanzo. Solo tiene tiempo para quedarse boquiabierto por la sorpresa antes de que su capa esté firmemente sujeta al árbol detrás de él, justo encima de su hombro. —Es cierto —le digo. Sin más discusión, me dirijo a Jacques. —Te emparejarás conmigo. El resto de ustedes, emparéjense de acuerdo con su tamaño. —Con una mirada tímida a los demás, Jacques se arrastra por el suelo del bosque para pararse frente a mí, con las manos colgando a los lados. Quito los dos cuchillos que llevo en mis botas y se los doy a otros dos niños. —Al igual que un asesino, tu mayor fortaleza será tu sigilo y astucia. Y la velocidad. Tendrán que entrar rápidamente, golpear y luego alejarse antes de que alguien se haya dado cuenta de que están allí. Eso significa que además de lo que les enseñe aquí esta noche, deben comenzar a aprender a moverse en silencio. En este momento, suenan como una manada de bueyes galopando a través del bosque. Finjan que están acechando a alguien si es necesario, pero aprendan a moverse sin hacer ruido. —No hay honor en eso —resopla uno de los leñadores. Más rápido de lo que él puede parpadear, me meto dentro de su guardia, le saco el cinturón de la cintura, y lo giro alrededor de su garganta, lo suficientemente apretado como para llamar su atención. —No hay honor en desperdiciar tu vida tampoco. No cuando la duquesa necesita a todos los hombres en su reino si queremos ganar la próxima guerra.

El niño traga audiblemente, luego asiente en comprensión. Me alejo y le devuelvo el cinturón. —Además, si lo que dices es cierto, entonces los que sirven a Mortain no tienen honor, y estoy segura de que no es una acusación que te interese hacer. Sacuden rápidamente la cabeza. —Ahora, la forma más rápida y silenciosa de matar a un hombre es cortándole la garganta, justo aquí. —Paso mi dedo por mi garganta—. Este no solo es un excelente golpe mortal, sino también una forma de silenciarlo para que no pueda llamar y alertar a los demás. Entro en las lecciones que me enseñaron en el convento con la misma facilidad que me pongo un vestido nuevo—. Aquí. Pon tus dedos en tu propia garganta. Siente el hueco en su base. El punto en el que quieres golpear está a tres dedos de eso. —Observo mientras todos ellos andan a tientas en sus propias gargantas—. Bueno. Ahora les mostraré el llamativo movimiento desde atrás. —¿Sobre mí? —pregunta Jacques, con la voz quebrada. —Sí —le digo, ocultando una sonrisa—. Pero usaré el mango del cuchillo, no la hoja. Paso la siguiente hora enseñando a los brotes algunas de mis habilidades más básicas y crudas. Cómo cortar una garganta; dónde golpear desde atrás para que un solo golpe mate a un hombre; donde es mejor colocar tu cuerpo al asaltar a alguien para que su sacudida no afloje tu agarre. No usamos todo el tiempo que quisiera, pues la leña es necesaria para alimentar las hogueras si queremos comer. Todos son todavía pesados y torpes en los movimientos, pero ahora tienen algunas pequeñas habilidades que pueden usar. Esa noche, cuando finalmente nos sentamos a comer, siento que me he ganado la cena. Cuando la comida está lista y el fuego se apaga, voy en busca de mi petate. Alguien, Yannic, supongo, lo ha colocado cuidadosamente entre dos de las grandes raíces de los árboles para que quede acunada entre ellos. Casi tropezándome de agotamiento, me agacho para levantar la manta, luego

parpadeo sorprendida ante el pequeño ramo de flores rosadas que han puesto sobre mi almohada. Parece que mis pecados han sido perdonados. Al menos, los que Bestia conoce.

Capítulo Treinta y siete Traducido por Shiiro

MÁS TARDE, CUANDO TODO EL mundo se ha retirado para pasar la noche, una gran figura encorvada se aparta de los rescoldos del fuego y viene hacia mí. —Parece un bebé en su cuna —dice Bestia. Observo las dos raíces a mis lados, y decido que me gusta la comparación. —Dea Matrona me tiene cerca. —Tengo la certeza de que puedo sentir cómo las raíces laten mientras extraen alimento de la tierra. Cuidadoso con su pierna mala, Bestia se apoya en el árbol para sentarse en el suelo junto a mí. —¿Ha terminado ya de confesarme sus pecados más oscuros? Me alegra que acepte lo que le he confesado antes con el corazón tan abierto, y está claro que los dioses me han dado este momento perfecto para compartir lo demás. Agradezco la oscuridad que nos envuelve, sumiéndolo todo en las sombras, consiguiendo, de alguna forma, silenciar la vida. —Por desgracia, no. —Respiro hondo—. Debería advertirle que está cortejando a la mujer responsable de la muerte de su hermana. Pasa un momento, luego otro, y sigue sin decir nada. Escudriño la oscuridad, intentando verle la cara, en busca de alguna señal de que mi confesión lo ha confundido o lo ha dejado mudo de asco. —¿Es que no me ha oído?

—Sí. —La palabra llega despacio, como si la estuviera sacando de un pozo muy hondo—. Pero también sé que no pierde ni un segundo a la hora de retratarse bajo la luz más oscura posible. ¿Cuántos años tenía? —Catorce —susurro. —¿El golpe de gracia le cayó por su mano? —No. Bestia asiente, pensativo. —¿Puede decirme cómo iba una doncella solitaria de catorce años detener a alguien como d’Albret? —Podría habérselo contado a alguien —digo, angustiada. —¿A quién? —pregunta Bestia con fiereza—. ¿Quién podía estar dispuesto a escucharla, con los medios y el poder suficiente para detenerle? ¿Sus soldados, que juraron servirle? ¿Sus vasallos o sus siervos, que hicieron juramentos parecidos? Nadie puede provocar a un señor peligroso y poderoso como d’Albret solo por lo que diga una chiquilla. —Pero… —Todas esas cosas que usted hizo, o que no hizo, fueron cuestión de supervivencia. Decírselo a alguien solo la habría dejado expuesta, dejando claro que sabía toda la verdad sobre lo que estaba pasando en el hogar de d’Albret y poniéndose en un peligro aún mayor. —No es solo eso —digo—. La traté mal, y me reí cuando mis hermanos se burlaban de Alyse o hacían chistes crueles sobre ella. Me reía tan fuerte como ellos. Bestia tensa la mandíbula, y me queda claro que por fin he conseguido hacerle ver hasta dónde llega mi crueldad. —¿Y qué habría pasado si no lo hubiera hecho?

—Alyse habría tenido una amiga de verdad, alguien que estuviera a su lado en lugar de alguien que huía a la mínima señal de amenaza. Se inclina para cerrar la distancia entre nosotros, acercándose tanto a mi cara como puede. —Si no se hubiera reído con sus crueldades, se habría convertido en el siguiente objetivo. —Alza una mano, cortándome—. No olvide que la he visto soñar, y sé cuánta oscuridad la persigue. También estoy bastante seguro de que muy poca le corresponde de verdad. Repito que todas esas cosas que hizo, o que no hizo, fueron cuestión de supervivencia. Nos miramos durante un instante largo e intenso, y entonces se me enciende el temperamento. —¿Por qué no tiene cabeza como para ver que no me merezco su perdón? Él se ríe, y es un sonido brusco y sin humor. —El dios al que sirvo es casi tan oscuro como el suyo, milady. No estoy en posición de juzgar a nadie. Mirándolo a los ojos, veo el débil eco de los horrores del fragor de la batalla que ha soportado, y entiendo. Conoce, de verdad, parte de la oscuridad con la que intento lidiar. Nos quedamos sentados en la noche cerrada un tiempo. Su cara está compuesta mayormente de ángulos oscuros y planos, con tan solo el débil brillo del fuego alcanzándolo desde tan lejos. —Me gustaría que me dijera cómo murió mi hermana —dice al final. Aunque tiene todo el derecho a saberlo, se me acelera el corazón, y me siento como si una gran manaza me apretase el pecho. Pero, dulce Mortain, es lo mínimo que le debo. Cierro los ojos e intento alcanzar el recuerdo, pero es como si hubiera una gruesa puerta impidiéndome acceder a él, y cuando intento abrirla, siento un disparo de dolor en la frente, y me late el

corazón con tanto frenesí que me da miedo que quede hecho jirones contra mis costillas. «Recuerdo los gritos. Y la sangre.» Y luego solo existen las fauces del pozo negro que amenazan con engullirme. —No puedo —susurro. Algo en su expresión cambia, y su decepción respecto a mí es palpable. —No, no —me apresuro a explicar—. No me estoy negando, ni haciéndome la tonta. Es que no puedo recordarlo, literalmente. No del todo. Solo hay fragmentos y partes, y cuando me esfuerzo por recordar, solo encuentro oscuridad. —¿Hay algo que sí recuerde? —Recuerdo gritos. Y sangre. Y que alguien me abofeteó. Entonces me di cuenta de que la que chillaba era yo. —La mano gigantesca alrededor de mi pecho me aprieta hasta dejarme sin aire en los pulmones. Empiezo a ver puntos negros que bailan ante mis ojos—. Y eso es todo. Me mira durante un largo rato, y daría años de mi vida por poderle ver la cara con claridad, por saber qué está pensando. En la oscuridad, su mano grande y cálida toma la mía con ternura, y me entran ganas de llorar ante la comprensión que desprende su contacto.

El camino a Morlaix nos lleva demasiado cerca del hogar de mi familia. Está a unas pocas leguas al norte, y el simple hecho de saber lo cerca que está hace que todo mi cuerpo se tense, incómodo. Bestia no dice nada, pero veo que desvía la mirada en esa dirección una vez o dos y no puedo evitar preguntarme qué siente. Por suerte, empieza a llover, gotas

gruesas que pronto se convierten en un aguacero torrencial y nos obligan a pensar en otras cosas. Aun así, no podemos permitirnos el lujo de detenernos, así que continuamos la marcha. Aunque nadie se queja, solo parece no importarles a los carbonarios. A media mañana, el suelo del bosque está embarrado, y nuestro paso se ve reducido a un trote lento. Pero, mientras podemos seguir adelante, lo hacemos. Debemos hacerlo. Incluso en estos momentos, d’Albret estará seguramente acampando enfrente de Rennes y dando la señal a sus saboteadores. Por favor, Mortain, haz que nos hayamos encargado de todos. Y, si no es así, déjanos esperar que Duval y Dunois estén en su guardia. Cuando el segundo caballo tropieza en el lodo y nos lleva una hora sacar la rueda de un carro del barrizal, Bestia decide que debemos esperar a que pase la tormenta, y envía exploradores para que busquen refugio. Poco después, regresan. —Hay una cueva como a un kilómetro al norte de aquí —le dice Lazare—. Es grande, y puede acogernos a todos nosotros y también a los caballos. El caballo de de Brosse se revuelve sobre sus pies. —Es una cueva antigua, milord. Con marcas extrañas y antiguos altares. No estoy seguro de que los Nueve vayan a apreciar que lo profanemos. Me río, sobre todo para que no oigan cómo me castañetean los dientes por el frío. —Entre nosotros servimos a la Muerte, la Guerra, y la Madre Oscura. ¿A quién te parece que deberíamos temer? De Brosse inclina la cabeza, dócil, y Bestia da la orden de dirigirse a la cueva. Casi espero que sea una boca que nos lleve al infierno directamente, porque lo cierto es que no nos vendría mal el calor.

Capítulo Treinta y ocho Traducido por Alejandra 122

INCLUSO CUANDO LA MITAD DE LA PARTIDA sigue entrando a la cueva, los carbonarios tienen antorchas encendidas y se ponen manos a la obra para encender hogueras. La cueva es ciertamente enorme. Podríamos meter fácilmente a la mitad de nuestra compañía. Se escuchan muchas pisadas fuertes, gemidos de alivio y crujidos de cuero y arneses cuando cincuenta hombres desmontan y empujan al resto para crear espacio para ellos y sus caballos. Una vez que desmonto y le entrego mi caballo a Yannic, camino por el perímetro de la cueva, intentando que la sangre fluya en mis extremidades. También me gustaría saber en qué morada pasaremos la noche. Los carbonarios le llaman a este lugar el vientre de la Madre Oscura, y bien podría serlo, pero otros dioses han sido adorados aquí, y más recientemente. Hay un viejo altar hasta el fondo. Las antorchas apenas proyectan algo de luz tan atrás, pero puedo ver el borroso contorno de pequeños huesos, una ofrenda hecha hace mucho tiempo. Viejos dibujos oscilan en las paredes de la cueva, una lanza, un cuerno de caza y una flecha. No es hasta que veo a la mujer montando al jabalí gigante que estoy segura que me topé con una de las guaridas de Arduinna, donde ella y su grupo de caza descansaban de sus cacerías. Ahora tranquilizada, vuelvo frente a la cueva, donde se encuentra el resto del grupo, debatiéndome entre ponerme cómoda y escapar. Los que están más inquietos son los más jóvenes, hijos de granjeros, leñadores y herreros. Los carbonarios no tienen miedo sobre este lugar y los hombres en armas son muy disciplinados como para mostrar miedo, aun

cuando puedo olerlo en ellos tan bien como huelo su sudor. Pero los brotes están parados hombro a hombro, buscando con los ojos bien abiertos, temblando en partes iguales de frío y miedo. —Arduinna —anuncio—. La cueva pertenece a Santa Arduinna. No a Mortain, ni Camulos, ni siquiera a la Madre Oscura. —Envío una mirada de reproche a Graelon, que busca corregirme—, pertenece a la diosa del amor. No hay nada que temer. —Aunque esto es ciertamente una mentira, porque el amor me aterroriza más que la muerte o la batalla, pero estos jóvenes no necesitan saber eso. En efecto, Samson se ríe entonces, y mira a Gilda, que está ayudando a Malina a poner ollas para hervir. Ahora, eso es lo que necesitamos. La diosa de la lujuria moviéndose en todos estos hombres pero con media docena de mujeres entre ellos. —Vengan —digo bruscamente—. Tomen sus armas y muévanse al fondo donde hay lugar para dispersarse. Samson, Jacques y los demás me miran boquiabiertos. —¿Aquí? —¿Creen que sus habilidades son tan magníficas que pueden abandonar la práctica? —Pero no hay espacio. —Oh, pero lo hay. Ahora, síganme, a menos de que estén asustados. Samson, Bruno, traigan las antorchas. Evidentemente, nadie admitiría ese miedo, y ciertamente no frente a mí, así que guío al grupo más profundo dentro de la cueva y hago que los chicos aseguren las antorchas. Me coloco en lo más profundo de la cueva, porque aunque es claramente una de Arduinna, puedo sentir el frío aliento de Mortain sobre mi cuello. No sé porque Su presencia es tan fuerte aquí, y no haré que los chicos le den la espalda . Tras muchas quejas y gruñidos, los chicos finalmente toman sus posiciones. —Inicien —ordeno, y sus brazos, torpes y fríos, se empiezan a

mover a través de los ejercicios que hemos estado practicando. Al cabo de media hora, el frío está en el olvido, al igual que su miedo, y están concentrados en superar a sus oponentes. Mi enfoque en los brotes es tan grande mientras intento evitar que se maten unos a otros accidentalmente que tardo en darme cuenta que hemos atraído una multitud. Fácilmente una docena de los soldados de Bestia se han reunido alrededor y están observando a los chicos con los ojos entrecerrados y los brazos cruzados. —Apuesto por el chico del herrero —dice de Brosse—. El del cabello largo. —Acepto esa apuesta. Pienso que el chico con el hacha ganará el encuentro. Hay un grujido de monederos y un tintineo de monedas a medida que se realizan las apuestas. Sus apuestas casuales me ponen los pelos de punta; esto no es un juego. Las vidas de estos niños probablemente dependerán de lo que aprendan aquí. Además, los brotes no necesitan la distracción de ser rodeados por verdaderos soldados. O es lo que pienso hasta que veo como los brotes se toman a pecho la atención de los soldados. Ahí, Samson finalmente ha empezado a tomarse en serio la práctica, su rostro arrugado por la concentración. Jacques, ya no está tan preocupado sobre lastimar a su oponente y finalmente logra ponerlo en posición para poder poner el cordón de cuero alrededor de su cuello. Los aplausos incrementan, y Jacques sonríe tímidamente. Luego Claude se escabulle por detrás de él y le pone el cuchillo alrededor del cuello. Otro tintineo de monedas cambiando de manos. No puedo decidir si me divierte o me molesta que las opiniones de los soldados parecen tener más peso que la mía. —De nuevo —digo—. Y esta vez, Claude, intenta no reírte mientras cortas el cuello de tu oponente.

Esa noche la cena es un evento alegre. La mitad de los monederos de los soldados están más pesados por sus apuestas y el orgullo de los brotes ha crecido en la misma proporción. Incluso los carbonarios parecen haberse relajado un poco. A medida que los hombres se alejan de las hogueras para tenderse sobre el piso de la cueva, Bestia viene a buscarme. He seleccionado un lugar para mi petate cerca del fondo, aun deseando ponerme entre ese débil frío de la muerte que me acecha y el resto. —Llegaremos a Morlaix mañana —él dice, dejándose caer en el piso de la cueva. Intento ignorar el calor emanando de su cuerpo, intento fingir que no está tan cerca de mí como para tocarlo y que mis dedos no anhelan hacer justo eso. —Lo sé. Bestia cruza el poco espacio que hay entre nosotros y toma mi mano en la suya. Es una mano grande y dura, la palma entera llena de callos y cicatrices. —Lo hizo bien, entrenar a los brotes. —Lo sé. —Mi respuesta le saca una risa, pero es cierto, sé que fue bueno. Él sacude la cabeza. —Temo que he perdido mi toque para comandar hombres. Finalmente fue una asesina quien logró reunirlos a todos, no yo. —Ahora va demasiado lejos y se burla de mí. No tengo ningún don para reunir a los hombres. Él entrelaza sus dedos con los míos, luego lentamente lleva mi mano hacia sus labios y la besa. —Nunca me burlaría de usted. Solo hablo con la verdad. Es lo más reconfortante que alguna vez he sentido, esa mano sobre la mía, la firme tranquilidad que promete. Que me ofrezca esto después de todos los secretos que le he contado me abruma. Quiero, más que nada en el mundo, mantener esa mano en la mía y nunca dejarla ir.

Capítulo Treinta y nueve Traducido por Shiiro

ALREDEDOR DEL MEDIODÍA DEL cuarto día de nuestro viaje, avistamos Morlaix. No nos acercamos a la ciudad directamente, sino que permanecemos en la rivera más alejada del río, desde donde solo podemos distinguir las murallas de la ciudad. Bestia conduce a nuestra partida hacia el norte. Cuanto más avanzamos en esa dirección, más cambia la tierra. Los ricos campos y los bosques dejan paso a arbustos entre los que crecen hierbas altas y rizadas, y hay un fuerte olor salado en el aire. Desde esta distancia, soy capaz de oír el romper de las olas que se dejan caer en las orillas rocosas. Bestia lleva a la mayor parte de nuestra partida a acampar entre un puñado de árboles que se extienden hacia el este. Ordena a dos de sus hombres y a dos carbonarios que lo acompañen, además de a mí. Seguimos un rastro que es de reno, y nos encontramos siguiendo una senda serpenteante en dirección a la costa. Cuando las playas de rocas están a la vista, veo una antigua abadía de piedra y, a su lado, una de las piedras aún más antiguas que la rodean. Miro a Bestia. —¿Santa Mer? Bestia asiente. —La abadesa de Santa Mer ha mantenido informado a Duval. Ella y sus acólitos han estado en contacto con las naves británicas, y también han estado vigilando los movimientos franceses en la zona. Reprimo un pequeño cosquilleo no de miedo, sino de aprensión. Santa Mer es una vieja arpía aguada entre las diosas, con una maraña de algas por cabello y huesos hechos de madera de deriva. Es salvaje, indómita, tanto

juguetona como mortífera, bella y aterradora. Su apetito por los hombres es insaciable, y suele arrancarlos de sus barcos, llevárselos a Sus fauces, y escupirlos cuando acaba con ellos. Cuando tenía nueve años, mucho antes de haber oído la historia de mi propio nacimiento y mi linaje, la adopté para mí. La mayoría de las chicas de mi edad adoraban a Amourna, pero a mí no me servían ni Ella ni Su amor suave y amable, que no era más que una mentira para mantener a las jóvenes esperanzadas y complacientes. Durante un tiempo, reverencié a Arduinna, porque era la diosa que portaba un arma y aquello me atraía poderosamente, pero al final, Ella también me decepcionó. Como protectora de las vírgenes, me pareció que fallaba tantas veces como tenía éxito. Así que me refugié en Santa Mer. Su naturaleza salvaje me atraía. Deseaba bailar con las tormentas, como Ella. Deseaba elegir y decidir qué hombres entraban en mis dominios, y luego deshacerme de ellos una vez que hubiera obtenido mi placer. No es que creyera que hubiese ningún placer que compartieran hombre y mujer, pero las historias y los poetas solían hablar de ello, y si existía, yo lo quería experimentar. Más que nada, quería ser temida como Santa Mer, y que los hombres me tratasen con gran respeto y cuidado y temieran lo que les esperaba si no lo hacían. Cuando llegamos a la abadía, atamos los caballos. Mientras desmontamos, se abre la puerta y una anciana encogida sale por ella. En la mano lleva el tridente sagrado de Santa Mer, y lleva alrededor de cuello casi una docena de collares de conchas de berberechos, que señalan que es la abadesa. Bestia se inclina ante ella, al igual que sir Lannion y sir Lorril. Yo hago una reverencia profunda. Los carbonarios parecen inseguros, pero al final se arrodillan. —Entren y sean bienvenidos —dice la abadesa. Hace un gesto con el tridente, y dos chicas aparecen por la puerta de la abadía para atender a nuestros caballos: las hijas de Santa Mer, nacidas de la diosa y los hombres ahogados.

Me muero de curiosidad, porque nunca he conocido a nadie que haya nacido de otro dios. San Camulos no cuenta, porque no reclama a Sus devotos como hijos y se limita a aceptar a aquellos concebidos en Su nombre. La piel de las chicas tiene un toque translúcido, como si pasasen más tiempo bajo las olas que bajo el sol. Su pelo es largo y fluido, el de una rubio claro y el de la otra oscuro. Cuando se acercan, veo que están descalzas y que tienen los pies ligeramente palmeados que las señalan como hijas de Saint Mer. Le doy a una de las chicas mis riendas, y me sonríe. Sus dientes están algo afilados. Asiento a modo de saludo y agradecimiento, y luego me apresuro a seguir a la abadesa dentro de su abadía. Su cámara para visitas es sobria, sin ninguno de los lujos de los que disfruta la abadesa de San Mortain. Nos ofrece agua fresca y limpia para beber, y nada más. —Traigo las mercedes de la misma duquesa por la ayuda que le han prestado —dice Bestia formalmente. Me intriga este nuevo lado suyo. La abadesa asiente con la cabeza, y las conchas de berberecho repiquetean. —He jurado hacer todo lo que esté en mi poder para mantener nuestra tierra libre. —¿Hay información nueva? ¿Los británicos continúan anclados en la costa? —Sí, pero se están quedando sin suministros. Algunos locales estaban pasándoles comida y agua, pero los soldados franceses recibieron un chivatazo y comenzaron a deshacerse de ellos con sus arqueros, así que los han detenido. —¿Y qué ocurre con el propio Morlaix?

—Hay cerca de quinientos soldados franceses en la ciudad, con otros doscientos posicionados por todo el estuario. Su mayor problema será el cañón que los franceses han puesto en la boca de la bahía. No sé si pueden alcanzar los navíos, pero los capitanes parecen creer que sí, y no piensan acercarse. Bestia mira a los carbonarios, que sonríen y asienten. Se gira de nuevo hacia la abadesa. —Su cañón no será problema. Nos desharemos de ellos con suficiente facilidad para que las embarcaciones puedan pasar. Mi mayor preocupación es librar a la ciudad de tantos franceses como pueda, para que los británicos no sean masacrados mientras intentan desembarcar. La abadesa se acerca a una mesa cerca de uno de los altos ventanales. —Aquí tienen un mapa de la ciudad —dice, y nos acercamos a ella. —Aquí —dice la abadesa, señalando el mapa—. Aquí es donde me han dicho que están acuartelados los soldados. Pasamos el resto de la tarde planificando y tramando, intentando que se nos ocurra alguna estrategia que tenga alguna esperanza de tener éxito. Mientras tanto, siento cómo el tiempo devora nuestras posibilidades de vencer, al igual que las olas devoran la playa. D’Albret habrá llegado a Rennes ya, posiblemente. Pero con un poco de suerte, sin saboteadores que le garanticen acceso a d’Albret, la ciudad aguantará.

Capítulo Cuarenta Traducido por DVC34

ES AL FINAL DE LA TARDE CUANDO nos reunimos con el resto del grupo. Han estado ocupados durante nuestra ausencia para poder tener el campamento establecido. Está lleno de actividad: el pulir de sillas de montar, el afilador de espadas, y el controlador de armas. El aire zumba con la anticipación que todos estamos sintiendo pero no hay nada de la vieja acritud que nos ha estado persiguiendo desde que salimos de Rennes. No sé si es una tregua temporal o simplemente necesitaban un enemigo en común para concentrarse. No es hasta que desmonto y le entrego las riendas a Yannic que veo las marcas. Allí en la frente de ese soldado, cuyo nombre ni siquiera sé. Winnog también está marcado, veo su marca mientras camina y me saluda alegremente. Me pongo alerta. Mi mirada busca por el campamento a los brotes, los encuentro más allá del claro practicando sus habilidades. Henri y Claude también están marcados, igual que Jacques. Más de una docena de hombres llevan la marca y la comprensión de ese hecho se arrastra a través de mi piel. Ismae tenía razón. No todos esos hombres pueden ser traidores de nuestro país, como tampoco tiene sentido que Mortain los haya marcado si voy a ser yo quien los mate. Solo puede significar que van a morir , esta noche o más probablemente mañana, durante nuestro asalto a Morlaix. Aunque no he comido nada en todo el día creo que voy a vomitar. Bestia. Temiendo lo que voy a encontrar, pero desesperada por saberlo, voy en busca de Bestia. Llamó a los capitanes y comenzó a contarles lo que hemos

aprendido. Ignoro a los demás, mis ojos devoran el feo rostro que se me volvió tan querido. Si bien no es ni un poquito bonito y está cubierto por una barba de tres días, no tiene ninguna marca. Hago todo lo que puedo para no saltar de alegría, pero las marcas que veo en De Brosse y Lorril me devuelven a la realidad. Si bien sabía que morirían en esta batalla es difícil, muy difícil saber quién no va a regresar. Me uno a Bestia y a los demás en la pequeña mesa de mapas que ha creado Yannic. Miro al antiguo carcelero de d'Albret y me siento aliviada cuando veo que esta sin marcar. —Hay tres puntos de ataque —dice Bestia—. Enviaremos dos grupos hacia el norte, para sacar el cañón a ambos lados de la bahía. Erwan querré que la mitad de tus carbonarios se unan a la partida. La segunda defensa que golpearemos es la enorme cadena que tienen a través de la estrecha boca de la bahía. Si podemos cortar eso, algunos de los barcos británicos más pequeños podrán navegar directamente al muelle de la ciudad y desembarcar allí. »Por último la mayoría de nuestras fuerzas atacarán aquí. Lazare y Graelon han hecho un plan para inmovilizar a la mayoría de las tropas francesas. La seria y delgada cara de Lazare esboza una sonrisa rara.—Los haremos salir —dice. Es un plan audaz y desesperado , y por eso podría funcionar. Bajo el amparo de la noche los carbonarios echarán abajo el pestillo de la guarnición y a continuación iniciarán incendios en dos de las ventanas para que el humo llene la habitación. Dejarán una ventana, la que tiene una caída de seis metros fuera de la murallas de la ciudad, por la cual pueden escapar. Habrá muchos huesos rotos y no las suficientes muertes para hacer felices a los hombres, pero es la forma más rápida de liberar a la ciudad de la presencia de las tropas para que los británicos puedan desembarcar. —Hagan que sus hombres duerman un poco —les dice Bestia—. Nos moveremos a la medianoche así estaremos en el lugar mucho antes del

amanecer y podremos atacar mientras que los franceses no son conscientes. Cuando los capitanes se van para darles órdenes a sus hombres me muevo junto a Bestia. —¿Cómo lo haces?—pregunto mientras que mi mirada está en los hombres que se van—. ¿Enviar a los hombres a sus muertes? Bestia me mira sorprendido.—¿Sabe que van a morir? Asiento sin mirarlo. —De Brosse y Lorril tienen la marca. Al igual que una docena de hombres, incluidos Winnog y Jacques. —No todos son traidores. —No —Estoy de acuerdo—. No lo son, por eso le pregunto: ¿cómo lo hace? Se calla , entonces , mientras observa a los hombres que enviará a la muerte. —He jurado apoyar a la duquesa con mi vida. No le pido a nadie nada que yo no esté dispuesto hacer. Creo que vale la pena luchar por esta causa. —¿Y lo vale? —Miro fijamente a Jacques que se está riendo con Samson y Bruno alardeando de su valor para la misión de mañana. Bestia se queda en silencio por un momento antes de decir.—Esa es una de las cosas más difíciles, y no nos damos cuenta hasta que es tarde. A veces muy tarde. Ambos nos quedamos tranquilos por un rato, perdidos en nuestros propios pensamientos. Finalmente me dirijo hacia él. —¿Cuál es mi papel en el ataque de mañana? Ante su mirada en blanco, doblo mis brazos y lo miro con el ceño fruncido. —¿No pensará que me sentaré aquí tranquilamente y esperaré con las otras mujeres? —Veo que eso es exactamente lo que él esperaba que yo hiciera. Le tomo el pelo, así no sospechará cuanto me afecta su preocupación—. No le puede decir a una doncella de la Muerte que es muy peligroso.

Suspira y se pasa una mano por la cabeza. —Supongo que no, aunque me gustaría. —Entonces se vuelve hacia mí, sus penetrantes ojos azules me estudian atentamente—. ¿Podría ver una marca en usted misma si hubiera una? —No lo sé —admito, su pregunta me llena de curiosidad—. Pero puede estar seguro de una cosa. No moriré hasta que d'Albret sea derrotado.

Las dos partidas que se dirigen hacia el norte de la bahía son los primeros en irse, ya que es el sitio que queda más lejos. Sir Lannion está liderando un grupo y Sir Lorril lidera el otro. Hay tantos carbonarios en las partidas como soldados, porque el plan no es solo sacar a los hombres que guardan el cañón, sino también encontrar un manera de desactivarlo. Hablamos brevemente sobre su uso contras los franceses, pero no hay manera de hacerlo sin dañar a la gente del pueblo también y no estamos dispuesto a hacerlo. No puedo apartar la vista de alegre y desgarbado Winnog y de la débil marca negra que está en su frente. En contra de mi buen juicio, busco a Lazare, que también ha sido colocado en el destacamento del cañón. Al acercarme me mira con suspicacia.—¿Qué? —pregunta —Quiero que mantengas vigilado a Winnog. —¿Winnog? Está loca si piensa que es parte de algún engaño o traición. —No sospecho de él tal cosa —digo bruscamente—. Te lo digo porque está marcado por la muerte. Los ojos oscuros de Lanzare se ensanchan con temor y admiración. — ¿Puede ver tal cosa? —Sí ,ese es uno de los poderes que mi dios me dio.

La mirada de Lazare se desvía hacia arriba como si se mirara la frente. Reprimo una sonrisa.—No tienes marca —le digo—. No sé si podemos ser más astutos que la muerte pero estoy dispuesta a intentarlo. Míralo con cuidado y mantenlo tan seguro como lo permita la misión. Lazare me da una sonrisa feroz. —Si hay alguien que pueda ser más astuto que la muerte, es la Madre Oscura. Voy a cuidar de Winnog, y gracias. — Nos miramos fijamente por un rato, luego se une al destacamento principal, moviéndose al lado de Winnog. No puedo salvarlos a todos, pero a los inocentes, a los que no entienden completamente el deber que han firmado es a los que trataré de salvar.

Mi partida es la siguiente en irse. Debemos viajar hacia el oeste hasta donde el río se estrecha justo antes de llegar a la ciudad donde tomaremos el control de la cadena y la bajaremos al rio para que los barcos puedan atravesar. Sir de Brosse dirigirá nuestra partida y aunque no le tengo mucho cariño , es incómodo verlo marcado por la muerte y no decir nada. No puedo quedarme callada. Justo ante de irnos me acerco a él. Levanta un lado de su boca en una sonrisa perezosa. —¿Milady? —Solo quiero advertirle que tenga cuidado —le digo Pone su mano sobre su pecho. —¿Los sentimientos de milady por mi se han suavizado? Pongo los ojos en blanco. —No, simplemente no haga nada estúpido que haga que lo maten. Frunce el ceño, perplejo. —Intentaré no hacerlo milady. Asiento brevemente, luego me retiro para revisar mis cuchillos y los rondeles de Ismae, también me aseguro de que la ballesta esté asegurada en

su cadena. Antes de que pueda unirme a los demás, Bestia se me acerca. — ¿Está segura de que no se quiere quedar aquí y esperar? —Estoy segura, además debo quedarme cerca de Jacques y de los demás. No quiero ser la que le diga a su madre que su hijo ha muerto. Asiente con la cabeza entendiendo, y aunque no está marcado, tengo el corazón en la garganta preocupada por él, por el peligro que pueda encontrar mientras estoy lejos de su lado. Sus ojos han comenzado a arder con una extraña luz interior, brillan como un par de llamas azules. Se acerca y coloca sus manos en mis brazos. —Nos encontraremos al otro lado, porque lo que hay entre nosotros no se ha terminado ni por asomo. —¿Su dios le dijo eso? Sonríe. —No, el suyo. —Se inclina y planta un rápido y feroz beso en mis labios. Me invade un destello de calor, hambre y algo tan dulce que no me atrevo a nombrar, luego se va para llevar al resto de los hombres a la ciudad.

Un cuarto de luna cuelga en el cielo, arrojando la luz suficiente para que veamos donde ponemos los pies, pero no tanto como para exponernos por completo, incluso cuando salimos del refugio del bosque. Somos más vulnerables al cruzar la carretera en dirección al norte, pero con el campo ocupado por soldados franceses la mayoría de la gente cierra las puertas y ventanas antes de irse a dormir. Solo somos ocho, pero parecemos demasiados. Solo he peleado sola o con Bestia y Yannic a mi lado. Ya echo de menos la excelente puntería y agudeza del pequeño carcelero. La noche ha filtrado el color de nuestro entorno para que todo lo que nos rodea se proyecte en tonos plateados grises y negros. Los árboles altos no

son más que sombras oscuras y manchas contra el cielo. Los verdes se mezclan bien con los demás y estoy orgullosa de que no hagan más ruido que el de Brosse y sus soldados. Su nerviosismo y emoción cuelgan en una espesa nube que se cierne a su alrededor. Finalmente llegamos a una parada en la colina que domina la bahía. Un pequeño grupo de árboles se asienta en su cima , como una corona. Aquí amarramos nuestros caballos y le sugiero a Claude que esté listo para protegerlos. Acepta la tarea a regañadientes, pero aquí está fuera de peligro, será una persona menos a la que vigilar. Con cuidado de permanecer escondidos entre los árboles, nos movemos hacia el borde de la colina, la abundante maleza amortigua nuestros pasos. Mirando hacia abajo, podemos ver el pequeño y cuadrado refugio de piedra construido para el torno de la cadena. Más allá el agua de la bahía es plana, inmóvil y plateada como un espejo. La gruesa y pesada cadena se extiende a lo ancho , en el otro lado del bosque desciende hasta la línea de agua. De Brosse hace avanzar a dos de sus hombres y desaparecen colina abajo para saber cuántos guardan la manivela y cuáles son sus posiciones. Detrás de nosotros, uno de los caballos sopla suavemente y oigo a Claude moverse para calmarlo. Aunque no esperamos más que unos pocos minutos, parece que pasaron horas cuando los exploradores regresan. Hablan en voz baja con de Brosse. Hay al menos seis soldados y tres arqueros, posiblemente haya más dentro. Echo un vistazo a Jacques y de Brosse y me pregunto qué pensaría Mortain si supiera que planeo frustrar su voluntad. Ignoramos el sendero y en cambio nos acercamos un poco desde el sur utilizando un rastro de ciervos. Bruno y Samson deben quedarse atrás, ya que necesitamos sus fuertes brazos para liberar la cadena. Jacques y yo debemos deslizarnos y sacar a tantos centinelas como podamos antes de ser notados. Una vez que se active la alarma, de Brosse y los otros soldados saltarán a la refriega y se enfrentarán a los soldados directamente.

Por suerte, está cerca del final de la guardia de los franceses, y están cansados. Tal vez incluso un poco satisfechos cuando se apoyan contra los árboles, hablando en voz baja entre ellos. Cierro mis oídos a sus voces. Escucharlos hablar de su vino, juegos o mujeres no nos hará más fácil matarlos. Me inclino hacia Jacques. —Toma el que está a la izquierda , yo me quedo con los dos de la derecha. Asiente, todo su cuerpo se arremolina y comienza a arrastrarse hacia su objetivo. Saco un perno de ballesta del marco y lo coloco en mi cinturón para un acceso rápido, luego saco mi cuchillo. Silenciosa como una sombra me acerco a mi objetivo, está escuchando atentamente una historia que el otro le está contando. Me acerco más y más. Cuando el hombre lanza su cabeza hacia atrás para reírse, doy un paso hacia adelante en silencio, cojo el cuchillo y le abro la garganta. El alma brota de él casi tan rápido como la sangre que golpea al otro hombre en un amplio chorro arqueado. Mientras que el otro hombre sigue mirando sorprendido a su amigo moribundo, cojo la flecha , levanto la ballesta y disparo. La flecha le cae entre los ojos y cae hacia atrás. Hay un sonido de pelea detrás de mí, me vuelvo para encontrar a Jacques y su arquero unidos en una especie de baile letal. Recuperando mi cuchillo avanzo hacia ellos. Las manos del arquero están alrededor del cuello de Jacques, y sus ojos se hinchan de miedo. Las caras de Bette y Guion flotan ante mí. Rechazo la visión, doy un paso adelante, apuñalo al arquero en la espalda presionando el cuchillo lo más fuerte posible para que muera rápido. Cuando sus manos suelta el cuello de Jacques y se desploma en el suelo , su alma se levanta de su cuerpo como la niebla de un pantano. Lo ignoro y me centro en Jacques que respira con dificultad y se frota el cuello. Nuestros ojos se encuentran sobre el hombre muerto, luego se gira y se mete entre los arbustos.

Para darle algo de privacidad me arrodillo y limpio mi cuchillo en el tabardo del frances. Jacques puede sentirse avergonzado pero al menos sigue vivo. Se escucha un grito que viene de la casa de piedra y luego un sonido metálico cuando de Brosse y sus hombres caen sobre los guardias. —Ven —le digo a Jacques—. Debemos... —Mis palabras son cortadas por un grito de rabia, cuando un hombre, un cuarto arquero emerge de los árboles. Se detiene lo suficiente como para quitarse el arco de su hombro colocar la flecha y apuntar a Jacques. Por suerte no me ve agazapada en las sombras junto a su amigo muerto. Me levanto y uso el impulso ascendente para lanzarme contra el atacante de Jacques. Lo atrapo completamente desprevenido, el impacto de mi cuerpo contra el suyo derriba el arco de sus dedos y cae al suelo. Mientras tocamos el suelo , me levanto, ajusto mi cuchillo, lo coloco sobre su garganta y lo apuñalo. Mi pulso se acelera, me levanto y miro hacia las sombras en caso de que estén escondidos otros atacantes. Espero un poco y nadie más emerge. Me dirijo hacia Jacques que aún está de rodillas, con los ojos muy abiertos mirando al arquero caído. La marca se ha ido de su frente. —Vete. —El miedo aún me recorre, lo que hace que mi voz sea áspera—. Únete a Claude y a los caballos. Los demás estaremos detrás de ti. —No hace ninguna pregunta, asiente una vez y luego va hacer lo que le ordené. Cuando está fuera de peligro, voy a la casa del torno donde el sonido de espada contra espada se acompaña del golpe fuerte y sólido de una hacha mientras corta. Al llegar a la puerta veo que los cuatro guardias están muertos y que Samson y Bruno casi han sacado el torno de madera de su amarre. No es suficiente con bajar la cadena, tenemos que asegurarnos de que no puedan levantarla antes de que los británicos logren su objetivo. Me inclino sobre las piedras y recupero el aliento, manteniendo cuidadosamente mi mirada centrada en las sombras de franceses que hay fuera. Hay una enorme fragmentación cuando logran sacar el torno. Como

una enorme serpiente de metal la cadena gigante se desliza y sale del torno roto, cada uno de los eslabones retumban como una inmensa campanada al tocar el suelo de piedra. Luego hay un leve rumor cuando la cadena se desliza a través de la costa rocosa y se hunde en el fondo de la bahía. Nos quedamos mirando por un momento, el silencio sonando en nuestro oídos. —Está hecho —dice de Brosse—, regresemos a la ciudad y veamos si necesitan nuestra ayuda. Asoma la cabeza fuera de la casa del torno y nos indica que le sigamos. Antes de que haya dado dos pasos se oye un silbido, seguido de un ruido sordo y entonces de Brosse y el soldado que está detrás de él están tirados de espaldas con flechas clavadas en sus cuellos. —Abajo —grito, mientras me echo al suelo, me arrastro hacia la puerta y me asomo pero no veo nada, —Samson, dame tu capa —le ordeno. Sin decir palabra se la saca se sus hombros y me la pasa. La balanceo y luego la tiro fuera. Antes de que la capa haya caído al suelo hay otro silbido de flecha. —Viene del otro lado del rio —les digo a los demás—. Somos blancos fáciles. — Debemos encontrar una manera de protegernos lo suficiente como para que podamos alcanzar el camino que hay detrás de la casa de la cadena. Una vez que lo hagamos estaremos fuera de su línea de visión directa, pero hasta entonces estamos sujetos a que nos atrapen. Llamo a dos de los hombres de De Brosse—. ¿Puede disparar flechas al otro lado del río? Uno de ellos se encoge de hombros.—Podemos, pero no sabemos si van a ser precisas. —Está bien, solo busco frenar sus flechas por un rato. ¿Bruno y Samson? —Los dos muchachos dan un paso adelante, con el rostro serio, todo el rastro de juegos o aventuras fue borrado por la muerte de sus compañeros —. Quiero que se arrastren hasta los franceses caídos, justo al otro lado de la casa de la cadena. Cuando los alcancen —es difícil decir lo que voy a

decir ya que ellos son nuestros enemigos—, levantarán sus cuerpos para usarlos de escudo contra las flechas. Tráiganlos hasta aquí y así todos podremos movernos usándolos como escudos. Es algo horrible, usar el cuerpo de un hombre de esa manera y no deshonraré a nuestros caídos de esa forma. Los ojos de Bruno se ensanchan y hace la señal de alejar al mal. Extiendo la mano, agarro sus gruesos y carnosos brazos y le doy una sacudida. — Disfruto de esto tanto como tú, pero quedamos cinco y desearía que saliéramos con vida de aquí. Así que, ¿puedes hacerlo o debo preguntarle a otro? Cuando finalmente asiente aflojo mi agarre. —Si lo desean, podemos rezar oraciones adicionales por ellos más tarde. —Le hago un gesto a los soldados para que tomen posición. Cuando sus ballestas apuntan hacia el otro lado, les hago un gesto a los otros dos chicos para que golpeen la tierra. Mientras lo hacen , los hombres de De Brosse comienzan a disparar sus flechas hacia la otra orilla. Todos contenemos el aliento. Samson y Bruno se hacen camino hacia los franceses muertos. Cada momento que pasan fuera conlleva el riesgo que sean alcanzados por una flecha y recordarme que ellos no fueron marcados no hace la espera más llevadera. Por fin regresan con la espeluznante carga. Salimos a la noche y usamos a nuestros enemigos para protegernos. Los soldados de De Brosse lo arrastran a él y al otro caído a medida que avanzamos. Dejamos los cuerpos en la cima de la colina donde Claude y Jacques nos esperan con los caballos. No importan que nos hayan visto, no pueden volver a levantar la cadena sin un nuevo cabrestante. Pero cabe la posibilidad que se dirijan a la ciudad y no queremos que lo hagan antes de que Bestia y los carbonarios hayan completado su tarea. El elemento sorpresa es una de las pocas cosas que tenemos a nuestro favor. Una vez que estamos todos montados, les digo a los brotes que regresen al campamento con nuestros muertos y ordeno a los restantes soldados de De

Brosse que vengan conmigo. Si piensan que es extraño recibir órdenes de una mujer , se lo guardan sabiamente. Cabalgamos rápido para llegar a Morlaix antes de que la noticia de nuestra actividad nocturna lo haga.

Capítulo Cuarenta y uno Traducido por Guangugo

EL PUEBLO ESTÁ CALLADO, Y las puertas de la ciudad siguen cerradas. No hay señal de aumento de centinelas, ni hay algún grito de alarma. Me inclino de vuelta antes de que galopar a la vista de los vigilantes. ―Ustedes se quedan aquí e interceptan a cualquiera de los arqueros de la otra orilla quienes piensen advertir a la ciudad ―les digo a los dos restantes hombres en armas―. Con suerte, pueden al menos herir unos pocos con sus tiros ciegos. ―Esperando a que obedezcan mis órdenes, dejo mi caballo con ellos y me dirijo a la ventana de la abadía que fue dejada abierta para nosotros. La noche es tranquila, ni un suspiro de actividad o un indicio de advertencia. No puedo evitar preocuparme de que algo haya salido mal, que sus planes fallaron o que fueron capturados antes de que pudieran llegar a las barracas. Al fin miro una mancha oscura de humo alzarse en una columna sobre la ciudad, y mis puños se abren. La columna crece en grosor y es seguida por un leve brillo naranja. Los incendios están encendidos. Cierro mis ojos imaginando el espeso y ahogador humo moviéndose a través de los franceses dormidos, llenando sus bocas y narices mientras duermen, los soldados que llegan tosiendo y ahogándose, luchando por respirar. ―¡Fuego! ―gritaran algunos de ellos, despertando a los demás, y se producirá una loca y caótica lucha mientras todos tratan de salir del vestíbulo. Pero solo una ventana se abrirá. Todas las demás bloqueadas o llenas con humo agitándose para que los franceses no tengan opción más que lanzarse por la única salida, una larga caída hacia el duro suelo debajo, afuera de la protección de los muros de la ciudad.

Me acerco a la abadía. La abadesa de Santa Mer había prometido que habría una ventana abierta para nosotros, y la hay. Rápidamente me arrastro a través de ella y no encuentro a nadie cerca, así que me apresuro por los pasillos vacíos hacia la ciudad más adelante. Afuera, las calles parecen casi desiertas, con solo unos pocos grupos de peleas aquí y allá. Me detengo lo suficiente para recoger un puñado de flechas de un soldado caído. Sintiéndome mejor armada, sigo mi camino. Al acércame a la guarnición de los soldados, escucho sonidos de lucha. Abrazando la pared, me arrastro hacia adelante. Al inicio, no veo a nadie, pero conforme mis ojos se ajustan a la calle oscura, veo un nudo de carbonarios pegados detrás de un vagón volcado por tres arqueros franceses. Por suerte, tengo cinco flechas. Pero tendré que ser rápida y estar bien escondida. Me deslizo silenciosamente desde el muro para hincarme detrás de una bomba de agua cerca del edificio de barracas. Meto dos flechas en mi boca, luego cargo una tercero, apunto, y disparo. El hombre da un grito de sorpresa al ser golpeado. Sus dos acompañantes miran alrededor, pero estaban tan concentrados en los carbonarios que no vieron de donde vino la flecha. Rápidamente cargo la segunda flecha y disparo. El segundo arquero cae, pero antes de que pueda cargar la tercera flecha, el arquero restante se voltea y dispara en mi dirección. Escucho un ruido metálico cuando la flecha golpea la manecilla de metal de la bomba. Ahora, mientras está recargando, hago mi tiro. Le da en la sien. Espero un segundo para estar segura de que no hay más arqueros, luego doy una seña de todo libre hacia los carbonarios. Cuanto más me acerco al muelle, más fuerte se vuelve el sonido de la batalla. Los franceses deben haberse dado cuenta que el propósito de nuestro ataque era permitir a los británicos pasar, y han escogido tener una última batalla junto el muelle. Tengo solo dos flechas restantes, pero me consuela el peso de mis cuchillos. Cuando llego al final de la calle, debo pasar por encima de tres cuerpos caídos. De hecho, sigo un camino de soldados franceses caídos el resto del

camino hacia el muelle. Emerjo del callejón y me detengo a mitad del camino. Bestia está parado solo, enfrentándose y agitándose ante casi una docena de hombres. Su coraje, o estupidez, quita el aliento. No tiene en cuenta su propia seguridad mientras corta a través de sus enemigos. De hecho, eso puede ser lo que le da tanta ventaja sobre los otros, ya que nadie adivinaría los riesgos que está dispuesto a tomar con su propia vida. Sacudiendo mi cabeza con reacia admiración, cargo el resto de mis flechas y las dejo volar, dándole a dos de sus oponentes. Bestia ni siquiera controla su paso. Saco uno de mis cuchillos de mi tobillo y lo mando azotando por la noche para aterrizar en el cuello de uno de los soldados franceses. Él tropieza, dándole a Bestia justo la entrada que necesita para terminarlo. En el momento que sigue, veo una oleada de movimiento por el rabillo de mi ojo. ¡Son los británicos! El primero de los botes ha llegado. El piloto no ha asegurado siquiera la cuerda alrededor de la pila antes de que los soldados británicos comiencen a derramarse en el muelle. Después de todo, han tenido dos largas semanas encerrados a bordo de sus barcos para avivar su ira. Mientras las tropas frescas llegan a la ciudad, los soldados franceses restantes, aquellos quienes no han saltado ya de los muros de la ciudad, se dan cuentan que son superados en número y rápidamente se rinden. D’Albret pronto tendrá seis mil tropas británicas montando tras su espalda, y estaría atrapado entre ellos y los soldados estacionados en Rennes. La duquesa ahora tiene una oportunidad decente para la victoria. Y nos hemos conseguido algún tiempo.

Bestia me encuentra de regreso en el campamento, atendiendo a los heridos. Sale de la noche, sucio, sangriento y sonriente. Sin poder contenerme,

sonrío de regreso, porque aunque no esté marcado, he estado llena con visiones de su muerte. Me alejo de los hombres heridos para que nuestro saludo no los moleste. ―Lo lograste ―le digo, pero mis palabras se pierden mientras envuelve sus gruesos brazos alrededor mío, me levanta y me da vueltas. ―Nosotros ―me corrige―. Lo logramos. Yo, usted, los carbonarios, todos nosotros. ―Bájeme ―digo, tragándome la risa. Me coloca en el suelo, pero no quita sus brazos. En su lugar, se inclina y coloca su boca en la mía. Es un beso fuerte, lleno de alegría y triunfo y victoria. Pero después de un momento, el triunfo le da paso a algo más. Algo maravilloso y frágil. Las manos de Bestia se deslizan a mi cintura, firmes y solidas en mi espalda, un apoyo que no cederá no importa lo que venga. Una mano continúa moviéndose, alzándose para acunar mi cara, y la sensación de sus fuertes y callosas manos tan suaves en mi piel me hace querer llorar. A pesar de todo lo que he besado antes, nunca había sentido nada como esto. Es como si hubiera tragado un pequeño pedazo del sol, es cálido y la luz alcanza cada esquina de mi alma y se lleva a las sombras. Me rindo a ese beso, me rindo a la fuerza y al valor y a la bondad pura del hombre. Un poco después, el resto de los hombres entran. Los escaneo nerviosamente, buscando la delgada, figura desgarbada de Winnong. En su lugar, encuentro a Lazare. Cuando nuestros ojos se encuentran, da un movimiento brusco con su cabeza. Winnog no regresará, y la cara de Lazare está atormentada por la responsabilidad-no-solicitada que yo puse sobre sus hombros. Era injusto de mi parte, porque ¿quién era yo para parar a la Muerte? Incluso yo, una de Sus doncellas, pude salvar solo a uno de tres en mi grupo.

A pesar de nuestra victoria, el campamento está de ánimo sombrío esta noche, porque no llego sin un costo. Además de Winnog y de Brosse, perdimos a Sir Lorril, seis soldados, y siete carbonarios. De Brosse y Lorril serán regresados a las propiedades de sus familias para ser enterrados en sus criptas. Los seis soldados serán enterrados a primera hora en la mañana, y ahora yacen cuidadosamente cubiertos, resguardados por los árboles. Como sea, es la muerte de Winnog la que más nos afecta, el torpe, desgarbado joven era siempre alegre, ciego a cualquier mala intención, y rápido para sonreír. Pero los carbonarios no entierran a sus muertos. Siguiendo sus costumbres, hacen una ofrenda con los cuerpos a la Madre Oscura. Seleccionan un claro lejos de los árboles, cercano a una antigua piedra en pie, y empiezan a construir una pira funeraria con tanto cuidado y precisión como con las que construyen sus pozos de carbón. Como por un acuerdo silencioso, uno por uno de los soldados y los hombres de armas se levantan de sus lugares de descanso para unirse a los carbonarios en honor a sus muertos. Erwan coloca la antorcha en la madera, el fuego crepita y sisea a medida que corre a través la leña seca y las ramas. En momentos, toda la pila se ve envuelta en llamas rojas y doradas que lamen los cuerpos de los hombres. Es un fuego especialmente caliente. No sé si esto es una especie de truco de los carbonarios o simplemente se debe a la cantidad de fuego que una pira funeraria necesita. El calor es tan intenso que todos debemos dar un paso atrás o arriesgarnos a ser rostizados. Espeso humo negro se enreda hacia arriba hacia el cielo de la noche, llevando las almas de los carbonarios hacia la Madre Oscura. Cuando al final no queda nada del fuego más que ceniza ardiendo y ascuas, regresamos hacia el campamento. Los hombres no regresan a sus grupos separados, sino que se quedan juntos, hablando con voces bajas. La muerte ha traído el compañerismo que la vida no pudo. No puedo evitar pensar que Winnog estaría satisfecho con este resultado. Incluso el más arrogante de ellos, Sir Gaultier, está escuchando atentamente a algo que Erwan está diciendo. Es como Bestia les prometió. O quizá era la promesa de su Madre Oscura, de las cenizas de la desesperación han encontrado perdón y aceptación. Si ellos pueden, tal vez también yo.

Encuentro a Bestia de pie apartado de los otros, viendo las ascuas ardiendo de la pira. Aún está sucio, cubierto de tierra y hollín y sangre, y sus ojos están cansados y rojos. Me avergüenzo ahora sobre la manera en que le pregunté cómo podía soportar mandar a hombres hacia la muerte, ya que claramente le pesa. Al sonido de mi acercamiento, él mira hacia arriba. ―¿A dónde vamos después? ―pregunto, fingiendo que no hemos recientemente compartido un beso. ―Guingamp. Una guarnición francesa tiene a la ciudad, y justo después de esta victoria, creo que podemos avivar un levantamiento para recuperar la ciudad. Pero descansaremos un día o dos para que podamos terminar de enterrar a nuestros difuntos. También permitirá que los rumores de nuestra victoria aquí lleguen a la ciudad. ―¿Estaría dispuesto a salir a montar conmigo mañana? ―Respiro hondo y aprieto mis manos juntas para esconder su temblor. Me ha tomado todo este tiempo para estar segura de que este secreto final mío es uno que él puede aceptar incondicionalmente―. Tengo una última cosa que debo compartir con usted. Pero esto es algo que debe ver.

Capítulo Cuarenta y Dos Traducido por Chimichanga01

A PESAR DE LO MUCHO QUE DESEO compartir el último de los secretos entre Bestia y yo, también deseo ver a mis hermanas. Ha pasado casi un año y las extraño tanto como cualquier madre extrañaría a su bebé, porque son la única luz en nuestra familia. Alrededor del medio día nos detenemos en una taberna para buscar algo de comer y que los caballos puedan descansar. Es un lugar bastante silencioso en una pequeña aldea, y estoy bastante segura de que nadie me reconocerá, pero aun así tomo mis precauciones al elegir una de las mesas al fondo. No es hasta que estamos a la mitad de nuestra comida que dos clientes entran. Por su apariencia, diría que son granjeros. Los ignoro hasta que en su conversación empiezan a estar presentes hechos recientes alrededor del área. —… La tropa de los hombres de Lord d’Albret’s pasaron por aquí hace menos de cinco días… Con esas palabras siento como si el suelo bajo mis pies cediera. Me levanto y camino directo a su mesa. —¿Qué acabas de decir? —demando. El hombre me mira como si estuviera loca. —Cerca de cincuenta hombres de Lord d’Albret’s cabalgaron por aquí hace cinco días con dirección a su propiedad en Tonquédec. Doy media vuelta y me dirijo a la puerta. «No, no, no», late profundo en mi pecho. No Charlotte. No Louise. Bestia se levanta de la mesa y me sigue. —¿Qué? ¿Qué sucedió?

Apenas le dirijo una mirada mientras tomo mi capa del colgador y la coloco sobre mis hombros. —D’Albret y sus hombres pasaron por aquí hace cinco días. Él frunce el ceño. —¿Con qué motivo? ¿No necesita a todos sus hombres en Rennes? Niego con la cabeza. —Le dije que es un necio comandante el que pone toda su esperanza en un solo plan. —Volteo para mirarlo a los ojos—. Tonquédec es donde crecimos, pero solo mis dos hermanas menores residen ahí ahora. —¿Teme que la duquesa intente raptarlas y pedir rescate? Río, un sonido seco y quebradizo que lastima mis oídos. —No. Él planea pedir rescate. A mí.

Trato de aferrarme a la esperanza durante todo mi viaje a Tonquédec, pero las crueldades que d’Albret podría tener para con las dos muchachas son únicamente limitadas por mi imaginación. Y mi conocimiento de él. Hago a mi caballo galopar, sin importarme si los demás son capaces o no de seguirme el ritmo. Pronto Yannic y los hombres de armas se quedan atrás, pero Bestia continúa cabalgando a mi lado. El consuelo que me brinda su presencia es todo lo que me impide romperme en cien pedazos. Dedico un momento a pesar en cómo debe estar sintiéndose él, acercándose al lugar en el que su hermana murió, pero eso me trae una fresca oleada de desesperación así que dejo el pensamiento a un lado. Rezo —ruego— que Mortain las mantenga a salvo, que esté equivocada, que d’Albret solo haya enviado hombres a Tonquédec por más tropas. Pero sé en mi corazón que es una falsa esperanza.

Cuando llegamos a la propiedad, el largo y sinuoso camino que conduce a las murallas del castillo se encuentra vacío; no hay grupos de caza ni tropas partiendo, no hay guardias extra a lo largo de la almena, como habría si d’Albret se encontrara en la residencia. El guardia en la puerta parece sorprendido de verme, pero nos permite el paso. Mientras nos adentramos en el patio vacío, el senescal sale apresurado, ansioso por encontrarse conmigo y toma la rienda de mi caballo. —¡Lady Sybella! Desmonto, sin molestarme en esperar a un caballerizo. —Mis hermanas, Charlotte y Louise. Debo verlas. Una mirada de confusión cruza el rostro del senescal. —Pero se han ido, milady. Se han marchado a Nantes.

Capítulo Cuarenta y Tres Traducido por luagustina

SE HAN IDO. La verdad golpea mi cuerpo antes de que mi mente lo asuma, y me retuerzo del dolor. Un pequeño temblor se esparce por mis extremidades, haciendo que mis manos tiemblen y mis rodillas se tambaleen. Se han ido. Se siente como si algún monstruo hubiese abierto mi caja torácica a la fuerza y quitado el corazón de mi pecho, dejándolo vacío y hueco. —¿Demoiselle? —La voz parece venir de muy lejos, y apenas puedo escuchar mientras el inquietante dolor líquido y plateado me atraviesa, retumbando en mis oídos mientras busca una forma de salir. Debo traerlas de vuelta. Sin pensar más que en eso, me volteo hacia los caballos. Una enorme mano agarra mi brazo, frenándome. Giro rápidamente mientras agarro mi cuchillo. —Déjeme ir. Bestia ignora mi cuchillo y me acerca mientras me tambaleo, como un pez que ha sido atrapado, hasta que estoy contra su pecho acorazado. —Se han ido hace días —dice suavemente—. No podremos alcanzarlos en campo abierto. Escondiendo el cuchillo en los pliegues de mi vestido, miro al senescal. — ¿Hace cuánto se fue mi señor padre con mis hermanas?

—Hace tres días, milady. Solo que no fue su señor padre… fue el joven amo Julian. Esta segunda conmoción hace que me tambalee, incluso tropiezo uno o dos pasos. —¿Julian? —Sí, milady. Él y ochenta de los hombres de su padre. Una semilla fría y oscura de pánico se planta en mis entrañas. Mi padre pudo haberse llevado a mis hermanas por numerosas razones, pero ¿Julian? Sólo hay una razón por la que lo haría, y es para tenderme una trampa. Él sabe más que nadie el amor que les tengo a Charlotte y Louise. ¿O quizás las recogió por órdenes de nuestro padre? Como si contestase mi pregunta, el senescal dice: —El joven amo me pidió que le diera esto en caso de que usted viniera. Doy un paso hacia el hombre. —¿Qué? ¿Dónde está? Envía a un escudero a buscar la caja de su oficina, y yo espero impacientemente, caminando de un lado a otro. Comienzo a decirle al mozo de cuadra que ensille a caballos descansados, pero Bestia me detiene. —No —dice en voz baja—, no podemos irnos en este momento. Necesita descansar y tiempo para recomponerse. No puede cabalgar por todo el campo como una flecha pobremente lanzada. Y a pesar de que Bestia ha dicho lo que yo sé muy en mi interior que es cierto, me desquito con él. —¿Cómo? ¿Cómo puedo descansar mientras ellas están en peligro? —La compasión en sus ojos es como otro golpe, porque por supuesto que conoce esa miseria de primera mano. Es precisamente lo que sintió cuando Alyse se marchó para casarse con d’Albret. Y ahora tendría que soportarlo por segunda vez. Presiono el talón de mis manos contra mis ojos, intentando llorar, intentando que el dolor casi abrumador encuentre una forma de salir.

Pero no la encuentra. ¿Cómo puedo decirle? El último de los secretos entre nosotros, el que esperaba darle como un regalo. Pero ya no más. Ahora solo tengo más desesperanza para entregarle. Ignorando mi intento de separarnos, Bestia se acerca otra vez. —No están en peligro mientras viajan, no con tantos escoltas —dice—. Y estimo que no están en verdadero peligro… solo están siendo utilizadas como una herramienta para obligarla a ir al lado de su padre. Nuestros caballos casi colapsan tratando de llegar aquí, y usted misma está tambaleándose. Además, necesitaremos algún plan. El regreso del senescal me salva de discutir con él. Lleva consigo un pequeño alhajero de madera, que está tallado en madera de ébano lustrosa y con incrustaciones de marfil. Me lo da haciendo una pequeña reverencia, y me aterroriza abrirlo. Respiro profundamente, luego levanto la tapa. Dos mechones de cabello yacen sobre un revestimiento de terciopelo rojo. Uno es castaño dorado del cabello de mi hermana Louise y el otro de un color más oscuro de mi hermana Charlotte. Están trenzados junto con un tercer mechón… uno negro brillante del cabello de Julian. Cierro la tapa de golpe y presiono la caja contra mi estómago, como si tratase de esconderlo, pero la imagen se graba en mi mente. Es una clara referencia a nuestros dos mechones de cabello que lleva consigo en la empuñadura de su espada, un símbolo de su devoción hacia mí. Creo que me enfermaré. —¿Todo está bien? —pregunta el senescal con preocupación en su voz. Es Bestia quien contesta. —Hemos cabalgado mucho para llegar aquí y milady está casi exhausta. Eso es todo. Busque algo de vino —ordena—. Y a una dama de compañía. Quiero decirle que no necesito ser consentida, pero apenas puedo respirar, y mucho menos hablar. Unas manos fuertes se empujan hacia abajo para que

me siente en una pared baja. Bestia se inclina y murmura en mi oído: — Tenemos compañía. Su advertencia me cae como un balde de agua fría en el rostro. Por supuesto, tiene razón. E incluso ahora no tengo idea de cuántos son fieles ciegamente a d’Albret o simplemente lo siguen por miedo. Mientras me enderezo, le echo una mirada al senescal. ¿Es solo preocupación por mi bienestar lo que veo en sus ojos? ¿O también hay una pizca de picardía? Y el resto. Miro alrededor del campo a los soldados. Hay casi una docena de ellos, y todos parecen estar lo suficientemente relajados. Si les dieron órdenes que me involucrasen, sus instrucciones no parecen incluir arrestarme al verme. Evitando los ojos de Bestia, sereno mi rostro y me pongo de pie. —Estoy abrumada por el cariñoso regalo que mi hermano me ha dejado —le digo al senescal—. Y además estoy cansada. Quisiera retirarme a mi alcoba, si es posible. Oh, y nuestros jinetes nos siguen. Cuando lleguen, asegúrate que ellos y sus caballos sean atendidos. —Por supuesto, milady. —Justo entonces, una sirviente con una bandeja aparece en el campo, y reconozco a Heloise. Me saluda alegremente y me da una copa. Doy un sorbo y actúo como si me refrescara—. Asegúrate que el Barón de Waroch esté cómodo, por favor. Ambos quisiéramos descansar luego de nuestro viaje. Por lo menos necesito lavar la mancha del mensaje que mi hermano dejó para mí, para estar limpia cuando salga a buscar a mis hermanas.

A pesar de los errores del personal y su lealtad cuestionable, están bien entrenados, y la propiedad está en excelente orden. Mi propia habitación está como si nunca me hubiese ido. —Pongan al barón en el cuarto de huéspedes sur —le instruyo a Heloise. Es una de las mejores y le dará una

cierta cantidad de prestigio, y está cerca de la mía; apenas a dos puertas de distancia. Una vez que estoy acomodada en mi recámara, Heloise ordena a dos jóvenes mucamas preparar un baño junto al fuego, luego me ayuda a desvestirme. —¿Cómo viste a mi hermano, Heloise? ¿Estaba con buen ánimo? Sé que mi señor padre ha estado muy distraído últimamente. —Oh sí, milady. Lord Julian estaba muy alegre y encantado de ver a sus hermanas una vez más. Sin dudas, su placer al haberse reunido me recordó lo muy placentero que le es su compañía. Sus palabras son dichas lo suficientemente inocente, pero hacen que mi estómago se revuelva. —¿Y Louise? ¿Cómo está su salud últimamente? Hay una pequeña pausa, una que hace que alarmas suenen en mi pecho. — No se ha fortalecido, milady, eso es seguro. Pero con suerte, al llegar la primavera, su salud se recobrará. Me doy vuelta y la miro para ver la verdad de la respuesta en su rostro. — ¿Estaba lo suficientemente bien para viajar? —Mientras miro fijamente sus ojos marrones, puedo ver una pizca de incertidumbre rondando allí. —Por supuesto, el amo Julian pensaba eso. Me aseguré que colocasen mantas y pieles extra a su alrededor y le instruí que se asegurara que ella tuviese ladrillos calientes en cada oportunidad. Lady Charlotte me prometió que también cuidaría de ella. Y lo haría, de eso no tenía duda, pero solo tenía diez años y era solo una niña.

Luego de bañarme y vestirme, envío a mis damas fuera de la habitación con la excusa de que necesito descansar. En vez de descansar, sin embargo, comienzo a caminar de un lado al otro frente al fuego, intentando

determinar la mejor forma de liberar a mis hermanas. ¿Tendré aliados aquí dentro? Si Julian solo está actuando de acuerdo a los deseos de mi padre, probablemente podría persuadirlo de ayudarme, pero temo que haya actuado por cuenta propia, ¿sino cómo se explican los mechones de cabello? Y una vez que las libere—asumiendo que no muramos en el proceso— ¿dónde las llevaré? ¿Dónde estarán a salvo? El convento. La respuesta viene a mí como un susurro en la brisa. ¿Pero estarán a salvo allí? ¿Qué hay de la abadesa? Pienso en Charlotte y Louise, tan distintas a mí, y luego pienso en todas las chicas jóvenes en el convento y sé que estarán lo suficientemente a salvo. Incluso yo estuve a salvo por unos pocos años. Era el comienzo más rudimental del plan, pero era algo. Echo una mirada hacia afuera por la ventana, animada al ver que el sol ha bajado en el cielo. Cuanto antes venga la noche, antes podré irme. Aún así, mientras las sombras se extienden en mi habitación, las viejas memorias se despiertan. Oscuras memorias. No queriendo quedarme sola con ella, decido buscar a Bestia. Es hora que escuche el último de los secretos que hay entre nosotros. Quizás haga que él esté tan ansioso por irse como yo. Toco su puerta, luego entro. Bestia se está poniendo una camisola limpia sobre su cabeza y se escandaliza. —¡Sybella! No puede estar aquí. Sus sirvientes… —Shh —le digo—. Te olvidas que estos son los sirvientes de d’Albret, muy acostumbrados a todo tipo de indiscreciones y travesuras. Estarían más sorprendidos si no visitase su habitación. Pestañea sin saber qué responder, y veo gotas de agua que aún se aferran a sus pestañas. Se queda en silencio por un momento, luego pregunta: —Sin nadie que nos escuche, ¿me dirá el significado de los mechones de cabello?

Pensar en ellos es como un puñetazo en mi estómago. —Es un mensaje. De mi hermano Julian. —Mi garganta se cierra alrededor de las cosas que quiero decirle. En su lugar, digo—: Él lleva un mechón de mi cabello trenzado con uno suyo en la empuñadura de su espada. Es un mensaje… — Y aquí titubeo, porque no puedo forzarme a decir en voz alta lo que temo que significa. Pero Bestia no es ningún tonto, y cuando sus grandes manos se aprietan en puños, sé que ha descifrado el significado. Ahora. Debo decirle ahora antes de que mi coraje me falle otra vez. —Hay algo que debe saber. Mi hermana Louise… ella es la hija de Alyse.

Capítulo Cuarenta y Cuatro Traducido por Brig20

BESTIA ME MIRA SIN DECIR NADA, como si no hubiera escuchado ninguna palabra que dije. El color comienza a elevarse en su rostro. —¿Qué dijo? —susurra, su mirada fija en la mía como un hombre hambriento mira a un hueso. —Louise es hija de su hermana. Bestia me mira un momento más, sus pensamientos cruzan su rostro como nubes de tormenta. Esperanza, cuando se da cuenta de que todavía hay un pequeño trozo de Alyse, entonces consternación; no, angustia, cuando se da cuenta de que ella también le ha sido arrebatada. Por otro engendro del diablo d’Albret. —¿Por qué no me lo dijo antes? —Tenía que estar segura de que podía aceptar que parte de ella es d’Albret. Una vez que quedó claro que no sostendría eso contra mí, decidí que era seguro decírselo. Creo que tuve un pensamiento incipiente acerca de llevarlas a un lugar seguro. Al menos a Louise. ¿Bajo el cuidado de usted, tal vez? Pero, una vez más, llego demasiado tarde. Es seguro que mi amor es prácticamente una sentencia de muerte. —¿Cree que él quiere matarlas inmediatamente? —Hay otras formas de hacerles daño —le digo en voz baja. Su cabeza se sacude, su rostro se vuelve blanco. —Como se lo hicieron a usted. —No es una pregunta, sino un momento de comprensión. Su expresión se vuelve atronadora, y sus ojos toman esa luz feroz. Un retumbar bajo comienza en lo profundo de su pecho, pero él lo contiene. En cambio, se da vuelta y golpea su puño contra el marco de la ventana, haciendo que el vidrio emplomado se tambalee.

Espero, conteniendo la respiración, sin saber qué parte de él tiene el control. Cuando me devuelve la mirada, la luz feroz se ha ido de sus ojos, pero su rostro se ve como si fuese de piedra gris. —Los mataré. A todos ellos. —No creo que las niñas estén en un verdadero peligro, todavía no. Las cejas de Bestia se disparan y gruñe su incredulidad. Respiro hondo entonces, porque este no es un secreto que haya planeado compartir con él. —Julián… Julián me ama, a su manera retorcida. Creo que simplemente las ve como una manera de llamar mi atención. Además, lo que yace entre mi hermano y yo es tanto mi culpa como la suya. Me muevo hacia la ventana para mirar hacia el patio. Anochece, y los sirvientes del castillo se están preparando para la noche próxima. —Fue culpa de mi hermano Pierre, como la mayoría de las cosas eran a menudo. Cuando tenía solo once años, comenzó a rascar en la puerta de mi habitación, queriendo demostrar que era un hombre adulto. Al principio pensé que eran fantasmas, pero luego me di cuenta de que era Pierre, y sus dedos apretando y palpando y su boca hambrienta me asustaron mucho más que cualquier fantasma. »La primera noche, me escondí debajo de mis mantas, preguntándome cómo podría mantenerlo alejado de mí. Entonces hice lo que siempre he hecho para protegerme. Le di un gran giro a la rueda de la Fortuna y decidí usar su propio movimiento contra él. La noche siguiente, cuando vino a rascar a mi puerta, más fuerte e insistente, fue Julián quien gritó: “¿Qué quieres?” Por supuesto, casi arruinamos el efecto al estallar en un ataque de risas, pero presionamos las almohadas contra nuestras bocas para sofocarlas. »Debe entender que Julián era mi mejor amigo y también mi hermano. Mi primer recuerdo es de faldas—faldas gruesas de lana o de tela parda cuando caminaba descalza sobre el suelo de piedra de la cocina. Pero mi segundo recuerdo es de Julián. De su pequeña mano de cuatro años de edad, tomando la mía y metiéndome en la propiedad de la familia. De sus amables ojos y una cara que siempre me sonreía. De las horas que pasamos escondiéndonos y jugando a nuestros juegos secretos, juegos que nadie más

entendía ni se preocupaba por ellos. Fue Julián quien se arriesgó mucho para ocultarme del daño y la crueldad de esta familia, y desde que tuvimos la edad suficiente para caminar. »Entonces él fue mi amigo primero, antes que nada. Siempre habíamos sido más fuertes juntos; pensé que esto no sería una excepción. Ojalá pudiera nadar hacia atrás a través del tiempo o de alguna manera verter la arena a través del reloj de arena hacia atrás. Para vivir un breve momento de manera diferente, hacer una elección diferente, poner mi vida en un camino diferente. Seguramente si los dioses o los santos realmente existieran, me habrían dado alguna advertencia, algún indicio de que mis acciones enviarían mi vida por un camino que no deseaba tomar. »Ese fue el momento en que invité a Julián a mi habitación, porque no pensé en el propio cuerpo maduro de Julián, o que el mío lo afectaría tanto. Él siempre había tenido mis mejores intereses en el corazón, y nunca imaginé que esto sería diferente. Bestia sigue mirando por la ventana, lo que hace que sea más fácil continuar. —Pero inmediatamente salió mal, horriblemente… profundamente mal. Por dentro, sentí como si alguna podredumbre se hubiera apoderado de mi alma. Y, sin embargo, hizo que Julián se sintiera tan feliz y le dio el coraje de enfrentar a Pierre en todos los desafíos que les impuso d´Albret. Y no me había dado cuenta de cómo me sentía ante él por todas las veces que me había salvado. Entonces, si bien no dije que sí, tampoco le dije que no. »Los dedos de Julián no estaban tocando ni pinchando, sino que eran suaves y juguetones… sensaciones de despertar que nunca antes había experimentado. Y no había imaginado que alguna vez podría tener tanto poder sobre un hombre… yo, que había estado a merced de ellos desde que nací. »Pero no había previsto que nuestra relación daría un giro torcido y se acercaría a borrar todo lo bueno que una vez hubo entre nosotros. Miro hacia arriba a la cara de Bestia, que está contorsionada con… ¿horror? ¿Desesperación? No puedo adivinar lo que está pensando o sintiendo. Él

mira sus enormes manos cicatrizadas. —Cómo debe odiarnos a todos — dice. Lo miro fijamente, tratando de entender a qué juego está jugando. —Pero fue mi culpa —le susurro—. Mi debilidad y mi… Su cabeza se levanta. —¿Su necesidad de ser amada? ¿Protegida? ¿Y para eso, su hermano exigió tal diezmo? Ese no es un precio que alguien deba pagar por tales cosas. Y lo repito, es una maravilla que no nos odie a todos a la vista. Me maravillo de la facilidad con que me ha absuelto, doy un paso adelante y tomo sus grandes manos en las mías. —No usted, porque es tan diferente de ellos como el día es de la noche. Algo en mis palabras lo ha golpeado con tanta fuerza como lo hicieron sus palabras, y puedo ver que él quiere besarme. Pero no lo hace, y yo… no puedo obligarme a besarlo, no mientras la confesión de tanta perversidad y maldad todavía se aferra a mis labios. El momento se convierte en una incomodidad palpable, algo que nunca ha existido entre nosotros. Incapaz de soportarlo, me vuelvo a la habitación y comienzo a alisar las cortinas de la cama. —¿Nos vamos a la primera luz? —Sí —dice Bestia—- ¿Cree que están siendo llevadas al campamento de d’Albret frente a Rennes? ¿O a Nantes para su custodia hasta que regrese? —Sospecho que a Nantes, incluso d’Albret no quiere la molestia de las niñas en su campo de batalla. —Muy bien. Salimos para Nantes al amanecer. Dejando a Bestia en su ventana, recorro la pequeña cámara, formando una lista mental de todos los preparativos que deberemos hacer antes de irnos. No hay muchos. Provisiones y caballos descansados. Ni siquiera tendré que alertar a los sirvientes de que nos vamos; simplemente nos habremos ido cuando se levanten por la mañana.

—¿Está enterrada Alyse aquí? —pregunta Bestia, todavía mirando por la ventana. Mi piel se tensa a través de mis huesos. —Sí. Se gira desde la ventana, sus ojos sombríos. —Me gustaría verla. Puedo pensar en miles de lugares a los que preferiría ir, ya que la idea de visitar ese lugar es un gran sonido de campanas de alarma, pero no puedo negarle la oportunidad de visitar el lugar de descanso final de su hermana. —Espere aquí —le digo—. Tengo que ir a buscar la llave.

Salimos del castillo a la cruda noche de primavera, los dos estamos tranquilos y perdidos en nuestros pensamientos mientras cruzamos el patio interior y luego cruzamos la puerta de entrada a las dependencias más allá. Espesas nubes grises se escabullen a través del cielo, y rezo para que liberen su lluvia esta noche y no mañana, ya que una tormenta obstaculizará enormemente nuestro progreso. Cuanto más nos acercamos al cementerio del castillo, mis músculos se contraen y se estremecen más, desesperados por evitar este lugar. Mis rodillas tiemblan con el esfuerzo de seguir caminando y no girar y correr. Levanto el pestillo de la vieja puerta oxidada y la empujo para abrirla, sus goznes rara vez usados chirrían en protesta. Mi corazón comienza a latir con fuerza y mi respiración se acelera, como si acabara de correr una gran carrera. Bestia me mira con una pregunta no formulada. —Ahí —digo, señalando el gran mausoleo que está cerca de la parte de atrás. Es un lugar sombrío y aterrador, no destinado a brindar consuelo sino a invocar a todos los demonios del infierno y la condenación; eso es lo que d'Albret está seguro de que sus esposas merecen por no haberle complacido de alguna manera.

El edificio está hecho de mármol gris, con diablos y figuras grotescas decorando sus paredes. El dintel sobre la puerta es un desfile de gárgolas que se forman en piedra más oscura. —Esto parece el infierno en sí —murmura Bestia. —Se supone que debe serlo. —La presión se acumula detrás de mi frente mientras me inclino para ajustar la llave a la cerradura oxidada. Estoy llena de un violento impulso de huir. Aprieto con fuerza mi terror y giro la llave. La cerradura se abre. Aprieto los dientes, levanto el pestillo y coloco el hombro contra la puerta. Se abre con facilidad. Y luego están los fantasmas, fríos y sin vida, girando a mí alrededor… sus voces susurrantes ya no son coherentes, pero conozco sus acusaciones de memoria. Está su primera esposa, Jeanne, la que pensó en huir con su hermano para refugiarse y en cambio les trajo la muerte a todos. La siguiente fue Françoise, madre de Julian, Pierre y Gabriel, quien murió mientras cabalgaba a solas con d’Albret. Una caída de su caballo le rompió el cuello, dicen algunos, pero pocos lo creen. Mi propia madre, Iselle, cuyo único delito fue que le dio dos hijas seguidas. La primera niña tuvo suerte, ya que ella nació muerta. Luego, la siguiente esposa, Jehanne, que se atrevió a tener un amante, y luego Blanche, cuya barriga creció mucho con el hijo… pero al final no fue un bebé, sino un tumor. Una vez que no pudo tener hijos, d’Albret ya no la utilizó. Y después de eso, Alyse. Uno de los fantasmas me ignora y flota hacia Bestia, rodeándolo. —¿Qué es eso? —pregunta Bestia mientras un escalofrío atormenta su gran cuerpo. —Alyse —le digo—. Es el fantasma de su hermana. Aquí. —Señalo un largo ataúd de mármol blanco—. Esta es su tumba. Bestia se acerca y busca mi mano. A pesar de su tamaño, a pesar de todo el coraje que sé que posee, parece sumamente vulnerable.

Tomo su mano ofrecida; No puedo hacer lo contrario. Sé que debería apartar la vista, dejarlo llorar en privado, pero no puedo. La dulce chica que solo conocí brevemente es la clave de esta gentil bestia que ha capturado mi corazón. Además, mirar hacia otro lado huele a cobardía, porque debo dar testimonio de la miseria que mi familia ha forjado. Cuando está junto al ataúd, suelta mi mano, inclina su gran cabeza y cierra los ojos, un espasmo de dolor distorsiona su rostro, sus manos apretadas en puños. Puedo sentir la oleada de su rabia a través de sus venas. Se pone de rodillas e, incapaz de evitarlo, acudo a él, pero tímidamente, temo que después de lo que mi familia le ha hecho, me rechace. Pero él no lo hace. Él agarra mi mano en la suya y me acerca hasta que su cabeza descansa contra mi estómago. Nos quedamos así mucho tiempo. Cuánto tiempo, no sé. Pero el tiempo suficiente para que su corazón se calme y se establezca en un ritmo lento y constante, como un tambor funerario. Cuando finalmente se aleja, veo que ha encontrado algo de paz. Pero, aun así, el pánico que vibra por mis venas no disminuye. Por fin, se pone de pie y se limpia la suciedad de las rodillas. Luego se detiene, su mirada se posa en la pequeña tumba a la derecha de la de Alyse. Se vuelve hacia mí con una mirada herida. —¿Alyse tuvo un segundo bebé? Lentamente, con cada músculo de mi cuerpo gritándome que me detenga, me obligo a dirigir mi mirada hacia la pequeña tumba. El latido de mi corazón crece tan rápido que me temo que saldrá de mi pecho. Recuerdos ferozmente encerrados vienen corriendo desde lo más profundo. Como el agua a través de una presa que se ha roto, rugen en mis oídos cuando leo el nombre grabado en la piedra. —No —digo con una voz que apenas reconozco como la mía—. Ese bebe es mío.

Capítulo Cuarenta y Cinco Traducido por dvc34

RECUERDO LOS GRITOS... Fue como si alguien hubiese abierto su boca y toda la angustia del infierno saliera de ella. No fue hasta que mi padre me golpeo la cara, con fuerza que el sonido se detuvo y me di cuenta de que era yo. Y la sangre ,recuerdo la sangre , era como si la cama hubiese sido sumergida en una amplia franja color carmesí oscuro. Era todo lo que podía recordar de ese día. Pero ahora, comienzo a recordar, una gran marea de desesperación y desamor. Mi bebé, hijo de mi vientre. Tengo pocos recuerdos de ella, ya que los encerré detrás de esta puerta. —Ella dejó de llorar en el momento en que la pusieron en mis brazos. Recuerdo sus diminutas manos, sus uñas aún más pequeñas mientras apretaba mi pulgar con un agarre sorprendentemente fuerte. Sus rosados labios ansiosos por chupar y extraer la cálida leche materna. Solo tuvimos un momento juntos, mi bebé y yo. —No sé cómo, por algún poder sobrenatural, d'Albret la escuchó llorar y fue a mi habitación. Levanté la mirada a su ceño y barba negra erizada y supe que si me dejaba quedarme con este bebé, haría cualquier cosa que me pidiera. Pero antes de que me diera tiempo a decírselo, se adelantó y tomó al bebé de mi pecho. »Ella era tan pequeña, su cabeza le cabía en la mano y me aterrorizó cuan descuidadamente la sostenía, pero no dije nada por temor a contrariarlo. La

llevó a la ventana donde examinó sus pequeños y delicados rasgos a la luz. Contuve la respiración esperando a que estuviera hechizado por sus perfectos labios rosados, su diminuta nariz y sus ojos azul oscuro como lo estaba yo. Levantó los ojos del bebé hacia mí. “Esperaba que el cachorro fuera de Julian.” »En ese momento me di cuenta de lo que quería hacer. Luché por levantarme de la cama. “¡Detenganle!” grité. Pero, por supuesto ninguno de los sirvientes se atrevería a hacerlo. —Miro hacia arriba , a la cara herida de Bestia—. Solo Alyse. Ella fue la única que hizo algo para salvar a mi bebé. Se tiró hacia él, tratando de agarrar al bebé de sus manos, pero él la golpeó tirándola al suelo, donde ella se hirió la cabeza en la pierna de la pesada silla de madera. No supe hasta días después que había muerto a causa de ese golpe. »Entonces puso sus gruesos dedos alrededor del frágil cuello de mi bebé y lo rompió. Cuando terminó, tiró el bebé al suelo y salió de la habitación. Luego empezaron los gritos y la sangre, aunque supe más tarde que se trataba de mi propia sangre de parto. —Después de eso recuerdo muy poco. Unas manos fuertes y gentiles que me llevaron de nuevo a la cama, un jarabe dulce y amargo que se resbalaba por mi garganta. Y luego la oscuridad, bendita, bendita oscuridad. Sin ni una gota de carmesí a la vista. »Más tarde supe que mi padre se había ido dos días después. Eso fue lo que me salvó la vida, porque la vieja Nonne no hubiera corrido los riesgos que corrió con él cerca. Él me dejó al indiferente cuidado de Madame Dinan y a ella no le preocupaba que no me levantara de la cama ni comiera bocado. Pero estaba la vieja Nonne. Ella me acosó, regañó y presionó tratando tan arduamente de que volviera al mundo de los vivos que pensé que me volvería loca. Tal vez lo hice. —¿Fue la locura lo que me llevó a meterme en el establo una noche , sacar una cuerda gruesa y robusta de un gancho y anudarla firmemente alrededor

de mi cuello? ¿Fue la locura lo que me hizo saltar del pajar, esperando acabar con mi vida? »Yo digo que fue coraje. Lo dije entonces y lo digo ahora. Encontré el coraje para librar al mundo de uno de los oscuros y retorcidos d'Albret, ya que si era hija de mi padre entonces era un poco de la abominación que él era y merecía la muerte tanto como él. No lo podía matar a él, pero al menos podría librar al mundo de mi propia presencia manchada. »Pero no fue una caída lo suficientemente larga como para romperme el cuello, y mientras yacía colgando, preguntándome cuanto tardaría en morir, la vieja Nonne me encontró y me liberó. “Vete” le dije. Ella no podía detenerme, sabía dónde había más cuerda e idearía una caída más larga en mi próximo intento. No había nada que pudiera hacer para detenerme o eso creía yo hasta que habló. »”Él no es tu padre” sus palabras hicieron que todo dentro de mí se calmara, y por primera vez en muchos días se dispersó un poco la desesperación que había dentro de mí. »Me contó acerca de mi nacimiento, como fui la última oportunidad de mi madre para tener un hijo. Su primer hijo, una niña, nació muerta. Pero mi madre burló a d'Albret porque mientras me daba a luz se fue con la Muerte, su amante. »Traté de seguirlos, salí del útero fría y azul, el cordón umbilical se envolvió dos veces alrededor de mi cuello, pero la muerte me rechazó. Así que la vieja Nonne frotó mis extremidades y sopló en mi boca, tratando de forzar un poco de chispa de vida en mi cuerpo frío y flácido. —¿Fue ella quien la llevó al convento de San Mortain? —pregunta Bestia, de alguna manera estoy en sus brazos con mi espalda contra su pecho. —Sí —digo—. Fue cuando me enviaron al convento. Era salvaje al principio, no culpo a las monjas por exasperarse. Pero eventualmente me calmé y llegue a creer haber encontrado un santuario allí. Que tendría un propósito, un lugar donde mis habilidades oscuras pudieran ser aprovechadas. Y lo fueron, al principio. Maté a varios traidores antes de que

pudieran traicionarnos con los franceses pero entonces... —Aquí mi voz se tambalea porque la verdad no puedo creer lo que sucedió—. La abadesa me envió de vuelta a casa de d'Albret. Ella dijo que su ayuda, o la falta de ella, tenía el poder de cambiar el rumbo de la guerra y yo necesitaba estar allí para poder informarlos de las intenciones de d'Albret. Bestia no dice nada, pero sus brazos se aprietan a mi alrededor, como si me mantuviera a salvo incluso a través de los hilos del tiempo. —Discutí con ella, luché, le supliqué y supliqué. Pero su mente y corazón estaban decididos. Y luego ella colgó el único señuelo que sabía que yo agarraría: estaba segura de que Mortain lo marcaría para que yo pudiera matarlo. Incluso afirmó que la hermana Vereda lo había visto. Por eso fui pero fue otra mentira que me dijo. —¿Quién era el padre del bebé? —pregunta Bestia. —Josse, el herrero. Alyse trató de ayudarnos a escapar. Nos ayudó a planearlo y prepararnos, incluso a pensar en las excusas que daría cuando no apareciera por días. Pero d'Albret lo descubrió de todos modos. —No amaba a Josse, pero amaba la libertad que me ofrecía. Fue Julian quién nos traicionó a d'Albret. —A Josse lo amarraron como un perro a una carreta y luego lo atravesaron con una lanza. Me arrastraron de vuelta atada ya que había luchado contra ellos. Puedo sentir la ira de Bestia moviéndose a través de sus extremidades, pero él no dice nada. Me concentro en los fantasmas revoloteando que se acercaron mientras hablaba. Está Alyse que me dio risas y a Louise. Y Françoise que me dio a Julian, mi primer amigo y un verdadero hermano antes de que se convirtiera en mi enemigo. Mi propia madre, que me dio la vida, y Jeanne, cuya historia, ahora me doy cuenta, no fue una advertencia sino una historia de coraje: la valentía de enfrentar a la muerte en lugar de los horrores que la vida tenía para ella. Por todas las atrocidades cometidas por d'Albret, y ha habido muchas, son estas inocentes a las que han jurado proteger y amar las que han sido más

traicionadas. Ellas son las que merecen ser vengadas. Todas las dudas que tuve sobre si Bestia sería lo suficientemente fuerte como para soportar todos los horrores de mi pasado se han disipado. He revelado el último de mis secretos y aun así él me sostiene en sus brazos como si no me quisiera dejar ir.

Algo me despierta. Al principio creo que es la luz plateada de la luna que fluye por la ventana y cae sobre la cama. Y luego escucho un débil sonido, como estériles ramas de invierno crujiendo en el viento. Aunque no escucho mi nombre con precisión, sé que el sonido me llama, me hace señas y me da miedo. Temo que sean los fantasmas de las esposas muertas de d'Albret que vengan a pedirme cuentas. Pero el sonido viene de nuevo, y sé que debo irme. En silencio levanto las mantas, coloco los pies en el suelo y me levanto de la cama. El sonido llega por tercera vez y es como si hubiera una cuerda atada a mi corazón que me atrae hacia él. Me pongo los zapatos y la capa alrededor de los hombros y salgo de la habitación. En la oscuridad de la noche todo está en silencio. Por primera vez que puedo recordar no siento miedo en la casa de mi padre. No sé si es por Bestia que duerme cerca o por la voz del otro mundo que me llama. Tal vez no tengo nada más que perder. Los pasillos del castillo están vacíos, al igual que el gran salón. Hay algunos centinelas apostados en la puerta, pero como nací de la oscuridad las sombras son mis amigas y las uso para ocultar mi paso. Fuera la noche se ha vuelto muy fría. La congelación de Mortain, como lo llaman los granjeros, es una inesperada brisa que amenaza los cultivos emergentes de primavera. Y ahí es cuando se quién me está llamando. Acerco mi capa y apresuro mis pasos, sin sorprenderme cuando el susurro me lleva al cementerio.

La luna menguante ilumina al cementerio con una luz plateada pálida, pero me atrae al rincón más oscuro donde las sombras son más profundas. Cuando me acerco, emerge una figura alta y oscura. Está vestido de negro y huele a tierra a principios de primavera cuando los campos se acaban de cultivar . Con una sacudida que perfora mi corazón reconozco a mi verdadero padre. Todas las dudas que he tenido de que él exista, cada temor que he poseído de estar contaminada con la sangre de d'Albret desaparecen. Como un cordero que trota infaliblemente hacia su madre, sé que soy su hija. Al principio la ola de gratitud y humildad que esto me trae me hace querer ponerme de rodillas ante él y agachar la cabeza. Pero cuando lo miro, los años de terror y angustia se despliegan dentro de mí, y un gran látigo de ira se desata. —¿Ahora?, ¿Vienes a mí ahora? ¿Dónde estabas en todos esos momentos en que era pequeña, estaba atemorizada y realmente te necesitaba? ¿Dónde estabas cuando d'Albret mató a los inocentes una y otra vez? —Entonces tan repentinamente como vino, la ira se va—. ¿ Y por qué me abandonaste? Cuando viniste a por mi madre ¿por qué no me llevaste contigo? —La última pregunta es un susurro. —Era el deseo de tu madre, que vivieras —Cuando habla su voz es como un frío viento del norte, que trae nieve y escarcha—. Ella rezó no solo para ser liberada de su esposo sino también para que otras mujeres no vivieran su destino. Esa oración me llevó a ella, para que estuviera ahí cuando nacieras, para verte segura en este mundo, y también para llevarme a tu madre , como lo había prometido. —¿Así que no me rechazaste? Su voz, como el susurro de las hojas moribundas, llena mi cabeza. —Nunca. —Pero he pecado contra ti y he actuado solo según mi voluntad en lugar de la tuya, ¿no merezco un castigo?

—No, porque eres mi hija y de igual manera no te castigaría por arrancar las flores de mi jardín como tampoco lo haría por que respiras. Además, los hombres que mataste se habían ganado la muerte. Si no lo hubieran hecho, el cuchillo, la pelea se habría desviado o la copa llena de veneno quedaría intacta. —¿Las marcas no están destinadas a que actuemos? Me doy cuenta de que no lo oigo hablar, sino que lo siento dentro de mi mente, como si estuviera desplegando un gran tapiz delante de mí, llenándome de comprensión. A medida que se acerca la muerte de una persona, su alma madura y se prepara para la cosecha. Esa maduración puede ser vista por algunos. A medida que las almas maduran, comienzan a soltarse de sus cuerpos, al igual que la fruta se prepara para dejar la rama. Pero incluso las mismas frutas en el mismo árbol caen en momentos diferentes, ocasionalmente desafiando todas las probabilidades y aferrándose todo el invierno. Al igual que alguien que trabaja los huertos, él no lo controla todo. Ni el viento, ni la lluvia ni el sol. Y así como esos elementos dan forma a la fruta en el árbol, también muchos factores determinan la vida de un hombre y por lo tanto su muerte. Se acerca y coloca su fría mano en mi cabeza, su gracia y comprensión me llenan quemando todos los vestigios de la malvada oscuridad de d'Albret que pesan en mi alma hasta que la única oscuridad que queda es una llena de belleza. La oscuridad del misterio y las preguntas, el cielo nocturno interminable y las cavernas de la tierra. Entonces sé que lo que dijo Bestia es verdad, soy una superviviente, y la mancha de los d'Albret no es más que un disfraz que llevaba para poder pasar entre ellos. No es más que una parte de mí, así como la capa en mi espada o las joyas que llevo puestas. Como el amor tiene dos lados, lo mismo sucede con la muerte. Mientras que Ismae servirá con su misericordia, yo no lo haré, porque no fue así como me formó. Cada muerte que he presenciado, cada horror que he soportado me ha forjado a ser quien soy: la justicia de la muerte. Si no hubiera

experimentado esas cosas de primera mano, entonces el deseo de proteger a los inocentes no ardería tan intensamente dentro de mí. Allí en la oscuridad protegida por la gracia de mi padre inclino la cabeza y lloro. Lloro por todo lo que he perdido, pero también por lo que he encontrado, porque hay lágrimas de alegría mezcladas con las de tristeza. Dejo que la luz de su gran amor me llene quemándome todos los zarcillos y rastros de oscuridad de d'Albret hasta que estoy limpia, completa y nueva.

Bestia me encuentra justo antes del amanecer. Sin hacer preguntas me ayuda a ponerme en pie. El pequeño círculo de escarcha en el suelo es lo único que queda de la presencia de Mortain. No, no es verdad. Porque estoy completamente transformada por su presencia. Toda duda, miedo, vergüenza se han ido, como las hojas muertas en una tormenta de invierno. Solo quedan las ramas limpias y fuertes. Ahora sé porque d'Albret no tenía ninguna marca y también porque no ha muerto todavía. Aún mejor ahora poseo algo que nunca había tenido antes: fe, fe en mí, fe en Mortain. Pero sobre todo la fe en el amor. El odio no puede ser combatido con odio. El mal no puede ser vencido por la oscuridad. Solo el amor tiene el poder que conquistarlos a ambos. Con la fuerza de ese amor que fluye dentro de mí, nos preparamos para rescatar a mis hermanas.

Capítulo Cuarenta y Seis Traducido por Shiiro

CABALGAMOS HASTA NANTES SIN descanso, deteniéndonos solo cuando está tan oscuro que no podemos ver el camino ante nosotros, y empezando de nuevo en cuanto hay suficiente luz para continuar. Bestia trae a Yannic, Lazare y dos de sus hombres. No hay mucho tiempo para hablar, y cada noche caemos redondos en nuestras esterillas y dormimos sin soñar. Cuando nos acercamos a Rennes, Bestia despacha a los dos soldados con mensajes para Duval y la duquesa. Mientras giramos y nos dirigimos al sur, me pregunto si este ha sido siempre mi destino, enfrentarme a d’Albret con Bestia a mi lado, porque hará falta el poder de nuestros dos dioses para derrotarlo. O; observo al silencioso Lazare, cuyo rocín lucha por seguir el paso de nuestros caballos, que son más fuertes, dos dioses y la Misma Madre Oscura. Para cuando nos acercamos a Nantes, ya tenemos un plan firme. El deseo de cabalgar de inmediato y abrirnos paso entre las puertas de la ciudad es casi abrumador. Pero no tendremos ocasión de éxito si nos enfrentamos a d’Albret estando tan exhaustos. De hecho, apenas tenemos ocasión de éxito si estamos descansados y preparados por completo, así que nos detenemos en el refugio de caza abandonado, el mismo en el que empezó este viaje, esperando que siga abandonado. —Vacío —dice Bestia cuando vuelve—. No parece que nadie haya estado aquí desde que nos marchamos. Es todo lo que los demás necesitamos oír. Espoleamos los flancos de los caballos y nos dirigimos al establo. Apenas necesitan que los calmemos, ya

que están tan cansados como nosotros y se dejan guiar encantados por el olor a heno y la promesa de descanso. A pesar de la fatiga, no puedo dormir. Me revuelvo, y la ropa de cama cruje a modo de protesta. Solo puedo pensar en el mañana, y en poner a salvo a mis hermanas. Me pregunto dónde las tienen y quién las guarda. Con suerte estarán en una de las muchas habitaciones del palacio en lugar de en la mazmorra, porque la salud de Louise fallará enseguida si la tienen en un lugar tan húmedo y sucio. Y aunque a d’Albret no le importe ella, no querrá perder una moneda de cambio en este juego al que juega. El deseo de ir ya es tan desbordante que temo que tendré que atarme a la cama. Esperar aquí sola a que llegue el día cuando por fin puedo actuar es una agonía. «Pero no estás sola», susurra una vocecita en mi corazón. «Un amor de talla gigante, enorme, espera en la habitación de al lado.» De pronto deseo ahogarme en ese amor, usarlo como escudo o armadura para mantener a raya mis dudas. Sin pararme a pensar, echo a un lado las sábanas, me pongo de pie, y salgo al pasillo. Cuando me detengo ante la puerta, me atacan las dudas. ¿Creerá que soy una depravada o una lasciva? Seguro que no, porque ha oído cada horrible secreto que poseo y no se ha encogido. Es imposible no sentirse humilde ante la gran inmensidad de ese regalo. Llamo una sola vez a la puerta, y luego la abro. La habitación está oscura salvo por un rayo de luz que cae desde la ventana sobre la cama. Cuando entro, Bestia echa mano de su espada, y luego se detiene. —¿Sybella? Cierro la puerta con suavidad detrás de mí.

—He dormido con cinco hombres, no docenas. Tres porque tenía que hacerlo, uno porque pensé que podría salvarme, y el quinto para poder acercarme lo suficiente para matarlo. No dice nada, pero observa mis dedos mientras estos desabrochan la camisola. —Nunca he yacido con un hombre por amor. —Lo miro a los ojos con calma—. Me gustaría hacerlo por lo menos una vez antes de morir. —¿Me amas? —Sí, pedazo de zoquete. Te amo. Deja escapar un suspiro. —¡Dulce Camulos! Ya era hora. No puedo evitarlo. Me río. —¿A qué te refieres? —Te he amado desde que me pegaste ese vil lodo en la pierna y me ordenaste que me curase. —¿Desde hace tanto tiempo? —Era demasiado estúpido como para darme cuenta, pero sí. —¿Cuándo te diste cuenta de que te sentías así? —Me da vergüenza hacer una pregunta tan patética, pero me muero por saberlo. Ladea la cabeza, pensativo. —Cuando la abadesa anunció que eras la hija de d’Albret. Lo miro boquiabierta. —¿Decidiste entonces que me querías?

Alza las manos, como en señal de rendición. —No lo decidí. Simplemente estaba ahí. Una gran complicación que no había pedido. Por eso me enfadé tanto, pensando que los dioses estaban gastándome una tremenda broma. —Sacude la cabeza, incrédulo. —¿Significa eso que yacerás conmigo? —Mi voz suena más vulnerable que seductora. Deja colgar las piernas sobre el borde de la cama, poniéndose serio. —Sybella, con todo lo que has pasado a manos de hombres, no tienes que hacer esto. No tienes que darme tu cuerpo para ganar mi amor. Ya es tuyo. —Lo sé —susurro—. Pero moriría habiendo amado de verdad por lo menos una vez. Se pone de pie y cruza la corta distancia entre nosotros. Siempre olvido cómo se cierne sobre mí. Sobre todo, porque nunca lo miro con miedo. Alza la mano para apartarme el pelo de la cara, como si lo viera, me viera, mejor. Ese gesto tan simple me hace sentir más expuesta que estar aquí de pie con nada más que un camisón. —Quiero que estés conmigo por las razones adecuadas. No porque sientas que debes, o porque temes que moriremos, sino porque lo desees de corazón y cuerpo. Lo miro a los ojos, ojos que son solo en parte humanos, al igual que yo me siento solo en parte humana. Si alguna vez hubo un hombre que pueda comprender y aceptar mi oscuridad, ese es Bestia. —¿Quién mejor para confiarle ambos que la gran Bestia de Waroch? Me acerca a él, dejando caer la mirada a mis labios. Me rodea el calor de su cuerpo, puedo sentir su corazón martilleando en su pecho. Baja la cabeza hasta que nuestros labios casi se tocan. Cuando duda, me pongo de puntillas para cerrar la distancia entre nosotros y aprieto mis labios contra los suyos.

Nuestro beso es dulce y desnudo y está hambriento. Con mi hambre. Su hambre. Un hambre nacida en dos vidas. También está llena de pertinencia. Una bendita pertinencia. No se desenrosca una espiral oscura de vergüenza en mi interior. Ninguna voz grita No en mi cabeza. No tengo que cerrar los ojos y fingir que estoy a cientos de kilómetros. Su mano desciende, los dedos me acarician el cuello, y saboreo la sensación áspera de su mano callosa, maravillada porque una mano con tal capacidad de matar puede ser también delicada. Su otra mano me rodea la cintura, luego sube lentamente por mis costillas, deteniéndose justo antes de alcanzar mi pecho. Apoya la frente contra la mía, respirando con dificultad. —¿Estás segura? —susurra. Entonces la oigo, una débil nota incrédula en su voz. —Nunca he estado más segura de lo que lo estoy ahora —digo. Entonces su boca vuelve a la mía, y el calor acumulado que lleva tanto tiempo ardiendo entre nosotros explota. Aun así, ninguna oscuridad amenaza con reclamarme. En su lugar, en mi cuerpo despierta verdadero deseo, tan incierto y torpe como un potro recién nacido. Mis propias extremidades se me antojan desconocidas, y mis movimientos, imprecisos. Yo, que siempre he sido habilidosa y entrenada. Pero no me importa, porque todo lo que fue antes no es más que un recuerdo lejano. Todo lo que importa somos nosotros. Solo nosotros. Este momento. Su mano en mi cuerpo. Nuestros alientos mezclados. Nuestros corazones están tan juntos que ahora laten como uno solo. Con una caída en picado mareante, me toma entre sus brazos, y se me escapa una risa sorprendida. —¿Qué haces? Él sonríe.

—Siempre he querido llevarme a una dama hermosa y mancillarla. —Creo que deberías reconsiderar quién está mancillando a quién — murmuro, sorprendida por lo mucho que disfruto al sentir sus brazos a mi alrededor, cargándome. Cuando llegamos a la cama, me deja sobre ella con ternura, bebiéndome con los ojos. Y aunque ese es su truco, ver dentro de mi alma, en este momento veo yo en la suya, sus dudas e inseguridades, y veo que quiero esto. Que lo quiero a él. Alargo el brazo y tomo su mano, trayéndolo junto a mí. —Si no sabes mancillar, te enseñaré con alegría. Entonces se ríe, y vuelvo a posar mi boca sobre la suya, dejando que su risa llene todos los rincones oscuros en mi interior. Y cuando la risa se apaga, durante un breve instante, recuerdo las historias de los carbonarios y tengo la certeza de que no es Amourna, o siquiera Arduinna, la que bendice nuestra noche juntos, sino la Misma Madre Oscura, con Su don para los nuevos comienzos.

Me despierto por la mañana con el grueso brazo de Bestia apretándome con fuerza. Me recuerda por un instante una de las raíces de los grandes árboles del bosque, que los anclan a la tierra. Sé que debería despertarlo, que tenemos una tarea urgente e imposible ante nosotros, pero tengo hambre de un momento más, queriendo saborear la magia que ha ocurrido entre nosotros. Oh, no es la magia de la que hablan los poetas en sus poemas de amor, sino una magia diferente y mucho más fuerte. Observo su rostro. No se ha vuelto más bello desde que lo vi por primera vez, supurando en las mazmorras, y aun así me resulta más querido que el

mío propio. Justo entonces abre los ojos, y me pilla estudiándolo. —¿Qué? —Su voz a primera hora de la mañana suena ronca, como dos rocas frotándose. —Me preguntaba, ya que te he besado ya tres veces, si te convertirías quizá en un guapo príncipe. Al ver su sonrisa rápida y fácil me baila el corazón en el pecho. —Por desgracia, sigue estancada con un sapo, milady. —Ah, pero resulta que me gustan bastante los sapos. —Me inclino y le doy un beso en la nariz; seguramente sea una de las cosas más tontas que he hecho nunca, pero no me importa—. Incluso los sapos que se pasan el día entero durmiendo. —Le doy otro beso en la cara, y luego me obligo a levantarme de la cama. Ni siquiera me importa que me observe mientras me visto. Cuando llego a la cocina, Lazare alza la mirada del cuchillo que está afilando; sus ojos entusiastas no dejan nada fuera, así que me siento casi desnuda delante de él. —Alguien está feliz esta mañana —sonríe. —Alguien tiene ganas de un beso de acero frío antes de haber roto su ayuno siquiera. Su sonrisa se ensancha, pues el hecho de que no lo tenga ya contra la punta del cuchillo solo sirve para darle la razón. —¿No tiene un carro que coger o algo? —pregunto. Asiente en dirección a la ventana. —Ya ha llegado. Algunos no nos hemos pasado la mañana haraganeando.

Miro fuera y veo otros tres carbonarios y un carro lleno de carbón. Nuestra forma de acceder a la ciudad ha llegado. —Bien, pues. Vamos.

La estrategia que funcionó tan bien cuando viajamos a Rennes nos sirve igual de bien aquí. En muy poco tiempo, me he recogido el pelo bajo una cofia y me he ensuciado con una fina capa de polvo de carbón la cara y las manos. Mi aspecto cambiado me hará casi invisible, pues los guardias prestan poca atención a los campesinos e incluso menos a los carbonarios. Pero la enorme estatura de Bestia es demasiado reconocible. Esta vez yace en el carro, cubierto de telas ásperas tipo cáñamo y una capa de carbón vegetal. Lazare apaña una suerte de conducto por el que puede respirar. Atravesamos las puertas de la ciudad sin que nos miren dos veces, y Lazare nos lleva directamente a un herrero que conoce, un compañero, asegura, que estará feliz de ayudarnos. Aunque no es aliado cercano de los carbonarios, no siente el más mínimo amor por d’Albret o la ocupación de la ciudad. Con la primera parte del plan realizada con éxito, es hora de que me limpie para hacer una visita al convento de Santa Brigantia que se alza justo frente al palacio.

Capítulo Cuarenta y Siete Traducido por Shiiro

ME MUESTRAN DE INMEDIATO LAS dependencias de la abadesa, donde me espera en su escritorio. Es una mujer grande, casi tan alta como un hombre, con gesto alto e inteligente y pestañas tupidas. Me guían dentro, y ella hace un gesto para que la novicia cierre la puerta al salir, tras lo cual se reclina en su asiento y me estudia. —¿Qué quiere una de las propias hijas de Mortain de aquellas que sirven a Brigantia? —No vengo por asuntos oficiales, Madre Reverenda, sino a pedir su ayuda para rescatar a dos jóvenes. Han sido tomadas por el Conde d’Albret, y temo por su bienestar. —Deberías —murmura. —Para poder ponerlas a salvo, debo acceder al castillo. Un hábito brigantino constituiría un excelente disfraz, y me permitiría entrar en palacio sin someterme a escrutinio. —¿Planeas ir sola? —No, tendré ayuda. —Entonces necesitarás más de uno. Incapaz de contenerme, sonrío al pensarlo. —No, Madre Reverenda. Me acompañarán dos hombres. Arquea una ceja.

—¿Y quiénes son? —Uno de ellos es la Bestia de Waroch. —¿La misma Bestia de Waroch que compareció tan noblemente ante nuestra propia duquesa hace solo unas semanas? —La misma. —Entonces tengo algo más que compartir contigo. Hay un pasaje secreto que va del convento al palacio. Fue construido por el último duque. Después de que él y su familia evitasen ser capturados por los franceses por poco cuando asaltaron la ciudad en una de las muchas batallas, mandó a sus ingenieros construir una ruta secreta para escapar de palacio, para que sus hijas nunca volviesen a estar tan cerca de ser capturadas. Puedes usarla para liberar a las niñas. Parece que todos los dioses están a favor de esta ventura, y apenas puedo contenerme para no saltar por encima del escritorio y abrazarla. —Es una gran solución a un problema muy molesto. Gracias. —¿Así que no es más que una misión de rescate? —Sus ojos atentos me estudian. Sostengo su mirada. —Ese es el objetivo de nuestra incursión. —Bien. Aunque si se presentasen otras oportunidades, espero que las aproveches. Necesitan tener el mayor de los cuidados. D’Albret y sus tropas regresaron hace tres días, cabalgando sin descanso desde Rennes. Fuera lo que fuese lo que esperaba conseguir allí, no lo logró, y sus hombres y él están de un humor terrible. Esto son buenas noticias, entonces, porque seguramente significa que los infiltrados no pudieron ayudarlo a entrar en la ciudad.

—Por eso todo está tan en silencio por aquí. La gente de la ciudad se ha refugiado en sus hogares y ha cerrado sus tiendas, pues no quieren entrar en contacto con d’Albret o sus hombres cuando este ánimo pesa sobre ellos. Por alguna razón, mis pensamientos se dirigen al platero que hizo para mí la llave. —Es muy sabio por su parte. Ella se pone de pie, y cruza hasta la ventana que da al foso. —Hay algo más que deberías saber. Hay informes, informes fiables, que dicen que el regente francés y una gran fuerza armada han acampado apenas cinco leguas río arriba. ¡Tan cerca! —¿Pensaban tomar ventaja de la ausencia de d’Albret invadiendo la ciudad mientras él hacía la guerra en Rennes? Sacude la cabeza. —No lo sé, pues los mensajeros han ido volando, rápidos y furiosos, entre d’Albret y los franceses las últimas dos semanas. Sea lo que sea, podrían estar planeando juntos. Se gira para encararme. —No te cuento esto para disuadirte, sino para que mantengas los ojos y oídos abiertos. Si descubrieses lo que está ocurriendo mientras pones a salvo a estas niñas, estoy segura de que la duquesa estaría muy agradecida. Ahora, ve a buscar a tus compañeros, y cuando vuelvan, les escoltaré yo misma hasta el pasaje.

El túnel es largo y oscuro, y la lámpara de aceite que nos ha dado la abadesa desprende solo la luz justa para que no tropecemos y nos caigamos. Las paredes son de piedra fría y húmeda, y gotea agua del río cercano y el foso que tenemos encima. La oscuridad se traga la mayor parte de la luz de la lámpara. Es como si hubiéramos entrado en la garganta larga y turbia de alguna serpiente monstruosa de leyenda. Cuando por fin la exigua luz muestra una escalera de piedra, apretamos el paso y subimos rápido. Según la abadesa, ya que el duque era consciente de que sus habitaciones podrían muy bien ser las primeras atacadas en situaciones hostiles, la puerta da a la habitación que la duquesa e Isabeau compartían de pequeñas. Levanto la argolla con cuidado, y luego abro la puerta despacio solo para encontrarme otra pared de madera. No, no es una pared, sino la parte de atrás de un gran cabecero de madera. La puerta está en la pared tras la cama de la habitación, y más oculta a la vista por los doseles. Hay el espacio justo para que pase una persona, aunque Bestia tendrá que ponerse de lado y aun así será estrecho. Yannic esperará en el pasaje armado con su ballesta y una daga larga, ya que no nos atrevemos a arriesgarnos a que nuestros enemigos sellen nuestra vía de escape. La habitación se abre a un pequeño recibidor, y aunque no siento ningún corazón latiendo ahí, me detengo. Es como si una barrera invisible me retuviese, mientras mi mente recuerda todo lo que he pasado entre estas paredes, aunque mi corazón cante que ahora es distinto. Ahora yo soy distinta. Me obligaron a esconder mi verdadera naturaleza incluso de mí misma, pues ¿qué sabueso no temería al lobo que camina entre ellos? E incluso un lobezno debe tener una oportunidad de crecer. Ese pensamiento me permite entrar en la sala. Bestia me pisa los talones, en silencio. En la puerta, echo un vistazo para ver si hay algún guardia o centinela apostado, pero el corredor está vacío. —Tienes que esperar aquí —le digo a Bestia—. Por lo menos hasta que sepa dónde están, y cuán protegidas.

Los ojos le arden de frustración, porque no está acostumbrado a hacerse a un lado perezosamente mientras otros se ponen en peligro, pero sabe que, por ahora, el sigilo es nuestra mejor arma, y no la fuerza bruta. En el pasillo, tengo la precaución de agachar la cabeza y esperar que la toca proteja mis facciones de cualquier viandante. Cuanto más me alejo de la puerta, más me siento como si tuviese un gran peso encima. En lugar de impedirme respirar como solía, la fuerza me empuja hacia delante, como una ola batiente impulsa un bote hacia la costa. No he pasado ni dos puertas cuando oigo voces; voces claras y agudas de niñas. Vienen de la tercera habitación. No hay guardias apostados, así que inspiro hondo, me recuerdo que soy la hija de Mortain, y luego llamo a la puerta abierta. Las voces paran. —Adelante. —Es Tephanie, y dejo escapar un suspiro de alivio. Medio temía que Madame Dinan o el propio Julian estarían custodiando a las niñas. Pero sin duda no esperaban que me metiera en la boca del lobo sin anunciarlo. Entro en la habitación, con cuidado de mantener la mirada gacha, y deslizo las manos dentro de las mangas hasta mis cuchillos ocultos, por si los necesito rápido. —Hola. —Uso una voz más grave de lo normal—. Soy la Hermana Widona, del convento de Santa Brigantia, y me envían para ver a la niña a la que llaman Louise. Dicen que ha contraído fiebre pulmonar. Tephanie se acerca hasta que puedo ver las puntas de sus zapatos marrones asomando bajo su falda. —No es fiebre pulmonar, no. Pero tose todo el tiempo, y sus pulmones parecen débiles. Estaríamos muy agradecidas por cualquier habilidad curativa que pudiera ofrecer. —Pero por supuesto —digo mientras cierro la puerta detrás de mí y alzo la mirada despacio.

Es Louise quien me reconoce primero. Salta de la butaca donde ha estado jugando con su muñeca y corre hacia delante, tirándose hacia mí. La acerco, saboreando la sensación de sus bracitos en torno a mi cuello. Está delgada y frágil, y sus mejillas tienen un color poco saludable. Tephanie la observa con una mezcla de sorpresa y consternación hasta que su mirada preocupada se mueve hacia mi cara. Se le desencaja la mandíbula, y se lleva la mano al rostro. —Milady. Poso un dedo contra mis labios y rezo para que nos sea leal a mí y a las chicas. Despacio, Charlotte se levanta de la butaca, sin que sus solemnes ojos marrones abandonen mi cara. —Sabía que vendrías —dice, y le abro los brazos a ella también. Rígida, camina hasta mí, pero no se lanza como Louise. Siempre ha sido más formal, así que me estiro y la atraigo hacia mí. Solo entonces se relaja en mi abrazo. Tephanie mira hacia la puerta. —Milady. No está a salvo aquí. Dicen… Dicen las cosas más horribles sobre usted. Le sonrío. —Algunas podrían incluso ser verdad —le digo—. Pero, por ahora, he venido a poner a las chicas a salvo. Tephanie se santigua. —Entonces mis plegarias no han sido en vano. —Debes venir con nosotras, Tephanie, o si no serás castigada con dureza por su desaparición. Su mirada sincera se encuentra con la mía.

—Milady, la seguiría a cualquier parte. —Bien. Entonces síguenos hasta estar a salvo. —Aparto a las niñas de mí, pero Louise se balancea sobre sus pies. Suelto la mano de Charlotte y cojo a Louise para poder llevarla en brazos—. Coge sus capas. Y botas. Y toda la ropa cálida que puedas encontrar, deprisa. No tenemos mucho tiempo. Asiente y se apresura hacia el cofre al otro lado de la sala. Devuelvo mi atención a las niñas. —Tenemos que estar muy, muy calladas. Si alguien nos ve, intentará detenernos, y quizá no volvamos a tener una oportunidad. ¿Entienden? Ambas asienten con solemnidad, y Tephanie regresa con los brazos llenos de ropas. —¿Debería vestirlas ahora, milady? —No, habrá tiempo de sobra cuando estemos a salvo. ¿Puedes llevar todo eso? —Sí, pero ¿y usted? ¿Podrá con Louise todo el camino? —No tendré que hacerlo. —Justo cuando estamos listas para irnos, hay un sonido en la puerta. Me giro para encontrar a Jamette mirándonos fijamente. —¿Ha vuelto? Esperaba que no volviera nunca. —Un minuto más y no lo haré —digo—. Las niñas y yo nos vamos, y no tendrás que volver a verme nunca más. Cruza indecisión por su rostro bonito y plano, y me doy cuenta de que todo el odio que sentí por ella una vez ya no está. —Ven con nosotras, si quieres. No tienes por qué quedarte aquí. —No. —Escupe la palabra—. No traicionaré a mi señor padre. O el suyo.

De pronto, temo por ella, temo que la fuerza neta de la ira de nuestro padre caerá sobre su tonta cabecita. —No seas tonta, porque ellos no te guardan la misma lealtad y tan pronto te retorcerán el cuello como escucharán tu parloteo. Ven con nosotras. Puedes tener una nueva vida, libre de todas estas mentiras y engaños. Los ojos le brillan con amargura y da un paso hacia mí, aferrándose las faldas con las manos. —No quiero una nueva vida. Lo único que he querido siempre es su vida. Toda la admiración que conseguía, la atención que atraía, todos los ricos que iban detrás de usted; serían míos si usted desapareciese. —Si eso es todo lo que quieres, entonces todo lo que tienes que hacer es dejar que nos marchemos. Sacude la cabeza. —No es tan simple, lo sabes bien. Tendré un castigo horrible si no la detengo. Y tiene razón. Mientras se gira para marcharse, estiro el brazo para agarrarla, pero Louise pesa y no soy lo suficientemente rápida. Jamette se escapa de mi alcance y desaparece pasillo abajo. Me giro hacia las otras. —Tenemos que irnos. Ya. El pasillo aún está desierto, pero es solo cuestión de minutos antes de que llegue más gente. Aferro a Louise con fuerza, sosteniendo la mano de Charlotte, y las llevo hacia la habitación y Bestia. Si los guardias nos encuentran antes de que estemos a salvo, Bestia será nuestra única esperanza.

Capítulo Cuarenta y Ocho Traducido por Shiiro

CUANDO ENTRAMOS EN LA habitación, él alza la mirada, y la fiereza de su expresión me sobresalta incluso a mí. Entonces clava la mirada en Louise. Charlotte se hunde entre mis faldas, pero Louise lo estudia con curiosidad. —¿Quién eres? —le pregunta con su voz aguda y clara. Bestia me mira, indefenso, y veo agonía en sus ojos. —No debes temerlo, Louise. —No lo hago —dice ella, sonando un tanto ofendida. —Bien. Porque era muy cercano a tu madre e intentará mantenerte a salvo, no importa lo que pase. Tú tampoco —le digo a Charlotte. Entonces centro toda mi atención en Bestia—. Tenemos que darnos prisa —le advierto—. Me han visto, y Jamette ha ido a dar la alarma. Él asiente, y parece sorprendido cuando le dejo a Louise entre los brazos. —Necesitaremos una distracción para que no descubran tu ruta de escape. Me quedaré atrás —digo. Al ver su expresión de horror, me explico rápidamente—. No pueden acercarse a esta habitación, o descubrirán el pasadizo y te encontrarán en unos minutos. —¡No voy a dejarte aquí! ¡Sus ojos! Oh, ¡sus ojos! La furia y la angustia en ellos me roban el aliento. Dos cosas lo definen, el honor y la lealtad, y le estoy pidiendo que

reniegue de una de ellas. Sintiendo su ira, Louise no deja de revolverse entre sus brazos, atrayendo su atención de nuevo hacia ella. Aprovechándome de ello, pongo la mano de Charlotte dentro de la suya, beso rápidamente a ambas niñas y los empujo hacia el dormitorio. —Tienes que ponerlas a salvo. Todo lo demás puede esperar. —Volveré —dice, y entonces se adelanta y me da un beso salvaje y desesperado en los labios, como si así pudiera hacerme sentir la fuerza de su promesa. No me entretengo viéndolos marchar, sino que me giro y me quito el distintivo hábito azul para que a d’Albret no se le ocurra castigar al convento brigantiano. Lo meto dentro de uno de los baúles de la habitación, y luego echo una ojeada hacia la entrada. Puedo oír pasos acercándose, pero aún no hay nadie a la vista, así que salgo al pasillo y comienzo a correr en la dirección opuesta. Los sonidos detrás de mí cada vez suenan más cerca, pero si logro alcanzar la primera planta, quizá pueda deslizarme fuera por las puertas y perderme entre los sirvientes del patio. Alcanzo las escaleras a toda velocidad, pero mis esperanzas quedan destrozadas enseguida por el sonido de unas botas que se acercan a mí. No son los guardias, ni soldados, ni siquiera el capitán de Lur, sino Julian. —¡Sybella! —Su voz está preñada de esperanza y cautela—. ¡Has vuelto! —He venido a por nuestras hermanas. —Sybella. —Estira una mano para agarrarme por el brazo. Me alejo bruscamente.

—No. No. —Y ahora que le estoy diciendo que no, no puedo parar. Es como si hubiera una gran tormenta de noes que se ha estado fraguando en mi interior durante años—. No, no, no. Frunce el ceño, preocupado, e intenta agarrarme por el brazo de nuevo. —¡No me toques! —Me desembarazo de él, jadeando. Me mira con consternación. —¿Qué te ocurre? —Tú. Nosotros. El amor que crees que hay entre nosotros. Sacude la cabeza con suavidad, como si le fallase el oído. —No quieres decir eso. La confusión en su voz me recuerda a cuando era un chico joven, y me atraviesa el corazón. —Sí que quiero —susurro. —¿Por qué huiste? —Aunque intenta disimularlo, el dolor que destila su voz es evidente. ¿Qué le digo? ¿Le hablo del convento, y de mi trabajo ahí? ¿O me limito a decirle lo que llevo en el corazón, la razón por la que me fui al convento para empezar? —Porque me estaba muriendo por dentro, Julian. No podía soportar esta vida ni un momento más. —Pero teníamos planes. He estado trabajando para ganarme la confianza de nuestro padre, y que me legue tierras. Entonces tendremos una vida juntos. La vida con la que hemos soñado desde que éramos niños. —Con la que tú soñaste, Julian, no yo. —A pesar de la delicadeza con la que le hablo, actúa como si le hubiera golpeado.

—Pero hablamos de ello, lo planeamos juntos… —Cuando éramos pequeños, Julian, demasiado pequeños para saber que los hermanos no se casan ni tienen hijos juntos. Que lo que había entre nosotros estaba mal… —¿Por qué debería importarnos lo que piense el mundo? No entienden el vínculo que compartimos. Los horrores que hemos sufrido juntos. No habría sobrevivido si no hubiera sido por ti, Sybella. Cierro los ojos. —Ni yo sin ti, pero eso no hace que lo que me pediste estuviera bien. Solo lo hice porque temía perderte, que dejases de protegerme o de ser mi amigo. Me mira en silencio, como si nunca antes me hubiera visto de verdad. —Siempre fui tu amigo, y nunca habría dejado de protegerte. —¡Julian, me traicionaste! ¡Te chivaste del chico del herrero e hiciste que lo mataran! Hay un brillo salvaje en sus ojos, y se le entrecorta la respiración. —Te salvé de una vida como la prostituta del herrero, dando a luz a sus sucios mocosos y viviendo una existencia de partos y trabajo duro. Te salvé de una vida mirando por encima de tu hombro y preguntándote cuándo te encontraría nuestro padre, porque nunca habría dejado de buscarte. Lo sabes. —Si todo eso es cierto, como dices, entonces ¿cómo pudiste utilizar a nuestras hermanas contra mí? —Me enviaron a recogerlas. Órdenes de Padre. —¿Y los mechones de pelo? ¿Qué eran, Julian, sino una amenaza? —¿Eso es lo que piensas? ¿Qué yo haría algo así?

—Sí —susurro—. Pienso que puedes envolverlo con excusas elegantes y mentiras hermosas, pero solo para no tener que ver lo que de verdad pretendías. —Solo quería que supieras que las mantendría a salvo, tal y como te mantuve a salvo a ti todos esos años. Y así me lo agradeces. Incluso ahora, no sé si dice la verdad o solo cree que lo hace. En el silencio que sigue, oigo una vez más pisadas que se acercan rápido. Me acerco a Julian. —Cuando vengan, diles que me has encontrado y detenido. Venga, desenvaina la espada para convencerlos. Julian sacude la cabeza y se aleja de mí. Estiro la mano y desenvaino su espada, para ponerle la empuñadura en la mano. —Hazlo. Justo cuando me pongo delante de la punta del arma, el capitán de Lur, Jamette, y media docena de soldados alcanzan el rellano. —Ahí está —dice Jamette—. Pero ¿dónde están las demás? —¿Cómo que las demás? —pregunta Julian, mirándome a mí y luego a Jamette y luego a mí otra vez. —Tephanie y las niñas —explica Jamette—. Sybella dijo que se irían todas juntas. —Solo la he encontrado a ella. ¿Dónde las viste por última vez? —En el pequeño solar. De Lur hace un gesto con la cabeza, y la mitad de sus hombres deshacen sus pasos en dirección al solar. Entonces se gira hacia Julian de

nuevo. —¿Ibas a detenerla? ¿O a ayudarle? Uno nunca está seguro contigo. Los ojos de Julian se muestran más fríos que una roca helada. —¿Estás tan seguro de eso, de Lur? ¿Y si mi señor padre ha confiado en mí por encima de todos los demás y hemos usado un juego intrincado para que saliera de su escondite? Miro a Julian, pero ni siquiera yo sé decir si está mintiendo. Ignorándolo, de Lur se gira hacia mí. —Tu señor padre sabía exactamente qué cebo usar para montar la trampa, y ahora aquí te tenemos. Por desgracia, has elegido un momento inconveniente para reaparecer, porque lord d’Albret tiene asuntos más urgentes que resolver en otra parte ahora mismo. Arqueo una ceja con desconfianza, con la esperanza de que escepticismo lo engañe para contarme los asuntos en los que anda d’Albret. —¿Más urgentes que vengarse de su hija pródiga? —Más urgentes incluso que eso. Mi mente trabaja deprisa, buscando una forma de poner esto a mi favor. —Llévame ante el mariscal Rieux, entonces. —Porque él tiene por lo menos un poco de decencia y honor. O, al menos, los tenía. De Lur sonríe. —El bueno del mariscal ya no está con nosotros. No tenía estómago para lo que hacía falta. No sé si quiere decir que se han separado o que Rieux ha muerto.

—Tendrás que contentarte con la hospitalidad de las mazmorras del castillo hasta que vuelva tu padre. —Se gira hacia sus hombres—. Tráiganla. Dos hombres se adelantan para cogerme por los brazos. Desesperada por conservar mis cuchillos, me aparto de su alcance antes de que me toquen. —No necesito que me arrastren como a un saco de harina de trigo. De Lur sonríe, y luego se acaricia la cicatriz blanca de la mejilla. —Oh, pero en realidad sí, milady. No me gusta lo que veo en sus ojos, y le lanzo a Julian una mirada desesperada; pero está perdido en sus propios pensamientos, que a juzgar por su expresión son dolorosos. Los hombres intentan cogerme otra vez, y esta vez me agarran por los brazos y notan los cuchillos que llevo en las muñecas. De Lur ordena que me los quiten, y luego me registra en busca de cualquier otra arma. Una vez más tengo que soportar su tacto, sentir su aliento cálido contra la nuca, escuchar mientras su respiración se torna pesada. No digo nada, y me limito a mirarlo. No estoy segura de poder imponerme en una pelea, pero estaría reñido, y le haría bastante daño. Por lo menos, él o sus hombres tendrían que matarme en defensa propia. Pero no estoy segura de querer recibir la muerte todavía. No mientras aún queda una oportunidad de llegar hasta d’Albret. Mientras me escoltan a las mazmorras, la misma que Bestia ocupó en su día, me empieza a latir el corazón como un tambor y puedo oír mi propio pulso, porque este es el material de todas las pesadillas que he tenido. Estoy indefensa y a merced de d’Albret una vez más.

Capítulo Cuarenta y Nueve Traducido por Dvc34

ES UNA LARGA Y OSCURA noche. El pánico y el terror hacen todo lo posible por acosarme pero los mantengo a raya, sabiendo que si sucumbo a ellos, solo seré débil. El terror es una de las armas de d'Albret como lo es su espada o sus puños, y lo maneja con una precisión mortal, usándolo para socavar la voluntad y aplastar el espíritu. Los fantasmas de la torre revolotean a mi alrededor atraídos por mi calor. Para distraerme fuerzo mi mente a la quietud, preguntándome si esos fantasmas me contarán sus historias. Pero en mi mente no hay nada más que un murmullo inquieto, sin gritos de angustia, sin deseos de venganza, no susurran cuentos del horror que les infligió. Estos fantasmas son más viejos que los otros, estaban aquí mucho antes que d'Albret. Tal vez no los asesinaron, simplemente murieron. Me llega la comprensión como una brisa suave y finalmente me doy cuenta de porque puedo ver no solo las almas que se apartan de sus cuerpos terrenales, sino los fantasmas inquietos que permanecen. Si soy el juez de la muerte, debo poder escuchar sus historias. Dirijo mi atención a los vivos y a los males que me pueden susurrar. Jamette no es más que una víctima, demasiado asustada como para ver los barrotes de su propia jaula. ¿Y Madame Dinan? Ella fue inocente una vez, pero ya no. Optó por no mirar lo que hacía d'Albret con demasiada frecuencia, y así cruzó el límite de inocente a culpable. ¿Y Julian? Él no era un hijo de Mortain, pero heredó esa fuerza y rechazó gran parte de lo que d'Albret quería que fuera, luchó muy fuerte contra la corrupción que lo empañaba. A diferencia de Pierre que la abrazó.

Julian siempre me ofreció amabilidad y amor donde Pierre y d'Albret crueldad y dolor. Habíamos sobrevivido a tantos horrores juntos, nuestra vida estaba inundada de tantas injusticias que el amor retorcido que me ofrecía casi se sentía bien. Casi . Y a su manera, Julian me estuvo protegiendo de Pierre. Sé que necesito amor para derrotar al monstruo que tengo ante mí , pero no sé cómo manifestarlo. Me enfrento a él con el amor de Mortain, de Bestia y el amor por mis hermanas, pero no sé cómo convertir eso en un arma que pueda usar en contra de él. Debo confiar en el dios cuya sangre fluye por mis venas y en mi propia naturaleza. Aunque no es tan oscura y retorcida como la d'Albret, sigue siendo oscura, y fuerte. Y espero que ofrezca una posibilidad de victoria. Debo tener fe, pero tener fe es difícil, mucho más difícil que perder la fe. El sonido de una llave en la cerradura me despierta con una sacudida, hago todo lo posible para evitar saltar sobre mis pies y apresurarme a mirar a través de los barrotes. Despacio, me paro. La puerta se abre de golpe y entran dos soldados que me arrastran a la cámara exterior. De Lur está allí. —Es hora de enfrentar a la justicia de tu padre. Me acompañan a una habitación donde me esperan Madame Dinan y Jamette. Dos sirvientas llenan una tina con agua. Dinan ni siguiera se molesta en mirarme, está mirando por la ventana. —Quitenle esos harapos —ordena. Las sirvientas dan un paso adelante, mirándome cautelosamente , pero no les dificulto su trabajo ya que nada de esto es su culpa. Miro hacia Jamette en todo momento, con la esperanza de molestarla, porque es su hipocresía lo que me trajo aquí. —Todo lo que tenías que haber hecho era mirar hacia otro lado —le digo en voz baja—, y habría estado fuera de tu vida para siempre. Julian incluso podía llegar a odiarme, lo que te dejaba el camino libre. Pero ahora voy a ser un mártir a sus ojos, con lo que va a ser más difícil competir con mi recuerdo.

Sus ojos se abren y mira a Madame Dinan para ver si ha escuchado, pero todavía está mirando por la ventana. Ha envejecido mucho desde la última vez que la vi. La piel se le está aflojando de sus delicados huesos. Sus ojos ya no están meramente nerviosos, sino que se ven trastornados. Como si sintiera mis ojos en ella, se gira pero no me mira a los ojos. —Quemen los harapos que traía puestos —le dice a las doncellas—, y metanla en la tina. —No es necesario, lo puedo hacer yo misma —digo, entrando en el agua tibia y cogiendo el jabón. Una vez que se fueron las doncellas, Dinan se gira hacia mi.—Eres una tonta. —Lo has echado todo a perder. —¿Que quieres decir? —Que como d'Albret no pudo conseguir Rennes como tenía planeado, tuvo que recurrir a otra opciones. —¿Opciones que llevaron al Mariscal Rieux a apartarse de su lado? Ignora mi pregunta. —Con el matrimonio de la duquesa con el emperador romano no le queda más remedio que... —Se calla mientras dirige una mirada hacia Jamette—. Ve a buscar su vestido —le ordena. Jamette hace una reverencia y se apresura a hacer lo que le dijo. Recordando las palabras de la abadesa de Santa Brigantia, la miro fijamente, y me olvido del jabón en mi mano. —¿Es la opción por la cual mi padre se ha estado comunicando con el regente francés? Deja de retorcer el pañuelo de lino que sostiene y veo que se ha estado mordiendo las uñas.—¿Qué sabes sobre eso? Me encojo. —Simplemente, hay rumores.

Sonríe ligeramente. —Debes saber que hay otras formas en las que puede obtener el control del reino si la duquesa no cumple su promesa. Miro hacia otro lado para que no vea cuánto me afectan sus palabras, porque si d'Albret está conspirando con el regente francés solo puede significar un desastre para la duquesa. Y ¿por qué me cuenta esto Dinan? ¿Es porque sabe que voy a morir y me llevaré conmigo lo que sé? ¿O queda en ella una pequeña chispa de lealtad que aborrece la elección que ha hecho d'Albret? Pero no puedo hacer más preguntas porque Jamette regresa con uno de mis vestidos. Es de terciopelo carmesí adornado con una trenza dorada, y me pregunto si lo ha elegido porque así no se notará la sangre.

Capítulo Cincuenta Traducido por Azhreik

DE LUR SE COMPLACE MUCHÍSIMO en atarme las manos detrás de la espalda y pincharme para que avance al gran salón. Mientras entro, mantengo la cabeza en alto. La habitación está llena de los vasallos y criados de d’Albret. Mirando entre ellos, veo que no está ninguno de los Lores de Nantes que eran aliados recientes de d’Albret. ¿Se han marchado? ¿Los ha matado a todos por sospechas? O tal vez cualquiera de sus soldados con una pizca de decencia se marcharon con el Mariscal Rieux. Sé que no, pero los soldados y vasallos aquí son completamente suyos y lo han sido durante años. Son los que estaban a su lado en silencio mientras asesinaba a cada una de sus seis esposas, quienes cumplían sus órdenes ansiosamente para aterrorizar al pueblo hasta someterlos al violar a sus mujeres e incendiar sus casas. Son los que persiguieron y asesinaron a cualquier sirviente que permaneciera leal a la duquesa, cazándolo con tanto sentimiento como si fueran ratas. Lo que sea que d’Albret planea para mí, no obtendré ayuda de ellos. De Lur me empuja hacia delante, y con las muñecas atadas apenas soy capaz de mantener el equilibrio. D’Albret está recostado en la gran silla en la tarima, su furia fría merodea apenas debajo de una fina capa de civilidad. Pero mi propósito recién encontrado arde tan brillante en mi interior que no hay espacio para el miedo. O tal vez ya no me importa. Especialmente sabiendo que la Muerte no me rechazará (nunca lo ha hecho), sino que me dará la bienvenida a casa cuando mi tiempo aquí termine Además, incluso si estoy aterrorizada, no le daré a d’Albret lo único que desea… que me acobarde a sus pies. En su lugar, lo miro fríamente, como si fuera él el que fue traído ante mí para hacerse responsable por sus crímenes.

Él se endereza, sus ojos me estudian con fría apreciación. —Tienes mucho por lo que responder. Has traicionado mis planes a la duquesa, dos veces, huiste con mi prisionero y secuestraste a mis propias hijas bajo mi techo. Seguramente ningún padre ha sufrido semejante traición a las manos de su propia hija. —Se levanta de la silla y cruza el pequeño espacio entre nosotros—. ¿Qué hiciste con mi prisionero? Tenía planeas para él, sabes. ¿Dejaste que te encamara, como hiciste con el chico del herrero? Escucharlo hablar de lo que hay entre Bestia y yo de esta forma me enferma. —El prisionero no era nada para mí. Una asignación, nada más. —¿Una asignación? —Da una vuelta a mi alrededor, lentamente, evaluándome—. ¿Entonces realmente eres una puta? Repentinamente quiero que sepa. Necesito que sepa a quién sirvo realmente y todo lo que he hecho para frustrar sus planes. —¿Realmente no lo has adivinado? No soy tu hija. Mi madre invitó a la Muerte a su cama en vez de tener que sufrir la vida contigo, y fui concebida por Mortain en persona. Un silencio se eleva en la habitación, roto por el crujido de su mano cuando me golpea la cara. Mi cabeza rebota y saboreo sangre. —Entonces claramente regresarte a la Muerte no será un castigo. Debo encontrar alguna otra forma para pagarte por toda la pena que me has causado. Sé que debería detenerme. Mantener la boca cerrada y dejar todo así, pero he permanecido como testigo silenciosa en su casa durante demasiado tiempo. Ya no estaré en silencio. —No soy solamente la hija de la Muerte, sino también Su Doncella. Todos los accidentes que han caído sobre tus aliados y comandantes de confianza no han sido realmente accidentes sino mi propia mano ejecutando las órdenes de la Muerte, y a través de Él, las de la duquesa. D’Albret sonríe entonces, sorprendiéndome. Se inclina cerca de mi oído. — A pesar de todo lo que encubres tus asesinatos con un viejo santo, eres justo como yo —dice con algo parecido al orgullo—. Te engañas a ti misma. Es una vergüenza que no hayamos podido estar en buenos términos, tú y yo.

Mientras le da voz al temor que me ha perseguido toda mi vida, sonrío. D’Albret puede jugar con la muerte. Tal vez incluso ser bueno en ello, pero yo soy la verdadera hija de la Muerte. —No —digo con voz fuerte y segura —. No soy como tú. Nunca he sido como tú. Porque mientras tú crees controlar y torcer la Muerte a tu voluntad, yo soy Su voluntad. Nunca he matado a un inocente, o para servir a mi propio placer. He matado solo hombres como tú que son una plaga sobre la tierra. —¿Una plaga soy? Ya lo veremos. —Alcanza un mechón de mi cabello y lo frota entre dos de sus dedos—. Me parece que estoy bastante atraído a la idea de mezclar mi linaje con el de la Muerte. Entonces, seguramente nada podrá resistir mi voluntad. La mera idea del toque de d’Albret me enferma, y la idea de la abominación que resultaría me llena de terror indescriptible. Lucho contra la cuerda en mis muñecas, pero no cede. Me maldigo por arrojarle mi verdadero linaje a la cara, porque debí haber recordado lo retorcido que es en encontrar lo que uno más valora y utilizarlo como arma. D’Albret sonríe, y su mano deja mi cabello para bajar por mi cara, como una caricia. No puedo evitarlo, me estremezco ante su tacto, y lo que veo en sus ojos. —Ya que no eres mi hija, incluso podría convertirte en mi séptima esposa, ¿mmm? Echo un vistazo a Madame Dinan, pero su cara es una máscara férrea. D’Albret me hace un guiño, y me palmea la mejilla. —A ella no le importará. Es estéril y entiende que debo tener hijos para asegurar mis propiedades. —Entonces me sujeta la barbilla, manteniéndome en el lugar, y presiona su boca sobre la mía con un beso brutal y aplastador. La bilis se eleva en mi garganta cuando sus dientes muerden mi labio hinchado. Cuando lame el corte de mi labio, me estremezco violentamente, cada nervio de mi cuerpo grita ante lo erróneo de esto, el completo horror. Sin forma de luchar, lo muerdo. Él se aparta, la furia oscurece sus ojos. Eleva la mano para golpearme de nuevo…

—¡No! —La voz de Julian resuena por el salón. D’Albret gira sus ojos fríos hacia Julian. —Llevaré a cabo mi venganza como me plazca. —No, milord —dice Julian de nuevo. D’Albret inclina la cabeza y estudia a su hijo. —No puedes soportar que otros la toquen, ¿no es así? —No es eso. —¿La deseas para ti? Si me concebirás herederos con la propia sangre de la Muerte en sus venas, te perdonaría. Aguanto el aliento y me pregunto si Julian aceptará lo que se le ofrece. — No —dice, mirando no a d’Albret sino a mí. Mientras nuestros ojos se encuentran a través de la distancia, sé que ha hecho su elección… ha elegido ser mi hermano en vez de mi amante, y estoy llena de alegría silenciosa. Siempre fuimos más fuertes cuando enfrentamos a nuestros atormentadores con una sola mente. Pero en el siguiente momento, mi felicidad se desvanece, al ver lo que esta elección le costará. Una marca ha empezado a formarse en su frente. —Espera, Julian. —Empiezo a ir hacia él, pero de Lur tira de mí hacia atrás. Julian se aparta de d’Albret y viene a pararse delante de mí hasta que nos separa solo una mano. —¿Recuerdas cuando éramos niños y temías a la oscuridad? ¿Recuerdas lo que te prometí? —Sí. —Tengo la garganta tan constreñida de dolor que la palabra sale en un susurro. Me prometió que cuando creciera, mataría a todos los monstruos. —Lo decía en serio. Solo lamento no haberlo hecho antes. —Si haces esto, morirás.

Su boca se retuerce en una sonrisa de suficiencia que casi me parte el corazón en dos. —Temo que una parte de mí… la mejor parte, ha estado muerta por años. —Presiona un beso rápido sobre mi frente, el de un hermano mayor, entonces da un paso atrás y se gira hacia d’Albret —¿Realmente estás dispuesto a morir por ella, chico? En respuesta, Julian saca su espada. Es un excelente espadachín, pero no tiene la habilidad despiadada ni la crueldad que d’Albret posee. No puedo creer que debo quedarme aquí impotente y observar a la persona que me amó durante más tiempo, morir ahora por ese amor. Esa incluso podría haber sido la intención de d’Albret durante todo el tiempo, porque seguramente sabe que ver a Julian morir intentando defenderme es el castigo más duro que podría idear. Hay un giro de acero mientras d’Albret saca su espada, y el Capitán de Lur me saca del círculo que los otros hombres han formado. La habitación entera se queda en silencio. Entonces Julian avanza con una rápida sucesión de golpes, pero d’Albret contesta con una estocada brutal que ocasiona que Julian salte hacia atrás para evitar ser empalado. Mientras se observan con desconfianza, fuerzo mis muñecas intentando meter los dedos al alcance del nudo, pero soy incapaz de alcanzarlo. Giro mi mirada hacia la habitación, a todas las caras indiferentes. Bestia vendrá. Pero llegará demasiado tarde. La multitud murmura con aprobación, y vuelvo a mirar a los hombres que luchan a tiempo para ver a d’Albret lanzar dos golpes rápidos, uno a cada lado de la cabeza de Julian. Es ahí cuando sospecho que d’Albret solo está jugando con Julian y no desea matarlo. O al menos no desea matarlo aún. Julian está desorientado el tiempo suficiente para que d’Albret se introduzca en su guardia y lance un violento golpea a sus costillas. Me muerdo el labio hinchado para evitar gritar, temiendo que solo distraerá más

a Julian. Él se dobla, transfigurado por el dolor, respirando fuerte, mientras la sangre empieza a filtrarse por el corte a su jubón. Complacidos por la primera sangre, los hombres muestran sonrisas sombrías. Mientras se remueven, siento una mano sobre mis muñecas atadas. Me aparto, temiendo que uno de los soldados haya decidido actuar por su cuenta, entonces me percato que son las manos de una mujer las que me han tocado. Un momento después, algo duro y afilado se desliza en mis dedos. Un cuchillo. Echo un vistazo sobre mi hombro y veo a Jamette deslizándose de vuelta silenciosamente entre la multitud. Aunque no me ama, sí ama a Julian. ¿Pero qué puedo hacer con un cuchillo endeble? ¿Desea que lo saque a él de su miseria? ¿O espera que lo utilice sobre mí misma y detenga la pelea? Manteniendo los ojos sobre los hombres enfrente de mí, deslizo el cuchillo para que esté oculto entre mis manos, entonces maniobro hasta que siento su punta encontrar la resistencia de la cuerda. Entonces empiezo a serrar las ataduras. D’Albret está jugando abiertamente con Julian ahora; un golpe rápido aquí, un roce allá, un repentino corte al brazo. Frustrado, Julian avanza a un lado y agita la espada hacia arriba, entrando en la guardia de d’Albret y casi, casi enterrando la espada en el estómago del otro hombre, pero d’Albret da un paso a un lado en el último momento posible. El humor de los hombres que observan cambia de nuevo, su desagrado es palpable, porque no sienten amor por Julian. Nunca ha sido uno de ellos, como Pierre. Julian se está cansando y ya no es rápido. Sierro frenéticamente las cuerdas, mis dedos se acalambran y se ponen resbalosos por la sangre de donde me he cortado. Presionando su ventaja, d’Albret da un mandoble tremendo. Julian se agacha así que la espada silba por el aire vacío, entonces utiliza el breve momento de sorpresa de d’Albret para lanzar un golpe que cruje tan ruidosamente que estoy segura que al menos le ha roto una costilla a

d’Albret. Aunque siento ganas de vitorear, me mantengo en silencio, porque solo atraería la atención hacia mí. Entonces Julian renuncia a toda pretensión de luchar justamente o con honor, se apresura, levantando la espada para que alcance a d’Albret directamente en la cara, pero el hombre mayor da un paso atrás y se tambalea mientras la multitud le abre paso, y el golpe falla. Incluso si por algún milagro Julian sobrevive a la pelea, no estoy segura que los hombres lo dejen salir de aquí. Y aún no pudo cortar la maldita cuerda. Julian está sangrando de una docena de cortes diferentes, y si alguna vez me debió algo por haberme amado, ciertamente ya lo ha pagado. Durante el siguiente grupo de golpes, debo apartar la vista, porque la fatiga de Julian es tan grande que temo que cada golpea sea el último. Tironeo de la cuerda una vez más, esperando haberla debilitado lo suficiente para liberar las manos, pero aguanta. Cuando el sonido de las espadas entrechocando se detiene, levanto la vista. Julian está respirando con dificultad, y puedo sentir el laborioso latir de su corazón mientras intenta mantener el ritmo de los ataques y animar a su cuerpo exhausto, y mi propio corazón duele por él. Entonces d’Albret se acerca fuerte y rápido, pero increíblemente, Julian es capaz de bloquear cada golpe, hasta que un mandoble violento casi lo decapita. Se echa atrás bruscamente justo a tiempo, pero la punta de la espada le abre la mejilla derecha hasta el hueso. Anhelo correr hacia ellos, ponerme enfrente de Julian y detener este juego de d’Albret. ni siquiera me percato que he dado un paso al frente hasta que de Lur tironea de mí hacia atrás. Lo miro y ruego vivir lo suficiente para matarlo después de matar a d’Albret Si mato a d’Albret. la lucha se está acabando. Julian se está tambaleando, el brazo de la espada baja, su espada se arrastra en el piso. Pero d’Albret no presiona para atacar. En su lugar, dice: —Por dios, terminaré esto ahora. —Entonces eleva la espada sobre su cabeza. Pero en lugar de lanzar hacia Julian, pivota, dirigiendo el golpe en mi dirección, y

alguna partecita de mí se alegra. Se alegra que haya elegido a Julian por encima de mí y que yo no tendré que ver a otro ser querido morir. Pero Julian, el siempre veloz Julian, ve lo que d’Albret intenta. Salta enfrente de mí, y la espada se entierra en su pecho. Sus ojos oscuros se abren con sorpresa... y dolor. Mientras yo grito, rematada de angustia, la cuerda alrededor de mis muñecas finalmente cede. Mientras Julian cae, el salón entero se queda en silencio y todos los hombres retroceden un paso. No por respeto hacia Julian, sino por miedo por sus propios pellejos, porque es difícil saber cómo reaccionará d’Albret ante esto. En el silencio siguiente, me dejo caer de rodillas junto a Julian. La fuerza de su salto arrancó la espada del agarre de d’Albret y aún está impalada en su pecho. Está empapado de carmesí, su cara es incluso más blanca que la de la Muerte. Su alma palpita frenéticamente contra las ataduras de su cuerpo mortal, desesperado por liberarse del dolor que lo consume. Intenta hablar, pero sus pálidos labios no pueden formar las palabras. —Querido hermano, te equivocabas. La mejor parte de ti aún vive. —Me inclino y coloco mis labios sobre su frente. En perdón, y en despedida. Apenas he hecho esto y su alma explota de su cuerpo, como si solo necesitara mi permiso para ser libre. Y es libre. Finalmente, finalmente está libre del mundo oscuro que ha habitado durante tanto tiempo. Hay un sonido de botas en el piso de mármol, entonces d’Albret se alza sobre nosotros. Mueve el cuerpo de Julian con el pie. —Debemos añadir la muerte de mi hijo a tu lista de crímenes. Mientras miro el pobre cuerpo herido de Julian, la comprensión me alcanza. Para vencer a d’Albret solo tengo que amar más de lo que él odia. Y lo hago. Mi corazón está lleno con el amor que contengo, amor al que estaba demasiado aterrorizada de prestar voz por temor a que d’Albret lo usaría contra otros para herirme. Pero todos se han ido, más allá de su alcance. Solo yo permanezco.

La espada de Julian está a centímetros de mi mano. Ahora, pienso. ahora. Avivada por todo el amor fiero dentro de mí, estiro la mano, sujeto la empuñadura de la espada aún resbalosa con la sangre de mi hermano, y me lanzo hacia arriba, apuntando para enterrarla en el vientre de d’Albret. D’Albret discierne mi intento justo a tiempo. Da una patada, derribando la espada de mis dedos, entonces su mano se estira y se cierra alrededor de mi garganta. Sonrío. Sé que d’Albret no me matará así, porque nací con el cordón umbilical envuelto dos veces alrededor de mi cuello y no morí. Y aún tengo el cuchillo que Jamette me dio… el mismo que alguna vez yo le di a ella. Aun sonriendo, me inclino hacia d’Albret como dando la bienvenida a sus manos alrededor de mi cuello. Sujeto el cuchillo firmemente, impelida por los diecisiete años de desesperación que he sentido en favor de aquellos que amo, atraigo el cuchillo desde detrás de mi espalda y se lo entierro en el vientre, dirigiéndolo hacia arriba. D’Albret abre los ojos en sorpresa, y su agarre alrededor de mi cuello se afloja. Luce débilmente confundido, como incapaz de creer lo que acabo de hacer. Vuelvo a empujar hacia arriba y retuerzo, conminando al cuchillo a dañar cada órgano que toque, como él ha dañado cada vida que ha tocado. Mientras mi mano se humedece con su sangre, y veo sus ojos volverse vacíos, deseo lanzar mi cabeza atrás y aullar de victoria. En su lugar, arranco mi cuchillo y él empieza a derrumbarse hacia el suelo. Incluso ahora, con sus entrañas desparramándose sobre el fino mármol blanco, la Muerte no lo reclama, ni una marca descansa sobre su frente. Nunca lo hará. Esa es otra cosa que aprendí de mi padre verdadero esa noche: d’Albret no es bienvenido en el reino de la Muerte. Esta es la promesa que Mortain hizo a todas las víctimas de d’Albret, que d’Albret estará excluido del Inframundo, su carne destinada a permanecer hasta que se pudra, su alma a vagar sin descanso hasta el final de los tiempos. Madame Dinan se apresura a ir a su lado e intenta empujar sus entrañas de vuelta a su vientre, manchándose las esbeltas manos blancas con sangre y

suciedad. Mientras llama a los cirujanos, tengo una visión de su nueva vida mientras se extiende frente a ella, atendiendo la herida sobrenatural de él durante el resto de sus días. Miro una vez más a la cara del caído Julian, tan blanca y quieta como mármol. Es entonces cuando entiendo que fue el amor de Julian la llave para esta victoria. Su amor por mí, el amor de Bestia por Alyse, mi propio amor por mis hermanas… incluso el amor de Jamette por Julian, nos ha conducido a todos a este momento en el tiempo, cada hebra envuelta alrededor de la siguiente como eslabones de una cadena. Y ahora d’Albret está prácticamente muerto. Y yo soy finalmente libre. Dinan levanta la vista y me fulmina. —¡Atrápenla! Ah, pero aún no estoy libre. Aún hay más de cincuenta hombres aquí, y todos me miran fijamente con ojos brillantes con la promesa de violencia y su propia naturaleza brutal. ‘¿Qué esperaba? ¿Qué con la muerte de d’Albret, se verían libres de sus propios impulsos oscuros y se regocijarían de su libertad? No, porque ellos estaban atraídos hacia él porque los iguales se buscan, y ahora me miran con hambre por sangre y venganza. Además, tendrán que responder ante Pierre por lo que sucedió aquí. Aferro el cuchillo que aún sostengo en mi mano. D’Albret ya no puede volver a lastimar a nadie… mi destino ha sido completado. No me rendiré a lo que veo merodeando en las caras enfurecidas a mi alrededor. Lentamente, levanto el cuchillo y presiono la punta contra mi propia garganta. Uno de los hombres, viendo lo que intento, salta hacia delante. Se alza sobre mí, el yelmo que lleva le oscurece la cara. Intento apartarme de su agarre, pero es tan rápido como alto. Cuando su mano se cierra alrededor de mi muñeca, en el momento que nuestras pieles se tocan, lo sé. Levanto la cabeza bruscamente, y miro en un par de ojos azul claro que arden con una luz impía. Bestia.

Capítulo Cincuenta y uno Traducido por Dvc34

VER A BESTIA llena mi corazón con tanta alegría que temo que vaya a estallar. Está vestido con los colores d'Albret y mete un paquete de cuero enrollado en mis manos. Su disfraz nos da algo de tiempo, mientras su cuerpo bloquea a los otros hombres, rápidamente desenrollo mis cuchillos. Como no hay tiempo para ponerse las vainas, los coloco a través de la falda, pasando las cuchillas por la tela gruesa para que no se caigan. —¡Tráela aquí! —ordena el capitán De Lur. Cuando estoy completamente armada, Bestia me lanza una de sus sonrisas feroces. —Corta el tabardo, porque no ensuciaré a mi dios luchando con los colores de d'Albret. No podía culparlo. Puse la punta de mi cuchillo en el tabardo y lo corté por la mitad, teniendo cuidado de que la hoja no fuera más lejos. Bestia se encoge de hombros y desenvaina su espada. Por un breve momento los hombres piensan que va a usarla conmigo. —¿Lista? —me pregunta. —Solo te estaba esperando. Me sonríe de nuevo, luego se vuelve para enfrentar a los hombres que lo rodean y la confusión estalla. Cuando el capitán De Lur da un paso hacia nosotros, se oye un leve susurro, luego sus ojos se ponen en blanco Y se desploma. Una pequeña roca cae al suelo.

Yannic. Bestia da uno de esos gritos de guerra mientras la lujuria de la batalla lo envuelve. Levanta su espada y se lanza hacia la izquierda para colocar su cuerpo y su arma entre los soldados de d'Albret y yo. Doy una patada, mi pie se conecta con el vientre del hombre más cercano, donde le saca todo el aire de sus pulmones. Tomando un cuchillo en cada mano, me doy cuenta de que todo el odio que hay en esta sala no es rival para el amor que siento. Y me llena, así es, su efervescencia corre a lo largo de mis extremidades, ahuyentando el dolor y la fatiga, como si por mis venas fluyera una luz sagrada en vez de sangre. Pero no es una luz sagrada, solamente yo, completa y sin miedo de quien y de lo que soy, ansiosa de hacer el trabajo para el cual nací. Los hombres de d'Albret se han reagrupado y avanzan hacia Bestia. Se encuentran y el sonido de sus espadas es ensordecedor. Agarro con fuerza mis cuchillos cuando otro soldado se aventura hacia mí con la espada desenvainada. Como si estuviera practicando con Annith, fácilmente me meto bajo su espada, dentro de su guardia y empujo mi cuchillo a su garganta. Antes de que haya caído al suelo me encuentro con otro, pero ha sido testigo de mi truco así que baja su espada para bloquear otra maniobra semejante. Entonces, doy la vuelta a mi cuchillo, lo agarro por la punta y lo lanzo hacia él. Va directamente a su ojo y cae de rodillas. Se acercan dos guardias más y me vuelvo para encontrarme con ellos. El tiempo va despacio como una gota de miel suspendida en la punta de un cuchillo. Mientras me muevo y me paro, cada movimiento viene sin un pensamiento consciente. Siento como si mi cuerpo se hubiera llenado con algo fresco, oscuro e infalible como una sombra. Estoy completa ahora. Entera e intacta y llena de una gracia sobrenatural que se mueve a través de mí con gozo inefable. Desde el rabillo de mi ojo veo que la fiebre de la batalla ha consumido completamente a Bestia, y se mezcla entre los apresurados guardias como un arado a través de la tierra. Verdaderamente, somos hijos de los dioses,

forjados en el fuego de nuestros pasados torturados, pero también bendecidos con dones inimaginables. No sé cuánto tiempo estuvimos peleando, pero lentamente como si me estuviera arrastrando desde un pozo profundo me doy cuenta de lo que me rodea. Ahora que he dejado de luchar me siento delgada y vacía como un guante desechado. Más de la mitad de los hombres de d'Albret yacen muertos a nuestros pies. La otra mitad no muestra signos de retroceder. De hecho, dos de los hombres han ido por refuerzos. Tiro los cuchillos, me agacho y le arranco una espada a uno de los soldados muertos que llenan el suelo, luego me vuelvo hacia Bestia que respira con dificultad. La luz en sus ojos es medio salvaje ahora. Abre la boca para decir algo, pero una explosión estremece el edificio y la tierra bajo nuestros pies. Suena como si diez cañones hubiesen sido disparados a la vez. Bestia agarra mi mano y tira de mí hacia la puerta. —¿Que fue eso? —pregunto —Lazare y sus carbonarios. —¿Aquí? —Pensó que podíamos necesitar una distracción. Tampoco pensamos que era necesario dejar las armas de la duquesa en manos de su enemigo para usarlas en su contra. —Se escucha otra explosión. —¿Y las niñas? —En el convento de Brigantia. La abadesa juró que no las entregaría a nadie más que a mi o ti o por orden de la propia duquesa. Los soldados se van recuperando y se reagrupan, nos ven llegando a la puerta. Rompemos a correr.

En la puerta principal del palacio, pequeños nudos de sirvientes se amontonan, se asoman por la puerta y observan, susurrando entre ellos, pero no hacen ningún movimiento por detenernos. Fuera en el patio parpadeo contra la luz brillante. Hay grupos de soldados, tratando de averiguar la dirección del ataque, sin darse cuenta que su artillería ha sido destruida. Bestia aprovecha la confusión y se dirige a la puerta este. Intentando no llamar la atención, caminamos en lugar de correr. Pero él es más alto que la mayoría de los hombres y yo voy vestida de color carmesí, no les lleva mucho tiempo vernos. Además, son hombres de d'Albret y conocen muy bien el castigo que se les impondrá si no nos detienen. Rápidamente cambian su atención de los atacantes desconocidos hacia nosotros y comienzan a moverse hacia la puerta, bloqueando nuestro escape. Bestia no cambia su paso, simplemente cambia de dirección y comienza a correr hacia las escaleras que conducen a las almenas. No sé lo que ha planeado, pero lo sigo a ciegas. Detrás de nosotros se escucha un grito. Miro por encima del hombro para ver que han convocado a los arqueros y están formando una línea en el centro del patio. Afortunadamente la escalera está cubierta con un arco de piedra, que nos brindará cierta protección, y su angustura obligará a los soldados a retrasar su persecución. Sin embargo, cuando emergemos en las almenas me doy cuenta de que no tenemos a donde ir. Le lanzó una mirada interrogativa a Bestia, que no dice nada y continua corriendo hasta que llegamos a la torre más lejana… la que se cierne sobre el río. Más gritos resuenan desde atrás y miro para ver a los arqueros cargar sus ballestas. Bestia se detiene y me mira. —Tenemos que saltar. Miro hacia turbulento y desbordado río. —Estaremos saltando hacia nuestras muertes. —¿Llevo una marca?

Levanto la vista hacia su frente, aliviada de ver que no hay ninguna mancha oscura en ella. —No —digo con asombro. —Entonces lo conseguiremos. Confía en mí. —Mientras él extiende su mano, tres proyectiles de ballesta pasan volando. Los sonidos de nuestros perseguidores se hacen más fuertes a medida que suben las escaleras. Pronto estarán en la alameda detrás de nosotros y lo suficientemente cerca para que sus flechas nos alcancen. Me acerco y cojo la mano que me ofreció Bestia. Una gloriosa sonrisa cruza su rostro, haciéndolo casi hermoso. Levanta mi mano y la besa. —No me sueltes —dice—, e impúlsate con los pies para que nos alejemos de la pared. Asiento, luego nos desplaza varios pasos de distancia del borde. Respiramos hondo, llenando de aire nuestros pulmones. Se oye un grito cuando uno de los hombres alcanza el parapeto. Es un arquero y está levantando su ballesta. Comenzamos a correr y saltamos. La pared desaparece debajo de nosotros y empezamos a volar. No nos soltamos el uno del otro, sino que pateamos y hacemos molinos de viento con nuestros brazos libres tratando de alejarnos lo máximo que podamos de los bajíos. Bestia sonríe maniáticamente como si nos fuera a mantener con vida por pura fuerza de voluntad. Luego un choque frio y duro sacude mis dientes y se lleva el resto de aire de mis pulmones cuando el agua se cierne sobre mi cabeza.

Capítulo Cincuenta y dos Traducido por Alejandra 122

LA HELADA AGUA ME ARRASTRA hacia sus turbias profundidades. Es oscuro y desconcertante, y no puedo decir hacia donde está la superficie. Recuerdo cada historia que alguna vez he escuchado sobre la Santa Mer y cómo atrae a los marineros a las profundidades de sus dominios hasta que ya no pueden encontrar su camino de regreso. Pero éste es un río, no el mar. Intento patalear hasta la superficie, pero mi gruesa y pesada falda ya está tan llena de agua que parece hecha de plomo, jalándome como ancla. Aun así, lucho desesperadamente por nadar libre. El agua es oscura y turbia y mi visión está llena de burbujas que se arremolinan como la nieve en una tormenta. Sigo siendo jalada hacia el fondo. Me quito los zapatos, luego busco a tientas los lazos alrededor de mi cintura para liberarme de mi falda, pero están mojados y mis manos están torpes, y no importa cuánto me esfuerzo, están atascados en un ajustado nudo mojado. Mis pulmones queman por el esfuerzo de no respirar y no estoy segura de cuánto tiempo más pueda contener la respiración. Puntos negros danzan frente a mis ojos. Al menos me he librado del destino que d’Albret tenía planeado para mí. Y la fiera retribución de sus hombres. Moriré sabiendo que Charlotte y Louise están seguras y que d’Albret no volverá a lastimar a nadie. Mis pies tocan el suave y limoso fondo del río, y aun soy demasiado terca como para respirar, sabiendo que será agua lo que llene mis pulmones y no el aire que anhelo. Justo cuando mis pulmones están listos para tener espasmos, listos para jadear por aire cuando no hay sino agua, una mano helada toma la mía. Al principio mi corazón salta de alegría porque pienso que es Bestia, pero no

cabe duda de que es demasiado fría para cualquier mano humana. ¿Será que mi padre vino para escoltarme a casa? Pero no importa. Pataleo y hago un gran esfuerzo, dejando que la mano me jale hasta la superficie, esperando que lo logremos antes de que mis pulmones se rindan. Pero estoy fría, muy fría. Mis propias manos dejan de funcionar adecuadamente y pierdo el agarre. Me tambaleo por un momento, luego empiezo a hundirme de nuevo, hasta que la mano, esta vez más tibia, me agarra y jala mientras pataleo frenéticamente buscando la superficie. Él jala, jala y jala hacia arriba. Y justo cuando estoy segura de que mis pulmones van a explotar, emerjo a la superficie con un fuerte chapoteo. Tomo grandes bocanadas de aire mientras trato de mantenerme a flote. Volteo y veo a Bestia haciendo lo mismo, pero es más difícil para él porque no puede dejar de sonreír. Cuando finalmente recuperamos el aliento, él se acerca y corta los lazos que sostienen mi pesada falda, y ésta se va lentamente hacia el fondo. Luego nos volteamos y empezamos a avanzar, dejándonos llevar por la fuerte corriente del río. Pienso una vez más en todos los que he amado y perdido, y sé que por fin he encontrado paz. Y yo, yo tengo toda mi vida por delante, y por primera vez, está llena no de miedo y oscuridad, sino de amor y esperanza. Y una Bestia. No puedo evitarlo. Sonrió, finalmente capaz de apreciar la gentil risa de los dioses. »«

Nota de la Autora MIENTRAS GRAVE MERCY tiene lugar en un trasfondo histórico y político, la historia de Sybella es una mucho más personal, toca solo los bordes de los sucesos políticos de la época. Debido a eso, me he tomado una licencia un poco más creativa con este libro. Como con Grave Mercy, muchos de los personajes en el libro son figuras históricas reales, y las amplias pinceladas de política han sido tomadas directamente de la historia. La duquesa sí retrocedió a Rennes con su Consejo, y los franceses sí invadieron las fronteras de Bretaña y conquistaron cierta cantidad de pueblos. Una de las libertades más grandes que me he tomado es que he comprimido bastante los períodos de tiempo retratados. Mientras muchos de los eventos de esta historia sucedieron en la primavera de 1489, hubo luego una brecha grande de aproximadamente un año y medio cuando no sucedió nada políticamente significativo. Los franceses se apoderaron de pueblos que fueron luego reclamados por los británicos. Se reunieron embajadores y se siguieron protocolos políticos, todo lo cual sería una narración escueta. Anne viajo por el país, visitando a su gente, mientras Francia continuaba merodeando las fronteras de Bretaña, buscando una forma de entrar. Fue al final de 1490 cuando Anne se casó con el Santo Emperador Romano por poderes y por tanto rompió el tratado de Vergers. Así que esencialmente he comprimido los eventos que ocurrieron en 1490 y 1491 y los he reunido en un año para una narración más fluida. Probablemente me he tomado la libertad más agravante con la figura histórica del conde Alain d’Albret, uno de los pretendientes más ardorosos de Anne. Es verdad que tenía cincuenta y tantos años, de apariencia grande y basta, con modales groseros. Madame Dinan, la gobernanta de Anne, era de hecho su media hermana y presionó a la joven duquesa constantemente, intentando conseguir que consintiera con la unión. Todo eso ha sido tomado

de las crónicas históricas de la época. También es verdad que Anne estaba tan repelida por él que emitió un decreto que afirmaba que nunca se casaría con él, sin importar qué documentos pudiera haber firmado de niña. Esta fuerte repulsión en alguien tan dedicada a su país capturó mi imaginación. Esto aunado con mi investigación sobre el folclor de Bretaña, de donde dos de los núcleos de los cuentos de Barba Azul se originaron, supuestamente. Uno es la historia de Conomor el Maldito, y la otra sobre Gilles de Rais. Cuando Sybella apareció por primera vez en Grave Mercy tan dañada y rota, sabía que había sufrido algún horrible trauma, así que todos esos elementos se unieron y fusionaron en Dark Triumph. Después de los eventos al final de 1491, el conde D’Albret parece desaparecer de los anales de los registros históricos, excepto por el registro de su muerte en 1528. Habría tenido ochenta años de edad. Una edad extraordinaria para esa época. Jean d’Albret, el hijo mayor del conde d’Albret, se convirtió en el rey de Navarre, y la hija de d’Albret, Charlotte d’Albret, más tarde se casó con Cesar Borgia. En su mayoría, he intentado conservar las palabras que se utilizaban en la época que la historia toma lugar, pero eso no siempre fue posible. Esos son los problemas que mantienen despiertos por la noche a los escritores de fantasía histórica.

PRÓXIMAMENTE His fair Assassin: Mortal Heart Annith ha visto a sus dotadas hermanas del convento ir y venir, llevando a cabo sus asuntos oscuros en el nombre de San Mortain, esperando pacientemente su propio turno para servir a la Muerte, pero sus peores temores se hacen realidad cuando descubre que la abadesa la está preparando como una Vidente, para permanecer por siempre secuestrada en el vientre de roca y piedra del convento. Sintiéndose profundamente traicionada, Annith decide atacar por su cuenta. Ha pasado su vida entera entrenando para ser una asesina. Solo porque el convento ha cambiado de opinión no significa que ella también.

Créditos The Guardians Moderadora Azhreik

Traductores Alejandra 122 Alfacris Azhreik brig20 Carol02 Chimichanga01 Dvc34 Guangugo luagustina Pamee Pandita91

Shiiro

Correctora Azhreik

Epub Azhreik

Esta traducción es de Fans para Fans. Hecha sin fines de lucro.

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2. Dark triumph - Robin LaFevers

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