La Señora Harper - Alexis Harrington

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LA SEÑORA HARPER Alexis Harrington

La señora Harper — Alexis Harrington

Sinopsis Con devastadora humillación, Melissa Logan presenció con un horror mudo como su marido la vendía para pagar una deuda. Ella ya se había dado cuenta que casarse con Coy Logan para escapar de su miserable vida con un padre borracho y dos hermanos perezosos había sido un terrible error. Coy la arrastró a Dawson City para unirse a la fiebre del oro de Yukon. Ahora, peor que nunca, estaba sin un centavo, con un bebé y "pertenecía" a Dylan Harper, un hombre que era conocido por tener un corazón de piedra y un cuchillo de carnicero bajo el mostrador de su tienda que manejaba sin dudarlo. Melissa nunca se había sentido tan desesperada en toda su vida. Dylan Harper quería sus 1.200 dólares, no una mujer. Pero temiendo que si no aceptaba la oferta de Logan, otra persona lo haría, Dylan no podía soportar la idea de que esa mujer con rostro magullado, sufriese un destino aún peor. Para él, ese matrimonio, realizado en un bar con un oficiante abogado moribundo de Louisiana, no fue más que un acuerdo de negocios. Melissa iba a cocinar y limpiar para él, pero no compartirían cama. Pero jamás pensó que esa gentil mujer fuese a agarrar su corazón con tanta fuerza. Sin embargo, con todo el dolor existente entre ambos, alguno de los dos quizás estaría dispuesto a dar los primeros pasos para confiar otra vez, para tocar, para enamorarse.

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CAPÍTULO UNO

Dawson, Territorio de Yukon Junio de 1898

—No más dinero, Logan. Ni un centavo más. Ya me debes mil doscientos dólares y catorce centavos. Te perdonaré el cambio, pero quiero el resto. Ahora mismo. Melissa Logan estaba junto a la puerta de entrada del comercio de Harper, un resistente edificio de dos pisos en Front Street. Los olores combinados de madera quemada, pieles curtidas, tocino, y leña recién cortada, se aferraban al lugar. Mientras sujetaba a la pequeña Jenny, de dos meses, en sus brazos, observaba el tenso intercambio entre su marido, Coy, y Dylan Harper. Al final del mostrador, un amigo de Harper llamado Rafe Dubois, contemplaba los procedimientos con una obvia y especial fascinación. Mil doscientos dólares. Melissa no podía concebir semejante suma. Aunque los precios en Yukon eran increíblemente altos, no se había dado cuenta de que Coy había adquirido semejante deuda. Y habían estado en Dawson durante sólo seis semanas. Era evidente que Coy había enfadado al hombre. Pero, de nuevo, Coy tenía un verdadero talento para hacer enfadar a la gente, así como para enfadarse con todo el mundo. Se irguió cuan largo y flaco era, y se ajustó uno de sus tirantes, claramente ofendido. La parte trasera de sus pantalones asomaba por debajo de su trasero plano como un saco de patatas vacío. Hizo un gesto por detrás de él hacía donde estaba mirando Melissa. —Tengo una esposa y un bebé que alimentar. No podré hacerlo hasta que tenga un golpe de suerte. No querrá verles pasar hambre, ¿verdad? Al otro lado de la barra, Dylan Harper se dirigió hacia Coy, su dedo largo y contundente anclado a una página de su libro de contabilidad en frente de él. Era un

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hombre de aspecto salvaje, pensaba Melissa, alto y delgado, con un largo pelo de mechas rubias que le rozaba sus anchos y musculosos hombros. Sus pantalones de gamuza estaban decorados con una estrecha franja a los lados de cada pierna, y ella vio que llevaba una especie de amuleto indio alrededor de su cuello, que se mantenía en su mayoría, oculto bajo su camisa. En la cintura llevaba un cuchillo de hoja larga que ella sospechaba, no dudaría en usar. Desde una alta ventana, un rayo de sol caía sobre él, poniendo en relieve sus rasgos afilados y masculinos, cubriéndolos de un sutil color ámbar, y haciendo que sus ojos brillasen como diamantes verdes. Al instante, entendió lo que Coy obviamente, no: era un tonto por hacer tratos con ese hombre. —No ha venido aquí hoy para comprarles algo de comer, y nadie te ha un hecho ningún cargo por valor de más de mil dólares en alimentos. Has comprado tabaco, clavos, una caja de champán —Harper hizo una pausa para mirar arriba y abajo, como si se preguntara qué haría un hombre como Coy, con una sola botella— keroseno, y un montón de cosas más. Pero sobre todo has comprado whisky, tres galones. —Miró brevemente a Melissa, luego volvió a clavar su mirada implacable sobre Coy. — No hay nada escrito aquí en contra de tu nombre, que sirva para alimentar a una familia, Logan. De todos modos, es muy duro hacerse de oro cuando estás cortando leña para la policía montada del noroeste. Golpeó la página de libro con la punta del dedo. — Quiero que dejes resuelta tu deuda hoy mismo. O pagas, o te traeré a la policía montada, y vas a tener que cortar de nuevo su pila de leña. Melissa sintió cómo su cara comenzaba a arder, y sabía que era algo más que el calor sofocante del verano. Coy ya había tenido problemas con la rigurosa ley de Dawson por embriaguez pública. La policía lo había condenado a dos semanas a su nivel de castigo estándar —una dura labor cortando leña para el gobierno. Hasta ahora, pensaba que nadie más lo sabía. Coy cambió de postura, y su tono adquirió un tono quejumbroso. —Sé que das crédito a algunos de los otros que también trabajan en la extracción de oro, a Moody, a Charlie Ojo-negro, a Mose Swindell. Ellos tienen facturas mucho más largas que la mía. Y no les obligas a pagarte. —Esos chicos me caen bien, Logan. Pero tú no me gustas. El leve susurro de Dylan Harper sonó con firmeza. Melissa sabía que Coy no sería capaz de salirse con la suya. Miró al bebé dormido en sus brazos, si Harper hiciese que Coy fuese arrestado, ¿qué pasaría con ella y el bebé? Sería muy difícil que surgiese algún trabajo, y de todos modos, ¿quién contrataría a una

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mujer con un bebé? Melissa no sabía si tendría el coraje y la fuerza para seguir adelante si las cosas se pusieran mucho peor. Pasar hambre ella misma era una cosa, pero ¿qué pasaría si la leche se secase y Jenny empezase a morir de hambre también? —Yo te digo, que no tengo ni de cerca esa cantidad de dinero —dijo Coy, empujando hacia abajo el sombrero polvoriento sobre su cabeza. — No tengo nada más que —se detuvo entonces y se volvió a considerar a Melissa. Su rostro largo y estrecho y su cruel boca, perfectamente reflejaban su carácter perezoso y poco fiable. A menudo, se preguntaba cansada, por qué se casaría con él. Y en estos momentos no le gustaba el brillo especulativo que vio en sus enrojecidos ojos. De repente, Coy se acercó, la agarró del brazo y tiró de ella hacia adelante. Jenny se sobresaltó según dormía y luego se calmó. — Todo lo que tengo es a ella y a la pequeña. Harper miró anonadado. Coy empujó a Melissa hacia adelante para inspeccionarle. Ella bajó la cabeza, avergonzada. — Es una mujer tranquila, no como algunas hembras, y no necesita demasiado para mantenerse en línea. El bebé es tranquilo, también. Lissy se encarga de eso. Ella puede cocinar y limpiar la casa. —La miró y le frotó una mancha que tenía en la mejilla, haciéndole estremecer. — Y no es algo demasiado feo a lo que mirar, cuando está limpia y se lava la cara. —¿Qué quieres decir, Logan? —Bueno, soy un hombre de grandes ideas, Harper —dijo Coy con una sonrisa maliciosa a la vez que su sucio dedo daba unos golpecitos contra su sien. — Siempre estoy pensando. Tal vez podríamos hacer un trueque. La muñequita y el bebé por la factura de tu libro. Con todas las de la ley, y la policía montada no tiene porqué saber nada al respecto. Melissa le miró boquiabierta. Dylan Harper dio un paso atrás como si le hubiera ofreció una caja de escorpiones. Rafe Dubois se rió y negó con la cabeza mientras apoyaba un codo en el mostrador. —¿Qué demonios, estás loco? —Dijo Harper. —Coy, Melissa exclamó, estaba tan sorprendida que por un momento se olvidó de guardar silencio. — No querrás decir — Se interrumpió a sí misma, incapaz de terminar. Ella debía haberle entendido mal — él no podía estar queriendo dejar ver que realmente sería capaz de vender a su esposa y a su propia carne y sangre a ese hombre, Dylan Harper. Nadie haría eso, era... era inmoral, era... —No quiero oír ni una palabra tuya, nena, Coy le advirtió en voz baja, señalándola con

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el dedo. — No tengo tiempo para tus necedades. Se volvió hacia Harper y continuó. — Ella está bien, supongo, pero me frena mucho. Si no fuera por ella, yo podría estar extrayendo muchísimo oro. Esta es mi gran oportunidad y mi objetivo es aferrarme a ella. Melissa agachó la cabeza, avergonzada. Casi no podía creer la horrible y humillante situación en la que se encontraba. Casarse con Coy para escapar de su borracho y abusivo padre había sido su gran error. Poco después de la boda, había descubierto que su marido y su padre eran muy parecidos. Pero ese error se agravó aún más cuando siguió a Coy hasta este desierto. Tuvo que cruzar el incomunicado, por la nieve, Paso de Chilkoot, cuando estaba de seis meses de gestación, sólo para parir en una tienda de campaña a orillas de un congelado río Bennett. Fue un milagro que el bebé sobreviviese a tal experiencia. Incapaz de obviar el desprecio de su voz, Dylan Harper soltó una pequeña carcajada y dijo: — He venido a Yukon para hacer dinero, Logan. No estoy interesado en tu oferta. Estudió por un momento, al bastardo sin escrúpulos que tenía delante de él y pensó que nunca había sentido tanta repugnancia hacia un hombre. Él sólo quería que le pagaran, no asumir la carga de esa silenciosa y demacrada mujer. Maldita sea, Logan la ofrecía como si tan solo fuese una cabeza de ganado. ¿Y un bebé también? En este negocio Dylan se había encontrado con todo tipo de delincuentes de poca monta, pero si se entregase un premio al más mezquino, Coy Logan lo ganaría definitivamente. Dylan no había mentido cuando dijo que no le gustaba Logan. Desde el momento en que se conocieron, lo había despreciado y no había encontrado motivos para cambiar de opinión desde entonces. Ese fue el único motivo de Dylan para darle un ultimátum. En el ámbito de la economía de Yukon, donde el keroseno costaba cuarenta dólares por galón y una docena de huevos podría llevar dieciocho, los mil doscientos dólares de Logan no eran para tanto. De hecho, otros estaban mucho más endeudados que Coy. Pero confiaba en ellos. De Logan no se fiaba en absoluto. ¿Le estaba traspasando una esposa y un bebé? Diablos, no. Dylan había venido al norte hacia dos años con un propósito en mente, y no iba a dejar que nada se interpusiese en su camino. Una mujer agotada y su hijo no formaban parte de sus planes. No sabía qué edad tendría exactamente, probablemente era más joven de lo que aparentaba. Estaba muy delgada y pálida, con el pelo aún más rubio que el suyo, cayendo de un nudo flojo en la parte posterior de la cabeza. Su ropa estaba vieja, el estampado en su vestido estaba deteriorado por lo que era casi indistinguible. Y a excepción del momento en el que se había atrevido a decir algo — si podía llamar así a su pequeña protesta — parecía tan indiferente como una roca. Pero cuando volvió a mirar a la mujer a la que Logan había llamado, Lissy, se detuvo.

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Mantenía la mirada baja durante prácticamente todo el tiempo, y no hablaba. Cuando lanzó una mirada a Logan, sin embargo, algo en sus ojos gris paloma — odio combinado con un miedo desesperado — le hizo pensar dos veces. Eso no era un signo de suciedad en el pómulo, como Logan pretendía hacerle creer. Eso era un moretón, probablemente un recuerdo del puño de su marido. Dylan tenía el presentimiento de que era el método que Logan tenía de mantenerla — en línea. La idea le hizo apretar la mandíbula. —Dylan —dijo Rafe Dubois, haciéndole un gesto desde el final de la barra para que se acercase a él. La respiración de Rafe era ruidosa, como lo era algunas veces. — Eres consciente de que o la seguirá dando palizas, o la venderá a alguien que pueda tratarlas a ambas dos, peor aún —dijo, arrastrando sus palabras en voz baja. El mismo pensamiento había cruzado la mente de Dylan. Todavía apretando los dientes de atrás, echó una mirada por encima del hombro a la mujer. No quería sentir lástima por ella, maldita sea. ¿Una mujer y un niño? Él desvió la mirada hacia su amigo. Rafe se inclinó más cerca. — Estuve a punto de ir al saloon a ver si un minero podría participar en una partida de póquer de altas apuestas. Todos podríais venir, haría que todos me prestasen atención durante un instante para comunicar que Logan se iba a descartar de su deuda mediante una transferencia, digamos que, la cesión de sus lazos matrimoniales. Esto es, si la mujer es susceptible a la idea. Dylan miró boquiabierto a su amigo. — ¿Qué haría yo con una mujer? Por Dios, Rafe, nada de esto sería incluso legal. —Bueno, eso es algo innegable, pero sería el único modo de alejar a la mujer y al bebé de este pusilánime hijo de puta. —Si la policía montada se enterase de esto, todos estaríamos condenados a la pila de leña o a algo mucho peor. Además, tú y no estás autorizado a ejercer la ley. —Un punto insignificante en este caso, ¿no te parece? —Si crees que es tan buena idea, ¿por qué no te la llevas tú? Rafe se encogió de hombros. — No es mi deuda. Pero de donde yo vengo, la caballerosidad exigiría que ambas fuesen rescatadas. Metió la mano en su bolsillo y sacó un cigarro delgado y oscuro. Dylan trató de dar un argumento final. — Esto es Yukon, no Nueva Orleans. —Eso no importa, verdad —dijo Rafe. No era una pregunta. Dylan dio un suspiro de exasperación y miró a la mujer. Rafe tenía razón. A pesar de que su amigo tenía una lengua viperina y una visión cínica de la vida, su educación

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Louisiana le había dotado de un código de honor con demasiadas florituras. Pero el honor de Dylan era igual de profundo. Si algo le sucediese a la esposa de Logan, y todo apuntaba a que así iba a ser, su conciencia no le dejaría en paz. Y con Logan siendo la escoria que era, lo más probable era que algo bastante grave iba a suceder. Mientras que él deseaba poderosamente que el destino hubiese elegido a otro hombre para hacerse cargo de esa mujer y de su hija, él era el que estaba ahí de pie. Se volvió hacia Logan de nuevo. — Está bien, Logan. Acepto tu oferta, bajo dos condiciones. La primera, la señora tiene que aceptar esto. Logan enganchó un dedo en su tirante. Su actitud se había vuelto engreída, repentinamente. — Oh, ella está de acuerdo. Dylan fijó su mirada en su rubia cabeza, gacha. — Quiero oírlo de ella. Coy Logan la miró. — Adelante, nena, respóndele. Finalmente, levantó la vista, y una vez más Dylan se inquietó ante esa mirada gris penetrante, parecía como si estuviese midiendo su estatura como hombre. Luego echó una última mirada a Coy Logan. — Estoy de acuerdo —dijo en voz baja, y acarició la cabeza del bebé con su mejilla. Dylan asintió. — La segunda condición, agregó, señalando a Logan, — es que nunca más la vuelvas a molestar. —Bueno, ahora no tenemos porqué. —Sí o no, interrumpió él. — Me olvido de la deuda, o te vas cortar leña. Tú elijes. Logan frunció el ceño. — Está bien, está bien, no me volverá a ver. ¿Quién la necesita de todos modos? —De acuerdo, entonces —dijo Rafe, golpeando el mostrador. — Si me acompañan al otro lado. Ellos salieron en tropel a través del barro hacia el saloon de Yukon. Multitudes de hombres vagaban por la calle entre ellos, algunos con algún propósito, pero muchos otros con una mirada extrañamente aletargada en sus ojos. La sensación de terror de Melissa era tan grande, que se sentía como si estuviera marchando de un nivel de perdición a otro. Nunca se había sentido tan sola o sin amigos, o sin opciones. En el interior del saloon Rafe Dubois tomó el mando de una mesa en la parte trasera. Los demás se dispusieron alrededor de él como si fuesen a ser juzgados ante un tribunal. —Señor McGinty, una botella de whisky, por favor, Rafe llamó a Seamus McGinty, el dueño del saloon, — y un lápiz y papel.

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McGinty, un corpulento, hombre rico con voz fuerte y acento irlandés, trajo la botella y las cosas que Rafe había solicitado. Pero cuando vio a Melissa y Jenny —dijo:— ¡Por el amor de Dios, Rafe, si la policía montada averiguase que dejo que entres con una mujer y su bebé, aquí, me encerrarían por imprudente! Rafe convenció a McGinty de que sabía que lo estaba haciendo, y luego sirvió un vaso de whisky para él y otro para Dylan, mientras trabajaban en los detalles de su acuerdo. Melissa tomaba nota de todo lo que la rodeaba. Ella no era extraña a los saloons, su madre la había enviado a buscar a su padre, suficientes veces cuando era joven. Éste era grande, lleno de hombres rudos que acababan de venir de los campos de oro, unos acaban de llegar, y otros, anhelaban el momento de poder regresar a sus hogares. Un pequeño artilugio de música metálico tintineaba en una esquina, y al otro lado de la sala, la multitud se reunió en torno a lo que parecía ser una mesa de ruleta. Desde las paredes, varias cabezas de alce disecadas, inspeccionaban los tejemanejes con sus ojos fijos de cristal. Cómo desearía que ella y Jenny estuviesen de nuevo en Portland y que nunca hubiese accedido a emprender ese viaje tan insensato. Dawson no era un lugar sin ley — los montados se encargaban bien de eso — pero estaba sucio, abarrotado de gente, y de hombres desesperados. Cuatro mil kilómetros había viajado solamente para ser abandonada por su marido y ser entregada como un paquete para ser mantenida por Dylan Harper. La vida con Coy había sido miserable y difícil, y ella no la echaría de menos. Tenía poca confianza en que Dylan fuese un hombre mejor. Pero la irresponsabilidad de Coy la había puesto en esa posición sin que hubiese más opciones. Melissa había aprendido a ocultar todos sus sentimientos, pero la furia brotó en ella por un momento. No era su deuda, y sin embargo ella era la que estaba siendo castigada. Le lanzó una mirada de reojo a Dylan. Era muy alto, mucho más grande que Coy, ancho de hombros y muy musculoso. Su mandíbula cuadrada y amplia boca no eran desagradables a la vista, suponía, pero había un matiz salvaje en su rostro que no podría definir. Tenía un temperamento como el hielo y el fuego, decían. Lento para encender, pero implacable en su venganza. Y si bien era ilegal llevar un arma en Dawson, había oído que guardaba un gran cuchillo carnicero detrás del mostrador de su tienda. Más de un hombre había sido amenazado con él, decían. Por lo menos, parece estar sobrio en su mayor parte, al contrario que Coy. —Ahora, pues, Coy Logan, comenzó Rafe, atrayendo la atención de Melissa de nuevo al momento. Leyó unas líneas que había garabateado en una hoja tamaño folio. — Para la deuda de mil doscientos dólares que le debe a Dylan Harper, de Empresa de Comercio

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Harper, usted ofrecen para subsanarla, a Melissa Logan Reed y a la niña, Jenny Abigail Logan. ¿Es correcto? Coy miró la botella de whisky, que no había sido invitado a compartir, y se rascó la barbilla. — No veo por qué tenemos que pasar por esto. —¿Es correcto, señor? Rafe instó. Él era más bien temible, también, señaló Melissa. Gracias a Dios, Jenny seguía dormida en sus brazos. Coy se sobresaltó. — Sí, es correcto, sí. El proceso se detuvo cuando Rafe Dubois fue vencido por un ataque de tos que lo dejó sin aliento. — Perdón —dijo finalmente, aclarándose la garganta. — Muy bien, entonces. Vamos a continuar. Cuando llegó a la parte que disolvía su matrimonio con Coy, Rafe murmuró para que sólo Melissa lo escuchase, — Dudo que la policía montada del noroeste o cualquier otra persona del gobierno canadiense sepa apreciar este procedimiento que estamos realizando hoy aquí, señora. Sin embargo, sospecho que no te importará la oportunidad de escapar de este filisteo. Era un hombre joven, pero tan flaco y cadavérico que cuando sonreía, le recordaba a Melissa a una pálida calabaza de Halloween. Pero sus ojos eran amables, y tenía la voz y los modales de los mejores caballeros. Ella miró a Coy de reojo — sabía que era mejor que mirarle a la cara. Una gran cantidad de recuerdos se agolpaban en ella, recuerdos de dolor, preocupación e indignidad. Dylan la miró fijamente. Ella negó con la cabeza. — No, no me importa. Rafe miró complacido. — Como yo suponía. Independientemente de lo que sea, el señor Harper es un caballero. Habló unas palabras más, y Melissa Logan pasó a ser Melissa Harper. — Eres libre de irte, Logan, y te aconsejo que lo hagas ahora. Coy les hizo un gesto burlón, saludó como un sabelotodo y se dirigió hacia las puertas de vaivén con un movimiento en su firme andar que denotaba que estaba satisfecho, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. —Se levanta la sesión —dijo Rafe, y levantó su vaso de whisky en un brindis. — Mis mejores deseos para ustedes, señor Harper y señora Harper. Ahora será mejor que la escoltes hasta la puerta, Dylan, antes de que al pobre viejo Seamus le dé un ataque de apoplejía. —Muy bien, salgamos de aquí, se quejó Dylan y llevó a Melissa a través de la multitud hacia las puertas abiertas. Sus anchos hombros bloqueaban la mayor parte de la luz del día, al pasar entre los hombres que la miraban con curiosidad y algo más. Afuera, en los tablones que estaban destinados a servir como aceras, Dylan la condujo

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hacia un hueco protegido entre su tienda y el saloon, y lejos de las multitudes, que vagaban arriba y abajo de Front Street. Acorralada en la esquina, se vio obligada a mirar hacia ese tan marcado rostro con facciones que parecían haber sido cinceladas. Dylan Harper era un hombre temible. Peligro y dureza eran evidentes en sus ojos. Ella bajó la mirada hacia sus manos que colgaban en cada uno de sus costados. Eran grandes — con anchos y largos dedos, y se veían como si fuesen capaces de convertirse en puños de tamaño considerable. Oh, Dios, esperaba que aceptar ese trato no resultase ser un error aún más grande que casarse con Coy. El pavor que sentía hizo que apretase más a Jenny, más que lo que el bebé soportaba, y emitió un chillido de protesta en sueños antes de calmarse de nuevo. Melissa sintió su pañal mojado filtrándose a través de la manta contra su brazo. Jenny tenía que despertar pronto, incluso los mejores bebés lloran cuando están mojados y hambrientos. Los hombres odian a los bebés que lloran. Dylan miró a Jenny, y Melissa dio un paso atrás. Parecía impaciente a la vez que miraba a ambas dos. Un nudo de miedo creció en su garganta. —Mira, así es cómo va a funcionar —dijo. — Desde que dejé que Rafe me convenciera para aceptar este arreglo tan descabellado, tengo la intención de aprovecharme de él. El peso del terror se asentó aún más en Melissa. — Tengo la tienda abierta durante largas jornadas, y mis días son duros. Necesito a alguien para poner orden en el lugar, preparar y lavar mi ropa y cocinar. El sitio en el que vivo no es muy grande, por lo que barrerlo de vez en cuando no debería ser un trabajo demasiado exigente. Te pagaré, y cuidaré de ti y del bebé, aquí. Pero esto es sólo un asunto de negocios, uno muy pésimo, dado que todavía estoy sin mis mil doscientos dólares. Puedes llamarte a ti misma señora Harper si quieres, para que la gente no piense que sólo estás viviendo conmigo, y yo no voy a negar que estemos casados a cualquiera que pregunte. Pero eso es todo lo que va a haber entre nosotros. No vas a ser mi esposa, y no reclamaré ningún derecho como tu marido. Y yo... no sé mucho acerca de bebés, así que no esperes que cambie pañales ni nada de eso. Estoy aquí para hacer dinero, y cuando tenga suficiente para llevar a cabo mis planes, volveré a Oregon. Te daré algo de dinero para que empieces una nueva vida, aquí o dondequiera que desees ir. Estarás de acuerdo con todo esto, espero. Las palabras salieron de su boca como un discurso conciso, como si lo hubiera ensayado previamente y no quisiera olvidarse del más mínimo detalle. Ella asintió con la cabeza y mantuvo la voz baja. — Sí, está bien. Su propuesta sonaba justa, y aunque aliviada de que no esperase que ella compartiese cama con él, Melissa estaba muy preocupada de todos modos. Él podría estar mintiendo acerca de todo. Su hermoso rostro podría ser sólo una máscara que ocultase un corazón oscuro, y desde luego, su conocida reputación en Dawson, hacía de él un hombre al que temer. En

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cualquier caso, tanto su padre como Coy le habían enseñado que no podía confiar en nada que le dijesen los hombres. Pero ella sabía que no debía demostrarlo. Sabía muy bien cómo no demostrar nada, ni dolor, ni ira. Si Dylan de verdad iba a mantener lo que había dicho, ella tendría el propósito de ganar suficiente dinero, hacer lo que fuese necesario para ello, para no tener que depender de un hombre nunca más. Por ahora, sin embargo, sabía que tenía que sacar el mejor partido de esta nueva situación. —¿Cómo quieres que te llame? Le preguntó. — ¿Lissy? Nunca le había gustado que la llamasen Lissy, aunque todo el mundo excepto su madre, lo había hecho. Ella subió su mirada para encontrar sus ojos de nuevo. — No, por favor... ¿me podrías llamar Melissa? —Muy bien, entonces, Melissa. Vamos —dijo Dylan, y se giró de vuelta hacia la tienda. Justo en ese momento, Jenny comenzó a moverse, el pañal mojado sacando lo mejor de la propia naturaleza de la pequeña. — Señor Harper, murmuró Melissa, aclarándose la garganta. — No tengo mis pertenencias conmigo. No hay ropa para mí o para el bebé. Ni siquiera un pañal extra. Coy lo tiene todo. Dylan suspiró, y frunció su ceño, sólo para conseguir recordarle que ella y Jenny en vez de su dinero, no era lo que él quería. — Tal vez no sea asunto mío, pero ¿cómo diablos acabaste con un tipo como Logan? Ella levantó la barbilla ligeramente y convocó a toda la dignidad que pudo reunir, pero no pudo evitar sentir el rubor de sus mejillas. — Todos tomamos decisiones equivocadas a veces, Señor Harper. Ella podía ver por la expresión de él que estaba comenzando a percibir el olor de los pantalones del bebé empapados de orina. —Bueno, vamos, entonces. Mis productos atienden principalmente las necesidades de los mineros, pero tal vez pueda encontrar algo para ti. Melissa pudo observar de nuevo sus anchos hombros mientras lo seguía hacia su tienda, donde se las arregló para encontrar tres sacos de harina, y una manta para Jenny. — Esto no es lo mejor que puede haber, pero funcionará por ahora. Sacó su enorme cuchillo y cortó los sacos en pañales con una destreza tal, que hizo estremecer a Melissa. Luego cortó la manta de lana en piezas que se adaptasen a un bebé. Empezó a entregárselas a ella, pero luego comenzó a guardarlas bajo su brazo. —Te llevaré hasta el mercado en Wall Street mañana. Desde el deshielo de la primavera, los barcos de vapor han podido venir río arriba trayendo de todo, desde congeladores de helados hasta pines de seguridad. Espero que encontremos algo para ti y el bebé, allí. Por ahora, te voy a mostrar el piso de arriba.

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Tuvieron que volver a salir para llegar a la escalera lateral que conducía a su habitación, y el barro les llegaba casi hasta las rodillas. Melissa luchaba para mantener el equilibrio mientras el barro succionaba sus finos zapatos hacia abajo. Ella dio un salto cuando Dylan Harper la cogió por el codo para sostenerla. Su mano se sentía grande y dura como una roca, el firme control de sus dedos ardiendo a través de su manga. Un rebaño de cabras de Angora pasó cerca del enrejado que unía la casa de Harper con su tienda y casi rozaron el codo de ella mientras tiraban de un trineo cargado de suministros. En esas calles pantanosas, los caballos eran inútiles y los cubos de las ruedas de los vagones se hundían. Durante el viaje a Dawson, ella había visto todo tipo de animales que eran usados en el acarreo de mercancías, como ovejas, burros, perros de todas las razas, incluso renos descornados. Melissa esperaba que Dylan la soltase cuando comenzaron a subir por las estrechas escaleras, pero en lugar de eso, se dejó caer un peldaño hacia atrás, para poder continuar sujetando su brazo. Cuando llegaron al rellano en la parte superior de las escaleras, él la soltó para abrir la puerta, permitiéndole que pasase ella primero. En el interior, después de que los ojos de Melissa se ajustasen a la oscuridad, pudo ver una estufa, un rincón para el lavabo, una mesa y sillas y una cama grande. No había espacio adicional para otra. —¿Dónde voy a dormir? Preguntó ella, temiendo saber la respuesta de antemano. Él se encogió de hombros. — No hay nada que podamos hacer, excepto compartir la cama. Ya te dije que no te tocaré. Al parecer, los ojos de ella le dejaron ver la desconfianza que esas palabras suscitaron, porque él añadió en voz baja, — Mi palabra es más de fiar que las de Coy Logan. Melissa no tenía razón alguna para creer eso. Mirándole fijamente y luego la cama, se aferró a Jenny. — Te prometo que de alguna manera voy a ganar suficiente dinero para pagarte hasta el último centavo de la deuda que te debe Coy. Su mirada se apartó de ella por un momento. — Bueno, instálate, murmuró, y señaló con el pulgar por encima del hombro. — Voy a volver al trabajo. Él le dirigió una última mirada y se volvió para irse. No sólo Melissa iba a pagarle, ella ganaría lo suficiente para salir de ese salvaje lugar, lleno de gente y de hombres salvajes que se hubiesen llevado a ella y al bebé. Volvería a Portland para rehacer su vida junto a su hija. Ningún hombre volvería a tener jamás, poder sobre ella.

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CAPÍTULO DOS

La puerta se cerró de golpe, y Melissa se encontró al otro lado de ella, escuchando las pisadas de Dylan Harper, bajando las escaleras. A solas con Jenny para inspeccionar esa habitación con paredes de corcho, y sus circunstancias, se esforzaba por entender todo lo que le había sucedido en el presente día. Coy había comercializado con su esposa y su propia hija, entregándoselas a un extraño para pagar una deuda — no se sentía herida, exactamente. Después de todo, ¿cómo era posible que alguien que se había esforzado tanto para ganarse la más profunda aversión de su mujer hacia él, podía aún herirla? Había sido su esposa durante poco más de un año, y aprendió muy pronto que era mucho menos hombre de lo que creía en un principio. Pero el descubrimiento de la totalidad de su egoísmo y deslealtad, la había dejado aún más atónita. No se había dado cuenta de que ni ella ni Jenny le importaban en absoluto. O tal vez simplemente no había sido capaz de admitirlo hasta el momento. En verdad, ella sabía que no iba a echarlo de menos. A pesar de su gran discurso sobre el futuro durante su breve noviazgo, había demostrado ser de mal genio y perezoso, como su padre y sus hermanos. Pero ¿qué pasaría con Dylan Harper? A pesar de que afirmaba lo contrario, y aunque efectivamente trabajaba — en un negocio propio, también había aprendido de la peor manera posible, que nunca había que confiar en las buenas palabras de un hombre. Si sólo con la apariencia externa se viese reflejado el carácter de una persona, si la buena gente fuese guapa y los malvados fuesen feos, la vida sería mucho más simple. Pero a veces las caras hermosas escondían corazones oscuros, ella lo sabía, y aunque Dylan era mucho más guapo que Coy, eso no le decía demasiado. Alto, ancho y musculoso, su forma sugería una vida dedicada a tareas muy exigentes, físicamente, mucho más que estar sentado en un tronco de árbol, levantando nada más pesado que una botella de whisky, o pasando el día quejándose del gobierno, cosas que Coy era muy propenso a hacer. Había visto una fuerte, indomable inteligencia en los ojos verdes de Dylan. Su pelo era del color de la piel del ciervo-castaño claro, aunque más oscuro que el de ella. Tenía una frente ancha y una nariz larga y estrecha un poco respingona, y su mandíbula cuadrada sugería un temperamento tenaz y decidido. Tenía una boca grande y sensual. Era salvaje, magnético — podía atraer a la gente con la misma fuerza que emanaba cuando los

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rechazaba. Sintió que debía haber un cazador en él, salvaje e independiente. No había duda de que fuese atractivo. De hecho, ella pensó que era el hombre más guapo que jamás había visto. Pero ¿cómo iba a tratarla a ella y al bebé? Si él se cansase de su acuerdo y decidiese no llevarlo a cabo como había prometido, podría echarlas a la fangosa calle, si quería. Melissa sabía que tenía que pensar en alguna manera de protegerse y proteger a su hija. No hay garantías en esta vida — esa misma tarde había aprendido que ni siquiera el matrimonio protegía a una mujer. Jenny empezó a gemir entonces, su paciencia empezó a agotarse, y Melissa tuvo que abandonar momentáneamente sus reflexiones. Dio dos pasos más en la habitación, en busca de un lugar para cambiar al bebé. Una pila de platos sucios ocupaba la mesa por completo y había ropa colgada entre dos sillas. El cuarto era bastante pequeño, tal como Dylan había dicho, con un techo bajo de madera. De hecho, con él en la habitación, parecía aún más pequeño. La masculinidad que irradiaba en ese lugar, le resultaba un poco amenazante. Finalmente, puso el bebé en el suelo y desprendió su pañal empapado. —Sonríe, mi princesa, canturreó mientras colocaba un nuevo trozo de saco de harina alrededor de la pequeña cintura de su bebé. Tratando de mantener el temblor de su voz, se obligó a ignorar esas palabras esperanzadoras grabadas con hilo azul en el trajecito de la pequeña. Esa no era la vida que una madre deseaba para su hijo. Ella misma podía vestir ropas viejas, gastadas y sentirse tan vieja y tan gastada. Pero ella quería mucho más para Jenny Abigail. Levantó al bebé en sus brazos. — Todo va a ir bien. Mañana conseguiré material para hacer ropa nueva, y te haré también mejores pañales. Jenny dejó de quejarse y miró a la pequeña con una mirada solemne. — No hemos tenido un buen comienzo juntas, ¿verdad? Susurró Melissa, poniéndose de rodillas. — Pero vamos a salir de ésta, sólo espera y verás. Quitando la camisa que estaba sobre una de las sillas, se sentó en ella y se desabrochó el corpiño. Jenny tenía bajo peso, y a Melissa no le gustaba que se saltase ninguna de las comidas. El bebé buscó hasta que por fin comenzó a mamar. Un sentimiento de alegría se apoderó de Melissa, y se acurrucó junto a su pequeña, acariciando con la mano su cabeza sedosa. El silencio le dio un momento para descansar y estudiar su entorno. Sólo había espacio suficiente para poder hacer un pequeño rincón para ella y Jenny. Mirando a su alrededor, vio una caja en la que el bebé podría dormir. La pobre nunca había tenido una cuna, algo que le dolía mucho a Melissa. Un bebé tenía que tener una cuna, aunque no tuviese nada más. Tan solo un año atrás, ella veía a Coy como su liberador. El hecho de que fuese amigo de sus hermanos debería haberla frenado, pero no fue así. Estaba tan ansiosa por alejarse

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de los pequeños portales insalubres en los que había crecido, alejarse de la embriaguez y la constante actitud violenta de su padre, que había hecho caso omiso a las dudas persistentes que a menudo aparecían en su mente y optó por casarse con Coy. Todavía podía ver a Coy sentado a la mesa, aquella tarde de primavera lluviosa con papá y su hermano mayor, James. Fue antes de que su madre hubiese muerto. Melissa no había sido incluida en la discusión acerca de los planes sobre los que se iba a constituir su futuro, pero había espiado desde su lugar en la cocina, tratando de escuchar de vez en cuando, todo lo que podía. Llévatela si quieres, Coy Logan —dijo su padre con un desdeñoso gesto. Pasándole una botella de whisky de maíz barato, después de darle un largo trago. — Será una boca menos que no tendré que alimentar. Al escuchar eso, Melissa se volvió hacia su lugar en la cocina. Jack Reed no había ganado jamás la paga de un día completo como para poner comida en cualquiera de las bocas de sus hijos, en más de diez años. Su madre era la que trabajaba, la que había puesto siempre la comida en la mesa, por muy pobres que hubieran sido esas raciones. Melissa robó otra mirada sobre su hombro. —Esto no me gusta, y no quiero ofenderte, Coy, James dijo, rascándose la entrepierna. — Pero, ¿quién va a cuidar de nosotros si Lissy se marcha? Con mamá trabajando para los Pettigreaves en su lujosa casa, no habrá nadie para cocinar y lavar. Mamá no viene nunca a casa, excepto los jueves. Y tendremos que comer mientras tanto. Todo derivó en una acalorada discusión, pero al final Coy consiguió salirse con la suya. Y aunque ella no lo sabía en ese momento, ese fue el día en que sus sueños comenzaron a desmoronarse. Pero todo eso no tenía remedio ahora. Tenía preocupaciones más inmediatas. Puso a Jenny sobre su hombro y suavemente acarició su espalda. La carita aterciopelada del bebé contra la cálida mejilla de Melissa llenó su alma de una calidez que se convirtió rápidamente en un impulso casi irresistible de llorar. Apretó a su hija contra sí, temblando ligeramente con la fuerza de sus emociones. Por favor, Dios. Melissa hacía tiempo que no se daba cuenta de que sus sueños se habían alejado como un molinillo en el viento. Pero aun así, en el fondo de su corazón, todavía tenía sueños para su bebé. Quería algo más que hambre, traición y el impacto impresionante de unos brutales nudillos de hombre contra su mandíbula, así como atreverse a decir lo que pensaba. No eran sueños extravagantes. Melissa no era tan joven o tan ingenua como para tener altas expectativas esos días, pero rezaba para que Jenny tuviese las posibilidades que ella nunca había tenido, y que pudiese encontrar una manera de allanar el camino para su hija.

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Decididamente, metió un trozo de manta que Dylan le había dado, en la caja, y puso a Jenny dentro. El bebé agitó los puños con fuerza, al parecer satisfecha de tener un pañal seco, el estómago lleno, y un lugar para descansar. Tragando saliva para aliviar el nudo de su garganta, Melissa acurrucó a su bebé, metiendo su cabecita entre su barbilla. —Bueno, no es una cuna real, cariño, pero por lo menos no tienes que compartirla. La mirada de Melissa se deslizó hacia la gran cama de Dylan. Estaba hecha de ramas de árboles esbeltos, la cabecera y el pie eran arcos doblados y asegurados en las juntas con tiras de cuero crudo. Rústico, pensó, pero extrañamente agradable a la vista y mucho mejor que cualquier otra cosa que Coy le hubiese dado jamás. Un par de pieles de animales que habían sido cosidas juntas — piel de lobo, pensó Melissa — cubrían el final de la cama y parecía servir de manta. Unos pantalones vaqueros de pata larga, reposaban sobre las pieles y un par de botas yacían en el suelo junto al mueble. Al igual que Dawson era básicamente una ciudad de hombres, a esa habitación le faltaba cualquier atisbo de toque femenino. Pero al menos las ventanas eran vidriosas, con paneles reales de vidrio, y estaban abiertas. La cabina pequeña de minero en la que ella y Coy habían vivido, tenía una sola ventana, y había sido hecha de botellas vacías unidas con barro seco. Las ventanas de Dylan tenían además unas pesadas cortinas para no permitir el paso de la luz del sol de medianoche. Bueno, no podrían ser llamadas cortinas, exactamente. No eran más que rectángulos de tela con bastos bordes de material curtido — que probablemente habían sido cortados con el mismo cuchillo y método que había usado Dylan cuando cortó los sacos de harina, para Jenny. Un pequeño fregadero de acero galvanizado con una bomba, se encontraba contra una pared. Había casas en Portland que tenían llaves reales con agua corriente, pero nunca había visto una. Esto es a lo que ella estaba acostumbrada, y eso significaría que no tendría que acarrear agua para lavar los platos y la ropa, como hacía en la cabaña que compartía con Coy. Por debajo de la maraña de platos, un hule adornaba la mesa, otro paso adelante respecto a su última morada. Pero el lugar necesitaba una buena limpieza. Ella enrolló sus mangas finas y puso una olla de agua en la estufa para calentarla. A continuación, cogió la escoba de paja que estaba en un rincón, y comenzó a barrer. No estorbar demasiado a Dylan sería difícil en un lugar tan pequeño y esas condiciones de vida tan apretadas, pondrían a cualquiera de mal genio. Además que él tampoco había ocultado en ningún momento que en realidad no las quería allí. Pero la experiencia le había enseñado que tenía que mantenerlo de buen humor. Era la única manera que conocía para protegerse y proteger a Jenny. Tenía la intención de hacerlo mejor posible.

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*** En la planta baja del Comercio de Harper, Dylan se paró al lado de un cajón de naranjas, descargándolas en pequeñas cestas. La fruta estaba un poco blanda del viaje hasta allí en barco, pero el capitán que se las había vendido a Dylan, le había dado un precio justo. A pesar de que era más tarde de las nueve de la noche, el sol arrojaba una cuña de luz brillante a través de las tablas del suelo, y la multitud todavía vagaba por la calle, como si fuese mediodía. Después de dos años de estar en ese lugar, todavía no se había acostumbrado a un sol de verano que brillase hasta la medianoche. Esa noche, sin embargo, se alegraba de que aún hubiese luz. Eso le daba una excusa para trabajar en la tienda y mantener su mente fuera de las pisadas que no dejaba de oír en la planta de arriba. De cualquier modo, la descarga de un cajón de naranjas no requería demasiada concentración. Y ese era el problema. Era un momento raro en el que se encontró solo en la tienda, y los pensamientos que rondaban en su cabeza le hacían sentir cada vez más apenado. El negocio iba bien, no podía quejarse. Con cuantiosas avalanchas de hombres llegando a Dawson para hacerse ricos en los campos de oro, él estaba ganando más dinero de lo que hubiera creído posible. Inicialmente, había previsto excavar en busca de oro también, al igual que el resto de ellos. Él además tenía la ventaja de estar allí cuando George Carmack hizo el gran descubrimiento de oro en Rabbit Creek, lo cual había dado comienzo a todo. Pero trabajar en la mina era algo agotador, y no había garantías. A pesar de que hubo hombres que se enriquecieron, muchos otros no lo hicieron. Dylan sabía que iba a trabajar duro, pero después de probar suerte en la minería, había decidido que prefería gastar su energía en algo seguro. Y era una cosa segura era que esos hombres necesitarían equipos y suministros. Así que decidió que los demás extrajesen el oro, y se lo trajeran a él cuando fuesen a comprarle el whisky, la harina y el tabaco, y cualquier otra cosa que pueda encontrar para vender. No, eso no era lo que le había puesto en ese estado de ánimo tan apesadumbrado. Melissa Logan era quien había hecho eso. Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando un hombre que parecía ser un maestro

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o un empleado de banca volviendo a casa, se detuvo a comprar tabaco de pipa y una de las naranjas. Pero no ocupó a Dylan por mucho tiempo. Tan pronto como el hombre se marchó, Dylan volvió a su tarea. Había visto muchas cosas asombrosas desde que llegó del norte — momentos de estupidez, de codicia y de gran compasión. Como aquel momento en el saloon de Joe Ladue, cuando un minero locamente enfermo de amor, le ofreció a una de las chicas, su peso en oro si se casaba con él. Ella aceptó. O a esa pareja que habían hecho ese viaje tan angustioso hasta Dawson para separarse de muy malas maneras nada más llegar. Disolviendo su matrimonio, habían llegado tan lejos en el reparto de sus pertenencias que hasta llegaron a partir una cacerola en dos con un hacha. Él mismo había dado dinero a un demacrado misionero jesuita, el padre William Judge, llamado — El Santo de Dawson, que trabajó hasta quedarse sin fuerzas, atendiendo en el hospital, día y noche, a enfermos de escorbuto, disentería y malaria. Pero todas esas cosas implicaban a otras personas — no había sido más que un espectador interesado. Hoy, sin embargo, él era el protagonista. Y su caso, superaba con mucho, a todos los demás. Ahora, una mujer y su bebé estaban arriba, en su habitación, y estarían allí por el resto de los días, independientemente del tiempo que pudiese ser. No quería una mujer ni un hijo. Se maldecía a sí mismo por dejar que Rafe le convenciese de aceptar a esa mujer de pelo laceo, esposa de — Ojos achinados Logan. Hizo una pausa, una naranja en cada mano, y pensó en su apariencia. Bueno, no estaba tan mal. Esos ojos grises eran francamente inquietantes y atractivos, cuando levantaba la cabeza para mirarle. Y aunque estaba demasiado delgada, su reciente maternidad le había dado un toque de redondez que probablemente florecería si hiciese tres comidas al día. Pero ella parecía desgastada. La vida con Logan probablemente no había sido nada fácil, admitió. Pero con Melissa o sin ella, Dylan no iba a dejar que nada se interpusiese en el camino hacia su meta — ganar suficiente dinero para volver a Oregon y comprar la tierra que había anhelado, donde ningún hombre podía decirle cómo vivir. Había querido criar caballos, pero el dinero nunca había significado nada para él. Ni siquiera ella podría hacer a Dylan cambiar de opinión. Ahora iba a demostrarle a su padre que no importaba que hubiese desterrado a su hijo mayor del rancho Harper, vivía muy bien por su cuenta, y sin engañar a nadie. Dylan se enderezó y dejó que su mirada divagase a lo largo de los estantes. Nunca se había imaginado haciendo ese tipo de trabajo. En ese momento, Rafe Dubois entró en la tienda. Incluso sin levantar la vista, Dylan sabía que estaba allí. El aliento del hombre era tan corto, que sonaba como si hubiera

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corrido hasta diez tramos de escaleras con un caballo a sus espaldas. En medio de todos los hombres toscamente vestidos y llenos de barro, su atuendo impecable parecía incongruente. De hecho, Dylan a veces se preguntaba cómo se había hecho amigo de un hombre cuyos antecedentes y puntos de vista sobre la vida, eran tan diferentes de los suyos. —¿Todavía aquí? Rafe le preguntó, cogiendo una naranja de la cesta. — Deberías haber cerrado hace tiempo. No querrás hacer esperar a la parienta. Ante tal comentario de Rafe, el recuerdo lejano de una belleza de pelo negro se levantó de pronto en su mente, bruscamente detallado, y tan diferente de la pobretona rubia que estaba arriba. Frunció el ceño. — Esas naranjas son a un dólar cada una, se quejó Dylan, dejando ver que no estaba de humor para el ingenio del abogado. Luego admitió con contundencia: — Aún no estoy preparado para subir. Rafe se apoyó en el mostrador y peló la naranja, haciendo caso omiso al comentario de Dylan sobre su precio. —Entonces creo que te voy a acompañar al lado y dejaré que me invites a una copa. Como pago, por así decirlo, por mis servicios legales. —Soy yo el que debería cobrarte a ti por haberme metido en esto. Además, no me necesitas para darte un trago. Dylan nunca había visto a un hombre capaz de asimilar tanto alcohol como Rafe podía. Se bebía al menos un litro de licor al día, y nunca parecía borracho, nunca se tambaleaba. Rafe jamás se lo había dicho, pero Dylan sospechaba que la bebida le había costado su derecho a ejercer legalmente. Sin embargo, su habilidad para las apuestas era considerable y se ganaba la vida bastante bien con el juego. —Deja de quejarte, Dylan —dijo Rafe, metiendo un gajo de la fruta en su boca. — Esa princesita necesita que alguien cuide de ella y de su bebé. Y a ti te vendría bien un poco de compañía. Dylan frunció el ceño de nuevo. — No necesito compañía. Rafe se enderezó y tiró la cáscara de naranja por la puerta hacia la calle fangosa. — Dios, estás tan amargado como un oso pardo con un forúnculo en el culo. Creo que es mejor que pases conmigo al saloon. La señora Harper no tiene porqué lidiar con tu mal humor después del día que ha tenido.. —Qué infierno —dijo Dylan, encogiéndose. La señora Harper. Tiró la última naranja en una cesta. Rafe probablemente tenía razón, un trago no sonaba tan mal, sobre todo dadas las circunstancias. Y Dylan tendría una excusa para posponer lo inevitable durante un poco más de tiempo. — Está bien, vamos. Pero sólo por un rato — Tengo trabajo por terminar.

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Rafe se apartó de la mesa y sonrió, todos sus dientes blancos y brillantes, destacando su pálida delgadez. Su piel estaba pegada a sus pómulos, y sus ojos parecían estar hundidos en las cuencas. A veces, cuando la luz le daba de frente y sonreía, le recordaba a Dylan a una calavera sonriente. A medida que se aproximaban a La Chica de Yukon, Dylan casi sugirió cruzar la calle y tomar algo en la Estrella Polar Ártica, en su lugar. Después de todo, él estaba tratando de apartar su mente de Melissa, y volver a la escena de la — boda probablemente no ayudaría mucho. Pero finalmente decidió que no importaba. Ir a otro sitio no iba a cambiar nada. La Chica de Yukon era un lugar ruidoso y siempre estaba lleno de gente, con una sección transversal de los hombres que habían ido a Dawson en busca de su propia fortuna. Los Cheechakos, los veteranos, les llamaban los recién llegados. Los recién llegados de distintas procedencias —ladrones, convictos, maestros de escuela, ex cazadores de búfalos— llenaban las calles y cantinas arriba y debajo de Front Street, todos con la esperanza de encontrar oro. Dylan sabía que la mayoría de ellos se sentirían decepcionados. —Dios, fíjate en ellos —dijo Rafe susurrando, mirando a la multitud. Muchos de los hombres estaban sentados con los codos apoyados en las mesas, los hombros encorvados, con actitud desanimada y apática. — Ellos estaban esperando que el Río Yukon fuese París, estoy seguro. Lástima que los pobres desgraciados no sabían que la mayoría de las mejores tierras fueron subastadas antes de que saliesen del Seattle, el otoño pasado. —La mayoría de ellos lo saben ahora —respondió Dylan, sirviéndose en su copa. — Ayer le compré un traje a un hombre que me dijo que había acampado durante cinco días, haciendo cola frente a la oficina del registrador. Cuando su turno finalmente llegó, se enteró de que no había más terrenos por reclamar. Me vendió su uniforme por mucho menos de lo que pagó por él y me dijo que estaba tratando de reunir el dinero suficiente para volver a casa — si es que su esposa le seguía allí esperando. Recostado en la barra, Rafe se sirvió un vaso lleno de whisky mientras Dylan miraba. Nunca le había dicho nada a Rafe sobre su hábito. Pero no pudo resistirse a hacer un comentario en ese preciso instante, cuando sólo caminar por la habitación había dejado al hombre sin aliento. —No creo que el licor vaya a hacer mucho por tu condición. Rafe le clavó una mirada fría y fuerte, de repente. Dylan levantó las cejas. —El reumatismo selló mi destino cuando tenía doce años de edad, Dylan. Así son las cosas, mi corazón ha durado más tiempo del que los médicos pensaban que lo haría. No vine a Yukon en busca de oro, y te aseguro que no vine hasta aquí por mi salud. Vine sólo

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por el gusto de hacerlo. Mi tiempo es corto, y tengo la intención de aprovechar al máximo lo que me quede. Dylan se encogió de hombros y negó con la cabeza. Cada hombre tenía que encontrar su propio camino. Eso es lo que un viejo buscador de oro le había dicho, y había llegado a reconocer la verdad inquebrantable tras esas palabras. Tuvo que admirar el hecho de que Rafe hablase con tanta indiferencia y pragmática, sobre su propia muerte. —No sé qué diversión hay en ser empujado hacia ese destino por este brebaje — comentó Dylan. Se había pasado toda su vida a la limpia sombra de las Cascade Mountains y no soñaba con nada más que con volver allí de nuevo algún día, para vivir en su propia tierra, en sus propios términos. — Yo en cambio, lo único que quiero es ganar dinero y poderme marcharme de aquí. Rafe rió brevemente, su humor mordaz despertándose de nuevo. — Ah, pero ahí es donde nos diferenciamos, amigo mío. A través de los años he visto muchos ejemplos de la locura del hombre. Éste es el mejor hasta ahora, y ha tenido el privilegio de ser testigo de ello. Algunas de estas personas lo dieron todo para llegar aquí. Vendieron prósperos negocios, dejaron esposas e hijos, o como en el caso de ese tonto, Logan, los trajeron. Tomaron toda su vida en sus manos para viajar hasta aquí, acamparon en carpas a orillas de lagos congelados durante el invierno, arriesgaron todo para llegar hasta aquí sólo para descubrir que no había nada para ellos. Y algunos de los que hicieron dinero, lo perdieron todo a mi favor, en las mesas de juego. —Se rió con tristeza. — Estaban condenados a la tragedia. Ojalá lo hubieran sabido. Ante la mención de Coy Logan, Dylan se echó un segundo trago. Sabía que era cobarde por estar perdiendo allí el tiempo, y él no era un cobarde. — Será mejor que vuelva a trabajar —dijo. Rafe le dio una mirada de complicidad y sonrió otra vez, con su amplia y reluciente sonrisa. — Está bien, vete. Levantó la cabeza para escanear las mesas de juego. — Veo por ahí una partida que me está llamando a voces. Se separaron entonces, y Dylan se abrió paso a codazos para salir a la calle. En el exterior, el desfile de los hombres continuaba como hojas de otoño atrapadas en un remolino. Tenía que ser un infierno cuando un hombre perdía su rumbo, pensó Dylan, mientras miraba sus rostros carentes de expresión. Cualquier cosa podría hacerle descarrilar a él - el ansia por el dinero fácil, un giro del destino, el dolor causado por una mujer infiel. El leve rumor de los pies de baile y el sonido discordante de una música, salían de las puertas abiertas del saloon, a lo largo de Front Street — un piano, un violín, una armónica,

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incluso un acordeón, todos mezclados. Risas ruidosas, y voces estridentes levantadas por encima de la melodía instrumental. Dios, quería salir de allí. Tan pronto Dylan comenzó a subir las escaleras hacia su habitación, percibió el olor a comida casera y frenó sus pasos. Al principio creyó que era un aroma proveniente de uno de los saloons, pero se hacía más intenso a medida que se acercaba a su paradero. Empujando la puerta, se encontró con una habitación recogida. La pequeña mesa estaba puesta con dos platos de estaño y plata. ¿Melissa había preparado la cena? Esto era muy extraño para él, que hacía la mayor parte de sus comidas en los saloons de la ciudad. Ni siquiera solía tener mucha comida en casa. Mirando alrededor, vio cacerolas en la cocina, y cómo Melissa había colocado al bebé en un pequeño cajón. Al verlo, ella se giró, obviamente asustada, y retrocedió un par de pasos. Lo miró con sus ojos grises cautelosos, como si se tratara de un puma que hubiese acechado en su campamento. Bueno, maldita sea, él no iba a morder, pensó, sintiéndose fuera de lugar en su propia habitación. No tenía que alejarse de él de esa manera. —Yo no... no sabía si querría cenar, pero — espero que bacon y galletas estén bien. Nunca parecía alzar la voz por encima de un murmullo. Su temor era como el de un ser vivo planeando siempre por encima de su bebé. Parecía estar tratando de hacerse lo más pequeña y discreta posible. —Bueno, sí, claro... Él se pasó la mano por el pelo, sin saber qué más decir. No esperaba que ella hiciese cosas en la cocina o de limpieza por unos días, y ciertamente no esa noche. Se había atado una toalla vieja como un delantal anudado en la parte posterior de la cintura. Y dado que ella no tenía nada que ponerse, todavía llevaba la misma ropa raída. Su pelo estaba mejor peinado, los mechones que antes colgaban, habían sido colocados de nuevo, pero por debajo de sus ojos, unas grandes ojeras oscuras le daban el aspecto de una mujer agotada, con el doble de edad de la que realmente tendría. —¿Has comido? Ella negó con la cabeza. Él hizo un ademán para que se acercase a la mesa. — Vamos, entonces, siéntate. Acercándose, ella sacó el bacon y las galletas de la parte superior de la estufa, y le sirvió a él primero. Le hacía sentir incómodo que hubiese tenido que esperar por él. Él creció con eso, y siempre lo había aborrecido. Melissa se sentó posteriormente, poniendo una galleta y una fina loncha de bacon en su plato. No era suficiente, en opinión de Dylan, ni para mantener a un gato. Su nerviosismo era palpable, bajó la mirada y no dijo nada, abriendo un inmenso abismo de silencio que

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sólo aumentaba la tensión en la pequeña habitación. Demonios, era tan silenciosa y sigilosa, que si el lugar fuese más grande, fácilmente podría fingir que no estaba allí en absoluto, y que todo estaba igual que antes. Pero ella estaba sentada al otro lado de la mesa frente a él, lo cual era algo condenadamente extraño. En busca de una distracción, probó una galleta. Estaba crujiente por fuera y blanda por dentro, por lo menos sabía cocinar. —Está muy bueno —dijo, mirando a la parte superior de su cabeza gacha. — Siento no tener mucha comida aquí arriba. Ella levantó la cabeza, su rostro pareció iluminarse por un instante. — Oh, no pasa nada. Cuando vivía en casa, muchas veces tuve que preparar comidas con menos que esto. No podíamos permitirnos más. —Bueno, pues está muy bueno, repitió, tratando de imaginar qué sería — menos que eso. —Gracias, murmuró ella, refugiándose en sí misma de nuevo. Esa situación era imposible, pensó, y tragó el resto de su comida sin saborearla. Sentía su mirada en él cuando no la estaba mirando, ella nunca buscaba su mirada. No hablaba, estaba nerviosa e intranquila. Él no quería que estuviese tan apocada, en silencio y con tanto miedo. Tener a alguien para cocinar y limpiar no hacía que eso mereciese la pena. Echó un vistazo a la cama, se enderezó, y deseó poder rebobinar el tiempo. No habría permitido que Rafe le convenciese de aceptar un acuerdo tan ridículo. Sí, la mujer necesitaba ayuda, eso era innegable, pero probablemente un poco de dinero hubiese servido. Él se irguió a la par que esa idea cobraba vida. Tal vez no era demasiado tarde. Podría darle dinero para una habitación de hotel y sacarla de allí. Se dejó caer hacia atrás en su silla. No, esa no era la solución, tampoco. Los — hoteles en Dawson eran poco más que tiendas de campaña y chozas con señales colgando de las entradas. Sería un lugar infernal para una madre y su bebé. Suspirando, se apartó el plato. No había nada más que hacer que aceptar la situación. —Gracias por la cena —dijo, poniéndose de pie para sacar su reloj de bolsillo. — Son casi las diez, y tengo que ultimar unas cosas en la tienda antes de... Antes de irme a dormir. Volveré dentro de un rato. Melissa asintió con la cabeza y lo vio irse, su corazón latía con temor. Era tan alto, tan ancho de espaldas, que podría hacer con ella lo que quisiera y ella no podría ofrecer ninguna resistencia. Levantándose de su silla, se dirigió al lavabo y comenzó a lavar los platos, mientras que

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los minutos se desgastaban como la pastilla de jabón entre sus manos. Escuchó el sonido de sus pasos saliendo fuera, pero no oyó nada excepto la música lejana de un banjo de uno de los saloons, que provenía de la calle. Un hombre peligroso, decían. Un caballero, le había dicho Rafe Dubois.. ¿Quién tenía razón? ¿Ninguno? ¿Ambos? Echó un vistazo a la gran cama mientras levantaba a Jenny de la cuna improvisada para darle de comer. Por un momento pensó en poner al bebé en medio del colchón, pero decidió no hacerlo. Usar a Jenny como escudo sería un error. Cuando el bebé se tomó toda la leche y se quedó dormido profundamente, Melissa puso a la pequeña de nuevo en su caja y empezó a desnudarse para meterse en la cama. Vertió agua caliente en el recipiente que había en el lavabo de la esquina, mojó su cara y su cuello. Soltó su pelo del nudo en el que estaba atado y lo aflojó con sus dedos, luego se detuvo, con las manos todavía entre su cabello. Había un pequeño espejo colgado en la pared, y ella dejó caer su mano hacia el moretón que el puño de Coy le había dejado. Su espejo de mano se había roto en el camino hasta allí, y de vez en cuando se había visto a sí misma en algún escaparate. Pero no se había visto en condiciones durante semanas, mucho antes de que Coy la golpease. Pasó sus dedos por encima de la marca. Morada y marrón en el centro, y tirando hacia un amarillo verdoso en uno de los bordes, como un arco iris con los más feos colores. Coy la había golpeado un par de veces antes. Por lo general, se ponía borracho o enfadado, y rompía cosas, o daba patadas a algo. Tan espantoso como su comportamiento violento había sido, ella no pensó que jamás sería abusivo con ella, se quedaba satisfecho rompiendo botellas o golpeando su puño firmemente contra la tapa de un barril. Pero, hacía aproximadamente un mes, cuando Jenny había estado de mal humor y con cólicos y no se calmaba, Coy descargó su impaciencia e ira con Melissa. Dos semanas después de eso, se enfureció porque su cena estaba seca. Ella sabía que sólo empeoraría las cosas si le hubiese hecho saber que la comida había llegado a ese estado después de todo el tiempo que estuvo esperando a que regresase del saloon. Fue lo mejor que las hubiese abandonado, pensó, alejándose del espejo. Pero ahora tenía a Dylan Harper para preocuparse. Como no tenía camisón, tendría que dormir con su camisa fina y su falda. Mientras sentía su pulso latir fuertemente en su garganta, se deslizó dentro de la cama grande. Tal vez él no volvería esa noche, ansiaba con todas sus fuerzas mientras estaba allí

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temblando. Había tenido el mismo deseo hacia Coy. Que nunca volviese. Que se cayese en el Río Klondike y se ahogase. O tal vez que un lobo bajase de las colinas y... De repente, oyó en la planta de abajo, un silbido y el sonido de un paso en el escalón inferior. Ya venía. Llegaría en cuestión de segundos. Oh, por favor, Dios... Melissa se incorporó y miró a su alrededor con desesperación. Algo, cualquier cosa. Su mirada cayó sobre un gran saco de arroz apoyado contra la pared. Saltando de la cama, se fue corriendo hacia él, y comenzó a arrastra el peso muerto sobre el suelo. Cada vez las pisadas eran más fuertes, más cercanas. Con una fuerza que no sabía que poseía, arrojó el saco hacia la cama y lo hizo girar hasta el centro de la misma. Era una estupidez, eso no lo detendría, pero al menos tenía que intentarlo. Se metió en la cama después de cerciorase de que lo había dejado justo donde quería, cerró los ojos y trató de calmar su respiración. Alrededor de los bordes de las cortinas de lona, el sol brillaba en el cielo ártico. Ella deseaba que la noche fuese oscura, como lo era en su casa, para que pudiera ocultar su estado de desnudez entre sus sombras. Dylan levantó el pestillo y entró sólo para ver a Melissa acostada en su cama. Algo yacía junto a ella, y era demasiado grande para ser el bebé. Tomaba el centro completo de la cama, dejando un pequeñísimo espacio a cada lado. Él entrecerró los ojos. Maldita sea, no podía ser el saco de arroz. Se acercó al colchón para estudiarla. Sus ojos estaban cerrados con fuerza, y el ceño ligeramente fruncido, parecía estar poniendo toda su concentración en pretender que estaba dormida. Se aferraba al borde de la cama, pero él sabía que no estaba dormida. Estaba jadeando, probablemente de levantar el arroz, y unas pequeñas gotas de sudor brillaban en su frente. Dios, sabía que ese saco pesaba treinta y cinco kilos. Lo había traído y levantado ella sola hasta allí. Se habría reído de todo esa situación, pero ella le tenía miedo y eso le molestaba. Coy Logan y tal vez otros hombres antes que él eran los culpables de que tuviese miedo a Dylan, y lo único que tenía para defenderse era un saco de arroz. Y no había nada de gracioso en ello. Ni en el moretón en su pómulo que empezaba a adquirir un color verde amarillento. Pero aún más inquietante para él era el estado en el que se encontraba su cuerpo metido en la cama. Su cabello largo y fino se desplegaba sobre la almohada, y las curvas de sus tensos pechos se intuían a través de su endeble camisa. Estaba demasiado delgada, a diferencia de Eliza Impaciente, se dio la vuelta y vio al bebé. Dio un paso más de cerca. Ella dormía en su pequeño cajón, como un suave capullo de flor. Un toque de ternura, ya olvidado, rozó su alma mientras la contemplaba. Oh, es preciosa, supuso. Sus manos, apretadas en pequeños

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puños a ambos lados de su cabecita, y él miró, fascinado, esa perfección diminuta. Se parecía a su madre, una niña con suerte, y no a Coy Logan. Abriendo una de las cortinas de lona, vio el sol descansando en el horizonte, lo más bajo que se ponía en esa época del año. En tres horas comenzaría a subir de nuevo, y tres horas después de eso comenzaría su día de trabajo. Suspirando, le dio la espalda a Melissa y se sentó en su lado de la cama para quitarse las botas. Luego se desnudó hasta quedarse en ropa interior y se tumbó entre el saco de arroz duro y el borde de la cama, sintiéndose como un extraño en su propio hogar. Se tendió de espaldas, con las manos detrás de la cabeza. La suave fragancia de jabón derivaba hacia él desde el otro lado de la cama. Dylan sabía que iba a ser una larga noche.

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CAPÍTULO TRES

A la mañana siguiente, Melissa se despertó de un sobresalto, desorientada y aturdida. Su mirada nublada divagó desde el techo de madera encima de su cabeza hasta un cobertizo de piel a los pies de la cama. Un par de pantalones vaqueros colgaban sobre el extremo de la misma, y pudo ver un cinturón colgado en una de las aristas del mueble. ¿Dónde estaba? Luego todo volvió a ella. Estaba la habitación de Dylan Harper. Echó un vistazo asomándose por encima del saco de arroz, y vio que Dylan ya se había ido, pero el olor a piel de ante y a masculinidad, se había quedado en la cama. Ella finalmente se debió dormir en algún momento de la noche, se dio cuenta, pero estaba agotada de la misma. Tendida allí, vigilando sin cesar y tan tensa como una cuerda de violín durante horas. Había estado escuchando a Dylan respirar durante toda la noche. Sus músculos se habían tensado aún más cada vez que él se movía. No podía olvidarse de su reputación — todo el mundo sabía quién era Dylan Harper, y caminaban a su alrededor sin acercarse demasiado. Una vez, por causalidad, se había quedado mirándole. Allí yacía sin camisa, en calzones, por amor de Dios, y todo ese pelo rubio mechado. Ciertamente ninguno de los hombres que había conocido en su vida, ni su padre ni sus hermanos, ni Coy, habían tenido ese comportamiento ordinario ante ella — y Dylan no era ordinario, precisamente. Pero le parecía que quedarse en ropa interior en su presencia, cuando acababa de conocerla, era algo espantoso. Que ella también hubiese dormido en su ropa interior no era lo mismo — la suya cubría más. Y parecía que él no había tenido ningún problema en absoluto para dormir, pensó malhumorada. Se había rodado hacia el saco de arroz y había lanzado incluso un brazo musculoso alrededor del mismo, como si lo estuviera abrazando. Dios, podía haber sido ella, pensó, aliviada de haber levantado esa barrera entre los dos. Dormido parecía diferente, no tan imponente, a pesar de que tenía el ceño ligeramente fruncido hasta en sueños, como si algo que le preocupase, no le estuviese dejando descansar en condiciones. Al menos la había dejado sola, y se alegraba por ello. Salió de la cama y sacó a Jenny de su caja. Un dolor profundo tensaba sus brazos y hombros, recordándole el esfuerzo que había hecho la noche anterior con el pesado saco. Melissa le había dado poca importancia a todo lo que pesaba en ese momento, pero ahora sus brazos y los hombros le dolían con

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fuertes agujetas por haberlo arrastrado hasta la cama. —¿Cómo está mi pequeñita? Susurró con una sonrisa. El bebé agitó sus puños adormilada. No importaba lo cansada o desanimada que Melissa pudiese estar, Jenny siempre podía aliviar el dolor de su corazón. En su mente, el bebé era su recompensa por soportar a Coy, y por esa única razón, no lamentaba completamente haberse casado con él. Jenny gorgoreaba y le devolvió la sonrisa. Gracias a Dios, dormía de seguido casi todas las noches y no era un bebé inquieto. Cada vez que había llorado cerca de su padre, algo que no había sido muy a menudo, él la había amenazado con golpearles a ambas si Melissa no la calmaba, — ¡Y ahora mismo, maldita sea! A pesar de que nunca había golpeado a la niña, Melissa temía que sería sólo cuestión de tiempo. Ella nunca había pegado a nadie, pero sabía que ese día llegaría, si Coy le hubiese levantado alguna vez la mano a Jenny. De hecho creía, que hubiese sido capaz de matarlo. Después de alimentar a Jenny y ponerle un pañal limpio, Melissa fue a lavarse, esta vez evitando su reflejo en el espejo, y se puso sus ropas viejas de nuevo. Entre bocado y bocado de restos de galletas frías de la cena de la noche anterior, extendió la falda remendada con cuidado entre sus manos y la miró. El gris era tan fino y desgastado en algunos puntos que podía ver su enagua blanca a través de ellos. Dejó caer los pliegues y suspiró. Melissa nunca había tenido cosas buenas, nadie en Slabtown lo había hecho. Gente como los Pettigreaves, la familia para la que su madre había trabajado, tenían fontanería interior y electricidad, e incluso un automóvil con un hombre que les llevaba a donde querían. Su madre le había contado sobre la maravillosa casa que tenían en la ladera en Park Place — que incluso tenía un ascensor — y las grandes fiestas que daban con alimentos exóticos como langosta y ostras y paté de hígado de ganso. Una vez, Melissa había llegado incluso a probar un poco de langosta cuando su madre llevó un trozo a casa, envuelto en papel de aluminio. El papel era otra de las comodidades que sólo había visto con anterioridad, en los bloques de mantequilla. No, Melissa no había crecido con cosas bonitas, siempre había pasado con lo imprescindible. Pero siempre había tenido sábanas en la cama, aunque hubieran sido tan finas y traslúcidas como el papel cebolla. Y nunca se había percatado de la poca ropa que tenía, hasta ahora. Miró de nuevo su falda en mal estado. Dylan había dicho que la llevaría a comprar cosas para ella y el bebé, y le molestaba tener que aceptarlo. Sin embargo, al igual que estaba sin ropa, también estaba sin elección. Por Jenny, pensó, tenía que hacerlo por ella. La puerta se abrió de repente. Melissa se sorprendió y Dylan Harper entró en la habitación. Esa vez no había oído a sus pasos por las escaleras. Melisa se dio cuenta de que tenía que bajar la cabeza para pasar por el quicio de la puerta. Su alta, delgada y

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musculosa forma dominaba toda la habitación, eclipsando todo lo demás, y sus intensos ojos barrieron la misma, descansando brevemente en el saco de arroz en su cama. Finalmente, le lanzó una mirada penetrante antes de que ella bajase la mirada y retrocediese un paso. —¿Lista para ir a Wall Street? Preguntó, como si le hubiera leído el pensamiento. Ella asintió con la cabeza, y con obvia rigidez, cogió a Jenny en sus brazos. La pequeña dormía despreocupadamente. Sentía sus ojos en ella, pero no levantó la vista en ningún momento. Dylan se hizo a un lado para dejarle pasar, y luego la siguió por la estrecha escalera. Con cada paso que daba, Melissa era consciente de su presencia detrás de ella; su presencia física y la fuerza que emanaba de él, eran a tener en cuenta. Ella deseaba que no tuviese que preocuparse por eso justo en ese instante. Abajo, la multitud seguía vagando por el terreno fangoso que se alzaba hasta las rodillas de los transeúntes. El sol de la mañana era cálido, y una brisa soplaba desde los ríos, pero el barro se secaba muy lentamente. Dylan se puso entre ella y el tropel de gente que avanzaba a empujones para protegerla de los codazos y las manadas de animales que caminaban trabajosamente, a su lado. —¿Has dormido bien? Preguntó, rompiendo el silencio entre ambos. Ella sintió los tacones de sus botas resonando en los tablones bajo sus propios pies. —Sí, gracias —dijo. —¿Te ayudó el arroz? Melissa miró rápidamente, ¿era enfado lo que escuchó en su voz? Sin embargo, su hermoso rostro tenía una expresión ligeramente divertida. — Bueno, eh — me pareció que hacía lo correcto, supongo. Dylan se quitó el sombrero y le devolvió su forma. — Tienes que ser más fuerte de lo que pareces — ese saco pesa unos treinta y cinco kilos. Y ocupa mucho espacio. Nunca tuve la necesidad de que hubiese más de dos personas en mi cama. Su insinuación acaloró las mejillas de Melissa. Un hombre con buena apariencia, ciertamente no sufriría por compañía femenina. Pero la reputación de ese hombre de la que Melissa había oído hablar, no tenía que ver con las mujeres, ella cayó en ese momento. Era conocido sólo por tomar una copa o dos en el saloon con Rafe Dubois, o solo, y luego seguir su camino. Las chicas del saloon y algunas seguidoras que se le acercaban, le deleitaban con alguna sonrisa e incluso a veces, con alguna propina, pero nada más, se dijo a sí misma. Si tenía escarceos con las mujeres, lo mantenía muy en privado. Pero mientras caminaba a su lado por los tablones, sintió una energía salvaje e inquietante, tan poderosa, que se acobardó un poco. Y cada vez que su brazo rozaba accidentalmente el suyo por ese

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camino tan estrecho, sentía una peculiar aceleración en el pecho. Pero se olvidó de Dylan Harper y todo lo demás que tenía en mente cuando dobló la esquina hacia el muelle. Presentado ante ellos se encontraba Wall Street, y más allá de eso, la Avenida de Broadway. Pensando que habrían logrado escapar de la multitud, Melissa se detuvo, sorprendida por la imagen que apareció ante sus ojos y que avanzaba a lo largo de varios bloques. El revestimiento de esas calles lo formaban personas que vendían todo tipo de mercancías, y la muchedumbre de Front Street se desplazaba hasta allí para ver el mercado. Tenía el aspecto de un bazar, los vendedores gritaban los productos tan magníficos que vendían, a todo el que quisiera escucharles. La policía montada, controlando sus actuaciones. Aunque Melissa había estado en Dawson casi dos meses, no había visto nada de eso, de cerca. Todo el mundo estaba ansioso por dinero allí, Coy se lo había dicho muchas veces. Era el único motivo por el que la gente iba hasta ese lugar. Lo que se desplegaba ante sus ojos a cada paso que daba, no cesaba de sorprenderle. —Señora, caballero, grito un joven: — Tengo uvas y tomates frescos. Señor, ¿qué tal un vaso de limonada rosa para refrescarse y otro para su esposa? —¡Bueyes! ¡Miren estas finas bestias! Un hombre sin dientes señaló un par de afilados cuernos bovinos en un pequeño corral. — No tienen ningún problema para caminar por la tierra, no, señor, y no, señora. Hicieron el viaje hasta aquí en barco de vapor y están listos para trabajar en los campos de oro. —¡Rifles, amigos y los de mejor calidad! ¡Un montón de ellos — ciento cuarenta y cuatro rifles por un dólar! ¡Sólo un pago simbólico, son casi gratis! Por supuesto que eran baratos. Era ilegal llevar un arma en Dawson. —¿Qué precio pagaría usted para salvar su alma inmortal de este lugar codicioso, sin un Dios que le proteja, aquí en el Ártico? Decía un hombre vestido de negro ministerial. — ¡Biblias! ¡La palabra de Dios aquí mismo! A la venta por una moneda u oro en polvo. Dylan agarró el codo de Melissa para avanzar por los puestos de ropa, pieles, joyas, gafas de sol, zapatos de charol, novelas a diez centavos, plumas de avestruz, y juegos completos de Shakespeare con bordes dorados. Bajo el cielo azul, la brisa agitaba las señales que colgaban de cada una de las casetas, las cuales anunciaban servicios tales como medicina y odontología, o quiromancia y masaje. Había frutos secos, pan recién horneado y helados hechos con leche condensada — hasta el momento, las vacas lecheras no habían llegado a la ciudad. Había escobas por diecisiete dólares e impermeables a veinticinco centavos. Un hombre ofreció un raro ejemplar, reciente, del Seattle Post-Intelligencer por cincuenta dólares — y consiguió venderlo. Los periódicos y otros materiales de lectura

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eran escasos. Todo el mundo gritaba acerca de sus productos al mismo tiempo. —Mercy —dijo ella, casi sin aliento por el ruidoso alboroto a su alrededor. Al otro lado la voz de un hombre particularmente fuerte la hizo estremecer. Ella nunca había aprendido a hacer caso omiso de un hombre dando voces. —Sí, yo también odio las multitudes —dijo Dylan, su expresión sombría. — Vamos a encontrar lo que necesitas y saldremos de aquí. Melissa se aferró a Jenny, y Dylan la tomó del brazo para guiarla. Coy había siempre había caminado delante de ella y la dejaba actuar a su aire. Aunque no podía ignorar el tamaño de Dylan y la altura que se alzaba sobre él, ella apreciaba mucho su ayuda. Pero aún desconfiaba de él. —¿Qué están haciendo aquí estas personas? ¿Están aquí porque es sábado? Preguntó, aun sorprendida por lo que se desplegaba ante sus ojos. En su casa, cuando era verano, solía ver a los agricultores llegar a la ciudad para vender sus productos los sábados. — No pueden haber venido todo el camino hasta aquí para hacer esto. Dylan le dio un fuerte empujón a una mula que se acercaba demasiado. — No, la mayoría de ellos hicieron el viaje por el mismo motivo que vosotros, buscar oro. Arrastraron toneladas de materiales como éstos sobre las montañas y ríos abajo. Y la mayoría de ellos se enteraron posteriormente de que no había terrenos para ellos a reclamar. Echó un vistazo al gran emporio. — Pero tengo la sensación de que para muchas de estas personas, el objetivo principal era llegar hasta aquí. Ahora que lo han hecho, no saben qué más hacer. Están perdidos. Levantó la mano e hizo un gesto hacia la multitud. — Están vendiendo todo lo posible para reunir suficiente dinero para volver a casa. Rafe tiene razón — esto es una locura. Aparte de las escobas y los periódicos, la mayoría de las cosas no eran caras. Melissa eligió dos vestidos, dos camisones, y un par de zapatos para ella. Eran las primeras piezas de ropa que tenía sin que fuesen de segunda mano o heredadas. Compró un poco de muselina blanca para hacerle vestidos a Jenny, y unos diez metros de tela de pañal verdadero doblado en un envoltorio de papel que decía: Sears, Roebuck. También compró dos juegos de sábanas confeccionadas para la cama. Dylan pagó las compras según seguían avanzando. —Gracias —dijo. — No quiero que pases tanto tiempo lejos de tu tienda, además, voy a tener que alimentar al bebé muy pronto. Dylan la miró fijamente. En ese momento a Melissa le preocupó haber gastado

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demasiado o haber dicho algo equivocado. — ¿Esto es todo lo que quieres? Preguntó Dylan. — ¿No quieres otras cosas, ya sabes, adornos femeninos? —¿Cómo qué? Preguntó ella, sorprendida. —Bueno, como — Caminó delante de ella y se detuvo en un puesto que tenía espejos de mujer de plata, peines, cepillos y mantas de lana a cuadros. El olor del perfume salpicaba la presentación de los enseres. Hizo un gesto hacia el surtido. — Algo como esto. Al vendedor se le iluminó la cara. — Pase por aquí, señora, y vea. Estos finos cepillos que tengo y los espejos, que fueron hechos para la mismita reina Victoria — Dylan le dirigió una mirada escéptica. — Bueno, han hecho muchos kilómetros para llegar hasta aquí. Melissa cambió a Jenny de postura en sus brazos y se acercó a la caseta. Ella no quería deberle más dinero a Dylan Harper del que ya le debía. ¿Cómo demonios iba a pagarle alguna vez si el agujero de la deuda se iba haciendo cada vez más profundo? Alargó la mano que tenía libre, y dejó que sus dedos trazasen los adornos de plata que brillaban como el cielo azul sobre sus cabezas. De cualquier modo, ella suponía que todo el mundo debía de tener un cepillo y un peine. Esos eran bienes básicos. —Sí, son muy bonitos, estuvo de acuerdo con el comerciante. Mirando hacia arriba vio cómo el hombre estudiaba el moretón en su mejilla. Luego miró a Dylan de arriba a abajo con un juicio evidente en sus ojos. Dylan también lo vio y sintió calor en su propio rostro. Evidentemente, el vendedor ambulante pensó que Dylan era el tipo de hombre que levantaba la mano a una mujer. Maldita sea, él no había querido involucrarse con esa descolorida hembra, para empezar. Pero su sentido del honor — y la insistencia de Rafe, lo pusieron en el papel de su protector. Él no era quien la había golpeado, y le molestaba que alguien pudiese pensar que así era. Pero ¿qué podía decir al respecto? Nada. Cogió el ajuar más caro y un perfume, y pagó al hombre rápidamente para escaparse de sus silenciosas críticas. Dylan no estaba de humor para aguantarlo. Tomando el codo de Melissa, la condujo hacia adelante a un stand de vestidos. La noche anterior no había dormido nada, en su mayoría, aunque él creía que la había visto cerrar los ojos a ratos. Sintiéndose como el segundo mayor canalla en Dawson — después de todo, él no era peor que Coy Logan — Dylan había tenido problemas para desviar su mente del otro lado de la cama, donde yacía Melissa. Era difícil no pensar en ello, aparte de una chica o dos del saloon, no se había acostado con una mujer desde Eliza. Y aquí estaba, dos años más tarde, sin poder decir su nombre en voz alta, o incluso pensar en ella, sin tener una sensación de traición retorciendo sus entrañas. Incluso ahora,

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después de todo lo que había sucedido, en esos momentos de trance entre la vigilia y el sueño, seguía viendo su cara a través de sus párpados, la exuberancia de su dulce cuerpo, su pelo como la tinta negra. Ella había tratado de cambiarle, acomodarle a su forma de hacer las cosas. Y cuando él no cedía. —Vamos, elige otro par de trajes —le dijo a Melissa bruscamente. Tanto si le gustaba como si no, se sentía responsable de ella, y no podía dejar que ni ella ni el bebé anduviesen en harapos y sacos de harina. Ella levantó la cara hacia él, y en su mirada apareció otra dosis de luz en sus ojos grisáceos. ¿Qué era lo que veía en ellos? Sentía que había otra mujer detrás de ellos, una completamente diferente a la mujer asustadiza, sin color, que el mundo veía. —Oh, pero ya has gastado demasiado —dijo ella, apartándose los mechones que se habían soltado del nudo de la parte posterior de su cabeza, de su cara. — Te debo dinero por lo de hoy, y por lo de Coy. No quiero nada que no pueda pagar. —No te preocupes por eso por ahora —dijo, molesto por su mención a Logan. A pesar de que él la había arrojado a los brazos de Dylan, ella todavía quería asumir su obligación. Dylan tenía que admirar su orgullo, pero si alguna vez viese ese dinero otra vez, y desde luego no contaba con ello, no vendría de ella. — Vas a trabajar para mí, como te dije ayer. Pero no te puedes poner lo mismo día tras día. Probablemente deberías comprarte un abrigo, también. Hace frío por las noches, a veces, incluso en verano. —Por supuesto, todo lo que creas que es mejor — Parecía como si ella fuese a decir algo más, pero al parecer, cambió de opinión y bajó la vista de nuevo. Dylan suspiró. Ella probablemente habría aprendido a comportarse de esa manera tan sumisa sólo para salir adelante en la vida. Suponía que muchos hombres estarían más que satisfechos con su obediencia atemorizada y dócil. Pero Dylan Harper no era la mayoría de los hombres.

*** Dylan cargó con las compras de Melissa mientras se abrían paso de vuelta por la ciudad hacia la tienda. Caminando a su lado, Melissa no podía dejar de mirar hacia su cuchillo, enfundado en la funda de cuero y apoyado contra su muslo. La idea de que fuese capaz de usarlo evocaba en ella una visión aterradora, aunque pensaba que le pegaba tener un arma así. No sabía nada de él, pero su aspecto le hacía pensar que seguramente había vivido más cerca de la naturaleza que ella misma. Su largo pelo rubio y su natural y tosca forma

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de andar no sugerían un hombre que hubiese pasado sus días detrás de un escritorio o incluso siquiera detrás un mostrador. Sin embargo, su salvajismo era moderado, y poseía mejores modales que los pocos hombres que conocía. Con sus largas piernas, él sería capaz de caminar mucho más rápido que ella, pero ella se dio cuenta de que hacía un esfuerzo al andar, para no alejarse demasiado de ella. Por un momento, la ganó algo de delantera, y ella estudió sus anchos hombros y su recta espalda. Luego su mirada se desvió hacia sus delgadas caderas y la parte trasera, que destacaba especialmente por los pantalones negros ceñidos que llevaba. Melissa no sabía mucho sobre hombres, su matrimonio con Coy no había sido muy esclarecedor, y lo poco que había aprendido en las manos de Coy no era nada bueno. Pero en Dylan era capaz de detectar una sensualidad magnética, incluso en su ignorancia. Su complexión era poderosa y cuidadosamente construida, y suponía que algunas mujeres lo encontrarían atractivo. En cuanto a ella, Melissa estaba segura de que no querría un marido. Pero lo que la gente quiere y lo que la gente tiene, no siempre coincide. Llegando a Front Street, lo encontraron bastante silencioso. El ambiente de carnaval que salía de todos los saloons y salas de baile, a lo largo de la ancha y fangosa vía cada noche, no empezaría de nuevo hasta media tarde. —Dios, mira lo que han hecho con este lugar —dijo Dylan, más para sí mismo que para ella. Señaló hacia las colinas circundantes, prácticamente desnudas. Lo que no había sido usado para leña, y para construir compuertas y pilotes para las operaciones mineras, había sido empleado en el estallido de la nueva construcción con la ayuda de las veinte horas de luz del día. Los esqueletos de los edificios a medio construir se añadían al violento paisaje, y los aserraderos se mantenían funcionando en todo momento. En lugar de árboles, las huertas habían sido ocupadas por andrajosas tiendas de campaña que albergaban andrajosos hombres, desplazándose por todas las colinas y por sus lados. — Cuando llegué aquí hace dos años, sólo había unas pocas tiendas y un alce de pastoreo. Un centenar de personas vivían aquí. No era un paraíso para empezar — Es bastante pantanoso y los mosquitos son tan grandes como para comerse a un hombre vivo. Pero, al menos por la noche se podía oír a los lobos aullando en las colinas, o tal vez a un alce llamando a su compañero. Ahora, un hombre apenas oírse a sí mismo pensar. —¿No crees que la locura de venir a buscar oro hasta aquí es algo bueno? Preguntó ella, sorteando un charco profundo. Él se encogió de hombros. — No estoy diciendo ni que sí ni que no — yo no he venido a Dawson para eso. Acabé aquí sin ningún plan en particular. Era un buen lugar para un hombre que no tenía dónde — Se interrumpió por un momento. — Pero luego Carmack encontró ese oro en Rabbit Creek, y dio comienzo a la locura. Ahora bien, esta ciudad sólo

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tenía un poco de paz y tranquilidad los domingos. Por orden de la policía montada del noroeste, todos los negocios en Dawson tenían que cerrar desde la medianoche del sábado hasta las dos de la mañana del lunes. Tan estricta era la ley, que cualquier persona que fuese pillada trabajando, aunque fuese pescando su cena o cortando leña para su propio fuego, era condenada a la pila de leña, donde podía cortar hasta hartarse. —Nunca he visto nada como Dawson —dijo ella, mirando con asombro cómo cuatro hombres izaban una araña de cristal a un vagón cama. —¿Te gusta? Preguntó él, mirándole con aquellos perspicaces ojos verdes. —No. Seré feliz cuando pueda volver a Portland. No fue mi idea venir aquí, en primer lugar. —Nunca supuse que fuese tu idea. Hay mujeres aquí que querían excavar en busca de oro junto a sus maridos, o reclamar incluso sus propias tierras. Él la miró con una expresión interrogante que era casi amable. — Pero vinieron sobre todo porque querían, no porque alguien las arrastrase hasta aquí. Ella bajó la mirada a la parte superior de la cabeza del bebé, no sin antes darse cuenta de lo apuesto que se veía Dylan con el cielo azul de Yukon por detrás de él. El sol resaltaba sus mechas rubias, y su pelo era movido por detrás de sus hombros, por la fuerza del viento. Parecía ser completamente inconsciente de su belleza elemental, pero Melissa no lo era. No quería fijarse tanto en su aspecto. Había conocido a mujeres en la calle, que habían perdido el juicio y habían creído a hombres con caras bonitas y palabras encantadoras, sin que ello les hubiesen traído nada bueno. Al menos ella podía decir que la desesperación fue lo que la hizo casarse Coy, no la pérdida de sentido. Llegaron al comercio de Harper, y ella se alegró. A pesar de que Jenny era muy pequeña, cada vez le pesaba más en sus brazos doloridos. Sumándose a eso, Melissa estaba experimentando una subida de leche en sus pechos. Dylan siguió escaleras arriba con las cosas que había comprado, pero ella se sintió aliviada cuando la dejó allí sola y regresó al trabajo. Él la trataba muy bien, pero sentía esa extraño aceleración en su pecho cada vez que la miraba. —Ven a la tienda más tarde y elige todas las provisiones que necesites —dijo, de pie junto a la puerta. — Me gustaría ver qué más puedes hacer con algo más que bacon y galletas.

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CAPÍTULO CUATRO

Cuando Dylan entró en la tienda, vio cómo Rafe se recostaba en la mecedora, junto a la fría estufa, tirando cartas en una escupidera que había tomado de un estante. Tenía los pies apoyados en un barril, y una botella de whisky y un vaso medio vacío, en uno de los tablones del suelo, a su lado. —Me preguntaba qué te estaría retrasando tanto. He estado languideciendo aquí durante casi una hora. Entre cada juego de cartas, me iba a beber al saloon, pero sin una conversación inteligente que acompañe, a veces pierde su encanto. Él sonrió e hizo un gesto a Dylan hacia la caja fuerte. — Me las arreglé para vender un par de botas de goma y algunas cerillas a uno de tus aventureros clientes, en tu ausencia. Puse el polvo en la caja. Dylan se echó a reír, asombrado por la idea de Rafe Dubois, un caballero sureño de alta cuna con pañuelos de seda y camisas francesas, trabajando detrás del mostrador. — Tal vez deberías pensar en trabajar en un comercio como el mío. Me vendría bien un poco de ayuda por aquí. Tienes hasta una copia de las llaves. —Me temo que voy a pasar, gracias. Ya te he hecho un favor cuidando del negocio mientras tú estabas fuera. Dylan se encogió de hombros y colgó su sombrero en una percha cerca de la estufa. — Llevé a Melissa a la zona del muelle, ya sabes, para comprarle un par de cosas. Murmuró la última parte de la frase, pero Rafe la escuchó perfectamente. Se cruzó de piernas y lanzó otra tarjeta en el recipiente. Hasta ese momento sólo había fallado dos veces. — ¿La has llevado de compras? Qué imagen de deleite doméstico. Dylan sabía que Rafe le estaba tomando el pelo, pero se puso a la defensiva. — ¿Y qué querías que hiciera? Logan la abandonó aquí sólo con la ropa que llevaba puesta. El bebé no tenía ni siquiera un pañal limpio que ponerse. —Lo suponía —dijo Rafe, con los ojos fijos en su juego. — ¿Y cómo van Melissa y su niña? —Van bien, supongo. Dylan subió una caja de frijoles al mostrador y comenzó a poner las latas en el estante. —¿Y tú? ¿Cómo vas con tu nueva vida?

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—Es un buen momento para preguntar, teniendo en cuenta que tú me metiste en esto. —Supongo que hay una gran mujer escondida detrás del exterior tímido de Melissa. Hacéis una familia adorable. La palabra familia hizo a Dylan estremecerse. — ¡Y una mierda! Ese no fue el motivo por el que acepté esto. Logan la habría vendido al mejor postor. No podía dejar que eso sucediera. Tenía la sensación de que Rafe estaba disfrutando enormemente. —Ya me lo agradecerás más tarde. —¿Agradecerte? ¿El qué? Rafe miró hacia arriba. — Por darte algo más por lo que preocuparte, además de por convencerte a ti mismo de que esa pérfida mujer estaba equivocada. Como si su comentario lo hubiese evocado, el rostro de Elizabeth apareció en la mente de Dylan. Su pelo negro azabache. Preciosa. Y traidora. Él se dio la vuelta, frunciendo el ceño. — ¿Es eso lo que crees que yo — empezó a decir. Justo en ese momento, un par de mineros entraron en la tienda, y su atención se vio obligada a alejarse de la imagen de esa exuberante mujer. Los dos hombre olían a boñiga de vaca de las que se aparecían a orillas del río durante la marea baja — No tenían demasiado tiempo para asearse. De hecho, no tenían tiempo más que para cavar sin cesar. Deseosos de hacer valer los terrenos que habían reclamado, los mineros solían trabajar veinte horas al día, especialmente durante las épocas en las que había luz natural durante casi todo el día. Ese pensamiento le recordó a Dylan la razón principal por la que abrió su tienda. —¿Cómo va todo por ahí? Les preguntó, sin ningún interés en escuchar sus respuestas. Uno de los mineros, un tipo de apariencia dura, con barba canosa y un sombrero maltrecho, respondió: — Yo y mi compañero de aquí, hemos estado cavando noche y día, buscando un poco de color. Hizo un gesto al otro hombre; un tipo de aspecto afable y sencillo que se quedó mirando el cesto de naranjas que actuaba como tope de la puerta. El primer hombre miró sospechosamente a Rafe, que parecía no darse cuenta de nada más allá de sus cartas. Pero Dylan sabía que estaba escuchando con avidez. Estos dos eran probablemente los principales ejemplos de lo que Rafe llamaba la mayor locura del hombre. A continuación, el minero se acercó más a Dylan y le susurró confidencialmente: — Yo sólo sé que me voy a hacer rico, por eso tengo que mantener un ojo en el viejo Jim. Trata de fingir que es simplón y buena gente y, realmente lo hace bien. Pero, llegada la oportunidad, sé que no tendría ningún problema en clavar un cuchillo en mi yugular y quedarse con todos mis sacos de oro. Le miró de reojo, maliciosamente.

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—¿Es eso lo que piensa? Dylan se apartó de la fetidez de su aliento y su desaliñado cuerpo. Sintió la risa contenida de Rafe mientras seguía lanzando cartas en la escupidera. La fiebre del oro había traído todo tipo de personas hasta Yukon, y había muchas cosas incomprensibles que pasaban por la cabeza de un hombre ante el sueño de esa potencial riqueza. Sabía de un minero que había llegado en el 97 y llegó a conseguir treinta mil dólares. Pero el dinero nunca le dio felicidad. La ansiedad de ser robado lo había llevado al borde de la razón, hasta que fue superado por la preocupación y se pegó un tiro. Otro, podrido por el escorbuto, llegó a estar tan obsesionado con la búsqueda de oro que no se preocupaba de cuidar su enfermedad. El oro no iba a comprar muchas cosas cuando estuviera en la tumba, pensó Dylan. Una pila grande de frijoles, café, clavos, tabaco y otros suministros, fue puesta sobre el mostrador, y el minero le entregó varios sacos de oro para que pesase el pago. El oro en polvo era el método de pago más común en Dawson, y las balanzas para pesar oro eran una posesión tan corriente como el whisky y las palas para excavar. Con excepción de las raras ocasiones en que había recibido monedas o papel dinero, todas las transacciones de Dylan implicaban pesar oro bruto. Según esparció el polvo sobre uno de los platos de la balanza, el tipo de aspecto duro, de repente agarró su muñeca. —Sé lo que estás tramando, estalló airadamente, dejando al descubierto sus dientes ennegrecidos. Cogió el cuchillo de su cinturón. — Nunca he visto otro lugar como éste — no hay ni un sólo hombre honesto aquí. Bueno, nadie me va a engañar, ¡válgame Dios! Ojalá la policía montada dejase que los hombres llevaran armas. Porque ahora mismo yo hubiese. Aturdido, Dylan hizo un gesto con la mano y agarró el cuchillo carnicero que guardaba bajo el mostrador. El minero gritó en cuanto lo vio. — Podrías estar en el suelo ahora mismo, con tus tripas derramadas, porque ya te habría disparado. Yo no engaño a nadie —dijo en voz baja y clara. Hizo girar la cuchilla hacia abajo, y deliberadamente la puso apuntando contra el mostrador. Cogió el puño sucio del minero y lo puso encima de la barra, atrapándole y amenazándole con el arma. Por el rabillo del ojo, Dylan vio a Rafe levantarse de su silla y aproximarse hacia ellos. Los ojos del minero parecían tan grandes como tortas de maíz, y su boca se abría y se cerraba como la de un pez. Pero no salió ningún sonido. Su compañero de pocas luces, Jim, simplemente se quedó perplejo. —Debería estar contento de que la policía montada no permita armas de fuego en Dawson, señor —dijo. — De donde yo vengo, si te acusan falsamente de hacer trampa, te encuentras inmediatamente en un mundo de dolor. Pero este es tu día de suerte, y voy a

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permitir que conserves tu mano. Ahora coges a Jim y os largáis de aquí. Y no volvéis nunca. Dylan clavó el cuchillo en el mostrador, y el minero tiró y tiró de la manga de su camisa, como un animal con su pierna atrapada en una trampa, hasta que finalmente la tela cedió. —¡Eres un loco hijo de puta! Jadeó el hombre. Se arrastró fuera de la tienda, empujando a Jim delante de él. Dylan los vio marchar. Fue entonces cuando vio a Melissa con un vestido nuevo, de pie allí con ellos; sus ojos llenos de temor.

*** Melissa miró boquiabierta a Dylan, su corazón golpeando contra sus costillas como un martillo sobre una roca. Había entrado justo a tiempo para ver a Dylan usando el legendario cuchillo carnicero y amenazando al minero con el mismo, clavándolo finalmente en el mostrador. Por lo menos desde donde ella estaba, parecía que la hoja del arma le había atravesado la carne. Dylan volvió la mirada hacia ella, y la furia aterradora en su cara casi heló la sangre de sus venas. Sus ojos parecían tan duros como el cristal verde botella, y su mandíbula era tan fuerte, que podía ver los músculos trabajando en los pómulos de sus mejillas. Éste era el hombre del que había oído hablar, el hombre con una furia helada al que la mayoría sabían, no se debían acercar. Dios bendito, y tenía que vivir con él, y dormir con él en la misma cama. Dylan salió por detrás del mostrador. — ¿Qué estás haciendo aquí, Melissa? Tenía aún los puños apretados. Parecía enorme, tan grande como una montaña, y la tensión irradiaba de él en oleadas. Podía oír el enfado en su voz, y sus ojos se posaron en los tendones y músculos sobresalientes de sus antebrazos. Ella le lanzó una mirada de pánico a Rafe Dubois, pero él se limitó a asentir y sonreír. — Señora Harper, reconoció amablemente, — está muy elegante esta tarde. Luego se sentó en una silla y comenzó de nuevo a juguetear con las cartas. Melissa dio un paso atrás y cerró su mano suavemente, colocándola sobre su corazón. —Gracias. Yo-yo quería coger un poco de harina y otras cosas para la cena... Como-

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como habíamos hablado antes. Ella oyó el temblor de su voz y no le gustó que se notase. — Pero puedo volver luego — si éste es un mal momento. Dylan se acercó y la sujetó, cerrando su mano grande y caliente alrededor de su brazo. Sus largos dedos lo rodearon con facilidad. Ella soltó un pequeño chillido y trató de apartarse, pero su agarre era firme. —No, no es un mal momento . Exhaló, como si estuviese descargando un poco de la rabia que aún tenía contenida. — De vez en cuando me encuentro con algún cliente maleducado, o uno que no está todo bien de la cabeza. ¿E intentar cortar la mano de un hombre era estar bien de la cabeza? Se preguntó Melissa a sí misma, estúpidamente, sintiendo una oleada de risa histérica llenar su pecho. Al darse cuenta de que él no iba a dejarle ir —dijo: — Sólo necesito un par de cosas para cocinar la cena. Tal vez podría coger las cosas rápidamente, pensó, y dejarlo aquí con su temperamento. Él soltó su brazo, e inmediatamente dio un paso atrás. — Está bien, toma lo que quieras para hacer una buena comida. Si quieres mira todas estas cosas que he puesto aquí, también, antes de que las vuelva a poner en las estanterías. Hizo un gesto hacia los suministros aún amontonados en el mostrador. — Si necesitas ayuda para subir las cosas, yo las cargo por. —Oh, no, no quiero molestarte —dijo ella de inmediato, evitando su intensa mirada. — Si me das un saco de yute, me puedo manejar yo sola. Ella levantó la mirada, y él la miró por un momento más largo. Luego asintió y se alejó. Melissa tuvo problemas para concentrarse en lo que estaba haciendo. Cogió y dejó la misma lata de bicarbonato de sodio tres veces antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Al final, recogió unas pocas patatas, café, azúcar, un trozo de jamón, algunas manzanas secas y un par de otros alimentos básicos. No le había parecido mucho. Pero, cuando llenó el saco que Dylan le había dado, resultó ser más pesado de lo que esperaba. Lo agarró con fuerza, pero cuando lo sacó del mostrador para levantarlo, el saco cayó al suelo con un ruido seco, doblándola a ella con él. Melissa, deja que yo lleve el saco arriba —dijo Dylan. Su ceño se sumergió hasta el puente de su nariz, sin darle ninguna confianza. Preocupada de que él simplemente, agarrase el saco de muy malas maneras y se decidiese a llevarlo él mismo, desde su posición inclinada, protestó: — No, por favor, no te molestes. Solamente se me ha escurrido. Con un esfuerzo supremo, levantó el saco y se puso en pie, arrastrándolo hacia la puerta. Sus brazos y hombros, rígidos de levantar el arroz la noche anterior, estallaron de dolor, pero se negó a dejarle ver eso.

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—Tendré la cena lista en una hora, más o menos, jadeó, a la par que arrastraba los comestibles por la tienda y a través de la puerta abierta, aliviada de haber podido escapar, al fin. Dylan se quedó mirando la pared exterior mientras escuchaba el sonido de sus lentos pasos subiendo las escaleras al lado del edificio. Sonaba como si estuviera arrastrando el peso del mundo tras ella. Al lado de la escupidera, Rafe Dubois miró primero al quicio de la puerta, ahora vacío, y luego a Dylan. — Esta chica está muerta de miedo. Probablemente te teme más que al mismísimo diablo, comentó casualmente. Dylan se encogió de hombros, deseando que Rafe no lo hubiese notado. — Tiene un lugar seguro para vivir y más comida de la que probablemente haya visto en tres meses. Yo no puedo hacer nada si me tiene miedo — ese es su problema. Pero sabía que lo que acababa de decir no era cierto; sí que le importaba, y las cejas arqueadas de Rafe le dijeron que él también lo sabía. *** Arriba, los esfuerzos de Melissa por preparar una cena decente, se vieron obstaculizados por Jenny. La había dado de comer y la había cambiado, pero por alguna razón, su hija, por lo general tranquila y feliz, no se calmaba. De hecho, había comenzado a ponerse quisquillosa en cuanto Melissa la había alimentado. Era como si su propio nerviosismo hubiese traspasado a la pequeña. Puso al bebé en su cama improvisada, pero después de unos minutos empezó a llorar, y Melissa la cogió de nuevo y caminó por la habitación con ella, deseosa de que se tranquilizase. Comprobó el pañal para ver si tenía algún imperdible abierto o se la notaba caliente. No encontró nada fuera de lo habitual. Pero cuando trató de poner a Jenny en su caja de nuevo, el bebé reanudó su llanto, obligando a Melissa a pasearse por la habitación con ella. —Calla, pequeña, calla, instó febrilmente. — Tenemos que estar en silencio, al igual que antes, cuando tu papá estaba con nosotras, ¿te acuerdas? Ahora ya no está, pero todavía tenemos que estar en silencio. Entre paseo y paseo con el bebé en sus brazos, Melissa logró preparar una cena de jamón cocido, puré de patatas y pastel de manzana. No había mantequilla, sólo leche enlatada para las patatas. No habría probado la leche fresca desde que pasó a través de Seattle, unos cuantos meses atrás. La mantequilla era algo que no había visto demasiadas

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veces en su vida. Se contuvo para escuchar el golpe de la puerta de abajo, cerrándose, y las pisadas de Dylan por la escalera. La visión de él con el cuchillo de carne en la mano no salía de su mente. ¿Hasta dónde llegaría su rabia? La parte más aterradora de su ira había sido el frío mortal de la misma. Coy se ponía muy nervioso, blasfemaba y se movía por toda la casa, gritando y tirando cosas. Mucho ruido había acompañado a sus ataques de ira. Sus arrebatos no habían sido menos aterradores, ni mucho menos, pero nunca la habían pillado por sorpresa. La furia de Dylan la hizo pensar en una serpiente fría y mortal, reptando hacia arriba desde la nada. Dylan parecía diferente en todos los aspectos a Coy, o a su padre y sus hermanos. Por lo menos en lo que se refería a su trato con ella. Pero el temperamento de un hombre era el temperamento de un hombre, y se imaginaba que una bofetada dolería tanto como cualquier otra. Su corazón, sin embargo... Había aprendido a mantenerlo fuera del alcance de todo ese sufrimiento. Los moretones sanan, pero un corazón roto, no se curaría tan fácilmente. *** Después de que Rafe dejase a Harper, deseoso de encontrar un juego de cartas en el saloon, en el que participar, Dylan decidió cerrar durante una hora más o menos e ir a comer la cena. Creyó detectar el aroma de jamón y pastel de manzana caliente proveniente a través del techo de la tienda. Olía mejor que cualquier comida que hubiese probado en los saloons de Dawson, tal vez mejor que cualquier otra cosa que hubiese comido desde que salió de The Dalles, su ciudad natal en Oregon. Se quedó fuera de la tarima y dio la vuelta al cerrojo de la puerta, luego lo aseguró con un candado. A pesar de los cientos de miles de dólares en oro en polvo que eran depositados en Dawson, él sabía que muchos de los propietarios de negocios no se molestaban si quiera, en cerrar sus puertas. La presencia de la policía montada era tan respetada, y la amenaza de expulsión de Dawson, tan real, que el crimen genuino era una rareza allí. Nadie quería ser forzado a salir de la ciudad y perder su única gran oportunidad de hacerse rico. Los hombres eran arrestados por usar un lenguaje obsceno, o hacer trampa en el juego, o por vender whisky a las niñas del saloon. Hurtos, robos y asaltos eran sorprendentemente raros; ciudades con muchas menos personas que vivían en circunstancias mucho más tranquilas, habían experimentado cosas mucho peores. Pero

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Dylan ya se había quemado por tentar a la suerte, y mantenía siempre su lugar cerrado con llave. El bajo índice de criminalidad en Dawson no era, sin embargo, el tema principal de su mente. Sus pensamientos derivaban de nuevo hacia Melissa. No era difícil para él imaginársela una y otra vez, de pie en la cocina con ese vestido nuevo que llevaba puesto cuando entró en la tienda. Se veía bonita con él, con sus finas rayas azules y blancas, y su cuello alto blanco que le hacía parecer como un cuello de cisne. Más allá de su vestido, se acordaba sobre todo, de su expresión de puro terror, cuando dirigió su mirada hacia ella para encontrarla allí, junto a la cesta de naranjas. Una intensa molestia había sido su primera reacción, ¿por qué demonios había elegido ese momento, de entre todos los momentos, para entrar? Si el minero había decidido hacer la situación más fea de lo que ya de por sí era, la aparición de una mujer en escena, podría haber complicado las cosas considerablemente. Pero sabía que Rafe tenía razón. Temía a Dylan más que a nadie. Estaba seguro de que ella habría visto demasiada violencia a lo largo de su vida. Y en una ciudad como Dawson, donde todo el mundo había sido golpeado por la fiebre del oro, roces como el que había tenido con el minero, eran inevitables. Sin embargo, él no quería que ella le tuviese miedo, ¿cómo iban a compartir ese espacio tan pequeño arriba? ¿Cómo iba si quiera a cocinar para él si ella le temía? Poniéndose su sombrero, recordó que Elizabeth también le había temido muchas veces, pero ella, por el contrario, parecía saborear el miedo. La excitaba. A su vez, esa emoción había despertado en él un deseo caliente y oscuro que no le dejaba vivir en paz, ni tan siquiera después de esos momentos clandestinos que compartieron en su cama, encima de los establos. Hizo una pausa, su mirada fija y pensativa. ¿Cómo le gustaría ahora su vida? Se preguntó con amargura, con ese marido rico y aburrido. Mientras subía las escaleras, oyó el estridente sonido de los chillidos del bebé; el cual le sacó de sus pensamientos. Nada de su pasado importaba ahora, él lo sabía. Mirar hacia atrás sólo para arrepentirse, era uno de los errores más grandes que podía cometer un hombre. Cuando abrió la puerta, vio cómo los alimentos estaban siendo cocidos en la estufa, y a Melissa, que iba y venía con el bebé en sus brazos. Al oírlo, ella se giró y su expresión le hizo pensar en una cierva que había sido sorprendida en el bosque. Los ojos de ambos se encontraron por un momento, y él volvió a ver el terror en los de ella, hasta que Melissa volvió a desviar su mirada. —¡La cena estará lista en un minuto! Dijo, apuradamente, volviendo a poner a la

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pequeña en su caja, y la niña, berreando de nuevo. En un instante, puso el puré de patatas, el jamón, y algunas galletas en la mesa, todo el tiempo intercalando su mirada entre él y su bebé. Una vez que todo estuvo listo, corrió hacia la caja y tomó a la niña de nuevo. Desconcertado, Dylan tiró su sombrero sobre la cama y se sentó en el lugar que ella había preparado para él. — ¿Tú no vas a comer? Melissa se paseó por la pequeña planta, meciendo a Jenny en sus brazos. — No, por ahora no. No hasta que — Los gemidos del bebé ascendieron a gritos ensordecedores. — Oh, por favor, pequeña, por favor, no llores, suplicó. Con su mejilla apoyada en la cabeza de Jenny, estaba claramente fuera de sí por la preocupación. Dylan le dio un bocado al jamón. Sabía bien, pero no podía disfrutar de la cena mientras la mujer se paseaba agitando a su hija, gritando, en esa pequeña habitación. Su fino cabello se había soltado del nudo de nuevo y colgaba al lado de su cara en mechones húmedos. Dylan empujó la otra silla con su pie. — ¿Tal vez si dejas de caminar y te sientas? sugirió. No sabía mucho acerca de los niños, pero pensaba que Melissa estaba empeorando las cosas. Ella lo miró con recelo. —Vamos, exhortó. Melissa se acercó, sintiendo como si se estuviese aproximando a un perro salvaje, y se sentó en el borde de la silla. —¿Qué le pasa? ¿Está enferma? Dylan preguntó a través de los berridos de la pequeña. —No, no lo creo —dijo, escuchando la sobreexcitación de su propia voz. — Por lo general no es así — no sé qué le puede pasar. Continuó meciendo a Jenny frenéticamente en sus brazos, todo fue en vano. El bebé se puso del color de una ciruela madura con sus chillidos. — Jenny, Jenny, no te pongas así, cariño, por favor. Melissa miró a la cara de Dylan, y su corazón tronó dentro de su caja torácica. Estaba familiarizada con ese tipo de expresión — Se le veía furioso e impaciente, mientras se fijaba en ella y en el bebé con esa mirada fría y dura. Además de eso, la cena se enfriaba frente a él, y sabía cuánto odiaban eso los hombres. Oh, Dios, por favor, haz q Jenny se calle, por favor, por favor, por favor. De repente, Dylan hizo ademán de tocar la frente del bebé. Melissa se apartó y abrazó a Jenny contra su pecho, incapaz de ocultar por completo un grito de su propia cosecha. Él retiró la mano y la miró fijamente. — ¿Tiene fiebre? Preguntó con voz firme, muy seria, como la que le había oído usar con el minero.

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Ella sacudió la cabeza y mantuvo la mirada baja, lamentando en ese momento, tenerle tanto miedo y haber dejado que fuese tan evidente. Melissa escuchó el roce de las patas de su silla, en el suelo, y contuvo el aliento. Ahora oía los tacones de sus botas sobre las tablas, mientras se acercaba a su lado de la mesa. Esperó al fuerte y pesado impacto de su puño, o la quemadura de fuego de una bofetada. Fuese una cosa o la otra, sabía por experiencia, que la haría sentir como si la cabeza fuese a salir despedida con el golpe. Las luces parpadearían detrás de sus ojos, como mil llamas de velas que estallan convirtiéndose en estrellas. Se inclinó más sobre Jenny, protegiéndola lo mejor que pudo, y respiró hondo, sollozando. Pero en vez de venir hacia ella, oyó los tacones de sus bojas alejarse, y luego la puerta se abrió y se cerró. Sus pasos retumbaban por las escaleras y ella levantó la vista, descubriendo que estaba solo con Jenny. El plato de Dylan todavía tenía la mayor parte de su cena y ni siquiera había tocado el café. Ella y el bebé lo habían expulsado de su propio lugar. Nadie toleraría eso, y no le sorprendería que se estuviese dirigiendo al saloon. Ahora tenía que preocuparse de cuándo iba a volver, y en qué condiciones. En un momento de absurdo atrevimiento, Melissa consideró amontonar todo lo que encontrase en la habitación contra la puerta para dejarlo fuera. O tal vez podría guardar sus pocas pertenencias y salir antes de que él volviera. ¿E ir a dónde? Se preguntó, tratando de escuchar sus propios pensamientos sobre el llanto del bebé. ¿Podría encontrar algún trabajo? Deseó poder disolverse en lágrimas como Jenny, pero tenía que mantener su ingenio y cordura sobre ella o estarían totalmente e irremediablemente perdidas. Antes de que pudiera formular cualquier otra idea, oyó a Dylan subiendo las escaleras de nuevo. Había estado fuera sólo un momento — era extraño que ya pudiese reconocer tan fácilmente, el sonido de sus pasos. Él abrió la puerta, y luego maniobró una mecedora de roble por la estrecha abertura. Su pelo mechado rubio como el sol, caía hacia delante, ocultando su rostro mientras luchaba por entrar en la habitación con el mueble. — Tenía esto abajo —dijo, enderezándose. La llevó hasta la ventana y la colocó en ángulo, de modo que diese hacia la calle. Una brisa suave emanaba hacia dentro de su hogar. — Rafe probablemente la echará en falta, pero pensé que podría ayudar. Melissa miró boquiabierta, tomada completamente por sorpresa. Se quedó inmóvil, todavía plantada donde él la había dejado, se quedó mirando a la bella cara de Dylan. No vio ira en ella, ni ninguna amenaza.

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Se acercó, despacio y con cuidado. Él tendió su mano hacia ella. — Ven y siéntate junto a la ventana durante unos minutos. Podría hacer que ambas os sintieseis mejor. No levantó la voz a través de chillidos de Jenny, pero Melissa le escuchaba perfectamente. —Lo siento, la cena se ha enfriado, balbuceó. — Puedo ponerla de nuevo en la. —No importa, Melissa. Yo me ocuparé de eso. Volvió a intentar darle su mano. Ella vaciló, luego cambiando a Jenny un brazo, puso su mano en su palma. Sus dedos se cerraron alrededor de los suyos, y la ayudó a ponerse en pie. —Gracias, murmuró mientras se sentaba en la mecedora. Empujando con el talón de su zapato, puso la silla en movimiento. Era acogedora y relajante, e incluso Jenny empezó a tranquilizarse. Volvió a caminar hacia la mesa, luego se detuvo y fijó su mirada en ella. — No he golpeado a una mujer en mi vida. Te aseguro que no va a empezar ahora. Dylan se sentó a la mesa y metió el tenedor en su fría cena. Sabía bien, pero no tenía mucha hambre. La vista de Melissa acurrucando a su hija, obviamente tratando de protegerlas a ambas dos, le había quitado el apetito. Y la cruda gratitud y el alivio que había visto en sus ojos cuando trajo la mecedora, le habían sorprendido. ¿De verdad creía que todos los hombres eran como Logan? ¿Esa era la única forma de vida que había conocido? Su mirada cayó sobre ella otra vez. Se había sentado justo enfrente en un rayo de sol que se inclinaba a través de la ventana abierta, creando un halo luminoso sobre su pelo rubio mientras ella miraba al bebé, meciéndola y acariciando su cabeza sedosa, con su mano. Por un instante, se preguntó qué sentiría si su mano acarició su cabello. ¿Sanaría su dolor? ¿Le ayudaría a olvidar? Volviendo al presente, oyó a Melissa tararear suavemente con una voz tan dulce que le hizo dejar el tenedor en la mesa, y pararse a escuchar. La imagen de la madre y la niña era tan perfecta en ese momento, que Dylan sintió una agitación en su alma. Una vez, hacía mucho tiempo, se había imaginado a su propia mujer cogiendo a su bebé, así. Él arrastró su mirada hacia la comida. Una vez, hace mucho tiempo, Dylan había dejado que su amor por una mujer lo llevara a la distracción. Fue un error que él juró, no se repetiría jamás. Esa noche Melissa y Dylan estaban tumbados en la cama, hecha con las sábanas nuevas y limpias que habían comprado. La tranquilidad de la semioscuridad de la medianoche dotaba a la habitación de un suave resplandor rosado. Jenny dormía. Melissa estuvo agotada cuando por fin la pequeña se había calmado.

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El saco de arroz aún la separaba del feroz hombre de pelo soleado, al otro lado del colchón. Pero ya no parecía tan aterrador, y ella no se aferraba con tanta fuerza a la orilla de la cama. Oyó su pausada respiración y supo que estaba dormido, también. No había garantías en la vida, pero esa noche el acuerdo al que habían llegado aquel día en el Saloon La Chica de Yukon, había sido sellado. Algo que se había logrado con el regalo de una mecedora.

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CAPÍTULO CINCO

Durante los próximos días, con buena comida y un poco de paz, Melissa comenzó a recuperar su fuerza. Todavía se sobresaltaba cuando escuchaba altas voces y ruidos, pero no siempre, y la herida en su rostro había desaparecido finalmente. La mecedora había resultado ser un regalo del cielo. Después de aquella noche horrible, Jenny había recuperado su temperamento dulce, aunque a Melissa le encantaba mecer al bebé mientras le daba de comer o la ponía a dormir. A veces se sentaba junto a la ventana y la acunaba mientras Melissa la cantaba. Jenny se quedaba mirando hacia ella con los ojos muy abiertos y una media sonrisa, cautivada por completo. Aunque el ruido de la calle de abajo era casi continuo, era el momento más tranquilo que Melissa había conocido como madre — de hecho, el que había conocido en toda su vida. Ninguna voz fuerte asaltaba sus oídos. Ningún borracho exigía acceso íntimo a su cuerpo, plantándole babosos besos y usándole hasta desmayarse. A pesar de que aún veía a Dylan como a un hombre intimidante, a veces ya no se inmutaba cuando oía sus pasos por la escalera. Y, fiel a su palabra, no había hecho ni un sólo intento de tocarle de ninguna manera, más allá de aquella noche cuando le ofreció su mano. De hecho, a excepción de las comidas que hacían juntos, ella apenas lo veía. Se habían adaptado a una rutina según la cual, él pasaba la mayor parte de su tiempo abajo en la tienda, y Melissa se quedaba en esa sala, limpiando, cocinando y cuidando de Jenny. Estaba en una posición muy peculiar. Sabía que ella y Jenny estaban invadiendo su intimidad, y que él se sentía atrapado con ellas, como si fueran un par de casos de la caridad. Lo cual, supuso, así era. Ella no era la señora Harper, ella trabajaba para él, él lo había dejado claro. Y le había dado dinero el sábado pasado, diciéndole que era el salario de una semana. Pero su trabajo no era como el de la chica que trabaja en una tienda, o el de una trabajadora de una fábrica; ni siquiera como el de una mujer dedicada al trabajo doméstico, al menos no como su madre había estado en la casa de los Pettigreaves. Para lograr mantenerse y pagar la deuda de Coy, tendría que hacer algo más que barrer la habitación y cocinar. Ni siquiera eso era suficiente para mantenerse ocupada. Dawson era como un carnaval gigante, y Melissa sabía que una gran cantidad de oro en polvo iba de mano en mano, en esa ciudad, más que todo el dinero que había visto en su vida. Una gran cantidad de personas se estaban haciendo ricas sólo por atender a los

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mineros y a los Reyes del Klondike. Dylan, de hecho, se ganaba la vida de esa manera. Tenía que haber alguna manera de que ella pudiera hacer eso, también. Tener dinero en efectivo le daría independencia y seguridad, y la capacidad de salvaguardar el futuro de Jenny. Nada parecía más importante para ella — ni ropa bonita, ni un marido, ni siquiera ser querida por alguien. Su deseo creciente de mejorar su suerte se vio reforzado una mañana temprano poco después del incidente de la mecedora, cuando ella y Dylan estaban de pie al lado de las escaleras. Melissa había puesto una tina y una tabla, para lavar, y Dylan le había bajado algo de ropa. De entre la multitud de la calle, una pequeña y bien vestida mujer, con un rostro inexpresivo, les saludó. — Dylan Harper, ¡No te he visto en las últimas semanas! Melissa reconoció a Belinda Mulrooney, una de las empresarias más exitosas, que habían venido a Yukon. Era muy respetada y admirada por su conocimiento de los negocios; Melissa deseaba poseer una cuarta parte de su astucia. —Estoy aquí en la tienda todos los días, Belinda. Me mantengo muy ocupado, respondió Dylan, riéndose entre dientes. Todo acerca de esa mujer, incluso su porte, parecía enérgico, pensó Melissa. —Lo entiendo. Hay demasiadas oportunidades en esta ciudad para descuidarse y dejar escapar algo importante. Deberías haber aprovechado el arrendamiento del que te hablé. Conseguí un terreno de 500 metros cuadrados, e hice más de mil dólares diarios durante el tiempo que trabajé la tierra. Melissa sabía que un arrendamiento era un arreglo temporal, a corto plazo, mediante el cual un propietario concedía su tierra a otra personal para que explotase su propiedad a cambio de un porcentaje del oro que encontrase allí. Algunas personas habían sugerido ese tipo de negocio a Coy, pero él siempre había rechazado la idea, contundentemente, alegando que él no era un aparcero. La verdad, por supuesto, era que ese acuerdo le hubiese obligado a trabajar. Dylan cambió su peso sobre su otra cadera y frotó la parte de posterior de su cuello, fingiendo estar arrepentido. — Bueno, yo sé acerca de los caballos, no de minas. Además, no tenía ningún interés en escarbar en la tierra. Belinda sonrió maliciosamente. — Cuando hay este tipo de dinero de por medio, yo escarbaría la tierra como un cerdo, si fuese necesario. De pronto, miró a Melissa de arriba a abajo, aunque no sin amabilidad. — ¿Vas a presentarme a esta señora, Dylan? Melissa cambió a Jenny en sus brazos, sintiendo incómoda, y esperó a ver lo que iba a

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decir. Se enderezó. — Oh, uh, esto es Melissa Lo — Harper. Melissa, ésta es Belinda Mulrooney. Tiene un dedo metido en todas y cada una de las más exitosas empresas de Dawson. —Adulador —dijo Belinda, luego repitió, — ¿Has dicho Melissa Harper? Miró a Jenny. —Bueno, es una larga — , comenzó a decir. —Melissa es mi... esposa. Belinda las consideró a ambas con una mirada perspicaz, y luego miró a la mano izquierda de Melissa. No llevaba anillo de bodas — Coy lo había vendido hacía ya mucho tiempo, y Dylan no le había dado uno. Sorprendida por el comentario de Dylan, Melissa esperó a que ella dijera algo sobre el bebé, o su matrimonio obviamente, apresurado, pero se limitó simplemente a sonreír. Felicidades, Dylan, no sabía nada. Qué gusto conocerla, señora Harper. Conozco a Dylan desde hace un par de años. Fue una de las primeras personas a las que conocí cuando llegué. —Oh —dijo Melissa débilmente. —Debéis venir cuando abra mi hotel. Estará listo en un par de semanas. Lo voy a llamar El Fairview, y va a ser el lugar más grande en Dawson. Comenzó a enumerar los atributos del hotel, contando con los dedos. — Voy a tener veintidós habitaciones con luz eléctrica y calefacción a vapor. Habrá una orquesta en el vestíbulo y porcelana china y plata de ley en el comedor. Levantó la mano para reajustar su sombrero negro de paja en la fuerte brisa que soplaba bajo el cielo nublado. — Tendré camas de bronce y lámparas de araña de cristal que vendrán de White Pass, así que me voy a Skagway mañana para supervisar todo el asunto. —¿Va a ir sola? Preguntó Melissa. Parecía algo muy atrevido para una mujer. Skagway era un lugar bruto, salvaje, mucho más que Dawson. Belinda agitó su mano con desdén. — Por supuesto. Tengo que asegurarme de que los empacadores que contraté, no rompen ese material tan delicado, ni intentan engañarme. Entonces, les dijo adiós, y corrió apresuradamente por la calle como un torbellino a través de la multitud hacia el lugar donde El Fairview iba a estar, para acosar a los trabajadores de la construcción. Dylan volvió a reír y sacudió la cabeza mientras la veía ir. — Es una verdadera pieza de arte, esta Belinda.

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La tomó del brazo mientras caminaban hacia la tienda con el jabón. Melissa tuvo que admitir que le gustaba la sensación de su mano bajo su codo. —Gracias por, bueno, no avergonzarme delante de ella. Levantó la mirada hacia él, viendo el modo en que su pelo soleado era atrapado por el viento y se movía en ondas por detrás de sus hombros. ¿Había notado el perfil de sus labios, antes? —Oh, ¿quieres decir que no eructé ni me rasqué donde no debía hacerlo? Sonrió, mostrando sus hoyuelos y sus dientes blancos y perfectamente alineados. La broma fue tan completamente inesperada, que Melissa se echó a reír. El Dylan Harper que ella conocía, no hacía bromas. O al menos, es lo que ella pensaba. —No, no quise decir eso. No tenías por qué haberle dicho que soy tu mujer. —¿Qué otra cosa podría haber dicho? Su sonrisa se desvaneció. Le soltó el brazo y metió las manos en sus bolsillos delanteros, como si de pronto fuese consciente de sí mismo. — No creo que lo hubiese creído, si le hubiese dicho la verdad. —Tal vez no —dijo Melissa en voz baja, casi deseando que aún estuviese sujetándola por el codo. Pero su obra contaba más que su credibilidad. Cuando él le había dicho que podía usar su nombre, nunca antes esperaba que fuese a salir de él mismo presentarla como su esposa. Tal vez, sólo tal vez, Rafe Dubois le había dicho la verdad cuando dijo que Dylan Harper era un caballero. *** —¿Quieres trabajar? Nuestro acuerdo era que ibas a trabajar aquí para mí. ¿Qué más crees que puedes hacer teniendo un bebé que cuidar? Dylan la preguntó, mientras subían las escaleras. Ella había abordado el tema de su trabajo con temor. Si él tenía en mente que ella sólo se dedicaría a cubrir sus propias necesidades, tal vez le prohibiría hacer cualquier otra cosa, y además se enfadaría. Pero después de conocer a Belinda Mulrooney, Melissa le había dado más y más vueltas al hecho de ganar algo de dinero de su cuenta. Dylan estaba frente al espejo, descalzo y vestido sólo con un par de pantalones vaqueros mientras se afeitaba. El brillo del sol, que ya se había puesto a las tres y media de la mañana, traspasaba las cortinas de lona y caía sobre su espalda desnuda, destacando el contorno de sus hombros con luces y sombras. Melissa trató de no mirar los músculos que

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sobresalían y flanqueaban a ambos lados del largo hueco de su columna vertebral, o la forma en que sus pantalones vaqueros parecían colgar suspendidos por debajo de su estrecha cintura y delimitar la curva de su trasero. Ella no quería darse cuenta de nada de eso — Él no era su marido y ella no quería otro después de Coy. Pero encontraba esa vista, difícil de ignorar. —Coy me dijo que las chicas del saloon ganan cien dólares por noche sólo por servir bebidas y bailar con los mineros —dijo ella, cambiando su atención hacia el fregadero lleno de platos del desayuno. Él la miró por encima del hombro, cuchilla en mano, y la mitad inferior de su rostro oculto por el jabón de afeitar. — Jesús, ¿deseas trabajar en un bar? —No, por supuesto que no. Pero he oído hablar de mujeres que dirigen tabernas y tiendas de confección, y hacer un montón de dinero con ello. —¿Cuánto dinero necesitas? Su tono se volvió extrañamente frágil. — No te voy a cobrar por alojamiento y comida. Ella respiró tranquila antes de contestar. — No es mi intención ofender, pero tú mismo dijiste que esto es temporal. Que cuando decidas que has conseguido suficiente dinero, volverás a Oregon. Tengo que estar lista para cuando ese día llegue. Dylan se volvió hacia el espejo. — Te dije que te daría lo suficiente como para comenzar una nueva vida en otro lugar, murmuró. —Tengo muchas ganas de tener mi propio dinero, todo el que pueda hacer. De todas formas, todavía pienso pagar la deuda de los mil doscientos dólares de Coy, y cualquier otro dinero que te haya supuesto mantenernos a Jenny y a mí. —No espero que cubras la deuda de Logan. Te dije que eso era entre él y yo, y que tú no eras responsable de ella. Casi sonaba irritado, pero no podía imaginar por qué. Ella esperaba que la idea de recuperar su dinero, le alegrase. — De igual manera, yo la pagaré por Coy. Dylan respiró hondo y se tragó la oleada de fastidio amargo que aumentó abruptamente en su interior. Coy Logan. Pensó que si lo mencionase una vez más, iría a buscar a ese bastardo y darle la paliza que tanto merecía. ¿Y ella quería mucho dinero? Elizabeth había querido mucho dinero también, tanto como para revelar el verdadero objeto de su amor — ella misma. ¿Por qué parece que las mujeres que había conocido en su vida, valoraban el dinero por encima de cualquier otra cosa? Habló con su imagen reflejada en el espejo donde se estaba afeitando. — ¿Qué sabes hacer? ¿Tiene bienes para vender, o alguna habilidad por la que la gente estaría dispuesta

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a pagar? Echó la cabeza hacia atrás para afeitarse la garganta. Ella pensó por un momento. — No puedo bailar o cantar si eso es a lo que te refieres. Dylan no estaba de acuerdo con eso. No sabía si podía bailar, pero ella tenía la voz más dulce que jamás había oído. Las pocas veces que había estado allí cuando ella le estaba cantando a Jenny, se sentaba a la mesa y pretendía estar ocupado con alguna tarea sólo por el placer de escucharla. Pero para ser una mujer tan tímida, era terca como una mula. Le robó otra mirada mientras ella frotaba la sartén. Al parecer, había renunciado a tratar de mantener su pelo en un nudo y ahora lo llevaba en una trenza larga y pesada que iba y venía detrás de sus hombros según se movía. En un momento de silencio, la oyó suspirar. —Supongo que no sé hacer apenas nada, salvo cocinar y limpiar. Eso era todo lo que hacía en mi casa, en Portland, sonó derrotada. — Y nunca gané nada por ello. —¿En serio? ¿Y por qué seguiste haciéndolo? Se detuvo un largo rato antes de contestar. — Mi madre trabajaba como empleada doméstica para una familia adinerada, por lo que sólo venía a casa un día a la semana. El resto del tiempo, yo me hacía cargo de mis hermanos y de mi padre. Se palpó el claro resentimiento de su voz. —Las cosas no iban bien por ese entonces, ¿eh? Ella hizo una pausa en su camino hacia el rellano de tirar el agua sucia. — No, no iban bien. No dio más detalles, y Dylan no le preguntó nada más. Sabía que la historia no era feliz, y escuchar los detalles sólo haría más difícil mantener las distancias. Y él estaba teniendo algunos problemas con eso. A veces, su imagen se levantaba en su mente cuando él menos se lo esperaba. Diablos, no era más que un hombre, y tenerle en su cama, incluso con ese maldito saco de arroz entre los dos, le daba todo tipo de nociones. Siempre se decía a sí mismo que era porque no había estado con una mujer en meses. Tenía que ser eso — tenía que ser la razón por la que a veces se despertaba en mitad de la noche y se apoyaba en un codo para verla dormir. La dejaré encontrar un trabajo, decidió, olvidándose de la imagen de su cabeza. Sería mejor para él — no intentaría detenerla. Si ella aprendiese una forma de ganarse la vida, él sería capaz de dejarle continuar su camino, sin una pizca de remordimiento de conciencia sobre cómo le iría por el mundo con un bebé. Y podría volver a casa, a The Dalles, comprar la tierra que anhelaba, y seguir adelante con su propia vida.

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Se limpió el resto del jabón de la cara y se puso la camisa. Estaba perfectamente planchada. El cuello y los puños suaves como el almidón, y todos los botones en su sitio. Hasta que Melissa se había mudado allí, por lo general él había lavado su ropa en un cubo y luego cubría las sillas con ella, esperando a que se secase. Posteriormente se la había puesto tal cual se había secado, arrugada y dura como una tabla. Esto era un lujo. Un hombre podría acostumbrarse a los dulces cantares, las buenas comidas y las camisas planchadas. Se detuvo. Sí, un hombre podría acostumbrarse a muchas cosas — el aroma del cabello de una mujer, el atractivo de su cuerpo, la suavidad de su voz. Y es entonces cuando sus problemas empezarían.

*** Después de bajar el resto de la ropa que necesitaba ser lavada, Melissa puso a Jenny en su caja y la caja en una silla al lado de la tina. Las nubes de la mañana estaban abriéndose, y el sol comenzaba a emerger. Dylan había puesto un toldo para crear un refugio espacioso, y había colgado una cuerda entre dos paredes, que actuase como tendedero. Una pequeña estufa que había creado justo detrás del edificio, le proporcionaba un lugar para calentar el agua. No era la mejor solución — no sabía cómo se las iba a apañar cuando el clima comenzase a enfriarse. Y se sentía extraña haciendo la colada a la vista de la multitud que pasaba, que no tenía más que mirar por la calle lateral para verla trabajar. Por ahora, sin embargo, los días eran templados y ese lugar tendría que servir. Arriba y abajo de Front Street, el barullo incesante de los martillos y las sierras resonaban mientras que edificios nuevos de tres y cuatro pisos eran levantados en ese lugar que, hasta hace poco más de un año, según Dylan había señalado, no había tenido más que unas pocas tiendas de campaña y un alce para el pastoreo. Al menos, las calles embarradas por fin habían empezado a secarse bajo el sol de junio. Jenny gorgoteaba y agitaba sus puños, aparentemente satisfecha con su cambio de ubicación. Mirándola, Melissa sintió que su corazón se llenaba de amor. Era una niña tan bonita, tan llena de promesas... Su futuro sería brillante con las posibilidades que Melissa sería capaz de darle. —¿Te gustaría escuchar una canción, princesa? Melissa preguntó mientras metía las manos en el recipiente lleno de jabón para fregar un pañal. Eligió la Oda de Stephen Foster a Jeannie, pero cambió el nombre por el de Jenny, y su cabello castaño a rubio claro. La

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niña sonrió y la miró, fascinada, como si comprendiera las palabras. Después de lavar sus pertenencias, empezó a lavar la ropa de Dylan. Tenían su aroma impregnado, no era un olor desagradable, y uno que Melissa había llegado a reconocer, al igual que conocía el sonido de sus pasos sobre los tablones de la tienda. Mientras trabajaba, cantaba en voz baja, tanto para deleitarse a sí misma como para mantener al bebé contento. Melissa estaba en el medio de — Shenandoah, cuando miró hacia arriba y vio a un hombre justo debajo del toldo. Ella se apartó rápidamente de la tina, con el corazón dando tumbos alrededor de su pecho. — ¿Q-qué es lo que quiere? No se parecía a ninguno de los mugrientos y cansados hombres que pasaban por Front Street, con barba y sombreros maltrechos. Tendría unos treinta años, pensó, tal vez unos pocos más que Dylan. —Disculpe, señora, no quería molestarle. Pasaba por — señaló con el pulgar por encima del hombro hacia las rejas — y me pareció oírla cantar. Melissa se puso entre el desconocido y Jenny. — Le estaba cantando al bebé —dijo mientras mentalmente calculaba la distancia hasta la puerta principal del comercio de Harper. Él asintió con la cabeza, con el rostro ensombrecido por un rastro de melancolía. El cielo que se alzaba por detrás de él, contrastaba con su expresión. — Sonaba tan dulce, que sólo quería escuchar por un minuto. Me recordó a casa, eso es todo. Melissa se relajó un poco. — ¿Ha estado fuera mucho tiempo? No se hubiese molestado en preguntar si no hubiese venido de muy lejos. Todo el mundo había recorrido una larga distancia para llegar a ese lugar. Él asintió con la cabeza. — Sí, señora, me fui de Sacramento apenas hace un año ahora, pero parece diez veces más. Mi señora y mis dos hijas me están esperando allí. Les prometí que volvería a casa como un hombre rico. Se rió sin humor. — Supongo que no puedo ir todavía, pero sin duda, las echo mucho de menos. —Me imagino que ellas preferirían que estuviera allí con ellas, rico o no. —Oh... Después de hablar tanto acerca de la gran vida que tendríamos, y todas las cosas buenas que podríamos comprar, siento que no puedo volver a casa como un fracasado. Su sonrisa arrepentida admitía la insensatez de su planteamiento. Parecía decidido y aun así, sin esperanza, al mismo tiempo, y Melissa no podía pensar

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en nada más que decirle. — Bueno, le deseo buena suerte. Espero que no tenga que estar lejos de su familia por mucho tiempo. —Gracias por el canto, señora. Y buena suerte con su negocio, también. Hizo un gesto hacia la tina. —Oh, no, no un negocio. Esto es sólo la colada de mi familia. De mi bebé. Echó un vistazo a la camisa mojada de Dylan en sus manos. — Y la de mi marido. El desconocido miró sus propia ropa embarrada, y luego a ella. — Señora, perdóneme si parece que me estoy entrometiendo demasiado, pero — pasar la mayor parte del tiempo en los campos de oro, hace que la mayoría de las veces, no tenga nada de ropa lavada que ponerme regularmente. Por lo general, me la pongo hasta que no puedo aguantar más el hedor, entonces compro trapos nuevos y tiro los viejos. Supongo que parece una pérdida de dinero. ¿Consideraría — Bueno, señora, ¿podría persuadirla para lavar mi ropa si yo le pagase? ¿Alguien quería pagarle por lavar ropa? Todos estos años había realizado ese trabajo a cambio de nada más que un techo sobre su cabeza. —Probablemente debería preguntarle a mi esposo —dijo. Melissa no estaba acostumbrada a que se le permitiese pensar por sí misma. De hecho, ninguno de los hombres que había conocido, creía a una mujer capaz de pensar inteligentemente. Entonces se acordó de Belinda Mulrooney y su espíritu emprendedor, y el germen de la idea que había discutido con Dylan comenzó a afianzarse. Melissa probablemente podría ganar mucho dinero en una ciudad con miles de hombres que estaban muy lejos de los servicios domésticos de sus hogares. Ésta podría ser la oportunidad que estaba buscando. —Pensándolo bien, haré su colada, señor... —Willis, señora, John Willis. Yo soy... Vaciló un momento. — Soy la señora Harper, Sr. Willis. Traiga su ropa. En una de las decisiones más audaces que Melissa había hecho nunca, agregó: — Y dígale a sus amigos que traigan las suyas, también. *** —Voy a necesitar mucho jabón, supongo, y almidón, y un par de tinas más. Melissa marcó los artículos con los dedos mientras se paseaba frente al mostrador de Dylan. Había entrado muy apresurada en la tienda, con Jenny en sus brazos; ansiosa por su nueva

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empresa en marcha. La perspectiva de la planificación de su propio destino era aterradora pero emocionante, al mismo tiempo. — Ah, y voy a tener que hilar más tendederos. Creo que voy a tener que conseguir un par de esas pesas de oro también, ya que empezaré mañana. Se detuvo entonces y consideró tanto a Rafe como a Dylan. Se dio cuenta de que ella era la única que hablaba, y una alarma sonó en su cabeza. Al hacer sus grandiosos planes se había olvidado de que a los hombres no les gustaba que las mujeres pensasen por sí mismas. — Es decir, si tú estás de acuerdo con esto. Todavía me encargaré de las tareas de arriba. Dylan se encogió de hombros con indiferencia. — No me importa lo que hagas con tu tiempo, siempre y cuando mantengas tu trato conmigo. Tomó un sorbo de una taza de café blanca y gruesa, y luego comenzó a acumular pastillas de jabón amarillo delante de ella en el mostrador. —Puedo hacer ambas cosas, se apresuró a asegurarle. — Podré cocinar y lavar para ti, y hacer esto, también. —Entonces, haz lo que quieras. Melissa puso a Jenny en su hombro. — Tal vez debería tener un cartel pintado. Ya sabes, para que la gente sepa que estoy aquí LAVANDERÍA DE LA SEÑORA HARPER, o algo así. ¿Son caras las señales? Era una pregunta tonta, se dio cuenta — todo en Yukon era caro. Dylan alzó una caja de quince kilos de Almidón de Kingford al mostrador. — No necesitas una señal. Puedo prometer que no te faltará trabajo. Una vez la palabra se extienda, estarás enterrada bajo una pila de ropa sucia. Su tono tenía ese toque frágil tan extraño que ella ya había oído una o dos veces antes. No le gustaba la idea. Lo notaba en su voz y en la expresión pétrea de sus ojos. Ni siquiera creía que a Rafe le gustase — le había enviado una mirada prohibitiva a Dylan aún más imponente que la dura expresión en blanco de su amigo. Pero al menos, Dylan no se había opuesto abiertamente, y se había ganado la confianza suficiente como para que ella supiese que no estaba simplemente esperando a quedarse a solas con ella para estallar en una furia hirviendo. En ese momento, Jenny comenzó a demandar su comida de la tarde, y Melissa dio la bienvenida a su oportunidad para escapar. — Oh, Dios mío, voy a tener que volver luego a por todo. —Lo pondré todo debajo de las escaleras para ti —dijo Dylan. El último pensamiento de ella fue que era el hombre más complejo que había conocido en su vida.

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*** Dylan vio a Melissa salir, y oyó el crujido de su falda de percal, rozando el marco de la puerta. Se había producido un cambio abismal en esa mujer que acababa de salir por la puerta, y la muñeca de trapo silenciosa y aterrorizada que había conocido hacía tres semanas. Todavía estaba demasiado delgada, pero su ropa nueva ayudaba a ocultar eso. Con no poco esfuerzo, Rafe estiró su largo cuello cadavérico en la silla de respaldo recto que ahora tomaba el lugar de la mecedora. Dylan podía oír su respiración de nuevo. — Casi me había creído que tomé la decisión correcta al darte a Melissa y a su hija, para que las protegieses. Caminando hacia el mostrador, sacó un pequeño frasco de plata del bolsillo interior de su chaqueta, y tomó un sorbo de él. — Admito que ahora me pregunto si hice lo correcto. Dylan le miró fijamente. — ¿Por qué? —Yo esperaba que le hicieses la vida un poco más fácil — obviamente, la mujer ha sido muy maltratada. Pero ahora parece que ella siente que tiene que lavar la ropa de los demás en la calle para ganarse su propio camino. Ella va a ser la presa de cualquier oportunista desagradable de Dawson. ¿Qué la dijiste para que tuviese la impresión de que tenía que trabajar? — El lento y melódico acento de Rafe podía cortar como un látigo cuando se sentía molesto por algo. —¡Ni una maldita cosa! Y ella no va a estar en la calle, respondió Dylan, sorprendido de que Rafe se preocupase por su relación con Melissa. — Ha sido su idea, no la mía. Me dijo que quiere ganar tanto dinero como pueda. El abogado tosió, luego respiró jadeante. — ¿Te has preguntado por qué piensa así? Preguntó tras recuperar su aliento. Dylan sabía muy bien por qué, y la razón le hacía sentirse culpable de alguna manera. Pero no estaba de humor para hablar de la conversación anterior que tuvo con Melissa. Se encogió de hombros. — Bueno, ¿qué mujer no quiere dinero? Se preguntó. — Por lo menos ella está dispuesta a trabajar para ello. Rafe se encogió de hombros y bebió otro trago. — Yo no expondría a mi esposa de esa manera. Sintiéndose acosado por el interrogatorio, Dylan espetó: — ¡Ella no es mi esposa! Desde el primer día que accedió a esta alianza temporal con Melissa, tenía la incómoda sospecha de que su amigo veía el acuerdo como algo permanente — Y yo no quiero que lo sea. Rafe miró a la calle a través de la puerta abierta, como si otra voz lo hubiese llamado. — Dylan, ¿alguna vez piensas en tu propia muerte? La ira había abandonado su voz.

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Intrigado por el cambio de tema, Dylan respondió: — Claro, de vez en cuando. —¿Probablemente en esas noches que parecen no tener fin, cuando el resto del mundo duerme, pero tú no puedes? Todo tipo de pensamientos tienden a cruzar la mente de una persona en las horas que pertenecen a Morfeo. Dylan tuvo que admirar la educación clásica de su amigo. — Es cierto, pero no es un tema sobre el que me guste pensar. Rafe asintió. — Probablemente no. No es algo atractivo en lo que pensar. Sin embargo, casi todo hombre muere lamentándose de algo. Tocó su delgado pecho. — Mantener este corazón, por defectuoso que sea, todo para mí, es uno de los míos. Fue como el comentario más franco que jamás había hecho. Su mirada oscura y profunda penetraron los ojos de Dylan. — No dejes que sea uno de los tuyos.

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CAPÍTULO SEIS

Dylan demostró estar en lo cierto. La primera mañana que Melissa salió para comenzar su negocio, un enjambre de masculinidad indefensa con ropa sucia batió una trayectoria hacia las tinas como si hubiesen sido evocados por el canto de una sirena. Cómo se supo tan rápido, Melissa no lo podía entender. John Willis, su primer cliente, no podía ser el responsable de todo eso. Ciertamente, cualquier mujer con una tina para lavar y jabón podría entrar en el negocio de la lavandería, y había varias que así lo habían hecho. Pero con treinta mil personas, en su mayoría hombres, en Dawson y alrededores, era más que suficiente trabajo para todas. Incluso cuando Melissa había vivido en Portland con su padre y sus cuatro hermanos, nunca había visto tanto barro sucio apelmazado en la ropa, en su vida. El largo y sofocante día era un interminable ciclo que consistía en calentar agua, lavar, enjuagar, y colgar la ropa húmeda. La zona que rodeaba las escaleras de atrás se convirtió en un enjambre de cuerdas colgadas de todos los lugares posibles, con camisas limpias, pantalones y ropa interior que aleteaban en la brisa. Para facilitarle un poco las cosas a Melissa, Dylan había roto una de las cajas donde recibía sus provisiones, para hacer pisos con ella y que Melissa no tuviera que estar en el barro. Con otra caja había formado un pequeño rincón para Jenny, para mantener al bebé a la vista y fácil alcance. Esas eran pequeñas bendiciones cuando descubrió lo difícil que el trabajo podía llegar a ser. Para reducir la monotonía, y porque a Jenny parecía gustarle tanto, Melissa cantaba durante la mayor parte del día. A pesar de que mantenía su voz baja, de vez en cuando los mineros rezagaban en la calle lateral para encontrar el origen de esos cantos, al igual que había hecho John Willis. Estaba en el medio de — Lorena, cuando miró hacia arriba para ver a tres hombres de pie en un triángulo cerca del edificio al otro lado de la estrecha calle. Dos de ellos se limpiaron sus ojos húmedos con timidez. El tercero se sonó la nariz pregonando un bocinazo en un pañuelo grande rojo. Melissa cortó el triste lamento de Lorena, a mediados de verso, desconcertada.

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El hombre del pañuelo se adelantó. — Va a tener que disculparnos, señora. Esa canción podría hacer que hasta un soldado guerrero se sintiera como un viajero cansado y nostálgico. Me imagino que no somos tan diferentes. Melissa se enderezó y se llevó las manos a su rígida espalda — Oh, cielos, lo siento. Realmente, estoy cantando para mi niña. Ella no sabe que la canción es triste. —Pero apuesto a que ahora ya sabe lo que es oír a un ángel cantar —dijo uno de los otros hombres, su voz ligeramente rota. Ante el extravagante cumplido, Melissa sintió que se ruborizaba y bajó la mirada hacia la tina. Cielos, qué alboroto hacían los mineros de Dawson sobre sus pequeñas canciones. Había vivido toda su vida tratando de ser lo más discreta posible y jamás le importó no ser el centro de atención. Poco después los hombres pasaron de largo, pero regresaron dos horas más tarde con sus coladas. *** Curioso, y a pesar de su determinación de que el negocio de lavar ropa de Melissa no era de su incumbencia, Dylan encontraba todo tipo de razones para acercarse a la ventana de la tienda. Tenía una docena de banderas de desfile americanas clavadas en palos que había comprado a tiempo para el Día de la Independencia — harían una buena exhibición en ese barril vacío cerca de la ventana. ¿Va a llover? Se preguntó a los pocos minutos, y se dirigió de nuevo al vidrio para mirar el cielo brillante y sin nubes. Poco después de comprobar el tiempo, Dylan vio a Sailor Bill Partridge pasar por allí y se dirigió a la ventana una vez más. Se decía que el hombre gastaba todo su dinero en ropa y que nunca usaba el mismo traje dos veces. Dylan podría decirse a sí mismo que no estaba prestando ni una pizca de atención a Melissa, pero en sus viajes a la ventana si se apoyaba en el lado derecho del marco, podía verle trabajar desde allí. Y era algo que hacía a menudo. Estaba de espaldas a él mientras colgaba camisas en el tendedero, mostrando su delgada cintura y espalda. Su larga trenza oscilando como un péndulo hipnótico sobre sus caderas suavemente redondeadas. Imaginó sus manos en esas caderas, caliente bajo su toque mientras ella arqueaba la espalda contra su pecho. Ese pensamiento le produjo una rápida y caliente excitación, llevando su imaginación mucho más allá. Inhaló el dulce aroma de su pelo y le rozó el cuello con besos suaves y lentos que la hacían suspirar y darse cuenta de que no tenía por qué temerle —Dylan, ¿Te vas vuelto sordo o qué?

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Dejando de soñar despierto, Dylan se dio la vuelta para ver a Ned Tanner de pie en su mostrador. —Lo siento, Ned, no te oí entrar —dijo, y se apartó de la ventana, esperando que su rostro no estuviese tan rojo como él lo sentía. —He venido a por más clavos. ¿A cuánto son hoy? Ned Tanner había venido a Dawson con la primera oleada de gente el pasado otoño, llegando justo cuando el invierno estaba descendiendo sobre el norte, cerrando los ríos con hielo. Había abierto su restaurante en una tienda de campaña y le había ido tan bien que ahora se había mudado a un nuevo edificio en Front Street. Amable, con una sobremordida pronunciada, pelo aceitado y una personalidad a la altura, se consideraba a sí mismo un mujeriego, un concepto que le daba a Rafe Dubois un sinfín de distracciones. —Igual que la última vez, siete dólares por quinientos gramos —dijo Dylan en su camino a la bodega para buscar un barril de treinta kilos. —Eso es lo que me gusta de ti, Dylan —dijo Ned. — Tú mantienes los precios a pesar de que otras personas eleven los suyos. Competencia, lo llaman. Yo lo llamo robo. Dylan transportó el barril de clavos a hombros y lo dejó junto a Ned. — Eso funcionará para ellos, supongo. Pero yo he pagado lo mismo por este barril que la última vez que te lo vendí, por lo que te lo estoy cobrando al mismo precio. Me va bastante bien con la tienda, sin necesidad de ser codicioso. Ned apuntó hacia la ventana lateral. — Sí, pero, sin embargo, parece que has ampliado el negocio fuera de la tienda ¿Quién es esa chiquita trabajando en la lavandería? Dylan se puso detrás de la barra y puso los pesos en uno de las balanzas del peso para pesar el oro. — No es mi negocio, es de ella. Son trescientos cincuenta dólares por los clavos. Ned se iluminó. — Así que, una mujer empresaria. Es una cosita preciosa, y canta bonito, también. Le entregó a Dylan su bolsa, el mismo tipo de bolsa de cuero que todos en Dawson utilizaban para llevar oro. —Sí, supongo, murmuró Dylan, inseguro de que le estuviese agradando el brillo ansioso que vio en los ojos del hombre. Ned enderezó su corbata, y luego se pasó un dedo por su enorme bigote para alisarlo. — No hay muchas mujeres aquí que se vean tan bellas. Y ella tiene que ser ambiciosa, también. Podría estar interesado en saber algo más sobre una mujer así. —Ve a hablar con Belinda Mulrooney. Ella es bastante ambiciosa.

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Ned se estremeció. — No, Belinda es demasiado habladora, abierta e inteligente; demasiado incluso, para su propio bien. Nunca atrapará a un marido — a ningún hombre le gusta sentir que su esposa sabe más que él. Dylan se echó a reír. A Ned podría costarle encontrar un hombre que no pensase así. — Supongo que dependerá de qué tan inteligente sea el hombre. Parece que quieres una mujer que trabaje duro, te dé todo el dinero que gane, y mantenga la boca cerrada. Ned sonrió. — La idea tiene su encanto, ¿no crees? Ahora, ¿cómo dices que se llama esa preciosidad? Dylan se imaginó a Melissa allí, fregando ropa y hablando con todos los malditos mineros de Dawson. — Su nombre es la Señora Harper. Se dijo a sí mismo que el sólo la estaba protegiendo de plagas como Ned Tanner, pero la realidad del caso es que una oleada de celos hervía en su interior, inexplicablemente. No le gustaba la sensación, pero ahí estaba. — Y te aconsejo que te olvides de saber algo más ella — . —¿Está casada? —Sí , Dylan se inclinó sobre el mostrador. — Conmigo. El hombre se echó a reír. — Qué bueno, Dylan. —No estoy bromeando. Ned se lo quedó mirando con la boca abierta y exhibidos dientes de conejo. — N-no, ya lo veo. No quería faltarte al respeto, Dylan, murmuró él, con la cara roja como un tomate. — Caramba, nadie por aquí había oído que has tomado a una mujer por esposa. —Pues ahora ya lo sabes. En ese momento Dylan pensó que tal vez los demás debían saberlo también. Melissa podría tener la señal de la que había hablado, después de todo. Pondría un final rápido a esos ignorantes condenados como Ned Tanner. LAVANDERÍA DE LA SEÑORA HARPER *** —Buenas tardes, señora Harper. Melissa levantó la vista de la camisa azul de trabajo en su tabla de restregar para encontrar a Rafe Dubois allí de pie.

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—El señor Dubois, me alegro de verle. Ella sentía un cariño especial por el abogado, sobre todo desde que la había liberado de Coy. Además, disfrutaba de sus modales elegantes y correcta forma de expresarse. Eran muy diferentes a los modales a los que ella estaba acostumbrada. Coy habría hecho algún comentario despectivo sobre sus — palabras de diez dólares, dada la oportunidad de expresar su opinión. —Debo admitir que estoy un poco sorprendido de que haya emprendido esta aventura. —No estoy segura de que lo deba estar, respondió ella, tomando la camisa de nuevo. — Las mujeres han trabajado siempre. Yo he trabajado siempre. Esta vez me gustaría que me pagasen por ello. Rafe se sentó en un cajón de embalaje volteado que servía de silla de invitados, moviéndose como si cada una de sus articulaciones le doliesen. Entonces la consideró por un momento, asintió con la cabeza y se echó a reír. — Supongo que tienes razón. Debes perdonarme — soy de una parte del mundo donde las mujeres, de hecho, sí que trabajan duro, a veces desde la mañana hasta mucho tiempo después de la puesta del sol. Pero la costumbre les impide que lo puedan mostrar. De hecho, serían consideradas poco femeninas si lo hicieran. Más bien, deben ser vistas como flores delicadas que se cansan fácilmente, débiles con una sutil provocación, que deben ser protegidas del mundo. Se retiran a porches cerrados y a salas de estar en el calor del día, para hacer labores de aguja fina o tomar el té. Se echó a reír de nuevo. — Me sorprendí al descubrir cuánta fortaleza pueda haber en este hermoso género. Melissa no estaba sorprendida antes su velada objeción al negocio de lavandería. Ella había sentido su desaprobación el día anterior. Hundiendo la camisa dentro del enjuague con agua limpia, se rió. — Señor Dubois, si las mujeres se sentasen siempre en sus salones, como la señorita Muffet, realizando tareas de costura fina y bebiendo té, no harían mucho más. No habría ropa lavada o comidas cocinadas o niños criados. Exprimiendo la camisa, la arrojó sobre la cuerda y buscó en su bolsillo las pinzas para la ropa. Rafe hizo un gesto a la multitud en movimiento en ambas direcciones en Front Street. — Pero en un pueblo minero fronterizo, tener una empresa en un lugar público podría crearle un problema. Ella tomó una pinza de la ropa que estaba sujetando con su boca. — Señor Dubois, espero que sepa lo mucho que aprecio todo lo que usted y Dylan han hecho por Jenny y por mí. No sé qué hubiera sido de nosotras de no haber sido por los dos. Pero no quiero tener que depender de nadie excepto de mí misma. Vaciló un momento, odiando la congoja que podía oír en su voz. — Dylan tiene planes para su futuro que no tienen nada que ver con nosotras. Me ha dicho que él va a salir de aquí cuando tenga suficiente para ello. ¿Dónde nos deja eso a nosotras si no hago algo ahora? Estar sola en el mundo con una

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hija a la que cuidar, y no tener manera de hacerlo... No pudo terminar la frase. Rafe miró a Jenny, durmiendo en su pequeño rincón, luego se levantó con rigidez de su asiento. — Ciertamente veo lo que quiere decir, querida. Él le acarició el brazo y se volvió para irse. — Lo entiendo. *** Al final del día, la parte delantera del vestido de Melissa estaba mojada desde la cintura hasta las rodillas, la espalda le dolía como si fuera a romperse, y sus manos estaban agrietadas. Excepto por las rápidas escapadas que había hecho para atender al bebé y almorzar, había trabajado doce horas. A las siete de la tarde, bajo un sol tan brillante como el que solía haber a media tarde en su ciudad natal, Melissa subía hacia la habitación con ropa de Dylan y un manojo de plancha en un brazo, y Jenny en el otro. Se sentía casi tan cansada como lo había hecho el día en que había cruzado Chilkoot Pass en el viaje hasta aquí. Los músculos de sus hombros y brazos le dolían por el lavado y escurrido, y las manos le temblaban un poco de la tensión acumulada. Pero incluso en su agotamiento, sonrió para sus adentros. En el interior del bolsillo de su delantal había una pequeña bolsa de cuero que contenía cerca de cuarenta dólares en oro en polvo. Y eso era algo que no había conseguido por cruzar el paso. ¡Cuarenta dólares! En su casa, los trabajadores recibían alrededor de un dólar y cuarto al día. En toda su vida Melissa nunca había tenido más de un dólar que pudiese llamar suyo. Este polvo de oro se lo había ganado ella, y nadie lo iba a transformar en bebida. Nadie se lo iba a arrebatar. A no ser, por supuesto, que Dylan Harper tuviese ánimo de hacer eso, precisamente. Al pensar en ello, Melissa se echó una mano protectora sobre el bulto de su bolsillo, sabiendo incluso mientras lo hacía que no diría nada en contra si él quisiera quitarle el dinero. O cualquier otra cosa, llegado el caso. Era un hombre grande, fornido — cada centímetro de su musculoso cuerpo se endurecía cada vez que hacía algún esfuerzo. Hacía bien en recordar que él era quien tenía la sartén por el mango, y que podía cambiar las reglas en su conveniencia, en cualquier momento que quisiera. No era un pensamiento agradable. Y, aun así, Melissa no pudo evitar recordar lo amable que había sido con ella hasta el momento. Hasta que el destino la había arrojado al camino de Dylan, ella había creído que los años de miseria absoluta habían sofocado casi

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toda la esperanza en ella, y que su matrimonio con Coy había terminado de hundirle. Pero ahora sentía un resquicio de esperanza agitándose de nuevo, volviendo a la vida después de años de silencio. Tal vez hoy era sólo el comienzo de algo un poco mejor. —Vamos a estar bien, pequeña Jenny, le susurró al bebé dormido, luego la besó en su sedosa mejilla. — Creo que vamos a estar bien. Al parecer, toda la actividad y las nuevas vistas habían agotado a la niña, porque dormía el sueño profundo y sin problemas, propio de la infancia. Melissa no pudo evitar sonreír. La boca del bebé hacía unos tiernos movimientos lactantes, pero por lo demás estaba muy lejos, en un paisaje de ensueño. Una vez dentro de la pequeña habitación, Melissa dejó la pila de ropa lavada y seca sobre la cama y puso a Jenny en su caja. Dylan no había subido todavía, y ella estaba aliviada de que así fuese. Con todos los nuevos acontecimientos, no había pensado todavía en la cena. Cielos, ni siquiera había echado el carbón en la estufa. Mirando la silla de la cocina con ansia, decidió sentarse por un momento, sólo para aliviar el dolor de espalda. Pero ella no tenía tiempo para holgazanear — si las comidas de Dylan no estaban listas cuando él las quería, o si ella no hacía las otras tareas que él esperaba, podría poner fin a su negocio. Y era un riesgo que no podía correr. Después de un breve descanso, Melissa corrió hacia la cama para clasificar y doblar la ropa de Dylan. Sosteniendo una de sus camisas, se detuvo a estudiarla. Dejó que su mano se deslizarse sobre la tela, la anchura de sus hombros, y la longitud de su torso. Dejando a un lado la camisa para ser planchada, cogió un par de sus pantalones vaqueros, de talle delgado y piernas largas. Sabía tan poco sobre el hombre que llevaba esa ropa. Exteriormente, era guapo, robusto y alto. Sus rasgos estaban muy bien proporcionados. Pero de qué tipo de vida venía y por qué estaba allí, era un misterio para ella. Había estado en Dawson desde antes de que la fiebre del oro comenzase, por lo que la fiebre del Klondike no había sido lo que le trajo al norte. Era por turnos, suave y salvaje. Se había responsabilizado de ella cuando no tenía que hacerlo, y al hacerlo había permitido que Coy, un perezoso sin valor, se escabullese de una gran deuda que Dylan no esperaba que la solventara. Sin embargo, cuando un hombre en su tienda había atacado a su integridad, su reacción había sido rápida, violenta y aterradora. Pero la verdadera cosa que Melissa encontraba más preocupante era su atracción creciente hacia Dylan. Se decía a sí misma que sólo era un capricho tonto e infantil, porque él había sido amable con ella y Jenny. Que era casi tan temible como lo había sido el

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primer día que lo conoció. Y los argumentos casi funcionaban. Casi, pero no del todo. Algo en ella le hacía perder el aliento cuando Dylan estaba cerca. Y no era cosa de una niña caprichosa en absoluto. Impaciente, Melissa sacudió sus pensamientos y rápidamente dobló las camisas y los pantalones vaqueros. Su tarea más importante era mantener su mente en su propio negocio y su futuro. Un hombre alto y rubio no era parte de nada de esto. Tampoco ella y Jenny eran parte de sus planes. Se lo había dejado claro desde el principio, y después de todo, ella estaba legalmente unida a Coy, todavía. Llevó la ropa de Dylan al baúl grande en el extremo de la cama, donde él guardaba sus pertenencias. Levantó la tapa. Los aromas tan masculinos de piel de ante y jabón de afeitar que encontró, eran fascinantes. Era como oler el café recién molido, o el olor de tabaco de pipa. En el interior, descubrió el contenido que generalmente permanecía ordenado, en una mezcolanza enmarañada de calcetines, pantalones, camisetas y calzoncillos largos. Se acordó de cómo rebuscó a través del baúl esa mañana temprano. Se había vestido a toda prisa para reunirse con un capitán de barco en la línea de costa. Tuvo la tentación de dejar ese lío tal como lo había encontrado. Había trabajado muy duro todo el día, y esto era una tarea extra que ella no quería. Pero no podía poner la ropa tan bien ordenada en la parte superior de la confusión y simplemente cerrar la tapa. Suspirando, se arrodilló delante del baúl y comenzó a sacar y volver a meter todo por orden. Al tirar de un par de pantalones de ante, algo metálico se deslizó de entre sus pliegues y cayó al suelo. Mirando hacia abajo, vio un pequeño marco de fotos ovalado, tumbado en el tablón. Contenía una fotografía de una hermosa joven mujer morena. Lentamente, Melissa lo recogió para estudiarlo. La mujer llevaba el pelo recogido, pero el estilo no podía disimular sus olas ricas y pesadas. El escote de su vestido revelaba un largo y delgado cuello adornado con un collar de perlas. Las mismas gotas de perlas colgaban de sus pequeños lóbulos, y en su rostro, capturado para siempre por el fotógrafo, Melissa vio una suprema confianza en sí misma. Parecía una mujer que nunca había pedido permiso a un hombre en su vida, y que estaba acostumbrada a salirse con la suya. Melissa se puso de cuclillas. ¿Una querida? Se preguntó. ¿Una esposa? Ese era un pensamiento inquietante, pero, por supuesto, posible. Muchos de los hombres que habían llegado hasta allí, habían dejado esposas y familias. El marco de la imagen en sí era de plata, labrada con detalles intrincados, a juego con la importancia de la fotografía. Pero mientras Melissa consideraba la imagen de la mujer, pensó que algo en ella parecía un poco fuera de lo normal.

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Hermosa aunque ella era, no la veía como si fuera el tipo de mujer que atraería a Dylan Harper. No sabía por qué, si bien antes había pensado que sabía muy poco acerca de Dylan, ahora se sentía aún más ignorante. Melissa limpió el vidrio con el borde de su delantal y examinó la imagen de nuevo. ¿Le habría tendido la mano a esa mujer? ¿Habría acariciado la curva de su mejilla con un toque suave? Casi inconscientemente, Melissa extendió su mano para rozar sus dedos sobre el moretón casi sanado en su propia mejilla. ¿La habría tenido en sus brazos y la habría besado? De repente, la puerta se abrió y Melissa, todavía de rodillas ante el baúl con la fotografía aferrada en la mano, levantó la mirada para encontrar a Dylan elevándose sobre ella. Había estado tan absorta en sus propios pensamientos que no lo había oído subir por las escaleras. Inundada por la culpa y congelada por el terror espontáneo, sintió la sangre caliente de vergüenza llenar sus mejillas. Era un gigante mirando hacia ella — un hombre salvaje, frunciendo el ceño con un torso largo puesto sobre unas piernas aún más largas. — ¿Encontraste lo que estabas buscando, Melissa? Echó un vistazo a la pila de ropa, y luego a la fotografía como si la viera por primera vez. Se dio cuenta de lo que debía parecer — como si ella estuviera espiando a través de sus pertenencias, y, oh, Dios, tal vez incluso robando algo. A toda prisa, dejó caer el marco con la fotografía en el baúl como si fuera una brasa ardiente. —Yo — empezó a decir, pero su voz era apenas un graznido seco. Sentía como si su garganta se estuviese cerrando. Agarró una de sus camisas que había lavado antes y la tendió. — Estaba doblando tus cosas. Esta-estaban todas muy — ¡No estaba rebuscando entre tus cosas! De verdad que no lo estaba haciendo. La fotografía estaba enredada en tu ropa y se cayó. Para su horror, sintió que sus ojos comenzaban a picar con lágrimas que iban en aumento. Estaba tan cansada, que no tenía mucha fuerza para poder controlarlas por completo, así que volvió la cabeza y rápidamente las secó. Él le quitó la camisa y la metió en el baúl junto con todo lo demás, y luego dejó caer la tapa. — A partir de ahora, deja mi ropa fuera. Yo me encargaré de guardarla —dijo, con voz tranquila. Ella miró su conjunto, la expresión de su cara era determinante, pero no podía ver nada allí, ni acusación, ni clemencia. Era como si sus pensamientos estuviesen muy lejos. Sintiéndose miserable, ella asintió con la cabeza y se levantó de sus rodillas para preparar la cena. Dylan se dejó caer en la cama y suspiró, su estómago se anudó. Evidentemente, todavía

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le tenía miedo, pero él no había querido asustarle. Ella no estaba siendo curiosa, suponía él, pero no le gustaba que hurgasen en sus cosas. Tal vez no le hubiera importado tanto si no hubiese desenterrado esa fotografía. No había visto la fotografía de Elizabeth desde la noche en que la lanzó en su ropa, hacía casi tres años, y deseaba no haberla visto en ese un momento. Aún recordaba esa noche, nítidamente Griff Harper le ordenó que saliese de su propiedad, los jornaleros correteando por el barracón de cara a la final, y más dura, explosiva batalla familiar. Después de recoger sus pertenencias en un ataque de furia al rojo vivo, Dylan montó a caballo y galopó a través de la luz de la luna hasta el muelle de la ciudad para esperar el barco de vapor que le llevaría río abajo, lejos de The Dalles. Antes de marcharse, pagó a un niño para que llevase a su caballo de regreso a la casa, no quería nada que Griff Harper pensase que era de su propiedad. Dylan había logrado enterrar la mayor parte de esos recuerdos, pero no el de la hermosa e intrigante Elizabeth. Era tonto, supuso, por aferrarse a esa fotografía. Sólo le recordaba lo estúpido que había sido dejándose caer en la manipulación de esa mujer. Pero ella había sido buena en su mentira, tan astuta, que nunca sospechó que en realidad, no se preocupaba por él. ¿Ned Tanner no quería una mujer más inteligente que él? Tenía noticias para Ned — había cosas mucho peores en las que una mujer podía superar a un hombre, nadie lo sabía mejor que Dylan. Miró a Melissa como pelaba patatas. — ¿Cómo fue tu primer día? Le preguntó, rompiendo el silencio. Manteniendo la espalda hacia él, bombeaba agua en una olla que contenía las patatas partidas en cuartos. Sus movimientos eran cautelosos, como si sus brazos estuviesen rígidos. Se preguntó si podría estar dolorida por estar desacostumbrada a tanto trabajo. —Lavé mucha ropa. Dylan ya sabía eso. Trató de imaginar a Elizabeth de pie sobre una tina durante horas, lavando la ropa de lo exigentes mineros, pero la imagen ni siquiera podía formarse en su mente. Se levantó de la cama y se acercó al cajón de Jenny. Estaba despertando de su siesta y todavía tenía un pulgar firmemente fijado en su boca. Él no sabía nada de los niños, pero tenía que admitir que ésta le cautivaba. A veces era casi lo suficientemente curioso como para querer levantarla y sostenerla en su hombro. Pero ¿y si él la dejaba caer? Incluso si no lo hacía, era tan pequeña que podría hacerle daño de alguna manera.

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Así que se conformó con acariciar su mejilla de terciopelo con el dorso de su dedo. En comparación con su cabeza, su mano parecía enorme. Cuando ella lo vio, no se inmutó por el miedo. Agitó los brazos y las piernas, y le regaló una gran sonrisa, mostrando sus encías desdentadas. Dylan no pudo evitar sonreír a su vez. — Hola, pequeña Jenny, susurró. A continuación, más fuerte, preguntó: — ¿Y el bebé? ¿Cómo lo lleva? —Creo que le gusta el cambio de escenario y toda la actividad. Melissa trató de llevar la pesada olla de hierro hacia la estufa, pero obviamente sus músculos trabajados en exceso no cooperaron, y se le resbaló de nuevo en el fregadero de acero. Mirándola forcejear con el recipiente mientras él no hacía nada, se empezó a sentir un poco canalla. Sabía que ella había trabajado aún más duro que él. Cruzó la habitación. — Espera —dijo, poniéndose a su lado y alargando el brazo para agarrar el mango de madera. — Déjame que te ayude. —No, puedo hacerlo sola. Melissa retrocedió, pero mantuvo sus manos sujetas en el asa. Vio el miedo en sus desnudos ojos de color paloma. Supuso que no podía esperar que superarse instantáneamente lo que podría haber sido años de intimidación, si bien, cada vez que la había mirado por la ventana, esa tarde, parecía no tener ningún problema para relacionarse con sus clientes. Dejó caer sus manos. — ¿Por qué estás tan condenadamente nerviosa? ¿Y por qué crees que tienes que hacerlo todo tú misma? No podía mantener la impaciencia en su voz. —Yo no creo eso —dijo. — Es sólo que... —¿Sólo que qué? Ella lo miró a través de un velo de oscuras pestañas. — Tengo miedo de que creas que no voy a darlo todo de mí mientras trabajo para ti y me hagas renunciar a mi negocio de lavandería. —¿Por qué? Ya te dije que no me importaba cómo pasaras tu tiempo libre. —También dijiste que tenía la obligación de mantener mi parte de nuestro acuerdo. Eso es lo que estoy haciendo. Lo miró directamente a la cara. Su voz baja revelaba tanta angustia como determinación. — Tengo que ganar dinero para Jenny y para mí, dinero que nadie me pueda quitar. No quiero que ella tenga el tipo de vida que yo he tenido. No quiero que sea vendida por un marido borracho a un extraño en un bar. Ella es una vida nueva — una vida que tiene la oportunidad de algo mejor, y yo tengo la oportunidad de encargarme de que así sea. Estoy determinada a hacer lo que haga falta para ello. Su respiración era trabajosa, y sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas. Era el discurso más largo que jamás la había oído hacer de un tirón, y Dylan sintió como todo su rostro se ruborizaba desde el cuello hasta las raíces de su cabello.

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Cambió su peso de un pie al otro. Durante todo ese tiempo había supuesto que Melissa estaría contenta de haberse librado de Logan. Nunca había pensado en lo humillante que ese día debió ser para ella. —Mira, si quieres trabajar, adelante. No hay mucho que hacer aquí arriba de todos modos. Parecía aliviada, y luego advirtió: — Voy a trabajar duro para tener la cena lista a tiempo, pero a veces puede que se haga tarde. Él se encogió de hombros. — Bueno, supongo que esa es la manera que va a tener que ser. Te diré algo —dijo, — ponte con las galletas y yo terminaré esto. Miró a su alrededor a lo que Melissa había puesto sobre la mesa, un trozo de carne en conserva hervida y algunas verduras frescas. — Estofado, ¿verdad? —¿Quieres ayudar? Ella lo miró boquiabierta como si le hubiera dicho que se iba a poner uno de los pañales de Jenny e iba a salir bailando con él por todo Front Street. Al parecer, nunca había recibido una oferta similar. — Pero yo puedo hacerlo, de verdad. —Estás tan tiesa como un viejo saco de yute abandonado en la lluvia. Te echaré una mano. Pero sólo hasta que te sientas más ágil. —Está bien, admitió ella, y él cogió el mango de la olla de nuevo. Esta vez, su mano rozó la de ella, y sus ojos se encontraron. Ella lo miró, no tan asustada, pensó él, pero más intrigada. De pie tan cerca de ella, podía oler el jabón y el almidón que había estado utilizando todo el día. El olor no era perfume, pero de una manera le pegaba, limpio y sin adornos, y no se le subía a la cabeza como la más cara de las fragancias. Impactado, Dylan la miró más detenidamente, recordando la primera vez que la había visto. Le pareció una chica común, por ese entonces; el fantasma pálido de una mujer con una mirada triste e inexpresiva. Había sentido rencor, y tal vez incluso un poco de desagrado, cuando había sido impuesta sobre él. ¿Cuándo habían empezado a cambiar sus sentimientos? ¿En qué momento había dejado de ser poco atractiva? Dylan no lo sabía. Sólo sabía que ya no le parecía una indigente. Todo lo contrario. Aunque su cabello era del color de las heladas cubiertas de narcisos, sus pestañas eran oscuras, se dio cuenta, enmarcando sus ojos como clavos gruesos y sedosos. Y las cejas de bronce eran tan finas y delicadas como antenas de mariposa. Su mirada cayó sobre su boca, de color rosa y tierna apariencia. ¿Estaría tan suave cómo parecía si la besase? ¿Sería cierto?

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En ese momento, el bebé soltó un sonoro quejido, el tipo de ruido que los bebés hacen cuando ejercitan sus pulmones, y el hechizo se rompió. —Oh —dijo Melissa, como si ella también hubiese sido hechizada, y luego se apartó. Dylan siguió su ejemplo, ampliando el espacio entre ellos. Jesús, ¿en qué estaba pensando? Tomó la olla y la puso en la estufa. — Bueno, vamos a sacar esto adelante, murmuró. —Sí, por supuesto —dijo ella, remangándose. Se acercó a la mesa para amasar el preparado de las galletas. Se sentía tan torpe como un colegial. ¿Por qué? No lo podía adivinar. Había conocido a muchas mujeres y se había acostado con más de unos pocas. Besar a una no sería el fin del mundo. Ella no era cualquier mujer, sin embargo — todas las personas en Dawson creían que era su esposa. Esas circunstancias no eran normales tampoco, y por Dios, no quería hacerlas nada más complicadas de lo que ya eran. ¿Ella tenía una meta? Bueno, él también y tenía que poner su mente en ella. Decidió que iba a dejar de darse cuenta de lo agradable que Melissa le estaba empezando a parecer, y lo bien que olía. Juró que no se preguntaría de nuevo qué se sentiría al besarle, ni se imaginaría sus dedos entrelazados en su cabello claro. Pero mientras la miraba trabajando en la mesa, esbelta y femenina por completo, supo que hacer caso omiso de ella sería una hazaña tan difícil como hacerse rico excavando los yacimientos de oro con una cucharilla. *** Más tarde esa noche, Dylan estaba en su lado de la cama, atrapado entre el sueño y la vigilia, cuando el bebé empezó a inquietarse. Vio a Melissa levantarse para atenderle. Su fino camisón parecía un rayo de luna pálido mientras cruzaba la habitación en la penumbra de la noche de verano de Yukon. Llevó a la niña a la cama, murmurando las más cariñosas palabras. —¿Qué te pasa, pequeña? Susurró con esa voz que las madres guardan para sus hijos. — ¿Tienes hambre? ¿Eso es lo que le pasa a mi pequeña? Bueno, podemos arreglar eso, ¿verdad?

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Dylan sintió el hundimiento del colchón cuando ella se acostó de nuevo. Su voz, suave y arrulladora, le había hecho casi sentir somnoliento cuando cometió el error de mirarla. El corpiño de su vestido estaba abierto, y Jenny yacía contra su pecho, succionando con satisfacción. Ahogando un gemido, Dylan tragó saliva y se volvió de espaldas a ella. La vio darle de mamar al bebé. Nunca había esperado ver algo tan íntimo, o peor, tan excitante. La sangre caliente impregnó su ingle, y su corazón comenzó a bombear con fuerza en el pecho. Nunca había conocido otra tortura tan exquisita. Mientras yacía allí, tratando de ignorar a la mujer al otro lado de la bolsa de arroz y rezando por quedarse dormido, casi deseó estar cavando en busca de oro con una cucharilla. Eso sería un infierno mucho más fácil de sobrellevar.

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CAPÍTULO SIETE

—¿Has oído a la lavandera que canta? Te juro que tiene una voz como la de un coro de ángeles —dijo un hombre de barba a su compañero. —Es cierto, pero reside aquí en la tierra y no parece estar casada. Estaba pensando que podría llamar a esa jovencita de apariencia tan agradable y suplicarle que asistiese a alguna fiesta conmigo, respondió su compañero, engullendo una rosquilla con una jarra de cerveza. —¿Contigo? ¿Por qué? Ella es demasiada señora para ser vista con alguien como tú. Además, tiene ese bebé con ella. Apuesto a que su hombre trabaja en las minas de oro y ella está sacando un buen dinero con su ropa. —Bueno, no lo sabremos hasta que se lo pregunte, ¿no es así? Espiando esa conversación entre dos brutos mineros que se encontraban de pie detrás de él en el bar, Dylan frunció el ceño. Después de lo que había visto acostado junto a Melissa la noche anterior, su dificultad para controlar sus impulsos, no era pequeña. Hubiese podido noquearlos a ambos dos, si hubiese querido. Después de todo, se dijo a sí mismo, en algunos círculos se consideraba un delito ofender el nombre de una dama en un saloon. Se dio la vuelta y les dio una mirada amarga, pero no se dieron cuenta. Rafe, que estaba de pie junto a él, obviamente se fijó, y se rió tanto que empezó a toser. —Vamos, Dylan —dijo, recuperando el aliento, — busquemos una mesa para sentarnos. Últimamente le había parecido que el abogado se cansaba tan pronto como un hombre viejo, y le había dado por llevar bastón. Era una cosa impresionante, con una gran cabeza de oro de filigrana y la virola lacada en negro. Sin duda parecía un correcto aparador para un tipo elegante como Rafe. Pero Dylan notó que se apoyaba más de lo que lo arrastraba. Cogiendo una botella de whisky, Dylan atravesó el multitudinario saloon hasta llegar a la mesa. Rafe se acomodó en una silla, riéndose de Dylan de nuevo. —Me sorprende que pienses que es gracioso, comentó Dylan, dejándose caer en la silla opuesta. Se tomó su propio tiro de alcohol. — ¿No era eso lo que te preocupaba cuando Melissa decidió iniciar el negocio de la lavandería? ¿Que estuviese expuesta a — esas

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ofertas tan desagradables?. —No me estoy riendo de eso. Me estoy riendo de ti. Quizás no lo quieras admitir, pero tú eres al que no le gustan ese tipo de ofertas. Rafe tenía un brillo perverso en sus hundidos ojos. Se quitó una mota de pelusa de su abrigo hecho medida. —Simplemente no quiero que ella sea molestada por gente como Ned Tanner. Dylan inclinó la cabeza hacia los dos mineros. — U hombres así. —Tal vez ella no lo vería como que la están molestado, sugirió Rafe, manteniendo un ojo en él. —Si piensas que está buscando atenciones de otro hombre, te puedo garantizar que te equivocas. Es la última cosa que quiere. Dylan puso sus pies sobre la silla de al lado. —¿Y cómo lo sabes? Dylan pensó en el apasionado discurso que Melissa pronunció sobre su anhelo de darle a Jenny una oportunidad en la vida. — No hace falta ser un genio para darse cuenta de eso. Además, tu jerigonza en la mesa de atrás de McGinty no acabó con Coy Logan. Todavía está legalmente casada con él, si lo recuerdas. Rafe se encogió de hombros y bebió otro trago de su vaso de whisky. — Él la abandonó. Estoy seguro de que cualquier juez otorgaría una sentencia de divorcio, dadas las circunstancias. Dylan no quería pensar en eso. Mientras ella fuese técnicamente esposa de algún otro hombre, sentía una medida de seguridad ante los pensamientos que incesantemente, trepaban por él. — Me es indiferente — eso es asunto suyo. Lo único que quiere es ganar dinero, y por lo que sé, eso es justo lo que está haciendo. *** El día estaba nublado, aunque el sol asomaba entre las nubes de vez en cuando. Una brisa fría, rígida amenazaba con llevarse el secado de lavado en los tendederos de Melissa. Había levantado una tienda de campaña en torno al cubículo de Jenny para que el viento no soplara en la cara del bebé. Melissa se puso sobre su caldera de hierro, revolviendo un poco de almidón con un remo roto. Hizo una pausa por un momento para subirse las mangas y se inclinó sobre el utensilio. A pesar de la brisa, se trataba de un trabajo caliente, duro. De hecho, todo lo

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relacionado con el negocio de la lavandería era agotador. Había renunciado a la perfección. La mayoría de la ropa que le traían estaba tan sucia con tierra incrustada y sudor, que nunca se vería verdaderamente limpia de nuevo, no importaba lo duro que restregase. Así que, tuvo que conformarse con que quedase bastante limpia, aunque sus clientes estaban más que satisfechos. De vez en cuando se demoraban para charlar brevemente con ella, los mineros solitarios con su lavado bastante limpio, envuelto en papel de estraza y metido bajo el brazo. Su experiencia con los hombres era limitada, pero ella percibía interés en las preguntas que le hacían. ¿Cómo había decidido empezar con este negocio de la lavandería? ¿No está siendo un verano caliente? ¿Le gusta bailar? Melissa era educada, pero les recordaba que era la señora Harper, y les sugería que podrían hacer negocio con su marido en su tienda de comercio. Algunos de ellos de hecho, lo habían hecho. También había tenido un par de experiencias desagradables. La fiebre del oro había atraído a hombres de todos los ámbitos sociales, la mayoría de ellos, se sorprendió al enterarse, habían venido tratando de huir, más que por conseguir oro. Buscaban refugio de esposas o suegras, cobradores, trabajos forzosos, y la ley. Algunos de ellos le recordaban a Coy, la miraban especulativamente, como si estuviesen evaluando su capacidad de ser dominada, y, posiblemente, porque ella estaba ganando más dinero que ellos. Un hombre le ofreció dinero a cambio de que cantase para él — en privado. Otra estalló en cólera cuando no pudo quitar una mancha de vino de la parte frontal de su camisa. Sin embargo, la policía montada hacía acto de presencia, y patrullaba por la calle lateral, justo lo suficiente para controlar cualquier situación que se fuese de manos. Sí, el trabajo era duro, pero oh, tan bien pagado. Acumulaba cada grano de polvo de oro que recibía, y los pesaba cada noche. Por si acaso, había cosido un botón de cierre en el bolsillo de su delantal donde lo guardaba, y de vez en cuando, sobre todo cuando más le dolía la espalda, le echaba mano para sentir el peso del mismo. Había tenido la intención de pagarle a Dylan la deuda de Coy, y, en el fondo de su corazón, sabía que su plan había sido más como promesa solemne de un niño que una certeza. ¿Cómo demonios iba a hacerlo? Ahora, sin embargo, estaba empezando a creer que iba a lograr ese objetivo. No había visto ni había odio nada de Coy desde aquella tarde en el Saloon La Chica de Yukon, y agradecía que así fuese. Él se había apoderado de sus frágiles esperanzas de tener una vida mejor y había pisado sobre ellas antes de abandonarla. Al principio había sido muy cautelosa, vigilando su posible regreso. Gente como Coy rara vez se marchaba para siempre, volvía a aparecer como la famosa falsa moneda. Y conocía a Coy lo suficientemente bien como para tener problemas para creer que ya había visto lo último de

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él. Pero a medida que pasaban los días sin ningún rastro de él, comenzó a bajar guardia. Deseaba no ser todavía a su esposa, pero con el tiempo tal vez eso podría remediarse. De vez en cuando, levantaba la vista del caldero burbujeante de almidón para mirar la ventana del lado del Comercio de Harper. Dylan no estaba parado junto a la ventana. No estaba segura de si ella esperaba verlo o no. Él seguía siendo todo un misterio para ella. Melissa sentía que algo lo impulsaba, y que un resquemor — una vieja decepción, tal vez — que se escondería en su pasado, había coloreado su punto de vista. Sin embargo, el miedo inicial que sentía por él, ahora se había convertido en curiosidad, y últimamente se había dado cuenta de que siempre lo miraba por las mañanas mientras se afeitaba. Siempre era lo mismo — de pie descalzo ante el espejo, sin camisa, sus pantalones colgando bajo su cintura, su cabello rubio soleado rozando sus anchos hombros. —Señora, ¿es usted la señora Harper? Melissa se tambaleó de nuevo al presente y vio a dos hombres acercándose en un carro y deteniéndose en la calle lateral. En la cama llevaban una lona que parecía cubrir un objeto de gran tamaño. —Sí, soy la señora Harper, respondió ella, deteniendo el remo. Era extraño lo rápido y fácil que se había acostumbrado a usar el apellido de Dylan. Esperaba que un cargamento de ropa sucia no estuviese escondido bajo esa lona. El conductor asintió y luego echó el freno y ató las cuerdas a la palanca. — Señora, traemos su pedido —dijo, y los dos hombres saltaron del vehículo. —¿Pedido? Yo no he pedido nada. —Aquí dice que sí lo hizo. Agitó una hoja de papel delante ella con tanta velocidad que sólo puedo ver algo impreso a gran tamaño, antes de que el hombre se guardase el recibo en su bolsillo trasero. Había sido capaz de leer que se trataba de una factura de venta y de pago. — Por lo menos, nos contrataron para hacer una entrega aquí. El otro hombre, haciendo caso omiso de la conversación, ya había comenzado a desatar las cuerdas que sujetaban la lona. —Pero, ¿qué es? El hombre que estaba desembalando el misterioso pedido, retiró la lona con una reverencia. — Aquí tiene, señora. Melissa puedo ver un gran cartel que decía: LAVANDERÍA DE LA SEÑORA HARPER. Estaba pintado maravillosamente bien, con letras de fantasía en negro, y sus bordes, en

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color oro. —¿Quién ha comprado esto? Preguntó, asombrada. —Bueno, veamos. .El hombre sacó la factura de nuevo y se la entregó. Leyó la firma audaz de Dylan, y el precio — ¡Setenta y cinco dólares! Al parecer, no importaba lo duro que trabajase, su compromiso con él seguía creciendo. Y ni siquiera ella había pedido tal cosa. —Oh, por favor, no, no puedo aceptar esto. Van a tener que devolverlo. —¿No le gusta? —Oh, no, es una señal maravillosa, es preciosa. Pero no puedo quedármela. Por favor, ¿no la podrían devolver? El hombre se frotó la barbilla sin afeitar, obviamente preparado para esa posibilidad. — No, no podemos hacer eso, señora. Mire, la cosa ha sido comprada y pagada adecuadamente, y también se nos pagó para colocarla. De todas formas, ¿qué iba a hacer el pintor de letreros si se la devolvemos? No podría vendérsela a otra persona a no ser que haya otra, — señora Harper lavandera en Dawson. —Pero yo. —Es un regalo, Melissa. Se dio la vuelta y vio a Dylan acercándose. Su paso era digno y elegante. El viento azotaba su cabello lejos de su bonita cara y aplastaba su camisa contra su torso, delineando el marco de sus músculos. El sol intermitente destacaba el vello de color oro de sus brazos, haciéndolo brillar. Deseó poder aprender a ignorar su físico impactante. —Dijiste que querías una señal. Así que encargué que pintaran una. —Pero quise decir cuando me lo pudiese permitir. No esperaba que tú pagases por ella. Se encogió de hombros e hizo un gesto hacia la parte trasera del carro. — Bueno, ya está aquí, y yo quería pagar por ella. Así que — ¿qué vas a hacer, Melissa? El hombre que le hizo la entrega, la miraba expectante. Dylan sonrió y miró vagamente triunfante, como si supiera que iba a salirse con la suya. Melissa no sabía qué otra cosa hacer sino aceptar. Le molestaba, una vez más, no haber tenido ni voz ni voto en una decisión que la afectaba. Sin embargo, mezclándose con su molestia era una sensación de placer ante el hecho de que Dylan hubiese pensado realmente de ella, y hubiese hecho algo agradable para sorprenderla. —Está bien, les dijo a los hombres. — Pónganla ahí arriba.

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*** El día siguiente era domingo, y por estricta orden de la policía montada del noroeste, la viva Dawson que nunca dormía, que todo el mundo conocía durante los seis primeros días de la semana, había llegado a un punto muerto. Todos los negocios de la ciudad, incluyendo los saloons y salas de baile, estaban cerrados a cal y canto. El único sonido que se escuchaba era las débiles variedades de himnos procedentes de los misioneros católicos y anglicanos que habían viajado a Dawson para salvar a los que codiciaban la riqueza y sus males asociados. Un aire de arrepentimiento poco entusiasta se cernía sobre todo. Dylan estaba irritado por la inactividad forzosa semanal. Una cosa era que un hombre decidiese tomarse un día libre — y otra muy distinta, cuando así se le exigía. Ni siquiera podía mantener la tienda cerrada y trabajar dentro de sus muros. Los negocios estaban obligados a mantener sus luces encendidas para que la patrulla de los montados pudiese ver el interior y tener la certeza de que nadie violaba la ley. En la mayoría de los domingos, Dylan aprovechaba el tiempo caminando por las colinas. Echaba de menos tener un caballo, pero no había visto muchos allí arriba, ni mucho ganado de cualquier tipo. Hacía dos semanas, Dawson había visto una vaca por primera vez, traída en barco por un hombre llamado Miller, que inmediatamente vendió la leche a treinta dólares por galón. Hoy, sin embargo, Dylan permaneció en la sala contigua a la tienda, mirando las calles desiertas. El cielo estaba gris y bajo de nuevo. Dios, realmente odiaba en lo que esta ciudad se había convertido. Seis días y noches a la semana, era ruidosa y estaba llena de gente. Y a pesar de que estaba rodeada de desierto, en tan sólo unas semanas había crecido hasta tener casi el tamaño de Portland y Seattle. La ciudad no había sido tan mala cuando él llegó. No era donde quería estar, pero el lugar tenía su belleza, una grandeza en su dura inmensidad que a Dylan le gustaba. Ahora tenía dos bancos, dos periódicos, cinco iglesias, y postes de teléfono alineados en las calles. Era como un maldito carnaval. Las cicatrices de los sueños de los hombres que llegaban hasta allí, les hacían recorrer el terreno circundante, lo cual desfiguraba aún más estas cicatrices que esos sueños se iban encontrando a su paso — compuertas, cabañas feas, colas y pozos mineros. Parecía como hubiese transcurrido toda una vida desde que había visto aquellas colinas verdes; los bosques y acantilados rocosos que había dejado atrás en The Dalles. El río Columbia, feroz y ancho, cortaba un curso implacable desde su cabecera en Canadá a

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través de las Cascade Mountains en su camino hacia el Océano Pacífico. En su camino tallaba la garganta del río más hermoso que Dylan había visto jamás. Suspiró y metió las manos en sus bolsillos traseros. El deseo de verla de nuevo, de vivir en esa tierra una vez más, era lo que hacía que Dawson fuese soportable. Tendría el dinero que necesitaba, esperaba en los próximos meses. Luego volvería a The Dalles y viviría de la manera que quisiese. Su padre tendría que aceptar que el hombre no tiene que engañar o mentir en su camino por la vida para tener éxito. Detrás de él, en el lavabo, Melissa estaba terminando de bañar a Jenny en un bol de porcelana con flores. El sonido de las salpicaduras de agua, y el arrullo entre la madre y el bebé no estaban tan mal, admitió. De hecho, creaban un ambiente hogareño. Miró por encima del hombro a tiempo de ver a Melissa poniéndole a Jenny uno de los vestidos que había hecho para ella. —¿Cómo está hoy? Le preguntó. Melissa acunó a Jenny en el hueco de su brazo, con el faldón del bebé colgando, y la llevó hasta la ventana. — Oh, está muy bien, ¿verdad, princesa? Respondió con una sonrisa, mirando más a Jenny que a él. — Ya ha comido y se ha lavado, y tiene su ropa limpia. Ese silencio entre la madre y la niña se veía tan bonito como la aurora. Aunque Melissa estaba ocupada todos los días desde la mañana hasta la tarde, Dylan se dio cuenta de que tenía mucha mejor apariencia que la primera vez que la vio. Todavía estaba demasiado delgada, pero su figura comenzaba a redondearse. Sus ojos grises eran más claros, y su piel había adquirido un tono luminoso, como una flor de color melocotón. O el trabajo le sentaba muy bien, o su liberación de ese bastardo de Logan la había ayudado. Demonios, tal vez eran ambas cosas, pensó. De un modo u otro, se estaba convirtiendo en una distracción que Dylan no había anticipado el día que su marido se la traspasó. En aquel entonces, agarrando al bebé contra su delgadez no parecía mucho más que una niña. Eso había cambiado definitivamente. Dylan extendió un dedo para que Jenny lo agarrase, y su pequeña mano se cerró alrededor de él con un fuerte apretón. Ella lo miró fijamente, aparentemente aún más fascinada con él de lo que él estaba con ella. Algo sobre la pequeña agitaba su corazón. Olía a jabón y agua fresca, muy diferente a su madre. De pie tan cerca de Melissa, sintió cómo la sangre comenzaba a latir con fuerza por sus venas. Las medias lunas de sus pestañas le hizo pensar en un oscuro, liso sable. Su mejilla,

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suavemente curvada, tenía una mancha rosa pálido como el cielo del atardecer. Y su boca, llena y de color coral, ligeramente separada cuando la punta de la lengua se asomaba a tocar su labio superior. Ella era una mujer casada, y Dylan nunca había coqueteado con la esposa de otro hombre, por muy tentador que fuera. O, como en este caso, no importaba lo bajo que su marido fuese o lo finos que fuesen los lazos de unión de la pareja. Su mente sabía lo que tenía que hacer, pero su cuerpo no le daba el más mínimo crédito a la moral o la ética. No tendría por qué haber sido un problema cuando aceptó este arreglo. Pero mientras contemplaba la zona ligeramente húmeda de sus labios, que su lengua había rozado, se preguntó de nuevo qué daño habría en un solo beso. —¿Te gustaría cogerla? Le preguntó Melissa. Miró hacia arriba y encontró su mirada gris, reclinándose sobre él. Sintiéndose repentinamente consciente de sí mismo, sacó su mano del puño de Jenny y retrocedió un paso. — Oh, bueno, no... Yo... Se frotó las manos contra sus pantalones y se encogió de hombros. El bebé, claramente infeliz por la pérdida del dedo de Dylan, arrugó la cara y empezó a llorar. Melissa apenas reprimió una pequeña risa. Ahí estaba ese gran hombre salvaje, que llevaba un cuchillo de aspecto desagradable atado a su muslo y que tenía otro carnicero bajo su mostrador de la tienda; un hombre que podía ser tan completamente intimidante que podía robarle el aliento. Y en cambio, se había apartado de Jenny como si fuera un ogro de seis metros de altura. —No te va a morder — aún no tiene dientes, bromeó ella, disfrutando de su ventaja. Sabía que Dylan sentía curiosidad por Jenny. Lo había visto detenerse a mirar al bebé mientras ella dormía, o balancear su reloj delante de ella, pero nunca la había tomado en sus brazos. —Pero es muy pequeña —dijo por encima de los gritos de la niña. — Probablemente la haré daño. Ella no pudo evitar sonreír. — No vas a hacerle daño, aunque parece que está bastante disgustada contigo por haberle quitado tu dedo. La incertidumbre estaba escrita en su hermoso rostro. — Bueno, no sé cómo — . Melissa cerró la distancia que había abierto entre ellos y acercó a Jenny hacia sus brazos. Él la abrazó con torpeza, con evidente inexperiencia. —Sólo tienes que mantener su cabeza y espalda —dijo, explicándole la técnica

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apropiada. — Acércatele un poco más. Tan pronto como la tomó en sus brazos por completo, el llanto de Jenny se detuvo. Miró hacia Dylan y le sonrió, agitando un puño mojado de saliva delante de él. Él la devolvió la sonrisa, luego miró a Melissa. — Es muy suave. Parecía sorprendido. Esta vez Melissa no pudo evitar reír. — Sí que lo es. Los bebés son suaves. ¿Nunca has tenido uno en brazos antes? ¿Tal vez un hermano o hermana? ¿Un sobrino o una sobrina? Él negó con la cabeza. — No. Mi hermano es sólo un par de años más pequeño que yo. De todas formas, nunca hemos estado, lo que podría considerarse, unidos. Ese atisbo de información arrojó otro tronco de leña en el fuego de la curiosidad de Melissa. Podría ser su oportunidad de aprender algo sobre Dylan. — ¿Vino al norte, también? Recogiendo el lavabo, se dirigió hacia la puerta. Su risa fue breve y mordaz. — ¿Scott? Diablos, no. Por lo que sé, está todavía en The Dalles, siguiendo el ejemplo de mi padre y aprendiendo su manera de conseguir las cosas. —¿Eso es malo? Equilibrando el bol sobre su cadera, abrió la puerta y salió al rellano para tirar el agua del baño de Jenny por encima de la verja. —Sí, lo es para la gente que el viejo excluye de su negocio bancario. Sacudió la cabeza y se echó a reír otra vez, manteniendo la mirada fija en el bebé. — Él nunca parecía pensar que podía estar haciendo algo malo. Supongo que su lema podría ser, aprovéchate de los demás para servirte a ti mismo. Sosteniendo a Jenny como si llevara un objeto de arte de valor incalculable, se sentó en una silla a la mesa. — Además, Scott tiene una esposa. Esto último lo dijo con una amargura especial. Ella cerró la puerta de nuevo y lo consideró. — No pareces el hijo de un banquero. Al menos no de la manera que yo imagino que sería. —¿Sí? ¿Y cómo es la apariencia que tú crees que debería tener el hijo de un banquero? —Bueno, ya sabes, más almidonado, supongo. Hizo un gesto en su dirección. — El cabello más corto, y probablemente si un cuchillo ni pantalones de gamuza. —Eso es lo que mi hermano y mi padre pensaron, también. —¿Tu familia sabe que viniste hasta aquí? Él frunció el ceño, sus cejas descendieron para descansar sobre sus párpados, haciéndole parecer tan fiero como el día en que lo vio empuñar el cuchillo de carnicero. Se puso en pie y llevó a Jenny a su caja. —No, no saben dónde estoy, y no son mi familia. La palabra sonó tan afilada como una botella rota. — Yo era la tierra en el picnic de su almuerzo — la conciencia que les

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preguntaba qué estaban haciendo — y ellos se sentían avergonzados de mí. Mi padre y mi hermano echaron a viudas, niños y ancianos de sus casas si no podían pagar sus hipotecas. Apilaban sus pertenencias en frente de sus casas y les decían que no era nada personal... Sólo negocios. Eran codiciosos. Me avergonzaba de ellos, y no me importa si no los vuelvo a ver. No es exactamente lo que se conoce como un grupo leal, ¿eh? Caminó de nuevo hacia la ventana, alejándose de lo que parecía el sonido de una campana de una iglesia distante. Cuando estaba enfadado parecía llenar cualquier espacio que ocupaba. Parecía más alto, más ancho de hombros, más grande que nunca. Era extraño, Melissa tenía menos miedo de él esta vez, tal vez porque se dio cuenta de que su ira no estaba dirigida realmente a ella. Pero era una cosa palpable, rugiendo en su pasado. —¿Te desvinculaste de todo el mundo? ¿Incluso de tu madre? Pensó en su madre, a la que nunca volvería a ver, y sintió un nudo en su corazón. —Ella murió durante una epidemia de gripe. Yo tenía unos once años, creo. ¿Algo más que quieras saber? Se dio la vuelta y la miró directamente. La pregunta sonó más como una acusación, y Melissa se dio cuenta de que estaba más enfadado de lo que ella creía. —Sí, ¿qué quieres para cenar? Era una pregunta tonta, pero salió sola de su boca. Él la miró y se echó a reír. Su sonrisa reveló sus dientes rectos y blancos, y sus hoyuelos. La tensión en la pequeña habitación de madera se evaporó. Sacudió la cabeza con tristeza y frotó su nuca. — Melissa, eres un tipo diferente de mujer, admitió. No sabía por qué — después de todo, en realidad no era un cumplido, exactamente — pero había sonado como lo más bonito que le habían dicho en años. ***

Dos días más tarde, Melissa estaba metida hasta los codos en agua jabonosa caliente, restregando con todas sus fuerzas para terminar un pedido de camisas para el Gran Alex McDonald. Conocido como el Rey del Klondike, su riqueza y sus intereses de negocios eran tan grandes que cuando el Banco de Comercio los enumeraba, le llevaba varias horas y empleaba a todo el personal. Le había prometido a Melissa un extra de doscientos dólares si tenía las camisas listas por la mañana, y tenía la intención de hacerlo. Mientras Jenny alcanzaba la cuerda de cuero crudo con abalorios que un cliente había colgado encima de su pequeño cubículo, Melissa cantaba — Dulce Marie, mientras frotaba.

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—Cantas muy bien, Lissy. No sabía que podía cantar tan bien. Melissa se quedó inmóvil, sus manos rígidas sobre el tejido de las camisas de Alex. Incluso sin oír ese familiar diminutivo, que tanto odiaba, reconoció perfectamente la voz de la persona detrás de ella. Su corazón dio un vuelco, como un caballo desbocado dentro de su pecho. Coy Logan se acercó a la tina y se puso frente a ella. Ella se lo quedó mirando, sin habla. Se había dejado llevar tontamente por la creencia de que ya había visto lo último de ese hombre. Si es posible, se veía aún más disipado y andrajoso que el día que se la vendió a Harper. Tenía un gorjeo y una tos blanda como si hubiese pasado demasiado tiempo en un lugar húmedo. Su ropa colgaba de su cuerpo flaco y parecía como si se hubiera dormido en la cuneta con ella. Un pico de su sucia camisa colgaba por fuera, y su bragueta estaba parcialmente abierta. —He estado escuchando todo acerca de la bonita señora lavandera que canta para pasar el tiempo. Miró hacia el cartel con los ojos entrecerrados. — Excepto que oí que su nombre era la señora Harper, así que no me figuré de inmediato que se tratase de ti Desesperadamente, Melissa miró a su alrededor, esperando que alguien, cualquier persona, pasase por allí. Dylan había ido a encontrarse con un barco de vapor en el río, y ella no tenía idea de cuándo volvería. La policía montada ya se había dejado caer por allí antes, y no esperaba volver a verlos hasta mucho más tarde. Los hombres y los animales y los carros viajaban hacia arriba y abajo de Front Street, pero ninguno se desviaba hacia allí. Nunca esa calle parecía estar tan desierta y aislada. —¿Qué quieres, Coy? Preguntó ella, tratando de mantener la voz firme. Durante las últimas semanas había estado perdiendo el miedo, capa a capa; de la forma en que una persona pelaría una cebolla. Pero ver a Coy lo trajo todo de vuelta, y estaba envuelta con fuerza dentro de ese terror otra vez. Era mucho más difícil dejar hábitos y actitudes de lado, que aprenderlos, se había dado cuenta. Él la miró de arriba abajo con evaluación, con los ojos inyectados en sangre, sin perder ningún detalle de ella. — Se te ve jodidamente bien, Lissy. Me gusta la trenza de tu pelo y tu ropa nueva. Su tono era insinuante y jovial. — Justo como imaginé, bastante aceptable estando limpia. Él sonrió, dejando al descubierto sus dientes de aspecto espumoso, y se pasó la lengua por los labios de una manera que hizo que el estómago de Melissa se revolviese. No quedaba nada del hombre que ella recordaba sentado a la mesa de la cocina con su padre y su hermano. No había sido ningún premio por ese entonces — pero ahora,

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sin embargo, parecía haber tocado fondo en la vida. —Todavía no me has dicho qué quieres —dijo ella, agarrándose al borde de la tina con sus dedos inertes. —Has estado ganando dinero también, por lo que se ve, prosiguió, acariciando una camisa en su tendedero. — Parece que te hice un gran favor al permitir que Harper se ocupará de ti durante un tiempo. Automáticamente, Melissa llevó su mano hacia la parte delantera de su delantal donde guardaba su bolsa de oro, pero se contuvo a tiempo. Si Coy sabía que tenía ese oro en polvo, se lo arrebataría sin dudarlo, en un instante. —No se te permite venir por aquí, Coy. Ese papel que firmaste en el saloon lo dice. —Pamplinas, nada me puede prohibir tal cosa — chasqueó sus sucios dedos — y menos un papel. De todas formas, ha vuelto en mí un ansia por recuperar a mi mujer. Así que guarda tus cosas y sigamos adelante. Ella lo miró, horrorizada. — ¡No me voy a ir contigo! ¡Tú me abandonaste, me vendiste; no te pertenezco nunca más! —Y has conseguido reunir agallas, también, ¿no es así? Dijo, echándose su grasiento pelo hacia atrás con una mano. Él la evaluó de nuevo con una mirada lasciva que hizo que su corazón golpease de nuevo su pecho, con más fuerza aún. — Me gusta — siempre y cuando no te excedas. Ella vio el destello de maldad a través de sus ojos. Volvió a toser, un gorgoteo húmedo y con flemas, y luego arrastró el dorso de la mano por su boca. Una vez más, Melissa miró hacia Front Street, buscando a alguien que interrumpiese, incluso si era sólo uno de sus clientes que le llevaba más ropa. Pero no había nadie. Se sentía como un nadador que se ahoga mientras divisa la orilla en el horizonte y sabe que está demasiado lejos para alcanzarla. Melissa respiró hondo y trató de sonar valiente. — No quiero tener nada que ver contigo nunca más, Coy. Quiero que te vayas. —Estás empezando a poner a prueba mi paciencia, nena, advirtió, sonando más como el hombre que ella recordaba. — Te voy a dar cinco minutos para vayas a por tus cosas, o te llevaré conmigo, tal como estás ahora. Y no creo que te guste demasiado teniendo en cuenta que me deshice de toda tu ropa vieja. Agarró su antebrazo, y Melissa intentó liberarse de él, pero él era más fuerte de lo que parecía. — ¿Por qué tengo que irme contigo? Le preguntó, tratando de escucharse por encima del pulso latiendo en sus oídos. — Me dejaste aquí, y así es como quiero que sea. Estamos divorciados.

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Su ira estaba en pleno dominio ahora, pero era lo bastante astuto como para no alzar la voz para evitar llamar la atención de algún transeúnte que pasase por allí. — No soy estúpido, Lissy, y tengo mis derechos. No me importa lo que el amigo abogado de Harper, dijese. No estamos en los Estados Unidos, estamos en Canadá, y que lo que ese dandi de Louisiana dijo, no vale nada aquí. Sé que no había nada en ese divorcio que fuese legal. Sigues siendo mi esposa, y la niña sigue siendo mi bebé. — Señaló a Jenny, y Melissa sintió cómo el caballo salvaje ascendía por su pecho hasta la garganta. Jenny — — Y no me importa un carajo lo que Dylan Harper diga. Has practicado adulterio con ese hijo de puta. Conocimiento carnal ilegal, lo llaman. Yo lo llamo hacer de puta. La ley está de mi lado. Tu papá te entregó a mí, así que tú me perteneces. ¡Incluso si eres una puta! —No, Coy, por favor — no sabes lo que estás diciendo, exclamó, horrorizada por sus acusaciones de inmundicia. Él apretó su agarre en su brazo, lo que la hizo sentir un hormigueo creciente por sus dedos, y tiró de ella en torno a la tina, acercándosele a él. La abofeteó una vez, bruscamente, trayendo un zumbido a sus oídos y lágrimas a sus ojos. — Vendrás conmigo, o te daré una buena lección por responderme. Luego, con un brillo realmente malvado en sus pequeños ojos brillantes, agarró al bebé con un brazo. Jenny empezó a llorar. — Ahora, hagamos un poco de lo que le has estado regalando a ese Harper —dijo, y con su brazo libre la atrajo contra su cuerpo maloliente. Ella luchó para alejarse al ver como su boca se aproximaba a la de ella, pero él mantuvo su cabeza firme. Oh, Dios, por favor, envía a alguien. De pronto, como si Dios se hubiese apiadado de ella, era libre. Dylan estaba allí. Agarró a Coy por el pelo y tiró de él, apartándolo de Melissa. Aprovechando el momento, ella le arrebató a Jenny de su brazo, agarrándola con toda la fuerza que consiguió reunir, tratando de acallar los gritos de la pequeña. De pie detrás de él, Dylan se apoderó del copete de Coy y arrastró su cabeza hacia atrás sobre su hombro en un frío abrazo. La larga hoja de su cuchillo brillaba al sol como un espejo, le tocó a Coy garganta con él. — ¿No te dije que no volvieras lloriqueando por aquí, sabandija? Gruñó. Melissa miró la lucha, y pensó que Dylan parecía cien veces más aterrador que Coy. Su rostro se puso rojo con manchas, y una vena latía en su sien. Dylan aumentó la presión sobre el pelo de Coy, sus ojos verdes, como esmeraldas ardiendo en llamas. — ¿No te dije que te mantuvieses alejado de ella? Repitió. — ¡Respóndeme! Coy hizo un ruido estrangulado con su garganta que sonaba como una afirmación.

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—Así es, Logan —dijo junto a su oído. — Pero no te dije qué es lo que te haría si alguna vez te encontraba merodeando por aquí. Dylan aumentó la presión sobre la hoja del cuchillo contra su cuello, causándole un rasguño que comenzó a gotear sangre. Melissa soltó un chillido. — ¡Dylan, no! Ella había sospechado que en sus momentos más oscuros, Dylan Harper sería muy capaz de matar a un hombre. Si él mataba a Coy, la policía montada lo colgaría, a ciencia cierta. —¡Dylan! Alzando la vista, Melissa vio a Rafe dirigirse hacia ellos, caminando tan rápido como podía. Se le veía más débil cada vez que lo veía, pero su voz resonaba como un trueno; como lo había hecho aquel día en el saloon. Vestido impecablemente como siempre, mantenía su bastón con la cabeza de oro como si fuese un cetro, pero la ira en su delgado rostro le daba el aspecto de una calavera con el ceño fruncido. Dylan mantenía su control sobre Coy, la furia aun saliendo de él, su mandíbula bloqueada. No levantó la mirada ni tan siquiera reconoció a su amigo. Melissa creyó que no era consciente de nada a su alrededor excepto el debate en su propia mente entre matar a Coy o dejarle marchar. Los ojos de Coy estaban tan dilatados como las tapas de las ollas, y el color había desaparecido de su rostro cetrino. El olor punzante del miedo emanaba de él, añadiéndose al hedor fétido que ya exudaba. —Deja que se vaya, le ordenó Rafe. Su tono de mando casi disfrazando su aliento jadeante. Se quedó a escasos dos metros de Dylan con Coy posicionado entre ellos. — Dylan, maldita sea... ¡Déjale ir! Si lo matas... Lo perderás todo... Cada cosa que has conseguido... Vamos, hombre... ¡No merece la pena! Rafe dio marcha atrás posteriormente cuando un ataque de tos lo alcanzó; era el peor que Melissa había escuchado hasta el momento. Con su rostro grisáceo ante la falta de oxígeno, tropezó con un barril de manteca de cerdo que estaba volcado junto a los tendederos y se sentó, apretando un puño contra su corazón. Melissa se acercó y puso una mano sobre su huesudo hombro. Sus labios estaban teñidos de un azul tenue, y sus ojos se abrían alarmantemente con cada ronda de tos, pero mantuvo la mirada fija en su amigo. Después de lo que pareció una eternidad, Dylan soltó el pelo de Coy y le dio un fuerte empujón que lo tiró al suelo. La respiración de Dylan estaba muy acelerada, y los músculos a lo largo de sus mandíbulas palpitaban por la tensión. Coy se deslizó hacia un lado por el suelo, con sus piernas trabajando como si estuviese pedaleando una bicicleta imaginaria. —Es la última vez, Logan —dijo Dylan entre sus dientes apretados. — Si alguna vez

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vuelves a dejarte caer por aquí, nadie va a ser capaz de salvarte. Nadie. Increíblemente, Coy hizo una última protesta después de que consiguió ponerse en pie. — Lissy es mi mujer, y ésta es mi hija. Me pertenecen. Sé cuáles son mis derechos, insistió con una valentía acuosa, agitando un dedo tembloroso hacia ellos mientras retrocedía. — ¡Tengo mis derechos, por Dios! Todavía agarrando el cuchillo, Dylan dio dos pasos amenazadores hacia él y le escupió a sus pies. Coy dio un salto hacia atrás. — No tienes una mierda. Lo diste todo — tu mujer, tu hija, y el derecho de llamarte a ti mismo, hombre — el día en que me las vendiste por mil doscientos dólares. Melissa se pertenece a sí misma ahora. La próxima vez que te vea por aquí, no vas a ser capaz de irte caminando. Tendré que llamar al Padre William para que te lleve a su hospital. Boquiabierto como un pescado que acaba de tocar tierra, al parecer a Coy no se le ocurrió nada que decir. Con sus pequeños ojos llenos de miedo y odio impotente, se volvió y corrió hacia Front Street tan rápido como sus piernas flacas se lo permitieron. Para volver, esperaba Melissa, a la roca debajo de la cual habría salido. Nadie habló durante un momento, y luego, el silencio fue roto por la respiración a trompicones de Rafe y la disminución de los lamentos de Jenny. Dylan puso el cuchillo de vuelta en su funda, y luego se dirigió a Melissa. — ¿Estás bien? Poniendo el dedo debajo de su barbilla, levantó su rostro levemente, y ella vio la furia corriendo de nuevo por sus ojos verdes. Estremeciéndose, ella trató de apartar la cara. —¡Jesús! — ¡Jesucristo! ¿Te ha pegado? Supuso que la mano abierta de Coy debía haber dejado una huella roja en su mejilla. Asintió con la cabeza, tratando de encontrar su voz, pero tenía la garganta muy apretada. Sus entrañas se estremecieron como la gelatina Fannie Farmer, y su exterior no se sentía mucho mejor. Dejando caer su mano, Dylan se paseó delante de ella, con su furia de vuelta en todo su esplendor. — ¡Debí haber matado a ese hijo de puta! ¡Maldita sea, debería haberlo hecho! Lo encontraré. Melissa encontró su voz y agarró el brazo de Dylan. — ¡No, Dylan, no! Rogó. — Rafe tiene razón. La policía te desterrará de Dawson. Él no va a volver. Simplemente deja que se vaya. Debajo de la tela de su manga podía sentir el contorno de todos sus músculos apretados. Después de pasear un rato más, asintió a regañadientes y luego pasó un brazo por los hombros de ella. Anhelaba apoyarse en él, entregarse completamente a la comodidad de

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su fuerza infinita. ¿Era posible que tal comodidad y seguridad pudiese encontrarse en los brazos de un hombre? Melissa creyó en ello una vez y fue engañada por el hombre que se acababa de marchar. No iba a arriesgarse de nuevo. Se enderezó y se apartó del brazo de Dylan. —¿Y el bebé? Preguntó, agachándose para apartar la manta de la cara de Jenny. Los gemidos del bebé cesaron —Oh, ella está bien. Dijo Melissa, dándole un beso a la pequeña en la frente. — Gracias, susurró con su garganta hecha un nudo. —¿Y tú? Dylan le preguntó a Rafe. —Por Dios, el hombre jadeó, — nadie puede decir que esta ciudad sea aburrida. Iba de camino hacia el saloon cuando eché un vistazo hacia aquí y te vi en un altercado con Logan. Menos mal que se me ocurrió pasarme antes de que lo hicieran los montados. Melissa pensó que había sido un milagro que Dylan hubiese llegado antes de Coy le hubiese hecho algo mucho peor.

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CAPÍTULO OCHO

Dylan condujo a Melissa escaleras arriba. — Tengo que terminar las camisas del Gran Alex —dijo ella, inquieta. — Me prometió doscientos dólares extra si las tenía listas esta mañana. —No te preocupes por eso ahora —dijo, abriendo la puerta para ella. No la envidiaba por su dinero pero, a decir verdad, pensaba que Alex McDonald se tiraba demasiados faroles, aunque fuese rico. —Pero tengo que preocuparme por ello. Se lo prometí y doscientos dólares es mucho dinero. Sería alimentar a una familia entera durante un año en mi ciudad natal. Se puso de pie en el rellano, su cara pálida a excepción de la huella roja de la mano de Logan. Sus mechones rubios pálidos se habían soltado de su trenza y colgaban a ambos lados de su fino rostro. Mirando más de cerca, Dylan vio un poco de hinchazón debajo de sus ojos. Él suspiró. Aquella visión, añadida a todo lo que había sucedido en los últimos minutos, lo sacudió hasta la médula. Acababa de regresar de visitar el barco de vapor Athenian en la línea de costa cuando había visto a Logan forcejeando con Melissa. No sólo el hijo de puta pretendía dominar a Melissa, pero también sujetaba de muy malas maneras, un paquete cubierto por una manta que Dylan sabía, sólo podía tratarse de Jenny. Y por un instante cuando su ira parecía comenzar a detenerse, lo había agarrado del pelo, sintiendo el deseo de enviarle hasta el infierno. La voz atronadora de Rafe, advirtiéndole sobre la pérdida y la deportación, había penetrado finalmente la niebla rojiza de ira de Dylan. —Melissa, quiero que renuncies a este negocio de la lavandería —dijo después de agitar su interior. Ella estaba poniendo a Jenny en su caja, pero saltó hacia atrás de nuevo, el bebé aún en sus brazos. — ¡¿Renunciar?! No, no, no puedo hacer eso. Dylan se dejó caer en una silla a la mesa y cruzó el tobillo sobre su rodilla. Podía oler el mal olor de Logan en él, y le dieron ganas de quitarse la ropa y quemarla. — Creo que le di un buen susto a ese Coy Logan, pero no puedo garantizarte que no vaya a volver. Es cruel y estúpido, y eso es una mala combinación. Podría hacerte daño — podría robarte a Jenny para vengarse de ti, o para castigarte. Podría — Tiró su sombrero sobre la mesa,

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disgustado y pasó ambas manos por su pelo. — Oh, diablos, ¿quién sabe cómo funciona el cerebro de guisante de un hombre así? —Pero estaré a salvo. La policía montada pasa todos los días —dijo ella apresuradamente, poniendo al bebé en su caja. —No han pasado hoy, ¿no es así? —Sí, antes. Él negó con la cabeza. — Nop. Creo que deberías dejarlo. No quiero tener que preocuparme por ti cada vez que te deje sola. Se quedó allí por un momento, en silencio, aún temblando por el horror de su experiencia con Logan. O al menos eso era lo que él pensaba. —No. No voy a dejarlo. Me niego a dejarlo, y ya te dije porqué. Mantuvo la mirada baja, y su voz era casi un murmullo, pero no había duda de su determinación. Las cejas de Dylan se alzaron. Estaba tan asombrado de que ella hubiese hablado que la miró fijamente, con la boca entreabierta. — Melissa, hay cosas más importantes en la vida que el dinero. —Eso es cierto si nunca has estado sin él. Yo lo he estado, y no tengo intención de volver a estarlo. ¿Sabes por qué me casé con Coy? Preguntó ella, apretando el bolsillo delantero de su delantal, el que tenía el botón. — ¿Puedes adivinarlo? Él se removió en su silla. Esa pregunta había cruzado su mente muchas veces. — Pensé que tal vez Jenny tenía algo que ver con eso, murmuró. Ella frunció el ceño, luego se sonrojó hasta las orejas. — ¿Quieres decir que estaba desesperada y en problemas y tuve que casarme con él? Se movió de nuevo, empezando a sentirse malditamente incómodo. — Bueno, sí, algo así. Sucede todo el tiempo. En realidad, quería añadir: ¿Por qué sino una mujer como tú, inteligente y bonita, iba a encadenarse a un hombre como Logan? —Bueno, a mí no me pasó. Estaba desesperada y en problemas, pero no del tipo que tú piensas. En la casa donde me crié, viví toda mi vida de puntillas alrededor de mi padre borracho, con la esperanza de no llamar la atención. Si la llamaba, me golpeaba, o me gritaba. Había noches cuando llegaba a casa borracho, con el mal temperamento propio de un hombre borracho. Pasaba muy a menudo, pero los días en los que salía, supuestamente a buscar trabajo, era algo garantizado. Nunca dejaba de encontrarse con un amigo, algún viejo amigo con el que tenía que ponerse al día, y pasaba sus días y gastaba el poco dinero que había — buscando el culo de una botella de whisky en vez de un trabajo. No

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hubiésemos tenido nada para comer si mi madre no hubiese trabajado para los Pettigreaves. Mantuvo un techo sobre nuestras cabezas y comida en la mesa. Retorció el borde de su delantal entre sus manos mientras se paseaba por delante de la estufa. Su trenza, que parecía una cuerda deshilachada, iba y venía detrás de ella. — Recuerdo una noche cuando yo tenía cinco o seis años — mi padre estaba discutiendo con mi madre. Era horrible — borracho y llamándole muchas cosas, nombres de inmundicia. Me acerqué a la sala, temiendo por ella. Llevaba un pequeño barco de vela que mi madre me había regalado por mi cumpleaños. Mi padre me vio, y, oh, se puso furioso. Me dio una bofetada, y luego me quitó el juguete de las manos y lo aplastó con el tacón. Dijo que me enseñaría a no espiar a la gente. —Mis hermanos no eran mucho mejores, pero creo que era porque mi padre les pegaba con el cinturón hasta que no podían sentarse. Pensó que así les enseñaría a comportarse. Pero todo lo que hizo fue convertirlos en hombres como él. Su voz comenzó a temblar, y Dylan vio que sus ojos estaban llenos de lágrimas que no acababan de derramarse. Se puso de pie y la agarró de los brazos, luchando contra el impulso de tomarla en sus brazos. — Melissa, no tienes que hacer esto. Ella se apartó. — ¡Sí, tengo que hacerlo! Quiero que sepas porqué me casé con Coy Logan. Yo era un tonta, pero no como te imaginas. No fui... Impaciente, frotó sus ojos húmedos, con el borde de su delantal, y frunció el ceño mientras buscaba la palabra adecuada. — No fui deslumbrada por Coy, ni me rescató como a una heroína de una historia romántica. Él era un amigo de mis hermanos, y malgastaba su tiempo en mi cocina, y hacía bromas conmigo a veces. Me hacía reír. Era más amable conmigo que mi propio padre o hermanos. Se echó a reír ahora; una risa graciosa que sonaba como si su corazón se estuviese rompiendo. — Difícil de creer, ¿verdad? Dylan quiso patearse a sí mismo por haber iniciado esto. Si bien Melissa no había discutido en detalle hasta ahora, ya sabía de antemano que su vida no habría sido nada fácil. Escucharle hablar de ello era tremendamente duro — sus palabras retorcieron su corazón. Pero pensaba que debía dejarle terminar la historia. Se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Melissa se puso de pie junto al fregadero y miró al suelo, como si estuviera viendo los sucesos de su vida pasar como una película por el entarimado. — Cuando Coy me dijo que quería casarse conmigo, sabía que no lo amaba y que nunca lo haría. Pero me gustaba. Más o menos. Mi madre me animó a aceptarle — supongo que pensaba lo mismo que yo. Que casarme con él me llevaría lejos de las discusiones y los gritos... De la desesperanza. Alzó los ojos y miró a Dylan. — Pero él era como mi padre, después de todo.

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—¿Tu madre lo sabe? Preguntó Dylan. Melissa tragó saliva, y su voz tembló de nuevo. — No. Ella murió justo después de que Coy y yo nos casáramos. Era — era como si quisiera verme emprender mi propio camino, y una vez que así fue, estaba demasiado cansada para seguir adelante. Se fue a dormir una noche y no se despertó. El médico dijo que su corazón simplemente había dejado de funcionar. Creo que estaba roto, de tanto trabajar y todos esos años de decepción.. Dylan se apartó de la pared y se sentó frente a ella. Quería mantener una distancia, para no tener acceso ni a su cuerpo ni a su alma, pero la armadura alrededor de su corazón no era tan impenetrable como pensaba. ¿Cómo iba a imaginarse esas escenas tan escabrosas que las palabras de Melissa estaban dibujando en su mente y permanecer completamente indiferente? Un instinto de protección le hizo desear que pudiera atraerle hacia la silla y sentarle en su regazo. En su lugar, se impulsó ligeramente sobre la mesa y cubrió su mano temblorosa con la suya. A pesar del castigo que recibía todos los días en el agua de lavado, su piel estaba muy suave. —Melissa, lo siento. Melissa sintió como si una descarga de electricidad la azotase a través de su brazo. La mano de Dylan sobre la de ella se sentía cálida, vital y reconfortante. A pesar de que mantenía su mirada fija en el hule que cubría la mesa, sintió que él la miraba. Sin querer, una vez más pensó en el momento inevitable en que cada uno se iría por su lado. A pesar de su deseo de independencia, en su corazón había empezado a anticipar ese día con temor. —¿Te sientes un poco mejor? Le preguntó. Ella asintió con la cabeza y respiró hondo. — Gracias. Ahora tal vez entiendas por qué quiero ganar tanto dinero como pueda. Quiero cuidar de mí misma y de Jenny, y no tener que depender de nadie. Estoy aprendiendo que el efectivo es el mejor amigo que una persona puede tener. Las cejas de Dylan se juntaron un poco, y le soltó la mano. — Me pregunto por qué habré conocido a tantas mujeres que estaban sólo interesadas en el dinero, murmuró, más para sí mismo. Melissa recordó el día en que la había encontrado con su baúl abierto, y a la mujer de cabello oscuro cuya imagen guardaba enterrada en su interior. Fuera quien fuese, Melissa supuso que él habría compartido una historia con que ella cuyo recuerdo no le hacía muy feliz. — Esa mujer de la fotografía — Dylan, ¿quién es? Soltó sin más. Su expresión se volvió tan oscura como las nubes de tormenta, y no dijo nada. En medio del incómodo silencio que se abrió entre ellos, el sonido de un piano del saloon de la calle

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de abajo, flotó a través de la ventana abierta. A Melissa le hubiera gustado tener la posibilidad de volver en el tiempo. —Lo siento, no es de mi incumben. —Su nombre es Elizabeth Petitt Harper, respondió él, sorprendiéndole. — es la mujer de mi hermano. Melissa digirió eso por un momento. Al menos la mujer no era su propia esposa. Pero le parecía un poco extraño que guardase una fotografía de su cuñada, sobre todo porque no parecía haber demasiados lazos afectuosos entre los Harpers. A no ser, por supuesto, que el verdadero motivo por el que Dylan abandonó a su familia tuviese algo que ver con ella y con él. —¿La mujer de tu hermano? Él tamborileó con los dedos sobre la mesa una vez, y luego empujó su silla hacia atrás y se levantó. — Si tú y Jenny vais a estar bien, tengo que volver a la tienda. Ella lo miró, sintiéndose ridícula, como si le hubiera preguntado algo mucho más personal. — Oh — bueno, por supuesto — estaremos bien. Cogió su sombrero de la mesa y le devolvió su forma con las manos. — Sigue adelante con el trabajo que creas que tienes que hacer, Melissa. Si quieres seguir haciendo la colada de la gente, no voy a decir nada más al respecto. Se puso su sombrero y caminó hacia la puerta, luego se volvió hacia ella, considerándole por un momento. — Tienes razón — no importa los planes que haga una persona, eso nunca te garantiza lo que te deparará el futuro. *** Después de que Dylan se marchara, Melissa tomó a Jenny y bajó para terminar las camisas del Gran Alex McDonald. Sería capaz de lograr su objetivo, a pesar de lo que había pasado hoy. La visita sorpresa de Coy la había sacudido más de lo que quería admitir, incluso para sí misma. Pero con una resolución temblorosa, recogió los pedazos de su apenas inapreciable, coraje y decidió seguir adelante. Mientras encendía el fuego en la estufa en la parte de atrás del edificio, pensó que no podía vivir su vida escondida entre las sombras. Ya había hecho eso durante muchos años. En el trueque de la deuda de Coy por ella, Dylan había hecho algo más que rescatarle de una vida de abuso. Aunque lacónico y enigmático, sin darse cuenta, le había dado la

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oportunidad de escapar, para descubrir quién era en realidad. De todos modos, se dijo, aunque Coy tuviese la intención de volver para acosarle, no creía que volviese en el mismo día, sobre todo después de la advertencia que un furioso Dylan Harper le había dado. No obstante, mientras frotaba las camisas, echó tantas miradas cautelosas hacia la entrada de la calle, que empezó a marearse. Cada vez que miraba no encontraba a nadie. Pero si hubiese sido así, sabía que Dylan estaba en la tienda, cerca de ella. Dylan. Había tratado de ignorar la imagen que se le presentaba cada mañana mientras él se paraba delante del espejo afeitándose, con su espalda desnuda esculpida con luces y sombras, y el sol iluminando su pelo mechado. Lo intentó, pero su pulso le decía que había fracasado. Había hecho todo lo posible por dejar de preguntarse cómo la boca llena de Dylan se sentiría si la besara — ¿sería mejor que las brutales y descuidadas atenciones de Coy? Su imaginación le hacía creer que así sería. Había luchado para convencerse de que Dylan no era más que un hombre, mejor que la mayoría que había conocido, pero nada extraordinario. Eso, había empezado a sospechar, no era cierto tampoco. La importancia de Elizabeth Petitt Harper seguía siendo todo un misterio para ella, y parecía poco probable que Dylan fuese a revelarle algún detalle más al respecto. Pero para su disgusto, Melissa se dio cuenta de que sentía un poco de envidia irritante. Obviamente, se preocupaba lo suficiente por aquella mujer para llevar su foto con él todo el camino hasta Dawson. Y lo que fuera que hubiese significado para él, había quemado a fuego un recuerdo imborrable en su corazón. Arrojó una camisa chorreando en el tendedero y puso las pinzas de madera en las cuerdas. Melissa podría compartir la comida con Dylan Harper y sentarse a su mesa, podía lavar su ropa e incluso dormir en su cama, con el saco de arroz todavía de por medio, por supuesto. Pero a pesar de todo esto, le había dejado claro que no daba la bienvenida a preguntas personales. Visionando su espalda desnuda de nuevo, pensó que tal vez era mejor así. *** Esa noche Dylan no subió a cenar. En su lugar, se sentó en el mostrador de la tienda, comiendo estofado y pan de maíz de una bandeja que había ordenado a uno de los

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restaurantes de Front Street. Había hecho muchas comidas de esa manera antes de que Melissa llegase para quedarse, y nunca antes había pensado mucho en ello. Ahora le parecía algo solitario. El café estaba frío y no tan bueno como el de ella. Las galletas no eran tan crujientes, e incluso el guiso parecía grasiento. Sabía que ella le estaría esperando — se sentía un poco culpable por eso. Pero quería tener algo de tiempo para sí mismo para pensar, sin que su simple belleza le distrajera. Dejó que su mirada vagase hacia el objeto cubierto por una lona sentado en un rincón. Se lo había pedido al capitán del Athenian para que lo comprase por él en Seattle, y fue la razón por la que no había estado en la tienda cuando Logan hizo su aparición. Cuando pensaba en esa sabandija de hombre, Coy Logan, tocando a Melissa, cada instinto celoso en su interior cobraba vida. Al principio no había reconocido esos sentimientos más allá de la indignación, pero ahora sabía lo que eran, y no le gustaba. Tomó un sorbo de café tibio y miró hacia las paredes de la tienda. Su vida sencilla en Dawson se había convertido en una complicada. Había venido al norte, con la esperanza de dejar atrás todos los recuerdos de Elizabeth y de su desavenencia con el viejo. Había sido capaz de escapar de ellos por un tiempo. De hecho, los había empujado a todos muy lejos, muy lejos de él. Solitario por naturaleza, no había echado de menos tener compañía en un principio. Pero los inviernos en Yukon eran más largos y más duros que cualquier otro que hubiese conocido. Una tarde oscura que había vadeado a través de la nieve hacia el saloon de al lado, intercambió bebidas y conversación con un ridículamente fuera de lugar, recién llegado dandi de Luisiana llamado Raford Dubois. Su apariencia frágil había demostrado ser engañosa, sin embargo. Lo que le faltaba en fuerza física su ingenio lo compensaba. Podía ensartar a un hombre con palabras tan fácilmente como un maestro de esgrima lo haría con su estoque. Él y Dylan no tenían nada en común, pero Rafe había resultado ser un amigo leal. Dylan disfrutaba de la manera en que Rafe de vez en cuando satirizaba con su afilada inteligencia. Haberse codeado con Rafe no había distraído a Dylan de su inquebrantable meta. Melissa era una historia diferente. Cada vez que subía a la habitación, en la noche para cenar y la veía de pie en la cocina, a veces quería darse la vuelta y volver corriendo escaleras abajo. La actitud casamentera de Rafe, cada vez se la iba tomando más a pecho. Llevando la escena un poco más lejos, podía ver su futuro con Melissa de pie en la cocina en otra cocina, una que construiría para ella en Oregon con el dinero que habría ganado. Ella se vería hermosa — descansada y feliz, tan diferente de la demacrada y gastada chica de rostro grisáceo que había conocido a finales de junio. Cuando ella lo mirase, sus ojos grises celebrarían una mirada de bienvenida, y la promesa de algo más íntimo que llegaría más tarde. Y allí estaría Jenny,

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una niña sonriente por ese entonces, tan rubia como su madre, arrastrando todos los juguetes de madera que él habría tallado para ella. Nunca recordaría que él no la había engendrado, y en su mente, ella sería tan suya como de Melissa. Durante las largas noches de invierno en Oregon, él y Melissa se meterían en lo más profundo de la ropa de su cálida cama y explorarían sus cuerpos mutuamente con asombro, reverencia y pasión. Ella y Jenny serían su familia, una que él habría hecho, que le querría, no como la otra que había tenido. —Maldita sea, juró en voz alta, y apartó la bandeja, disgustado consigo mismo. Lo estaba haciendo de nuevo, pintar ese cuadro color de rosa, poco realista, en su cabeza de una vida ideal. ¿No había Melissa dejado suficientemente claro que lo último que quería ahora era otro hombre? ¿Quién podía culparla después de lo que había pasado? ¿Y qué es lo que él haría con otra mujer? La codiciosa inconstancia de Elizabeth había curado su idea de sentar la cabeza. Todo lo que Dylan quería era una oportunidad de vivir una vida sencilla, que se rigiese por sus propias reglas y su propio código, y que fuera muy diferente a la de Griffin Harper. Durante su último enfrentamiento, el padre enfurecido de Dylan le había revelado algo tan asombroso que al oírlo, Dylan se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Esas palabras fueron lo último que el viejo dijo. Dylan giró sobre sus talones, guardó sus cosas y dejó atrás una casa decorada con recuerdos y tesoros robados, saqueos realizados a aquellos que eran menos afortunados mediante ejecuciones de préstamos bancarios. Barones ladrones — era como se conocían a los hombres como su padre. Sacudió la cabeza y se preguntó por qué no se había dado cuenta de la verdad antes de ese momento. Su hermano, Scott, anhelaba aprender las sucias prácticas del negocio de su padre, pero Dylan siempre se había sentido como un extraño, el forastero de la familia. Lo único que tenía en común con ellos era su apellido. Dylan se quedó sentado en el mostrador con el plato de guiso frío y sus pensamientos sombríos hasta que el cielo de finales de julio comenzó a oscurecer. Sabía que no podía evitar ir arriba por más tiempo — eran casi las diez. Suspirando, se levantó y cogió su sombrero. Luego se fue a la esquina de la tienda y cogió el voluminoso objeto envuelto en lona que había recogido en el Athenian. *** Con Jenny dormida en sus brazos, Melissa puso la mecedora más cerca de la ventana y se sentó un momento para mirar sobre los tejados de Dawson. El sol rozaba el borde más

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alejado de la tierra y tocaba los edificios más altos con oro. Ahora que el verano había madurado, durante unas horas el sol caía por debajo del horizonte y dejaba que la cuidad durmiese en la más absoluta oscuridad. Mirando hacia la calle, pensó que la multitud de gente en Front Street había disminuido un poco durante las últimas semanas. Ciertamente, la atmósfera de circo todavía estaba allí — los pianos tintineaban hasta la mañana, y los hombres que habían trabajado duro en los campos de oro durante todo el día, llegaban a la ciudad por la noche, deseosos de gastar lo que había ganado en una chica del saloon o en un juego de cartas. El Teatro Novelty mostraba una chica de pocas luces, llamada Freda Maloof, cuya valiente actuación consistía en bailar llevando sólo una bufanda, y el Saloon de las Hermanas Oatley se llenaban de clientes seis noches a la semana. Sin embargo, todos los días salían barcos de vapor de Dawson que deportaban mineros que habían logrado reunir lo suficiente para volver a casa. Mientras Melissa se ?mecía en la silla, las sombras grises y lavanda de la noche ártica se hicieron más largas, y Dylan todavía no había vuelto. Detrás de ella, sobre la mesa, el lugar que ella había creado para él le esperaba, aunque estaba segura de que el pollo asado se habría quedado frío y seco durante las últimas tres horas. Demasiado cansada y ansiosa para comer cualquier cosa, la comida simplemente se iría al garete si no volvía pronto. Sintiéndose miserable, Melissa agarró el brazo de la mecedora. Ella sabía que era su culpa que Dylan no hubiese vuelto a casa. Si no le hubiese preguntado por Elizabeth Harper, no lo habría enfadado tanto como para mantenerle alejado. Esa tenía que ser la razón por la que aún no había subido. Qué pregunta más estúpida y entrometida le había hecho, pensó. Ella jamás se inmiscuía en los asuntos de otros, pero su curiosidad había sacado lo mejor de ella. Bueno, había sido más que su curiosidad — el demonio de los celos la había empujado a hacerlo. Le sentaba fatal estar celosa de una mujer de quien no sabía nada. Pero Melissa había oído el fantasma de un anhelo inconfundible en la voz de Dylan cuando habló de la esposa de su hermano, y por un instante, deseó que ella fuese la única mujer que ocupase un lugar en su corazón. Que fuese el padre de la pequeña dormida que sostenía contra su pecho. Finalmente, después de que las estrellas de la noche comenzaran a emerger, Melissa escuchó las botas de Dylan por la escalera. Se irguió en la mecedora y escuchó con atención. Sus pisadas eran más lentas de lo normal, como si estuviera demasiado cansado o — por favor, no — demasiado borracho para subir los escalones de dos en dos, como hacía a menudo. Afuera, en el rellano, oyó un par de fuertes golpes, como si se hubiera sentado de golpe, o estuviese tambaleándose y hubiese chocado contra la pared. En el otro lado de la puerta Dylan forcejeaba con el pestillo, como si no pudiera

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recordar cómo funcionaba — Melissa conocía ese sonido, lo había escuchado con bastante frecuencia en su vida. Oh, Dios, debe estar borracho. Con una mano temblorosa, encendió una cerilla y acercó la mecha a la lámpara de aceite sobre la mesa a su lado. Aunque Dawson ya disponía de electricidad, ni esa habitación ni la planta baja estaban preparadas para la nueva tecnología. La luz de la lámpara llenó la habitación con un brillo duro, si un problema se acercaba, quería verlo venir. A pesar de los progresos que había hecho, sus viejos temores y presentimientos se precipitaron de nuevo sobre sus aguas, como después de una tormenta. Las últimas semanas que había vivido en relativa paz no habían sido suficientes para hacerle olvidar toda una vida de esconderse de un padre furioso, borracho; o de su matrimonio con Coy; o para convencerse completamente de que Dylan nunca le haría daño, ebrio o sobrio. Con las palmas de sus manos húmedas de presagios, se levantó de la mecedora y puso a Jenny abajo en su cama. Independientemente de lo borracho que estuviese, no le haría daño a Jenny, se aseguró a sí misma, le gustaba Jenny. Sus pensamientos febriles revoloteaban alrededor de su cabeza como pájaros atrapados. Viendo la puerta abrirse, respiró profundamente, preparándose para lo peor. Entonces vio la razón por la que Dylan arrastraba sus botas y los ruidos retumbantes que había oído en el rellano. En el hombro llevaba una gran lona que envolvía un objeto. Melissa se quedó clavada en el suelo, mirando fijamente mientras él bajaba la carga a las tablas del suelo. Finalmente, se enderezó y miró hacia lo que le estaba esperando en la mesa. — Um, siento haberme perdido la cena. Es que... bueno, no puedo explicar — Se interrumpió y señaló hacia la lona. — En fin, pensé que te podría gustar esto. Melissa dio un paso más cerca. No parecía estar enfadado, y sin duda, no estaba borracho. De hecho, parecía casi tímido. — ¿Qué es? Jenny, despierta y viendo todo lo que acontecía en la habitación con gran interés, seguía los movimientos de Dylan. A Melissa le daba la sensación de que la niña fijaba sus ojos azules en la alta figura de Dylan siempre que estaba cerca. Ella no era la única que lo hacía. —Pensé que no estaba bien que el bebé tuviese que dormir en esa maldita caja. Apartó la lona para revelar una cuna de aspecto caro. —¡Oh! Exclamó Melissa y cruzó las manos sobre el pecho. Había estado preparada para lo peor, nada en su experiencia previa le había enseñado a prepararse para lo mejor. — ¡Es preciosa! Cruzó el suelo en dos pasos y se agachó junto a la cama, extendiendo una mano

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para acariciar los carriles de roble pálido. Nunca había visto una cuna parecida. En lugar de tener una base que se meciese, al igual que la silla, esta cuna colgaba suspendida entre dos bases firmes, fijas, que le permitía oscilar entre ellas. En el interior había una manta blanca como la nieve y una hermosa colcha de muselina rosa pálido. La garganta de Melissa se cerró, y unas repentinas lágrimas escocieron sus ojos. Su pobre Jenny, su bebé, ahora tenía una cama adecuada para dormir. Nació en una tienda de campaña en la oscuridad de un invierno canadiense, para encontrarse con una madre asustada y exhausta, dando gritos, y con un padre perezoso e intimidante. No había habido regalos para la niña de Melissa, para darle la bienvenida al mundo, ninguna familia cariñosa, ni abuelos, ni tías, ni tíos que compitiesen para abrazarla, cuidarla, guiarla. En lugar del nido suave y seguro que toda madre quería para su hijo, la existencia de Jenny había sido muy precaria. Hasta que Dylan Harper se cruzó en sus caminos. —¿Crees que le gustará? —Parecía inseguro, era la primera vez que había oído una nota de duda en su voz, y eso la sorprendió. Todo en él mostraba a un hombre que siempre sabía exactamente qué hacer. —Oh, sí, ¡Por supuesto que le gustará! Ella... no he podido comprarle muchas cosas. En verdad, Melissa había anhelado usar parte del dinero que estaba ganando para comprarle un par de cosas a su pequeña, pero teniendo siempre presente la deuda que Coy le debía a Dylan, no se había sentido libre de gastar lo que ganaba, ni siquiera para cosas necesarias. Melissa miró a Dylan ahora, tratando sin mucho éxito, de hacer caso omiso a su apariencia varonil. Parecía tan alto como un tótem, y su pelo veteado por el sol brillaba a la luz de la lámpara. — ¿Dónde en Dawson has encontrado algo tan bonito? Apoyando su mano en un extremo de la cuna —dijo: — No la he comprado aquí. Le pregunté al capitán del Athenian si podría conseguirla para mí cuando hizo su último viaje a Seattle. Es por eso que fui a la línea de costa esta tarde — a recoger esto. Melissa se levantó y lo miró a los ojos. — Dylan, gracias, susurró ella, aclarándose la garganta. Incapaz de expresar la mezcla de emociones que sentía — alivio, la gratitud de una madre, remordimiento por suponer que venía borracho, y una o dos más que tenía miedo de examinar más a fondo — no pudo decir nada más. —Esperaba que tal vez esto ayudase a compensar el mal día que has tenido hoy, murmuró. —Los he tenido mucho peores, respondió ella, al oír el sutil cambio en su tono de voz.

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Era cálido y personal... Íntimo. Poco a poco, Dylan tomó sus manos entre las suyas. Levantándolas hacia su pecho, la obligó a acercarse y pararse con las manos atrapadas entre sus cuerpos. Con su toque, la atmósfera alrededor de ellos se cargó. En ese instante, el mundo parecía que era de ellos dos. Incluso Jenny, por un momento, se desvaneció a un segundo plano, y la visión de Melissa se llenó de ese hombre de ojos verdes y cabello soleado. De repente, se sintió hipnotizada. Sabía que debía apartar su mano, pero no tenía ningún deseo de hacerlo. La mirada de Dylan se deslizó suavemente sobre su rostro, conectando con los ojos de ella; mirando su boca, su frente, su cuello, buscando, buscando. Ella observó, sin moverse, como él ladeaba la cabeza y bajaba su cara hacia la de ella, sus labios se separaron, ligeramente húmedos. Ella no hizo más que respirar su aroma y aceptar su beso. No fue exactamente un beso — sus labios apenas rozaron los de ella, ligeramente, tentativamente. La sensación era como ninguna de las que había conocido hasta el momento — dulce, tierna, emocionante. Su piel se erizó sobre su cuero cabelludo y a lo largo de su espalda. Respiró profundamente y un pequeño gemido se formó en su garganta. El sonido sacudió a Dylan, y de repente interrumpió el beso con una rapidez que fue casi violenta. Melissa se inmutó. ¿Qué demonios le estaba pasando? Esto fue exactamente lo que le prometió a Melissa que no iba a pasar, aquella tarde fuera del Saloon La Chica de Yukon. Pero su cuerpo no había hecho ningún acuerdo de ese tipo. Sintió su sangre corriendo a través de él, golpeando su ingle donde se cernía una excitación feroz. Su respuesta física parecía más la de un adolescente que la de un hombre adulto. ¿Qué habría hecho después? ¿Se habría entregado a su deseo de envolver sus brazos alrededor de ella y enterrar su cara en su cuello? ¿Y después de eso? Miró a la sorprendida cara de Melissa y soltó sus manos. —Lo siento, no pretendí. —Oh, pero no me ha molestad — quiero decir, está bien. —No, maldita sea, no está bien. Y no va a suceder de nuevo. Te prometí que no me aprovecharía — hizo un gesto impaciente por la habitación — de esto. De tenerte aquí. Obviamente afectada, su rostro se inflamó de color. Él la había avergonzado, y estaba haciendo todo lo posible para ocultarlo. ¿No había sufrido suficiente humillación por hoy? ¿Y en toda su vida? Pensara lo que pensase de él, jamás se perdonaría que pensase que estaba tratando de seducirle comprándole regalos a su pequeña. Quitándose el sombrero con muchas ínsulas, lo tiró sobre la cama. Aterrizó en el saco de

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arroz todavía firmemente situado en el medio del colchón. Mierda. Si eso no era suficiente para recordarle su situación, tal vez un caballo dando patadas en su cabeza, lo sería. No era la primera vez desde que Melissa llegó para quedarse, que se sentía encerrado en esa habitación. Trató de decirse a sí mismo que era porque no le gustaba compartir su vida privada, pero ahora se daba cuenta de que era porque los cuartos pequeños le dificultaban mantener su palabra. —¿Vemos a ver si a Jenny le gusta su nueva cama? Propuso Melissa mientras jugueteaba con sus puños. Agradecido por el cambio de tema y actividad, dio un salto hacia adelante. — Buena idea. .Dylan trasladó la cuna hasta los pies de la cama, y Melissa sacó a Jenny de esa maldita caja que tanto les disgustaba. Pero después de que pusiese al bebé en su cuna nueva, la tensión entre ellos se fundió mientras miraban a la pequeña uno al lado del otro, con sus brazos rozándose. Él le dio un pequeño empujón a la cuna y se empezó a mover. La niña les sonrió, y Dylan sintió la oleada de ternura más grande que jamás había conocido. Jenny no era su hija, y Melissa no era su esposa. Nunca iban a ser su familia. Pero en ese momento daría cualquier cosa por poder cambiar eso. *** Esa noche, Melissa cayó en la cama, exhausta por el largo y estresante día. Pero mientras yacía acurrucada contra el saco de arroz, esperando a que le entrase sueño, se sentía satisfecha e inquieta al mismo tiempo. Desde el principio, Dylan le había dejado claro que tenía sus propios planes, y que les había aceptado, a ella y a su hija, como un simple acto de caridad temporal. Ella lo había temido tanto como había temido a cualquier otro hombre que hubiese conocido, podría ser violento, terrible y cruel. Pero nunca hacia ella. Una y otra vez, él había emprendido su camino para hacer cosas buenas por ellas. Cuando pensaba en esas cosas — la ropa que les había comprado, la mecedora, el cartel de su lavandería, y ahora la cuna — se daba cuenta de que jamás nadie le había dado tanto. O había pensado tanto en ella, siquiera. Entonces esa noche, cuando él la había besado, sintió una salvaje aceleración; el impulso de responderle. En lugar de soportar sus caricias, quería llevar sus manos hacia él para

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poder acariciar su pelo largo y sentir sus músculos bajo la camisa. Pero él se retiró antes de lo que a ella le hubiese gustado. Incluso ahora se sentía tentada a mirar por encima del saco entre ellos sólo por el placer de mirarlo a la luz tenue. En la relativa tranquilidad de la habitación, podía escuchar su respiración — estaba tan cerca, y ella sabía que estaba allí, sólo en calzoncillos con la sábana hasta la cintura. Lo había visto muchas otras veces así. En lugar de dejarse llevar por la tentación, se dio la vuelta y golpeó la almohada con un largo suspiro. Fuego, oh, ella estaba jugando con fuego. Por un lado, no sabía a ciencia cierta que Dylan no estuviese enredado con alguna mujer de su ciudad. De hecho, no sabía mucho de él en absoluto, excepto que estaba en el exilio, lejos de su familia, tal y como ella. Y le gustase o no, ella seguía siendo la esposa de Coy. Pero incluso si no lo fuese, y mientras que Dylan pudiese ser tan libre como un pájaro, sabía que él valoraba su independencia tanto como su integridad. Con ese revoltijo de pensamientos girando en su cabeza y azotando su corazón, finalmente cayó rendida. Unas horas más tarde, los gritos de Jenny traspasaron las capas del agotador sueño de Melissa. Comenzó a mover sus extremidades que se sentía pesadas como plomos, para atender a su hija, pero cuando se incorporó, apoyándose en sus codos, vio a Dylan inclinándose sobre la cuna del bebé y poniéndole cuidadosamente en su hombro. —Tranquila, pequeña Jenny, susurró. — Vamos a dejar que mamá duerma, ¿de acuerdo? Ha tenido un día infernal. El bebé se calmó inmediatamente y Melissa observó mientras él la llevaba hasta la mecedora, donde se sentó a través de un rayo de luz de luna. Llevaba sólo unos calzoncillos, y su pelo rozaba sus hombros desnudos. El ruido de la calle se desvaneció, y Dylan acunó a la niña en sus brazos. Ambos dos parecían de plata. Su cabello parecía casi blanco, y las sombras afiladas caían sobre su rostro mientras sonreía a la pequeña y la besaba en la frente. Cuando volvió a hablar, su susurro fue tan suave y ligero como molinillo de viento, como si fuese a contar un secreto que sólo Jenny estaba destinada a escuchar. — Te quiero, cariño. Melissa guardó silencio y se recostó contra la almohada, con la garganta apretada por tanta emoción. Dio las gracias a Dios porque Dylan Harper sintiese tanta ternura y afecto hacia su hija. Luego rezó para que pudiera aprender a sentir ambas cosas por ella, también.

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CAPÍTULO NUEVE

Dos días más tarde, Melissa estaba sentada sobre una caja de cartón junto a sus tinas, mirando hacia la calle mojada, con los codos apoyados en sus rodillas y la barbilla en sus manos. Una llovizna caía del cielo gris opaco desde la mañana, y no mostraba signos de ir a cesar en breve. El humo acre proveniente de las cocinas de toda la ciudad, quedaba suspendido en el aire, sostenido por la sobrecarga de nubes pesadas. Afortunadamente, había habido pocos días lluviosos. El clima húmedo hacía que su duro trabajo fuese aún más difícil. Aunque ella y sus tendederos estaban bajo la cubierta de un toldo de lona que Dylan había construido cuidadosamente, el aire cargado de humedad dificultaba el secado de la ropa mojada. Incluso su falda esta fría y húmeda hasta casi sus rodillas. Gracias a Dios, Dylan se había ofrecido para que Jenny durmiese en su tienda. Mientras permanecía sentada, hizo algunos cálculos mentales y se dio cuenta de que con la paga extra que el Gran Alex le había dado, ahora tenía cerca de mil dólares en oro. ¡Mil dólares! Se maravilló, mirando el día lluvioso. En Portland ella y Jenny podrían vivir durante dos o más años, con esa cantidad de dinero. Sin embargo, su primera obligación sería pagarle la deuda a Dylan. Ganar oro no había sido fácil, pero había sido rápido, y sería capaz de ganar más, siempre y cuando hubiese ropa sucia en Dawson. Tenía cierta competencia, pero ella aún así, tenía más trabajo que tiempo para dedicarse a él. Tenía una ventaja, sin embargo, que la competencia no — una clientela a quien le gustaba oírle cantar. Melissa no tenía experiencia en los negocios, pero era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que su canto era un activo que no le costaba nada. Nunca iba tan lejos como para hacer actuaciones, pero su hábito de entretener a Jenny había atraído a clientes de toda la región. Lottie Oatley, que cantaba a los mineros con su hermana, Polly, le había incluso visitado un día para ofrecerle trabajo en su sala de conciertos. Pero Melissa estaba satisfecha de continuar con su negocio de lavandería. Ahora bien, siempre que su corazón encontrase la misma felicidad en esa tarea. Se resistía como podía a la tentación de mirar hacia atrás por encima del hombro, hacia la ventana del comercio

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de Dylan, como lo había hecho tantas veces en los últimos días. Nunca lo encontraba allí — lo cual era bueno. ¿No? Puesto que él le había comprado la cuna para Jenny, Dylan había estado en sus pensamientos durante casi cada minuto del día que no requería que su atención se dividiese entre él y su pequeña. Sus pensamientos sobre él le daban más miedo que lo bueno que estaba siendo con ella. Estaba hasta empezando a lamentar que el saco de arroz siguiese siendo una barrera entre ellos cada noche. ¿Serían todos los hombres tan descuidados y brutos en la intimidad? Se preguntó. ¿O sería diferente con Dylan? Sólo de pensarlo, sus mejillas ardieron con fuego interno. Las cávalas de Melissa fueron interrumpidas cuando oyó el chapoteo de unas botas que se acercaban. Levantó la vista para ver el familiar abrigo de lana roja del Sargento Foster Hagen, de la policía montada del noroeste. Era alto y tieso como un palo, con ojos grises y un bigote cuidadosamente rizado. Llevaba el sombrero de policía directamente sobre la frente, completando su peculiar apariencia. Aunque la lluvia le había alcanzado y su uniforme estaba empapado, no daba indicios de malestar; acostumbrado como estaba a todo tipo de clima, bonito o asqueroso. Y aunque su porte le hacía notable, era imposible que Melissa pudiese olvidarle, de todos modos. Él había sido el oficial que arrestó a Coy y lo llevó a la pila de leña del gobierno. Miró hacia la señal colgada al lado del edificio, y luego a ella. — Usted es la señora de Coy Logan, ¿no es así? Se levantó de su asiento. Dios, ¿qué habría hecho Coy ahora? Se preguntó con ansiedad. — Sí, lo soy, pero no sé dónde está mi marido, sargento. A excepción de una breve... Visita hace dos días, no lo he visto en las últimas semanas. —Oh, yo sé dónde está, señora. Por favor — hizo un gesto hacia la caja de cartón — — Siéntese de nuevo. Las manos de Melissa se volvieron frías como el hielo, y las cerró en puños dejándolas reposar en sus costados. Debía haber hecho algo realmente malo esta vez — Dios mío, tal vez le habían dado un billete azul; la obligación de abandonar el territorio. No le importaba si ese era el caso, pero como su esposa, tal vez las autoridades podrían obligarles a ella y Jenny a marcharse con él, también. — Prefiero estar de pie, sargento, si no le importa. Él asintió con rigidez, y por un momento su porte militar se tornó en inseguridad. Levantó la vista hacia el cartel una vez más, y luego la bajo a ella. — Bueno, señora Lo... Señora, es mi deber informarle que lamentablemente.

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Melissa apretó sus puños. —— su marido, Coy Logan, ha fallecido esta madrugada en el Hospital de Santa María. Neumonía, creo que es lo que el Padre William ha dicho. El aire abandonó sus pulmones, y clavó sus ojos en el sargento. — ¿Está — está muerto? ¿Coy está muerto? Él inclinó la cabeza, y unas gotas de lluvia se precipitaron del ala ancha de su sombrero. — Sí, señora, me temo que sí. ¿Dice que no había visto a su marido últimamente? Melissa bajó la mirada, fijándose en la plataforma de madera bajo sus pies. Tragó y tragó saliva, pero tenía la garganta repentinamente tan seca como el algodón. — A excepción de unos minutos, hace dos días, no lo había visto en las últimas semanas. Coy pensó que le iría mejor en Dawson sin la carga de una esposa y una hija. Así que nos dejó aquí. Ella no mintió, pero a pesar de estar en estado de shock, tuvo mucho cuidado de no mencionar ningún detalle de su ilegal divorcio. El sargento imperturbable parecía claramente incómodo. Golpeó sus guantes contra la palma de su mano y jugueteó con su impecable bigote. — Sí, bueno, lo encontramos inconsciente detrás de uno de los saloons anoche. Al parecer, volvió en sí lo suficiente como para decirle a una de las hermanas dónde la podríamos encontrar. Alzó los ojos de nuevo. — ¿Sabe... ¿Sabe si dejó algún mensaje para mí? ¿O para su hija? El Sargento Hagen cambió su peso de un pie a otro, mientras que un charco se formaba alrededor de sus botas. — No me han comentad — No, no creo que lo hiciera, señora Logan. Lo siento mucho. Las hermanas dijeron que no tenía dinero ni objetos personales. —¿Debería prepararlo todo para el funeral? —No, eso no será necesario. Hubo una pequeña confusión y, bueno, ya ha sido enterrado en nuestro foso antes de que tuviera la oportunidad de encontrarle. —Un foso — ¿quiere decir que su tumba no ha sido grabada? —Sí, así es. Se quitó el sombrero mojado con deferencia y añadió: — Mis más sinceras condolencias, señora. Luego caminó de vuelta a través del barro hacia Front Street. Coy había muerto. Era una mujer viuda. Tal cual. Melissa se dejó caer en la caja de cartón. El hombre que se había casado con ella y la había alejado de su infeliz casa en Portland, que era el padre de su bebé y la trajo a ese paraje desierto, se había ido.

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Parecía disipado un par de días atrás, pero su horror al verlo otra vez fue tan grande que no se dio cuenta que estaba enfermo. Cruzó sus manos con fuerza sobre su regazo. Tal vez eso fue por lo que se presentó allí ese día. Sabía que estaba enfermo y esperaba que ella lo cuidase. De todas las cosas que había pensado que le podrían suceder, nunca había imaginado que se marcharía de este mundo como un paciente de la caridad para ser enterrado en una tumba sin nombre, como un indigente. Pese a que lo intentó, Melissa no podía despertar ningún sentimiento de dolor dentro de ella o cualquiera otra emoción, salvo una. Y ella luchaba para empujarla al fondo de su mente, porque era cruel e indigna. Sintiéndose de repente muy fría, se puso de pie otra vez y fue a buscar a la pequeña que había concebido con el fallecido Coy Logan. *** Cuando Melissa entró en la tienda, una mirada a su cara blanquecina le dijo a Dylan que algo no iba bien. Rafe, que estaba sentado tirando cartas a la escupidera de nuevo, obviamente lo notó también — el diez de tréboles dio un giro salvaje y cayó muy lejos de su objetivo previsto. —Melissa —dijo Dylan: — ¿estás bien? Se movió como una sonámbula por el suelo hacia la cuna de Jenny, que habían traído abajo para usarla en la tienda. Cogiendo al bebé en sus brazos, tocó con su mejilla la cabeza sedosa de la niña. Dylan salió de detrás del mostrador. — Melissa, repitió, preocupado. Extendió la mano y la agarró del brazo. De pie tan cerca de ella, podía oler la lluvia en su pelo. — ¿Ha vuelto Logan? Ella negó con la cabeza. — No, no nos molestará nunca más. Sus ojos grises estaban tan blancos como la pared. — Coy está muerto. Por un momento salvaje, mientras miraba la cara blanca como el papel de Melissa, fragmentos de distintas ideas se formaron en su mente, y se preguntó si ella habría matado a Logan. Apretó su agarre en su delgado brazo. — ¿Muerto? —El Sargento Hagen dijo que tenía neumonía. Continuó explicando la noticia que el montado le había dado, en un tono monótono. Rafe usó su bastón para empujarse fuera de la silla. Con una gravedad decorosa dirigió

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a Melissa hacia ella. — Por favor, siéntese, querida. Esto es un gran shock, estoy seguro. Se ofreció a traerle un vaso de agua y algo para el dolor de cabeza, que ella declinó. Luego recogió su baraja de cartas de la escupidera de esmalte, se apartó de ella, y sacó su reloj de oro del bolsillo. Llego tarde a un juego de cartas en el Saloon Pioneer —le dijo a Dylan en voz baja, sin aliento. — Espero tener la clase de suerte que acaba de ser depositada en tu puerta. —¿De qué estás hablando? —Dylan murmuró de nuevo. Rafe le dio su sonrisa de calabaza a lo Jack-o’-lantern. — Me imagino que caerás en ello más tarde. Acariciando el brazo de Melissa en la salida, salió de la tienda. Dylan volvió su atención hacia ella. — ¿Quieres café? Ha estado reposando desde primera hora de la mañana. —Eso estaría bien. No me importa. Le sirvió una taza del líquido negro amargo y se lo dio. Lo sostuvo sin beberlo, como si fuera un maniquí en un escaparate. Sacando un taburete, Dylan se sentó a su lado, deseando poder pensar en algo elocuente que decir. Dadas las circunstancias, no parecía justo decir que se alegraba de que Logan no la volviese a molestar nunca más. —Lo siento, Melissa. En ese momento, ella lo miró con los ojos brillantes de lágrimas. Dios, ¿todavía se preocupaba de ese mal nacido? —Pero yo no lo siento —dijo. Oyó la ira y el miedo arrastrándose en su voz. — Yo no lo siento en absoluto. Me alegro de que esté muerto, y no debería. Me siento tan culpable por ello. El remordimiento es uno de los pocos sentimientos que nos eleva por encima de los animales, y yo no siento ningún remordimiento por Coy. Ella saltó de la silla tan de repente, que Dylan temió que pudiera dejar caer a Jenny. Pero puso el café en la mesa y con un beso, dejó al bebé en su cuna. —No tienes porqué sentirlo, Melissa —dijo. — Él escogió su propio camino y sus propias decisiones. Era un hombre hecho y derecho, incluso si él no actuaba como tal. El color volvió a su rostro, y la furia, quizás la de toda una vida, entró en erupción en ella. — ¡Pero ahora está muerto! ¡Debería ser capaz de perdonarle! ¡Perdonarle las veces que me golpeó y me menospreció y me ordenó hacer cosas como si fuera un — un perro! ¡Debería poder pasar por alto las cosas que me llamó — estúpida, imbécil, pu-puta! ¡Igual que a mi madre! — Se paseó por el tablón del suelo, su falda húmeda golpeando contra sus tobillos. Tenía las manos entrelazadas delante de ella como si estuviera haciendo un llamamiento a la comprensión, mientras las lágrimas mojaban su cara. — ¡No puedo

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perdonar nada de eso! Nunca amé a Coy, pero si me hubiera tratado decentemente, podría haber sido una buena esposa para él. Tal vez podría incluso haber aprendido a quererle. ¡En lugar de eso, lo aborrecía, y le deseé muerto tantas veces que ahora se ha hecho realidad! La callada, tímida mujer que Dylan conocía, había desaparecido por completo. En su lugar había una persona indignado por las injusticias que había soportado. Frotó su cara mojada de lágrimas. En ese momento Ned Tanner entró en la tienda, las gotas de lluvia cayendo de su pelo engrasado. Su mirada curiosa, ansiosa, se apoderó de Melissa, quien tenía los ojos desorbitados como una arpía. Dylan saltó de su taburete y literalmente empujó a Ned contra la verja. —Pero Dylan, necesito otro martillo —Está cerrado, Ned, le gritó y cerró la puerta. La interrupción apagó algo del fuego de su diatriba. Dylan la agarró por los hombros según se acercó a él. Ella no era una mujer pequeña, pero se sentía tan delicada como un pájaro bajo su toque. —Cariño, ya sabes que en realidad, no puedes desear la muerte de una persona y que así suceda. No funciona de esa manera. Y no importa si no le puedas perdonar. El que haya muerto no cambia lo que te hizo. Logan era un borracho y un matón, y se dirigía a un mal final. Dylan pensó en la furia que había corrido por sus venas cuando clavó su cuchillo en el cuello escuálido de Logan. — Si no hubiera muerto de neumonía, alguien probablemente lo habría matado con el tiempo. Volvió la cara hacia la suya, y la angustia que vio en la expresión de ella le retorció el corazón. Esperaba que Coy Logan estuviese en el infierno, y que su culo sin valor se estuviese friendo por todo lo que le había hecho a Melissa. —Pero de alguna manera, si no puedo al menos lamentar que esté muerto, eso no me hace mejor que él. Él negó con la cabeza. — Te hace humana. Es humano estar enfadado con alguien que te hace daño. —¿De verdad lo crees, Dylan? Oh, ella tenía una manera de mirarle como si supiera más que Dios mismo. — Por supuesto. De lo contrario, serías una mártir. Y los mártires son tan aburridos. Ella le dedicó una pequeña sonrisa que fue directa a su alma. — Tal vez.

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Dejó caer el brazo de sus hombros. — Nunca olvidarás la forma en que te trató, pero apuesto a que después de mucho tiempo, el recuerdo de ello se desvanecerá. Será una parte de tu vida que formará parte del pasado. Miró hacia Jenny. — Y ella no se acordará de nada en absoluto. —Eso me importa más que cualquier otra cosa, coincidió Melissa. — Fue tan horrible escuchar a mi padre decirle a mi madre todas esas cosas tan terribles y tratarle como si fuera su sirvienta. Él — él debió ser bueno conmigo algunas veces, pero no lo recuerdo. Sólo recuerdo las cosas malas. Él suspiró. — Tal vez, algún día esos recuerdos desaparecerán también. A pesar de que sus pasados fueron muy diferentes — el de ella marcado por la pobreza y el suyo, por el privilegio — ninguno de los dos tenía buenos recuerdos que guardar en su corazón. Y mientras la miraba a la cara, sintió por un momento que sólo se tenían el uno al otro. Cediendo a la tentación de abrazarle, Dylan la envolvió entre sus brazos. Para su sorpresa, ella se relajó entre ellos, y su cuerpo respondió con un anhelo palpitante que le hizo pensar en arrojar el saco de arroz por la ventana. Sus labios, suaves y rosados, estaban a pocos centímetros de los suyos. Su pelo, oliendo a lluvia y a jabón, estaba apoyado bajo su mandíbula. La otra noche se había llamado a sí mismo estúpido por casi besarle, y le había prometido que no volvería a suceder. Ahora, teniéndole tan cerca, con ese dulce aroma y manteniéndole bajo su rostro, no podía recordar porqué... Melissa sintió los dedos de Dylan bajo su barbilla, intentando subir su cara hacia él, y le pareció la cosa más natural del mundo. Se quedó hipnotizada por los ojos, fascinada por el largo, pelo soleado que rozaba sus anchos hombros. Justo por encima del hueco de su garganta vio el latido de su pulso, fuerte y firme. Su masculinidad salvaje la estaba llamando, pidiéndole a su feminidad que respondiera. Cuando su boca cubrió la de ella, los pensamientos de Coy y su padre y Dawson se retiraron como la niebla bajo un sol abrasador. Sus labios estaban calientes, llenos y suaves, y la sensación de ellos no se parecía a nada que hubiese conocido anteriormente. La peculiar aceleración que había sentido en torno a él antes duplicó su ritmo ahora, bañando su cuerpo con calor y agitación. Él trazó sus labios con su lengua, sedosa y cálida, para que estuvieran tan húmedos como los suyos. El pulso de Melissa dio un salto y su respiración se hizo profunda. Sabía débilmente a café, y olía a piel de ante y a madera recién cortada. Devolviéndole el beso, levantó tímidamente sus brazos, poniéndolos alrededor de su cuello, con lo que su torso entró en contacto con el de él. Al entrar en contacto, él respiró rápido y profundamente. Nada existía para Melissa, sólo Dylan y su beso.

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Jenny empezó a quejarse, entonces, poniendo fin al momento. Melissa se apartó, sintiéndose un poco incómoda. — Creo que quiere. —Es la hora de su cena — Dijeron los dos al mismo tiempo. Él sonrió. — ¿Estarás bien ahora? —Sí —dijo ella, sonriendo con timidez. Inclinándose, le dio un beso en la mejilla. — Ve, entonces. Subiré un poco tarde para cenar. Cogió a Jenny de la cuna y lo miró por última vez. — Entonces no me apresuraré para empezar a prepararla. Él abrió la puerta para ella, y mientras Melissa salía por la verja, se dio cuenta de que se sentía mucho mejor. Esto se debía, sobre todo, a Dylan Harper. *** Le tomó un tiempo, por la confusión en su corazón sobre sus sentimientos hacia Dylan, y la sorprendente noticia de la muerte de Coy, pero Melissa finalmente se dio cuenta de una cosa importante. Era libre. No sólo porque Rafe Dubois lo hubiese dicho aquella tarde en el Saloon La Chica de Yukon. Ni tampoco porque hubiese dejado de usar el apellido de su marido. Ella era verdaderamente libre — una mujer independiente. Coy Logan nunca aparecería en su lavandería de nuevo, exigiendo que se fuera con él. Nunca la golpearía de nuevo, ni la insultaría, ni demandaría cualquier otra cosa de ella. Ella tenía el derecho y la libertad de vivir su vida como creyese conveniente; de criar a Jenny y darle todas las ventajas que pudiera permitirse. Cómo lo haría, y qué implicaría, no lo sabía todavía. Esa noche, después de cenar, mientras el bebé dormía en su cuna nueva, una conversación con Dylan la hizo parar y pensar en ello. ¿Qué es lo que quieres de la vida? Le preguntó. Se sentó a la mesa con su silla inclinada hacia atrás, contra la pared. Desde la ventana un rayo de sol de medianoche caía sobre los planos de su rostro cincelado, tocando sus pestañas con oro.

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Melissa se sentó frente a él, tomando cuidadosas puntadas pequeñas, terminando un vestido nuevo que había hecho para Jenny. ¿Qué es lo que quiero? Ella nunca se había detenido realmente a pensar en ello, a pesar de que suponía, la verdad había estado allí todo el tiempo. —Estar segura y cómoda. Hizo una pausa para humedecer el extremo de su hilo antes de meterlo a través del ojo de la aguja. — Nunca quise ser rica, de verdad. Bueno, supongo que solía soñar con la gran casa donde mi madre trabajaba, y me gustaba fingir que vivía allí y tenía sirvientes que esperaban por mí y un conductor que me llevaba a donde yo quería en su automóvil. Pero eso era como ponerme en un cuento de hadas. —Seguridad y comodidad. Suena razonable. Yo quiero criar caballos. —¿Caballos? Eso era una revelación, pensó. Por lo que ella sabía, él ni siquiera tenía un caballo en Dawson. —Es todo lo que siempre he querido. —¿Nunca has querido una esposa, una familia? Melissa bendijo la oportunidad de plantear la pregunta. Él frunció el ceño. — En un momento pensé que sí. Pero ahora pienso de otra manera. Decepcionada por su respuesta ambigua, le preguntó: — ¿Cómo llegaste a interesarte por los caballos? —Mi padre y mi hermano estaban atrapados en su banco, las hipotecas y las ejecuciones hipotecarias destructoras de préstamos. Incluso si hubieran sido menos crueles, no era el tipo de negocio en el que quería involucrarme. Le dije al viejo que podría encontrar mi éxito criando caballos, si me dejaba intentarlo. Invertí todo lo que tuve para empezar, y su banco me prestó el resto. Cuando se dio cuenta de que podía hacer dinero con ello, accedió a dejarme usar sus establos. —¿A quién le vendiste los caballos? —Un par de ganaderos de la zona se llevaron unos pocos. Pero la mayoría de ellos fueron al ejército en Fort Vancouver. No eran cualquier tipo de animal — les vendí carne de caballo fino, para ser montada por funcionarios. Melissa se ajustó el dedal. — Debiste venir al norte con una gran cantidad de dinero. Él negó con la cabeza. — Me quedaban por vender cuatro yeguas y un semental cuando salí de The Dalles. El dinero del resto lo usé para sufragar el préstamo — odiaba tener esa cosa deambulando en mi cabeza. Luego pensé en reconstruir mi stock. Pero esos planes fracasaron.

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Quería preguntarle por qué lo había dejado, qué le había llevado a separarse de su familia. Pero la última vez que le había preguntado, se había enfadado. Una vez que había comenzado, sin embargo, continuó como si estuviese respondiendo a la pregunta que ella no se atrevía a preguntarle. Sus ojos habían adquirido una mirada distante, con una expresión que le transportaba lejos de esa pequeña habitación encima de la tienda, atrapándole en el pasado. Melissa sintió un impulso casi irresistible de inclinarse sobre la mesa para tocar su mano, para hacerle saber que sus sentimientos le importaban, para decirle que entendía lo que era estar plagado de recuerdos. —Yo sabía que no encajaba con el resto de la familia —dijo con voz ronca. — Siempre fui diferente. Crecí en una casa grande con una cocinera y una criada, pero nunca me importó ese tipo de cosas. Melissa bajó el vestido a su regazo y lo miró fijamente. Ese hombre con el pelo largo, el cuchillo en el muslo, y un amuleto indio alrededor de su cuello — ¿habría crecido en un hogar con una madre como la suya que se preocupase por él? Un resoplido de risa retumbó fuera de él, como si le hubiera leído el pensamiento. — Sí, no lo sabrías sólo con mirarme, ¿eh? Jugueteó con un botón de perla diminuto que Melissa había dejado sobre la mesa. Tenía unas manos perfectas, pensó ella, de fuerte apariencia y dedos largos. —Bueno, no pensé que parecías el hijo de un banquero. Para ella, él se parecía más a un hombre de montaña. —No, nunca lo hice. Me fui de casa cuando tenía quince años y me fui a vivir a un ambiente de establos. Busqué refugio en las colinas y me vestí así. Me hice amigo de algunos indios Deschutes. El viejo lo odiaba. El dinero no significaba nada para mí, sobre todo cuando vi cómo el resto de ellos vivían. Dejó caer de nuevo la silla al suelo. — De vuelta en casa, él y Scott se vestían elegantes para la cena cada noche que iban a la maldita ópera o algo así. Invitaban al alcalde a cenar, u otros políticos a los que querían influir. Todos se sentaban en el salón, fumando cigarros y bebiendo brandy. Traté de mantenerme fuera del camino del viejo, porque si no lo hacía, estábamos predestinarnos a engancharnos de muy mala manera, en algún momento. El vestido olvidado, Melissa se inclinó un poco hacia adelante, esperando a que Dylan voluntariamente contase la razón por la cual finalmente se marchó. Y lo que la mujer de su hermano tenía que ver con todo eso. —Suena como una vida muy solitaria —dijo. —Sí, supongo que a veces, sobre todo cuando era joven. Otros niños hablaban de sus familias y de las cosas que hacían juntos. Yo siempre me pregunté cómo sería eso.

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—Supongo que no tenías muchos motivos para permanecer allí, añadió ella. Él se encogió de hombros. — Los tenía, y no los tenía. Había planeado ganar suficiente dinero para mover la operación a mi tierra, pero las cosas empezaron a caer en pedazos antes de que pudiera hacerlo. Y también estaba Eliza Entonces se detuvo y la miró antes de volver su atención hacia el botón del vestido entre sus dedos. — Mi padre se inmiscuyó en mi negocio. Él no sabía ni una maldita cosa acerca de los caballos, pero eso no le impidió decirme cómo hacer las cosas. Su camino no era mi camino. Si alguien no es honesto en los negocios, enseguida se da cuenta que no tiene nada que hacer conmigo. Yo nunca mentí ni engañé a nadie. No me hacía falta. La última pelea que tuvimos fue porque quería que le vendiese una de mis yeguas a un conocido negociante al que quería impresionar. Me negué. —¿Por qué? —Porque yo había visto los otros caballos del hombre. Los montaba duro, los guardaba húmedos, dejaba que se enfermasen. Dios, me daba pesadillas pensar en ello. Me quedé en el comedor y le dije que siguiese buscando — que mis caballos no estaban a la venta para él. Y esa noche, el infierno cayó sobre The Dalles. —¿Qué pasó? Le preguntó en voz baja. Él la consideró por un momento, como si estuviese tratando de decidir si quería abrir una vieja herida, que podría curarse sólo a la mitad de cómo estaba. Luego respiró hondo y apoyó los codos sobre la mesa. —Fue una escena horrible. Volví a los establos, y mi padre siguió despotricando. Me dijo que iba a fracasar en la vida, y la vergüenza que era para él. Luego lanzó algo nuevo — dijo que había sido un tonto por pretender que ese bastardo de mi madre era su propio hijo. Melissa miró fijamente. — ¿Eso era cierto? Dylan se echó hacia atrás en su silla y lanzó de nuevo el botón sobre la mesa. — Parece que mi madre estaba embarazada de dos meses con el bebé de un vaquero cuando Griff Harper se casó con ella. Mi abuelo le pidió que hiciera una mujer honesta de ella. Dijo que estaba de acuerdo porque sentía pena por ella. Pero tampoco le vino mal que ella fuese la única heredera de la tierra de un rancho muy valioso en Pendleton. Consiguió hacerse con todo ello después de que mi madre muriese. Levantó la vista hacia ella. — Supongo que debería haberme dado cuenta antes. No me parecía a nadie en mi casa. Nunca sentí que encajaba. —¿Pero no sabías nada de esto antes? ¿O no estabas completamente seguro?

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Él negó con la cabeza. — Nah. Te diré, sin embargo, que cuando yo era niño, a veces sí que pensé que podría ser un expósito. Scott era el que atraía toda la atención. Al final, lo tuvo todo. Hasta mis caballos. Ni siquiera sabía montarlos. Pero está bien — al menos puedo dormir por las noches, sin pensar en la gente a la que engañé, o eché de sus casas, o a la que le quité sus tierras. Un momento de silencio cayó entre ellos. Por último, se apartó de la mesa. — Creo que voy a bajar a la tienda. Él hacía eso todas las noches para dar un poco de privacidad a Melissa para que se asease y.se preparase para el momento de irse a dormir. Melissa había supuesto siempre que la razón por la que su vida había sido dura era porque había crecido en la pobreza. Pero la vida de Dylan, de alguna manera, no había sido mejor, y él había crecido con riqueza. —Creo que hay miseria en todas partes —dijo, más para sí misma. Dylan se detuvo con la mano en el pomo de la puerta y la miró por encima del hombro. — Así es, Melissa. Así es.

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CAPÍTULO DIEZ

Después de haber besado a Melissa en la tienda y hablarle de su pasado — de la mayoría, al menos — Dylan sintió un sutil cambio en su relación. Por mucho que no quisiera, él se encontraba siguiendo la forma redondeada de Melissa con sus ojos, y sus viajes a la ventana lateral se hicieron más frecuentes. Al ver a sus clientes amontonándose alrededor de ella, charlando, quería salir y decirles que dejasen de molestar, que tenía trabajo que hacer. Pero en el fondo, sabía que los mineros no la molestaban tanto como a él. Su belleza no era glamorosa ni la de una reina, como la de Elizabeth. Melissa tenía una gracia ordenada, tranquila, que le hacía pensar en arroyos claros y fríos y en flores silvestres. No podía siquiera imaginar a Elizabeth cambiando los pañales de un bebé o cuidando los otros aspectos desordenados de la maternidad. Melissa lo hacía y todavía conservaba su belleza y sus muy mejorados espíritus. Lo admitiese o no, su estado de ánimo había mejorado considerablemente desde la muerte de Logan. Dylan notó que había empezado a dejar de estremecerse ante grandes voces, y ya no miraba por encima del hombro cuando salía a la calle. Se decía una y otra vez que una mujer y una niña no jugaban ningún papel en su futuro inmediato. Estaba muy bien imaginar la escena de su cuento de hadas con Melissa y Jenny en la cocina cuando llegase a casa por la noche, pero era sólo eso — un bonito sueño. Se imaginaba que los primeros cinco años de su negocio ganadero no sería más que trabajo duro, y tendría que vivir en una cabaña mientras la casa y todas las dependencias fuesen construidas. No tendría problemas para eso — los adornos de fantasía nunca le habían importado. Pero sería demasiado duro para una mujer. Incluso si no lo fuese, Dylan no estaba dispuesto a arriesgar su corazón de nuevo. Y ese era el quid de la cuestión. Una mujer se merecía un marido completo, y sabía que no sería capaz de entregarse completamente a sí mismo. Él siempre se guardaba algo para sí, la parte de su alma que no le dejaría amar a Melissa por completo. Pero todavía miraba a Melissa con un anhelo que seguía creciendo cada día. Sólo estar cerca de ella era una especie de dulce tortura que le hacía sentir mejor que cuando había

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vivido solo, pero mirar y no poder tocar — era un infierno. La tarde después de que Logan muriese, Rafe se dejó caer por la tienda. Para evitar subir escaleras, que le robaban su débil aliento, había hecho arreglos para mudarse de la casa de huéspedes en la que vivía, a una habitación del primer piso en el ya acabado, Hotel Fairview. Aunque no había habitaciones en el primer piso, Belinda Mulrooney había arreglado una para él — por un precio, por supuesto. Un lugar agradable, admitió burlonamente, pero todas las paredes no eran nada más que papel lienzo. — Cada vez que un cliente se tirase un pedo, se escucharía en todo el edificio. Dylan vio a Rafe peor que como lo había visto en toda su vida. Su rostro estaba más pálido, y sus ojos hundidos le daban una mirada sumergida. La piel de su cara estirada, pegada sobre los huesos. Dylan sintió un escalofrío de aprensión correr por su espina dorsal Pero la ropa de Rafe eran tan pulcra como siempre, y su ingenio mordaz no había sufrido ninguna debilidad. Desde la calle, Dylan escuchó acordes de — Más cerca de mi Dios por ti. La tocaba la bocina de una banda del Ejército de Salvación que se había apostado en un punto de Front Street. —Veo que ahora tienes el lujo del acompañamiento musical, comentó Rafe, señalando con su bastón hacia el latón y el conjunto de pandereta. Al igual que un hombre viejo, se sentó en la silla donde había pasado tantas horas lanzando cartas y observando hacia la esquina de Dylan lo que él llamaba la última locura del hombre del siglo. — A excepción de la guerra con España, añadió con su acento rico. — Esto es realmente una idiotez suprema. —¿Estás bien, Rafe? Dado su rostro gris, aspecto y modo de andar arrastrando los pies, parecía una pregunta tonta, pero Dylan tenía que preguntar. Rafe le envió una expresión pícara. — ¿Por qué? ¿No me ves bien? Dylan se rió entre dientes. Incluso tan enfermo como estaba, Rafe aún podía hacerle reír. Se dio cuenta de que iba a echar mucho de menos a su amigo cuando no estuviese. —¿Has comprendido ya lo de la fortuna depositada en tu puerta con la muerte de Logan, Dylan? Preguntó, su respiración más corta que nunca. Dylan tenía mis dudas — sospechaba que eso tenía más que ver con un esfuerzo transparente de Rafe para asegurar un protector para Melissa y Jenny. Fingiendo indiferencia, vertió una bolsa de granos de café en un recipiente. — ¿Qué podría ser? —Ella es una viuda ahora.

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Dylan cayó en ese momento. Una viuda. De todas las realidades que se le habían ocurrido desde la muerte de Logan, la más obvia de todas, no lo había hecho: Melissa podría volver a casarse de nuevo. Sólo había considerado que Logan no la molestaría más, y que Jenny no sufrirían el mismo abuso que su madre. Pero el muro imaginario que se había interpuesto entre ellos, y que había utilizado como un débil escudo contra el hambre que ella despertaba en él, de repente se derrumbó. Ya no era la esposa de otro hombre. Dylan se encogió de hombros. — Sí, ella es viuda. No voy a ser yo el que cambie eso. Rafe suspiró, sonando como un cruce entre un silbido y un sonajero. — No dejes que un incidente con una mujer haga que te conviertas en un hombre amargado y cascarrabias. —Umm, eso desde la voz de la experiencia —dijo Dylan con una sonrisa, negándose a ser empujado hacia esa conversación. —Vale. Si nunca has aprendido nada de mí, al menos déjame ponerte un ejemplo de lo que no debes hacer con tu vida. Ya sabes que yo era como tú, siempre seguro de que nunca dejaría que una mujer se acercarse demasiado — eso ya lo sabes. Pero nunca te hablé de Priscilla Beaumont. Bajó la voz y su tono se volvió introspectivo. Se quedó mirando hacia una lata de café en el estante como si su memoria se estuviese desplegando ante sus ojos. — Era una mujer joven y bella, amable, graciosa, encantadora, y de una antigua familia, muy respetada de Nueva Orleans. Los pretendientes hacían cola todos los días en la puerta de su casa para presentarle sus respetos y proponerle matrimonio. Educadamente, pero con firmeza, los rechazó a todos. Había otro caballero que ya había capturado su afecto, les decía, aunque nunca quiso revelar su nombre para ellos. Eso era porque el caballero en cuestión — un verdadero canalla — no quería involucrarse en tonterías como el amor. Sonrió débilmente. — Ella era encantadora, tan bella como una flor de primavera. El hombre hizo todo lo que pudo por alejarse de ella, aunque en su corazón, realmente se preocupaba por ella. Miró a Dylan. — Obviamente, yo era el canalla. Dylan se lo había imaginado — ¿Qué pasó? Rafe volvió a respirar hondo, y el silbido sonó como un traqueteo en su pecho. — Con el tiempo, su padre la obligó a contraer el matrimonio que él arregló con el hijo del dueño de un barco. Un año después de la boda, murió de una sobredosis de láudano. —Dios mío, Rafe, lo siento. Al regresar de su ensoñación, se incorporó un poco más recto, y su voz adquirió un tono más enérgico. — No lo sientas. Yo ya lo siento bastante por ambos dos. Pero no cometas el mismo error. El verdadero amor, un affaire de coeur, llega sólo una vez o dos veces en toda la vida, mi amigo. Algunas personas nunca lo encuentran en absoluto. Olvídate de lo que sucedió con Elizabeth y entiérralo en el pasado. He visto la forma en

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que miras a Melissa y la forma en que ella te mira. Se alzó sobre sus pies otra vez. — Un cuerpo tendría que estar ciego para no ver las chispas que vuelan entre los dos. Dylan sintió como su rostro se calentaba hasta el cuero cabelludo. En ese momento, un repartidor entró en la tienda. Un gran gigante corpulento; arquetipo de camionero. — Señor Harper, tengo sus bienes fuera en el St. Paul. Agradecido por la oportunidad de escapar, Dylan se puso la camisa. — Bueno, vayamos a descargarlos. Rafe le cogió del brazo cuando pasó por su lado. Se le veía especialmente demacrado de repente, como si al hablar hubiese agotado su última reserva de fuerza. — No desaproveches esta oportunidad, Dylan —dijo en voz baja. Parecía estar cada vez más ronca en las últimas semanas. — Los problemas vienen a toneladas en la vida, las cosas buenas se reparten entre nosotros con una cucharilla. Rafe salió entonces, su avance lento y mesurado, y Dylan miró su espalda según se alejaba. En el otro lado de la calle, la banda del Ejército de Salvación tocaba — En la Gloria poco a poco. *** Melissa automáticamente agarró el bolsillo del delantal, buscando su bolsa de oro. Luego cogió a Jenny y dejó su cántaro de agua hirviendo, con la intención de comprar una caja de almidón en la tienda de Dylan. Él podría resistirse a cogerle el dinero por la deuda de Coy, pero de ninguna manera iba a tolerar que no la dejase pagar por sus suministros de lavandería. Si ella estaba haciendo dinero con su empresa, él también debería. Pero cuando dobló la esquina del edificio, se detuvo en seco, cautivada por lo que vio. De pie en la parte trasera de un carro y silueteado por un cielo azul del verano, Dylan alzó un barril al hombro. Obviamente, el trabajo era duro, y su torso relucía de sudor que también había empapado la placa de su cinturón. Sus músculos, puestos de relieve por la sombra brillante y el sol, se contrajeron mientras cambió el barril de lado y se lo entregó a un hombre corpulento. Sus pantalones vaqueros colgaban cómodamente bajo su cintura, y los ojos de Melissa deambularon desde el hueco de su columna vertebral, hasta sus brazos donde sus tendones y músculos se flexionaban y alargaban. —¿Es lo último? Le preguntó al hombre corpulento. Habían apilado la mercancía a

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ambos lados de la puerta principal. —Sí, eso es todo. Sin ver a Melissa, Dylan se pasó el dorso de una mano enguantada por su frente, y luego saltó de la puerta trasera del carro a la derecha en su camino. —Oh — hola —dijo. Bajó la mirada hacia su pecho desnudo y luego hizo un gesto hacia el carro. — Um, acababa de llegarme algo de material a la línea de costa. Melissa trató de no mirar, pero estaba viendo a un Dylan tan diferente del hombre que se afeitaba ante su espejo por las mañanas. Era más vital, terrenal y poderoso. Y llamaba a algo muy vital y profundo dentro de ella. Ella observaba, fascinada, como un reguero de sudor corría por el centro de su vientre plano para desaparecer por la cintura baja en los pantalones. Verlo de esa manera sólo avivó el fuego lento, caliente que había encendido dentro de ella cuando la besó. — Yo — bueno, yo sólo quería una caja de almidón. Él asintió con la cabeza y garabateó su firma en un manifiesto que el carretero le entregó. — Adelante, sírvete tú misma. Voy a lavarme ahí detrás. Cogió un lavabo de esmalte y una pastilla de jabón detrás del edificio, cerca de la estufa de ella. Mirándole al alrededor de la esquina, se sintió como una tonta joven colegiala boquiabierta ante su enamorado. Pero la verdad era que sus sentimientos iban más allá de un simple flechazo, y sus fantasías acerca de él no terminaban con un simple beso. Tuvo la tentación de seguirle al lavabo. Podía imaginar las láminas de agua fluyendo por su pelo y espalda, iluminadas al sol; se detendría en sus largas pestañas y en la punta de su nariz. Imaginar eso hizo que sus entrañas se sintieran nerviosas y en tensión. Detente ahora mismo, se dijo con severidad. Volviéndose para entrar en la tienda, se dio a sí misma un fuerte sermón. Tendría que dejar de pensar en Dylan de la manera en que... así, de esa manera, como si él fuera realmente su marido. Incluso si ella quisiese casarse otra vez, él había dejado claro que no tenía ningún interés en tener una esposa. Se pasó a Jenny a su otro brazo para coger una caja de almidón del estante, y cuando lo hizo, vio su rubia cabeza pasando por la ventana. Sólo mirarle le hacía perder el aliento. Melissa sabía que una emoción traicionera había comenzado a fraguarse dentro de su corazón. Se estaba enamorando de Dylan Harper. ***

tu experiencia con esa mujer

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entiérrala en tu pasado no dejes pasar esta oportunidad La historia de Rafe, y su advertencia, se repetían una y otra vez en la mente de Dylan mientras caminaba hacia las escaleras aquella tarde. Él era su amigo ¿verdad? Sabía que Rafe se estaba muriendo, y por un momento se detuvo a considerar su propia mortalidad. Rafe tenía tan sólo cinco años más que él, y sonaba como si hubiera coleccionado lamentaciones a lo largo de su corta vida. Si él mismo golpease la calle, atropellado por un carro mañana, o contrajese alguna enfermedad mortal, ¿se llevaría muchas lamentaciones consigo a la tumba? Se preguntó. Y aunque llegase a viejo, ¿iba a hacerlo solo? ¿Sin nadie con quien compartir sus triunfos y fracasos? La perspectiva era terriblemente deprimente. En el tendedero de Melissa, las camisas y la ropa interior se agitaban en la brisa junto con los pañales y los vestidos. Nadie podría decir que era una mujer perezosa o puramente ornamental. Hacía dos trabajos, realmente, la lavandería y la limpieza. Nunca había pensado en ella como una mujer débil — después de todo, una mujer que había cruzado el Paso de Chilkoot durante el embarazo y había sobrevivido a Coy Logan no era débil. Pero ella se había revelado a sí misma ser aún más fuerte de lo que hubiera imaginado. Su fuerza no residía sólo en su capacidad de resistencia física. Ella poseía una vitalidad de espíritu que a él le sorprendía. Sabía que ella trabajaba mucho, sin embargo, tal vez — pensó él, alguna vez le gustaría alejarse de la estufa y saber que alguien la está esperando en casa. Echando un vistazo por la calle, vio el Hotel Fairview de Belinda Mulrooney. Se decía que era un magnífico establecimiento, tal como había prometido. Durante sus primeras veinte y cuatro horas de operación, sólo el bar había recaudado seis mil dólares. Incluso si el lugar tenía paredes de lona, se decía que el comedor servía generosas raciones. Tomó las escaleras de dos en dos y abrió la puerta para encontrar a Melissa en su lugar habitual en la cocina. Ella lo miró y sonrió, luego agachó la cabeza, ruborizándose tímidamente. Se había hecho una trenza, y llevaba un delantal limpio y almidonado. Era una dulce visión a la que volver a casa, no podía negarlo. —Estaba pensando que podríamos cenar fuera mañana —dijo, parándose en la cuna de Jenny para hacerle agarrar su dedo. El bebé le sonrió y gorgoteaba, incluso ella tenía mejor aspecto que la primera vez que lo vio. —¿Fuera? ¿Te refieres a ir de picnic? Él levantó la vista. — No, quiero decir en el Hotel Fairview.

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—Oh, Dylan, ¿en serio? Los ojos de Melissa estaban muy abiertos por la excitación, y su sonrisa era tan brillante como diez velas en llamas. — He oído que es un lugar magnífico. Pero ¿qué hacemos con Jenny? Él se encogió de hombros. — La llevaremos con nosotros. Estará bien. Belinda me debe un par de favores — podría incluso pagar a una criada para que la observase durante una hora más o menos. —Vamos a tener que arreglarnos mucho, ¿verdad? Preguntó ella, mirando de reojo hacia sus pantalones caídos. Él se echó a reír. — Oh, podría sorprenderte. Supongo que no has visto toda mi ropa. Luego agregó: — Creo que he oído que Belinda tiene incluso una orquesta tocando. Melissa frunció sus ojos ligeramente mientras removía el estofado. — ¿Crees que habrá baile ahí? —No, la orquesta está en el vestíbulo. ¿Por qué? ¿Tu religión está en contra del baile, o algo así? Distraídamente, ella apartó la olla de la estufa. — Bueno, no, por supuesto que no. Es que — no sé bailar, eso es todo. Dylan se acercó a la mesa y se sentó, con miedo de que si no lo hacía, estaría tentado a ponerse detrás de ella y acariciar su esbelto cuello blanco con su boca — ¿En serio? Pensé que todas las chicas sabían bailar. —No había muchas peticiones de bailes de salón en donde crecí —dijo. —A mí me obligaron a aprender cuando era niño. ‘Ningún caballero puede abrirse paso en sociedad sino puede acompañar correctamente a una señorita en un salón de baile,’ imitó con una refinada voz que la hizo reír. Era estupendo ver su sonrisa, pensó. —Creo que a nosotros sólo nos dijeron que no utilizásemos las mangas como pañuelos. —Oh, a mí me dijeron eso también. Esta escena no estaba tan lejos de la que él había imaginado. Sentados alrededor de la mesa de la cocina por la noche después de la cena. Hablando, riendo, estando cerca. — ¿Te gustaría aprender? ¿A bailar, quiero decir? —Tal vez algún día, supongo. Buscaré a alguien que me enseñe. —Yo te enseñaré —dijo, sabiendo que se estaba ofreciendo sólo para tener oportunidad de tomarle entre sus brazos. —¿Qué? ¿Quieres decir ahora? —Sí, claro, ¿por qué no?

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Ella lo miró con aquellos ojos grises claros como si hubiera perdido la razón. — Pero la cena —Dejaremos que repose un rato. Sólo será un minuto o dos. No hay espacio aquí. ¿No se necesita una pista de baile para bailar? —No, no, para aprender algunos pasos. —Pero no hay música. —Claro que la hay. ¿No oyes al pianista de McGinty al lado? Sí, Melissa lo oía. El sonido siempre estaba ahí, de fondo. Y Dylan había logrado desviar todas sus excusas. Pero ella no quería tropezar por todas partes con sus pies y hacer el ridículo. Bailar — esa habría sido la idea más inhóspita de cualquier habitante de su antiguo barrio. Le tendió la mano hacia ella. — Vamos, Melissa. Si no quieres bailar conmigo, voy a tener que pedírselo a Jenny. Ella se echó a reír. — Oh no, no lo harás. Acaba de comer y te lo vomitará todo encima como la menees. —Entonces supongo que tendré que menearte a ti. Vamos, no digas que no. Oh, esa sonrisa pícara era tan difícil de resistir. No podía imaginar lo que le había puesto en ese humor tan juguetón, pero sin duda era algo que podía con un hombre enfadado con un cuchillo en mano. —Bueno, supongo... Dejó la cuchara de cocina, y de inmediato él se la llevó en sus brazos. Ladeó la cabeza y escuchó por un momento. —Están tocando On Top of Old Smokey ahí abajo. Vamos a ver, eso es un vals. Pon tu mano izquierda aquí — la puso en la parte superior de su brazo derecho — y cogeré tu mano derecha así. Cerró los dedos alrededor de los suyos y puso su otra mano libre en la parte baja de su espalda. — Ahora simplemente relájate y sígueme. ¡Relajarse! Como si pudiera, con su aroma limpio y masculino derivando hacia ella y sus cálidos brazos rodeándole. Dio un paso hacia atrás y tiró de ella, pero sus pies no se movieron, y se desplomó contra su pecho. ¿Se había dado cuenta antes de lo amplio que era? Oh, lo siento, se quedó sin aliento, recuperando el equilibrio, pero no su dignidad. Su cara ardía de calor. Él se rió entre dientes. — Está bien, pero esta vez cuando dé un paso atrás, tú da un

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paso adelante. Cuando vaya a mi izquierda, ve a la derecha. Ya sabes, sólo tienes que dejarte llevar. Melissa tenía serias dudas, pero asintió con la cabeza, deseando que nunca la soltase de entre sus brazos. Los condujo a través de una serie de poco agraciados movimientos en el espacio pequeño; las faldas de ella se enganchaban en las patas de las sillas, hasta que la música cambió a un ritmo mucho más rápido y mejor. Sus movimientos se redujeron a estar parados en un punto y girar en círculo. Parecía tan absurdo que a Melissa le dio un ataque de risa y no podía parar de reír. Dylan se echó a reír con ella, y finalmente se desplomamos en las sillas de la mesa. —Ya te haces una idea —dijo él, apartándose el pelo de la frente con ambas manos. — Más o menos. —Sí, más o menos. Se sentía tan bien de reírse con alguien — de tener algo por lo que reír — y no tener que preocuparse porque alguien la mandase cerrar la boca, maldita sea. — Vamos a tener que esperar hasta que tengamos una cocina más grande para bailar en ella, añadió, dándose cuenta de cómo sonaba. — Quiero decir, una superficie más grande. La risa de Dylan se apagó, pero su sonrisa se quedó en sus ojos mientras la miraba contemplativamente. Pasó tan rápido que ella no estaba segura de lo que había visto, pero se sintió como si hubiera examinando su alma con su verde mirada. — Tal tengamos la oportunidad de intentarlo de nuevo algún día —dijo. Empujándose a sí misma fuera de la mesa, Melissa contestó apresuradamente: — Voy a terminar de preparar la cena. Durante el resto de la noche, después de cenar, Melissa se afanó alrededor de la pequeña habitación en una oleada de ocupaciones. ¡Salir a cenar, en un comedor de hotel! Y con Dylan. Ella había comido en un restaurante sólo una vez en su vida, y había sido en Seattle, cuando Coy finalmente cedió y la dejó comprar un té caliente y una rosquilla en un café. Sin duda, esto sería más emocionante. Mientras que Dylan estaba sentado a la mesa, sosteniendo al bebé, ella sacó su mejor vestido nuevo y lo estiró con cuidado. Incluso planchó un vestido limpio para Jenny, aunque le preocupaba que pudiese estarle pequeño — estaba creciendo tan rápido. Jenny, sentada en el regazo de Dylan, parecía tan natural, pensó. Tenía una paciencia infinita con ella, y realmente parecía disfrutar entreteniéndole. Melissa sintió ese pequeño tirón en su corazón de nuevo. Si sólo fuera su verdadero padre. En cuanto a la ropa, Melissa tenía un bonito vestido que llevar, pero su corazón se hundió cuando se dio cuenta de lo funcional y aparatosos que eran sus zapatos. No

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estaban destinados a ser usados para una ocasión elegante. Y sólo tenía dos pares de medias, ambas de algodón negro. Pensando en el día en que ella y Dylan habían ido al mercado, recordó haber visto todo tipo de lencería bonita a la venta — enaguas, corsés, medias de seda. Por supuesto era vergonzoso que todo estuviese expuesto al público, pero al mismo tiempo, era encantador. De pie junto a su tabla de planchar, podía sentir el peso de su bolsillo del delantal, cargado de oro, contra su muslo. Temía gastar un solo centavo de ese polvo que había trabajado tan duramente. Representaba a su futuro, que era, ante todo, incierto. Pero mañana por la noche iba a ser muy especial. Tal vez podría darse el lujo de deshacerse de un poco de dinero para comprar unas medias bonitas y un par de zapatos de vestir. Y, posiblemente, una colonia para el atomizador que Dylan había comprado para ella. A eso de las diez y media después de que Jenny se durmiese, Dylan se levantó y se estiró. Melissa intentó no mirar, pero estaba fascinada por la forma en que los botones de su camisa se tensaron contra los músculos reafirmados, debajo de ellos. —Bueno, creo que voy a bajar y echar un último vistazo a la tienda. —De acuerdo, respondió ella. Ese era su momento para prepararse para irse a la cama. Cuando regresase, estaría en su camisón y acostada bajo las sábanas a la luz de la lámpara. Pero esa noche, cuando Dylan cerró la puerta detrás de él y bajó las escaleras, Jenny se despertó chillando. Melissa estuvo más de una hora y media paseándole y meciéndole en su cuna antes de que se volviese a quedar dormida. Después de que el bebé finalmente cayese rendido, Melissa se bajó su camisón y su ropa interior y se situó en el baño de porcelana para lavarse. Miró por la ventana de al lado. Afuera, el cielo de principios de agosto se iba oscureciendo; el sol de medianoche era finalmente menguante y las noches eran cada vez más largas. Abajo, en la calle, el desfile de hombres continuaba, y se escuchaba la música procedente de varios de los salones de baile y saloons de Front Street. Sus brazos y cuello estaban cubiertos de espuma cuando escuchó a Dylan subiendo por las escaleras. Oh, Dios, pensó, mientras miraba en el espejo su estado de desnudez. Comenzó a salpicar agua sin sentido, tratando de aclararse el jabón y secarse antes de que él entrase, pero sólo consiguió empapar su camisón en el proceso. La puerta se abrió y Melissa saltó, dejando escapar un pequeño grito. Dylan se detuvo, en shock, mirándole como si nunca hubiera visto una mujer antes, tomando con su mirada cada centímetro de su piel, desde sus pies descalzos hasta la parte superior de su cabeza. Mirando hacia abajo, Melissa vio que su camisón mojado era tan transparente como el

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organdí, y que mostraba sus senos y pezones lactantes al máximo. La expresión en los ojos de Dylan era posesiva y potente. Pero no era miedo lo que ella sentía. —P-por favor, date la vuelta, exigió con voz temblorosa. Con una última mirada a su forma radical, respiró profundamente y obedeció. — Pensé que ya estarías lista —dijo, sus palabras entrecortadas. —Lo hubiese estado, pero el bebé se despertó, y. —Mira, estaré fuera en el rellano hasta que termines. Puedes llamarme cuando lo hagas. Salió de nuevo y cerró la puerta detrás de él. Melissa se apresuró para terminar de secarse y ponerse el camisón correctamente, preocupada por hacerle esperar demasiado tiempo, pero casi temerosa de dejarle entrar de nuevo. En el exterior, Dylan se dejó caer en el último escalón, apoyando los codos sobre las rodillas y tratando de ignorar el dolor persistente en su ingle. Esa imagen de Melissa — completos y maduros pechos; los pezones como cerezas dulces, una cintura pequeña y caderas suavemente redondeadas — quemaron una imagen en su cerebro que le acuchilló a través de su corazón, y rebotó hacia su entrepierna, y viceversa. ¿Cómo diablos se suponía que iba a volver allí y dormir en la misma cama con ella y fingir que no estaba afectado? Apoyó la barbilla en sus manos. Él no era un monje, pero por Dios, estaba viviendo como uno, y no le gustaba en absoluto. Por un brevísimo instante pensó en visitar a una de las prostitutas que se podían encontrar en la Segunda Avenida, en el corazón del distrito de los negocios. Pero abandonó la idea. No era sólo la satisfacción física lo que quería. Podría comprar eso cualquier día de la semana, excepto los domingos, por supuesto. Quería más, y con una sensación de ahogo se dio cuenta de que la única mujer que podría darle eso era Melissa. En su calor suave podría encontrar consuelo y paz, posiblemente incluso el sentido de pertenencia que había anhelado desde que era un niño. Pero hacer el amor con Melissa era algo inviable. Los hombres sólo necesitan ganas de hacer el amor. Las mujeres necesitan una razón. Y ella le importaba demasiado como no para darle una buena razón. ¿Dónde les dejaba eso? Nada parecía unirles. Él iba a volver a The Dalles, y ella seguiría con su vida, en algún otro lugar. Detrás de él, la puerta se entreabrió. — Ya he terminado. Está bien, gruñó él.

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Oyó sus pies descalzos correteando por el suelo de tablones, y luego los muelles debajo del colchón crujiendo cuando ella se alzó sobre la cama. Dylan se puso en pie y estiró la espalda, deseando tener otro lugar donde dormir esa noche, sin la tortura de la tentación que yacía junto a él. Una vez pensó en enviar a Melissa a un hotel. Ahora se preguntaba si debía ser él el que tuviese que reservar una habitación. Inclinó la cabeza hacia atrás para mirar las estrellas emergentes, sabiendo que no podía hacer eso tampoco. Tendría que aguantarse. ***

¿Sonaba siempre el reloj sobre la mesilla de Dylan tan fuerte? Melissa se preguntó. Yacía en la oscuridad, escuchando el reloj marcar los segundos que pasaban ruidosamente. La habitación tenía un frío sobrecogedor esta noche, y ella se acurrucó bajo la fina manta. Sospechaba que Dylan estaba despierto también, y los visionó a ambos en su mente como a dos maniquíes de sastre, rígidos y tensos. ¿Cómo iba a poder dormir después de que él hubiese entrado en su habitación para encontrarle prácticamente desnuda? Estaba predestinado a suceder tarde o temprano, supuso, teniendo en cuenta la estrechez en la que vivían. La vergüenza de ser vista en ropa interior, sin embargo, era sólo un pequeño pinchazo en comparación con los otros sentimientos que se agitaban dentro de ella. Cada día que pasaba, sentía una feminidad madurando en su interior, una sensación que nunca había experimentado antes. Coy no había evocado tales sentimientos en ella; no antes de casarse con él y ciertamente, no después. Esa inquietud, esa picazón anhelante, parecía ser causada por un solo hombre: Dylan Harper. Se dio la vuelta, dándole la espalda al saco de arroz. Pero nada podía separarle de lo que sentía por ese hombre. Él lo había dejado claro. Y tal vez era mejor así.

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CAPÍTULO ONCE

Al día siguiente, Dylan estaba abajo, en la tienda, sintiendo como si sus párpados pesasen dos kilos cada uno y estuviesen hechos de papel de lija. Irritable por la falta de sueño, deseó no tener mucho trabajo hoy, pero había estado muy ocupado desde el momento en que abrió la puerta principal. Por lo menos, eso le impedía acercarse a la ventana para ver a Melissa. —Señor, ¿tiene usted clavos Tenpenny? Me estoy construyendo unas cuantas cajas. —Harper, será mejor que me des otra botella de linimento Electricatin. Mi espalda me está matando de tanta excavación, y usé lo último que me quedaba en el último frasco que me diste en mi caballo. Oh, y echa también un poco de jamón enlatado y leche condensada. No pienso pagar treinta dólares por un galón de leche fresca. —¿Estás listo para venderme ese nuevo martillo que necesito, Dylan? Los bienes y el oro cambiaban de manos a un ritmo acelerado, pero la mente de Dylan no estaba en el negocio. Creía que debió haberse quedado dormido en algún momento durante la noche, pero sólo después de haber estado tirado al lado del saco de arroz durante muchas horas. Lo maldecía y lo bendecía alternativamente por formar una barrera entre él y Melissa. Si no hubiera estado allí, no estaba seguro de que se hubiese podido comportar como el caballero desinteresado que había prometido ser aquella tarde fuera del saloon. No había hablado con Melissa aún en lo que iba de día. Cuando había dejado la habitación esa mañana para bajar a la tienda, ella todavía dormía, con la cobija hasta el cuello de su camisón. Pero su pelo claro y suelto de la trenza, fluía a través de la almohada y sobre el borde del colchón, haciéndole pensar en una encantadora princesa durmiente de una antigua leyenda. Él negó con la cabeza. Dios, que complicado era todo. Esa noche tendría que sentarse a la mesa con ella en el Hotel Fairview y pretender que ella no tenía ningún efecto sobre él. Aguanta como puedas, se dijo de nuevo. Sólo aguanta como puedas. En un par de meses o así todo habrá terminado. Vendería ese lugar, se compraría un billete de vuelta a Portland en barco de vapor, y conseguiría un pasaje para The Dalles. Melissa Logan sería sólo un recuerdo de una buena acción que decidió tomar.

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Al menos eso esperaba. A medida que avanzaba la tarde, el tráfico se ralentizó por fin, y decidió cerrar temprano para lavarse y afeitarse. Puede que no fuera del todo malo volverse a arreglarse para cenar. Al menos no tenía que hacerlo todos los malditos días, como hacía en casa. Justo cuando estaba a punto de mover el cubo de manteca de cerdo que utilizaba de tope en la puerta, Melissa entró con el bebé en sus brazos. Jenny le dio una gran sonrisa que fue directa a su corazón —Oh, ¿te marchas? Preguntó Melissa, sus delicadas cejas levantándose con la pregunta. Con ella allí, no quería hacerlo. Dios, estaba preciosa, pensó. Se veía mejor cada día, como una flor abandonada que por fin había encontrado su camino a la luz solar. Un resplandor rosado teñía sus mejillas y labios; y sus ojos grises eran claros y brillantes. Incluso su pelo parecía brillar. Su ropa insinuaba la forma exuberante que había debajo de ella. Su cintura delgada podría encajar perfectamente entre sus manos. Sus caderas se curvaban dulcemente como las olas del mar. Y esos pechos llenos y maduros con leche... Jesús, se estaba volviendo loco pensando en ella. —Sólo iba a hacer un recado, pero sírvete de lo que quieras. —No he venido a comprar, Dylan. Voy a subir ahora a prepararme para la cena. Echó un vistazo a su camisa de trabajo y su cuchillo. — Me preguntaba si querías que te planchara algo para ponerte. Era evidente que todavía no creía que tuviese algo más, además de las botas y esos pantalones caídos. — No te preocupes, voy a dejar el cuchillo en casa. Ella se sonrojó en un tono aún más rosa. — No quería parecer que te estaba criticando. Dylan empujó el cubo de manteca y la acompañó hasta la puerta. — Sólo preocúpate de pensar qué vas a pedir de cenar. —¿El señor Harper? ¿Es usted Dylan Harper? Un joven de rostro ruborizado vino corriendo hacia ellos desde la calle, esquivando los carros y peatones. Estaba sin aliento y parecía como si estuviera huyendo de un incendio. —Sí, soy Dylan Harper. El joven se llevó la mano a su lado. — Tengo un mensaje urgente para usted. Sacó una nota doblada de su bolsillo. Dylan sintió una taquicardia en su pecho. Cogió el papel y lo abrió. Me gustaría verte, mi buen amigo. RD.

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Levantó la vista hacia el hombre. — ¿Rafe Dubois le ha dado esto? —No, señor. La señorita Mulrooney lo puso en mi mano. Se limitó a decirme que le entregase esta nota con la mayor rapidez posible y que le dijese que era urgente. Le llevaré de vuelta al hotel conmigo. —¿Dylan? Preguntó Melissa preocupada. —Tú y Jenny esperadme aquí —le dijo, sin levantar la vista de la escritura a mano de la nota. — Tengo que averiguar de qué se trata todo esto. Pero Dylan se temía que ya lo sabía. *** En el Hotel Fairview, Dylan siguió al secretario de Belinda a la habitación de Rafe. Ese extremo del pasillo estaba tranquilo, aunque a través de la parte delantera se oía el murmullo de las voces detrás de lo que eran en realidad, nada más que cubículos con papeles pegados como cortinas. El secretario hizo un gesto hacia la puerta y se marchó apresuradamente, como si no quisiese saber lo que había al otro lado de ella. Respirando profundamente, Dylan levantó su mano y golpeó a la ligera. Belinda, vestida con un color morado vivo pero extremadamente pálida, abrió la puerta. Las paredes de lona que rodeaban el marco de la puerta se estremecieron ligeramente, al igual que el telón de fondo pintado que representaba la escena de una obra de teatro. —¿Cómo está? —Murmuró Dylan. Ella negó con la cabeza y salió al pasillo. — No creo que vaya a durar mucho, Dylan. Tengo que volver a la parte delantera. ¿Te quedarás con él durante un rato? Él asintió con la cabeza. Un nudo frío de miedo se formó en su estómago al escuchar las palabras de ella. Entrando en la habitación con pies de plomo, oyó como Belinda cerraba la puerta detrás de él. En el interior, las dos cortinas de la ventana se pegaban a la ventana contra el sol brillante de la tarde, creando un santuario sombrío. Había un olor cerrado a humedad, a pesar de que el edificio tenía menos de dos meses de vida. Dylan había olido ese olor una vez o dos veces anteriormente — era el olor que precedía a la muerte. Aunque sus ojos estaban cerrados y llevaba un camisón de rayas, Rafe yacía apoyado en

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almohadas en una cama de latón pulido. De hecho, había tantas almohadas detrás de él, que estaba prácticamente sentado. Al ver eso, en un primer momento Dylan pensó que la situación no sería tan crítica como se había temido. Tal vez era sólo un mal bache, y Rafe se recuperaría. Pero cuando acercó una silla cerca a la cama y se sentó, se dio cuenta de que sus esperanzas eran infundadas, y el nudo de hielo en su interior se hizo más frío aún. La respiración del abogado era más trabajosa que nunca, y sus labios tenían un tono azul tenue. Su piel parecía una masilla de color cera con el crecimiento de un día de barba, y su rostro estaba extrañamente hinchado, especialmente alrededor de los ojos. Viéndolo ahora, era difícil creer que tan sólo tenía treinta y cuatro años. —Rafe, soy yo, Dylan. Sus ojos se abrieron una rendija, entonces, como si le constase que Dylan estaba allí, y los cerró de nuevo. —Me alegro de que hayas venido. Sus palabras se arrastraron lentamente. — Creo que mi suerte... Ha llegado a su fin. Siempre supe que lo haría... —Dios, Rafe, ¿no debería avisar a un médico? —Le preguntó Dylan, luchando contra su impotencia. No estaba acostumbrado a simplemente sentarse y no hacer nada. — Si hay una posibilidad de que te puedan ayudar. —‘Como humo se va’. No es una revelación sorprendente. Nunca fue un secreto... Que me iba a morir. No, no lo había sido. Pero Dylan no sabía que iba a estar cerca para ver a su amigo en su viaje final. En su mente había creído que Rafe siempre estaría allí, sentado en una mesa de juego en el Saloon La Chica de Yukon, o apoyado en la barra con una botella y un vaso. Le parecía que de un modo u otro, a lo largo de los años había perdido a todos y todo lo que le importaba. La fiebre se había llevado a su madre. Elizabeth se había perdido en la avaricia. Le arrebataron sus caballos. Y ahora Rafe. A veces se preguntaba si de eso era de lo que trataba la vida — la pérdida. Puso una mano sobre el antebrazo delgado de su amigo, que reposaba encima de las mantas. — ¿Hay algo que quieras que haga por ti? ¿Pagar alguna deuda o dejar arreglado algún asunto? ¿Alguna cosa? Rafe respiró profunda e irregularmente, y miró a Dylan de nuevo. Su mirada perdida; el hundimiento en sus ojos, más pronunciado que el día anterior. — El caso Lemieux — el magistrado de la parroquia lo sabrá mañana.

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Mon coeur est sans espoir Él divagaba como un hombre que habla en sueños. Dylan se inclinó un poco hacia delante, esperando que la mente de Rafe se aclarase. — ¿Quieres que vaya a buscar al Padre William? —El sacerdote estaba eternamente ocupado, pero si Rafe quería verle, Dylan le ofrecería a cambio cualquier donación que le pidiese para su hospital. —No, no es eso, respondió en un tono lúcido de esta vez, pero más débil. — El saco que tengo en mi oficina... Hay un poco de polvo de oro en él. Dáselo... Dáselo a Melissa. Dylan estaba sorprendido. — ¿A Melissa? La conversación fue interrumpida por un ataque de tos que sonaba como si estuviese estrangulando a Rafe. Cuando por fin recuperó el aliento, estaba empapado de sudor y su energía se había ido casi por completo — Sí, maldita sea... Dáselo a ella. Lo puede necesitar. —Está bien, Rafe, está bien. Yo me encargaré de ello. Aparentemente satisfecho, comenzó a respirar aún más dificultosamente. Hizo un débil esfuerzo para sonreír, pero incluso eso parecía estar más allá del alcance del exhausto hombre. — Lo hemos pasado muy bien... ¿No es así? —Dylan sonrió y asintió con la cabeza, mientras se le formaba un nudo en la garganta. — Eso lo hemos hecho. —Y tú has sido un gran amigo. Dudo que haya sido... siempre fácil. Tiendo a beber un poco. Dylan deseó poder reírse ante su subestimación. — Tú también has sido un gran amigo, Rafe. —Ahora se acaba. No tengo miedo, pero... Dios, ojalá hubiera hecho todo... Diferente, y éste no es un buen momento para darme cuenta de eso. Quiero que... Pienses en tu propia vida... No la desperdicies aferrándote a viejos agravios. No la desperdicies en absoluto. Dylan le dio un ligero apretón a su brazo y luego lo soltó. Se horrorizó al ver que había dejado sus dedos marcados en la carne de Rafe, pero él no pareció darse cuenta. Un momento de silencio cayó entre ellos, y Dylan miró como el pecho de Rafe trabajaba con esfuerzo para seguir respirando. —Priscilla... Habló tan débilmente, que Dylan no podía siquiera considerarlo un susurro. — Dile a Priscilla... Que lo siento... Dile que la quiero... Esas fueron las últimas palabras que Rafe Dubois pronunció. Un sonajero comenzó a sonar en su garganta. Luego, exhaló por última vez.

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Una quietud sobrenatural se apoderó de la sala. De repente, Dylan se encontró solo. Se puso de pie y puso su mano sobre el pecho de Rafe y no sintió ningún movimiento; no había ritmo cardiaco. Se dejó caer en la silla, sintiéndose mucho más viejo que un hombre de veintinueve años. *** Cuando salió de la habitación de Rafe, Dylan se encontró a Belinda en el bar del hotel y le dijo que él se encargaría de la funeraria. Ella pidió una botella y un par de copas y se lo llevó a un rincón relativamente tranquilo. El sonido de la orquesta en el vestíbulo se escuchaba fácilmente a través de las paredes de tela. Por encima de sus cabezas, las arañas de cristal tallado brillaban con luz eléctrica —Dylan, lo siento. Sé que erais muy buenos amigos. Señaló a uno de los camareros. — Tuve a Andrew vigilándole pero me dijo que no había esperanza. A punto de echar un trago, dejó la botella sobre la mesa, con fuerza. Sus emociones estaban en carne viva y su temperamento era cortante. — Por Dios, Belinda, ¿en toda la ciudad no podrías haber encontrado un médico de verdad? ¿Desde cuándo un maldito camarero puede saber si un hombre va a vivir o a morir? Le espetó. Una mujer no conocida por su paciencia, demostró una moderación y templanza excepcional ante su rostro desencajado. El único cambio en su expresión fue un leve descenso de sus cejas. — Todos mis camareros son médicos y dentistas americanos. No pueden obtener licencias británicas para practicar aquí, así que les dieron empleos para mezclar bebidas en vez de medicamentos. Sintiéndose imbécil, se frotó la nuca y suspiró. — Lo siento — no lo sabía. Belinda cogió la botella de whisky y se sirvió un trago. — No te preocupes —dijo, alzando la vista hacia él y guiñándole un ojo. — Paga esto cuando te vayas. Ella se apartó de la mesa y volvió al trabajo. Dylan se bebió su tiro y pagó seis dólares por él. Al parecer, nadie bebía de forma gratuita en el lugar de Belinda, independientemente de las circunstancias o la ocasión. Después de dejar el hotel, hizo unos arreglos con una funeraria en la Segunda Avenida para recoger los restos de Rafe y organizar el funeral. Luego dio un paso atrás hacia el

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resplandor soleado y las multitudes que avanzaban a empujones por Front Street y empezó a caminar, sin ningún rumbo en particular. Por primera vez en dos años, se sentía perdido, desconectado. La ciudad pequeña y aislada que una vez había conocido, estaba creciendo muy rápidamente, cambiando de cara casi a diario. El cambio no es necesariamente malo, pensó mientras pasaba por la estructura de un edificio nuevo. Y era inevitable — los planes y la gente cambiaban, los amigos a veces se alejaban. O morían. Pero no había consuelo para algunas cosas que permanecían igual, y eso era lo que echaba de menos. Rafe había sido una constante confiable, su mejor amigo en Dawson y uno de los pocos amigos realmente buenos que jamás había tenido, a pesar de que algunos lo habían visto como un mordaz, aunque elegante, borracho. Nadie podía hacer comentarios sobre ese carnaval con el ingenio y la percepción que Rafe sabía transmitir. Después de vagar a lo largo de Front Street, Dylan por fin se encontró delante de su propia tienda. Levantó la vista hacia la ventana del segundo piso. Melissa estaba allí. Se sentía atraído hacia ella, como un viajero a la deriva en una noche sin luna que gravita en torno a la luz de una ventana. Ella y Jenny habían agregado algo a su vida, y se había acostumbrado a tenerlas con él. Por un momento deseó poder subir y enterrar su cabeza en el regazo de Melissa y contarle acerca de sus preocupaciones. Ella tararearía para él y acariciaría su cabello y haría que todo pareciese estar bien de nuevo. Podría decirse a sí mismo que el incidente de Rafe con Priscilla no tenía ninguna relación con él y Melissa — y probablemente tendría razón. Pero en un rincón de su corazón, sabía que la diferencia no era tan grande. Dios, no quería morir de la manera que Rafe lo había hecho, solo y acordándose de una mujer que había anhelado pero que nunca tuvo cerca. Un hombre debe hacer su vida preocupándose de coleccionar algo más que remordimientos por cosas que haya dejado de hacer o de decir. Él sólo quería irse a casa — dejar este lugar y volver a Oregon. Pero dejar este lugar sería decir adiós a Melissa, también, y estaba empezando a pensar que no podría ser capaz de hacer eso. Entró en la tienda a por una botella de whisky — alguien debía levantar una copa en memoria de Rafe. Su mirada cayó sobre la silla vacía en la esquina donde su amigo había pasado tantas horas, echando las cartas en una escupidera y comentando sobre la condición humana. Un dolor sordo trepó desde el pecho hasta su garganta, y sintió que

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sus ojos empezaban a arder. Maldita sea, pensó, agarrando la botella de whisky por el cuello. Si se quedaba ahí sólo, acabaría berreando como un niño pequeño — por su amigo y por él mismo, y no quería hacer eso. Caminando hacia la puerta, tiró de ella y comenzó a subir las escaleras. Esa pequeña habitación era su hogar; de momento, el único que tenía. *** Melissa había mirado el reloj por lo menos una docena de veces en los últimos cuarenta y cinco minutos. Habían pasado horas desde que Dylan se fue. Había ido abajo para ver si estaba en la tienda. Incluso había mirado por encima de las puertas de La Chica de Yukon. No había ni rastro de él, ni de Rafe tampoco. Ahora ella se paseaba por el pequeño piso, vestida con la ropa que se había puesto para ir a cenar. Había evitado sentarse mucho por miedo a arrugar el vestido, y sus pies estaban cansados de estar en esos zapatos nuevos. Jenny había comenzado a quejarse, como si ella también estuviese esperando el regreso de Dylan. Pero parecía que no iba a volver a tiempo para la cena en el Fairview. Melissa no tenía ni idea de por qué Dylan se había marchado abruptamente. Supuso que tendría algo que ver con Rafe — algo muy grave — pero no podía adivinar qué. A no ser... Oh, Dios, ¿qué pasa si Rafe había empeorado? Tuvo que dejar de hablar con ella el día anterior, cuando se dejó caer por la tienda. Estaba muy fatigado y jadeaba como un hombre viejo. No tenía mucho mejor aspecto que uno. Tal vez necesitaba a alguien que cuidase de él. Tal vez incluso había sido encamado. Nada era tan malo como no saber qué estaba sucediendo. El disgusto de Jenny aumentó en volumen, y Melissa tomó al bebé en brazos mientras seguía paseando. — Oh, pequeña, por favor, no empieces ahora, insistió, meciendo al bebé mientras caminaba. Su tensión aumentando con cada recorrido. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, oyó los pasos de Dylan por la escalera. Poniendo a Jenny de nuevo en su cuna, se volvió justo cuando él entró, y con un atisbo de su rostro, supo que algo terrible había sucedido. Más allá de su hermosura y su presencia que llenaba cualquier habitación en la que entrase, parecía demacrado, como si no hubiera dormido en días. Incluso sus anchos hombros parecían inclinarse. El corazón le

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dio un vuelco, y se vio envuelta por una sensación de temor. —Dylan, ¿qué pasa? Puso la botella en el suelo junto a él y se hundió en una silla, terriblemente agotado. Cuando la miró, ella pudo ver un sentimiento de pérdida en sus verdes ojos. — Rafe está muerto. Ella lo miró boquiabierta. — ¿Qué? Él asintió con la cabeza y se inclinó para poner la cabeza entre sus manos. Su largo pelo soleado cayó hacia delante, ocultando parte de su rostro. — Desde hace algo menos de una hora. Las manos y el estómago de Melissa de repente se helaron. — ¿Cómo? ¿Qué ha pasado? ¿Alguien lo ha matado? ¿Ha habido un accidente? —Ya sabes que ha ido decayendo durante las últimas semanas. Tenía el corazón muy débil. Finalmente dejó de funcionar. Rafe le había contado su historia una vez. Le contó que padeció de fiebre reumática cuando era niño. —Oh, Dylan, no, murmuró, sintiendo sus ojos arden por las lágrimas. Rafe había sido quien la rescató de Coy, incluso si el procedimiento en el saloon había sido una pantomima, para que Dylan pudiese ayudarle a partir de ese momento. — Lo siento mucho. Deseó poder ofrecer el consuelo de sus brazos. A veces un abrazo era más reconfortante que las palabras. Pero a pesar de que había sentido que la miraba incluso cuando pensaba que no la estaba viendo, después de aquel primer beso, él había mantenido las distancias. Así que en vez de abrazarle, se sentó a la mesa frente a él, con el corazón dolorido por el amor que sentía hacia él y por la pérdida de Rafe. —¿Llegaste a tiempo de despedirte de él? —Le preguntó. Cómo deseaba haber sabido el día anterior, que jamás volvería a verle. —Sí. Belinda Mulrooney se quedó con él hasta que yo llegué. No duró mucho después de eso. Ella miró el hule a cuadros en la mesa, tratando de recobrar su temblorosa voz. — Por lo menos no murió solo. Eso habría sido horrible. Tiró de un hilo suelto en la tela. — Espero que estuviese en paz. Levantó la cabeza y luego la miró. — No lo creo... Sus palabras tenían un sonido ronco. — Tenía unos pocos pesares. Su vida no fue lo suficientemente larga para hacer todas las

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cosas que él quería. Se echó hacia atrás en su silla y sacó una bolsa de cuero de su bolsillo. — Me pidió que te diera esto. Lo empujó sobre la mesa hacia ella. —¿A mí? —Se inclinó hacia adelante y parpadeó. — No puedo aceptar esto, Dylan. Él era tu amigo. Tú deberías quedártelo. Su mirada se deslizó fuera de ella, y se encogió de hombros, como un niño de aspecto inocente que no sabe quién se ha de tomar la última galleta. Pensó que lo podrías necesitar. Poder necesitarlo. Para el día en que Dylan regresase a su ciudad, supuso. Alargó la mano y levantó la bolsa — Pesaba mucho. Exhaló un suspiro tembloroso. — ¿Se celebrará un funeral? Él se frotó la frente con los dedos. — La funeraria está organizando algo para mañana por la mañana a las diez, respondió inexpresivo. Se inclinó y cogió la botella que había traído con él, entonces se fue a la estantería a por un vaso. Los ojos de Melissa se fijaron en la botella de color marrón oscuro, como si se tratara de una serpiente de cascabel. El recuerdo de cien noches, tal vez mil, vino ejerciendo presión sobre su mente, emborronándolo todo. La muerte de Rafe, el dolor de Dylan, su amor por él. Lo único que veía era una botella de whisky en las manos de su padre, en las manos de Coy, e imaginaba todo lo que venía tras ella — las discusiones, los golpes, las voces que levantaban la ira —¿Qué estás haciendo? —Le preguntó. Dylan la miró con una expresión de desconcierto. — ¿Qué te parece que estoy haciendo? Voy a tomar una copa. Melissa sabía que él iba al saloon de vez en cuando — a veces incluso podía oler el alcohol en su aliento. A ella no le gustaba, pero no tenía que estar cerca de él mientras bebía, tampoco. Pero nunca se había traído una botella antes a la habitación. —No, no puedes —dijo, empujando su silla fuera de la mesa. — Quiero decir que aquí no puedes. No aquí. —¿Qué quieres decir con que no puedo? —Demandó él. —Tienes que sacar la botella de aquí. No me importa a dónde. Oyó el tono desesperado de su propia voz, la histeria arrastrándose, pero no podía evitarlo. Sus cejas se dejaron caer aún más bajo. — Y una mierda. ¿Qué demonios te pasa? Acabo de ver a mi mejor amigo morir, y quiero un trago. Desafiante, descorchó la botella y derramó el líquido ámbar hasta el borde de copa, pero no hizo ademán de tomar un sorbo. Jenny se empezó a quejar de nuevo, pero Melissa se mantuvo firme, temblando por

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años de ira reprimida y dolor. — He vivido con eso — señaló a la bebida alcohólica — toda mi vida y no quiero más. No estoy pidiendo mucho — por favor, llévate eso abajo o a donde quiera que desees derramar eso por tu garganta, no quiero estar cerca de ello. La cara gris y hundida de Rafe se quedó en la mente de Dylan con tanta claridad como si estuviera mirando su fotografía. No estaba de humor para analizar lo que molestaba a Melissa. Estaba de pie al otro lado de la mesa, como si estuviese desafiando su templanza y sonando como la peor y más exigente Elizabeth. Sus ojos grises brillaban, y el color se encendió en sus mejillas. —Por favor, Dylan — no estoy bromeando, subrayó. La desilusión y el dolor se combinaron para darle un carácter que podría cortarse con cuchillo. Cerró de golpe la botella cerca del borde de la mesa. Un chorro de whisky salió disparado de la parte superior y salpicó su mano. — Ahora escúchame —dijo, apuntándole con el dedo. — No soy tu padre, y yo no soy tu marido. Esto significa que no eres mi mujer. Esta es mi habitación. La construí yo mismo con mis propias manos, y haré lo que me dé la gana, cuando me da la gana. Su rostro se enrojeció, y su barbilla tembló ligeramente. — ¿Nos deberíamos ir, entonces? ¿Jenny y yo? —¡No, maldita sea! No. Él metió la mano por su pelo, a sabiendas de que había dicho algo equivocado. Él la miró, vestida para una cena a la que no iba a ir. Se había recogido el pelo hacia atrás con una cinta ancha azul que hacía juego con la banda de su vestido. El vestido mostraba a la perfección la plenitud de sus pechos, su cintura pequeña, las curvas de sus caderas. ¿No lo entendía? ¿No sabía lo preciosa que era para él? ¿O lo asustado que estaba? Tenía miedo de perderla, pero tiene miedo de perderse él mismo por quererla. Pero, entonces, ¿cómo podía hacerle entender lo que apenas él entendía? Había subido a la habitación con la esperanza de escapar, de alguna manera, de su dolor, con la esperanza de consuelo, y no podía encontrar eso en Melissa. No podía esperarlo de ella, sin más. Dio un paso hacia ella, con las manos extendidas como las de un suplicante, tratando de mantener sus emociones agitadas apartadas de su voz. —Cuando un hombre muere, después de haber vivido sólo la mitad de sus años, sin nada que dejar tras él — sin hijos, sin un legado — Se ahogó mientras intentaba explicarse, incapaz de encontrar las palabras que necesitaba. La expresión de Melissa se suavizó, y él vio cómo sus hombros tensos se relajaban un poco. — No te ves a ti mismo en Rafe, ¿verdad? Siempre sabía que su tiempo sería breve.

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Él se acercó y le tomó la mano entre las suyas. Se veía tan irresistible, tan vital y cálida. — Saberlo no te prepara para el momento —dijo, tratando de comprender la profundidad de su propio desconcierto. Apoyó la frente contra el hombro de ella y suspiró. —No, supongo que no, ella estuvo de acuerdo. — No sé si habrá alguna respuesta. La sintió acariciar su cabello con un toque ligero, tentativo, que envió escalofríos deliciosos y calmantes por su espalda. Inexplicablemente, en esa secuela de la muerte, sintió la necesidad de reafirmar su propia existencia y de todo lo que lo convertía en un hombre. Le tomó la barbilla entre el pulgar y el índice para inclinar su rostro hacia el suyo. Su boca suave, rosa, estaba justo al alcance de la suya, temblando ligeramente y húmeda. —Melissa, murmuró. — Yo... Pero no tenía más palabras. Sólo tenía ganas de sentir sus labios debajo de los suyos, y tiró de ella para tomarle en un beso. En el instante en que la tocó, el calor se extendió a través de Dylan tan rápido que se convirtió en fuego, propagándose a lo largo de sus venas y fundiendo el hielo que estaba en su corazón tras ver morir a un hombre. Pasó su brazo alrededor de su cintura y la apretó más cerca, mientras que probaba las profundidades calientes y húmedas de su boca con la lengua. Un pequeño gemido se formó en la garganta de ella, avivando su excitación a un latido fuerte, insistente. Se sentía tan bien teniéndole en sus brazos. Dejó que su mano acariciase su barbilla, el lado de su esbelto cuello, descendiendo poco a poco hasta su pecho, donde deseaba reposar su cabeza. Melissa respiró hondo, y pasó los brazos alrededor de su cuello, dejando descansar su peso contra el cuerpo de él. Rompiendo el beso, él arrastró sus labios hacia su garganta, donde su pulso latía tan rápido como el de un pájaro. Dylan no creía que alguna vez hubiese deseado a una mujer tanto como deseaba a Melissa en esos momentos. Cambiando su peso, echó un paso hacia atrás y tiró de ella con él para que descansase contra la longitud de su torso. El agudo sonido de cristales rotos los interrumpió tan eficazmente como un rociado de agua fría. Melissa rompió su abrazo y se quedó mirando algo en el suelo detrás de él. Girándose, Dylan vio que se había tropezado con la botella de whisky que había dejado sentada en el borde de la mesa. Sus restos destrozados yacían en un charco de ráfaga de estrellas de whisky. El olor penetrante derivando hacia ellos. —Tendrías que haber sacado eso de aquí, gritó ella, con la mano en la boca. Levantó su mirada airada hacia él. — No me gusta ese olor. Oh, Dios, lo odio. Los restos de la pasión de Dylan se esfumaron ante su rostro desencajado. Melissa se apresuró hacia el fregadero y cogió una toalla. Luego, en su mejor vestido, se

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puso de rodillas sobre el whisky y el vidrio roto. Dylan tocó su hombro. — Yo lo haré, Melissa. Ella negó con la cabeza, pero no levantó la vista hacia él. Lo estaba dejando fuera de nuevo, al parecer por caer en un vicio que le recordaba a su padre y a su difunto esposo. La realidad se apoderó de Dylan, sacudiéndole. Elizabeth no le había aceptado por lo que era y había hecho todo lo posible para cambiarle. Él no cambiaría por nadie, y desde luego no se vería obligado a sufrir por los pecados de otro hombre. — Entonces me iré. Sintiéndose tan perdido y solo como cuando llegó antes, asaltó la puerta, dando un portazo tras su salida, que hizo que las ventanas temblasen.

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CAPÍTULO

DOCE

Secándose con rabia a las lágrimas que no cesaban de brotar, Melissa se quitó las medias de seda y la blusa nueva que se había comprado, y luego se puso su ropa de diario. Se movía rígidamente, sintiendo como si el mundo y todas sus desventuras estuvieran posados sobre sus hombros. Ojalá pudiera irse a la cama y levantarse por la mañana para descubrir que lo que había sucedido hoy — la muerte de Rafe y la escena que había vivido con Dylan — no había sido más que una horrible pesadilla. Muy nerviosa y sobreexcitada para dormir, se llevó las planchas a la estufa para que se calentasen, con la esperanza de que el trabajo pudiese distraerle. Las hirientes palabras de Dylan le habían recordado la importancia de su objetivo inicial, obtener su independencia. Él tenía razón, por supuesto. No tenía ningún derecho de decirle lo que debía hacer — sus propios malos recuerdos se habían interpuesto en el camino de su juicio. Y a pesar de lo que le había dicho al mundo, y a pesar de que a veces le gustaría que fuese de otra manera, Dylan no era su marido. Su compromiso con ella y Jenny era temporal, y ninguna cantidad de buenos deseos por su parte iba a cambiar eso. ¿Cómo, entonces, había permitido que la besara, que la acariciara, como si fuese una ramera? En lo profundo de su corazón, sin embargo, Melissa no se sentía sucia por haberse dejado tocar. Más bien, deseaba más. No tenía ninguna explicación para el calor y el anhelo salvaje que había evocado en ella. La sensación de sus dedos por su cuello, la mano caliente contra su pecho, sus labios en su garganta, suaves y a la vez depredadores y exigentes, haciéndole señas de una manera que ella sintió un impulso instintivo por responder — no había conocido nada igual antes. Sumergiendo la mano en un recipiente con agua, roció una camisa y la alisó en el tablero. La plancha chisporroteaba, levantando una nube de vapor. Tal vez ella realmente no sería una buena esposa para Dylan de todos modos, se dijo, las lágrimas corriendo cada vez más rápido por su cara. Lo había echado de su propia casa para que aceptase la muerte de su amigo, en solitario. En la cuna, el llanto irritable de Jenny empeoró. Suspirando, Melissa devolvió la pancha a la estufa y fue a mecer un poco la cama del bebé. No era propio de la pequeña estar tan alterada, pero todos habían tenido un duro día. Melissa supuso que Jenny tenía derecho a uno también.

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Pero cuando Melissa aupó a la pequeña, el bebé se sentía caliente con fiebre, y en vez de calmarse, los gritos se hicieron más fuertes. Melissa tocó con manos frenéticas la cabeza y la cara de la niña. —Oh, Dios — oh, Jenny, cariño. ¡Estás ardiendo! No era de extrañar que hubiese estado tan irritable toda la tarde. Melissa agarró al bebé contra ella, sin saber qué hacer. No tenía experiencia en el cuidado de un niño enfermo — durante su corta vida, Jenny había estado sana. Cómo deseaba tener una madre o una abuela o una hermana a la que consultarle, alguien que pudiese decirle lo que debía hacer. El bebé entre sus brazos se sentía tan caliente. Con sólo el instinto maternal para guiarle, dejó al bebé en el centro de la pequeña mesa y cogió una toalla y un recipiente de esmalte de la estantería. Apenas apartando los ojos de Jenny, corrió al disipador de estaño y bombeó agua en el cuenco. Se volvió hacia la mesa, derramando agua en el suelo. ¿De qué estaría enferma Jenny? Melissa se preguntó mientras escurría el paño para ponerlo en la frente del bebé. La ciudad estaba llena de enfermedades y virus, y en ninguna parte era peor que en Lousetown, al lado del río. Allí, las luces no brillaban. La riqueza y el exceso de los Reyes del Klondike en Dawson eran ausentes. Las aguas residuales rezumaban por las calles estrechas y embarradas, extendiendo la enfermedad. La gente sin dinero, o con la esperanza de escapar, se hacinaban en tiendas de campaña y en improvisadas sórdidas, viviendas. Esos desafortunados mineros vivían en la suciedad y la pobreza, y morían de fiebre tifoidea y cólera. Tal vez algún contagio se había abierto camino hacia Jenny. Puede que incluso hubiese sido uno de los clientes de Melissa que habría llevado algún miasma mientras ella dormía en su pequeño rincón. Las compresas frías parecían no tener ningún efecto, y los lamentos del bebé continuaron. Tal vez tenía hambre, pensó Melissa. Con sus dedos temblorosos, se arrancó el corpiño, enviando los botones a través de la mesa, volando. Pero una y otra vez, Jenny volvía la cara del pecho de Melissa, negándose a comer. No paraba de gritar; unos berridos que Melissa no había escuchado jamás en su vida. Trató de calmar a Jenny de todas las maneras que se le ocurrieron, pero después de casi media hora de más paños fríos y balanceos, la niña no mostraba mejoría. En todo caso, parecía ir a peor. Con Jenny en sus brazos, Melissa fue hacia la ventana y miró hacia la calle. Había multitudes dándose codazos en sus caminos hacia los saloons, los salones de baile y la ópera. Su hija necesitaba un médico, pero Melissa no quería salir con ella, posiblemente su exposición al aire frío de la noche agravaría su condición.

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Tal vez podría atraer la atención de alguien para que pudiese ir en busca de un médico. Comprobando los rostros, tratando de divisar quién iba a ser su salvador, vio a un hombre con ojos amables. — ¡Disculpe! ¡Por favor, necesito ayuda! Gritó. Pero él no la escuchó y pasó por delante de su vista. —Mi pequeña está enferma ¿puede alguien llamar a un médico? —Nadie levantaba la vista hacia la ventana. Dos intentos más con una voz más fuerte no llevaron a nada. Aparentemente, sus palabras no podían elevarse por encima de las voces, ni la música, ni las pisadas del tropel de gente. Se apartó de la ventana, maldiciéndose por haber hecho que Dylan se marchase. Nunca lo había visto borracho ¿Y qué si se hubiera quedado en la habitación y se hubiese tomado una o dos copas? Parecía tan trivial ahora ante esta calamidad. La vida de Jenny estaba en peligro. La única opción que le quedaba era bajar a la calle y detener a alguien. Melissa llevó a Jenny de vuelta a su cuna, y luego corrió hacia la puerta y voló escaleras abajo, casi tropezando con sus faldas engorrosas. Al salir a la calle, estuvo a punto de chocar con un joven tirando de una mula de aspecto cansado detrás de él. Su rostro era familiar, y recordó que había hecho la colada para él alguna vez. —Whoa, cuidado, señora. Lanzó una mano para sostenerle, luego sus ojos se posaron en el corpiño abierto. Demasiado frenética para sentir pudor, con una mano temblorosa, Melissa arrastró los bordes de su ropa para cubrirse. — Oh, por favor, balbuceó. — Por favor, necesito ayuda para mi niña. Está ardiendo de fiebre. ¿Podría conseguirme un médico? Aparentemente impresionado por su desesperación, tiró del ala de su sombrero y asintió brevemente. —¡Sí, señora! ¡Encontraré al doctor Garvin! Él me curó cuando me rebané la mano cortando madera. Levantó una mano a la que le faltaba el dedo índice. — Vamos, Susannah —dijo, tirando de la mula para ponerla en marcha. Melissa se volvió y corrió escaleras arriba. Cuando ella abrió la puerta, el bebé seguía gritando, pero Melissa pensó que sonaba más débil. Lo levantó y apoyó la cabeza caliente y sedosa contra su propia mejilla. —La ayuda está llegando, pequeña. El médico está en camino. Jenny era tan pequeña, tan nueva — su vida no había comenzado siquiera. Melissa luchó para mantener al demonio del miedo a raya, el que le susurraba que los bebés morían cada día. La fiebre, el

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sarampión, la gripe y más enfermedades de esas índoles — arrebataban las vidas de los más jóvenes, dejando atrás a madres y padres desconsolados. No, no su hija, Dios por favor, rezó intensamente. No su Jenny. Si se la arrebataban, Melissa pensó que ella desearía estar muerta, también. Si perdía a su bebé, no tendría a nadie. *** Dylan se sentó con Seamus McGinty en la última mesa del Saloon La Chica de Yukon. El lugar estaba tan lleno como cualquier otra noche, y una densa capa de humo de tabaco se cernía sobre el grupo de juego, la bebida, y el baile de los mineros. Dylan no podía decidir porqué Rafe habría apreciado ese ambiente, pero por su parte, le gustaría tener otro lugar a donde ir esa noche. Después de tratar de recordar el número de veces que Rafe Dubois se había sentado en esa misma mesa, Seamus había declarado que a nadie se le permitía sentarse en ese santuario de ahí en adelante. Entonces el fornido, de ojos azules irlandés, había requerido que Dylan presenciase el juramento con un disparo de su botella de su tan querido whisky irlandés. Lágrimas de Ángel, lo llamaba Seamus, y había bebido casi la mitad de él lamentando la noticia de la muerte de Rafe. Dylan pensó que nunca había visto a un hombre disfrutar tanto del luto. —Lágrimas de Ángel, Dylan, repitió él, levantando su copa. — Para despedirlo apropiadamente, y que Dios acelerarle su camino. Jesús, ya están llorando en el cielo esta noche, ya están llorando su muerte. —Creo que tienes razón, Seamus. Dylan levantó la copa también, pero él todavía no estaba decidido a beber. La luz de luna irlandesa era algo muy poderoso que tenía un sabor como si pudiera abrasar las entrañas de un hombre. Realmente deseaba poder quedarse atontado, insensiblemente borracho, para olvidar la muerte de Rafe y el rechazo de Melissa que le había llevado a sentarse ahí con McGinty cuando él preferiría haber estado con ella. ¿Qué diablos era lo que esperaba de él, de todos modos? Había hecho todo lo posible por ella, dadas las circunstancias, y aún así ella le había echado de su propio hogar. Pero mezclada con la ira por haber sido desterrado de su propia casa, se encontraba el recuerdo de Melissa en sus brazos — suave, cálida, y tan condenadamente femenina que

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había querido llevarle a su cama en ese mismo momento. Para mostrarle cómo un hombre — un verdadero hombre — le hacía el amor a una mujer, salvaje pero tiernamente, conquistándola no con su fuerza bruta, sino con su propio deseo. Sólo el pensamiento envió un flujo de sangre a su entrepierna otra vez. —Dylan, hombre —dijo Seamus, interrumpiendo sus pensamientos, — ¿vas a ser capaz de darle un trago a eso como un verdadero hombre o vas a seguir dando sorbos como un niño con una zarzaparrilla? Dylan miró su copa y la levantó. — Qué diablos, Murmuró. — Ella ya está enfadada conmigo, de todas formas. Sostuvo la copa contra su boca, listo para dejar que el líquido ardiente pasase por su garganta, cuando un minero se abrió paso a codazos entre la multitud hasta la mesa. —Oye, McGinty, ¿has visto al doctor Garvin? —Jadeó. El irlandés lo miró de arriba abajo; diversión mezclada con su trágica expresión de duelo. — ¿Qué prisa tienes, hijo? ¿Has perdido otro dedo? El minero negó con la cabeza y señaló por encima del hombro. — Tengo que encontrarle para esa mujer lavandera que canta. Su bebé está enfermo. Dylan se congeló, sus dedos se cerraron alrededor de su copa. — ¿La lavandera que canta? ¿La de la puerta de al lado? El minero asintió. — Sí, ella. Voló escaleras abajo y me detuvo en la calle, con aspecto pálido y su cabello salvaje, como un fantasma. Me dijo que su hija estaba enferma con mucha fiebre. Atrapado por el terror más grande que jamás había conocido, Dylan saltó de su silla, tirándola. El corazón le latía en el pecho, y la adrenalina enviaba una sensación punzante a lo largo de sus extremidades. Se dio la vuelta para hacer frente a Seamus. — ¿Está aquí Garvin? —Sí, creo que está en una mesa junto a la ventana, comiendo su cena —dijo McGinty, con aspecto aturdido. Dylan voló a través de la multitud. Varias mesas se alineaban a lo largo de las ventanas delanteras, todas ellas estaban ocupadas. —¿Cuál de todos ellos es? —Exigió Dylan, agarrando al minero por la manga. El otro hombre miró los rostros de los comensales. — No estoy seguro ahora. No lo he visto en mucho tiempo, y yo estaba bastante aturdido, tenía un dedo colgando y todo eso. Impaciente, Dylan se volvió. — ¡Doctor Garvin! Tronó. Su voz se elevó por encima del

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estrépito del piano, en medio de los pies arrastrándose y los vasos tintineantes. El saloon se quedó en silencio. — ¿Está aquí el doctor Garvin? En la mesa más lejana, un cliente con la cara de un joven cansado alzó la mano. — Yo soy el doctor Garvin. Dylan no quería ofender al hombre expresando la primera impresión que le causó nada más verle, pero a pesar de su traje formal, Garvin no parecía tener más de dieciséis años. Dylan miró a los mineros para su confirmación. —Sí, señor, es él. Dylan se adelantó. — Hay un bebé enfermo que necesita de su ayuda. El doctor Garvin asintió con la cabeza, luego hizo un gesto hacia su cena de pollo que apenas había tocado. — Estaré con usted tan pronto como termine de comer. Dylan apretó su mano sobre la muñeca del hombre. — Lamento interrumpir su cena, doctor, pero necesito que venga conmigo ahora mismo. Esta niña no puede esperar. El doctor Garvin miró a Dylan, y a continuación, al largo cuchillo atado a su muslo. Lanzando el tenedor en el plato, se limpió las manos en la servilleta y tomó su bolsa de la silla de enfrente. —Muy bien, entonces. Vayamos hacia allá. *** Cuando Dylan condujo al doctor Garvin a través de las escaleras envueltas por la luz del atardecer, lo primero que oyó fue un peculiar sonido proveniente del otro lado de la puerta. Era el llanto de un bebé, más o menos, pero muy diferente a todo lo que había escuchado hasta ahora, se preguntó si habría un león de montaña dentro de su casa. Dylan abrió la puerta y vio a Melissa, caminando en círculo con el bebé aferrado a ella. Se veía pálida y su cabello caía en mechones finos y casi trasparentes alrededor de su rostro, tal como el minero había dicho. La parte delantera de su vestido estaba abierta, revelando la camisola que llevaba debajo. Tan pronto como lo vio, se detuvo. Su ira ya se había ido antes, y el terror que él sentía en su corazón, estaba escrito en la cara de ella. — Oh, Dylan, a Jenny le ocurre algo — tiene fiebre y. Él la agarró por los hombros ligeramente. — Lo sé, cariño, me he enterado. He traído al

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doctor Garvin. Ella se apartó de sus manos y se tambaleó hacia el joven detrás, como si acabara de verle. La agonía del miedo y de la angustia en su voz. — Doctor, por favor — tiene que salvar a mi hija. No quiere comer y está ardiendo de fiebre. Se ha puesto así hace unas horas. Dejando su bolsa, el doctor Garvin se quitó su chaqueta y la colgó en el respaldo de una de las sillas. — Llevadle a la mesa, señora, y también una lámpara si usted tiene una. Dylan cogió la lámpara de aceite de la pequeña mesa cerca de la ventana. Melissa se cernía en el borde de su luz, sus manos temblorosas estrechamente entrelazadas en su boca. El doctor Garvin parecía calmado, e incluso parecía dulce con Jenny mientras la reconocía, aunque ella movía sus brazos y daba patadas desconsoladamente, pero la expresión preocupante en su rostro, le produjo a Dylan otro nudo helado en el estómago. Era la misma sensación que había tenido esa misma tarde cuando vio a Rafe. Entonces el médico desabrochó el vestido del bebé para revelar una erupción de color rojo furioso en su pecho. —¡Oh, Dios Santo! Exclamó Melissa. Dylan sintió como si su corazón se hubiese desplomado a sus pies. —Su temperatura es de cuarenta y un grados —dijo el médico. Melissa gimió y Dylan se estremeció. — Pero los niños de su edad rutinariamente consiguen sobrevivir a fiebres altas, lo cual sería más complicado para un adulto. Su pulso es muy rápido, sin embargo. —¿Pero qué le pasa? ¿Es el sarampión? —Preguntó Melissa. El joven médico sacudió la cabeza. — No, yo creo que tiene la Fiebre Escarlata. Todo apunta a ello — que haya surgido tan de repente, la fiebre alta y su pulso. Su garganta está inflamada, y además, está la erupción — Algunos personas lo llaman Escarlatina. —Escarlatina, Repitió Melissa como un loro. — Escarlatina. Por un momento parecía tan aturdida que Dylan pensó que iba a desmayarse. Puso su mano bajo su codo, para sujetarle por si acaso se desvanecía. —¿Cómo se ha contagiado, doctor? —Preguntó Dylan. — No he oído de nadie que estuviese enfermo con eso, por aquí. El doctor Garvin vistió de nuevo a Jenny y la puso en los brazos de Melissa. — Es difícil de decir. Obviamente, entró en contacto con la fiebre de alguna manera. El contagio puede aferrarse a las habitaciones y a la ropa con gran tenacidad. Es más común en niños que en adultos, aunque no puedo decir que haya visto muchos casos en Dawson. Pero hay gente

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de todo el mundo en esta ciudad, y hay un montón de otras fiebres, también. Realmente no me sorprende. —¿Dice que puede transportase en la ropa? —Melissa le preguntó, en voz alta y con firmeza. —Puede ser. Dylan vio su mirada de dolor, y su corazón dio un vuelco en su pecho. Ella se estaba culpando por la fiebre del bebé. —¿P-pero se pondrá bien? —Preguntó Melissa. — ¿Le puede dar algún medicamento? El médico suspiró. — Señora, supongo que prefiere que le diga la verdad antes que mentirle. Melissa asintió con la cabeza casi imperceptiblemente. — La Escarlatina suele ser algo peligroso. Y los medicamentos que le daría a un adulto mataría a un bebé. El poco color que permanecía en la cara de Melissa, desapareció por completo. El doctor Garvin le dio una mirada de disculpa. — Es altamente contagioso, por lo que ambos de ustedes también se enfermarán si aún no lo han tenido. Algunas personas sin embargo, especialmente los adultos, parecen ser resistentes a la enfermedad. Y creo que su bebé tiene un caso relativamente leve de la fiebre — con buenos cuidados, algunos niños pueden salir adelante sin problemas. La erupción se extenderá, por lo que deberá lavarle con una esponja y agua de soda, una vez en la mañana y otra por la noche. En un día o dos notará que su lengua adquirirá el color y la textura de una fresa. Trate de hacerle comer — su leche será más que suficiente para ella. Aparte de eso — suspiró. — Me temo que se trata de una situación de espera y esperanza. Después de prometer que se pasaría a ver a la niña al día siguiente, el doctor Garvin se puso el abrigo y cogió su bolsa. En su camino hacia la puerta, le dio unas palmaditas en el brazo a Melissa. — No voy a decirle que no se preocupe. Pero la preocupación no servirá de nada. Ponga más energía en el cuidado de Jenny y de ustedes mismos. Si ustedes dos enferman — miró a Melissa a Dylan — no habrá nadie que cuide de su bebé. Melissa se quedó mirando la puerta cerrada, con la sensación de que el día del juicio había comenzado. Su bebé, el más pequeño y querido alma que jamás había conocido, estaba cerca de la muerte, y ella era la causante. Se volvió hacia Dylan. Estaba de pie con los brazos cruzados con fuerza sobre su pecho, y su hermoso rostro limpio de toda expresión. Sabía que se había enfadado con él antes, pero ahora podía jurar, no poder recordar el motivo. Cualquiera que fuese la causa, debía haber sido algo sin importancia. No podía pensar en otra cosa que el pequeño bulto de calor en sus brazos, su propia carne y sangre.

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Bajó su mirada hacia la cara roja de Jenny; la erupción arrastrándose hasta su pequeño cuello. — Lo siento mucho, princesa, susurró, su respiración a trompicones. — Es todo por mi culpa. Sólo quería conseguir una vida mejor para nosotras. Nunca pensé que te enfermarías por estar cerca de la ropa de alguien. —Melissa, murmuró Dylan, — no es tu culpa. Echarte la culpa no hará que Jenny se ponga bien. Además, no se sabe a ciencia cierta que eso haya sido lo que ha traído la fiebre. —¡Por supuesto que sí! —Melissa rompió de nuevo, incapaz de mantener la emoción en su voz. ¿Acaso no entendía cuanta culpa tenía ella? Comenzó a caminar de nuevo. — O lo recibió de la ropa o de los mineros. —Había un tono triste y enfadado a su vez, en sus palabras. — Oh, yo iba a demostrar a todos lo fuerte que era, que podía vivir en el mundo por mi cuenta, y que no importaba si Coy me dejaba sólo con el vestido que llevaba puesto aquel día. Bueno, ahora está muerto y también lo está Rafe, y Jenny. —¡No lo digas! Gritó Dylan. Frunciendo el ceño, sus ojos duros como piedras verdes, se adelantó y tomó por los hombros de nuevo a Melissa, agarrándole firmemente. — Melissa, tienes que ser fuerte para cuidar de ella. No puedes permitirte el lujo de compadecerte ahora mismo. Asustada y hundida, Melissa lo miró fijamente, hacia los planos de su cara donde su propia preocupación y tristeza tenían líneas grabadas, y hacia sus ojos que parecían obsesionados por los acontecimientos pasados. Intentó sacar valor de su tacto cálido y sus palabras firmes, y luchó por refrenar su pánico descontrolado. — Sí, por supuesto, tienes razón, admitió ella, respirando hondo para calmarse. Luego añadió en voz baja: — Es que ella es tan pequeña, y estoy tan asustada. Le dio un ligero apretón hombros, y luego la soltó. — Lo sé. Pero lo único que puedes hacer es dar lo mejor de ti misma ahora mismo. Y yo estaré aquí por si necesitas de mi ayuda. Esas palabras le llegaron a Melissa al corazón, y sintió ganas de besarle. En toda su vida, nunca había tenido a nadie en quien apoyarse. Había oído muchas promesas vacías, pero Dylan — sabía que podía confiar en su palabra. Sabía que siempre estaría ahí para ellas. — Gracias, Dylan. Volvió a la acción entonces, y siguió las instrucciones del médico sobre el baño y la alimentación de Jenny. Al principio, el bebé no comía nada. Después de varios intentos, sin embargo, finalmente tomó un poco de leche. Con una oscuridad completa sobre la ciudad, Dylan y Melissa se sentaron en un silencio tenso, vigilando a Jenny, que dormía a ratos. La fiebre no cedía, pero la niña aguantaba a

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través de las horas. Melissa estaba agradecida por la compañía de Dylan — no podía pensar en ningún otro hombre que conociera, que no se hubiese dormido o no se hubiese ido ya. Había tanta bondad en él, tan intimidante como podía ser; sin embargo, parecía estar decidido a pasar su vida en solitario. Justo después de la medianoche y mientras Jenny estaba tranquila, Melissa, que había estado sentada al lado de la cuna durante horas, se acercó a la ventana, flexionando sus tensionados y dolorosos hombros mientras lo hacía. Apoyando la frente contra el cristal frío, miró apenada las risas y el algarabío del carnaval que se desplegaba bajo las farolas en Front Street. Arriba, una luna plateada cabalgaba bajo el horizonte, escondiéndose detrás de una máscara de nubes vaporosas, y unas pocas estrellas brillaban a su alrededor. Ahora que agosto estaba bastante avanzado, las noches frescas caían antes y duraban más tiempo. Con su mirada fija en esa visión, se maravilló de lo precaria que la vida podía ser, y cuán despiadado el mundo podía ser. Seguía adelante, sin darse cuenta y sin preocuparse por la suerte de una niña que estaba en la cuna junto a la cama de Dylan. Oyó las patas de la silla de Dylan raspar el tablón del suelo, y entonces sintió su calor detrás de ella cuando puso la mano sobre su hombro. Su toque era suave, pero firme, el contraste le recordaba al tipo de hombre que se esconde bajo una personalidad amenazante. Trabajó en la tensión en sus músculos, obligándolos a relajarse, pero sus pensamientos eran amargos. —Estoy empezando a ver por qué odias este lugar —dijo Melissa sin volverse. — Es todo un espectáculo llamativo a primera vista, pero creo que hay una gran cantidad de sufrimiento que no vemos. ¿De qué sirve ganar dinero si te cuesta todo lo que te importa? —Negó con la cabeza mientras miraba hacia la calle. — Si yo hubiera tenido la oportunidad de negarme, jamás hubiese llegado hasta aquí. ¿Por qué lo hiciste tú? ¿Por qué elegiste este lugar? Le oyó suspirar detrás de ella, no con desesperación, pensó, pero como si estuviese pensando en la pregunta. Su mano abandonó el hombro de ella. —Cuando salí de The Dalles ya había perdido todo lo que tenía que me importaba. No sabía a dónde ir. Sólo quería poner distancia entre ellos y yo, el viejo, mi hermano... Elizabeth. Melissa se volvió hacia él entonces. No iba a preguntarle por ella — él era el único que podía sacar a relucir el hombre de esa mujer. Quizás esta vez le diría el motivo por el que había huido, de modo que ella pudiese entender porqué sus ojos tenían esa mirada

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embrujada. Volvió a la mesa y volvió a sentarse, encorvándose y cruzando el tobillo sobre su rodilla. — ¿Recuerdas cuando te conté acerca de la noche en que me fui de casa, que fue a causa de una discusión que tuve con mi padre por mis caballos? Ella asintió con la cabeza apoyada en el alféizar de la ventana detrás de ella. —Bueno, fue algo más que eso. Desvió la mirada hacia una taza de café vacía sobre la mesa delante de él, dándole vueltas como si estuviese intentado buscar la manera de contar su historia en los posos del café. Conocí a Elizabeth Petitt cuatro años atrás, en su fiesta de bienvenida. Ella acababa de llegar de una sofisticada escuela oriental. Su padre, William Petitt, era uno de los mayores clientes del banco. Estuve de acuerdo en asistir a la celebración y estar en paz con mi propia familia — el viejo me dijo que me pusiera algo decente para dejar de parecer una mano obrera contratada por una noche. Dylan sonrió irónicamente. — ¿Cómo iba a resistirme ante una invitación tan amable? Planeé permanecer allí durante media hora, más o menos; una pequeña charla, y después me iría. No sé por qué, pero había supuesto que la muchacha probablemente sería una hogareña marisabidilla a la que su familia estaría deseando casar. Pero cuando me presentaron a Elizabeth, fue como si hubiese perdido todo, mi sentido del tiempo, mi corazón, mi mente — todo. Desde ese momento estuve condenado. Negó con la cabeza, y su expresión se tornó agridulce. — Ella era hermosa, con largos rizos negros y ojos oscuros, y tan diferente de las otras mujeres que había conocido. A primera vista era una dama culta, pero una niña se escondía en su interior, supongo. Por debajo de todo lo que vi, descubrí una mujer sin sentido, sin inhibiciones, libre de pensamiento. Me hizo perder la cabeza como si fuera un chico de quince años. Me convertí en el peor de los ciegos, el más tonto enfermo de amor que jamás se ha visto. No podía comer, ni dormir, ni pensar en nada ni en nadie más que en ella. Melissa bajó los ojos. Era casi imposible imaginar a Dylan como se acababa de describir. Era tan serio y tan controlado, incluso cuando estaba furioso. El día en el que le vio amenazar al minero con su cuchillo de carnicero, cruzó su memoria. Ese era el Harper Dylan que ella conocía — peligroso, rápido, audaz y ciertamente imprevisible. Tan difícil como era para ella imaginarle tan enamorado, le resultaba aún más difícil pensar en otra mujer que pudiese evocar esos sentimientos en él. Se pasó la mano por el pelo. — Elizabeth escuchaba todo lo que yo tenía que decir, lo cual era mucho — durante mucho tiempo mantuve parte de mis pensamientos e ideas para mí mismo. Finalmente, pensé que tenía a alguien con quien hablar, alguien que entendería mi amor por la tierra y los caballos. Al menos pensé que lo entendía. No sé por qué la verdad — nunca hubo dos personas que tuvieran menos en común. Pero no me di

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cuenta en ese momento, y no fue hasta mucho más tarde, cuando caí en la cuenta de que mientras que yo le había dicho a ella todo acerca de mí mismo, yo no sabía casi nada sobre ella. Antes de que supiera lo que estaba haciendo, le pedí que se casara conmigo. —Supongo que es que no llegamos a conocer a la gente —dijo Melissa en voz baja. — Creo que a veces nos decidimos a pasar por alto cosas sobre una persona que nos hace dudar, o nos preocupan. Sé que eso es lo que yo hice con Coy. Él la consideró por un momento, como si estuviera viendo un nuevo lado de ella. — Eres más inteligente de lo que tú misma piensas. Creo que desde el principio sabías que estabas apostando demasiado con Logan. Era un riesgo audaz, pero las probabilidades eran tan altas que estabas destinada a perder. Se acercó a la cuna y miró a Jenny. — Tal vez tengas razón, admitió ella, dejando que sus ojos se encontrasen con los suyos. — Estaba tan desesperada por salir de casa, que estaba dispuesta a correr ese riesgo con Coy. Era esperar demasiado que todo saliese bien, que de alguna manera se convirtiese en el tipo de hombre que tú — Apartó la mirada entonces, y sintió que sus mejillas se enrojecían como si ella también tuviese fiebre. Inclinándose, mojó la cabeza de Jenny con un paño frío. Su comentario se interpuso entre ellos torpemente. — Probablemente yo tampoco soy el hombre que crees, Melissa. Ella levantó la vista de nuevo, la tela arrugada en su puño. — Pero tú has sido amable con Jenny y conmigo. Nos acogiste cuando no teníamos a nadie a quien recurrir. Se encogió de hombros y se enderezó en la silla. — No tuve muchas opciones, dadas las circunstancias. Pero no soy abstemio, y no me gusta llevar un traje. Me gusta estar al aire libre, no tengo mucho interés en la política, y espero que mis manos se ensucien cuando trabajo. A Elizabeth no le importaba si tomaba una copa, pero no le gustaba nada de lo que hacía excepto — Apartó la mirada. — Bueno, no le gustaba apenas nada. Ajustando el vestido del bebé, Melissa acarició el pelo suave y caliente de Jenny con el dorso de sus dedos. Volvió a pensar en los rasgos patricios de Elizabeth y se preguntó si la mujer habría perdido el juicio. No había nada que no le gustase de Dylan, excepto la atracción desenfrenada que sentía hacia él. — Suena como si pudiera haber conseguido a cualquier hombre que se adaptase a su fantasía. ¿Por qué habría de elegir a uno que sentía que tenía que cambiar? —¿Por qué? —Repitió él. Luego miró a Melissa y sonrió. Su sonrisa parecía casi malévola. — Con el tiempo, la razón dio la cara por sí sola. Dinero. —¿Dinero? ¿No dijiste que provenía de una familia rica?

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—Algunas personas nunca tienen suficiente. Empecé a sospechar que su padre y el mío habían planeado todo desde el principio, pero... Empujándose a sí mismo fuera de la silla, Dylan fue hacia la cocina y movió la cafetera. Sus movimientos eran inquietos, como los de un animal en una jaula. Ella sabía que el café en la cafetera debía estar sólo tibio, pero al parecer no le importaba, llenó su vaso. Pero lo dejó en la cocina y caminó hacia la ventana, donde se quedó mirando el cielo nocturno azul-negro. —¿Pero? —ella le instó en voz baja. Dándole la espalda, Dylan metió sus manos en sus bolsillos traseros y suspiró. — Estaba enamorado de ella, y pensé que no importaba mucho cómo habíamos llegado a estar juntos. Sacudiendo la cabeza, añadió: — Estaba realmente fascinado por ella. Con el beneficio de la retrospectiva, Dylan se preguntó por qué no habría visto a Elizabeth tal como era. Estar enamorado de ella no debería haber sido un obstáculo para ello. Pero, entonces, ella había sido muy inteligente en su duplicidad, disimulándola con una pasión candente, que le había hecho verle exactamente como ella quería que él le viese: indefensa pero tan encantadora, tan hermosa, tan ornamental. Se sentía como un auténtico imbécil ahora. No iba a decirle a Melissa que la única vez que Elizabeth no había encontrado ninguna falta en él era cuando se retorcía debajo de él en la cama de los establos. Había sido un enigma para él por aquel entonces, y hasta ahora no estaba seguro de cómo una mujer con unos modales tan exquisitos, e impecables podía convertirse en una loba exigente e insaciable que le dejaba exhausto y sudoroso, con la espalda llena de arañazos en carne viva que había levantado ella misma con sus uñas. Dylan miró por encima del hombro hacia la cabeza gacha de Melissa. Inocente, amable y modesta, era tan diferente a Elizabeth. Las manchas tenues debajo de sus pestañas inferiores reflejaban su agotamiento, pero aun así, la seguía viendo preciosa. —Cuanto más me esforzaba por complacerle, más exigente se hacía, hasta que me tuvo cogido por las p — Bueno, digamos que quería que todo fuese a su manera. Sabía que algo no estaba bien entre nosotros, pero no quise meter el dedo en la llaga. Finalmente, la noche en la que tuve aquel enfrentamiento con el viejo, fui a su casa y le pedí que viniese conmigo, ahora mismo, en ese preciso instante. Estaba prácticamente de rodillas, suplicándole que viniese, cuando su padre entró en la sala y me dijo que nuestro compromiso se había suspendido. Se volvió hacia Melissa. Le dolía hablar de ello, pero de alguna manera, le dolía aún más guardárselo dentro. — Ella había decidido casarse con mi hermano, Scott, en lugar de conmigo. Elizabeth me lo confirmó y me dijo que había estado

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esperando el momento adecuado para decírmelo. —Oh, Dylan, se quejó Melissa. Él volvió a la mesa y se dejó caer en la silla. — Qué final tan perfecto — a todo. Supongo que se merecen el uno al otro. Deseé que nunca jamás nadie me volviese a importar tanto. Él podía decir eso, pero sabía que ya era demasiado tarde. Dylan se preocupaba por Melissa.

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CAPÍTULO TRECE

El día y la noche que siguieron fueron un borrón para Melissa. El paso del tiempo estuvo marcado sólo por el amanecer y el atardecer, y por los baños de soda que le dio a Jenny, quien, aunque todavía febril, se aferraba tenazmente a la vida. Melissa se negó a hacer más que una breve siesta mientras que Jenny dormía, y de vez en cuando se despertaba entumecida, sintiéndose como una anciana por dormitar en esa silla. En una ocasión, alguien subió las escaleras en busca de la lavandera que cantaba, pero ella le dijo a través de la puerta que su pequeña estaba enferma y que no podía bajar a trabajar. Había perdido ciertamente su deseo de cantar. No había nada que cantar. Manteniendo el comercio cerrado, Dylan mantuvo la vigilia con ella, saliendo sólo para asistir al funeral de Rafe. Melissa deseó poder presentar sus respetos también, pero era imposible. De todos modos, no había nada que pudiese hacer ahora por Rafe, y Jenny necesitaba su constante atención. Dylan volvió de la ceremonia con sus ojos hundidos y aspecto agotado. —¿Le ha rendido Dawson un buen homenaje? —Preguntó ella, mirando hacia arriba, desde la cuna de Jenny. Él asintió con la cabeza y se dirigió a la cafetera sobre el fogón. — El funeral atrajo a una gran multitud, y muchos elogios fueron pronunciados por él. Creo que más gente le conocía y le consideraban buena gente; mucha más que lo que él creía. Casi todo el mundo puso un poco de dinero para conseguirle una buena lápida. McGinty, el Gran Alex, Bill Ladue, todos dieron. Incluso Belinda. Pensando en cómo serían los inviernos en Dawson, su mente conjuró un pequeño ataúd cubierto de rosas y una serie de dolientes arrastrándose detrás de él en un viento amargo; sus figuras negras contra un cielo frío y gris. Ella miró a Jenny y dijo: — ¡Qué lugar tan desolado para tener que enterrar a una persona! Tiene que ser tan difícil dejarle ahí en una tumba cubierta por el hielo y la nieve, y la oscuridad. Yo no creo que pudiese... Miró a Dylan. — No sé qué haría si... No podía soportarlo. Se acercó a ella y le entregó su taza de café. — No vamos a preocuparnos por eso ahora, ¿de acuerdo? Jenny se va a poner bien, y todo va a estar bien. En cuanto a Rafe — Suspiró. — Si es posible, creo que su espíritu se ha ido para estar con alguien que murió antes que

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él, alguien que significaba mucho para él. A última hora de la tarde, el doctor Garvin se pasó por allí, tal como había prometido, y Melissa pensó que el joven médico se sorprendió al ver que Jenny había sobrevivido hasta ahora. —¡Esto es prometedor, muy prometedor! Declaró tras examinarle. — La fiebre no se ha ido, pero ha remitido considerablemente. Dylan se quedó fuera del camino, pero Melissa vio la esperanza y el alivio en sus ojos. El doctor Garvin le dio instrucciones para mantener el régimen del tratamiento de Jenny y le dijo que se cuidase ella también. Durante el resto del día y la noche, Dylan se quedó muy cerca. Melissa silenciosamente bendijo su compañía, a pesar de que le insistía que tenía que dormir más de lo que estaba durmiendo. Él trajo la comida de distintos restaurantes para evitarle a Melissa la tarea de cocinar, y de vez en cuando, paseaba él mismo a Jenny para que Melissa pudiese descansar. Ella sacaba fuerzas de su presencia silenciosa, y a veces mientras tanto él como el bebé dormían, velaba por ellos y sentía una oleada de amor tan grande que llegó a pensar que su corazón se rompería. Las largas horas en esa sala pequeña le dieron mucho tiempo para pensar, y llegó a dos conclusiones. En primer lugar, sabía que no haría más coladas ahí en Dawson. Jenny podría haber cogido la fiebre de mil maneras distintas, pero Melissa se negaba a exponer al bebé a un peligro más. Había hecho un buen dinero lavando la ropa de los mineros, pero ninguna cantidad de oro valía tanto como para arriesgar la salud de su pequeña. En cuanto a su corazón, sabía que ahora no era el momento para hablar de sus sentimientos. Ella y Dylan habían estado muy distraídos y preocupados. Pero cuando esto se acabase, pensó, cuando Jenny esté bien otra vez — se podría bien, estaba segura — Melissa determinó que le diría a Dylan la verdad de cómo se sentía hacia él. Ella se había dado cuenta de que la vida era demasiado peligrosa e incierta como para dejar pasar por alto un verdadero amor. Ella lo miró mientras yacía en el extremo de la cama, su pecho subía y bajaba, la preocupación en su rostro suavizado por el sueño, y dejó que sus ojos trazasen la línea de su boca llena. El atisbo del vello de su barba, de un día de crecimiento, ensombrecía su rostro, acentuando sus fuertes rasgos masculinos. Deseó poder pasar la yema de los dedos por su mandíbula y sus labios, sólo por el placer de tocarle. Los besos que habían compartido parecían un sueño ahora, hermoso pero no real. El saco de arroz todavía ocupaba un gran espacio en el medio — Melissa había llegado a odiar esa cosa. Dylan estaba amargado por Elizabeth, y tenía toda la razón del mundo para estarlo. Ella

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tenía tantas, si no más, razones de estar igual de amargada por Coy. Pero ¿qué podrían hacer? Sería un error permitir que esas experiencias coloreasen sus vidas. Después de todo, ¿quién sabía cuándo el destino volvería a robar otra vida? Sus experiencias recientes tan cercanas a la muerte — la de Rafe, la de Coy, y la fiebre de Jenny — le habían dado una nueva perspectiva. Tenían que poner el pasado donde pertenecía, detrás de ellos, y dejarlo ahí. *** Melissa estaba en el carril inferior de un corral, mirando a su marido montando acaballo en círculo alrededor de la valla. Era alto, recto y delgado, con el pelo largo que volaba detrás de sus hombros en el viento. Encaramado sobre la espalda desnuda del caballo, se encontraba una niña pequeña con rizos tan rubios como los del hombre. Su voz infantil instó al caballo, a pesar de que Melissa no pudo entender sus palabras. Se les veía hermosos juntos, el hombre y su hija, esbozados por el color bronce y azul claro de la puesta de sol, y Melissa se sentía tan orgullosa de ellos. La risa de la niña flotaba a su lado en la suave brisa, y al acercarse, vio el destello de color verde oscuro en los ojos de su marido, que reflejaban una mezcla de alegría y el más sincero deseo por ella que hizo que su respiración se acelerase. —Creo que está mejorando, Melissa —dijo él, y la niña se rió de nuevo... Melissa se despertó sobresaltada y se incorporó. Se dio cuenta de que se había quedado dormida con su parte trasera todavía en la silla y el torso inclinado sobre la cama. —Está mucho mejor ¡Mira! Dylan estaba de pie a su lado con Jenny en sus brazos. Melissa vio como el bebé agitaba sus puños y oyó un pequeño murmullo de satisfacción de la pequeña. Ella saltó de la silla y miró a Jenny. Rápidamente, puso su mano sobre su frente, sintiendo la fiebre. No estaba caliente. Todavía tenía esa erupción de apariencia horrible, pero estaba mejorando; incluso sonrió al ver a su madre. —¡Oh! Exclamó Melissa, riendo con alivio. Dylan puso a Jenny en sus brazos, y ella bajó la mirada hacia su rostro, riendo de nuevo. — Oh, ¡Gracias a Dios! Jenny, mi princesa preciosa, ¿te sientes mejor? Jenny gorgoteaba y sonreía ampliamente. —¡Ja! Melissa se rió de nuevo triunfante y bailó un poco por la habitación, con cuidado de no agitar al bebé demasiado.

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Dylan la miró y se echó a reír también. — Estaba sentado junto a la ventana, mirando la puesta del sol, y la oí. Cuando me acerqué a su cuna, estaba despierta y me dio la sensación de que sonreía. De repente, todo en la habitación y fuera de la ventana se veía precioso. El sol, cayendo por detrás de las nubes, volvió a dotar a la habitación de un pulido, oro suave. Melissa tomó aire, preparándose, y exhaló. Se sentía como si un gran peso hubiese sido levantado de sus hombros y pudiese mantenerse erguida otra vez. Ciertamente, Jenny no estaba bien todavía, pero Melissa estaba segura de que ya había doblado la esquina hacia la recuperación. Desde aquella oscura noche de la muerte de Rafe y la terrible enfermedad de Jenny, el sol volvía a brillar. Impulsivamente, cruzó la habitación aproximándose a Dylan y los sorprendió a ambos besándole apasionadamente en la boca. Dylan sintió cómo se ruborizaba hasta las orejas, y vio cómo el color se encendía también en las mejillas de Melissa. Ella agachó la cabeza y dijo: — Lo siento si me he dejado llevar. Pero quiero darte las gracias, Dylan, por ser un buen amigo para mí. Por traer al doctor y estar con nosotras, por ayudarme a cuidar a Jenny. Las palabras de Melissa llevaban una sinceridad de corazón que le emocionó. Eran sencillas y honestas, no tímidas, ni sutiles. — No tenías porqué haber hecho nada de esto Te estoy muy agradecida. Lo miró con esos ojos claros y grises que brillaban a pesar de su fatiga. Se sintió cohibido por primera vez en años. Quería decirle lo que sentía, que cualquier peligro que se le presentase a ella o a Jenny despertaba todo el instinto protector que poseía, como si se tratase realmente de su familia. Pero las palabras no le salían, a pesar del último consejo que le dio Rafe. Estaba preocupado, no tanto por Melissa como del amor mismo. La herida que Elizabeth le había causado con su traición era todavía demasiado nueva, y la cicatriz de sus emociones estaba todavía demasiado tierna para que él pudiese considerar entregar su corazón de nuevo. Guardando silencio, puso su brazo alrededor de ella y las abrazó a ambas contra su corazón. Los mechones del cabello de Melissa se habían soltado de su trenza, pero aún olía a jabón y agua limpia. Una maraña de emociones viajaba a través él con tanta rapidez que no sabía qué decir. El alivio de que Jenny se estuviese recuperando, sus sentimientos por Melissa, su pesar por la muerte de Rafe — sensaciones mezcladas que casi le hicieron dejar escapar dos palabras que no sería capaz de retirar tras pronunciarlas. —Sólo hice lo correcto, lo decente —dijo, apoyando su barbilla en la cabeza de ella. A decir verdad, pocas semanas antes había deseado que nadie del clan de Logan hubiese

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puesto un pie en su tienda. Pero ahora, preveía con pavor el día en que tuviese que dejar a esa mujer y a su hija. Tal vez Rafe tenía razón, tal vez sería un tonto si las dejase escapar. —Creo que no he conocido a muchas personas decentes en mi vida, entonces —dijo, levantando la cara para mirarle a los ojos, haciendo que algo íntimo y elemental pasase entre ellos. Dylan sitió como si su mirada lo traspasase, y supo que la suya tenía el mismo efecto en ella. Por un momento, el aislamiento de la sala con esa luz tenue, hizo parecer como si fueran las únicas dos personas que quedaban en Dawson. Todos los problemas que habían sufrido desaparecieron, la memoria y el peso de ellos se desvanecieron como hojas de otoño. Con los labios tentativos de color Coral de Melissa a pocos centímetros de los suyos, la necesidad de besarle era abrumadora. Sus ojos se cerraron. Sabía que debía detenerse, pero ella estaba justo ahí y la deseaba demasiado. Dylan bajó la cabeza y le tocó la boca ligeramente con la punta de su lengua... Primero el labio superior... Luego, el inferior. Su casi inmediato, suspiro profundo fue todo el permiso que necesitaba para ceder a la tentación. Su dulce calidez y exuberante suavidad fueron suyos cuando devoró su boca con la suya. Sintió su propio pulso latiendo en su cabeza — ¿o eran los latidos del corazón de ella? No estaba seguro. Sólo sabía cómo ella le hacía sentir, poderoso y vulnerable al mismo tiempo. Levantó la cabeza lo suficiente para hablar. — Melissa, susurró. Fue todo lo que dijo. Ella llenaba su pensamiento y su alma completamente. Melissa escuchó algo en su voz, una llamada que le hablaba desde el nivel más profundo de su alma. Hizo un pequeño sonido en su garganta, casi un gemido, y acercó sus labios a los de él de nuevo, con una pasión que derritió su corazón y endureció su excitación. Anhelando sentir la curva de sus pechos y sus caderas contra él, apretó su brazo alrededor de ella. Pero con Jenny encajada entre ellos, no podía tirar de su cuerpo contra el suyo tanto como deseaba. Melissa se apartó primero, echándose su alborotado pelo hacia atrás con una mano. — Um, Jenny debe tener hambre, y no quiero que se canse demasiado. Debo darle de comer y ponerle a dormir. Una vez más, la breve mirada que intercambiaron estaba cargada de un propósito tácito y necesidad. Él pensó que podría estar equivocado, que lo que vio en sus ojos era fatiga, o gozo, o amistad. Pero no. No había duda — se entendían mutuamente. Un verdadero hombre se habría apartado en ese mismo momento, sin intentar dar un paso más allá, supuso. Pero un verdadero hombre habría perdido la oportunidad de reparar su corazón en los brazos de esa mujer, y habría perdido el privilegio de honrarle con su propio cuerpo.

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Había dormido junto a ella durante semanas, luchando contra su deseo por ella, y había soñado con su delgada y suave figura más veces de las que se atrevía a admitir. Le había prometido que jamás le reclamaría sus derechos maritales, pero ya no eran las mismas personas que habían estado ese día fuera del Saloon La Chica Yukon. Ahora, tanto si le gustaba como si no, Dylan había llegado a amar a aquella mujer cuya libertad había comprado por mil doscientos dólares. Echó un vistazo a su cama, y luego al resto de la habitación. — Bueno, supongo que debo bajar a echar un vistazo a la tienda. No he estado allí durante días. Melissa le tocó el brazo y dejó que una mirada tímida, cargada de sentimiento, se deslizase por su cara, segundos antes de apartarla. — Me parece bien. Sintiéndose tan vergonzoso y cohibido como ella, Dylan se volvió y fue hacia la puerta. El corazón le martilleaba en el pecho. Luego miró por encima del hombro hacia ella y Jenny. Melissa le sonrió, una sonrisa dulce y preciosa. Entonces reafirmó su creencia. Estaba perdido de amor por ella. *** ¿Tienes idea de lo que estás haciendo? Melissa se preguntó mientras miraba la puerta cerrarse. Creía que sí, pero incluso si se equivocaba, sabía que no sería la peor elección que hubiese hecho en su vida. Dylan Harper era un hombre bueno, un hombre decente, y el fuego que se agitaban en su interior ya no podía ser ignorado. Después de dar de mamar a Jenny, la niña cayó en el sueño exhausto de un convaleciente. Sujetándole con un brazo, Melissa encendió la lámpara de la mesa y bajó la llama para crear un suave resplandor. Luego llevó a la pequeña a la cuna que Dylan había comprado para ella. —Buenas noches, pequeña princesa, susurró, luego besó la pequeña mano que se enroscaba alrededor de su dedo. Mirando a la niña con amor, metió la manta a su alrededor y dijo una oración silenciosa y ferviente para dar gracias por que su hija hubiese vuelto a ella. Melissa fue al lavabo y miró su reflejo. Su cansancio le había abandonado tan pronto como Dylan le había besado. Ahora la anticipación y el miedo estaban en guerra dentro de ella, haciendo que sus frías manos y sus entrañas temblasen. No le había engatusado con dulces palabras o promesas vacías. Ella sabía que no había ninguna promesa entre ellos

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más allá de lo que él había dicho el día que se conocieron. Pero Melissa estaba enamorada de él, una emoción que la llevaba a las alturas de la alegría cuando lo miraba y las profundidades de la desesperación al pensar en dejarle. Lo que fuera que sucediese, ella determinó que sabría distinguir las caricias de un hombre que la amaba. Quitándose la ropa, se puso de pie ante el pequeño espejo llevando tan sólo su trenza despeinada. Su cabello se soltó del entrelazado, así que lo cepilló y lo dejó caer en suaves ondas sobre sus hombros. Esperando oír los pasos de Dylan por las escaleras, en cualquier momento, se enjabonó y se enjuagó tan rápido como pudo. ¿Qué es lo que una persona debe ponerse en esta situación? Se preguntó, riendo con un toque de histeria. En su noche de bodas el bonito camisón de muselina blanca que había hecho para la ocasión había pasado desapercibido para Coy. Había ido a su habitación poco después de su breve boda, apestando a alcohol. Después de un intento baboso por consumar su matrimonio, se había desmayado en la cama junto a ella. Se estremeció ante el recuerdo. Esta noche no iba a ser así. Oyó el portazo de la puerta de abajo. Dylan subiría en cualquier momento. Mirando alrededor, vio un camisón limpio colgado sobre el extremo de la cama. Normalmente, la modestia nunca le habría permitido dejar su ropa interior a la vista, pero en los últimos días había hecho esos detalles sin importancia. Cogió el vestido, pasó los brazos por las mangas y tiró de él hacia abajo sobre su cabeza justo cuando oyó las primeras fuertes pisadas de Dylan. Melissa se acercó a la cama y se metió entre las sábanas frescas. Había seguido esa rutina casi todas las noches desde que vino a vivir con Dylan, pero esa noche se sentó contra cabecera en la penumbra, esperando al hombre al que había llegado a considerar como su marido. Entonces miró la barrera que ocupaba el centro del colchón. Melissa recordó la noche en que había arrastrado el saco hasta allí. En un estado de pánico e inseguridad, había esperado que la protegiese de Dylan. Pero había sido la integridad de él quien le había protegido, y el tiempo para paredes entre ellos ya había pasado. Considerando el saco, se puso de rodillas y lo empujó para rodarlo fuera de la cama. No se movía. Deslizando sus manos por debajo de él, puso todo su esfuerzo y voluntad en levantarlo, apretando sus dientes y gruñendo. Aún así, no tuvo suerte. Por último intento, ella sentó sobre sus talones y echó su largo pelo por detrás de sus hombros. Madre mía, el terror abyecto que sintió aquella noche debía haberle dado mucha más fuerza que la que

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normalmente tenía. Bueno, si fue capaz de subirlo hasta ahí — Se puso de rodillas otra vez con determinación y volvió a empujar. La puerta se abrió, y Dylan entró vacilante, como si estuviera esperando su permiso para acercarse. Aunque sólo una pequeña llama iluminaba la habitación, Melissa pudo ver que se había afeitado y su largo pelo se veía húmedo, como si se acabara de lavar. Su camisa estaba desabrochada hasta la mitad de su torso y las mangas estaban enrolladas, revelando sus músculos y tendones. Los pantalones ceñidos negros que llevaba reafirmaban sus largas piernas y la parte trasera que le daba una ventaja desvergonzada, aunque estaba segura de que él no tenía ni idea de lo perfecto que su físico era. El deseo que sentía por él la recorrió por dentro — juró que era el hombre más guapo que había visto en su vida. —¿Está dormida? —Preguntó, señalando con la cabeza hacia la cuna de Jenny. —Sí, todavía está débil y cansada. Supongo que dormirá durante horas. Se acercó a la cama, y su mirada cayó al arroz. Melissa sintió una punzante tensión entre ellos, una poderosa carga de deseo y necesidad primitiva. Los sentimientos eran nuevos para ella, pero se levantaron de antiguos instintos y ella los reconoció. —Melissa —dijo, y sus ojos, tan oscuros como un bosque en las sombras, se conectaron a los de ella, — ¿debería mover esto? —Hizo un gesto hacia el arroz. —Sí, respondió ella con un hilo de voz. — Creo que ya es hora. Levantó el pesado saco con facilidad y lo apoyó en la esquina, los músculos de sus brazos y hombros, flexionados por el esfuerzo. Se dio la vuelta y se sentó en el borde del colchón. — Dios, estoy tan contento de haberme librado de eso. Odiaba tanto tenerlo en la cama con nosotros. Le dedicó una sonrisa de medio lado. — De todas formas, ese saco no me hubiese frenado si hubiera decidido ceder a la tentación. Ella bajó la mirada hacia el borde de las sábanas. — Supongo que no. ¿Por qué dejaste que estuviera ahí, entonces? —Porque sabía que te hacía sentir mejor. Su sonrisa se ensanchó un poco, y su mirada se perdió en la parte delantera del camisón. Él le tomó la mano. — Y porque algunas noches funcionó. Un flash emocionante de peligro la hizo estremecer. Su tacto era cálido y vital mientras lo arrastraba a lo largo de su mano y su muñeca. —¿Oh? —Dijo ella, sintiéndose un poco sin aliento.

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Dylan se acercó de modo que se sentó con las piernas cruzadas en el colchón, ocupando el lugar del arroz recién desterrado. Su rodilla golpeó la cadera de ella, y su pelo rozó sus hombros con el movimiento. Tomando su mano, le dio un beso en el dorso de sus dedos. Su boca, suave y caliente contra su mano, era tentadora. —Oh, sí —dijo, su voz se hizo más profunda, más ronca. La miró con unos ojos que ardían como brasas verdes. — Había noches en que las que quería saltar esa valla por encima y envolverte entre mis brazos. Melissa sabía que había tenido noches en las que ella había deseado lo mismo. — No lo sabía. —Bueno, es cierto —dijo, y de pronto se puso de rodillas sobre el colchón para tomar su cara entre sus manos. — Melissa — Negó con la cabeza. — He intentado todo lo que se me ha ocurrido para dejar de pensar en ti, en nosotros, pero nada ha funcionado. Lo que en realidad quiso decir, ella no lo sabía — ¿estaba hablando de un futuro con ella, o simplemente de esta noche? No obstante, no tuvo tiempo para pensar más allá, porque él bajó su cara a la de ella y la besó apasionadamente, devorando sus labios con los suyos. Su respiración se hizo más rápida según sostenía su cara entre sus manos. Después dejaron su cara y descendieron por su espalda, y luego tiró de ella levemente para hacerle poner de rodillas, de manera que estuviesen cara a cara, presionando sus cuerpos. Hizo llover suaves y susurrantes besos por sus mejillas, sus párpados, su frente, su garganta. —Oh, Dylan, susurró. —¿Se atrevería a revelarle lo que sentía en su corazón? Se preguntó. Le había parecido que sería una cosa fácil de hacer cuando lo había planeado, pero ahora... Dylan escuchó su voz, un dulce sonido que le hizo reaccionar como el queroseno del fuego que había encendido en él. Sus pantalones crecieron dolorosamente apretados sobre su erección, y no podía pensar en nada más que en lo bien que se sentía de tener a esa mujer entre sus brazos. Quería acariciar cada centímetro de su piel desnuda y seguir sus caricias con un rastro de besos. Al darse cuenta de eso, se apartó y la miró. El pelo le caía a su alrededor como una cortina ondulada de raso amarillo suave, brillante y preciosa. Su camisón blanco y sencillo era, curiosamente, más atractivo y emocionante que las sedas y encajes caras que Elizabeth solía llevar. Vio confianza en sus ojos grises, y tal vez incluso algo más. —Dime, murmuró él contra su oído, su respiración entrecortada. — ¿Estás segura de que quieres hacer esto? Si no es así, dímelo ahora. Ella asintió solemnemente, como una niña. — Sí, estoy segura. Es lo que quiero, le susurró de vuelta. Luego añadió: — Y Dylan, siento haberme enfadado contigo por el

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whisky que subiste a la habitación el día que Rafe murió. Me equivoqué al montar tanto escándalo. —Tranquila, Melissa. No importa en absoluto. Eso está detrás de nosotros. La rodeó con sus brazos y sintió sus pechos apretarse contra él. Quería hacer lo correcto por ella, conquistarle con su propio deseo, como una vez lo había planeado. Para compensar algo que muy probablemente habría sufrido en manos de Coy Logan. Elizabeth... Logan... ninguno de sus recuerdos o sus nombres tenían lugar en esa cama. Sólo había dos que importaban en ese momento, el de Dylan y el de Melissa. Él inclinó la cabeza hacia su boca para besarle de nuevo, y esta vez ella lo sorprendió a él al rozar su lengua con la suya. Él gimió y tiró de ella hacia abajo en la cama, para estar tumbados frente a frente, el uno al lado del otro, sus brazos alrededor del otro. Apartando su boca, la empujó sobre su espalda y buscó con impaciencia los botones en la parte delantera de su vestido. Quería tocarle pero no asustarle. Reunió todo su menguante autocontrol para no tirar hacia arriba de la prenda con ansiedad y por fin poder contemplar su cuerpo. Melissa acercó su mano y apartó suavemente la de él. Al principio pensó que iba a negarle el acceso, y entonces se dio cuenta de que se había desabrochado el camisón ella misma. Dylan podía ver su cremosa piel y depositó un beso en su esternón, justo por encima de su corazón. Ella se arqueó contra su boca, y él sintió que su corazón latía tan rápido como el de un pájaro. Cubriendo su boca con la suya otra vez, la besó con todo el anhelo desolado, urgente que había mantenido dentro de sí durante los últimos tres años. Melissa levantó sus brazos para abrazarle y estrecharle contra ella. Él no había llegado a reconocer lo solo que había estado hasta ahora. Éste era el lugar al que pertenecía, se dio cuenta, con esta mujer de dulce voz y la niña que había llegado a considerar de ambos. Dylan no era un niño inocente — su experiencia se remontaba a los años de su adolescencia. Pero esta noche se sentía como si fuese su primera vez. Tal vez porque había estado meses sin una mujer. O tal vez porque ésta significaba más para él que cualquier otra hubiese hecho jamás. Suavemente, deslizó su mano dentro del vestido de Melissa y rozó la curva de un seno con sus dedos. Enterrando la cara en su cuello, comenzó una línea de besos desde la garganta hasta por encima del pecho. Su piel olía a jabón y a otro aroma cálido que emanaba de ella. No conocía ningún perfume que tuviese un aroma más atractivo. Ella entrelazó sus manos en su pelo para guiarlo hacia su pecho. Sus labios siguieron el camino que sus dedos habían hecho hasta que encontró su pezón erecto. Cerró la boca

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sobre él y succionó, siendo sorprendido por un chorro de leche caliente que fluía en su boca. Al instante, la cruda necesidad de Dylan empezó a quemar más y más, y balanceó sus caderas, rozándose con su muslo. Melissa se quedó sin aliento y se retorció bajo el caliente placer inesperado de Dylan; su boca húmeda en su pecho. Cada nervio en su piel parecía estar vivo y sensible al más ligero toque. Con cada suave succión de su pezón, ella sentía lanzas de fuego disparándose a través de su vientre hasta el lugar que se estaba preparando para hacerles uno. Toda su feminidad le respondió, y su deseo crepitó como una corriente eléctrica. Aspiró el aroma de su pelo limpio, y el olor de su piel que había llegado a conocer tan bien cuando lavaba su ropa. Abandonó su recato, quería tocarle demasiado, sentir su piel contra la de ella. Al llegar abajo, forcejeó para sacar la camisa de los pantalones, pero estaba metida demasiado fuerte y no podía. Dio un tirón más fuerte. El sonido de la tela rasgándose los interrumpió. —Oh, no, gritó, sintiendo el descosido en la parte delantera de su camisa. Sonriéndole, Dylan rebotó en la cama y miró el agujero de dos centímetros, y luego de nuevo hacia ella. — Wow, mujer, será mejor que yo me encargue de desvestirme. Eres fiera como un león, Melissa. No sabes lo fuerte que puedes llegar a ser, ¿eh? Se terminó de quitar la camisa y las botas. Se quedó mirando su camisa y a él. Fiera — ciertamente nunca había pensado en sí misma de esa manera. Había pasado la mayor parte de su vida tratando de no llamar la atención. Avergonzada, comenzó a disculparse. — Oh, Dios, lo siento mucho —Yo no. El tono burlón dejó su voz, y simplemente hambre era lo que brillaba en sus ojos, lo que hizo aumentar el deseo de Melissa por él. La hebilla del cinturón resonó al chocar contra el suelo de tablones, y lanzó los pantalones al otro lado de la habitación con una patada. Se quedó desnudo ante ella, en ese momento, la belleza de su musculosa forma destacada por las sombras y la luz de color oro. Dejó que sus ojos se arrastrasen sobre su ancho pecho, por sus flancos y caderas delgadas, hasta su poderosa erección. Sintiéndose un poco tímida, Melissa se sentó e hizo un movimiento para quitarse el vestido. —Todavía no —dijo él en voz baja, deteniéndole con una mano en su hombro. Puso una rodilla en el colchón. — Todavía no. Quiero hacerlo yo. Su mano rozó su pelo, bajó por su espalda, a lo largo de la pierna, una caricia de ternura infinita. Agarrando el dobladillo de su camisón, lo deslizó por sus muslos y como un mago, lo barrió lejos de ella. Aterrizó en la esquina, revoloteando sobre el saco de arroz.

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Él la volvió a colocar sobre el colchón, tumbada, y dejó que su mirada la tocase aquí y allá. Se sintió incómoda bajo su escrutinio y trató de cubrirse con los brazos. Él los paró a tiempo y los hizo reposar en sus costados. —No, déjame mirar, Melissa, murmuró. — He querido verte, tocarte, durante tanto tiempo. Justo como imaginé — la besó en la frente y el párpado — eres preciosa. Enterró su boca en su cuello, cubriéndolo de emocionantes suaves y lentos besos que hicieron que sus pezones se volviesen erectos. Melissa olvidó su timidez. Pasando las manos por sus costillas, rozó el lado de su pecho con la palma de su mano. Sus besos hicieron un recorrido pausado por su garganta, y su pelo rozó suavemente su piel, enviando tentadores escalofríos a través de ella. Luego succionó sus pechos de nuevo y gimió cuando tomó con avidez la leche de cada mama. Su erección, pesada y llena, palpitaba contra su muslo. Un latido insistente comenzó entre las piernas de Melissa, uno que nunca había conocido hasta el momento. Con él creció el deseo exigente de tener a Dylan dentro de ella, porque sabía que sólo él podía aliviar ese dolor. Pero demasiado tímida para decírselo, se movió un poco y dobló una rodilla, a la vez que separó ligeramente las piernas, esperando que él lo entendiese. En cambio, dejó que su mano se deslizase por su vientre plano, hacia abajo para acariciar la profundidad de su sensible e hinchada carne con sus suaves dedos. Melissa se quedó sin aliento y se arqueó contra su mano. Comenzó lentamente, con un toque cuidadoso y deliberado. Pronto, sin embargo, ella sintió cómo la respiración de Dylan se volvía rápida y caliente contra su cuello mientras la acariciaba con mayor velocidad e intensidad. ¿Qué estaba haciendo con ella? Se preguntó, medio delirante. Nada en su experiencia limitada con Coy podía compararse con esa sensación de placer y tormento insoportable. Como por instinto, buscó la dura longitud de él apoyada en su muslo. Estaba caliente y suave y palpitante en su mano. Cuando cerró los dedos alrededor de él, hizo un sonido inarticulado y profundo con su garganta y contuvo el aliento. Tiró de sus caderas como intentando apartarse, pero ella lo mantuvo firme, y él volvió a empujar hacia atrás. —Dylan, protestó. Su voz sonaba lejana a sus propios oídos. Impotente ante su dulce ataque, sólo podía intentar tirar de él con su mano. Pasaron unos segundos que a Melissa le parecieron horas mientras que el calor en su interior crecía hasta que llegó un momento en el que juró no poder aguantar más. De repente, Dylan apartó la mano de ella de su propia carne y agarró las caderas de Melissa,

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retorciéndose de placer anticipado. Ella miró sus ojos dilatados de deseo y el brillo del sudor en su rostro mientras se cernía sobre ella. —Nunca has hecho el amor en tu vida, Melissa —dijo, su voz baja y áspera. Pero esta noche lo vas a hacer conmigo. Todavía sosteniéndole, la penetró con un sólo movimiento, llenándole por completo, ella casi se echó a llorar por la intensidad de su unión. Se sentía como si hubiera un muelle bien enrollado en su interior, y cada vez que recibía su miembro en su interior, giraba dentro de ella. Enrolló sus brazos alrededor de él, afectada por la primitiva necesidad que amenazaba con consumirla. Ella levantó sus caderas hacia él, para que pudiera entrar más profundamente. Su penetración se hizo más rápida, más fuerte, empujando el latido entre sus piernas a un extremo casi doloroso. Melissa deseó que aquello no terminase nunca —Dylan, exclamó, — por favor. Bajó la cabeza para besarle otra vez, y con el siguiente movimiento de su sexo dentro de ella, la llevó al límite, cayendo en una exquisita y oscura sensación de estar siendo poseída por el hombre al que amaba. Unos espasmos feroces sacudieron su cuerpo a la vez que sus músculos se contraían involuntariamente, y tiraban de Dylan hacia su caliente y húmeda profundidad, acariciando su miembro con las paredes internas de su ser. Melissa no estaba segura de haber dicho su nombre de nuevo en voz alta, no estaba segura de nada excepto de cómo se sentía en su interior; de los sentimientos que él había evocado dentro de ella. Moviéndose sobre ella, su cabello casi ocultando su rostro, se impulsaba hacia adelante una y otra vez, cada vez más rápido, más duro, más desesperado. Por último, con un empuje ferviente, su propia liberación se apoderó de él. Envolviendo sus brazos alrededor de su cintura, ella lo atrajo hacia sí. Un gemido bajo, torturado se le escapó de su cara contorsionada. Los tendones marcados en el cuello mientras se esforzaba por mantener toda su masculinidad, dentro de su cuerpo, y sintió las convulsiones calientes y rápidas que le hicieron derramar su amor dentro de ella. Dejando caer su peso sobre los codos, descansó su cabeza sobre el hombro de ella por un momento y jadeó contra su cuello. Por fin dejó escapar un suspiro saciado y agotado. Un silencio absoluto cayó sobre ellos, y por un momento el tic-tac del reloj era el sonido más fuerte de toda la habitación. Dylan puso sus brazos alrededor de ella y los rodó a ambos, para que él se tumbase de espaldas y ella pudiese acurrucarse contra él. Las sábanas estaban en un rollo enredado alrededor de sus piernas, y se agachó para cubrirlos, envolviéndolos en un capullo cálido.

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Melissa pensó que nunca había sentido esa seguridad. En los brazos de Dylan estaba a salvo del mundo. Él se rió entre dientes. Era un sonido pleno y satisfecho que reverberaba bajo la oreja de ella. — Esto supera con mucho la sensación de abrazarse a ese maldito saco de arroz. —Sí, es cierto, admitió ella con una sonrisa. Su corazón rebosaba de tanta emoción que deseó tener el valor de decir más, para decirle lo mucho que lo amaba. La sonrisa de Dylan floreció en una carcajada. — Eres un tipo diferente de mujer, Melissa —dijo, repitiendo el cumplido que una vez le había pagado. Apretó sus brazos alrededor de ella. — Ojalá te hubiera conocido años atrás, cuando era más joven. Ella se echó a reír ahora, también. — Ah, sí, ya veo que eres un viejo. La diversión desapareció de su voz. — No viejo, supongo. Pero ya no soy un ingenuo. No asumo que todo saldrá bien sólo porque quiero que así sea. Melissa tuvo la inquieta y clara sensación de que estaba hablando sobre ellos, y no quiso forzar la conversación. Nunca había sospechado que la cama de un hombre pudiese ser un lugar para que dos seres humanos pudiesen unirse y entregarse en cuerpo y alma. Todo parecía tan perfecto que tenía miedo de hacer preguntas y romper el hechizo que les rodeaba. Su futuro era un misterio. Tenían que hacer frente al mañana, y los días venideros y ella no sabía lo que éstos podrían traer. Por el momento, se sentía feliz ahí tumbada, con sus brazos sosteniéndole cerca de su ardiente cuerpo. Dylan sintió suspirar a Melissa. Sus extremidades suaves enredadas con las suyas, y su cabeza encajada perfectamente en el hueco entre su cuello y su hombro. Este... este sentimiento de plenitud, de unir los corazones y los espíritus en lugar de solamente los cuerpos, era justo lo que había añorado. Y la mujer cálida y generosa que yacía junto a él era quien se lo había dado. Aquello levantó su corazón, echando el infierno que solía habitarlo, fuera de él. Se quedó mirando hacia el techo de madera oscura. Tenía que tomar varias decisiones. ¿Pasaría otro invierno en Dawson? Y si lo hacía, ¿Iba a mantener a Melissa y a Jenny con él? El dinero no era el problema — ya había hecho lo suficiente para comprar la tierra que quería. Tendría que tomar una decisión pronto. Septiembre estaba cerca y el invierno llegaba temprano a Yukon. Pero con Melissa acurrucada en su hombro, le dio un beso en la frente y tiró de la piel de lobo sobre ellos. Disfrutando de la paz y la alegría que habían sido ajenas a él durante la mayor parte de su vida, dejó que sus ojos se cerrasen.

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No tenía que tomar ninguna decisión esa noche.

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CAPÍTULO CATORCE

Para el alivio de Melissa, Jenny siguió mejorando en los próximos días. Su erupción había comenzado a pelarse como una quemadura, pero el doctor Garvin dijo que era parte del proceso de recuperación. Afortunadamente, ni ella ni Dylan mostraban signos de haberse contagiado con la Fiebre Escarlata. Después de su noche de amor, Melissa sintió un cambio en su relación con Dylan. Debido a que ella se quedaba arriba para cuidar de Jenny, se dio cuenta de que él de pronto había encontrado una serie de razones por las que subir a la habitación. Afirmaba estar buscando un libro de contabilidad, o una navaja en particular, o un afilador. Una vez hasta se llevó el saco de arroz, declarando que tenía un comprador para él. Ella sospechaba que su verdadera intención era garantizar que no iba a ser utilizado de nuevo como una barrera entre ellos en la cama. Con el principio del otoño de Yukon asentándose sobre Dawson, una tarde Dylan trajo una manta de bebé de cachemira para Jenny. Había hecho un trueque con un capitán mercante ruso, al que le había dado media botella de whisky por la manta de lana blanca tan suave como un pétalo. Era la tela más fina que Melissa había visto en su vida, y su amor por Dylan creció en consecuencia. Por mucho que le gustaba que él subiese a verle, ella se negaba a ceder a la tentación. Las miradas persistentes que intercambiaban, las sonrisas, los roces de sus manos y brazos según pasaban al lado del otro... Eran sólo los efectos naturales de sus noches juntos. Sus noches... Por las noches, con Jenny metida en su cuna, evitaban el frío bajo las pieles de lobo en la cama. Dylan llevaba su cuerpo hasta una dimensión de placer desconocida por ella hasta ese entonces, y la enseñó una gran variedad de maravillosas formas de satisfacerle. Le daba una sensación embriagadora verle acostado junto a ella, gimiendo y luchando por mantener el control mientras que ella lo acariciaba y lo tocaba hasta casi alcanzar el clímax. —Eres una provocadora sin corazón —dijo Dylan una noche a través de sus dientes apretados. Yacía en la cama con un brazo sobre sus ojos y los puños apretados. Ella no se ofendió ante su acusación. — No, no lo soy, murmuró ella con una sonrisa maliciosa al lado de su oído: — Sólo quiero complacerte, y tú me has enseñado cómo

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hacerlo. Por mucho que Melissa se deleitaba haciendo el amor con Dylan, le gustaba aún más cuando traía al bebé a la cama con ellos. Era entonces cuando podía fingir que eran una familia real, y que Jenny, la hija de ambos, se acurrucaba de manera segura en los brazos de sus cariñosos padres. Era un cuento de hadas, lo sabía, y probablemente el tipo más peligroso porque implicaba al corazón de su pequeña y al suyo. Y a pesar de todas las miradas secretas intercambiadas y las noches de pasión feroz que les dejaba sin aliento, Dylan no pronunciaba palabras de amor ni había dicho nada sobre el futuro de ambos. Melissa no necesitaba apoyarse en Dylan. Entre el oro que había reunido con el negocio de la lavandería y el legado que Rafe le había dejado, sabía que ella y Jenny podrían volver a Portland y tener una vida segura y cómoda en un futuro previsible. Estaba lejos de ser rica, pero cuidando el presupuesto, la independencia financiera por la que tanto había luchado, sería suya. Si llegaba el día en el que tuviese que ganarse la vida de nuevo, ahora tendría la confianza para hacerlo. No, ella no necesitaba a Dylan para mantener al lobo lejos de la puerta. Lo necesitaba para amarle. *** Dylan lo estaba haciendo otra vez. Sus pensamientos se fueron a la deriva como un lento movimiento de nubes sobre un cielo de verano; a la deriva a una mujer rubia y a la niña en sus brazos; a la deriva de las noches frías bajo las calientes mantas; a un rostro cuya hermosura no había visto la primera vez que puso sus ojos sobre él, un rostro que ahora no podía salir de su cabeza. Dylan salió de su ensimismamiento y se enderezó, alejándose del mostrador donde había estado apoyando los codos, soñando despierto como un niño con su primer amor. Tenía todo tipo de trabajo por hacer — cuentas que repasar, productos que poner en los estantes, un nuevo envío que comprobar — y aún no había hecho nada. Cada vez que comenzaba una tarea, una distracción se cruzaba en su mente, como la forma en que Melissa ladeaba la cabeza cuando alzaba su vista hacia él, o sus suaves, cálidas y tentativas manos, o la sensación de sus brazos alrededor de él cuando lo guiaba dentro de su cuerpo. Esa mañana le había oído cantarle a Jenny otra vez con una voz dulce y suave. Había

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estado tan malditamente feliz de escucharle, su corazón se había sentido tan ligero como una pluma. Disgustado, le dio una patada a una pelota de cordel en el suelo. ¿Qué le estaba pasando, de todos modos? Estaba doblemente distraído de lo que una vez estuvo, cuando tenía a Elizabeth metida en su cabeza, y eso sólo le había traído problemas. Se acercó a la puerta y, agarrando el pomo, miró hacía la fría y gris lluvia. Parecía casi profano comparar a ambas mujeres — no tenían nada que ver. Incluso sus propios sentimientos por Melissa no eran los mismos. Ella no era la fiebre sin sentido en su sangre que Elizabeth había sido. Ella lo tocaba más profundamente, llegando hasta los rincones de su alma a los que nunca había dejado a nadie acercarse antes. Arriba, oyó sus pasos cruzando el piso. Atraído por ella, Dylan empezó a dirigirse hacia las escaleras de nuevo cuando se detuvo en seco frente a sus lavaderos abandonados. Ella no era parte de sus planes, discutió consigo mismo, mirando hacia los tendederos. No tenía nada que ver con esa parcela de terreno que había soñado y trabajado durante todo ese tiempo — ni una maldita cosa. ¿Por qué, entonces, ya no podía pensar en ello sin imaginar a Melissa en cada habitación de la casa que construiría? Tenía que decidir su futuro, y pronto. —Buenos días, Harper. Dylan se volvió para ver al Gran Alex McDonald entrando desde Front Street, llevando un paquete bajo el brazo. Se movía y hablaba lentamente, como si le costase. Su pelo marrón grueso y su enorme bigote ocultaban la mayor parte de su rostro, dándole la apariencia de un Neandertal. Había acumulado la mayor parte de su fortuna con el sistema arrendatario que Belinda había intentado vender a Dylan. El Gran Alex se había introducido en el Klondike cosechando una parte del oro que otros habían minado. —Hola, Alex. No te he visto en mucho tiempo. Dylan apoyó un pie sobre una caja de jabón. ¿Qué te trae por aquí? —La torre escocesa hizo un gesto hacia la señal de color negro y oro de Melissa. — He estado buscando a tu señora, la mujer lavandera que canta, pero no la he visto desde hace mucho tiempo. La he traído unas camisas para que las lave. Dylan negó con la cabeza. — El bebé ha estado enfermo, y está cuidando de él. No creo que abra su negocio de nuevo. El gran hombre pareció decepcionado e hizo una pausa antes de hablar, como si estuviese encadenando las palabras mentalmente. — Es una lástima. Nadie en la ciudad hace un trabajo tan bueno con las camisas, ni canta tan bonito. Se frotó la barbilla pensativamente con una mano enorme. — Me había acostumbrado a verle por aquí,

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trabajando y cantándole a la nena. Él no era el único, pensó Dylan. —Bueno, dale esto de mi parte, de todos modos. El Gran Alex metió la mano bajo su paquete y sacó un periódico manoseado. — Me dijo que creció en Portland. Me lo dio un cheechako que acababa de llegar a la ciudad. Dylan miró hacia abajo en el papel y leyó Oregonian. — Gracias, Alex. Le diré que has pasado por aquí. Gran Alex asintió y caminó de regreso a Front Street. Dylan lo miró irse, luego miró el periódico. Tenía más de tres meses de antigüedad, pero era bueno ver algo que le recordase a su hogar. Con una última mirada hacia la escalera, Dylan volvió a la tienda y extendió el periódico amarillento sobre el mostrador delante de él. Nunca había seguido las idas y venidas de Portland, donde el periódico era publicado — la ciudad era muy dispersa y estaba demasiado saturada en comparación con The Dalles — pero algunos de los temas le eran familiares. Pasó las páginas que parecían como si hubieran sido remojadas y secadas al sol, prestando una vaga atención a los anuncios de almacenes generales, responsables de carros y mercerías. Deslizó su mirada sobre los titulares acerca de los muelles de Portland, las disputas políticas, y la guerra con España. Entonces, justo cuando estaba a punto de doblar el periódico, un tema en particular le llamó la atención. Era una pieza pequeña, ubicada en una esquina que podría haber sido fácilmente pasada por alto por un lector. Pero Dylan miró con incredulidad, leyendo y releyendo el titular. Padre e Hijo, Magnates de Banca en The Dalles Fallecidos en un accidente de carruaje Se acercó la hoja y leyó que Griffin Harper y su hijo Scott, los accionistas mayoritarios del Banco Columbia, murieron cuando el carro en el que viajaban al parecer cayó por un profundo barranco, dando varias vueltas de campana. El anciano Harper se rompió el cuello, mientras que su hijo sufrió varios daños irreversibles en su cuerpo. Bajando el periódico, Dylan tragó y tragó saliva, pero tenía la garganta repentinamente seca como polvo de talco — Dios, su padre, por lo menos el único hombre que al conocía como su padre y su hermano ¿habían muerto? Se obligó a terminar el artículo, leyó que Scott Harper dejaba una viuda, Elizabeth Pettit Harper. El hijo mayor de Harper, Dylan, se había apartado de The Dalles unos años antes, y su paradero era desconocido.

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Se acercó a la silla de respaldo recto junto a la cocina y se sentó con los codos apoyados en las rodillas, dejando el periódico en el suelo. Muertos — el hombre que había trabajado tan duro para doblar a Dylan contra su voluntad, casi partiéndole. El hombre que había trepado para enriquecerse de la desgracia de los demás. Y Scott, su impasible hermanastro que había seguido los pasos del anciano, que le había robado a su prometida. Bueno, tal vez — robar no era la palabra correcta; Elizabeth habría pilotado ese evento muy probablemente. Pero ya se habían ido, sus vidas se habían apagado como velas, y todas sus artimañas y todo el dinero del mundo ya no podían salvarles. Miró la fecha de la publicación de nuevo — Jueves, 12 de mayo de 1898. Eso fue hacía más de tres meses. Cuando le había dicho a Melissa que no esperaba ver a su familia de nuevo, ni una sola vez había imaginado que la muerte sería la razón. Recopilando las páginas esparcidas por el suelo, Dylan las dobló con sus manos que temblaban ligeramente. Luego se levantó, salió a la calle, y dio la vuelta a la esquina para comenzar a subir las escaleras. Había estado tratando de decidir si pasar otro invierno en Dawson o volver a Oregon. Con ese giro del destino que la visita del Gran Alex McDonald había traído a su vida, la decisión había sido tomada. *** —Me voy a casa, Melissa. Vuelvo a The Dalles. Melissa estaba sentada a la mesa, cosiendo un botón de una de sus camisas. Completamente aturdida, dejó caer el trabajo de sus manos. Se puso blanca como la leche, y toda expresión de sus ojos desapareció por completo. — ¿Cuándo? ¿Por qué? Empujó el periódico sobre la mesa hacia ella. Luego, caminando pesadamente, se puso frente a la estufa, con la cabeza hacia abajo, y las manos metidas en los bolsillos. —Tan pronto como pueda vender este lugar, me iré. Tengo que volver. Mi padre y mi hermano han muerto hace tres meses. —Oh, Dios mío. Hizo un gesto hacia el periódico. — Está todo ahí, en la página diecisiete. Luchando por entender ese giro brusco de los acontecimientos, Melissa miró la cabecera, y luego abrió el periódico por la página que él le había indicado. Leyó las primeras líneas de la historia, y luego lo miró a los ojos. — Dylan, lo siento. Sé que no

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estabas unido a ellos, pero — pero esto es horrible. Se acercó a la ventana y miró hacia las colinas más allá de Dawson, aparentemente perdido en sus pensamientos y el tiempo, con los brazos cruzados sobre su pecho y su peso desplazado hacia una cadera. Finalmente, se encogió de hombros, como si estuviese desconcertado por su propia reacción. — Creo que nuestros viejos lazos de unión estaban más dentro de mí de lo que yo pensaba. Melissa trató de pensar si ella sentiría dolor o tristeza cuando su propio padre muriese, y no lo sabía realmente. La vida con él había sido tan terrible, lo único que podía sentir era lástima por la relación que podía haber tenido con él, que nunca tuvo. Ella miró hacia su perfil pensativo, y hermoso. —Me sorprendería que no sintieses nada. De hecho, supongo que estaría decepcionada. Pero él no había dicho — nos vamos, ella se dio cuenta. Había dicho me voy. Leyendo el artículo más en profundidad, sin embargo, se encontró con una frase que sobresalía por encima de todas las demás y destacaba como si estuviese escrita en letras llameantes de tres centímetros de alto. Tal vez era lo que explicaba el verdadero propósito de Dylan. Scott Harper deja una viuda, Elizabeth Pettit Harper. No tiene ningún sentido, pero tengo que ir a recuperar lo que es mío, continuó. — No había amor entre nosotros. Pero la muerte, de alguna manera, pone las cosas bajo una luz diferente. —Sí, estoy segura que sí, respondió ella, sintiéndose fría y vacía en su interior. Deja una viuda, Elizabeth. Dylan se volvió un instante y la miró. — Escucha, esto no cambia nada entre tú y yo, en absoluto. Ella lo miró, pero no dijo nada. Por supuesto, todo había cambiado, al menos desde su punto de vista. Se sentía como si cada deseo y sueño que había tenido, además de querer una buena vida para Jenny, se hubiese derrumbado de repente a su alrededor. Sabía que había sido una tonta por dejar que sus esperanzas dejasen escapar su sentido común, pero darse cuenta de eso no era muy consolador. Tal vez para Dylan nada había cambiado porque no tenía sentimientos hacia ella más allá del acuerdo que pactó el día que la conoció. En ese momento, lo envidiaba y le guardaba rencor por ello. Hubiese sido mejor que se hubiese ceñido a su meta inicial: alcanzar la independencia para ella y para Jenny, y no depender de un hombre para todo. Ni siquiera en el amor. Pasándose la mano por el pelo, Dylan comenzó a pasear de nuevo. Entonces se detuvo y

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la miró. — No querrás quedarte aquí sola, ¿verdad? —¿En Dawson? No, Ciertamente, no. Parecía extrañamente aliviado. — Bien. Entonces venderé este lugar tan pronto como me sea posible. —Eso está bien. Ya es hora de que me vaya de nuevo a Oregon y comience mi vida por mi cuenta. Trató de que no se notase el temblor en su voz. Un ligero ceño arrugó su frente. — Bueno... Sí, claro — si eso es lo que quieres. —Lo es. Es para lo que he trabajado. No era lo que quería. Pero, ¿qué otra opción tenía? —No podía competir con el recuerdo de una mujer, incluso si esa mujer había sido, según sus propias palabras, una traidora. —Reservaré un pasaje en barco de vuelta a Portland. Una vez te instales allí, yo seguiré hacia The Dalles. Elizabeth Se acercó a la puerta y luego murmuró para sí mismo acerca de encontrar un comprador para la tienda, o al menos de su inventario, y sobre la necesidad de dejarlo todo resuelto antes de que el frío congelase los ríos. — Te veo en la cena. Una ráfaga de frío sopló cuando abrió la puerta. Luego se fue. Melissa escuchó sus botas por las escaleras. Terminó de coser el botón y dobló cuidadosamente la camisa, alisando la tela con las manos. Luego se abrazó a sí misma, enterrando su cara entre los pliegues de la prenda, y comenzó a llorar desconsoladamente.

*** —Por supuesto, Dylan, me encargaré de que la voz se extienda. Incluso me quedaré con algunos de los productos de tu tienda que pueda usar aquí en el hotel. Belinda Mulrooney le dijo a su camarero que les dejase a solas y ella misma le sirvió el café a Dylan. Dylan se apoyó en el mostrador de la barra del lujoso hotel de Belinda. Con su oído siempre al acecho de ofertas comerciales y negociadores, no mucho conseguía escapar su atención. Dylan pensó que ella podía ser la persona indicada para vender su inventario. —Gracias, Belinda. Ya he hablado con Seamus McGinty, también, así que espero poder tener todo esto resuelto en una semana o dos. —Dawson te echará de menos —dijo sonriendo, — pero si tienes asuntos familiares

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pendientes de resolver, supongo que será mejor que vuelvas. Yo he estado sola durante tanto tiempo que no puedo imaginar lo que es tener una familia por la que preocuparse. En ese momento, un empleado de aspecto delicado se presentó por allí. — Señorita Mulrooney, aquí está. El Conde Carbonneau está aquí, preguntando por usted. Belinda se ruborizó graciosamente, sorprendiendo a Dylan. — ¡Oh! Dile que estaré con él de inmediato, Ambrosio. . Se volvió hacia él. — Dylan, si me disculpas, y salió corriendo detrás del joven. A pesar de lo estridente que podía llegar a ser, su riqueza le hacía ser el mejor partido de todo Yukon para un soltero ambicioso. Pero Dylan nunca había conocido a alguien que se hubiese acercado, ni de lejos, a su corazón. Volvió a pensar en la conversación que tuvo con Ned Tanner aquel día que parecía tan lejano ahora. — Belinda es demasiado abierta y demasiado inteligente para su propio bien, había dicho. —Ése es tan conde como mi mula, se oyó una risa espía más abajo en el bar. — Ese Charlie Carbonneau no es más que un barbero mal hablado de Montreal que vino aquí a vender champán. Me lo dijo un franco-canadiense que lo reconoció. —Tal vez alguien debería decírselo a Belinda, sugirió. —Qué mierda, alguien lo hizo, pero ella no hizo ni caso. El hombre se encogió de hombros. — Supongo que le gusta las cosas bonitas que le dice y las rosas que le manda todos los días. Te apuesto que se casa con él. —¿Belinda? Nah. —Te apuesto el oro en polvo de todo un día a que lo hace. Incluso la más lista de las mujeres podría ser engañada fácilmente por las palabras de un hombre, pensó Dylan. La conversación se hizo más ruidosa, según los clientes del bar debatían sobre el futuro estado civil de Belinda. Pero distraído por sus propios pensamientos, tomó un sorbo de café y lo ignoró. Con la carga de lamento que descansaba en su corazón, hubiese preferido tomarse un whisky, pero decidió que sería una mala idea. A veces el licor aflojaba la lengua de un hombre, y podía hacerle admitir cosas que quería guardar para sí mismo. Con un par de copas en él, podría volver a su habitación y decirle a Melissa lo que sentía por ella — que no quería llevar a Jenny y ella a Portland y dejarles allí. Había esperado que ella no lo quisiese así tampoco. Pero a pesar de la intimidad que habían compartido y las crisis que habían superado juntos, ella estaba decidida a seguir por su cuenta. Bueno, déjale marchar, entonces, se dijo con impaciencia. No quería arriesgarle a abrirle su corazón, sólo para que ella lo rechazara. Tendría que adherirse a su

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plan original, tal como ella había hecho. No iba a decirle que se había acostumbrado a subir en la noche y encontrarse con el aroma de su cocina, recibiéndole. O que la visión del momento en que le daba de mamar a Jenny, alternando sus mamas, despertaba en él una fiebre de deseo, o ponía un nudo en su garganta que casi traía lágrimas a sus ojos. Habría mantenido para sí mismo que su canto tranquilo era el sonido más dulce que jamás había escuchado. Podía imaginar la mirada de asombro en el rostro de Melissa si fuera a decirle que en algún momento durante el verano que habían pasado juntos, había empezado a pensar en ella como su esposa. *** Tres breves días más tarde, vestida con un traje de lana azul marino de viaje y un sombrero elaborado adornado con una pluma de avestruz, Melissa estaba en el quicio de la puerta, echando un último vistazo a la habitación en la que había vivido durante los últimos meses. Había barrido el suelo y le había quitado el polvo al sencillo mobiliario para dejar un lugar ordenado para el próximo ocupante. Dylan había encontrado un comprador para, no sólo su inventario, sino también el edificio y su mobiliario. Acababa de salir para contratar un carro que les iba a llevar, a ellos y a sus pertenencias, al muelle donde tomarían un barco de vapor para volver a su hogar. Hogar. Dejó que sus ojos siguiesen la línea de las paredes de troncos en bruto y la pequeña área dentro de ellas. Su mirada se detuvo en la cocina donde había calentado sus planchas y cocinado las comidas de ambos... La mesa donde el doctor Garvin examinó a Jenny aquella noche en que enfermó... La cama grande y tosca donde Dylan la había tomado con una pasión feroz y tiernamente, al mismo tiempo. Todo pertenecía a otra persona ahora. Cerró la puerta con un chasquido silencioso y bajó las escaleras donde sus pertenencias y las de Dylan estaban apiladas en la nueva acera que estaba empezando a ser construida. No se llevaban muchas cosas. Aparte de la cuna de Jenny, Melissa no tenía mucho, así que todo cupo perfectamente en una maleta pequeña, incluso su oro en polvo; y Dylan tenía su baúl. Y por supuesto, allí estaba su oro también. Melissa no sabía su valor monetario, pero llenaba dos cajas largas de rifles reforzadas con bandas de acero. Y pesaban tanto que Dylan le pidió ayuda a uno de los camareros del bar de McGinty para bajar cada caja hasta la línea de costa.

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El aire de la mañana tenía un pellizco decidido en él, y acurrucó a Jenny contra su cuerpo. El bebé se había recuperado por completo, gracias a Dios, sin efectos secundarios apreciables. El doctor Garvin la había examinado por última vez y había afirmado que estaba fuera de peligro. Durante un momento prolongado estuvo allí de pie en la calle, cuando subió su mirada hacia el letrero que colgaba allí. Lavandería de la Señora Harper. Le sorprendió lo mucho que esa señal había significado para ella, y lo que representaba. Había maldecido a Coy una y otra vez por traerle a ese lugar, por maltratarle, por haberles abandonado egoístamente. Se las había entregado sin importarle a qué hombre las estaba vendiendo. Podía incluso haberles puesto en circunstancias más graves de las que venían, y ese día se dio cuenta de lo poco que significaban para él. Sin querer, sin embargo, le había hecho un favor. Dylan le había dado la libertad de hacer lo que quisiera y de ser ella misma. Le había animado a expresar su opinión, y ella sabía que él quería a Jenny. A pesar de que no envidiaba a su pequeña en absoluto, de algún modo deseaba que hubiese reservado un poco de ese amor para ella, lo suficiente para querer que ambas se quedaran con él, en vez de volver de nuevo a los brazos de Elizabeth. En ese momento, vio un carro con sus lados bajados, parar en frente de la tienda. Dylan estaba sentado en el asiento al lado del conductor, y ella supo que era hora de irse. —Vamos, Jenny, murmuró, levantando la barbilla, — nos vamos a casa. *** Cuando llegaron al río, Melissa se sorprendió ante el número de personas, la mayoría hombres, pululando por el muelle, todos ellos aparentemente llenando la pasarela a bordo del Arrow, el mismo barco de vapor que los había traído. —¿Estás seguro de que podremos montar? —Melissa le preguntó a Dylan mientras el carro se detenía. —Conseguí las últimas dos cabinas, y he pagado el doble de la tarifa por ellas. Bajó su frente ominosamente. — Montaremos, o el capitán tendrá que dar demasiadas explicaciones. Las dejó a ella y a Jenny en el carro momentáneamente para que Melissa pudiese supervisar el oro. Izando su baúl al hombro, Dylan la tomó del brazo y la guió a través de la multitud por

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la pasarela. A pesar de que había tratado con muchos hombres trabajando como lavandera, Melissa se sintió abrumada por la cantidad de empujones que se propinaban con tal de avanzar. Se miraron mutuamente, con curiosidad, o evaluación franca, o respeto obvio. Por fin Dylan llamó a fuerte joven que parecía agobiado para que les indicase desde la cubierta hasta sus cabinas. — ¿Es ésta la compañía naviera que ofrece billetes a mitad de precio? —Dylan preguntó, señalando hacia la multitud. —No, señor. Pero tenemos órdenes para vender entradas de cabinas en las que varios pasajeros puedan viajar de pie. Y créame, algunas personas están tan ansiosas por dejar Dawson que están dispuestas a soportar casi cualquier tipo de inconveniente. Se detuvo delante de una puerta y la abrió con llave, entregándosela a Melissa. — Señora, estoy seguro de que se sentirá cómoda aquí. Melissa abrió la puerta y vio una cabina muy pequeña, sólo había un espacio de dos metros de ancho para moverse entre las paredes y la cama individual. ¿Cómoda, había dicho? ¿Comparado con qué? ¿Un lugar en la cubierta? —Bueno, sí, supongo que sí. —Señor, si me sigue, su cabina está en el lado de estribor. El joven se dirigió por la cubierta, obviamente asumiendo que Dylan le seguiría. Dylan la miró por un momento y luego a Jenny. Debió ser el efecto de la luz del sol que caía en finas haces por la cubierta — por un instante Melissa creyó ver un rastro de nostalgia melancólica en sus ojos. Luego desapareció, y ella supuso que se lo habría imaginado. Tal vez era la única que se sentía así — al fin y al cabo, ésa iba a ser la primera vez que iban a dormir separados en meses. Pero dormir sin él era lo que tendría que afrontar durante el resto de su vida. *** Dylan se inclinó sobre la barandilla del barco de vapor y vi deslizar interminables kilómetros de costa. La nieve ya había cubierto de blanco los picos de las colinas más bajas, y sabía que estaban saliendo justo a tiempo. Otras tres o cuatro semanas, y habrían quedado atrapados en Dawson durante todo el invierno. Habían estado viajando durante tres días, y en su mayor parte, sólo había visto a Melissa en las comidas — gracias a la hospitalidad del capitán se les invitaba a cenar con

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él. De lo contrario, ella y Jenny se mantendrían a su camarote durante todo el tiempo. Supuso que no podía culparle. Como una de las pocas mujeres a bordo, se sentía abrumada por el número de hombres a bordo del tan sobresaturado barco. Cada centímetro de la plataforma estaba ocupado por gente. Todo había terminado, y a pesar de que no le gustaba en lo que Dawson se había convertido eventualmente, no se arrepentía ni por un segundo. Pero mientras que había ganado más de lo que había perdido, las pérdidas habían sido muy difíciles de soportar. A veces, cuando se quedaba atrapado entre la vigilia y el sueño, se preguntaba si Rafe estaría con Priscilla, en algún lugar donde las almas estarían destinadas a reunirse finalmente. Y entonces sus pensamientos derivaban a Melissa, delgada, suavemente curvada, y amorosa. La había visto salir de una cárcel de miedo e intimidación para revelar la mujer que estaba destinada a ser. Pero, al parecer, no era la mujer que estaba destinada a estar con él, y el dolor y el constante vacío que sentía por ello era sólo una muestra de lo que tendría que sufrir durante mucho tiempo por venir.

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CAPÍTULO QUINCE

Doce largos días más tarde, bajo un cielo azul de otoño y una temperatura suave, el Arrow paró al lado del Río Willamette en Portland. Melissa no podía dar crédito a sus ojos cuando reconoció esa línea de costa a través de la ventanilla de la cabina. — Jenny, princesa, ¡Estamos aquí! Dijo, y se rió. Cogiendo a la pequeña de la litera, la acercó a la ventana. — ¿Ves? Esto es Portland, aquí es de donde mamá es. Al fin, estamos aquí. El viaje de vuelta había sido más rápido y ciertamente menos castigador que su viaje hacia Yukon. Y en cada puerto en el que se habían ido deteniendo, la tripulación del barco había ido disminuyendo. Pero ella y Jenny habían pasado la mayor parte de su tiempo en ese cuchitril, y se alegró de que ya fuera hora de abandonarlo. Las instalaciones de baño eran inferiores a lo adecuado, y se sentía como si cada prenda que poseía hubiese sido aplastada y arrugada. Había tratado de evitar a Dylan — aunque cada nervio de su ser clamaba estar con él. El tiempo que había pasado sin él le dio un sabor a nostalgia que se prolongaría durante mucho tiempo. Sería difícil, lo sabía. Su mente volvió a la pequeña fotografía ovalada que había encontrado en el baúl aquella tarde. Si todavía sentía algo por la mujer de ese porta retrato, después de que ella lo hubiese traicionado y lo hubiese dejado plantado, por mucho que Melissa lo amase, no había nada que pudiese hacer al respecto. Reuniendo sus pertenencias, se trasladó con los restantes pasajeros por la pasarela, con la intención de ver la cuna de Jenny salir por la bodega. El olor que se percibía desde el muelle a agua marina y creosota la golpeó, y las gaviotas graznaban y sobrevolaban la zona, deslizándose sobre las corrientes de aire. —¡Melissa! Se dio la vuelta y vio a Dylan avanzando a zancadas hacia ella, vestido con sus pantalones ajustados negros, una chaqueta de ante, y su cuchillo atado a su muslo. El viento atrapado en su pelo largo, su boca llena y su mandíbula firme, en relieve por la luz del sol de la tarde. Oh, ¿por qué todavía le vería tan guapo? Se preguntó miserablemente. Había esperado, de alguna manera, ser inmune a su atractivo después de que hubiese estado tantos días lejos de ellas. Pero en todo caso, sólo se veía más guapo, y Melissa tuvo

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que contenerse para no darle un abrazo. —Alquilaré un taxi que te llevará a un hotel. Podrás permanecer allí hasta que encuentres un lugar para vivir. Se sentía tan bien teniendo a Dylan parado a su lado otra vez, se preguntó cómo demonios iba a acostumbrarme a estar sin él. — Gracias, pero no quiero que te molestes. Al menos me sé manejar bien por esta ciudad. Él la tomó del codo, volviéndole de los pasajeros que estaban desembarcando, y ella se vio obligada a mirar directamente a sus ojos. — Por favor, Melissa, murmuró con esa voz susurrante que ella conocía tan bien. — Me has estado evitando durante la mayor parte de este viaje. Me iré muy pronto — pero permíteme que acabe con mi parte del trato. Ese maldito trato, pensó malhumorada. Había sido su salvación y su maldición. Tal vez si la boda que Rafe realizó en el Saloon La Chica de Yukon aquella tarde hubiese sido legítima, Dylan tendría que pensárselo dos veces antes de volver a Elizabeth. Pero, no — Melissa no quería que se quedara con ella sólo porque estuviese legalmente obligado a hacerlo, o porque se sintiese obligado. Sólo quería que se quedara con ellas si realmente las quisiese a ella y a Jenny. —Entonces deberás dejar que yo mantenga mi promesa hasta el final, también. Quiero pagarte la deuda de Coy. Dylan suspiró y se frotó la nuca. — Nunca estuve de acuerdo con eso. Melissa, yo no necesito el dinero. Y tú podrías necesitarlo. Deja que te lleve a un hotel. Entonces os diré adiós y seguiré mi camino. Sería la última — la última vez que lo vería. Un dolor anudó su corazón. — Pero tengo que esperar por la cuna de Jenny. —Haré que la envíen al hotel. Ella miró a su alrededor. — ¿Dónde están tus cosas? —El capitán se ha comprometido a guardar mis pertenencias en su habitación hasta que yo vuelva. ¿Qué dices, Melissa? En su vida no había tenido relaciones con un hombre que no holgazanease y esperase a que otra persona hiciese el trabajo que por derecho le pertenecía. Dylan simplemente se hacía cargo de las situaciones y esperaba por nadie. Echaría de menos eso. —Está bien. Vamos allá. Él la sonrió; una sonrisa dulce, tierna, y ella vio otro rastro de melancolía que la volvió a desconcertar. Luego la llevó a uno de los taxis que esperaban a lo largo de los muelles. El

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conductor se bajó para ayudarle mientras que Dylan sujetaba a Jenny en sus brazos. Entregándole el bebé a Melissa, montó. — Llévanos al Hotel Portland. —Dylan, ¿el Hotel Portland? Es muy caro. Era un establecimiento elegante, lujoso y extravagante, según había oído. Nunca había estado dentro del mismo. —Es un buen hotel, y quiero que tú y Jenny estéis seguras. A Melissa no se le ocurrió ningún argumento que pudiese rebatir eso. El conductor sacudió la cuerda para que los caballos comenzasen a andar, y mientras, ella miraba el horizonte de su ciudad, dándose cuenta de todos los cambios que habían acontecido durante el corto año que había permanecido fuera. Ella también había cambiado para siempre. Ya no era la mujer que era intimidada fácilmente y que había viajado hasta el norte con el matón holgazán de su marido. Esa mujer nunca había dado su opinión respecto a nadie ni había hablado jamás para defender a nadie más que a su hija. Ahora no era una mujer echada para adelante tampoco — toda una vida tratando de permanecer en las sombras no podía ignorarse en tan sólo tres meses. Pero al menos había empezado a darse cuenta de que lo que pensaba y sentía era valioso. Y tenía que darle las gracias al hombre que llevaba sentado a su lado, por ello. Llegaron al Hotel Portland, un oscuro e imponente edificio, y Dylan le dijo al taxista que esperara mientras que acompañaba a Melissa y a Jenny dentro. Hombres con finos trajes y mujeres vestidas a la última moda paseaban por el vestíbulo opulento, alfombrado, y Dylan, con su pelo largo, sus pantalones caídos, y su cuchillo de aspecto salvaje, giró unas cuantas cabezas. Melissa se dio cuenta en ese momento que nunca tuvo la oportunidad de verle vestido elegante — la cena en el Hotel Fairview se suspendió el día que Rafe murió. Caminando hacia el mostrador de recepción, Dylan tocó la campanilla para llamar la atención del recepcionista de aspecto congestionado que dejó que su mirada de desaprobación divagase por el aspecto físico de Dylan. Sus fosas nasales se abrieron, como si estuviese ante una persona de olor desagradable. — ¿Puedo ayudarle, señor? —Necesito una habitación para mi esposa y mi hija. La cabeza de Melissa se levantó ante esa declaración, pero claro, ¿de qué otro modo podría Dylan referirse a ellas sin levantar sospechas? Aparentemente, sin embargo, el empleado no estaba impresionado. Se quedó mirando bajo su larga nariz hacia Melissa y Jenny con una expresión condescendiente. Oh, ella sabía que estaban fuera de lugar, pero resistió el impulso nervioso de ajustarse su chaqueta y cepillarse el regazo de su falda.

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—Lo siento, pero no tenemos ninguna disponible, respondió el secretario. Un gesto amenazador hizo que las cejas de Dylan se juntasen, y se inclinó sobre el mostrador. — ¿Qué son entonces todas esas llaves en ese tablero detrás de usted? —Puedo decirle lo que no son — llaves de habitaciones vacías. Tal vez debería probar en otro hotel. Alguno que se pueda adecuar más a sus necesidades. Frío e impávido, el recepcionista volvió a mirar a Dylan de arriba a abajo. Dylan se acercó más todavía, y ella reconoció ese tono en su voz. Lo había escuchado el día que amenazó a Coy, y todavía trajo a su cabeza el recuerdo de ese horrible día. — Soy Dylan Harper, y acabo de regresar de tres años en Yukon. Hice tanto dinero por allí como para comprar mil culos pedantes como el tuyo. Quiero habitaciones y un baño contiguo para mi esposa e hija, y no un maldito cuarto de escobas. Dijo, señalando hacia las llaves que colgaban de la pared. — Ahora le sugiero que busque de nuevo. No llegó a levantar la voz por encima de un susurro silencioso mortal, por lo que ni siquiera el cotilla más curioso pudo escucharle. Pero fue suficiente. La tez pastosa del secretario floreció con un tono maduro de color carmesí, y parecía como si hubiera inhalado vapores de amoníaco a través de su nariz aguileña. —Señor Harper, mis disculpas más humildes. No lo había reconocido. Se dio la vuelta y se apresuró a tientas hacia las llaves, sus pálidas manos temblando ligeramente. — Lamente mucho mi error. Todos estuvimos muy apenados al conocer la reciente tragedia de su familia. Por supuesto, señora, agregó, dirigiéndose a Melissa, — haré que un botones se encargue de llevar sus cosas a la esquina de una preciosa suite con una vista encantadora de las colinas del oeste. Tocó el timbre bruscamente, y un joven uniformado apareció para tomar su maleta. Melissa observó todo lo que acontecía a sus alrededor con las cejas levantadas. No estaba segura de lo que había pasado, pero era obvio que iba más allá de comportamiento amenazante de Dylan. Una vez en la cabina del ascensor, le susurró: — ¿De dónde ha venido todo eso? Él se encogió de hombros. — El viejo se alojó en este hotel en bastantes ocasiones. Solía venir a Portland por negocios, y me arrastró con él alguna que otra vez. Sonrió con malicia. — Alguna ventaja tenía que tener llevar el apellido Harper. Cuando llegaron a la suite del quinto piso, Melissa puso a Jenny sobre los mullidos cojines del sofá de terciopelo azul medianoche. Dylan le dio una propina al botones, que salió discretamente, y ambos se quedaron de pie junto a la puerta con un abismo de silencio difícil de soportar, entre ellos. Melissa habló primero, incapaz de prolongar esa dolorosa despedida por más tiempo.

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— Dylan, te agradezco mucho todo lo que has hecho por nosotras. No sé qué hubiera sido de nosotras si no hubiese sido por ti. Y Rafe. —Tú y Jenny habéis hecho que vivir en Dawson haya sido... Menos solitario. Casi susurró esa última palabra. Cogiendo su mano, la sostuvo y la miró a la cara con esos ojos verdes. — ¿Vais a estar bien? Ella levantó su hombro ligeramente. — Tener dinero es una gran ayuda. Estaremos bien, mintió. En una ocasión le había dicho a Dylan que todo lo que esperaba de esta vida era comodidad y seguridad, ella no era consciente por ese entonces de que él era la encarnación de esas dos cosas. —¿Crees que visitarás a tu familia? Melissa se rompió por dentro. — No estoy segura. Creo que le debo a mi padre el derecho de ver a su nieta. Él asintió con la cabeza. — ¿Vive cerca? —Oh, no, yo crecí en Slabtown, más cerca del río. Nunca había visto esta parte de la ciudad hasta el día que Coy y yo nos casamos en el juzgado. Dylan cambió su mirada a Jenny, que se había quedado dormida en los cojines de terciopelo. — Te voy a echar de menos. Luego miró a Melissa de nuevo y tiró de su mano para acercarle a su cuerpo, hasta que pudo oler su abrigo de piel y el aroma de aire fresco en su pelo. Sus brazos se deslizaron alrededor de su cintura y subió su barbilla hacia arriba, arrastrando los dedos por su mejilla. Oh, Dylan, pensó, por favor, no hagas esto más difícil de lo que ya es. Por favor... Pero ella ya no podía separarse de él; como un niño hambriento que no podía rechazar un mendrugo de pan. Cuando sus labios tocaron los de ella, cálidos, suaves y llenos, su corazón se llenó de tal tormento y tal placer que ella pensó que se rompería. Quería rogarle que no las dejase, que permaneciese dónde era amado por el hombre que era, no por el hombre en el que podría convertirse — amado sin vacilaciones ni reticencias. Dylan se separó en primer lugar, sin embargo. — Creo que será mejor que vuelva al barco. Sólo permanecerá en el muelle por dos horas, y no va a esperar por mí. Escúchame ahora por favor, empezó a decir, tomando las dos manos entre las suyas. — Si algo te sucede a ti o a Jenny, o si, bueno, hubiese otro bebé, prométeme que te pondrás en contacto conmigo. Sorprendida por su último comentario, sintió cómo su rostro se calentaba.

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—Prométemelo, insistió, dándole un ligero apretón a sus manos para darle énfasis a su petición. Tenía la garganta tan apretada que apenas podía hablar. — Te lo prometo. —Vale, de acuerdo. Eso está bien. La soltó y abrió la puerta. Sus ojos se posaron en ella, como si estuviera tratando de memorizar todo lo relacionado con ella. Melissa no podía imaginar porqué — Al fin y al cabo, Elizabeth era mucho más atractiva que ella De repente, alargó una mano y agarró la parte posterior de su cuello para tirar de ella hacia su boca para un último y angustiado beso. — Adiós, Melissa. Dale un beso a Jenny de mi parte. Y entonces, se marchó.

*** Dylan vagó por la acera, apenas viendo el tráfico y los otros peatones a su alrededor. Esquivó a unos hombres tirando de un carro de cerveza Weinhard, que iban avergonzando a los animales. El conductor gritó y agitó un puño a Dylan, pero él siguió caminando en dirección del Arrow. Los edificios altos en la Sexta Avenida, cortaban las sombras diagonales y los rayos brillantes de sol de la tarde, se desvanecían en el cielo azul oscuro. Todo lo que podía ver era a Melissa de pie delante de él, vestida con su traje de lana oscuro y un sombrero grande, más hermosa que lo que él deseaba que fuera. Después de que la dejase en la habitación, pagó al taxista y le dijo que se marchara. Esperaba que caminar de regreso al barco pudiese quemar algo de la ira y el vacío que sentía. No parecía estar funcionando. Sentía ganas de golpear una pared. No estaba enfadado con Melissa. Estaba enfadado consigo mismo. Casi podía entender porqué ella querría estar sola. Después de años de ser dominada por matones borrachos, primero su padre, luego Logan, ahora quería un poco de paz y libertad. Él podría darle eso, pero no sabía cómo decírselo. Dispuesto a seguir caminando hacia el río, resistió la tentación de mirar por encima de su hombro. Si cedía, sabía que volvería corriendo al hotel y se pondría de rodillas delante de Melissa, rogándole que se fuera con él a The Dalles. Él podría darles a ella y a Jenny una buena vida, y formarían la familia que tanto anhelaba. Por supuesto, ella no sabía nada de esto. No tenía idea de cómo se sentía, porque no podía decírselo. Y de alguna manera, desde cualquier lugar al que su espíritu hubiese volado, sospechaba que Raford Dubois se estaría riendo de él en ese momento.

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Donde el río Willamette se unía con el Columbia, el Arrow navegaba hacia el este, resoplando durante toda la noche. Pasó las altas cascadas sobre las que los Indios Multnomah contaban historias, y los pequeños pueblos que dotaban las fronteras de Oregon y Washington de grandes ríos navegables — Troutdale, Stevenson, Hood. Sus luces brillaban como estrellas de oro a lo largo de las laderas. Dylan no podía dejar de dar vueltas en su estrecha cama, entrando y saliendo de un sueño agitado. A veces soñaba que tenía doce años de nuevo y estaba frente al escritorio de su padre, soportando una reprimenda por haberse manchado su traje en el establo. Pero en la mayoría de las imágenes a la deriva, lo que más se repetía era el recuerdo de Melissa, y de cómo se la veía la primera noche que hizo el amor con ella en Dawson. Su piel cremosa teñida de oro por la luz de la lámpara tenue, su pelo pálido cayendo en ondas a su alrededor, sus ojos grises que lo miraban con un tímido deseo. Por fin se dio por vencido tratando de dormir. Apartando la manta de lana áspera, se puso los pantalones y la camisa y salió a cubierta. El aire era fuerte y vigoroso, impulsado por un viento salvaje. Se apoyó en la barandilla justo antes del amanecer, mirando el resplandor de la luna llena en la estela ondulante del vapor, y se preguntó qué demonios tenía previsto realizar en esa aventura tan estúpida. Deseó que el Gran Alex nunca hubiese encontrado ese periódico. Entonces habría vivido en la ignorancia durante un poco más de tiempo con Melissa y Jenny, en lugar de salir corriendo a The Dalles hacia un propósito que se había quedado en la brumosa distancia. No había nada para él en The Dalles — no lo había habido desde la noche en que se fue. Sin embargo, desde que supo lo que le había ocurrido a Scott y al viejo, se había sentido obligado a regresar, como si algo lo atrajese de nuevo al lugar de sus orígenes. Tan fuerte era esa atracción que había dejado atrás a la única mujer que le importaba más que cualquier otra, y a la niña que había llegado a considerar suya. A medida que el sol brillaba en el este, sin embargo, y revelaba el panorama de la salvia y los pastizales, sintió una alegría tranquila por estar regresando a casa. Le hubiera gustado poder haber traído a Melissa y a Jenny hasta allí, para mostrarles el Celilo Falls, donde los indios, armados con salabardos y lanzas, pescaban salmón en el andamio desvencijado sobre el salvaje río. Las llevaría de regreso a la tierra donde él creció — no la casa de los ostentosos adornos — sino al aire libre al que tanto había amado y al que Griffin Harper le había conferido tan poca importancia. Dylan supuso que esa tierra le pertenecería ahora a Elizabeth. Elizabeth... hermosa, sensual, viuda. De repente, se puso de pie cuando el Arrow apareció frente a la vista de los muelles de Dalles, y Dylan se dio cuenta de por qué había

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venido a casa. Quería vivir en esa tierra de nuevo, y sólo había una manera de hacerlo. ***

Melissa nunca había vivido entre tanto lujo. Los muebles en la habitación del hotel estaban tapizados en brocado y terciopelo. Sus ventanas daban a las colinas más altas y boscosas al oeste y al sur. El baño tenía paredes de mármol y una bañera larga y brillante de porcelana blanca, y la cama tenía dos tablas de caoba talladas en la cabecera y a los pies. Ella y Jenny estaban en un ambiente acogedor, limpio y cómodo. Pero cambiaría el terciopelo y el mármol con tal de estar de vuelta en esa estrecha e incómoda habitación pequeña en Dawson si pudiera estar con Dylan. Había estado fuera durante dos días, y ya parecía que había pasado una eternidad. A pesar de que siempre había trabajado, llegado el momento, no le importaría hacer cualquier cosa. Sabía que debía encontrar un lugar para vivir y salir de ese hotel tan caro, pero era tan fácil dejar que otra persona se ocupara de ella, por una vez en su vida. Y puesto que el personal del hotel creía que era la señora de Dylan Harper, todos parecían especialmente amables. Dylan — su rostro y su cuerpo no salían de su mente ni de su corazón. A veces, cuando Jenny se despertaba por la noche, Melissa se acurrucaba en la cama medio dormida, pensando que Dylan se levantaría e iría a verle. Lo había hecho tantas veces. O que se despertaría por la mañana para encontrarle afeitándose en el lavabo, descalzo y sin camisa. En el tercer día de su abatimiento, Melissa sabía que tenía que romper ese ciclo o se quedaría en el Hotel Portland indefinidamente, y Jenny tendría que aprender a caminar por los pasillos. Ya era hora de seguir adelante con su vida. *** —¿Me esperará, por favor? No tardaré demasiado. —Sí, señora, no se preocupe, estaré aquí. El taxista miró dubitativamente a Melissa, y

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luego hacia la calle en mal estado y la peligrosa dirección a donde la había llevado. — ¿Está segura que desea detenerse aquí, señora? —Sí, estaré bien. Debía de haber perdido el juicio para pedirle a un taxista que esperase por ella — qué gasto tan imprudente. Si seguía viviendo en el hotel y gastando dinero de esa manera, estaría sin blanca muy pronto. Pero ella no sabía qué tipo de recepción le esperaría dentro de la casa frente a la cual habían parado, y quería tener la opción de salir de ella fácilmente. Con Jenny en sus brazos, se quedó en la puerta, luego respiró hondo y empezó a subir la caminata. El patio era una maraña de malas hierbas y arbustos que casi cubrían la totalidad de las ventanas delanteras. El panel de cristal de la puerta principal estaba roto, y un pedazo de cartón tapaba el agujero. La pintura verde de la casa se había desprendido en parches grandes y mostraba la madera desnuda del revestimiento. La basura reposaba como camas sobre las flores, y un aire de pobreza apática se cernía sobre la propiedad. Se veía peor de lo que podía recordar, y sin duda, era la peor de todo el bloque. Incluso el suave sol de septiembre no podía disipar tanta miseria. Por un momento pensó en darse la vuelta sobre sus talones y volver de nuevo al coche, alejando a Jenny de ese lugar y nunca mirar hacia atrás otra vez. Pero Melissa no había escapado de ese barrio y esa vida siendo una cobarde. Remangándose el dobladillo de la chaqueta de su traje, levantó la mano y llamó a la puerta. Desde el interior oyó los golpes de unos pasos vacilantes que se abrían camino hacia el frente. Finalmente, la puerta se abrió unos centímetros, lo que permitió que una ráfaga de olores fétidos — comida rancia y grasienta, cuerpos sucios y aguas residuales — llegaran hasta su nariz. Dios mío, era incluso peor de lo que esperaba. Un joven vestido sólo con unos calzoncillos manchados le devolvió la mirada, y dos ojos sospechosos inyectados en sangre la examinaron de arriba a abajo. — ¿Sí? ¿Qué quiere usted, señora? Reconoció su voz hostil más que su cara. — James, soy yo. ¿No reconoces a tu propia hermana? Él entrecerró sus ojos, mirándole de arriba abajo otra vez, y luego miró su cara. Su boca se abrió con asombro, dejando al descubierto sus dientes a cachos y medio podridos. Ante tal espectáculo, Jenny, mirando solemnemente a su tío, saltó ligeramente en los brazos de Melissa. —¿Lissy? ¿Eres tú? Melissa asintió con la cabeza, pero no pudo sonreírle. Ya estaba empezando a arrepentirse de haber venido.

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—¿Y ésta es tu chiquilla? —James se giró y gritó hacia la parte trasera de la casa, — Pa, Billy, venid aquí. Es Lissy. Ha vuelto a casa. Algo en su último comentario — volver a casa — hizo sentir a Melissa muy incómoda. —Maldita sea, creo que Coy ha hecho mucho por ti. Estás arreglada como la esposa de un hombre rico. Miró por encima de su hombro. — Y puedes alquilar taxis, también. Bien, bien, Lissy. Tal vez era algo mezquino, pero Coy no había contribuido a su bienestar de modo alguno, y no iba a permitir que su familia pensase que así había sido. — Yo misma he ganado el dinero para comprarme estas prendas, James. Coy no ha tenido nada que ver en ello. Se encogió de hombros y abrió más la puerta, apartándose para dejarle entrar en el interior. El desorden y la suciedad francamente la hicieron dudar de dar otro paso. Desde luego no iba a sentarse. Haciendo un gesto hacia el entorno, James dijo: — Perdona el desastre. Desde que ma murió y tú te fuiste, no ha habido nadie para limpiar. Luego llamó por encima del hombro de nuevo. — Vamos, papá, ven aquí a ver a tu elegante hija. Billy, baja tu culo hasta aquí. —Deja de gritar. Billy se fue temprano esta mañana. El anciano del clan Reed salió de la parte trasera de la casa, tirando de sus tirantes hasta los hombros mientras arrastraba los pies hacia el salón llevando unas medias llenas de agujeros. De aspecto tan sucio como su hijo, Jack Reed tenía ahora el pelo más gris que marrón, y el rastrojo de su barba de dos o tres días, era casi blanco. Melissa esperaba que sus emociones se revolviesen dentro de ella, después de todo, se trataba de su padre, el hombre con el que había crecido, y no lo había visto desde hacía mucho tiempo. Pero no sintió nada más que ira retumbando en su interior y volviendo a la vida por todo lo que le había hecho a ella y al resto de su familia. Él la examinó de arriba abajo también, tal como su hermano había hecho. ¿De verdad se la veía tan diferente a ellos? Se preguntó. Tal vez tan diferentes como ella los veía a ellos. —Bueno, Lissy, se ve que has prosperado mucho. Sus legañosos ojos tomaron buena nota de su vestido y su sombrero. —Llegó en un taxi, pa. Todavía anda ahí fuera. Agregó James. Jack se dirigió a la ventana y apartó la cortina mugrienta. — Ya veo. —¿Quién es ésta que has traído contigo? Melissa cambió a Jenny de brazo. — Es tu nieta, pa. Su nombre es Jenny Abigail. Pensé

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que te gustaría conocerla. Pero con cada momento que pasaba estaba más convencida de que había cometido un error al venir aquí. Le sonrió a Jenny, mostrando espacios vacíos en sus encías entre sus dientes. — Te favorece, nena. Melissa reprimió una protesta cuando él cogió su pequeño puño con su sucia mano. Jenny tiró de él y empezó a llorar. —Oh, cariño —dijo Melissa, meciéndole en sus brazos. — No está acostumbrada a estar con desconocidos. Empujando un montón de papeles y una botella vacía que yacía a su lado, Jack se sentó rígidamente en un sofá raído que asomaba su relleno. — No somos desconocidos, somos su familia y será mejor que se vaya acostumbrando a nosotros, gruñó él. Su falta de compasión o comprensión era muy familiar para ella. Luego le clavó una mirada severa. — ¿Dónde está tu hombre, Lissy? Ella tomó aliento. — Murió en Dawson. Dijeron que fue neumonía. Supuso que debería al menos fingir dolor, pero no lo consiguió. —¡Muerto! Su hermano y su padre se hicieron eco mutuamente. —Sucedió a principios de este verano. Tras un momento de silencio aturdido, James habló. — Bueno, por Dios, ¡Qué tragedia! Sonaba realmente apenado. — Era un buen hombre, el mejor amigo que he tenido. Se dejó caer al lado de su padre y parecía a punto de llorar. Oh, estaba tentada, tan tentada de contarles sobre ese — buen hombre y cómo había resuelto su deuda con Dylan. Pero decidió no hacerlo. Tenía la molesta e inquietante sensación de que no iban a encontrar nada malo en lo que Coy había hecho. —Así que ahora eres una mujer viuda. Jack echó un vistazo a la sucia casa y asintió con decisión. — Menos mal que has vuelto a casa. Ahora es aquí dónde perteneces, con tu familia. —¡Bien dicho! Añadió James, los beneficios de su regreso, obviamente, amaneciendo en él. Melissa miró boquiabierta a ambos con horror. — Oh, ¡No voy a volver aquí! soltó. Luchando por ponerse en pie, Jack avanzó hacia ella y le apuntó con un dedo tembloroso, aparentemente sorprendido ante su negativa. Melissa nunca antes le había negado nada a su padre, y mucho menos le había respondido — ¿Por qué diablos, no, Lissy? No eres tan grande como para no que no pueda volver a patearte por tu insolencia. Harás lo que yo diga y ya está. Una mujer se mete en todo tipo de problemas sin hombres

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que la protejan. ¿Protegerle? ¿Mientras que amenazaba con golpearle? Deseó poder reírse de su ridículo comentario. Pero el miedo hizo mella en Jenny con más fuerza, tratando de esconder su pequeño cuerpo en los brazos de su madre, recordándole en ese instante, el mismo terror con el que ella había crecido. —James, ve al conductor de ahí fuera y dile que puede marcharse. Nena, ¿dónde están tus pertenencias? Cuando Billy llegue a casa, le mandaré contigo a recogerlas. —Bueno, iré a ponerme mis pantalones, murmuró James, poniéndose en pie. El corazón de Melissa latía en su pecho con una sensación sofocante. La imagen de Coy parado al lado de sus tinas de lavar, le vino a su mente. Te doy cinco minutos para que recojas tus cosas... o te enseñaré una buena lección por responderme. Lo que necesitaba o quería no tenía importancia en absoluto. La ira de combustión lenta que se había encendido cuando llegó continuó creciendo dentro de ella. Coy, su padre, sus hermanos — ninguno de ellos se había preocupado jamás por ella. La veían sólo en términos de la conveniencia y la comodidad personal que les pudiera proporcionar. Fue una realización sorprendente que ni siquiera su padre la quisiese, pero mirándole, por fin reconoció que era verdad. Con ese conocimiento llegó un nuevo tipo de libertad, y su miedo paralizante se desvaneció. —No se te ocurra hacer nada, James —dijo con su tono más dominante. —¿Eh? Mantuvo sus ojos en su padre. — Vine aquí porque pensé que tenías derecho a conocer a tu nieta, y que ella debía saber quién era su abuelo. Pero me equivoqué. No quiero que ella conozca a un hombre como tú. Jack Reed escupió como una llama, pero aparentemente su asombro le impidió encadenar las palabras juntas, y Melissa se creció, encontrando el coraje y la furia creciente con cada minuto que pasaba. Ella había crecido alrededor de hombres como su padre y Coy — no sabía que podía esperar ser tratada con más respeto. Pero Dylan, mientras que no les pasaba una a sus enemigos, había abierto sus ojos. Su bondad hacia ella y Jenny le había demostrado que no todos los hombres eran como los que ella había conocido. —Tú nos amenazabas a mamá y a mí, nos pegabas. —Nunca os levanté una mano a no ser que os lo merecieseis, — protestó indignado. Jenny, en respuesta a la tensión ante esas airadas voces, comenzó a llorar de nuevo. —¿Y quién eras tú para decidir eso? —Demandó ella, su voz subiendo de volumen. — Ahora sé que no te importábamos nada. Tu primer amor fue la botella, y enviaste a mamá a trabajar porque tú no lo hubieses hecho jamás. ¡Nos habríamos muerto de hambre si no

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hubiese sido por ella! Su respiración estaba entrecortada, y Jenny comenzó a dar gritos ensordecedores, sumándose al caos. — Nunca volveré aquí. Nunca. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. —¡Eso lo veremos! Jack se tambaleó hacia delante y agarró el brazo de Melissa para detenerle. Ella bajó su mirada hacia la mano mugrienta agarrando su manga, y luego miró a los ojos de su padre con una furia mortal en sus ojos. — Quítame la mano de encima. Ahora. Mirándole con rabia y odio genuino, la soltó. Tan helado y directo fue su tono de voz que incluso James retrocedió un paso. Melissa abrió la puerta y corrió por el camino con Jenny berreando por encima de su hombro. El conductor del taxi, al ver su tal escena, saltó de su asiento. —¡Si no hubieras estado sosteniendo a ese bebé, te hubiese dejado marcada mi correa de cuero, zorra desagradecida! Su padre gritó tras ella. —Se-Señora, ¿está bien? —Preguntó el taxista, ayudándole a subir al carruaje. —Sí, por favor... Por favor, llévenos de vuelta al hotel. Ahora mismo. Melissa sintió cómo su ánimo se desmoronaba a su alrededor, y las lágrimas calientes quemaban sus ojos. —¡Sí, señora! La ruptura con su familia era definitiva. Ahora sabía cómo Dylan se había sentido cuando le dijo que no quería ver a su familia nunca más. Si la tierra se abriese mañana y se tragase a Jack Reed, ahora Melissa sabía que no le importaría lo más mínimo.

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CAPÍTULO DIECISÉIS

Allred Kaady enderezó el saco de avena que estaba cortando. — Pero, ¿qué ven mis ojos — ¡Dylan Harper! ¿Cuándo has vuelto a la ciudad? Sonriendo, Dylan entró en la penumbra fresca de Livery Kaady y dejó que el hombre alto y huesudo estrechase su mano. — Temprano en la mañana de ayer, Red. Me voy a quedar en el hotel. ¿Cómo están las cosas por aquí en el establo? Red se encogió de hombros, sonriendo de nuevo. — No me puedo quejar. Algunas personas de por aquí han comprado uno de esos carros sin caballos nuevos, pero demonios, hacen mucho ruido y echan mucho humo, no les quedará mucho. Entonces toda esa gente estará en mi puerta para comprar un verdadero transporte. Se sentó en un fardo de heno vacante y le indicó a Dylan que tomase otro. — Dime, ¿dónde has estado estos últimos dos o tres años? Estábamos dispuestos a darte por muerto. Dylan se sentó y miró a los confines fríos y oscuros de la cuadra, inhalando los ricos olores familiares de caballo y paja. — He ido a varios sitios, pero estuve en Dawson durante la mayor parte del tiempo. —Fuiste hasta allí por la fiebre del oro, ¿verdad? —Ya estaba allí cuando empezó. Tenía un comercio de intercambios. Compraba y vendía equipos mineros. Nunca he visto a tantos hombres cavar tierra en mi vida. Te sorprenderías de lo que la gente es capaz de hacer con tal de hacerse rica. Red miró anhelante. — Yo mismo tuve la tentación de darme una oportunidad yendo allí, pero luego pensé, ¿qué pasaría con mis niños y mis niñas si me fuera? No podría dejarles con cualquiera, y tú no estabas aquí para cuidarles. Un extraño no se daría cuenta de que se estaba refiriendo a sus caballos y no a sus hijos. El bonachón de Red, pensó Dylan. Todavía enfundado en su mono de trabajo holgado y su sombrero de paja maltrecho. — Eso está bien. Es bueno ver que algunas cosas no cambian. De todos modos, estaba tratando decidir si quería pasar otro invierno allí cuando me encontré con una copia del Oregonian. Leí acerca de mi hermano y el viejo. Red se inquietó un poco. — Ya, lo siento mucho. Ha sido una sorpresa para el pueblo. Dylan pensó que estaba siendo especialmente discreto, dado que el Banco Columbia cerró sus puertas frente a sus narices un día que se retrasó en el pago de un préstamo, después

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de haber acumulado un largo historial como un serio pagador que pagaba todo a tiempo. Dylan no sabía a ciencia cierta lo que había sucedido, pero sospechaba que Griffin Harper le habría ofrecido algún tipo de soborno que él no habría aceptado. Soltero a mediados de sus cincuenta años, Red estaba atado a ese establo, y habría hecho cualquier cosa para no perder su dinero en el banco. El viejo lo sabía, muy probablemente. —Sabes que siempre estuvimos en desacuerdo, los tres de nosotros. Especialmente justo antes de irme. Dylan se levantó y se acercó a la caseta donde se encontraba una yegua alazán roja de carácter dulce. Arrimando su cabeza, el animal golpeó su nariz contra el pecho de Dylan y olfateó los bolsillos de su camisa. Él se echó a reír, y luego, mirando a la yegua, agregó: — Lo juro, Penélope, seguirías a cualquiera a casa con tal de conseguir una manzana. No tengo nada para ti. Red rió. — Pero ella reconoce a un tipo suave nada más verle. La sonrisa de Dylan se desvaneció. — Al igual que algunas mujeres que conozco. El anciano sacó una paja del montículo de heno sobre el que estaba sentado y se la metió en la comisura de la boca. — Sigue viviendo allí arriba, por si te lo estabas preguntando. Todo el pueblo sabía que Elizabeth y Dylan estuvieron comprometidos, pero sólo Red realmente sabía lo mucho que ella había significado para él. —Pensé que así sería. —Pero tal vez no por mucho tiempo. Se dice que hay varios años de impuestos que no han sido pagados por esa propiedad. El tasador del condado va a subir a ver si todo es cierto. Dylan miró fijamente. Esa era una noticia sorprendente. — ¿Y si es verdad que no están pagados? —Bueno, supongo que el sheriff pondrá el terreno a la venta. Creo que lo han pospuesto como cortesía a la viuda de tu hermano. Eso le daba a todo un giro diferente. El plan que Dylan había formulado durante su viaje desde Portland se hizo más firmemente en su mente. —Red, ¿puedo coger a Penélope para ir a dar una vuelta? Me gustaría echar un vistazo a mi hogar. Red lo estudió por un momento, luego se puso de pie para conseguirle una silla de montar. — Claro, adelante, llévatela. Si no la traes esta noche de vuelta, no me preocuparé. ***

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La yegua era un montaje robusto y fiable que no necesitaba mucho control, por lo que Dylan tuvo tiempo para pensar mientras se dirigía a casa. Independientemente de las circunstancias, o cuántas veces sus pensamientos se dirigían a Melissa, se alegró de ver esos pastizales de nuevo. Yukon había sido majestuoso antes de la llegada de los mineros, pero no era tan hermoso como esto. El último sol del día era cálido sobre su espalda, y en la distancia, oyó el canto de las alondras mientras volaban hacia sus nidos para pasar la noche. Los restos de las flores silvestres de verano se distribuían a ambos lados de la carretera, y a su izquierda el Rio Colombia se extendía. Dylan no podía pensar en ningún otro lugar en la tierra que se viese tan bien en todas las estaciones, incluso en la primavera gris y lluviosa. Deseaba que Melissa estuviera allí para verlo. —Maldita sea, juró en voz alta, — vamos, Penélope. Tenía que dejar de pensar en ella, de preguntarse por ella, de imaginársele. Ella y Jenny eran parte de su pasado, y tenía que tratar de dejarles allí. Pero pensar en su encuentro inminente con Elizabeth no era más reconfortante. ¿Cómo se sentiría al verle después de tanto tiempo? ¿Después de... ¿Todo? ¿Volvería el dolor de su traición, una vez exquisitamente agudo, a cobrar vida de nuevo cuando la viese? Por fin, llegó al largo camino de grava que conducía a la casa donde había crecido. No podía pensar en ella como su casa — se había sentido siempre solo y fuera de lugar allí. Al pasar por los establos, vio las puertas abiertas, balanceándose perezosamente en la ligera brisa. Las cabinas estaban vacías y descuidadas. Toda la estructura necesitaría ser limpiada y pintada de nuevo. Recordando el stock fino de pura sangre que había ocupado antes los establos, y cómo estaban de limpios y ordenados, sintió un destello de ira al rojo vivo. Era como si Griffin Harper hubiese hecho todo lo posible para eliminar el duro trabajo de Dylan, y su existencia misma. Pero se llevó la mayor sorpresa de todas cuando dobló la última esquina y vio la casa. La colonia majestuosa parecía tan desolada y abandonada, y en condiciones poco mejores que los establos. ¿Qué ha pasado aquí? Se preguntó. Red no le había dicho nada acerca de que la propiedad estuviese en ruinas, pero parecía como si nadie hubiese vivido allí desde hacía meses. El césped se había convertido en una maraña salvaje que caía sobre el piso de losa, y la maleza crecía a través de la grava. Durante el tiempo que Dylan podía recordar, el viejo había mantenido a dos jardineros ocupados durante seis meses al año cuidando los jardines. Nadie había tocado eso en mucho tiempo. Dylan bajó de su silla y llevó a Penélope hasta la barandilla de enganche que había en la

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puerta de atrás. Atándola, caminó lentamente alrededor del lugar, mirando hacia las ventanas, en busca de señales de vida. Quizá Elizabeth estaba lejos o se habría mudado a casa de su padre. Pero ¿dónde estaba el personal? Por último, caminó alrededor de las puertas delanteras dobles, giró el picaporte y entró. Se encontró con el hall de entrada y el salón tal como los recordaba, aunque pensó que faltaban algunos muebles. —Ada, ¿has olvidado algo? —Una voz familiar femenina llamó desde el comedor. Su corazón comenzó a latir con fuerza dentro de su pecho, y sus manos de repente se humedecieron. — No soy Ada. Soy yo, Dylan. Un momento de silencio que a Dylan le pareció una hora, fue seguido de unos suaves pasos apresurados. Elizabeth corrió hacia el pasillo y lo miró fijamente. Se paró en seco ante él con la mano en su garganta. La absoluta sorpresa y tal vez un poco de miedo robaron el color de sus mejillas cremosas. Su cabello negro ondulado estaba recogido en un moño en la parte posterior de su cabeza, y algunos rizos sueltos caían como pendientes a cada lado de su cabeza. No veía ninguna señal de luto, sin embargo. Llevaba un hermoso vestido blanco hecho de gasa de organdí, decorado con encajes. Vestida como si estuviese preparada para una cena, se la veía tan impresionante como siempre. —¡Dylan! Dio un paso hacia adelante, y luego otro. — ¿Q-qué estás haciendo aquí? —Su voz todavía era dulce e infantil. —Solía vivir aquí, le recordó suavemente. —¿Cuándo has vuelto? —Esta mañana. Me enteré del accidente, y tomé un barco en Dawson. Ella se acercó más aún. El familiar olor a rosas la siguió. — ¿Has estado en Yukon? ¿Por la fiebre del oro? —Durante más de dos años. Mira, Elizabeth — hizo un gesto a su pelo y su vestido — si estoy interrumpiendo alguno de tus planes, volveré a mi caballo y cabalgaré de regreso al pueblo. ¿Eran lágrimas lo que veía en sus oscuros ojos? Se preguntó. —Oh, no, por favor, ¡Quédate! No tengo ningún plan en absoluto. Ninguno. De hecho, yo — Se lanzó a sus brazos. — Oh, Dylan, ¡Estoy tan contenta de que estés de vuelta! Todo va a estar bien ahora. ***

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Melissa miró el trozo de papel en su mano, y luego a la dirección de la casa. Sí, este era el lugar correcto. Era una casa de aspecto agradable, con un césped bien cuidado y amplias ventanas, en una tranquila calle arbolada. Estaba tan nerviosa por la entrevista. ¿Estaría vestida correctamente? ¿Y si les daba una mala impresión? Había pasado una hora o más cada día sentada en el vestíbulo del hotel con Jenny, viendo a las mujeres pasar; estudiando su ropa y sus modales, con la esperanza de aprender a comportarse como una dama. Ciertamente, su madre le había enseñado modales, pero la etiqueta había sido escasa en su antiguo barrio, y no había aprendido mucho en Dawson tampoco. Respirando hondo, se deslizó por el sendero y subió las escaleras hasta el porche delantero. Cuando llamó al timbre, desde dentro, oyó un clamor de voces infantiles y un trueno de pies corriendo que resonaron a través de las tablas del suelo en el porche. —¡Yo abro! —¡No, tú siempre abres la puerta y contestas al teléfono, también! ¡Déjame a mí! —Ma, hay alguien en la puerta. —Niñas, ¡Permanecer en silencio y volved a vuestras tareas, o cocinaréis la cena todas las noches durante un mes! —Aw, Ma. —¡Dios, no me llaméis Ma cuando tenemos compañía! Suena muy grosero. Seguid con vuestros deberes. Tras el sonido de más risas y pisotadas, la puerta se abrió, y Melissa vio un pajarito de mujer con alto color en sus mejillas sonrientes y ojos marrones. Llevaba su abundante pelo castaño recogido con un exuberante nudo en la parte superior de su cabeza, lo cual tal vez añadía otros tres o cuatro centímetros a su estatura diminuta. Sin saber nada más de ella, Melissa instintivamente se encariñó con ella. Tal vez fue la amabilidad que vio en los ojos de la mujer. —¿La señora Keller? —Sí, soy yo, respondió con entusiasmo. — ¿Y usted es la señora Logan? Melissa intentó no temblar, pero sabía que no podía usar el nombre de Dylan por más tiempo. Después de todo, Logan era el apellido de Jenny, aunque en ninguna parte estaba registrada como tal. Los certificados de nacimiento no abundaban en las orillas heladas del Lago Bennett cuando Jenny nació.

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—Sí, soy Melissa Logan. —Mi sobrino, Tommy, me llamó por teléfono acerca de usted. La señora Keller agarró la mano de Melissa y se la estrechó, prácticamente tirando de ella a través del umbral. — Por favor, pase. En el interior, la casa estaba tan limpia como una patena. Los muebles no eran extravagantes, pero había una atmósfera hogareña, Melissa comenzó a relajarse un poco. La mujer pequeña y bulliciosa la condujo a lo que parecía ser el mejor sillón de la sala. Entonces se sentó frente a Melissa y le sirvió café de una tetera que estaba esperando en la mesa auxiliar. —Tommy me dijo que quería alquilar una casa. Tommy Keller era un joven hombre educado que trabajaba en el comedor del Hotel Portland. Melissa entabló conversación con él un par de veces, y él le había contado acerca de su tía. Sólo a él le había confiado su apellido legal. Melissa aceptó la taza de café y asintió. — Bueno, sí, acabo de regresar de la ciudad de Dawson. Mi marido murió mientras estábamos allí, y yo no quería que mi bebé pasase otro invierno en Yukon. Ahora estoy buscando un lugar para vivir. —Oh, querida, enviudaste muy joven — Se acercó y acarició la mano de Melissa. — Sé cómo te sientes. Yo era joven cuando perdí el señor Keller. Afortunadamente, me dejó algunos bienes e ingresos; de no haber sido así, estaría en un buen apuro. Melissa no podía revelar que la muerte de Coy no la había devastado. Su separación de Dylan era mil veces más dolorosa. Pero ella quería causar una buena impresión, por lo que admitió de mala gana: — Ha sido duro, pero creo que Jenny y yo estaremos bien, si encontramos un sitio en el que podamos instalarnos. La señora Keller asintió sabiamente. — Es el instinto de una mujer hacer un nido para sus criaturas, y me imagino lo difícil que sería estar en un hotel, especialmente con una niña. Umm, ¿dónde está su bebé ahora mismo? —El personal del hotel ha sido muy amable conmigo. Cuando le dije al manager sobre esta cita, se ofreció a decirle a una de sus camareras que cuidasen de Jenny por mí. Es una niña muy afable, no creo que le dé muchos problemas. Por supuesto, todo el personal a excepción de Tommy Keller, creía que ella era la señora de Dylan Harper. —Yo tengo cuatro niñas, ¡Y te puedo decir que dan mucho trabajo! Desde el pasillo llegó el sonido de risas y murmullos. — Por supuesto, saben que si no se comportan, prosiguió en voz más alta, — sus tareas se duplicarán durante seis semanas. Un forcejeo en el pasillo fue seguido por el sonido de pies golpeando las escaleras.

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—Lo siento —dijo la señora Keller. — Son unas niñas muy buenas la mayor parte del tiempo, pero tienden a ser un poco demasiado exuberantes. Pero basta de hablar de nosotras — deja que te enseñe la casa. Está justo al lado. Melissa siguió a Sarah Keller hacia la casa a la derecha de diseño idéntico a la suya. Llevando a Melissa por un recorrido de tres dormitorios sin mobiliario, destacó sus recientes mejoras, tales como el papel tapiz y la pintura nueva. Para cuando estuvieron de nuevo en el salón de la señora Keller, bebiendo café, Melissa ya se había enamorado de la casa. Sería suya — bueno, tal vez no suya en el sentido de propiedad, pero compraría algunos muebles modestos y pondría su propia identidad en ella. Ella y Jenny tendrían paz y tranquilidad. Un carrito de bebé — podría comprar un cochecito para el bebé y llevar a Jenny a pasear por el parque. Sería cálida y acogedora en las noches de invierno junto a la estufa o la chimenea, y le enseñaría a Jenny el abecedario. Lo único que faltaba en la imagen de su mente era Dylan. Si estuviera con ellas, sería perfecto. Por un momento sintió una oleada de tristeza y soledad, como si fuese él quien hubiese muerto. Oh, Dios, sabía que nunca lo volvería a ver. —¿Señora Logan? ¿Está bien, querida? —¿Qué? Oh, oh, sí, lo siento. Supongo que sólo estaba recordando... La señora Keller se recostó en su silla. — Entiendo. Hay algunas pérdidas que nada puede compensar. Pero tener buenos amigos puede ayudar. Melissa miró y le dedicó una sonrisa aguada. — Supongo que tiene razón. Al menos eso esperaba. *** —Dylan, no puedo decir lo estupendo que es volver a verte. Estoy tan contenta de que hayas accedido a cenar conmigo. Elizabeth le hizo pasar a la mesa del comedor y se dirigió a la cocina. Se sentía extraño siendo tratado como un huésped en la casa en la que creció. Cogió la servilleta de lino de su plato, y los recuerdos de miles de comidas tensas en esa misma mesa fueron viniendo a él. — Acepté porque quiero que me digas lo que está pasando aquí, Elizabeth. ¿Por qué está el lugar tan descuidado? Hizo un gesto hacia ella mientras llevaba un pollo asado a la mesa. — ¿Y qué ha pasado con Ada y el resto del personal doméstico? ¿Vives aquí sola?

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Oh, hablaremos de todo eso en un minuto. Quiero saber todo sobre Yukon. ¿Había mucho oro ahí arriba? Hemos escuchado noticias al respecto, por supuesto, pero deben haber exagerado. Hablaron de millones de dólares ¿no es absurdo? —Hay millones de dólares en oro allí arriba. No me hubiese quedado si no estuviese haciendo un buen dinero. Era plenamente consciente de lo que ella quería saber, y no le hacía gracia tener que saciar su curiosidad. Especialmente cuando estaban discutiendo sobre tema que tanto le llegaba a su corazón. — Ahora, cuéntame sobre este lugar. —Oh, Dios, ¿por dónde empezar? —Suspiró graciosamente, jugando con uno de sus pendientes. — Bueno, después de que te fuiste, Scott y yo nos casamos. Por supuesto, eso ya lo sabes. Ella tuvo la decencia de parecer avergonzada, mientras servía a cada uno un vaso de vino. — Oh, Dylan, realmente fue un error terrible. Dejó caer su pretensión entrecortada y sonaba seria. — Sé que era tu hermano, y mi marido, y ahora ya no está, pero... Nunca debí haber escuchado a mi padre. Él fue el que insistió en que Scott y yo debíamos casarnos. Sintiendo un nudo crecer en su estómago, Dylan dejó el tenedor. No quería oír nada de eso, no ahora, si él iba a sentarse a la misma mesa que ella. — Elizabeth, nunca te preocupes por eso. Lo que ha pasado pertenece al pasado, y nada lo va a cambiar. Quiero saber sobre esta propiedad. En la ciudad he oído que los impuestos no han sido pagados. Ella bajó la mirada. — Sí, así es. No hay dinero para pagarlos. —¿Por qué no? —Preguntó. Con cada minuto que pasaba, sentía que sabía menos y menos. Ella no respondió. —¡Maldita sea, Elizabeth! Perdiendo la paciencia ante su tímido juego, dio un puñetazo sobre la mesa, haciéndole saltar y traquetear al vidrio. — ¡Eres dueña de sólo la mitad de este lugar! ¡Yo soy dueño de la otra mitad, y quiero saber por qué estoy a punto de perderla! —No es necesario que me grites —dijo ella con frialdad. —Yo creo que sí. —Yo sólo quería ahorrarte el dolor. Él negó con la cabeza y le dio una sonrisa sarcástica. — ¿Por qué? Ya lo habías hecho antes. —Dylan, traté de decírtelo. Yo te quería. Mi padre. —Ahora no, Elizabeth.

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Ella levantó su copa de vino y bebió un gran trago, impropio de una dama. — Scott y tu padre hicieron algunas malas inversiones. Cuando negociaron con su propio dinero, solicitaron a otros inversores más dinero, y lo perdieron también. Mi propio padre lo perdió todo. Esta casa y la tierra es todo lo que queda. Dylan se dejó caer en su silla y se echó a reír. Se rió tanto hasta que el costado comenzó a dolerle y las lágrimas acudieron a sus ojos. Ella lo miró como si hubiera perdido la cabeza. — Dios, ¿cómo puedes reírte? ¿Qué puedes encontrar en esto que sea gracioso? ¡Es una tragedia! Lanzando la servilleta sobre la mesa, soltó un bufido. — Tragedia — si creyese en el castigo divino, esto sería uno sin duda. Griffin Harper hizo una fortuna aprovechándose de otras personas, quedándose con su dinero, echándoles de sus propias casas. Y Scott lo siguió, pisándole los talones. No me alegro de que hayan muerto, pero no me sorprende viendo la forma en que todo esto se está acabando. —Bueno, te diré que a menos a que ocurra un milagro, este lugar será propiedad del condado. Estaré aquí hasta el último momento. No puedo pedirle ayuda a mi familia — son peor que yo. Ada viene a veces por la bondad de su corazón, pero no puedo pagarle. El resto del personal se marchó justo después del funeral. He tenido que hacer el trabajo de casa e incluso mi propia colada. Es tan degradante. Colada. Dylan pensó en Melissa lavándole la ropa a docenas de mineros mientras le cantaba a Jenny; manejando esas pesadas planchas, trabajando más duro que lo que Elizabeth siquiera hubiese soñado, ni en sus peores pesadillas. Además de eso, tenía un bebé a su cuidado y se encargaba de las tareas del hogar también. Y a pesar de todo, no había perdido coraje, lo había ganado. Ella nunca se había quejado cuando tenía toda la razón del mundo para hacerlo. Una gracia innata, pensó, debía de haberle sostenido a través de una infancia difícil y su vida con Logan. Una gracia que Elizabeth no tenía porque no se podía comprar con dinero. No era su culpa — había tenido una vida acomodada. Había sido una niña malcriada y ahora no podía adaptarse a la pérdida del lujo. Casi sentía lástima por ella. Casi. —Se está haciendo tarde, y no hay luna que pueda guiarte esta noche, añadió, tomando otro sorbo de vino. — ¿Te vas a quedar? Bebiendo de su propio vino, él contestó: — Sí, ¿por qué no? No me gustaría terminar como Scott y el viejo. ***

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Dylan estaba en la oscuridad sobre un colchón de pluma de oca, pensando que la última cosa que esperaba hacer era dormir bajo ese techo nuevo. La ropa de cama olía a lavanda, y el mobiliario era caro. Todo estaba muy lejos de esa cama hecha a mano con mantas de lobo bajo las que ocultarse. Era en momentos como éste, tarde en la noche, cuando pensaba en Melissa más que nunca. Le sucedía desde que partió de Dawson. Podía imaginarle cantando, dulce y claramente, mientras trabajaba o mecía a Jenny, y un doloroso vacío se hinchaba en su pecho, haciéndole sentir ganas de llorar. Maldita sea, de todos modos, pensó con impaciencia, tenía que superar esto. Agarrando la otra almohada, envolvió sus brazos alrededor de ella y rodó a su lado, tratando de excluir su imagen. Pero fue inútil. Estaba quemada a fuego lento en su corazón, y se quedaría allí siempre, aunque viviese hasta una edad muy avanzada. Y algún día, tal vez se encontraría a sí mismo dando consejos a otro hombre, al igual que Rafe había tratado de hacer con él. Y si ese hombre era más inteligente o más afortunado que Dylan, lo escucharía. Pensaba que no sería capaz de dormir, pero pronto se encontró en un mundo nebuloso entre la conciencia y el sueño, donde unos sueños a medio formar cobraron vida. Melissa estaba con él, reposando suave y calientemente contra su cuerpo desnudo. Sintió cómo su mano se deslizaba hacia la parte interior de su muslo mientras susurraba su nombre y llovía besos suaves y húmedos por su espalda. Cuando su mano se cerró sobre su erección y aceleró sus caricias con movimientos largos y lentos, gimió y rodó lentamente sobre su espalda. —Melissa, Melissa... oh Dios, cariño, te quiero. Acarició su suave y fragante ser, olía a rosas. Dylan se despertó en un instante. — Elizabeth, maldita sea, ¿qué diablos crees que estás haciendo? Empujando su mano, buscó a tientas una cerilla y encendió la vela junto a su cama. Estaba acostada a su lado, apoyada en un codo, desnuda, con el pelo largo y ondulado fluyendo sobre ella como satén negro. — No me pidas que me vaya, suplicó. — Siempre funcionó entre nosotros, Dylan. Scott no podía hacerme — quiero decir, él — tú fuiste el único que sabía lo que necesitaba. Se sentó en el borde de la cama y la miró, incrédulo, preguntándose si alguna vez la habría conocido realmente. — ¿No te das cuenta de que no hay nada entre nosotros? No me importa cuál fuese tu razón — cancelaste nuestro compromiso para casarte con mi hermano, Elizabeth, por dinero. Hay algunas palabras muy feas para las mujeres como tú.

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—¿Ah, sí? ¿Y quién es Melissa? —Preguntó, echándose el pelo por detrás del hombro. — ¿Tu esposa? —Sorprendido, se dio cuenta de que debía haber dicho su nombre en sueños. — No es asunto tuyo. Mira, sólo vete a tu dormitorio. Sin hacer ningún intento por cubrirse, se puso de rodillas y lo miró con sus grandes ojos oscuros. — Dylan, piensa cómo era entre nosotros. ¿No recuerdas esas noches que pasamos en las habitaciones de los establos? A veces estabas tan satisfecho cuando terminábamos que ni siquiera podías moverte. Podríamos tener todo eso de nuevo. Nunca he dejado de quererte. Y tú me amaste una vez — podríamos empezar de nuevo, desde el principio. Él negó con la cabeza, sin poder creer lo que estaba escuchando. — ¿Qué te hace pensar que te quiero? —Piénsalo, continuó, sin haberle escuchado. — Si nos casamos, podríamos restaurar esta casa y devolver a los jardines su gloria pasada. Devolveríamos los caballos a los establos de nuevo. —¿Estás loca? Ésta es la última casa en la que me gustaría vivir. ¡Y tú eres la última mujer con la que me gustaría vivir! Saltó fuera del colchón y buscó sus pantalones y camisa, tan furioso que casi tenía miedo de decir nada más. —¿Te vas? —Su labio inferior comenzó a temblar. Finalmente, tiró de la manta para cubrirse. —Sí, maldita sea, claro que me voy. Metió los brazos por las mangas de su camisa. — Y tengo una propuesta para ti, Elizabeth, por lo que será mejor que me escuches. Voy a llegar a un acuerdo contigo para que salgas de aquí y empieces de nuevo en otro lugar. O puedes esperar aquí a que te inviten a salir cuando el condado diga que esta casa está a la venta. Si decides optar por esto, no recibirá ni un centavo de mi parte. Pero no nos engañemos — me haré con este lugar de una manera u otra. Se aferró la sábana a sí misma. — Pero has dicho que no querías vivir aquí. —Y no quiero. . Lo agarró del brazo. — ¿Estás haciendo esto sólo para fastidiarme? Dylan, no seas tonto. Podría hacerte muy feliz. Tiró de su brazo, liberándose de su agarre y se puso las botas. — Elizabeth, no tengo ni la más mínima intención de vengarme. No eres nada más que una hermosa víbora. Me hiciste un gran favor casándote con Scott. Por Dios bendito, en verdad me siento mal por él. —¿A dónde irás? ¿Qué vas a hacer?

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Dylan se dirigió hacia la entrada y se volvió para mirarle. — He estado a punto de cometer el error más grande de mi vida hace unos días, y mañana por la noche voy a coger un barco de vuelta a Portland para ver si llego a tiempo de arreglarlo. Mientras tanto, me quedaré en el hotel de la ciudad. Te voy a dar hasta mañana al mediodía para que me des a conocer tu decisión. Si decides aceptar mi oferta, habrá diez mil dólares en el banco a tu nombre mañana por la tarde. —Di-diez mil... ¿Diez mil dólares? —Va a ser el mejor dinero que jamás haya gastado.

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CAPÍTULO DIECISIETE

—Señora Logan, ¿es esto todo lo que tiene en el mundo? —Sarah Keller hizo un gesto a los paquetes apilados sobre el suelo de la sala vacía de Melissa. Le había traído una cesta de pan caliente y mantequilla fresca como regalo de bienvenida. Los reflejos de un suave sol de otoño brillaban en la madera pulida y reflejaban rayas de luz en el papel pintado, haciendo que la habitación se viese luminosa y alegre. Pero no había manera de disimular su falta de mobiliario. Melissa sonrió y meció a Jenny en sus brazos. — Sé que no parece mucho, pero creo que no me equivocaría si afirmase que la mayoría de las personas salieron de Yukon con mucho menos de con lo que llegaron. Tengo ropa para Jenny y algunas cosas por mí misma. Y, por supuesto, tiene su cuna para dormir. Tan pronto como mi nuevo mobiliario sea entregado, la casa se verá más acogedora. La mujer la miró boquiabierta. — Pero, ¿qué hay de usted? ¿Dónde va a dormir mientras tanto? —Tengo mi ropa de cama — por lo menos la mayor parte me la han entregado. Dormiré en el suelo hasta que el resto de mis cosas lleguen. A Melissa no le importaba, honestamente. La soledad no era lo que ella quería, pero ya que había sido lanzada sobre ella, estaba decidida a sacar lo mejor de ella. —Oh, Dios mío, no. Tiene que venir a mi casa, e instalarse ahí. Haré que las niñas compartan habitación durante un par de noches, y podrá disponer de alguna de sus camas. El recuerdo de las cálidas pieles de lobo cruzó la mente de Melissa antes de que tuviera la oportunidad de apartarlo de su cabeza. Si Dylan no cesaba de atormentar sus pensamientos, le preocupaba que su corazón jamás sanara. Puso una mano sobre el brazo de Sarah. — Se lo agradezco, pero no es necesario. Durante el viaje hacia Dawson, Jenny y yo dormíamos en una tienda de campaña. Todos acampábamos en tiendas de campaña. De hecho, ella nació en una durante una tormenta de nieve, ¿no es así, princesa? Jenny estaba más fascinada por los pendientes pequeños que colgaban de las orejas de su madre, que de lo que ésta decía, pero la señora Keller hizo un ruido horrorizado. —¡Dios, qué terrible! No tenía ni idea — Pero al menos tenía al señor Logan con usted

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en ese momento. Fue tan trágico que lo perdiese. Recordando aquella horrible noche con total nitidez, no dijo nada. Coy la había dejado al cuidado de una mujer india, y se había ido a jugar y emborracharse. La mujer de rostro blanco, que apenas hablaba su idioma, había sido más aterradora que consoladora. Melissa estaba segura de que iba a morir — nunca había estado tan asustada ni se había sentido tan sola en toda su vida. Y no quería volver a verse en una situación similar nunca más. Se movió a Jenny a su cadera. — A lo mejor no va a ser fácil que vivamos por nuestra cuenta — creo que el mundo puede ser muy cruel con las mujeres que están solas. Pero créame, hay situaciones mucho peores en las que una mujer puede encontrarse. Vamos a estar bien. Estar segura de que Jenny crece en un hogar seguro y amoroso es lo único que importa ahora mismo. La señora Keller le dio una mirada inquisitiva, luego asintió. — He sobrevivido sola con mis hijas, así que sé que se puede hacer. No obstante, espero que no se sienta demasiado sola. Suspiró. — Algunas noches pueden parecer años. Melissa respiró hondo. — Pero la soledad no deja moretones ni cicatrices. Al menos no del tipo que se pueden ver. *** Dylan hizo su camino de regreso a la ciudad en la oscuridad, bendiciendo a Penélope por su calma perseverante en cada paso del camino. Después de dejarla suelta en el corral de Red, volvió al hotel y trató de dormir, pero sólo conseguía dar vueltas. Por lo menos, estaba solo en la cama, pensó con amargura. Si se hubiera aferrado a los restos andrajosos de estima que sentía por Elizabeth, ella los habría borrado por completo con la pequeña proeza que había lanzado sobre él en su propia casa. Porqué nunca había visto a través de ella antes seguía siendo un misterio para él. Pero si todo finalmente salía de la manera que él esperaba, sólo tendría que tratar con Elizabeth una última vez. Lo único bueno que había sacado de volver a ver a Elizabeth, era haberse dado cuenta de lo tonto que había sido por dejar ir a Melissa. La amaba — y ahora creía que ella lo amaba también. Tenía buenas razones para tener miedo de depender de un hombre, pero él podría demostrarle que era digno de su confianza. Pertenecían juntos. En algún momento, mientras amanecía, Dylan se levantó y se sentó junto a la ventana para ver salir el sol, nervioso con anticipación. Tenía planes, planes magníficos, planes maravillosos, para esa tierra. Traería a Jenny y a Melissa a casa.

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A medida que la mañana avanzaba, Dylan paseó por la habitación como un perro inquieto, esperando noticias. A veces iba a la ventana y miraba hacia abajo en la calle, esperando ver a Elizabeth. Luego volvía a pasear por la habitación. Debía de haber sacado su reloj un centenar de veces para comprobar la hora. A las doce y diez se dejó caer en una silla. Bueno, maldita sea, podría haber hecho esto de una manera fácil — fácil para los dos, y ciertamente menos humillante para ella. Pero si el sheriff tenía que involucrarse, ellos debían hacerlo también. De repente, alguien llamó a la puerta. Dylan se dirigió al otro lado de la habitación en tres pasos y se encontró con un niño de pie en el pasillo. —¿El señor Harper? ¿Es usted el señor Harper? Él asintió con la cabeza. El niño sacó un sobre de detrás de su espalda y lo metió en manos de Dylan. — Una señora me dio quince centavos para que le entregase esto. Así que fui a la recepción y pregunté en qué habitación. Dylan buscó en su bolsillo del pantalón y sacó un dólar de plata. — Toma, hijo, te voy a dar un dólar por hacer un buen trabajo. Los ojos del joven se iluminaron mientras miraba la moneda. — Vaya, ¡Muchas gracias! —Ve y cómprate algunos caramelos —dijo Dylan tras él mientras el pequeño corría por el pasillo. Miró el sobre de color crema y su nombre escrito en la escritura fluida de Elizabeth, y sus manos empezaron a temblar levemente. Arrancó la solapa y sacó una sola hoja de papel vitela que olía ligeramente a rosas. Querido Dylan. Acepto tu generosa oferta para mudarme de esta casa. Creo que podré estar fuera dentro de un mes. Por favor, créeme cuando digo que no quise hacerte daño al casarme con Scott. Pero tengo una vida entera para arrepentirme de mis errores. Con cariño, Elizabeth Sí, toda una vida y diez mil dólares. Eso hace que sea un poco más fácil, ¿no es así? —Le dijo a su letra. A las cuatro de la tarde, Dylan había hecho el depósito bancario y estaba de pie en el muelle, a la espera de embarcar en un barco de vapor con destino a Portland. El mayor reto de su vida se encontraba en el otro extremo de ese viaje.

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Esperaba estar preparado para ello. *** Melissa estaba en su salón, estudiando la ubicación de su nuevo sofá, y negó con la cabeza. Miró a los dos repartidores corpulentos que habían llevado el mueble hasta su casa. — Lo siento mucho, pero ¿creen que podrían ponerlo de nuevo como estaba antes? Prometo que será la última vez. De veras. Jenny miraba todo desde la cuna con una expresión de curiosidad solemne. Melissa oyó un suspiro ahogado, pero los hombres levantaron el sofá y lo llevaron de nuevo hasta la ventana, girándolo de forma que apuntase hacia la calle. —Oh, mucho mejor. ¡Gracias por su ayuda! ¿Quieren un poco de limonada antes de irse? El mayor de los dos dijo: — No, señora, pero gracias. Tenemos dos paradas más que hacer antes del almuerzo. Tendremos que volver esta tarde con esa lámpara que olvidamos en la tienda. —Eso está bien. Les agradecería que me la entregasen antes de que anochezca. Salieron entonces, y Melissa se dirigió a la puerta para admirar la habitación y los muebles nuevos. No eran de lujo, pero se veían muy bien en esa casa. Todo estaba limpio y luminoso y recién pintado. —¿Qué te parece, princesa? ¿No es bonito? Jenny sonrió y agitó ambos brazos. Éste era un nuevo comienzo para ella y para Jenny, también. No era el que ella hubiera deseado, pero con el tiempo, Melissa esperaba ser capaz de reducir el número de veces que pensaba en Dylan a dos veces por hora. Tal vez con el tiempo sería capaz de pensar en él dos veces al día, y luego una vez al día. Incluso podría ser capaz de dormir por la noche sin verle en sueños, o sentir como si todavía yaciese a su lado. De momento, a veces se despertaba en la oscuridad con el convencimiento de que si extendía su brazo, lo encontraría en su lado de la cama. Él era el único fleco suelto de su vida. Se había ocupado de todo lo demás. Gracias a Dios, Pa no sabía a dónde se habían mudado. Ése era el mayor miedo que tenía, que de alguna manera pudiese encontrarle y tratarse de arrastrarle de vuelta hasta Slabtown, o demandase dinero de ella.

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Por ahora, sin embargo, su vida era tan buena como podía ser sin Dylan. Ella y Jenny estaban bien y eran felices. Tenían buenos vecinos en la señora Keller y sus hijas, cada una de las cuales competían por coger a Jenny, y tenían dinero. No fue hasta que se mudó a esa casa cuando Melissa encontró un saco de oro en la ropa de Jenny. Sabía que Dylan lo había escondido allí, probablemente suponiendo que Melissa no lo hubiese aceptado de otra manera. Y hubiese tenido razón. Pero ya que lo había dejado con las cosas de Jenny, tenía la intención de utilizar parte de ese dinero para abrir una cuenta bancaria para el bebé. Agregado a lo que ya había acumulado en Dawson, el oro la ayudaría a vivir segura y cómodamente durante un buen tiempo. *** Cargando con un ramo de flores que había comprado en un carrito en la calle, Dylan entró en el vestíbulo del Hotel Portland y se acercó al mostrador de recepción. Una vez más, volvió algunas cabezas, pero prestó poca atención ante tanta curiosidad grosera. Sintió toda la anticipación nerviosa de un niño planeando su primer beso. Viajando río abajo, había imaginado la escena — la sorpresa en el rostro de Melissa cuando abriese la puerta, y la alegría. Estaría tan contenta de verle que caería en sus brazos y lo salvaría de la agonía de tener que desnudar su alma ante ella con palabras. O tal vez estar de nuevo con ella le facilitaría el poder decirle lo mucho que la amaba. Le diría todo lo que ella quisiese oír con tal de hacerle su esposa. Estaría feliz de a pasar el resto de su vida ayudando a Melissa a recuperar todo lo que había perdido. No reconoció al recepcionista detrás del mostrador, ¿qué tipo de recibimiento tendría de esta vez? —¿Puedo ayudarle, señor? —El tono era un poco frágil, pero no hostil, francamente. —Mi esposa, la señora Harper, está hospedada en el hotel. ¿Podría llamar a su habitación y decirle que estoy aquí y voy a subir? El empleado miró el cuchillo de Dylan y palideció. — Bueno, señor, verá, señor Harper... Un mal presentimiento se apoderó de él como una ola poderosa. Sintiendo como si el estómago estuviese tratando de agarrar sus tobillos, Dylan puso los codos sobre el mostrador. — ¿Qué sucede? —Me temo que su esposa abandonó el hotel ayer.

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—¡Se ha marchado! ¿Está seguro? —Nunca se le ocurrió que Melissa dejaría el hotel tan pronto. Había supuesto que querría quedarse allí durante un mes más o menos y dejar que el personal la mimarse un poco. El empleado asintió con la cabeza. — Ella pagó su cuenta y se fue con su hija. Me encargué del asunto yo mismo. —¿Qué dirección de reenvío le dio? El secretario tragó saliva y miró como si quisiera podría meterse en uno de los casilleros detrás de él. — Ninguna, me temo, señor Harper. Obviamente, pensó que Dylan era un marido abandonado. Decepcionado y frustrado, Dylan sintió que el dolor de la pérdida le cortaba con una cuchilla afilada, despiadada. Se dio la vuelta y miró sin ver a los huéspedes vagando por el vestíbulo. ¡Maldita sea! ¿Por qué el destino conspiraba en contra de él de esa manera? Ahora que por fin se había dado cuenta de lo imbécil que había sido por dejar marchar a Melissa, había vuelto corriendo de regreso a Portland, sólo para perderle por completo. La rabia y la agitación de dolor aceleraron el latido de su corazón. Se dirigió de nuevo al recepcionista y preguntó: — ¿Nadie en este hotel saber a dónde ha ido? ¿Sigue en Portland? El empleado miró a su alrededor hacia los curiosos que tenían sus ojos plantados en ellos. Bajó su voz hasta un susurro, como si quisiera sugerirle a Dylan que hiciese lo mismo con la suya. — No, señor Harper, no tenemos ni idea. Lo siento. —¡Maldita sea! Gritó, entrando en erupción, y luego se volvió bruscamente. Deseaba que hubiera alguien a quien poder echarle la culpa; le encantaría señalar con el dedo a una persona o a un grupo y acusarles de haber perdido el único y verdadero amor de su vida. Pero no había nadie a quien culpar excepto a sí mismo. — ¿Tiene usted mujer? —S-sí, señor, y tres niños. —En ese caso, tenga este ramo —dijo, metiendo las flores en los brazos del hombre. — ¿Dónde está el bar? Al igual que un hombre que se ahoga y detecta un salvavidas a lo lejos, el secretario vio a un empleado del hotel, un joven que pasaba con su chaqueta blanca, y chasqueó los dedos para llamar su atención. — Keller, por favor lleva al señor Harper al bar del hotel de inmediato. —Pero señor Stickle, el comedor. —Ahora, Keller. No me importa lo que estuvieses haciendo.

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—Sí, señor. El joven se paró frente a Dylan. —Por aquí, por favor. Estudió a Dylan durante unos segundos mientras se giraba para conducirle a través del amplio vestíbulo alfombrado. —¿Su nombre es Harper? —Sí, así es, gruñó Dylan, pero en ese momento, pensaba que debía ser barro. *** Echando un vistazo al reloj de su nueva chimenea, Melissa vio que era casi la hora de comer, y se dirigió hacia la cocina. Jenny tendría hambre. Era maravilloso tener un horario regular y un sol que salía y se ponía a horas decentes. Justo cuando sacó una hogaza de pan para cortar, oyó que llamaban a la puerta principal. Tal vez los repartidores habían encontrado la lámpara en su carro después de todo. Pero cuando abrió la puerta, no vio ni a los repartidores ni su lámpara. Vio a un hombre con un traje negro que le quedaba perfectamente, siguiendo la línea de sus anchos hombros y sus largas piernas. Su pelo soleado de color intenso todavía rozaba sus hombros, y sus ojos verdes claros la consideraban como si pudieran ver desde su corazón hasta su alma. —¡Dylan! Susurró. —Hola, Melissa. Ella lo miró con asombro, como si fuera un muerto que hubiese salido de su tumba. —¿Cómo me has encontrado? —No ha sido fácil. Te busqué en el hotel, y la mayoría del personal conocía a Melissa Harper, pero sólo uno conocía a Melissa Logan. Tuve suerte cuando me encontré con Tom Keller. Umm, ¿podría entrar y hablar contigo? —Parecía nervioso y vacilante. Tal vez pensaba que ella no le dejaría pasar de su porche. —Sí, por supuesto. Contestó ella, terminando de abrir la puerta. Se puso de pie en la entrada y miró alrededor. — Qué lugar tan bonito. Acogedor. —Gracias... Eh, por favor... Siéntate —dijo ella, haciéndole señas hacia el sofá nuevo.

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Jenny dejó escapar un ruido fuerte de reconocimiento y luego sonrió a Dylan, mostrando dos dientes inferiores diminutos a través de sus encías. —¡Hola, Jenny! Exclamó, inclinándose para darle un beso. Luego se sentó sobre la tela del sofá. Melissa encaramada en una silla al lado, se sentía muy nerviosa viéndole actuar. Dios, por favor, que no sea una mala noticia, rezó. Miró su ropa nueva. — Se ve te muy bien, como si fueras a una boda o a un funeral. Él la sonrió, esa sonrisa dulce y tierna que ella había visto una o dos veces antes. Se fue directa a su corazón, haciéndolo doler. — Espero que sea para ir a una boda. El dolor insoportable se tornó en unos pinchazos agudos. Apartó su mirada de él, esperando poder obtener el control sobre las lágrimas que brotaban de sus ojos. — Oh, ¿tú y Elizabeth habéis podido resolver vuestras diferencias? —¡¿Elizabeth?! ¡Dios, no! Melissa, quiero casarme contigo. Él la sorprendió dejándose caer del sofá y arrodillándose frente a ella. Le tomó las manos heladas entre las suyas. — Per — pero, ¿no era eso por lo que regresaste a The Dalles? ¿Para casarte con Elizabeth? —No, cariño, ése nunca fue el motivo. Quería ver la propiedad y averiguar si había alguna manera de poder tomar el control sobre ella de nuevo. No era la casa lo que yo quería, era la tierra. Es hermoso allí. Le explicó lo que había ocurrido con los impuestos y el estado de la casa, y lo que había aprendido tanto de Elizabeth como del tiempo que había pasado en solitario. —¿Quieres vivir en esa casa? —Le preguntó. — Pensé que la odiabas. —Y la odio. Voy a tener que derribarla para poder construir una nueva casa en el campo. Nuestra casa . Bajó la mirada a sus manos entrelazadas. — Entiendo porqué no quieres tener nada que ver con el matrimonio de nuevo, y por qué quieres vivir por tu cuenta. Se inclinó hacia delante. — Pero, por Dios, Melissa, estábamos bien juntos. Te quiero y quiero a Jenny. De verdad que sí. Dime que hay al menos una posibilidad de que cambies de opinión acerca de vivir por tu cuenta. Asombrada, Melissa lo miró fijamente. Apenas podía creer lo que estaba oyendo. — Sabes lo difícil que mi vida fue al lado de Coy. Juré que jamás me casaría de nuevo, comenzó a decir, y él se sentó sobre sus talones. Melissa le empezó a contar sobre el incidente con su padre y su hermano, y vio la ira ardiendo en sus rasgos faciales. — Tan horrible como ese día fue, me di cuenta de que si no hubiese sido por ti, probablemente habría dejado que me intimidasen y que me forzasen a volver a esa casa. Crecí con gente que me daba órdenes sin parar y me trataba como a una sirvienta — no conocía nada diferente, hasta que te conocí. Tú me hiciste ver que yo valía algo más que todo eso. Ella le

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sonrió, pero no podía detener las lágrimas que corrían por su rostro. — Le dije a mi padre que no quería que Jenny conociese a un hombre como él, aunque fuese su abuelo. Pero quiero que te conozca a ti y que seas parte de su vida, Dylan. Y quiero que mi nueva vida sea contigo. Él miró hacia arriba y la sonrió — una sonrisa que iluminaba todo su rostro. Se puso de rodillas otra vez. — ¿Eso significa que sí? ¿Te casarás conmigo? Ella asintió con la cabeza. — Significa que sí. Te quiero mucho. Te quería desde mucho antes de que nos fuésemos de Yukon. Y ahora que ninguno de nosotros tiene una familia. —Seremos nuestra propia familia. Se acercó a ella y la besó, entonces. Sus labios, cálidos y suaves sobre los de ella, insinuando la pasión que estaba por llegar, y la ternura que siempre había estado ahí. Dylan se separó y rebuscó en su bolsillo; alivio y una profunda gratitud recorrieron todo su cuerpo. — Admito que me he arriesgado un poco y esperaba que las cosas saliesen bien. Sacó una cajita y la abrió. — Nunca te llegué a dar un anillo de boda aquel día en La Chica de Yukon. Así que pensé que debía volver atrás y empezar de cero con un anillo de compromiso. Hubiera dado todo un día de oro por ver esa expresión en su cara — deleite y asombro. Le recordaba a un niño abriendo un regalo de Navidad. —Oh, Dylan, ¡Es precioso! Él lo puso en su dedo; por suerte para él, le entró perfectamente. —¿Qué tipo de boda te gustaría tener? —Le preguntó. —Ninguna de las dos anteriores tuvo nada destacable. Ella sacudió la cabeza y se quedó mirando el anillo de diamantes, sin dejar de sonreír. Entonces lo miró con aquellos ojos grises; esos ojos que lo habían perseguido sus sueños desde el primer día que la conoció. — No importa qué tipo de boda sea mientras que me case contigo. El juzgado estará bien. Siempre y cuando estemos juntos. Su sonrisa se desvaneció de repente. —¿Qué te pasa? —Oh, ¡He firmado un contrato de alquiler de esta casa por un año entero! Y estos muebles, me los acaban de entregar. De hecho, todavía estoy esperando una lámpara. Él hizo caso omiso de sus preocupaciones. —Oh, cariño, no te preocupes por eso. Podemos darnos el lujo de comprar el contrato de arrendamiento si decidimos hacerlo. Pero podemos quedarnos aquí por un tiempo.

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Tener nuestra noche de bodas... Tendrían todas las noches del resto de sus vidas. Por fin había encontrado lo que siempre habían estado buscando. Su propia familia.

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SOBRE LA AUTORA Alexis Harrington es la autora galardonada de una docena de novelas, incluyendo el internacional bestseller La Novia Irlandesa. Trabajó durante doce años como consultora de ingenieros civiles antes de que cambiase de rumbo y se convirtiese en novelista a tiempo completo. Cuando no está escribiendo, le gusta fabricar sus propias joyas, coser, bordar, cocinar y entretener a sus amigos. Vive en su natal noroeste del Pacífico con una gran variedad de animales que hacen lo mejor que saben para distraerla mientras está trabajando.
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